Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de marzo de 2016

WILLA CATHER. MI ÁNTONIA
 
El verano pasado, durante un período de intenso calor, Jim Burden y yo atravesamos Iowa casualmente en el mismo tren. Somos viejos amigos, crecimos juntos en la misma población de Nebraska, y teníamos mucho de que hablar. Mientras el tren recorría interminables kilómetros de campos de trigo maduro, dejando atrás pueblos, pastos cubiertos de flores vistosas y robledales mustios por el sol, nos sentamos en el vagón panorámico, donde la madera estaba caliente al tacto y una gruesa capa de polvo rojo lo cubría todo. El calor y el polvo, el ardiente viento, nos recordaron muchas cosas. Charlábamos sobre lo que significa pasar la infancia en poblaciones como ésas, enterradas entre trigo y maíz, padeciendo los estimulantes extremos del clima: veranos abrasadores en los que la tierra verde y fecunda yace bajo el cielo fulgente, y uno se ahoga casi en vegetación, en el color y el olor de la densa maleza y las cosechas ubérrimas; inviernos borrascosos con poca nieve, cuando la tierra toda queda pelada y gris como una plancha de hierro. Convinimos en que era preciso haber crecido en una pequeña población de la pradera para saber lo que era aquello. Era una especie de francmasonería, dijimos.
 
Aunque tanto Jim Burden como yo vivimos en Nueva York, allí no solemos coincidir. Él es abogado de una de las grandes compañías de ferrocarriles del Este y a menudo pasa semanas enteras lejos de su despacho. Esta es una de las razones por las que apenas nos vemos. Otra razón es que a mí no me gusta su mujer. Es atractiva, vital, enérgica, pero a mí me parece fría e incapaz, por temperamento, de entusiasmarse. Los gustos apacibles de su marido la irritan, creo, y considera que vale la pena desempeñar el papel de mecenas de un grupo de jóvenes pintores y poetas de ideas avanzadas y talento mediocre. Tiene una fortuna propia y vive su propia vida. Por alguna razón, desea seguir siendo la señora de James Burden.
 
En cuanto a Jim, las decepciones no le han hecho cambiar. El carácter romántico, que a menudo le hacía parecer muy divertido cuando era adolescente, ha sido uno de los elementos fundamentales de su éxito. Ama con pasión el gran país que su ferrocarril atraviesa con múltiples ramales. Su fe en él y sus conocimientos sobre él han desempeñado un importante papel en su desarrollo.
 
Durante aquel caluroso día en que atravesábamos Iowa, nuestra conversación volvía una y otra vez a centrarse en una figura crucial, una chica de Bohemia a la que ambos habían conocido hacía mucho tiempo. Ella, más que ninguna persona a la que recordamos, parecía encarnar el país, las condiciones de vida, la aventura de nuestra infancia. Yo le había perdido la pista por completo, pero Jim había vuelto a verla después de muchos años, y había renovado una amistad que significaba mucho para él. Aquel día, sus pensamientos estaban llenos de ella. Hizo que yo también volviera a verla, a notar su presencia, a revivir el antiguo afecto que le tenía.
 
“De vez en cuando me dedico a escribir todo lo que recuerdo sobre Ántonia —me dijo—. En el curso de mis viajes a lo largo y ancho del país, me distraigo con ello en mi compartimento.”
 
Cuando le dije que me gustaría leer su relato, me aseguró que lo leería... si llegaba a terminarlo.
 
Meses mas tarde, en una tempestuosa tarde de invierno, Jim vino a verme a mi apartamento con una carpeta en la mano. Entró en la sala de estar con ella y dijo, mientras se frotaba las manos para calentarlas:
 
“Aquí tienes lo de Ántonia. ¿Todavía quieres leerlo? Lo acabé anoche. No lo he corregido; simplemente me he limitado a escribir todo lo que su nombre me recuerda. Supongo que no tiene forma alguna. Ni tampoco titulo.” Entró en la habitación contigua, se sentó a mi escritorio y escribió en la cara superior de la carpeta la palabra “Ántonia”. La miré un momento con el entrecejo fruncido, luego añadió otra palabra, convirtiéndolo en “Mi Ántonia”. Esto pareció dejarlo satisfecho.
 
 
Hola, buenas tardes. De este significativo modo, con el texto que acabo de leeros, prólogo de mi recomendación de esta tarde, empieza hoy Todos los libros un libro, el espacio que semanalmente os ofrece una sugerencia de lectura que pueda ser de vuestro agrado. Con mi propuesta de este miércoles cerramos la serie que a lo largo del mes de marzo, y con la leve excusa de la celebración, el pasado día 8, del Día Internacional de la Mujer, hemos dedicado a la literatura escrita -y protagonizada- por mujeres. Aunque en el caso del libro del que hoy quiero hablaros caben algunos matices, como luego veremos, a la hora de delimitar sobre quién recae el papel principal de su trama.
 
Mi consejo de hoy se centra en una obra escrita en 1918, un clásico nacido de la pluma de la prolífica y siempre excelente Willa Cather. Se trata de Mi Ántonia (escrito así, con tilde en la primera a, ya que, como se recoge en el libro en nota a pie de página, la Ántonia del título proviene de Bohemia, en la actual República Checa) una espléndida y deliciosa novela publicada hace años en España por la ejemplar Alba Editorial, en traducción de Gema Moral Bartolomé.
 
Jim Burden, la voz narradora del libro, es un niño de diez años cuando, tras la muerte de sus padres, se traslada a Nebraska, a casa de sus abuelos. En un viaje interminable en tren desde Virginia, a través de la gran llanura central de Norteamérica, el pequeño Jimmy coincide en su largo trayecto con una familia de inmigrantes que tienen el mismo destino que el suyo, el remoto pueblo de Black Arrow. Una de las hijas del matrimonio extranjero es Ántonia, que con sólo doce o trece años y unos bonitos ojos castaños, llamará la atención del niño, que iniciará su contacto con ella a los pocos días de su llegada, pues los Shimerda -este es el apellido de la familia bohemia- acabarán por ser sus vecinos, habitando en condiciones de absoluta pero muy digna precariedad una granja cercana a la de los abuelos de Jim.
 
El relato que el Jim Burden adulto entrega a su amigo -tal y como se avanza en el texto con el que he abierto esta reseña- describe con detalle su larga relación con Ántonia, desde este temprano momento inaugural hasta la plena madurez de ambos, cuando casada aquella y con más de diez hijos en su feliz familia rural, recibe la visita de su amigo de la infancia tras muchos años de separación. Se trata, pues, de una narración que casi abarca el tiempo de una vida entera y que transcurre por todas las etapas -infancia, juventud, madurez y los primeros inicios de la vejez- de la de sus dos protagonistas principales, en una “crónica” que partiendo de la segunda mitad del siglo XIX se adentra en los primeros años del XX. Aunque, en realidad, la presencia “objetiva” -digámoslo así- de Ántonia es siempre secundaria y tangencial, pues apenas aparece en la narración más que indirectamente y siempre a través de los ojos de Jim, que en su texto da cuenta en primera persona de su propia existencia, de sus sensaciones, sus experiencias, sus reflexiones, su crecimiento y su acontecer vital, en una biografía en la que, sin embargo, la figura de Ántonia sí tiene un destacado peso espiritual o emocional, más allá de la mayor o menor coincidencia de sus trayectorias, que se desarrollan independientes e incluso ajenas durante muchos lustros. El indudable magnetismo de su amiga de la infancia hará nacer en Jim un vínculo imperecedero con ella, aunque no siempre sea notorio, y la chica -la mujer- será para él una fuente permanente de inspiración (¿Sabes, Ántonia? Desde que me fui, pienso en ti más que en ninguna otra persona de esta parte del mundo. Me habría gustado que fueras mi novia, o mi mujer, o mi madre, o mi hermana… cualquier cosa que una mujer pueda ser para un hombre. La idea que tengo de ti forma parte de mi cerebro; influyes en mis simpatías y antipatías, y en mis gustos, cientos de veces, aunque no me dé cuenta. En verdad, eres parte de mí). Es por ello por lo que, pese a las diferencias -solo en la superficie- con los libros reseñados en las semanas precedentes de marzo en los que la narración se centraba de modo inequívoco en un personaje femenino, pienso que Mi Ántonia participa del mismo espíritu que me ha guiado en estas mis últimas elecciones: creaciones en las que la figura de la mujer, de una mujer singular y excepcional, ocupa el centro de la obra, aunque sea, como en este caso, de manera velada y en la sombra, en un aparente -insisto, solo aparente- segundo plano y al margen de los “focos” que iluminan y destacan la trama principal.
 
Y es que la Ántonia evocada en su nostálgico relato por Jim Burden es, en sus comparecencias episódicas pero sustanciales, una construcción literaria formidable, una mujer enérgica, activa, poderosa, rebosando vigor, seguridad y desenvoltura, fuertemente atractiva, independiente y llena de sensibilidad (todo cuanto explicaba parecía salirle directamente del corazón), muy humana, con algo en su personalidad muy físico y primordial (el cuello se asentaba con solidez sobre los hombros como se erguía el tronco de un árbol sobre la hierba), rezumando una desbordante jovialidad y un estimulante placer por la existencia, una emblemática representación de la fuerza vital que la vuelve inolvidable, como queda de manifiesto en esta descripción que el narrador hace de ella ya en sus días otoñales: Ántonia había sido siempre una de esas personas que graban imágenes en el cerebro que no se desvanecen, que se hacen más vívidas con el tiempo. En mi memoria guardaba una sucesión de tales imágenes, indelebles como las viejas ilustraciones del primer libro de texto: Ántonia golpeando los flancos de mi poni con las piernas desnudas cuando volvimos a casa triunfantes con nuestra serpiente; Ántonia con su chal negro y su gorro de pieles, cuando estaba de pie junto a la tumba de su padre bajo la tormenta de nieve; Ántonia apareciendo en el horizonte con su tiro de caballos de labor a la luz del crepúsculo. Ántonia se prestaba a actitudes humanas inmemoriales, que por instinto reconocemos como universales y verdaderas. No me había equivocado. Ya no era una preciosa muchacha, sino una mujer ajada, pero aún poseía ese algo que inflama la imaginación, aún podía hacer que a uno se le cortara la respiración con una mirada o un gesto que, sin saber cómo, desvelaba el significado de las cosas vulgares. Sólo tenía que encontrarse en el huerto, poner la mano sobre un manzano silvestre y alzar la vista hacia las manzanas, para hacerle sentir a uno la bondad de plantar, cuidar los árboles y, finalmente, recoger los frutos. Todo lo que de fuerte había en su corazón se expresaba mediante su cuerpo, que siempre había sido tan infatigable y generoso en derramar emociones. No era de extrañar que sus hijos caminaran erguidos. Ántonia era una cálida fuente de vida, como los fundadores de las razas primigenias.
 
Esta referencia a esa fuerza originaria y ancestral de Ántonia nos pone en contacto con otro de los ejes del libro, la apasionada y fidedigna crónica de la aventura de los pioneros y de su energía fundadora de los Estados Unidos, del ánimo, la firmeza, el nervio y la fortaleza de unos hombres y mujeres que, desde todos los extremos del mundo -centroeuropa y los países escandinavos en el caso de la novela- arribaron a esa tierra prometida, a ese paraíso de oportunidades, a ese espacio virginal y lleno de esperanzas y también de peligros, que era, aun en el siglo XIX, el vasto y en numerosas ocasiones inexplorado territorio de Norteamérica, sus inacabables praderas, sus fértiles campos, sus llanuras sin límites. Los Shimerda, dejando atrás su apacible cotidianeidad en Bohemia, abriéndose paso desde la nada, sin apenas recursos ni el menor conocimiento del mundo al que se incorporaban, reconstruyendo su vida desde la pobreza y la ignorancia del idioma y las costumbres de su nuevo mundo, y llegando a conquistar la prosperidad en un entorno ajeno y hostil, adverso y hasta salvaje, son una muestra paradigmática de lo mejor de esa tradición estadounidense -en el fondo un país de aluvión- representada en el esfuerzo y la superación, en la abnegación y la valentía que tantas veces apreciamos en sus ciudadanos más valiosos. En particular, esa reciedumbre, ese coraje, esa resistencia, ese carácter destacan en las mujeres de la novela, no solo en la propia Ántonia sino también en su madre o en la abuela de Jim o en las chicas danesas de la lavandería, en las tres Marys de Bohemia o en la noruega Lena Lingard, de las que el narrador habla con una entregada admiración que merece y justifica la extensión de la cita:
 
Todos los hombres jóvenes se sentían atraídos por las chicas del campo, atractivas y vigorosas, que habían venido a la ciudad para ganarse la vida y, en casi todos los casos, para ayudar a un padre endeudado o para hacer posible que los hermanos pequeños de la familia fueran a la escuela.
 
Aquellas chicas se habían hecho adultas durante los primeros años de la emigración, los más duros, y carecían de educación. Pero sus hermanos más pequeños, por los que tantos sacrificios hicieron y que han tenido «ventajas», no me han parecido nunca, cuando me los he encontrado después, ni la mitad de interesantes que ellas, ni tan bien educados. Las hermanas mayores, que ayudaron a roturar las tierras salvajes, aprendieron mucho de la vida, de la pobreza, de sus madres y sus abuelas; todas se habían espabilado prematuramente, igual que Ántonia, al tener que cambiar su viejo país por otro nuevo a una edad temprana.
 
Recuerdo a una veintena de aquellas chicas que sirvieron en Black Hawk durante los pocos años que viví allí, y recuerdo algo insólito y cautivador de cada una de ellas. Físicamente eran casi una raza aparte, y el trabajo al aire libre les había dado un vigor que, cuando superaron su timidez de recién llegadas, se transformó en una seguridad y una desenvoltura que las hicieron destacar entre las mujeres de Black Hawk.
 
Esto ocurría antes de que se implantara el deporte en los institutos. Se compadecía a las chicas que tenían que caminar más de medio kilómetro para ir a la escuela. No había pistas de tenis en la ciudad; el ejercicio físico se consideraba muy poco elegante para las hijas de las familias acomodadas.
 
Algunas de las chicas que estudiaban en el instituto eran alegres y bonitas, pero en invierno no salían de casa por culpa del frío, y en verano, a causa del calor. Cuando uno bailaba con ellas notaba que su cuerpo no se movía bajo las ropas; sus músculos parecían pedir una sola cosa: no ser molestados.
 
Recuerdo a aquellas chicas como simples rostros en el aula de la escuela, sonrosados y alegres, o apáticos y aburridos, cortados por debajo de los hombros, como querubines, por la superficie manchada de tinta de los altos pupitres, sin duda colocados a esa altura para hacer que tuviéramos los hombros redondeados y el pecho plano.
 
Las hijas de los comerciantes de Black Hawk tenían la convicción firme e inquebrantable de que eran «refinadas» y de que las chicas del campo, que «trabajaban al aire libre», no lo eran. Los campesinos americanos de nuestra región sufrían las mismas penurias que sus vecinos de otros países. Todos habían llegado a Nebraska con un capital escaso y una ignorancia absoluta sobre la tierra que debían cultivar. Todos habían pedido dinero prestado poniendo la tierra como garantía. Pero, por grandes que fueran las estrecheces en las que se encontrara un granjero de Pennsylvania o de Virginia, jamás permitía que sus hijas entraran a servir. A menos que sus hijas pudieran convertirse en maestras rurales, permanecían en casa sumidas en la pobreza.
 
Las chicas de Bohemia o de Escandinavia no podían trabajar como maestras porque no habían tenido la oportunidad de estudiar el idioma. Resueltas a poner su grano de arena en la dura lucha por librar de deudas a la familia, no les había quedado otra alternativa que ponerse a servir. Una vez en la ciudad, algunas de ellas habían seguido siendo tan serias y discretas en su comportamiento como antes, cuando araban y apacentaban el ganado en la granja de sus padres. Otras, como las tres Marys de Bohemia, intentaban recuperar los años de juventud perdidos. Pero todas ellas consiguieron lo que se habían propuesto, y enviaron a casa sus dólares duramente ganados. Las chicas que yo conocí andaban siempre ayudando a pagar arados y cosechadoras, cerdos de cría o novillos de engorde.
 
Uno de los resultados de esta solidaridad familiar fue que los campesinos extranjeros de nuestra región fueron los primeros en alcanzar la prosperidad. Cuando los padres salían de deudas, las hijas se casaban con los hijos de sus vecinos —por lo general, de la misma nacionalidad—, así que las chicas que antes trabajaron en las cocinas de Black Hawk tienen ahora granjas prósperas y hermosas familias; sus hijos están en mejor situación que los de las mujeres de la ciudad a las que antes servían.
 
A mí, la actitud de la gente de la ciudad hacia aquellas chicas me parecía muy estúpida. Si les decía a mis compañeros de clase que el padre de Lena Lingard era clérigo y había sido un hombre muy respetado en Noruega, me miraban sin comprender. ¿Qué importaba eso? Todos los extranjeros eran unos ignorantes que no sabían hablar inglés. No había un solo hombre en Black Hawk que tuviera la inteligencia ni la cultura, ni mucho menos la distinción personal, del padre de Ántonia. Sin embargo, la gente no veía diferencia alguna entre las tres Marys y ella; todas eran de Bohemia, todas eran «criadas».
 
Siempre supe que viviría para ver a mis chicas campesinas en la posición que merecían, y así ha sido. En la actualidad, lo mejor que un agobiado comerciante de Black Hawk puede esperar del porvenir es vender provisiones y maquinaria agrícola y automóviles a las granjas ricas, donde la primera cosecha de inquebrantables chicas de Bohemia y Escandinavia son ahora las señoras.
 
La tierna y apasionada rememoración de las chicas campesinas y la romántica evocación de la figura de Ántonia son, también, una ocasión para recrear con melancolía los días de la infancia, los afanes y las decepciones que conlleva el paso del tiempo, en una última clave del libro con la que quiero acabar mi comentario. La novela está precedida de una cita de Virgilio: Optima dies… prima fugit (los mejores días son los que más rápido pasan y se desvanecen; en una libre traducción que pretende apresar la sensación de fugacidad con que transcurren los episodios felices de nuestras vidas) que concentra lo esencial de esta vertiente de la obra: la añoranza, el emotivo recuerdo, la nostalgia de una infancia no contaminada aún por las exigencias y las limitaciones de la realidad y, por tanto, desbordantemente feliz, aunque definitivamente huída y, por tanto, ya inaprensible. Así se desprende de este fragmento en que al joven Jim, tras el encuentro con Lena, una de las chicas de su adolescencia, se le revela ese dulce misterio de la existencia: Cuando cerraba los ojos las oía reír a todas: a las chicas danesas de la lavandería y a las tres Marys de Bohemia. Lena había despertado su recuerdo. Se me ocurrió entonces que existía una relación entre muchachas como aquéllas y la poesía de Virgilio. Si no hubiera muchachas como ellas en el mundo, no habría poesía. Lo vi claramente por primera vez. Esta revelación me pareció un tesoro inestimable. Me aferré a ella como si fuera a desvanecerse de un momento a otro. Cuando por fin volví a sentarme frente a mi libro, aquel viejo sueño en el que Lena venía hacia mí atravesando un campo segado me pareció el recuerdo de una experiencia real. Flotó ante mis ojos sobre la página como una lámina, y al pie se leía la triste frase: «Optima dies… prima fugit».
 
Desde este punto de vista, el libro, sobre todo su última parte, aparece impregnado de continuo de esta remembranza, simultáneamente placentera y amarga, del pasado, de la inocencia idílica -sobre todo cuando, como los protagonistas del libro, se ha vivido en contacto con una naturaleza exuberante y casi virginal (la intensa descripción del paisaje, del entorno físico, inmenso y libre, fecundo y abundante, de las granjas de los pioneros es otro de los grandes logros de la obra)- de una infancia dichosa. ¿No es maravilloso, Jim, -afirma Ántonia- que dos personas puedan significar tanto la una para la otra? No sabes cuánto me alegro de que estuviéramos unidos cuando éramos pequeños. Estoy impaciente porque mi hija se haga mayor para contarle todas las cosas que solíamos hacer tú y yo. Me recordarás siempre cuando pienses en los viejos tiempos, ¿verdad? Y supongo que todo el mundo piensa en los viejos tiempos, incluso los más felices. Y, del mismo modo, Jim, ya al final de la novela, recuerda, con tristeza pero también con dulzura, el momento originario, la noche en que descendimos del tren en Black Hawk y nos acostamos sobre la paja de un carro, como niños asombrados que no sabían adónde los llevaban. Sólo tenía que cerrar los ojos para oír el traqueteo de los carros en la oscuridad y para sentirme invadido de nuevo por aquella devastadora sensación de lo desconocido. Sentía tan próximas las emociones de aquella noche que podía tocarlas con sólo alargar la mano. Tenía la impresión de que volvía a ser yo mismo y de que había descubierto hasta qué punto es pequeño el círculo de la experiencia de un hombre. Para Ántonia y para mí, aquélla había sido la carretera del Destino, que nos había conducido a aquellos primeros accidentes de la fortuna que habían determinado nuestra vida para siempre. Ahora comprendía que el mismo camino volvería a unirnos. Pese a cuanto pudiéramos habernos perdido, teníamos un pasado en común, precioso e inefable.
 
En fin, sin tiempo ya para más comentarios os recomiendo con entusiasmo esta maravilla que es Mi Ántonia, la obra maestra de Willa Cather. De entre los varios temas musicales citados en el libro, todos con un aire tradicional que los conecta con los orígenes del blues y el country, he elegido como complemento a esta reseña la nostálgica My old Kentucky home, interpretada aquí por Alma Gluck.
 

miércoles, 16 de marzo de 2016

NELL LEYSHON. DEL COLOR DE LA LECHE
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy, continuando con la lógica que he seguido aquí las dos últimas semanas, regidas por la constricción que voluntariamente me he impuesto y que consiste en hacer coincidir este mes con las recomendaciones de obras escritas y protagonizadas por mujeres, en atención a la celebración el pasado 8 de marzo del Día Internacional de la Mujer, quiero ofreceros una novela “femenina” de muy escasa extensión pero de una intensidad, una sensibilidad y una belleza ciertamente extraordinarias. Del color de la leche, escrita por la inglesa Nell Leyshon y presentada en nuestra lengua por la editorial Sexto Piso en una primera edición de 2013, es una auténtica joya literaria cuya lectura será para vosotros apasionante y conmovedora, como lo ha sido para mí, que la he devorado en un rapto de emoción en una tarde feliz; una maravilla deslumbrante que estoy seguro que os va a entusiasmar si hacéis caso a mi sugerencia y os decidís a adentraros en sus páginas duras y violentas y hasta terribles pero llenas de encanto y dulzura y verdad. El libro cuenta con un interesante prólogo de Valeria Luiselli, cuyas palabras -como las mías ahora- rezuman admiración y fervorosa entrega a la particular y estremecedora propuesta de la autora, y se presenta con una traducción de Mariano Peyrou a la que sólo se le puede achacar (aunque quizá el fallo no sea del traductor sino más probablemente de la autora, desconozco el texto original) un a mi juicio poco ajustado uso, en la página 120, de la expresión “nuevas tecnologías” que emplea uno de los personajes para referirse a una trilladora, una opción léxica que chirría en un relato ambientado en 1830, por más que la entonces moderna herramienta fuera novedosa en los días de aquella incipiente Revolución Industrial.
 
La historia que nos cuenta la novela transcurre entre la primavera de ese año y la de 1831. Mary, una chica de quince años, analfabeta, con el pelo color de la leche -albina, pues, aunque el vocablo no aparece nunca en el texto- y una pierna torcida de nacimiento -rasgos ambos que la dotan de una cierta condición de extrañeza o singularidad en su mundo-, malvive en la granja familiar en la que comparte afanes y sufrimientos con su abuelo, sus ásperos progenitores y sus tres poco afables hermanas, mayores que ella: Beatrice, muy irracionalmente religiosa (valga la redundancia), que necesita tener la Biblia en la mano, pese a que, como ella misma, no sabe leer; Violet, ajena a cuanto no afecte a sus furtivos escarceos amorosos con un misterioso chico del lugar; y Hope, dotada de un insoportable carácter podrido, como señala la propia Mary. La niña -como sus hermanas; o en mayor medida al ser la pequeña- se ve obligada a trabajar de sol a sol por la disciplina férrea que impone su brutal padre, que rumia permanentemente la decepción -que vuelca con más intensidad sobre su hija menor- que le supone no haber concebido un varón que pudiera ayudarle en las múltiples faenas de la granja. Su vida, que se desarrolla en un ambiente de extrema pobreza y muchas carencias, es tosca, rudimentaria, muy sufrida, sin alicientes ni expectativas, y debe soportarla rodeada de sus desabridos familiares de los que sólo el abuelo, que comparte con ella la limitación física, pues está postrado en una silla con las piernas muertas tras una caída desde un almiar, le ofrece risas, alegría, complicidad, cariño y algo parecido a la ternura. Necesitado de dinero e incapaz de alimentar tantas bocas, el padre, primitivo y cruel, “cede” a la joven -a cambio de algún dinero- al señor Graham, vicario de un pueblo cercano, que necesita a la chica para cuidar de su mujer enferma, languideciente sin energía ni ánimo en su lecho a la postre mortal. En su nuevo hogar, Mary encontrará un mayor confort material, unas mejores condiciones de vida y en la figura de la señora, afable y cariñosa, una compañía acogedora y grata. Tras el fallecimiento de esta, despedida Edna, la otra sirvienta de la casa, y ausente Ralph, el único hijo, desplazado a Oxford a completar sus estudios en la Universidad, Mary queda en la casa en la sola compañía del señor Graham (está también Harry, el callado jardinero, pero su presencia es fantasmal, merodeando enfrascado en sus tareas en los alrededores de la vivienda), aprendiendo con él a leer y escribir -algo inusual en esa época para alguien de su clase social-, aunque el precio que deba pagar por ello, por su elemental aunque valioso aprendizaje, un precio de violencia y sujeción, de sometimiento y dominación, de sufrimiento y dolor, a partir de unos hechos que no quiero desvelaros, acabe siendo tan terrible como el precario universo que deja a sus espaldas. Su recién adquirida capacidad para la lectura y la escritura la lleva a confiar a una especie de diario (aunque la chica parece dirigir sus palabras a un destinatario: quiero contarte lo que ha pasado, escribe ya en su primera “entrada”) los acontecimientos que vivirá entre las dos primaveras que enmarcan la narración. Son las páginas de ese diario lo que leemos en Del color de la leche.
 
El libro interesa -y el verbo quizá no sea el más conveniente pues apela, de entrada, a una apreciación racional, cuando Del color de la leche toca, sobre todo, nuestra emoción- por cuatro razones fundamentales. Intentaré proporcionar aquí algunas pinceladas acerca de cada una de ellas. En primer lugar, y con una importancia en la valoración de la obra que aunque no sea desechable es, a mi juicio, menor, la autora dosifica con maestría los elementos de intriga que contiene su historia, de manera que la lectura avanza mientras en el lector crece la inquietud por conocer los principales extremos de la trama: ¿a quién escribe la chica? (pues no parece plausible que su recién adquirida alfabetización le permita conocer el artificio literario que sostiene muchos textos diarísticos y que lleva a sus autores a considerar al depositario de sus confidencias como interlocutor), ¿cuál es el porqué de la urgencia a la que alude una y otra vez, tengo que escribir rápido porque no tengo mucho tiempo?, ¿qué experiencias dramáticas ha podido vivir para que su traslado al papel resulte doloroso, no me gusta contarte todo esto, hay cosas que no quiero decir? La sutil graduación (hay una razón para que te cuente todo esto. ya lo entenderás, escribe con su desmañada ortografía) de estos elementos levemente enigmáticos -llamémoslos así- proporciona una inquietud y una tensión a la novela que potencian la intensidad y el placer de su lectura.
 
Pero si Del color de la leche es un libro especial, distinto, inolvidable, es sobre todo por otros dos elementos fundamentales, vinculados entre sí, como son la poderosa personalidad de Mary, que resulta una creación literaria de primera magnitud, y la voz que la sustenta, una voz que el buen hacer -el buen gusto- y la excepcional sabiduría estilística de la autora, nos hacen oír de un modo singularísimo, delicado y sensible, muy creíble, profundo y brillante. Mary es una chica ingenua y sin desbastar pero, a la vez, inteligente; inocente (la blancura de su cabello opera como metáfora de la pureza y la bondad naturales) y carente de formación pero con un buen juicio innato. Es lúcida y descarada, sensata e irreverente, sencilla y sincera (no puedo esconder nada en mi voz... no creo que pudiera mentir ni aunque me ordenara que mintiera), respondona y deslenguada. Pese al mucho sufrimiento y las incontables desgracias que padece es alegre (¿Alguna vez ves lo malo de la vida?, le pregunta el jardinero, y responde: Ya tendré tiempo de pensar en eso cuando me muera) y transmite felicidad: (bonito día, exclama ante un cielo nublado, hay sol, sólo que está escondido detrás de una nube). Su sentido común, su ausencia de filtros racionales (parece que dices lo que se te ocurre, la reprende el vicario, a lo que contesta, en una prueba de su espontáneo ingenio: no puedo decir lo que no se me ocurre), le permiten sorprender a sus interlocutores al mostrar la verdad oculta de las cosas que los prejuicios o las convenciones sociales disfrazan o edulcoran (yo sólo creo que digo la verdad [...] sólo que la gente no quiere oírla). Se muestra, así, como un ser primitivo y algo salvaje, simple, siempre activo y muy elemental (si me canso, me voy a dormir, afirma con obvia rotundidad cuando la señora le pregunta si está cansada), que se manifiesta de modo directo y nada complaciente aunque entrañable, pues no tiene conciencia de la abrupta ironía o la rebeldía iconoclasta que evidencian sus palabras.
 
Un pobre animalito sufriente, que no ha vivido más que dolor en su vida, eso es también Mary, que añora los pocos instantes de felicidad -incluso la palabra pueda ser desmesurada en este caso- que ha experimentado en sus pesarosos quince años, como el fugacísimo cariño que recibió de la esposa del vicario (y pensé en la señora y me acordé de cuando me apoyaba la mano en la cabeza y me acariciaba el pelo) o los momentos compartidos con el abuelo, riendo ambos hasta que se les humedecen los ojos, diciendo palabrotas, quejándose de la insensibilidad del resto de la familia y conspirando impotentes aunque gozosos, cómplices alegres, contra el mundo inclemente y hostil que los maltrata.
 
Y encadenada a ese destino de padecimiento y amargor, aparece la escritura como liberación (que alcanza su máximo valor simbólico en el entonces ya seré libre que cierra el libro), un ilusionado descubrimiento que aflora desde las primeras palabras de la novela y que no me resisto a transcribir:
 
éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano.
en este año del señor de mil ochocientos treinta y uno he llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi ventana y veo muchas cosas. veo pájaros y los pájaros llenan el cielo con sus gritos. veo los árboles y veo las hojas.
y cada hoja tiene venas que la recorren.
y la corteza de cada árbol tiene grietas.
no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche.
me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre. eme. a. erre. i griega.
así es como se escribe.
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar.
y eso es por el principio.
 
Y en su texto, en el que la niña recuerda y da cuenta de ese año de vida lleno de espanto y pesar (A veces tener memoria es una buena cosa, porque ahí está la historia de tu vida y sin ella no habría nada, pero otras veces tu memoria guarda cosas que preferirías no volver a saber nunca y, por mucho que intentes quitártelas de la cabeza, siempre vuelven), es notorio, como ya puede apreciarse en el fragmento que acabo de ofreceros, lo peculiar del estilo que impregna y define la novela. Porque siendo sugestiva la historia y formidable el “dibujo” de su personaje principal, la clave de Del color de la leche es el modo en el que se hace oír la voz de Mary, hasta el punto de que no importa tanto lo que se cuenta como la poesía que encierra esa voz, la belleza, la delicadeza, la ternura, la emoción que logra transmitir gracias no sólo a lo convincente de su relato y a la verdad con que refleja la realidad que presenta, sino también a la llamémosla “rareza” formal del libro. Y es que Nell Leyshon ha acertado al establecer un convincente paralelismo entre el tratamiento gramatical, léxico, sintáctico y ortográfico del texto y la condición de su protagonista, analfabeta de origen, recién iniciada en la escritura y sin más lecturas que algún versículo bíblico deletreado de modo torpe y balbuceante. Y así, por tanto, su puntuación es imprecisa, sin apenas comas y con puntos muchas veces extemporáneos; el léxico sencillo, carente de rebuscadas sofisticaciones; las mayúsculas inexistentes; la sintaxis básica, con oraciones que describen los hechos desnudos sin necesidad de florituras, sin apenas adjetivación, en frases descriptivas y concisas que aparecen casi siempre a través de diálogos -de los que la autora hace un uso magistral- y que no profundizan expresamente en la interpretación de lo narrado sino que se limitan a dar cuenta de las acciones, de los acontecimientos y los sucesos, dejando, pues, que el lector “intervenga”, que complete lo meramente sugerido, que desarrolle lo que sólo se esboza o alude, en consonancia con el propósito explícito de la autora, manifestado en alguna entrevista que he leído tras la publicación de su libro: Deseo que el lector pueda agregar algo a la historia. Como cuando estamos en el teatro y observamos cómo se desarrolla el drama, las acciones de los personajes dan la posibilidad de interpretar sus intenciones profundas. Así escribo novelas, dejando ese espacio al lector para la interpretación. Y resulta curioso, y hasta paradójico, que esta apuesta por la modestia, por recrear la voz inocente y simple de una niña iletrada, haya sido vista por cierta crítica como una muestra de experimentalismo posmoderno, tan complejo y autorreferencial y tan lleno de capas y niveles de lectura, tan abigarrado y presuntuoso e intelectual (en el peor sentido del término), tan, en definitiva, alejado de la sencilla naturalidad de esta joven Mary, pequeña escritora incipiente.
 
Por último, y ya apenas sin tiempo, como cuarto elemento destacado del libro, quiero subrayar la vigencia de su “mensaje” en nuestros días, la cercanía que sus temas y su realidad tienen -por desgracia- con algunos de los problemas o conflictos que vivimos en las sociedades desarrolladas contemporáneas, la extraordinaria potencia metafórica que encierra la historia que describe, un significativo valor simbólico que hace de Del color de la leche un texto absolutamente actual. Y así, el libro nos habla de la violencia que se ejerce -y sigue ejerciéndose- sobre los seres más indefensos, los marginados, los humildes, los desfavorecidos de la fortuna; los insoportables abusos y la cruel explotación -también sexual, aunque no solo- que acompañan tan a menudo al poder (un elemento que emparienta la novela con Intemperie, de la que os hablé hace unos meses en estas páginas); el tantas veces inicuo papel de la Iglesia como apuntaladora de un injusto orden social; la dominación y el sojuzgamiento (Mientras escribo estas palabras no puedo respirar y me acerco a la ventana y trato de abrirla para que entre el aire, pero no puedo, así que apoyo la cabeza en las manos y encima de mis papeles. me permito descansar con un sueño corto y oscuro. pero después me despierto y tengo que seguir) que sufren millones de mujeres en el mundo (los personajes femeninos son esenciales en el libro, más allá del papel protagonista de Mary, y representan diversas formas de esa opresión milenaria: las tres hermanas, la melancólica señora Graham, la triste Edna, la arisca madre); el valor emancipador de la cultura, de la formación, de la lectura, como casi única vía para escapar de la miseria, de todas las miserias.
 
En fin, hasta aquí la enumeración, forzosamente superficial, de los muchos motivos de interés de una novela excelente, esta Del color de la leche, escrita por Nell Leyshon, que os recomiendo con pasión.
 
Os dejo, como cierre de mi comentario e intentando encajar en la ambientación de la novela, con una canción folklórica inglesa, la tradicional Greensleeves, en la interpretación de Jordi Savall.
 
 
me daba miedo dormir por si me despertaba tarde y ya había amanecido el nuevo día y me lo perdía.
       tuve que calcular cuándo era la hora de salir y entonces salí de la cama sin hacer ruido y me puse el vestido y el chal. empecé a caminar hacia la puerta, pero entonces beatrice despertó y me dijo: ¿qué estás haciendo? Nunca te quedas quieta.
       yo le dije: voy a subir a la colina para ver cómo sale el sol, porque me va a dar suerte, y no me digas que me quede en la cama, porque tengo demasiada energía y mis piernas se van a poner a saltar si me quedo tumbada quieta y entonces tengo que hacer algo.
       estamos en medio de la noche, dijo ella.
       pero, dije yo, es domingo de pascua, así que tengo que ir.
       entonces vas a tener que esperarme, dijo ella.
      entonces la esperé mientras se ponía la falda y cogía su chal y abrimos la puerta en silencio. tanteé con el brazo y encontré la barandilla para guiarme escaleras abajo y ella me siguió. cuando estábamos al pie de las escaleras oí una puerta que se abría y las dos nos quedamos quietas y sin respirar. esperé a que la voz de padre nos llamara, pero oí unos pies que salían y supe que no era padre, porque él ya nos habría gritado y ya nos habría hecho sangre, y entonces esperamos. era hope que bajaba y entre susurros le dijimos dónde íbamos y ella volvió a buscar a violet, que también salió en silencio, y las cuatro bajamos y nos pusimos las botas y salimos por la puerta y atravesamos el patio. entonces subimos por el camino y cuando ya estábamos bastante lejos supimos que estábamos a salvo. y entonces todos empezamos a reírnos y a saltar porque nos dábamos cuenta de que estábamos haciendo algo malo, pero éramos muchas. ¿y qué podía hacernos él?
      entonces subimos por el camino y giramos por el sendero hacia la colina, y estaba lleno de barro y de plantas, así que las espinas se nos enganchaban a las faldas, y todavía estaba oscuro, aunque yo veía algo de luz que empujaba las nubes y trataba de separarlas.
      violet iba la primera como siempre, porque tiene las piernas muy largas, y después la seguía beatrice y después hope. yo iba detrás de todas ellas porque no podía ir tan rápido, pero no me importaba porque miraba a mi alrededor y estaba conmigo misma y oía a algún pájaro nocturno que cantaba y pensé que era un chotacabras, pero entonces hizo otro ruido y me di cuenta de que era una lechuza.
      y entonces oí algo en uno de los setos y pensé que podía ser un conejo o podía ser un tejón, porque les gusta la ladera de la colina y la dejan toda destrozada cuando cavan sus madrigueras.
     llamé a mis hermanas para pedirles que fueran más despacio o incluso que se pararan a esperarme hasta que llegara hasta donde estaban ellas, pero no me contestaron y habían subido mucho, así que seguí por el sendero y después trepé por encima de la puerta para ir a través de la colina.
     el cielo estaba empezando a ponerse más claro y seguí aunque ya estaba un poco cansada, porque iba lo más rápido que podía.
     las tres ya habían llegado a la cima y yo fui y me encontré con ellas. miramos todo el paisaje alrededor. mires hacia donde mires puedes ver el paisaje, porque no hay árboles y no hay nada en medio y puedes ver el mundo entero.
      y cuando yo estaba en la cima y mis hermanas estaban en la cima y todas estábamos ahí, el cielo empezó a levantarse por encima de nosotras y las nubes se volvieron pequeñas y se fueron y el cielo se puso más claro y las estrellas se apagaron.
     entonces el sol salió por encima de la tierra y el nuevo día había llegado.
     yo me daba la vuelta una y otra vez y miraba el paisaje. enfrente. atrás. por todas partes. y unos pájaros pasaron volando y entonces giraron por encima de nosotras. se turnaban para ir el primero y después se volvían a poner detrás.
     violet fue la primera que se sentó mirando hacia el este y el nuevo sol. las otras se sentaron a su lado, y yo también me senté.
     entonces si pudierais soñar algo hoy y que se convirtiera en realidad, dijo violet, ¿qué sería?
     yo me tumbé hacia atrás y apoyé la cabeza en la hierba y el frío me llegó al cuello y me pasó por el pelo.
    ¿beatrice?, dijo violet. tú tienes que contestar la primera.
     beatrice respiró hondo y soltó un suspiro.
     vamos, dijo violet.
     ¿cualquier cosa?
     cualquier cosa.
     tiene que ser conocer al señor.
     hope dio un respingo. bueno, eso es un desperdicio de sueño, dijo. Vas a conocerlo de todos modos cuando pases las puertas.
     has dicho que podía decir cualquier cosa que quisiera, dijo beatrice, y eso es lo que quiero.  
     bueno, dijo violet. ¿hope?, ¿y tú qué dices?
     yo quisiera una vida distinta, dijo hope, que yo fuera la única de la casa y tuviera una cama para mí sola y que hiciera calor todo el año y nunca tuviera que salir en la oscuridad y poner la cabeza al lado de una vaca y tuviera agua caliente todo el día y gente que me trajera la comida que yo quiero comer.
     violet se rio. ¿eso es todo?
    hay más, dijo hope. quiero no tener nunca hambre y no tener nunca sed y no estar nunca tan cansada que me quedo dormida mientras voy caminando.
     más te vale que te busques un marido rico, dijo violet, sólo que ¿cómo va a hacer para aguantar tu mal carácter?
     todas nos reímos y entonces vimos que dos conejos salieron y nos miraron y luego se fueron corriendo. el cielo se abrió un poco más y el sol iba subiendo poco a poco.
     ¿sabéis lo que soñaría yo?, dijo violet. yo soñaría que tengo un colegio al que todos los niños van todos los días.
     ¿y quién sería la profesora?, preguntó beatrice.
      yo, dijo violet.
     hope se rio. tú no podrías enseñarles nada, dijo, no sabes leer, ni escribir, ni nada.
     cállate, dijo violet.
     ése es un sueño idiota, dijo hope.
     el tuyo sí que es idiota, dijo violet.
     basta de pelear, dijo beatrice. más nos vale que bajemos. padre estará despierto y buscándonos.
     las tres se levantaron y se cepillaron las faldas con la mano. se pusieron sus chales.
     violet me dio un empujoncito con la bota. vamos, mary, dijo.
     respiré hondo y el aire fresco me entró en los pulmones. parecía nuevo y distinto del aire que había ahí abajo.
     violet volvió a decir mi nombre, pero yo miré hacia arriba al cielo y vi los pájaros y las nubes que se movían.
     vamos, dijo beatrice. tenemos que ir a ordeñar las vacas.
     ahora baja, dijo hope.
     empezaron a correr colina abajo y yo las oía a las tres. se reían. gritaban. se llamaban unas a otras.
      me quedé sentada y las miré hasta que ya no las veía.
      y entonces me volví a tumbar encima de la hierba nueva, aunque el frío ya me había atravesado la falda. miré cómo el cielo cambiaba de colores y el sol iba subiendo.
      cuando me puse de pie vi la granja y la forma de la casa y el camino y los prados.
      ¿qué soñaría yo si pudiera soñar algo y que se convirtiera en realidad?
      ¿qué diría yo si alguien me lo preguntara alguna vez?
       no lo sabía. sabía que tenía sueños, pero no sabía qué era lo que soñaba.

miércoles, 9 de marzo de 2016

JESSIE BURTON. LA CASA DE LAS MINIATURAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que como cada semana os ofrece una recomendación de lectura que elegimos con criterios de calidad e interés. En esta ocasión mi consejo se centra en un libro que ha tenido una extraordinaria repercusión tanto de lectores como de crítica, contando a estas alturas, algo más de un año después de su presentación en Inglaterra, con cientos de miles de ejemplares vendidos, decenas de traducciones y numerosos premios -el prestigioso National Book Award entre otros-, y ello pese a tratarse de una primera novela, el debut literario de su autora, la inicialmente actriz teatral pero en la actualidad entregada en cuerpo y alma a la literatura Jessie Burton que, paradójicamente, vio rechazado una y otra vez su original por los editores hasta su deslumbrante “descubrimiento” final. En traducción de Carlos Mayor, la casi siempre acertada editorial Salamandra publicó en España el mayo pasado La casa de las miniaturas, que ese es el título de la fulgurante y exitosa aparición literaria de la joven británica.
 
El libro se fundamenta en una base real, un personaje y un contexto que “irrumpieron” por casualidad en la vida de la escritora en un corto viaje de esta a Ámsterdam. Allí, en las salas del Rijksmuseum, Jessie Burton pudo contemplar la primorosa casa de muñecas que había pertenecido a Petronella Oortman, una mujer holandesa del XVII, casada con un rico comerciante local. Encandilada por el mueble -un regalo, un símbolo de estatus, muy común en la época, hecho por el marido, Johannes Brandt, a su esposa; una pieza artística muy sutil y refinada que reproducía hasta el mínimo detalle las características de la vivienda real (los bordados de los cojines, las filigranas de los azulejos, la pátina de antigüedad de los cuadros, el brillo metálico de la cubertería, la blancura inmaculada de los manteles, la pulida curva de los melodiosos laúdes, incluso las manchas del pelaje de los animales de compañía), una colosal labor de artesanía que llegaba a implicar en su fabricación hasta a ochocientos trabajadores y que alcanzaba, en ocasiones, el mismo precio que la casa a la que replicaba en miniatura-, la autora comenzó a indagar en la vida de su propietaria y llevada por su al parecer fecunda imaginación (aquí no hay nada más fabuloso que la verdad, se dice en un momento de la obra), por un riguroso trabajo de documentación y por sus indudables condiciones como escritora, dar vida a una historia que, con un tenue fondo de intriga y misterio que aporta la propia existencia de la casa de juguete, se adentra en las interioridades del alma de sus personajes -sobre todo de Petronella, Nella, su protagonista- y dibuja un impresionante y muy fidedigno panorama de la Ámsterdam de finales del siglo XVII.
 
Petronella Oortman es una chica de dieciocho años a la que vemos al inicio de la novela llegando a Ámsterdam desde su pequeño pueblo de Assendelft, del que hasta ese momento nunca se había alejado. Dada en matrimonio a un hombre mucho mayor que ella (¡Treinta y nueve años, más viejo que Matusalén!) en una decisión de conveniencia de su familia, la joven se presenta, en octubre de 1686, desconcertada y bastante perdida, con la sola compañía de su periquito Peebo, único vínculo que la conecta a la existencia que acaba de dejar atrás, en el domicilio del que ya es su marido, al que sólo ha podido ver fugazmente en una ocasión antes de la boda y ninguna más tras ella, hace ya algunas semanas. En la casa se encuentra un ambiente de indiferencia e incluso, a veces, de aparente hostilidad, con un Johannes a menudo ausente y casi siempre esquivo, convertida en una sombra errabunda en ese espacio oscuro y misterioso regido por Marin Brandt, su cuñada, una mujer soltera algo arisca y desagradable, de difícil acceso y evidente antipatía -una creación literaria, poderosísima y llena de matices, que recuerda inevitablemente a la áspera ama de llaves de Rebeca, la obra de Daphne du Maurier que la maestría de Alfred Hitchcock convirtió en un clásico, una referencia que Burton confiesa abiertamente. En su nuevo hogar, decepcionada y solitaria, pesarosa y melancólica, y ante el distanciamiento que le evidencian los hermanos, Nella sólo encuentra compañía en Otto y Cornelia, los criados de los Brandt, un joven negro el primero, relativamente liberado de su esclavitud por su amo para ocuparse de las tareas de la casa, y una pizpireta y desenvuelta chica la segunda, que conoce los secretos de la mansión familiar y acepta compartirlos tímidamente con su joven señora.
 
El tedio y la desesperanza que asaltan a la muchacha ante la perspectiva de una existencia para siempre condenada a la triste reclusión en la fría celda de su por otro lado no consumada vida conyugal, se ven paliados en parte cuando Johannes, el arriscado mercader, próspero comerciante, aventurado marino, destacado miembro de la VOC, la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, y evasivo aunque cariñoso marido -junto a otros rasgos distintivos que no puedo revelar sin desentrañar aspectos relevantes de la novela que debe el lector descubrir por sí mismo-, regala a su jovencísima esposa una réplica en miniatura de su propia casa señorial, que como ya he avanzado reproduce fielmente hasta el más insignificante de los pormenores de la residencia verdadera en la que la chica consume sus días. La llegada del “juguete” a su vida cambia la existencia de Nella, que se “entrega” a su nueva y casi única distracción, poniéndose en contacto con una misteriosa miniaturista, con la que, sin embargo, nunca llega a hablar, y a la que solicita de continuo nuevas piezas para completar la decoración de su inopinado y absorbente pasatiempo. Pero sus encargos a la minuciosa artesana se ven pronto desbordados por sucesivos envíos de muebles, objetos, figuritas varias para el mínimo habitáculo, que de manera no pretendida empiezan a llegar a la casa. Piezas todas compuestas con la delicadeza, el virtuosismo y la precisión habituales en su creadora pero que incorporan, además, una condición algo enigmática: los objetos recibidos por Nella parecen adentrarse en los secretos de la indescifrable vida familiar y predecir, con exactitud sorprendente por su carácter anticipatorio (estas figuras... ¿son ecos o presagios?), el futuro de los acontecimientos en que la propia Nella, su marido, su cuñada o los restantes habitantes de la casa se van a ver envueltos.
 
Pero no es la leve intriga que aporta este artificio que la autora introduce en la trama novelesca el elemento más destacado del libro, sino que mientras la “acción” se desarrolla con el telón de fondo de los cambios que “provoca” la singular miniatura, es la densa atmósfera que se vive en la casa y, más en particular, la rica e intensa intimidad de sus habitantes lo que deslumbra en el excelente relato de Jessie Burton. Todos los personajes aparecen dibujados con rigor y profundidad, con hondura e infrecuente capacidad de penetración. En primer lugar y por encima de los demás Nella, apenas una niña al comienzo de la obra pero que irá evolucionando desde ese su casi infantil desconcierto inicial (en Ámsterdam es una marioneta, dice de sí misma en tercera persona, un recipiente en el que los demás vierten sus palabras) hasta ir conformando una personalidad fuerte, decidida, valiente, que se atreve a desafiar las convenciones del opresivo ambiente de la casa de los Brandt, romper las barreras que impone su aparentemente desapegada cuñada, ganarse la confianza de los sirvientes, hacerse un sitio en la muy masculina y cerrada sociedad de la Curva de Oro del Herengracht, el núcleo de poder de la obscenamente opulenta Ámsterdam de la época, y, sobre todo, establecer un muy sincero vínculo de afecto con su esposo en su imposible matrimonio (no se ha casado con un hombre, piensa Nella, sino con un mundo). Y también es muy vigoroso el retrato de éste, un Johannes independiente, atrevido, enérgico, fuerte y atractivo, valeroso y desafiante luchador contra las crueles convenciones de su intransigente núcleo social, y a la vez un ser sensible, comprensivo, cariñoso, en el fondo frágil y afligido (¿Dónde está tu hogar?, le pregunta Petronella. No lo sé, contesta. Donde haya consuelo. Y eso es difícil de encontrar), atormentado por un inconmensurable secreto que lo convierte en una muy singular excepción entre sus conciudadanos, un secreto que condenará amargamente su vida. Igualmente, la figura de Marin, con sus reservas, su doble vida, su coraza exterior, inflexible y hasta cruel, y sus emociones íntimas, sus sentimientos siempre ocultos, una mujer compleja, ilustrada y lectora, soñadora y enamorada, bajo una apariencia de severa frialdad, austeridad puritana y desagradable desapego. También otras figuras menores, como la fantasmal miniaturista (Ella mueve los hilos y yo no logro ver las consecuencias, dice Nella), la criada Cornelia, el matrimonio Meermans -sobre todo la esposa, la retorcida Agnes-, el atribulado Otto, Jack Philips, ese muchacho grotesco, conforman un elenco muy bien dibujado, del que se muestran sus sentimientos y sus emociones, sus deseos y sus pasiones, sus amores y sus escondidos impulsos sexuales, sus tribulaciones, sus secretos y sus tormentas interiores, incluso las facetas más recónditas de sus almas, en una novela en la que las mujeres, su pensamiento y su sensibilidad, su conciencia y su personalidad, desempeñan un papel principal.
 
Por último, más allá del interés que suscitan el tenue enigma que plantea la trama y la excepcional descripción de la intimidad de sus personajes, en La casa de las miniaturas resulta sobresaliente la “ambientación”, podríamos decir, la formidable plasmación de la vida -en todos sus extremos, los más mínimos detalles de la vida cotidiana y también el complejo juego de intereses, las fuerzas políticas, religiosas, económicas, morales que mueven sus turbulentos días- de esa edad de oro del Ámsterdam de mayor esplendor de la historia. Los ropajes de los personajes, la delicada perfección de las piezas de la casa en miniatura, trasunto de la belleza de la vivienda real, la suntuosidad de las vajillas y cristalerías, los abigarrados interiores y el recargado mobiliario, la austera y sin embargo cálida decoración de las tabernas, los tejados de terracota de las casas, de un color casi bermellón en los días radiantes, las calles oscuras en las frías madrugadas, la heladora inmensidad, el sobrecogedor vacío de las iglesias protestantes que condenan a una suerte de nulidad existencial a quienes atraviesan sus inquietantes naves, el hedor de las aguas casi estancadas de los canales, las barcazas amarradas a los muelles, mecidas suavemente por unas aguas putrefactas, los olores de las mercaderías, los escaparates que ofrecen mayólica italiana, tafetán español, porcelana de Nuremberg, lino de Haarlem, los almacenes de tabaco y seda, de café y especias, de azúcar y canela, la exuberancia de las reuniones de comerciantes y burgueses, todos esos pormenores de la existencia de la época -que nos remiten, por su representación precisa y muy verosímil, a los mejores logros de la pintura flamenca- constituyen un excepcional telón de fondo sobre el que aparece, también magníficamente recogido, el juego de contrastes, el dualismo moral que impregna la sociedad holandesa del XVII. Así, la opulencia y la podredumbre; la rígida austeridad del calvinismo, puritano y represor, y la desbordante riqueza, lujuriosa y excesiva, que aportaban las exóticas mercancías que llegaban de las Indias; el ansia de descubrimientos, el afán por extender el mundo, la progresiva racionalización del pensamiento y, a la vez la férrea distinción de clases, los prejuicios racistas y el visceral rechazo de la homosexualidad, el muy secundario papel al que se condenaba a la mujer, el fanatismo religioso, el omnímodo poder del dinero, son algunos de los grandes temas del libro -tan vigentes en la actualidad la mayoría de ellos- que puede ser calificado por ello, en una categorización que por desgracia hoy día resulta algo imprecisa, de novela histórica.
 
En fin, no hay tiempo para más. Espero que disfrutéis de esta extraordinaria La casa de las miniaturas, de Jessie Burton. Os dejo, como complemento musical a mi comentario, con Windeken, una pieza del holandés Joachim van den Hove, un célebre compositor e intérprete de laúd -instrumento que toca la propia Nella- solo unas décadas anterior a la época en la que se desarrolla la novela. Anthony Bayles es su intérprete actual.
 
 
La Iglesia Vieja, Ámsterdam. Martes 14 de enero de 1687
 
El entierro debería haber sido una ceremonia íntima, ya que la difunta no tenía amigos. Sin embargo, en Ámsterdam las palabras son como el agua, inundan los oídos y ceden paso a la podredumbre, de modo que el rincón oriental de la iglesia está abarrotado. La mujer presencia la escena desde una silla del coro, sin que nadie la vea, mientras los miembros de los gremios y sus esposas se acercan a la tumba abierta como hormigas atraídas por la miel. Al poco rato aparecen los empleados de la VOC y los capitanes de navío, las regentas, los reposteros... y él, ataviado con el mismo sombrero de ala ancha. Intenta compadecerse de él. La compasión, a diferencia del odio, puede guardarse en un rinconcito y olvidarse.
 
El techo policromado de la iglesia (lo único que no demolieron los reformistas) pende sobre sus cabezas como el casco de un espléndido buque volcado. Es un espejo del alma de la ciudad; pintados en sus viejas vigas, Jesucristo en majestad sostiene la espada y el lirio, un barco de carga dorado rompe el oleaje, la Virgen descansa en una media luna. La mujer levanta la vieja misericordia de la silla contigua y sus dedos revolotean sobre la imagen proverbial tallada en la madera. El relieve representa a un hombre que caga una bolsa de monedas con una mueca de dolor. «¿Qué ha cambiado?», se pregunta la mujer.
 
Alguna cosa.
 
Hasta los muertos han hecho acto de presencia, bajo losas que ocultan cuerpo sobre cuerpo, huesos sobre polvo, todo amontonado bajo los pies de los asistentes al entierro. El suelo esconde mandíbulas de mujeres, la pelvis de un mercader, las costillas huecas de un noble entrado en carnes. Allí abajo hay cadáveres pequeñitos, algunos del tamaño de una hogaza de pan. Observa que los presentes apartan la mirada de esa tristeza condensada, evitan pisar todas las losas diminutas que ven, y lo comprende perfectamente.
 
En el centro de la muchedumbre, la mujer divisa lo que buscaba. La muchacha parece exhausta, desconsolada, ahí al borde del agujero. Apenas se fija en los ciudadanos que han acudido por curiosidad. El féretro empieza a avanzar por la nave; sus portadores lo mantienen en equilibrio sobre los hombros como si fuera la funda de un laúd. A juzgar por su gesto, podría pensarse que algunos de ellos tienen sus reservas sobre este entierro. «Será cosa de Pellicorne», supone. El mismo veneno de siempre inoculado por el oído.
 
Por lo general, las procesiones de este tipo siguen un orden estricto, con los burgomaestres a la cabeza y la gente de a pie detrás, pero hoy nadie se ha molestado. La mujer supone que jamás ha habido un cadáver así en ninguna de las casas del Señor de los confines de la ciudad, y disfruta de esa condición peculiar y desafiante. Fundada sobre la base del riesgo, Ámsterdam reclama ahora seguridad, un paso ordenado por la vida, salvaguardando el bienestar que el dinero otorga con una mansa obediencia. «Tendría que haberme ido antes de que llegara este día —piensa—. La muerte se ha acercado demasiado.» El círculo se deshace al abrirse paso los hombres que portan el féretro. Cuando lo bajan al hoyo, sin ceremonia, la muchacha se aproxima. Deja caer un ramillete de flores en la oscuridad, y un estornino bate las alas y asciende por la pared encalada de la iglesia. Se vuelven algunas cabezas, distraídas, pero ella no se inmuta, y tampoco la mujer del coro: ambas observan el arco de pétalos mientras Pellicorne entona su última plegaria.
 
Los portadores del féretro colocan la nueva losa en su sitio y una criada se arrodilla junto a las tinieblas que están a punto de desaparecer. Empieza a sollozar y, cuando la muchacha exhausta no hace nada para poner coto a esas lágrimas, hay quien detecta y desaprueba tal falta de dignidad y de orden. Dos mujeres vestidas de seda hablan entre susurros cerca del coro.
 
—Estamos aquí precisamente por comportamientos como ése —murmura una.
 
—Si actúan así en público, de puertas adentro deben de ser como animales salvajes —responde su amiga.
 
—Cierto. Pero ¿qué no daría yo por verlo por un agujerito? Ay.
 
Las comadres contienen la risa y, en el coro, la mujer se da cuenta de que los nudillos se le han puesto blancos de agarrar con tanta fuerza la misericordia con su moraleja tallada.
 
Una vez sellado de nuevo el suelo de la iglesia, el círculo se dispersa por completo. Los muertos están a raya. La muchacha, como una santa caída de una vidriera de la iglesia, saluda a los hipócritas que han acudido sin invitación y que emprenden su cháchara mientras salen hacia las tortuosas calles de la ciudad. Los siguen al fin la joven y su criada, que avanzan en silencio por la nave, agarradas del brazo, hasta llegar al exterior. La mayor parte de los hombres regresará a sus escritorios y sus mostradores, porque mantener Ámsterdam a flote requiere un trabajo constante. «El esfuerzo nos dio la gloria —suele decirse—, pero la indolencia nos hundirá en el mar.» Y últimamente las aguas parecen acercarse mucho.
 
Vacía ya la iglesia, la mujer sale del coro. Aprieta el paso, pues no quiere que la descubran.
 
—Las cosas pueden cambiar —dice, y su voz retumba en las paredes.
 
Cuando encuentra la losa recién colocada comprueba que se ha hecho a toda prisa. El granito está todavía algo más caliente que el de las demás tumbas; aún hay polvo en las palabras cinceladas. Que todo lo sucedido sea realidad resulta increíble.
 
Se arrodilla y mete la mano en el bolsillo para concluir su labor. Ésta es su plegaria, una casa en miniatura tan pequeña que cabe en la palma de la mano, nueve habitaciones y cinco figuras humanas talladas en su interior, un trabajo delicadísimo, tallado en una carrera contra el tiempo. Deposita la ofrenda con delicadeza en el lugar que desde el principio le había atribuido, bendiciendo el frío granito con dedos curtidos.
 
Luego abre la puerta de la iglesia y busca instintivamente el sombrero de ala ancha, la capa de Pellicorne, a las mujeres vestidas de seda. Todos han desaparecido y podría encontrarse a solas en el mundo si no fuera por el ruido del estornino atrapado. Tiene que marcharse ya, pero por un instante deja la puerta abierta para el pájaro, que, pese a detectar su esfuerzo, revolotea hasta detrás del púlpito.
 
Cierra entonces la puerta y da la espalda al fresco interior para volverse hacia el sol, que recorre los canales concéntricos en dirección al mar. «Estornino —piensa—, si crees que en este edificio estás a salvo, no seré yo quien te libere.»


miércoles, 2 de marzo de 2016

 
HANNAH KENT. RITOS FUNERARIOS
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Empieza el mes de marzo y nuestro espacio se acomoda a una especie de “ritual” que inauguramos la temporada pasada. Al ser el 8 de marzo el Día internacional de la mujer, y constituir esa fecha en el mundo entero un recordatorio de la discriminación, la desigualdad y las injusticias que aún sufren por doquier las mujeres, hace un año decidí -no del todo inmune a ciertas críticas a mi juicio no justificadas y pese a ser del todo contrario al sistema de cuotas, absurdo cuando pretende aplicarse al mundo literario- extender los efectos de dicha celebración no sólo al mencionado día ocho sino a todo marzo, ofreciendo, pues, en las emisiones de este mes reseñas correspondientes a libros escritos por mujeres. Vuelvo a insistir, como hice el curso pasado, en que mis criterios de elección de lecturas nunca se han visto mediatizados por el género, el origen, la raza, la ideología, la nacionalidad o cualquier otra condición de sus autores, y que, por ello, a lo largo de cada temporada, aparecen aquí “naturalmente” comentarios de obras literarias escritas por féminas. No obstante, y cediendo en aras de ese fomento y potenciación de la mayor visibilidad de las mujeres -concepto, que como tal, no me parece desdeñable-, opto por agrupar en este tercer mes del año algunas de mis habituales lecturas “femeninas”.
 
A esa premisa, ya admitida, como digo, desde hace un año, añado ahora otras dos condiciones -estas totalmente arbitrarias y carentes de justificación “objetiva”- que la casualidad -o vaya usted a saber qué extraños designios del destino- ha hecho coincidir en mis recomendaciones “marceñas”. Y es que, por un lado, más allá de ser escritos por mujeres, todos los libros que durante este mes voy a proponeros contienen una sutil pero poderosa reivindicación del universo femenino, con protagonistas formidables, mujeres que manifiestan su fuerza, su lucidez, su capacidad, su energía, su dignidad, su decisión, su inteligencia, su sensibilidad, su valentía en unos tiempos -los pretéritos en los que se enmarcan los cuatro libros- muy poco propicios para admitir la mera individualidad -mucho menos una personalidad muy sobresaliente y destacada- de la mujer. Y esta otra es, precisamente, la segunda pauta adicional que comparten mis propuestas: el que todas ellas están ambientadas en épocas pasadas, en los siglos XVII, una de ellas, y XIX, las otras tres. Podríamos hablar, además, de novela histórica -al menos en dos de los cuatro casos, basados en hechos reales- si el término no estuviese -a mi juicio- muy devaluado por un poco consistente y reduccionista criterio comercial que lo aplica a obras, en general, de no siempre una alta calidad. Una calidad y una consistencia que sí están presentes -junto con otras muchas virtudes- en los espléndidos libros que voy a recomendaros entusiasta y apasionadamente a lo largo de este mes de marzo.
 
La novela que abre esta pequeña serie es Ritos funerarios. Su autora es una jovencísima escritora australiana, Hannah Kent, que debutó en 2013 con este libro. En España vio la luz un año después, en la colección Contemporánea de la magnífica Alba Editorial, en traducción de Laura Vidal. He detectado dos pequeños fallos en la versión española, que tanto pueden ser despistes de la traductora, errores en la redacción original o descuidos en la revisión última de la edición. La lana de la bovina, se dice incorrectamente en la página 121 (un uso imposible -¿lana en las vacas?- y además inexacto, sobre todo cuando se está aludiendo al carrete en el que se enrolla un hilo, un objeto que, obviamente, exige la doble b en su denominación). Más grave me parece el que, en la página 147, en medio de la descripción -cálida y conmovedora, vivísima y llena de emoción- de un significativo encuentro amoroso de la protagonista, en un fragmento bellísimo que os dejo al término de esta reseña, se hable de “disparo de salida”, una expresión, proveniente del mundo del atletismo de competición, que en su modernidad, y como resulta evidente, no era posible en una voz narrativa que habla desde la Islandia más profunda de 1829. Minucias que no dificultan en absoluto la lectura de un texto por lo demás extraordinario.
 
Hannah Kent vivió en el norte de Islandia con ocasión de un intercambio escolar cuando tenía diecisiete años. Allí, mientras descubría su fascinación por aquel paisaje helado y sobrecogedor, tan distinto al de su lugar de origen en las antípodas, aprendió el idioma y conoció la historia de Agnes Magnúsdóttir, la última persona ejecutada en el país nórdico, decapitada a principios de 1830, con treinta y tres años, al ser condenada como autora del asesinato de dos hombres, salvajemente golpeados, acuchillados y luego carbonizados tras el incendio provocado de la casa que habitaban. El personaje -en quien la versión oficial de la época veía una mujer perversa, siniestra, una suerte de bruja, un monstruo-, su trayectoria vital, su crimen y su triste final, muy presentes en la realidad de la zona en la que vivió la estudiante durante su estancia académica (Kent llegó a visitar como turista el lugar en el que se cumplió la condena, que se conserva y es recordado por los lugareños), impresionaron a la joven australiana, que regresó a su hogar obsesionada con la idea de escribir sobre tan singular mujer. Cuando, años después, se licenció en Artes Creativas, su tesina final versó sobre el espeluznante suceso. Por fin, y tras años de investigaciones en los que volvió a Islandia para rastrear -en palabras de la propia autora- libros de historia, periódicos, ensayos y artículos académicos, recetas de cocina de la época, poesía, ficción, letras de canciones, estadísticas y diarios personales, visitar museos, archivos y registros parroquiales, consultar libros oficiales estatales o censos de población, y recorrer la mayor parte de los lugares que luego aparecerían en la obra -granjas todavía en funcionamiento o espacios aún accesibles hoy día-, dio forma a la novela de la que ahora os hablo en la que recrea su particular versión de la dramática historia.
 
Hija ilegítima, abandonada por su madre soltera, trabajando de criada en diversas granjas desde su infancia, Agnes es detenida al ser encontrada con visibles huellas -su ropa empapada de la sangre de las víctimas- de su participación en el asesinato del que en ese momento es su jefe y también amante Natan Ketilsson y del ayudante de este, Pétur Jónsson. Acusada del crimen y condenada a muerte, la joven es enviada, tras una cruel y devastadora estancia en la cárcel, a la granja en la que viven pobremente Jón Jónsson, su mujer Margrét y las dos jóvenes hijas de la pareja, Steina y Lauga, para que colabore con los trabajos de mantenimiento de la humilde explotación familiar en tanto se concretan los detalles de su ejecución. Para facilitar su espera de la muerte, las severas autoridades confían a un jovencísimo pastor, el reverendo segundo Torvadur Jónsson, la dolorosa misión de confortar espiritualmente a la muchacha que, destrozada física y anímicamente, vivirá sus últimos meses en la ambigua semilibertad del austero pegujal de los Jónsson. Aislada de inicio a causa del rechazo, la hostilidad y el odio de quienes se han visto obligados a acogerla, la silenciosa y atormentada joven irá ganándose la confianza de la familia creando con algunos de sus miembros un vínculo de una mínima afectividad que propiciará las confidencias, especialmente con Margrét y Steina, a las que irá desvelando algunos pormenores de su muy desgraciada existencia, que revelará también y de un modo más íntimo y profundo al inocente pastor.
 
A partir de este escenario, la novela ofrece diversos planos de interés. En primer lugar, la hábil “fórmula” que permite la reconstrucción de la historia de Agnes. La vida de la chica se va hilando de adelante hacia atrás, a través de recursos literarios distintos. Su propio monólogo interior se entrevera con los retazos de esas conversaciones mencionadas, sobre todo con el pastor o con las mujeres de su hogar de acogida, y con la transcripción -supongo que casi literal, dada la exhaustiva labor de documentación de la autora, que habla, no obstante, de “adaptación”- de documentos y cartas y archivos de jueces, eclesiásticos, alguaciles y otras autoridades. Y así la historia avanza y vamos completando los episodios del pasado de la mujer que la han conducido al terrible y brutal doble crimen. De esta manera, la novela desarrolla una inquietante trama de intriga que lleva al lector a cuestionar la primitiva versión de los hechos y a interesarse por los motivos y la auténtica realidad de lo acontecido en la granja del asesinado Natan Ketilsson. En numerosas reseñas se habla de Ritos funerarios como de un thriller, una novela de suspense, sobredimensionando, a mi juicio, uno solo de los planos -y no el más importante- del libro.
 
Sí tiene más relevancia la espléndida construcción del personaje femenino. Sobre la base de los datos conocidos, que figuran en actas y escritos oficiales que se conservan en la actualidad, Hannah Kent “inventa” el alma de Agnes, la llena de hondura y complejidad y vida, ofreciéndonos un intenso retrato de las profundidades de la personalidad de una mujer marginada, noble, sufriente, sensible, desvalida, apasionada, inteligente y desgraciada. Su “retrato”, como digo magnífico, se complementa con un sobresaliente tratamiento del entorno en el que el clima extremo del norte de Islandia, la gelidez constante, el viento aniquilador y la inhumana austeridad del paisaje, el mar inclemente, la aridez volcánica, su belleza y también su hostilidad son protagonistas principales. Igualmente, la ambientación es muy lograda, notándose el esfuerzo de documentación de la escritora: herramientas, muebles, objetos cotidianos, ropajes, comidas, hábitos domésticos, canciones, costumbres y elementos de la vida rural agrícola y ganadera, topónimos y peculiaridades lingüísticas, conforman un escenario muy creíble y verosímil, que realza la intensidad emocional de la historia.
 
Hay más perfiles en el libro que merecen siquiera una breve enumeración: la constante presencia de la religión, oscura y opresiva, férrea y atenazante, que recuerda constantemente -al menos así ha ocurrido en mi caso- con el universo fílmico de otro nórdico, el danés Carl Theodor Dreyer; también el notable protagonismo de las sagas, cuyo mundo onírico, hecho de fantasía e imaginación, repleto de símbolos, forma parte de la cultura popular islandesa desde hace siglos, permea la obra entera, impregnando el pensamiento de Agnes, la cual disfruta de la lectura (un hombre sin un libro está ciego, señala) dentro de los límites que le permiten su origen humilde y su atribulada vida; el implícito enfoque feminista (ven que tengo una cabeza sobre los hombros y creen que una mujer que piensa no es de fiar, dice Agnes de sí misma encontrando en la roma mentalidad masculina de la época una de las explicaciones a sus muchas desgracias); la hondura del análisis psicológico del personaje principal, cuyas conversaciones con el pastor, casi unas confesiones, en las que afloran sueños y deseos, impulsos y emociones muy escondidas, semejan unas anticipatorias sesiones psicoanalíticas...
 
En fin, espléndida novela, de lectura arrebatadora, esta Ritos funerarios, de Hannah Kent, que os recomiendo muy vivamente. El sonido etéreo y la atmósfera evanescente de la música de Sigur Rós, el importante grupo islandés, acompaña a esta reseña. Ãgaetis Byrjun un tema de su álbum más reconocido, del mismo nombre, cierra por hoy mi comentario.
 
 
Aquella noche fuimos al establo. Llené el hueco de sus manos con mi boca, con mi pecho; mi cuerpo se encontró con el suyo. Sus manos recogieron mis faldas y las levantaron y sentí el aire frío hablándole a mi piel. Me preocupaba que nos descubrieran; me preocupaba que me llamaran ramera. Entonces llegó el primer contacto piel con piel y aquello fue el disparo de salida, la caída libre. Tenía las cintas de las medias sueltas sobre las rodillas mientras la suavidad de su pelo me acariciaba el cuello.
 
Entonces deseé su peso. Deseé su aliento: la inhalación acelerada y la presión cálida de su boca. Su olor, la piel tersa de su cuerpo no se parecían a los de ningún otro. Arqueé el cuello hasta que tuve la cara húmeda por el sudor acumulado. Le sentía, sentía su calor, su apremio. Gimió y el sonido quedó suspendido en el aire como una nube de ceniza sobre un volcán.
 
Después sentí ganas de llorar. Había sido demasiado real. Lo había sentido demasiado para verlo como lo que era en realidad.
 
Natan sonrió mientras se remetía la camisa. Tenía el pelo desordenado iluminado en las puntas por diminutas gotas de agua. Me acarició la mejilla, me preguntó si me había hecho daño, si había sangrado. Se rió cuando le dije que no. ¿Se sintió aliviado? ¿Molesto?
 
-No tienes que irte tan pronto.
 
-Levántate de la paja. Agnes. Vete a la cama.
 
-¿Volverás?
 
Volvió. Volvió a mí una y otra vez durante todo aquel largo invierno. Hubo noches tiritando en la nieve polvo y otras en el cobertizo mientras los demás dormían. Y aunque la nieve ahogaba el valle y la leche se congelaba en la lechería, mi alma se fundía. El roce de sus labios mientras el viento aullaba fuera hacía arder en mí un fuego furioso. Cuando todo se congelaba nos veíamos en la troje, con una constelación de carne puesta a secar sobre nuestras cabezas. El olor de la paja nos bañaba en aroma a verano. Recuerdo sentirme como si la sangre me fuera a desbordar las venas. El famoso Natan Ketilsson, un hombre que sabía extraer la savia de la enfermedad de las extremidades de los enfermos, que había estado con la famosa poetisa Rósa, que había oído las campanas de Copenhague, que había aprendido latín sin ayuda -un hombre extraordinario, digno de una saga-, me había elegido a mí. Por primera vez en mi vida alguien me veía a mí, y le amaba porque me hacía sentir que era suficiente.
 
Pensar en cómo deslizaba una mano entre los pliegues de mi falda para buscar y presionar las magulladuras que me había dejado, notar el comienzo del dolor que recorría mi piel. Contusiones como eco de su tacto, prueba de sus manos en las mías, de sus caderas contra las mías: la exhalación exultante, nuestros cuerpos trepando el uno sobre el otro en la oscuridad. Durante las monótonas jornadas de trabajo, las noches en soledad, los despertares con nada por delante excepto faenas y más faenas, aquellas magulladuras ocultas sugerían algo más: el final de la insipidez asfixiante de la existencia.
 
Odiaba cuando desaparecían. Eran el único recuerdo suyo hasta que volvía. Todas aquellas semanas, todas aquellas noches, el hambre me corroía. En el cobertizo, con la cabeza contra el duro suelo, Natan rompía la yema misma de mi alma. A los criados les oculté la naturaleza misma de mis sentimientos. Toda esa fuerza de voluntad para contener lo que deseaba proclamar al viento, y arañar en la tierra, y grabar a fuego en la hierba.
 
Habíamos acordado que me iría a vivir con él. Me sacaría del valle, de la oscuridad de mi existencia triste y sin amor, y todo sería nuevo. Me daría la primavera.