Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de febrero de 2016

 
ERNESTO PÉREZ MORÁN Y JUAN ANTONIO PÉREZ MILLÁN. CIEN MÉDICOS EN EL CINE DE AYER Y DE HOY. CIEN ABOGADOS EN EL CINE DE AYER Y DE HOY. CIEN PROFESORES UNIVERSITARIOS EN EL CINE DE AYER Y DE HOY
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana quiero ofreceros tres propuestas de lectura que guardan entre sí un muy evidente nexo que las vincula, además, a nuestra más reciente actualidad. Como sabéis, en la madrugada española del día 29 de febrero, en la noche del domingo al lunes próximos, se entregan los Oscars correspondientes al año 2015, con la sólita ceremonia -en esta ocasión con un punto de controversia por mor de la corrección política- que se celebrará en el Dolby Theatre de Los Ángeles.
 
Y como muchas otras veces con motivo de esta efeméride -la enfáticamente denominada “fiesta del cine”- aprovecho aquí la excusa cinematográfica para proponeros textos relativos al séptimo arte. En el caso de hoy quiero hablaros de una serie de libros -aún inconclusa, por lo que he podido saber- escritos por Ernesto Pérez Morán y Juan Antonio Pérez Millán que, con los títulos respectivos de Cien médicos, Cien abogados y Cien profesores universitarios en el cine de ayer y de hoy, han sido publicados por Ediciones de la Universidad de Salamanca en los años 2008, 2010 y este reciente 2015.
 
Juan Antonio Pérez Millán, jubilado ya de sus dos principales ocupaciones como Director de la Filmoteca de Castilla y León y como profesor de Lenguaje Audiovisual en la Universidad de Salamanca, sigue haciendo gala de una personalidad polifacética en la que se conjugan el deslumbrante experto, el divulgador riguroso y ameno, el crítico apasionado y entusiasta, el escritor inagotable y el profundo conocedor de la historia del cine -disciplina en la que es una referencia inexcusable-; en definitiva un maestro de cuya sabiduría tantos hemos recibido fecundos frutos. Junto con su hijo Ernesto Pérez Morán, también profesor, encararon hace ocho años la inmensa tarea, acometida con paciencia y sin desmayo, de presentar una suerte de florilegios o colecciones, de amplias recopilaciones, que recogen el rastro en las pantallas -circunscribiendo los respectivos estudios a la redonda cifra de cien películas- de diversas profesiones de relieve, inicialmente médicos, luego abogados y por fin, en el último libro publicado, profesores universitarios (y parece que la serie pudiera tener continuación en el futuro, con un próximo volumen dedicado a los periodistas, de presencia cinematográfica tan abundante).
 
Cien médicos en el cine de ayer y de hoy fue el primer eslabón de esta apasionante aventura. A finales de 2003 apareció el primer número de la revista Salamanca Médica, que acaba de llegar hace unos meses a su quincuagésima primera entrega. Nacida bajo los auspicios del inquieto Colegio Oficial de Médicos de la ciudad, desde sus inicios albergó en sus páginas los inevitables artículos académicos y científicos junto con variadas secciones de índole humanística o cultural. Entre ellas aparecía La herida luminosa, un espacio concebido en su origen como una colección de retratos “de cine”, una galería de semblanzas de profesionales de la Medicina representados en las películas. Pronto los dos firmantes de la sección, nuestros dos autores, que investigaban sin pausa para asegurarse un buen número de artículos anticipados con el fin de evitar “las consabidas prisas del cierre” de la revista (y prueba de esa ardua labor de documentación es, más allá del completo repertorio de reseñas, la interesante bibliografía que se ofrece como complemento al libro), se encontraron con más de quinientos personajes de galenos en otros tantos títulos. Sus comentarios, que iban creciendo en paralelo a la bimensual periodicidad de la publicación, recibieron una muy favorable acogida entre los lectores, por lo que decidieron seleccionar de entre todos ellos -los ya publicados y los trabajados con antelación de cara a su ulterior difusión- un centenar, naciendo así este Cien médicos en el cine de ayer y de hoy que esta tarde os presento.
 
La muestra que se recoge en el libro -muy abierta, muy ecléctica, muy rica- refleja el afán de ecuanimidad sostenido por sus autores en el prólogo. Aparece así una amplia variedad de películas, de diferentes países -aunque con un evidente predominio del cine norteamericano-, con directores muy diversos estilísticamente, con distintas especialidades médicas abordadas -la Psiquiatría sobresaliendo por encima del resto-, con cintas muy conocidas y populares y otras más olvidadas -incluso auténticas rarezas-, presentadas siempre con un enfoque puramente cinematográfico y alejado de los planteamientos clínicos y médicos. Algunos de los más significativos films reseñados se mencionan en el interesante prólogo de Fernando Lara que os ofrezco casi en su integridad como cierre de esta reseña.
 
Cien abogados en el cine de ayer y de hoy mantiene idénticas pautas y estructura aunque, obviamente, su objeto se centra ahora en el mundo de la abogacía, que cuenta con una representación fílmica mucho más abundante y quizá más reconocida por el público (la “vistosidad” de las cintas de abogados, con sus intensos juicios, sus conflictivos pleitos, sus apasionantes intrigas y sus enrevesadas y sorprendentes tramas, sus desconcertantes giros de guión, ha captado desde siempre la atención de los espectadores). Los autores confiesan haber manejado en este caso más de seiscientas películas en las que los expertos en leyes desempeñan un papel protagonista (y muchas de ellas, bastantes más de las cien a las que se refiere el título, comparecen en la obra). Presentado bajo el patrocinio del Colegio Oficial de Abogados de Salamanca y del Consejo de la Abogacía de Castilla y León, el libro se organiza bajo los mismos presupuestos que el anterior, esto es, la subjetividad -pues la “antología” responde a los exclusivos dictados del educado gusto y el fundamentado interés personal de sus autores-, el rigor en el estudio -del que vuelve a dar fe una bien escogida bibliografía- y la amplitud de la selección y la variedad de films incluidos, con una multiplicidad de enfoques, de ángulos y perspectivas en el análisis que merecen un comentario algo más detenido.
 
Por un lado, se presentan ejemplos destacados de un muy extenso catálogo de nacionalidades, con, de nuevo, un predominio inevitable de la inmensa cinematografía estadounidense, aunque con una presencia relevante del cine de otros países, en particular del español. Del mismo modo, es dispar el elenco de directores seleccionado, con grandes nombres de la historia del género -John Ford, George Cukor, William Wyler, John Huston, Billy Wilder, Alfred Hitchcock, Roman Polansky, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg o los hermanos Coen entre otros- y realizadores casi desconocidos o de muy escasa relevancia. También hay pluralidad “de género”, pues los autores han puesto un especial énfasis en destacar el cine hecho o interpretado por mujeres. E igualmente es muy amplio el abanico de épocas representadas, con películas que van desde el clásico Intolerancia, de 1916, la primera seleccionada, hasta Millenium, de 2009, la última del libro.
 
Pero en donde la gama de propuestas es más plural es en lo relativo a las especialidades jurídicas que comparecen en la obra. Con una evidente preponderancia de abogados penalistas en las películas recopiladas, por razones obvias del mayor impacto mediático -y por tanto cinematográfico- de las causas criminales, por el libro vemos desfilar fiscales y jueces (con todas sus variantes de personalidad -los estrictos y los gruñones, los flexibles y los autoritarios, los compasivos y los inclementes, los ponderados y hasta los borrachines-, tan exploradas en el cine), jurados y tribunales, jurisdicciones militares o eclesiásticas, abogados de oficio e inquisidores, causas meramente particulares o de un hondo calado político, y, sobre todo, infinidad de profesionales del Derecho civil, matrimonial, societario y empresarial, mercantil o pertenecientes a tantas otras muchas ramas jurídicas. En el mismo sentido, es muy vasto el campo de los temas legales, procesales y forenses que afloran en el interesante registro llevado a cabo por nuestros dos expertos “investigadores”. La pena de muerte, las estafas financieras, el racismo, la homosexualidad, los divorcios, los delitos internacionales y los crímenes de guerra, el espionaje y el terrorismo, la objeción de conciencia, la obediencia debida, los conflictos políticos, los prejuicios y la búsqueda de la verdad, incluso las lábiles fronteras entre inocencia y culpabilidad y hasta los asuntos personales, emocionales o sentimentales de los abogados pueblan muchas de las películas criticadas.
 
En su interesante prólogo, Juan Carlos Paradela, abogado salmantino, subraya también, con atinado criterio, la multiplicidad de tipologías de letrados representadas en el libro, de las que cualquiera con un mínimo de cultura cinematográfica y sin “padecer” una especialmente acusada cinefilia sabrá encontrar un ejemplo. Abogados íntegros e insobornables, comprometidos y ejemplares, benefactores e idealistas, humildes y trabajadores, modestos picapleitos modelos de honradez, pero también corruptos y fulleros, tramposos y cínicos, manipuladores y dóciles ante los poderosos, venales y sin escrúpulos, todos ellos asoman en el amplio muestrario ofrecido en la obra.
 
La tercera y más reciente de las publicaciones referidas es, como se ha dicho, Cien profesores universitarios en el cine de ayer y de hoy, que vio la luz la primavera pasada. El desencadenante de esta nueva entrega de la, a estas alturas, ya consolidada serie lo constituye, como confiesan los autores, la cercana celebración en 2018 del Octavo Centenario de la Universidad de Salamanca, ocasión propicia para recoger en un volumen información y críticas de, una vez más, un centenar de películas, clásicas y recientes, en las que profesores de enseñanza superior desempeñan un papel protagonista o por lo menos relevante.
 
Compartiendo con los dos volúmenes anteriores los rasgos principales relativos a estructura, planteamiento y enfoque de cada reseña, fichas técnicas que las acompañan, criterios de selección de películas -regidos, de nuevo, por la variedad (de géneros, de épocas, de calidad)- u ordenación cronológica de los comentarios, lo más novedoso de este tercer título del ciclo -y el único aspecto en el que puedo detenerme ya, con el tiempo acechando- es la particular delimitación por parte de los autores del ámbito objetivo sobre el que se centraría su estudio.
 
Desde este punto de vista, el extenso muestrario de profesores que se nos ofrece en el libro parte de algunos singulares apriorismos. Por un lado, el propio título de la obra enfatiza la condición de universitarios de los docentes “catalogados”. El muy rico universo de los maestros y profesores de secundaria, que tantas cintas memorables ha dado a la historia del cine, está aquí, pues, ausente, salvo excepciones muy contadas y convenientemente justificadas. Remiten a este respecto Pérez Morán y Pérez MiIlán, como no puede ser menos -y yo os la recomiendo, igualmente, con entusiasmo- a la obra “canónica” sobre el tema -¡¡lástima que su única edición se remonte a 2005!!-, Profesores en el cine, un insuperable e ingente volumen, repleto de erudición y sabiduría, muy riguroso y completo, escrito por Andrés Zaplana, que “agota” el asunto en una amplia y sistematizada variedad de perspectivas y con una exhaustiva bibliografía y un formidable repertorio de películas en el que no se echa en falta ni un solo referente sobre su especializado objeto de análisis.
 
Con muy notables y singulares salvedades, eliminan los autores -por razones fácilmente comprensibles- las cintas en las que el protagonismo recae sobre un profesor que “además” es médico o abogado. Igualmente, quedan fuera las muy consabidas películas -casi todas también situadas en el proceloso ámbito de las enseñanzas medias- de alumnos conflictivos y profesores cuasi heroicos o las burdas comedias de frívolos universitarios, repletas de sexo, fiestas, alcohol y disparates varios.
 
Sí podemos leer, en cambio, críticas de films protagonizados por una variada nómina de docentes pertenecientes a áreas de conocimiento muy diversas: la Literatura, la Filología y las lenguas, la Historia, las Matemáticas el Derecho, la Filosofía, las diversas ramas científicas o, incluso, disciplinas “tan peculiares” -en expresión de los autores- como la Criminología, la Teología, los Medios Audiovisuales o… ¡¡la Simbología Religiosa!! E incluso, nos encontramos también con una completa panoplia de cargos universitarios, como rectores, decanos, tutores...
 
Subraya el profesor Pedro Javier Pardo, responsable durante años de Ediciones Universidad de Salamanca y que escribe el prólogo del libro, el modo en que el cine ha contribuido, en cierto modo, a conformar los rasgos definitorios que hoy identifican a la profesión docente. Y así, el entusiasmo y la vocación, el carisma y la coherencia, la sabiduría, la compasión y la inteligencia, la ilusión y la coherencia, la creatividad y el compromiso, la influencia, la persuasión, la capacidad de seducción, la altura intelectual o la ejemplaridad de los educadores -notas todas que constituyen el patrón más repetido de la iconografía “moral” del enseñante- nos asaltan de continuo en las películas que se recogen en Cien profesores universitarios en el cine de ayer y de hoy, que al encarar las muy diversas cuestiones que afectan a la vida de los profesores no eluden, tampoco, las vertientes más oscuras o menos amables de sus figuras: la pedantería, el desencanto, la desidia, la amargura, la frustración, la arbitrariedad, la manipulación, el arribismo o la mediocridad.
 
En fin, tres libros excelentes, inagotables fuentes de consulta, de información y saber, de disfrute y placer, estos volúmenes de Pérez Morán y Pérez Millán que nos ponen en contacto con la muy abundante presencia cinematográfica de médicos, abogados y profesores universitarios y que os recomiendo con idéntica pasión a la que rezuman sus páginas.
 
De la banda sonora de una de las películas reseñadas, La sonrisa de Mona Lisa, os dejo aquí un clásico, Mona Lisa, interpretado por Seal.
 
 
 
Las cien y una noches. Fernando Lara
 
«No hay mejor médico que una buena película», sentenciaba mi madre, cinéfila de pro mucho antes de que el término se inventara. Y rápidamente, mientras nos ponía los abrigos a mi hermana y a mí para bajar al cine del barrio, desaparecían como por ensalmo las típicas dolencias infantiles, que si un persistente resfriado, que si unas fastidiosas raspaduras en los brazos, que si un molesto tapón en los oídos... Todo lo que en el colegio nos había resultado insufrible y de lo que nos quejábamos amargamente al llegar a casa, se quedaba en nada cuando, los jueves por la tarde, se acercaba la perspectiva de ver un buen programa doble. Donde figuraba, en muchas ocasiones, una de esas películas con médico (por ejemplo, No serás un extraño, causante de tantísimas vocaciones para la Medicina en la España de los cincuenta), que Ernesto Pérez Morán y Juan Antonio Pérez Millán han reseñado en este excelente libro.
 
Lo he llamado libro, así, en términos genéricos, pero habría que hablar más bien de narración y, más precisamente, de multinarración, porque lo que contiene es un fascinante compendio de historias que los autores nos describen con mayor atractivo, a menudo, que el que se derivaba de las propias películas. La situación del lector es similar a la del espectador de una de esas instalaciones de arte contemporáneo donde tiene frente a él una enorme cantidad de pantallas. Pero con la diferencia de que en este caso las imágenes no se agolpan las unas a las otras de forma simultánea, sino que vamos seleccionando pantalla tras pantalla para ver el contenido de las tres páginas que, de manera rigurosa, se dedican a cada filme. El mando a distancia se compone simplemente de los dedos de nuestra mano deslizándose por las páginas del libro al ritmo que deseemos.
 
No obstante, sería un error dirigirnos en exclusiva al título que queramos consultar, a la película que, en concreto, despierte nuestro interés o que busquemos recordar. Porque lo realmente valioso de Cien médicos en el cine de ayer y de hoy es que ese carácter multinarrativo que antes citábamos se aúna en un continuum donde todo queda integrado. Así, al terminar de leer el texto sobre una película ya estás deseando comenzar el de la siguiente, ávido el lector de introducirse en una nueva historia que le acerque a otro personaje y, a partir de ahí, establecer comparaciones que le lleven a la similitud o a la diferencia. Salvando las distancias, nos sentimos tan encantados como el Sultán de Las mil y una noches ante los relatos que le iba contando Shahrázád: si ella lo hacía para salvar su cabeza, nosotros lo hacemos por el placer de descubrir o redescubrir una, otra y otra película hasta llegar al centenar propuesto por los autores. Centenar y una más, diría yo, porque todas se acaban fundiendo en una nueva, multiforme, inabarcable, dentro del universo conjunto llamado cine.
 
Ello sólo puede conseguirse a base de una exhaustiva documentación, una rara capacidad para resumir la trama de una película (¿han experimentado ustedes la dificultad de hacerlo cuando, por ejemplo, en una reunión de amigos alguien te pide que cuentes la que viste ayer?) y, sobre todo, una buena escritura. Tres características habituales en los trabajos de Ernesto Pérez Morán y Juan Antonio Pérez Millán que aquí vuelven a brillar de forma evidente. Éste no es un simple vademécum utilitario, ni un volumen para especialistas, ni, mucho menos, una ristra de críticas de cine enlazadas por un tema común. Es la labor de dos apasionados por las imágenes que –con poder de síntesis– saben escribirlas y describirlas, hasta el punto de que surgen en nuestra mente casi con la misma fuerza que si estuviéramos viendo las películas que las contienen, lo que significa el mayor elogio que cabe hacer de un libro de temática cinematográfica.
 
Médicos ejemplares, médicos conflictivos, médicos oportunistas, médicos demiurgos, médicos locos, médicos que trafican con cadáveres…, todos pasan ante nuestros ojos con su historia a cuestas, ya sea inventada o basada en hechos reales. Todos tienen algo que exponernos o enseñarnos a quienes, con mayor o menor frecuencia, les necesitamos como pacientes. Y no sólo bajo la envoltura de la tragedia, el melodrama o la biografía ejemplarizante, sino incluso en el terreno de la comedia incisiva tipo M*A*S*H o El Doctor T. y las mujeres, ambas de Robert Altman, e incluso de la más desaforadamente humorística como en Un día en las carreras, con los Hermanos Marx, o Caso clínico en la clínica, con Jerry Lewis. Valga la redundancia de que el médico es una persona como cualquier otra, sujeta a las circunstancias, conflictos y vaivenes comunes, pero también que se busca en él y se necesita de él un plus de humanidad, de accesibilidad y de compasión (en el sentido etimológico de la palabra), porque se halla junto a cuestiones tan decisivas como el dolor, la vida y la muerte. No puede ni debe ser un profesional indiferente sino distinto y, bajo muy distintas fórmulas que los autores del libro exponen con precisión, el cine así lo ha ido mostrando con fortuna diversa.
 
Fortuna que en una película casi siempre depende de la categoría concreta del cineasta. No es casual que de Bergman, Lang, Buñuel, Mankiewicz, Huston, Kurosawa, Von Stroheim, Whale, Vidor, Ford (con claroscuros), Allen, Cassavetes, el ya citado Altman, Imamura, Losey, Trumbo, Malle, Truffaut, Loach, Frears, Kieslowski, Forman, Rosi o Scola y, entre los más recientes, Von Trier, Moretti, Lynch, Sheridan, Weir, Salles o Moore (no menciono, voluntariamente, a directores españoles) hayan nacido las obras mejor valoradas por Ernesto Pérez Morán y Juan Antonio Pérez Millán, y que a ellos pertenezcan los mejores personajes, porque así suele suceder ya sean sus protagonistas médicos o limpiabotas. Pero, junto a tal constatación, otro valor relevante de este volumen es poner de relieve títulos no demasiado conocidos o casi olvidados, de esos cineastas citados o de otros, como Así es la aurora, El muchacho de los cabellos verdes, Ángeles sin paraíso (A Child is Waiting), Doctor Akagi, Family Life, Epidemic, Negocios ocultos, Arco de Triunfo, Casas de fuego, Las confesiones del doctor Sachs, El aceite de la vida, Amarga victoria, Wit (absurdamente llamada en España ‘Amar la vida'), Mi vida es mía o Una terapia peligrosa, sin que esta enumeración trate de ser exhaustiva sobre el rico y amplio contenido del libro.
 

miércoles, 17 de febrero de 2016

PETER HANDKE. ENSAYO SOBRE EL LUGAR SILENCIOSO. HENRY MILLER. LEER EN EL RETRETE
 
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Está semana, mi propuesta surge todavía del impulso que me llevó hace siete días, y a partir de la excusa de la entonces muy reciente celebración del carnaval, a plantear un tema relativamente escabroso, el nada formal del culo, como motivo central de mis sugerencias lectoras. Como quizá recordaréis nuestros más habituales oyentes, las componentes de transgresión, rebeldía, irreverencia y provocación que las carnestolendas llevan consigo afloraron el miércoles pasado -de un modo leve y mitigado, sin excesos para nadie preocupantes- en mi elección de entonces, una muy interesante Breve historia del culo, de Jean-Luc Hennig, peligrosamente colindante -solo a priori- con lo obsceno, lo indecente e incluso, quizá para muchos, no para mí, lo soez, dimensiones que tan comunes son en las celebraciones carnavalescas.
 
Esta vertiente tenuemente escatológica es, pues, del mismo modo, el desencadenante de mi comentario de esta tarde aunque, como comprobaréis en unos minutos, los dos libros cuya lectura quiero aconsejaros se acercan a ese “excrementicio” territorio nada más que de refilón y de un modo tangencial e indirecto. Se trata, en primer lugar, de Ensayo sobre el Lugar Silencioso -siendo el cuarto de baño el Lugar Silencioso, así, con mayúsculas iniciales, por razones que luego explicaré-, un enjundioso, nada convencional y filosófico texto de Peter Handke publicado por Alianza Editorial el pasado 2015 en traducción de Eustaquio Barjau. Por otro lado, y ubicado también en el espacio del gabinete evacuatorio, aunque con un enfoque muy diferente, quizá pueda interesaros también Leer en el retrete, un muy breve panfleto de Henry Miller que nos ofreció en 2014 la Editorial Navona, con la traducción y un iluminador epílogo de Enrique de Hériz.
 
El origen de Ensayo sobre el Lugar Silencioso se encuentra, como señala su autor en las primeras líneas del libro, en un doble recuerdo personal, literario y cinematográfico. De la ya remota lectura por parte de Handke de la novela Las estrellas miran hacia abajo, de A.J. Cronin, y de la posterior visión de la película de John Ford, Qué verde era mi valle, basada en dicho libro, le queda al escritor austríaco ya adulto un único detalle: uno de los héroes infantiles de la obra -en sus dos versiones- adquiere la costumbre de ir al servicio, sin ninguna necesidad, siempre que está harto de la compañía de los demás, de su familia, de los adultos, de la carga -de la tortura- que le supone la relación con los otros. Alejado del mundo en un retrete sin techo -las estrellas le miran desde arriba- se entrega al silencio y a la introspección.
 
A partir de esa historia rememorada, Handke construye la suya propia, evocando, en el librito del que ahora os hablo, los váteres de su vida, que se inician en los de su infancia, los de la casa de su abuelo, y se prolongan en decenas de escenarios similares de los que nos dará cuenta en las escasas cien páginas -y en un formato mínimo (12.50 x 20)- de su ensayo. El Lugar Silencioso es el término, se nos explica en las páginas iniciales, con que en alemán se alude -metafóricamente- al servicio. En el texto, la presencia de las mayúsculas subrayará esta acepción simbólica y eufemística, prescindiéndose de ellas -el mero lugar silencioso- cuando el sintagma se usa en sentido literal.
 
Con su habitual estilo digresivo y algo premioso, lleno de puntualizaciones y matices, rico en derivaciones y circunloquios, abundante en sutilezas y gradaciones, pródigo en preguntas y objeciones y reparos, como si su pensamiento -y por tanto su prosa- se hallara en un estado de duda permanente, de cuestionamiento, o al menos de titubeo o prudencia o indecisión o examen o cauteloso análisis, en una prosa filosófica fluida y sin embargo densa, Handke recorre en el libro numerosos de esos espacios de “la deposición”, enfatizando en todos ellos las variables que habitualmente conllevan de silencio, quietud, sosiego, reposo, tranquilidad, retiro, observación, conciencia y hasta meditación. Pero esos rasgos no son los únicos que lo guían en su espiritual periplo, los lugares que son silenciosos -escribe- no me han servido únicamente de refugio, de asilo, de escondite, de protección, de cueva de eremita. Es verdad que en parte lo fueron siempre. Pero también desde siempre, fueron al mismo tiempo algo completamente distinto. Precisamente esta diferencia radical, este mucho más es lo que me ha llevado a escribir este ensayo.
 
Peter Handke empieza a escribir su libro en algún lugar de Francia situado a medio camino de París y Normandía, entre la segunda semana de diciembre y el fin de año de 2011, el período del que se dice que es el más oscuro del año. Antes y después de la actividad de escritura de las notas que darían lugar a su texto, camina de un lado para otro, sin propósito definido, por bosques y campos, por senderos y carreteras, chapoteando en caminos enfangados, deslumbrado por las repentinas apariciones de un brillante sol cegador, vagando sin apenas contacto con seres humanos, reconociendo asombrado la inmensa variedad de animales que le “asaltan” por doquier, envuelto en una atmósfera solitaria e introspectiva, propiciadora del silencio y la contemplación.
 
Sus reflexiones giran sobre el acto de mirar y el de escuchar, sobre la huida y el refugio, sobre el aislamiento y el grupo, sobre el asilo, el silencio en el ruido o la luz. Todos estos temas surgen, impregnándolas de un intenso “aroma filosófico”, en las descripciones de los distintos lugares del silencio, metafóricos y reales: el confesonario, la enfermería, los servicios de las estaciones de tren, los cobertizos de herramientas, una cochera, las iglesias, los cementerios, los templos japoneses, los retretes de las cárceles, los de las celdas de los condenados a muerte, los peculiares retretes de los astronautas, los servicios miserables y los de lujo. Hay también breves comentarios en relación a los escasos libros sobre los cuartos de baño, o sobre las fotos que él mismo hace de los escusados a lo largo del mundo, en Central Park y Copacabana, en Alaska y los Balcanes. Un episodio acaecido en su juventud en el baño de la facultad, una hilarante -en la medida en que el término es aceptable en la contenida y siempre severa prosa del autor- peripecia allí vivida le permite hablar de sus temas favoritos, el del doble o la indagación sobre el yo y la identidad, tan presentes en su obra literaria y tan frecuentes también en su traslación cinematográfica (recuerdo -y hace ya cuarenta años de ello- las primeras películas de Wim Wenders, El miedo del portero ante el penalti, Falso movimiento o la posterior El cielo sobre Berlín, basadas en sendas novelas del austríaco; o La mujer zurda, del propio Handke, que, pese a su solipsismo y melancolía -o quizá por ello- me entusiasmaron en su momento). En general, muchos de estos lugares mencionados en el libro reaparecen una y otra vez en el resto de su obra, notablemente marcada por el silencio y la soledad.
 
En ocasiones, la penetrante mirada del autor se detiene, minuciosa, en diversos detalles de los baños, los recortes del semanario Vestnik, siempre en esloveno, utilizados como papel higiénico en el sórdido cobertizo de madera que albergaba el mísero pozo que oficiaba de retrete en los días de la infancia, en la casa del abuelo, los espejos, los lavabos, las quemaduras de los cigarrillos en las cisternas y sanitarios, la geometría de los baños, la de la tapa del asiento, la del zócalo, la de los asientos, la de la cisterna y la de los botones que hay que apretar, la de los tubos, la de los grifos.
 
Hay, igualmente, una ligera labor de indagación o pesquisa o trivial encuesta sin especiales pretensiones sociológicas, y así se nos informa de sus entrevistas con propios y extraños a los que pregunta por el recurrente tema, con una pauta común en todas las respuestas, y es que sea quien sea su interlocutor, estas narraciones fragmentarias sobre los Lugares Silenciosos ocurrían en el pasado remoto, y no tanto en la infancia como en la juventud o en la adolescencia, en una sugestiva vertiente del asunto estudiado.
 
Dos imágenes significativas -y con ellas cierro el comentario- le asaltan mientras escribe el libro y se constituyen, en cierto modo, en su emblema: La primera, sobrecogedora, la de Aquella niña que en la primavera de mil novecientos noventa y nueve, durante la guerra en la que Europa occidental bombardeó la República Federal de Yugoslavia, al atardecer, casi de noche, fue al servicio de la casa de alquiler en la que vivía, en la ciudad de Batajnica, al noreste de Belgrado, y allí -cuando, por lo menos en la noche en cuestión, todos los habitantes de la ciudad y de la casa salieron ilesos- murió por la esquirla de una bomba que atravesó la pared del váter. La segunda, con tintes oníricos, algo inquietante y sin embargo bellísima: un hombre, en alguna parte, en una enorme casa de congresos, entra por error en un servicio de señoras y se encuentra allí con una bella desconocida -¿o es al revés, que la mujer se equivoca y entra en un servicio de hombres?-. Como sea, allí no se llega a practicar sexo (¿o cómo se le llama a esto?), sino que del encuentro de los dos en el Lugar Silencioso va surgiendo, poco a poco y con grandes dificultades, el gran amor.
 
Sin tiempo apenas para comentar el segundo de los libros que hoy os recomiendo, adelanto ahora tan solo unas breves y muy genéricas palabras sobre su planteamiento y os remito al significativo texto -que abre el libro y cierra esta reseña- en el que se describe muy convenientemente el enfoque de partida de la obra y el singularísimo punto de vista de quien lo firma.
 
Leer en el retrete nos muestra parte de la apasionada biografía lectora de su autor, el novelista Henry Miller, presentada bajo la forma de un formidable alegato en favor de la lectura y, consiguientemente -desde la lógica del escritor-, en contra del a su juicio funesto hábito de la lectura en el baño. ¿Acaso para ahorrar tiempo se te ocurriría comer y beber sentado en el excusado?, se pregunta. Pues en el mismo sentido, ¿por qué banalizar la lectura, convertirla en un acto intrascendente, irrelevante, superficial, un mero “matar el rato”, una simple distracción, un inane expediente para huir de uno mismo, temerosos todos, quizá, de ese encuentro íntimo con las honduras de nuestra alma y nuestro pensamiento, incapaces de la soledad y el sosiego, de la introspección y la conciencia, ni siquiera en los cortos minutos que pasamos en el baño? Partiendo de ese enfoque, Miller defiende la intensidad del acto lector, enumerando las razones por las que la lectura resulta indispensable y merecedora de una apasionada y casi incondicional u concentrada y muy devota entrega.
 
She came in through de bathroom window, la magnífica canción de los Beatles, que encontramos en su espléndido álbum Abbey Road, ilustra musicalmente, de manera muy adecuada, este comentario.
 
 
Lo que ahora, mientras estaba escribiendo estas notas, me he estado preguntando en secreto me lo pregunto por escrito: mi búsqueda de los Lugares Silenciosos, a lo largo de mi vida, algo así como por todo el mundo, muchas veces, además, sin una especial necesidad, ¿era una expresión, si no de huir del grupo, sí, no obstante, de una aversión al grupo, de un hastío de esta sociabilidad? El hecho de que, estando en medio de los otros, me levantara de repente y me marchara de su compañía, a ser posible doblando varias esquinas y pasando por más de nueve veces treinta escalones: ¿un acto asocial, antisocial? Sí, este es el caso, y lo es a veces de un modo incontestable”. Pero por regla general esto era así, sólo en los primeros momentos, al levantarme de repente y marcharme. Ya durante el trayecto, a ser posible con rodeos, hacia allí, diciendo al mismo tiempo: “¡Nada como ir hacia allí!”, al Lugar Silencioso, la cosa podría llegar a ser de otra manera; la univocidad podía transformarse en plurivocidad. Y además era verdad también que el hecho de cerrar la puerta del servicio fuera una sola cosa con un gran suspiro: ¡Al fin solo!”.
 
Pero, por otra parte, ¿cómo podía ser que, siendo como era el silencio del lugar una bendición, el efecto del silencio fuera, no obstante, más intenso cuando iba acompañado por ruidos del mundo exterior, del viento, de un río que pasaba por delante la ventana, de trenes, de grandes camiones, de tranvías, incluso de sirenas de coches de policía o de ambulancias? ¿Y que tal vez cuando mayor era su efecto era cuando, desde lejos, a modo de fondo, se oía el ruido de la gente y sobre todo del espacio del cual yo acababa de salir corriendo? Casi siempre -no siempre-, allí, en el lejano Lugar Silencioso, el ruido, las carcajadas, la confusión de voces, al atravesar muros, tabiques, puertas, al llegar a mis oídos, se convertían en algo, si no exactamente sonoro, sí, no obstante, en algo que al oírlo me llevaba a pensar en mi casa, y -no siempre-, después de un tiempo, que a la vez yo prolongaba más de los debido y trataba de saborear desde cada Lugar Silencioso, gracias a él y debido a él, me entraban ganas de volver con los otros, con mi gente, incluso cuando no eran mi gente, al estrépito, a los ruidos, al infinito fragor -que Dios nos lo dé- de los espacios habitados.
 
Incluso aquel tiempo de los Lugares Silenciosos que yo “superaba” -en el fútbol se llama a esto “tiempo de descuento”-, en el curso de los años y de las décadas después de mi estancia en Japón, lo empleaba para “estudios sociológicos”. Con ello no estoy pensando en las inscripciones, los dibujos y demás que hay en los retretes. De vez en cuando los leías, ¿cómo no?, y tomaba nota de ellos. No obstante, observarlos y abismarse en ellos no era y no es lo mío. Sin embargo, en los Lugares Silenciosos -no los privados, con las tonterías y horteradas en definitivamente más o menos divertidas que había allí, sino en los públicos o semipúblicos-, llegaba una y otra vez a la contemplación, a la observación y, al final, a meditar, a fantasear y a imaginar.
 
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Hay un asunto relacionado con la lectura de libros sobre el que, en mi opinión, merece la pena reflexionar, puesto que afecta a un hábito de práctica común y acerca del cual, hasta donde yo sé, se ha escrito poco. Me refiero a leer en el retrete. En mi juventud, en busca de un lugar reservado donde devorar los clásicos prohibidos, a veces recurría al retrete. Desde ese período juvenil, nunca he vuelto a leer allí. Si necesito paz y tranquilidad, agarro mi libro y me lo llevo al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que el corazón de un bosque. A poder ser, junto a un arroyo.
 
Oigo de inmediato las objeciones: "¡Es que no todos tenemos esa suerte! Hemos de ir a trabajar, viajamos de un lado a otro en tranvías, autobuses, metros atiborrados; no tenemos ni un minuto para nosotros!" Yo también fui un "currante" hasta los treinta y tres años. Y fue en esa etapa primeriza cuando más leí. Siempre leía en circunstancias difíciles. Recuerdo que una vez me despidieron porque me pillaron leyendo a Nietzsche cuando tenía que corregir un catálogo de venta por correo, porque a eso me dedicaba entonces. Ahora que lo pienso, fue una suerte que me despidieran. ¿Acaso no ha tenido mucha más importancia en mi vida Nietzsche que el conocimiento del negocio de la venta por correo.
 
Durante cuatro años enteros, en mis idas y venidas a las oficinas de la Everlasting Portland Cement Co., leí los libros más sesudos. Leía de pie, apretujado entre viajeros como yo. Y durante aquellos viajes en la E1 no me limitaba a leer, llegaba a aprenderme de memoria largos fragmentos de aquellos libros tan, tan sesudos. Como mínimo, fue una práctica valiosa del arte de la concentración. En aquel trabajo solía quedarme hasta bien entrada la noche, a menudo sin haber comido y no porque quisiera aprovechar la hora del almuerzo para leer, sino porque no tenía con qué pagarme la comida. Por la tarde, en cuanto lograba zamparme algo, me largaba con mis amigos. Durante aquellos años, y muchos que vendrían después, no solía dormir más de cuatro o cinco horas por noche. Y sin embargo devoré un montón de lecturas. Además, repito, leí los libros que -al menos, para mí- resultaban más difíciles. No los fáciles. Nunca leía para matar el rato. Casi nunca leía en la cama, salvo que me encontrara mal o me diera por fingir una enfermedad para disfrutar de un corto asueto. Cuando miro hacia atrás me parece que siempre estaba leyendo en posturas incómodas. (Así es, según he descubierto, como escriben la mayoría de escritores y como pintan los pintores.) Pero la lectura lo impregnaba todo. La conclusión, si hace falta subrayarla, es que cuando me daba por leer lo hacía con toda la atención y ponía en el empeño todas mis facultades. Igual que si me daba por jugar.
 
De vez en cuando me iba por la tarde a leer a alguna biblioteca. Era como ocupar un asiento en el cielo. A menudo, al salir de la biblioteca me preguntaba: "¿Por qué no lo haces con más frecuencia?" La respuesta, claro, era que se me interponía la vida. A menudo hablamos de "la vida" cuando nos queremos referir al placer, o a cualquier distracción ligera.
 
Según he podido atisbar en las charlas con los amigos íntimos, la mayor parte del tiempo que dedican a leer en el retrete se ocupa en lecturas intrascendentes. Almanaques, revistas ilustradas, series, historias de detectives, thrillers, meros flecos de la literatura, eso es lo que la gente se lleva al cuarto de baño para leer. Según me cuentan, algunos incluso tienen allí una estantería. El material de lectura les espera allí, por así decirlo, como en la sala de espera del dentista. Me parece asombrosa la avidez con que la gente repasa el "material de lectura", que así lo llaman, amontonado en altas pilas en las salas de espera de los distintos profesionales. ¿Será para mantener alejado de su mente el suplicio que se les avecina? ¿Para compensar el tiempo perdido? ¿Para ponerse al día, como suelen decir, con los asuntos públicos? O sea, con la guerra, los accidentes, la guerra de nuevo, los desastres, más guerra, asesinatos, guerra otra vez, suicidios, de nuevo guerra, atracos a bancos, guerra y más guerra, fría o caliente. Sin ninguna duda, se trata de los mismos individuos que dejan la radio encendida la mayor parte del día y de la noche, los que van con la mayor frecuencia posible al cine -donde se renuevan las noticias, los asuntos públicos-, los que compran televisores a sus hijos. ¡Todo por el bien de la información! Y sin embargo, ¿aprenden algo que de verdad merezca la pena saberse sobre esos asuntos de tan terrible importancia, esas noticias que sacuden al mundo?
 
La gente podrá insistir en que devora los periódicos, o pega las orejas a la radio (a veces, ambas actividades a la vez) para estar al corriente de las cosas del mundo, pero se trata de un mero engaño. Lo cierto es que en cuanto esos lamentables individuos dejan de estar activos, en cuanto no están ocupados, toman conciencia de un vacío interior abrumador y mareante. Da lo mismo, francamente, la clase de paparrucha que los alimente, siempre y cuando les sirva para ahorrarles un enfrentamiento con ellos mismos. Meditar de verdad acerca de los asuntos del día, o incluso acerca de los problemas personales, es lo último que desea hacer un individuo normal.
 
Incluso en el retrete, donde no parecería demasiado necesario hacer ni pensar nada, donde al menos una vez al día uno puede estar a solas consigo mismo y donde lo que ha de ocurrir responde a un mero automatismo, incluso ese momento de bendición, porque se trata de una bendición por menor que parezca, debe romperse por medio de la concentración en el texto impreso. Cada uno, supongo, tendrá su material de lectura favorito para la intimidad del retrete. Hay quien se adentra en novelas largas, otros leerán tan sólo la basura más blandengue y ligera. Y otros, sin duda, se limitarán a pasar las páginas y soñar. Me pregunto qué soñará esa gente. ¿Qué matices tiñen sus sueños? Algunas madres afirmarán que sólo pueden leer en el retrete. ¡Pobres madres! Qué dura es la vida para vosotras en estos tiempos. Y sin embargo, comparadas con la que vivían las madres de hace cincuenta años, vuestras oportunidades para alcanzar un desarrollo propio se han multiplicado por mil.
 
Con el arsenal completo de aparatos que permiten ahorrar tiempo disponéis de unas facilidades que ni siquiera tuvieron las antiguas emperatrices. Si de verdad lo que queríais ahorrar comprando todos esos cacharros era tiempo, fuisteis víctimas de un engaño cruel. ¡Están los niños, claro! Cuando fallan todas las demás excusas, siempre quedan... ¡los niños! Tenéis parvularios, parques, niñeras y sabe Dios qué más. Los críos hacen la siesta después de comer y por la noche los acostáis lo antes posible, siempre de acuerdo con los métodos "modernos" convenidos. En pocas palabras, tenéis con vuestros pequeños el menor trato posible. Los elimináis, igual que las odiosas tareas domésticas. Todo en nombre de la ciencia y la eficacia. ("Français, encore un tout petit effort...!") Sí, queridas madres, ya sabemos que por mucho que hagáis siempre queda algo más por hacer. Es cierto que vuestro trabajo no termina nunca. Me pregunto si a alguien le ocurre lo contrario. ¿Descansa alguien al llegar el séptimo día, aparte de Dios? ¿Quién contempla su trabajo cuando ya le ha puesto fin y lo encuentra satisfactorio? Al parecer, sólo el Creador. A veces me pregunto si esas madres tan concienzudas que siempre se están quejando de que su trabajo nunca termina (una manera paradójica de alabarse a sí mismas), me pregunto, digo, si se habrán parado a pensar en la posibilidad de no llevarse al retrete el material de lectura, sino esas faenillas pendientes. O, por decirlo de otro modo, si alguna vez se les ha ocurrido, me pregunto, quedarse sentadas y meditar acerca de su infortunio durante esos preciosos instantes de intimidad absoluta. ¿Aprovecharán alguno de esos momentos para pedir al Señor fuerza y coraje para avanzar por el sendero de los mártires?

miércoles, 10 de febrero de 2016

JEAN-LUC HENNIG. BREVE HISTORIA DEL CULO

Hola, buenas tardes. Empiezo mi comentario semanal algo tímidamente porque debo confesaros que me da cierto reparo hablaros del libro que hoy os traigo. Uno es ya mayorcito, vosotros, la amable audiencia de Todos los libros un libro, sois adultos, curados de espanto y probablemente capaces de digerir sin escándalo alguno los temas más escabrosos. No cabe tal término, escabroso, para calificar el motivo central del libro de esta tarde, sí en cambio delicado, potencialmente conflictivo, para algunos quizá desagradable, e incluso habrá quien considere afectada su sensibilidad, para todos disculpas anticipadas… Y sin embargo, pese a que mi razón me indica tajantemente que nada hay de prohibido en mi propuesta de esta semana, en estos días previos a la emisión en los que elaboraba mi reseña, incluso ahora mismo, en el momento en que me enfrento al micrófono, siento una cierta aprensión y no acabo de decidirme del todo a presentaros esta Breve historia del culo, el curioso e interesante ensayo del escritor, profesor y periodista francés Jean-Luc Hennig, que se publicó hace unos años en España, en la editorial Principal de los Libros, en traducción de José Miguel González Marcén. Y si, venciendo mis temores algo infantiles, me tenéis aquí recomendándoos el libro es porque, en realidad, se trata de un texto estimable, lleno de erudición y humor, de muy vitalista sabiduría y considerables dosis de benévola provocación.
 
Aunque debo señalar igualmente que me he acogido a la cercanía del Carnaval para “disfrazar” mi recomendación en estos días en los que precisamente la provocación y lo inconveniente, lo excesivo y lo inapropiado, lo irreverente y lo prohibido, lo políticamente incorrecto, también lo soez y lo escatológico, lo indecente, lo desagradable y lo obsceno encuentran su acomodo “natural”. Un planteamiento, este de la transgresión y la procacidad, que, aviso para navegantes, tendrá su continuación dentro de siete días en otro consejo de lectura del mismo modo algo ajeno a las convenciones más “respetables”.    
 
Jean-Luc Hennig ha escrito una treintena de libros con temáticas siempre algo estrafalarias y llamativas. Rastreo en Internet y encuentro un Diccionario literario y erótico de las frutas y las legumbres, un Pequeño inventario exótico de la letra Z, una Erótica del vino, o El Tupinambo y otras maravillas, siendo este último un extraño tubérculo que encabeza un libro sobre las secretas atracciones de las plantas. Ninguno de ellos parece traducido en España, pero la sola enumeración de sus sugerentes títulos remite a un universo singular y extravagante, culto y a la vez poco convencional, provocador y estimulante, calificaciones todas muy convenientes también para esta Breve historia del culo que hoy os aconsejo.
 
Dividido en treinta y tres capítulos breves, presentados por orden alfabético en su francés original, en el libro se rastrea la presencia del trasero en infinidad de manifestaciones artísticas, literarias y, en general, culturales. Esa destacada protuberancia en la que la espalda pierde su noble nombre aparece así en el cine, con referencias, entre otros, al obsesivo Fellini y al escabroso Walerian Borowczyck, que tanto predicamento tenía en mi juventud, entre los directores que se han recreado en sus películas en la intensa fascinación de los culos, y con Mae West, Brigitte Bardot o Marilyn Monroe entre las más relevantes encarnaduras de esa fascinación. También hay numerosas calas en la fotografía, con Mapplethorpe o Man Ray o Yoko Ono o Andy Warhol como ejemplos destacados. Se ofrece igualmente una desbordante profusión de citas relativas al universo de la pintura, con centenares de menciones de pintores clásicos y contemporáneos, El Bosco (cuyo inminente quinto centenario quiero celebrar aquí dentro de unos meses), Leonardo, Boticcelli, Courbet, Toulouse-Lautrec -imposible el resumen-, Rubens, Delacroix, Gauguin, por supuesto Ingres (¡qué maravilla la exposición que aún podéis ver en el Museo del Prado!), también Klee y Grosz, o Dalí y Picasso, por citar ejempos españoles; y Tamara de Lempicka, Keith Haring y Joseph Beuys o Jeff Koons y el inevitable Botero entre los más modernos. Y todo ello sin mencionar la antigüedad clásica, las esculturas de autoría tantas veces desconocida de Antínoo o Heracles, la Venus magnífica de Praxíteles, los efebos anónimos, los luchadores griegos; incluso, más atrás en el tiempo, la Venus de Willendorf, o la mujer sin cabeza de Sireuil, o la Venus de Kostineki, con sus nalgas hipertrofiadas y su rotunda ostentación de la fecundidad. Por desgracia, la edición carece de ilustraciones y su presencia se echa en falta, obligando al lector a acudir a Google de continuo para comprobar directamente los pormenores de cada una de las muchas obras comentadas.
 
Pero es, sobre todo, el ámbito de la literatura, que el autor conoce de un modo extraordinario, en el que la riqueza de referencias del estupendo volumen se pone de manifiesto de un modo más ostensible. Por el libro desfilan -y de nuevo resulta inabordable la tarea de dar cuenta siquiera mínimamente de lo que la obra ofrece- en una amalgama fascinante, imbricando pasado y presente en un continuo ir y venir en el tiempo, Verlaine, Proust y Desmond Morris, Rabelais, Paul Valery y Gombrowicz, Pierre Loti y Bataille, Gómez de la Serna y Alberto Moravia, Apollinaire y Plutarco, Michel Tournier y Joyce. Y, por encima de todos, el divino marqués, Sade, cuya obra repleta de excesos se analiza con multitud de ejemplos muchas veces escandalosos y siempre atrevidos.
 
Son de reseñar también los diferentes enfoques, los frentes desde los que se estudia esta tan a menudo vergonzosa parte de nuestra anatomía. El baño, bailarín, las tres gracias, el bañador, cirugía, curvas, son algunos de los títulos, significativos por sí solos, de los capítulos del libro. Y también, perdonadme esta incursión en la procacidad escatológica, agujero, raja, azotes, besar. Hay extensas y curiosísimas digresiones sobre los muchos, y tantas veces vulgares, nombres del culo, sobre sus diferentes tamaños, sobre los culos y sus curvas y los culos palo, sobre los culos del burdel y los de la sodomía, sobre los libertinos y los de las odaliscas, sobre los publicitarios y los de nuestros antepasados primates, a los que por cierto se refiere el fragmento del libro con el que cerraré por hoy mi reseña. Hay, en fin, infinidad de culos en esta sorprendente publicación: el acogedor culo cálido tras la ducha y el culo frío, helador y poco atractivo; el fétido culo del diablo y el mágico culo de ciertos ritos y exorcismos medievales que se pasaba por las puertas de las casas para conjurar los poderes malignos; los culos ideales, su rotunda perfección, su blancura y abundancia, su firmeza, su redondez, su frescura descritas con exhaustiva minuciosidad en tratados varios, y, por el contrario, los culos fofos, apergaminados, caídos, repugnantes y gastados por el vicio, los sucios trapos ondulantes, los culos desgarrados que parecen papel de envolver, los viejos glúteos arrugados como las ubres de una vieja vaca, los tiernos culos infantiles, los de los efebos, los culos bailarines... y tantos otros.
 
Y no penséis, y con esta última reflexión termino mi comentario de hoy, que tras la anterior enumeración se esconde un universo sucio o grosero, un texto zafio y burdo, chabacano y soez. Nada de eso encontraréis en esta Breve historia del culo, del francés Jean-Luc Hennig, publicado por Principal de los libros; hay por el contrario en el libro, como os digo, una abundante y rica cultura, una muy sana erudición, un formidable y positivo humor. Leedlo, pues, os lo recomiendo vivamente, aun siendo consciente de las limitaciones que la propia temática del libro impone a la hora de captar lectores.
 
Como acompañamiento musical a mi reseña os dejo, escogida entre la amplia variedad de canciones que hablan del culo -casi todas tórridos y algo primarios panegíricos surgidos de ámbitos estilísticos muy alejados de mis preferencias: el hip-hop, el dance, el rap-, con Shake your booty, el gran clásico de KC & The Sunshine Band... ¡¡¡A ver si os atrevéis a desatender la perentoria conminación del bueno de Harry Wayne Casey (KC), el inexplicablemente blanco líder del grupo!!!
 
 
El culo data de la más remota antigüedad. Apareció cuando a los hombres se les ocurrió alzarse sobre sus patas traseras y sostenerse así. Fue un momento capital de nuestra evolución, ya que los músculos glúteos se desarrollaron entonces de un modo considerable. De las 193 especies vivientes de primates, solamente la especie humana posee unas nalgas hemisféricas que son permanentemente salientes, aunque algunos hayan podido argüir que ese tipo de nalgas se encuentran también en las llamas de los Andes (que, dicho sea de paso, no son primates). En cualquier caso, comparados con los humanos, los chimpancés se han descrito como monos de culo plano, lo que más bien es lo contrario de lo que consideramos un culo. Así pues, el nacimiento del culo coincide con la posición erguida y la marcha bípeda, lo que, según Yves Coppens, se remontaría a tres o cuatro millones de años (precisamente la época dorada del Australopitecus afarensis, que vivía en Etiopía y Tanzania).
 
El acontecimiento, explica Yves Coppens, habría tenido lugar en la época de desecación climática que siguió a la elevación de la región del Rift africano, una gran zanja jalonada de volcanes que discurre desde Yibuti hasta el lago Malawi y a lo largo de la cual África comenzó a partirse en dos. Al oeste, el África intertropical siguió siendo una zona húmeda y conservó sus selvas y sus monos arborícolas. Al este, la región se secó, la sabana reemplazó a la selva y los hombres corrieron sobre la tierra. A su vez, sus manos quedaron libres y se modificó el acoplamiento del cerebro con la columna vertebral, lo cual permitió el desarrollo cerebral. Retengamos esta interesante idea: en cierta forma, el culo del hombre tendría su origen en la erupción de su cerebro. Más recientemente, se ha postulado otra hipótesis: el australopiteco no sería más que un gran mono cuyo desarrollo se vio perturbado y frenado por la mutación de un gen. El agujero occipital que une el cerebro a la columna vertebral seguiría fijado a la base del cráneo (como ocurre con los chimpancés cuando son pequeños). Los músculos habrían modelado entonces las formas óseas y la pelvis se habría redondeado. Lo cierto es que no porque el hombre se hubiera erguido su culo se parecía al nuestro. Hizo falta todavía mucho tiempo para pasar de un culo velludo y realmente poco vistoso a un culo desnudo, suave y liso como el que amamos.
 

miércoles, 3 de febrero de 2016

 
PHILIPP MEYER. EL HIJO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os proponemos una recomendación de lectura. Mi sugerencia de hoy es más que eso, tanto literalmente -puesto que no solo os hablaré de un libro sino también de una atractiva exposición y de un interesantísimo ciclo de conferencias- como en sentido figurado, pues El hijo, la formidable novela de Philipp Meyer que esta tarde traigo al programa, es tan deslumbrante que el hecho de adentrarse en sus páginas supera la mera experiencia lectora para convertirse -si exagero un poco- en un acontecimiento desbordante, que involucra el entretenimiento, la emoción, el aprendizaje, la pasión, el entusiasmo, el conocimiento, como solo la más brillante literatura puede hacerlo.

El hijo apareció hace un par de meses en la editorial Random House en traducción de Eduardo Iriarte con algunos notables fallos ortográficos (Alguien nos hecho una piel de búfalo encima), usos no especialmente recomendables en las concordancias (un grupo de indios de aspecto furioso se abrieron paso), contradicciones varias (los indios mogollon -he de confesar que desconocidos para mí- pasan a denominarse mogollón líneas más adelante) y, sobre todo, con un enfoque un tanto insólito -aunque la limitación provenga quizá del inglés original- a la hora de elegir las opciones léxicas más adecuadas en castellano para describir algunas de las situaciones narradas. Llama especialmente la atención -hasta el punto de perturbar ligeramente la lectura; al menos así me ha ocurrido a mí-, el que vaqueros texanos de las primeras décadas del siglo XX se refieran a los inmigrantes mexicanos como sudacas, o afirmen con rotundidad siempre hay algo en la nevera; ambos términos -sudaca, nevera- de aparición más tardía en nuestra lengua. Y todavía más sorprendente resulta -aunque, insisto, quizá tales acepciones ya estén en el texto inicial de Meyer que, al parecer, se documentó con rigor y minuciosidad para escribir su obra- el que los jóvenes comanches hablen, en un entorno casi salvaje y rondando el año 1850, como deslenguados chicos españoles de hoy, insultándose con reiterados y chirriantes cabronazo, gilipollas y capullo, espetando a sus compañeros de juegos constantes vete a tomar por culo, quejándose con un estoy jodido sorprendente en las grandes praderas indias, vanagloriándose de sus éxitos con las chicas y de sus hazañas sexuales con un pillo más que suficiente, trufando sus parlamentos de abundantes y extemporáneas blasfemias demasiado aggiornadas (hostia puta; con quién hostias puedo casarme), mientras sus mayores preparan los huesos del búfalo recién cazado para una barbacoa, aunque el término, de supuesto origen maya, probablemente prosperara también entre los aborígenes norteamericanos. He de decir, no obstante, que la potencia literaria del libro es tal que el irrefrenable caudal de su prosa nos arrebata convirtiendo en minucias estas sin embargo enojosas interrupciones.

La voluminosa obra narra, en seiscientas apretadas páginas, la historia de una familia de Texas, los McCullough, desde 1836, fecha de la independencia del inmenso territorio (que se separaría primero de México, para, años después, sumarse a los Estados Unidos) y año en el que nace también el gran patriarca de la saga, Eli McCullough, “El Coronel”, hasta nuestros días; ciento setenta y cinco años en los que siete generaciones de la familia (que se nos muestran en un aclaratorio e imprescindible árbol genealógico al comienzo del libro) viven y mueren a lo largo de una peripecia existencial que corre en paralelo a los principales acontecimientos de la historia de los Estados Unidos imbricándose profundamente en ellos.

De estos siete estratos generacionales mencionados, solo tres tendrán un papel relevante en la novela, que se articula alternando otras tantas series de capítulos que dan voz a representantes significativos de cada una de estas tres ramas. En primer lugar, el propio Eli McCullough que con solo trece años es raptado por los comanches -su madre y su hermana violadas y asesinadas brutalmente en su presencia; su frágil hermano mayor muerto también en el ataque al hogar familiar en ausencia del padre- con los que vive tres años como hijo adoptivo del jefe de la tribu, adaptándose a sus costumbres hasta convertirse en uno más de los indios. Eli, que vivirá cien años, narra en primera persona su intensa vida, en la que, tras numerosas y apasionantes vicisitudes (magnífica, extraordinaria, excepcional, la descripción de su estadía con los comanches, en la que luego me detendré, que se extiende hasta casi la mitad del libro), acabará convirtiéndose en un poderoso ganadero y asistirá, desde su privilegiada posición de dueño de un imperio, a los primeros atisbos del cambio que la aparición del petróleo en las tierras texanas llevará consigo.

El segundo gran frente de la historia lo protagoniza Peter, uno de los hijos de El Coronel. Nacido en 1870 e irremediablemente sometido al dominio de su inflexible padre, Peter representa, sin embargo, una vertiente más sensible y humana que la de su despiadado progenitor, y lo que en este es expolio y dominación, agresividad y violencia, crueldad y ambición, se manifiesta en el hijo en moralidad y compasión, razón y piedad, todo lo cual aflora en sus diarios, a través de los cuales conocemos los detalles de su vida a partir de 1915, casi cuando la de su padre llega a su fin.

Por último, Jeanne Ann, nacida en 1926 y nieta de Peter, rememora, en el tercer bloque de capítulos y desde un presente brumoso que no quiero revelar, toda su existencia desde su idílica infancia en las inabarcables posesiones familiares hasta un 2012 en el que se ha convertido en una gran magnate del petróleo, una de las grandes fortunas de su país, con avión privado y millonarias propiedades, pero que conservará la memoria de aquel mundo casi extinto de vaqueros y naturaleza, de paseos a caballo y vida libre de los días de su niñez que reaparecerán -en un giro argumental inesperado y del que tampoco quiero hablar- en los últimos capítulos del libro en los que despunta una sorprendente cuarta voz narrativa que deberéis descubrir en su lectura.

La publicación en España de El hijo, con su memorable recreación de la vida de los comanches (y con la mención, más o menos episódica según los casos, de infinidad de otras tribus indias: kotsotekas, penatekas, tonkawas, chickasaw, cherokees, wichitas, shawnees, seminolas, apaches, osages, quapaw, delawares, shoshones, senecas, cayugas, eries, mohawks, mohicanos, montauks, shinecocks, oneidas, onondagas, poospatuck, sumas, jumanos, mansos, conchos, ocanas, clovis, folsom, cacaxtles, caddos, wacos, choctaws, creeks, entre otras muchas) coincide -¿afortunada casualidad o eficiente política editorial?- con la exposición que con el título de La ilusión del Lejano Oeste ofrece el Museo Thyssen de Madrid. En ella, que os recomiendo con entusiasmo y que aún podréis visitar hasta el próximo 7 de febrero en que está prevista su clausura (estupendo, igualmente, su completo catálogo), se recogen numerosas y muy atractivas representaciones -fundamentalmente cuadros, grabados y fotografías, pero también armamento, vestimentas o enseres varios... ¡¡y hasta carteles de conocidos westerns!!- de la cultura de los pueblos nativos norteamericanos, cuya brutal devastación, víctima de las enfermedades, la inusitada violencia, el indiferente exterminio y hasta la sanguinaria “depredación” del hombre blanco, no suele ser normalmente objeto de la consideración debida a una tragedia de tal magnitud que, de haberse acuñado el término en la época, podríamos calificar sin duda de genocidio. (Entre 10 y 20 millones de indígenas habrían vivido en el actual territorio estadounidense desde la Edad de Hielo y antes de la llegada de los españoles; y por mencionar solo a los comanches de tan gran protagonismo en el libro -y en dato recogido en él- su tribu perdió a mediados del siglo XIX un noventa y ocho por ciento de su población como consecuencia de la muchas veces bestial “colonización”).

En el marco de la muestra, el Museo programó el pasado 16 de enero un ciclo de interesantes conferencias -que quizá acaben encontrándose en internet- en torno al imaginario pictórico, cinematográfico y literario de la “conquista” del Oeste norteamericano, un fenómeno que ha conformado la imagen colectiva del país y que ha sido sin duda uno de los acontecimientos básicos de la historia de Estados Unidos. La presencia de los españoles en las fronteras norteamericanas, las culturas nativas de las Grandes Llanuras y el suroeste de aquel inmenso país, su rastro en las colecciones pictóricas de los museos españoles, los mitos del Lejano Oeste en el cine y la literatura, las fantasmagorías del western y su presencia en el cine español, son algunos de los temas tratados en la intensa jornada; todos ellos, en mayor o menor medida, relacionados con el libro del que, a continuación y ya sin apenas tiempo, paso a comentar algunos de sus aspectos más notables.

El hijo es una novela excepcional que fascina e interesa al lector por múltiples motivos, de los que ahora quiero destacar tres principales. En primer lugar, constituye -a partir del microcosmos texano- un apasionante relato de la historia norteamericana, cuyo origen épico -casi mitológico- hecho a partes iguales de heroísmo y violencia, de noble aventura e inigualable crueldad, se describe con precisión y rigor, en una versión mucho más completa -y por tanto con claroscuros y ambigüedades- de la habitualmente maniquea visión de la conquista del Oeste, en la que la civilización, encarnada en las voluntariosas familias de un puñado de arriesgados colonos que sobreviven a infinidad de durísimos sobresaltos, se impone a la brutalidad y al salvaje primitivismo de los pieles rojas. En segundo término, destaca el valor antropológico del libro, que nos permite conocer con verosimilitud la cultura comanche, sobre todo en los episodios protagonizados por el niño Eli McCullough. En este sentido, estamos también, en cierto modo, ante una novela de iniciación, de la que la estancia del muchacho en el universo indígena -un niño que pese a las duras adversidades de su infancia crece y aprende y madura y se hace hombre entre los indios, en un proceso que nos pone en contacto con lo esencial de su refinada y a la vez feroz civilización, de su agonizante cultura- resulta paradigmática e inolvidable, en una vigorosa y adictiva narración, sin duda lo mejor del libro. Por último, El hijo nos habla de los grandes temas de la existencia humana, el amor, el poder, la ambición, el odio, la moral, la libertad, la cultura, la compasión, la ternura, el valor, la inteligencia, la voluntad y el destino, la familia, la solidaridad y el sentido de pertenencia, la lucha por la vida, el paso del tiempo, el fracaso y los ideales perdidos, la búsqueda de un lugar en el mundo, a través de un constante -aunque no siempre explícito, como luego veremos- juego de contrastes, de dualismos muy reveladores y significativos.

En relación al primero de los planos, El hijo -una muy singular epopeya- sostiene indisimuladamente que la historia de los Estados Unidos, el “nacimiento de una nación” -como reza el clásico de Griffith-, en realidad de cualquier nación, se sustenta sobre la violencia, sobre el robo y la opresión, sobre el expolio, el crimen y la aniquilación, sobre el sojuzgamiento y la destrucción de unos pueblos por otros. Tribus enteras de indios americanos originarios fueron masacradas por otros grupos tribales y estos por otros recién llegados y todos ellos por los apaches y aun estos por los comanches que al final fueron exterminados por los “anglos” americanos. Y ese fenómeno cíclico e inexorable repite la extinción del Imperio romano por los visigodos (la cita del clásico de Edward Gibbon -Historia de la decadencia y caída del Imperio romano- que abre el libro es significativa a este respecto, y reaparece, de una u otra forma, a lo largo del texto), que no resistieron la dominación musulmana, a la que siguió la española, que dio paso a sucesivos nuevos imperios a menudo sanguinarios. La sangre que corre por la historia colma todos los ríos y océanos, como escribe Meyer (y no hace falta más que dar un repaso a las decenas de conflictos que proliferan por doquier en nuestros días para validar la veracidad de tal terrible aserto). En particular, y en el caso de Texas, El hijo cuestiona abiertamente algunos de los mitos fundacionales del gran país norteamericano, como el del héroe solitario, la [supuesta] cúspide de la libertad en el Oeste, que se arriesga y avanza en territorio inexplorado imponiendo la civilización a los primitivos bárbaros. Muy al contrario, fueron el pillaje y la coacción, el terror y el asesinato, la devastación y la masacre los componentes fundamentales de aquellos tiempos convulsos, y la violencia inherente al ser humano, el afán por poseer y dominar, su ansia de sometimiento y venganza, su egoísmo, su ambición y su codicia se suceden -no solo en los hechos narrados en la novela- generación tras generación (escribe Meyer en un momento del libro, enfatizando esta presencia recurrente del mal que conecta la despiadada lucha por la riqueza derivada del petróleo en la última mitad del siglo XX con la ritualizada brutalidad de los comanches, los texanos y los anglos muchas décadas antes, que el año en que Kennedy murió aún había texanos vivos que habían visto cómo a sus padres les cortaban la cabellera los indios). Y así, enlazados por este hilo conductor de horror y destrucción, la novela atraviesa dos siglos punteados por la conquista del Oeste, la guerra de independencia texana, la de Secesión norteamericana, los conflictos revolucionarios en el México del finales del XIX y principios del XX, las dos guerras mundiales, en un panorama plagado de millones de víctimas, casi siempre los indefensos y los frágiles, indios y mexicanos desposeídos, negros y blancos débiles, niños y mujeres. Y en casi todos los casos, los personajes que protagonizan la historia -incluso el mismo Coronel- son seres complejos, simultáneamente víctimas y verdugos, que aúnan en muchas ocasiones lo más noble y lo más despreciable de la condición humana, las más altas aspiraciones de libertad, el entusiasmo y la ilusión fundacionales que aquellos inexplorados territorios propiciaban y, a la vez, la salvaje violencia capaz de violar y asesinar, de torturar y exterminar.

Son, a mi juicio, los capítulos dedicados a narrar la estancia de Eli McCullough entre los comanches y su transición desde una infancia cercenada de raíz por el brutal asesinato de su madre y hermanos por los indios hasta su plena madurez gracias a las enseñanzas de los propios aborígenes que lo educan en sus ritos y costumbres, la parte más notable del libro, que se lee, en estas páginas, en un estado de enfebrecida exaltación. Resultan inolvidables (y de un extraordinario valor etnológico, empíricamente demostrado, si se puede hablar en estos términos, pues el autor confiesa haber experimentado en la práctica la mayor parte de las situaciones de las que da cuenta en su libro) las minuciosas descripciones de ceremonias y rituales, la exhaustiva información sobre los hábitos guerreros o las prácticas de caza (inefable el largo y pormenorizado relato de la captura del búfalo, e imprescindible, para una mejor comprensión de la descomunal carga simbólica -de dimensiones heroicas y hasta míticas- de ese desigual combate entre el hombre y la bestia, la contemplación detenida, en la exposición del Museo Thyssen de la descomunal cabeza de bisonte expuesta), la ubicación de las tribus, la fidedigna recreación de las escenas de la vida cotidiana y las estampas familiares, la muy completa -y sorprendente- información sobre los protocolos de iniciación y los usos amorosos (y no me resisto a transcribir, al final de este comentario, un emocionante y revelador texto que condensa lo esencial de los juegos eróticos de las mujeres comanches), también las abundantes pinceladas sobre la particular cosmogonía y los muy genuinos valores, la ancestral sabiduría y el peculiar modo de encarar la existencia de los pieles rojas, resumidos en esta sentencia, de las muchas reseñables del libro: Quizá fuera esa la diferencia principal entre los blancos y los comanches: que los blancos estaban dispuestos a renunciar a toda su libertad por vivir más tiempo y comer mejor, y los comanches no estaban dispuestos a renunciar en absoluto. O de modo aún más significativo y por recoger tan solo una muestra más: Los comanches no tenían paciencia con la ignorancia de sus cautivos blancos cuando a ellos los habían criado sabiendo que tardar un minuto o una hora en hacer un fuego o fabricar un arma o seguir las huellas de un hombre o un animal podía, en un momento dado, suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando no había nada que hacer se entregaban a una holgazanería sin igual; de otro modo, eran minuciosos cual orfebres. Cuando miraban un bosque veían cada planta por separado y conocían su nombre y las estaciones en que se podía comer o utilizar como medicina; veían los rastros de todas las criaturas vivas que habían pasado por allí. Se podría haber dejado a cualquiera de ellos en la tierra con una mano detrás y otra delante y en unos días estaría viviendo cómodamente.

En este sentido, la ambientación -del libro entero, pero en particular de los capítulos “comanches”- es extraordinaria. Los inmensos paisajes, las praderas infinitas, los variados itinerarios de las expediciones, los cañones escarpados, los ríos de aguas frescas y transparentes, las cataratas, la feracidad de los campos, los pastos inagotables, los abruptos desiertos, el frío extremo y la nieve, el insoportable calor, las manadas de búfalos, los caballos salvajes, la desbordante variedad de otros animales, la flora abundante y múltiple, las noches estrelladas, el nítido y brillante firmamento, la extremada y bellísima y cambiante y virginal e indomeñable naturaleza constituyen el escenario -más aún, otro personaje, y no el menor, de la novela-, por desgracia ya casi desaparecido, de un libro que induce así otra lectura, la llamémosla “romántico-ecologista”, muy sugerente.

Y esa añoranza de una naturaleza casi edénica ya irremisiblemente perdida, de esa inocente libertad del comanche que vaga por la existencia acompasándose a la deriva de las manadas de búfalos, al ritmo de las estaciones y a los ciclos de una tierra sin límites, aparece en contraposición a la rígida civilización del hombre blanco, con sus cercados y sus propiedades, sus lábiles y acomodaticias leyes, su imperiosa necesidad de dominio, su instinto depredador, su justicia ciega y su obsesión por el dinero, en uno más de los numerosos “dualismos” que surcan el libro.

En este sentido, El hijo está marcado por este carácter dual, el libro entero surcado por una infinidad de nociones opuestas que se muestran como si se tratara de un juego de espejos que se enfrentan y contraponen (aunque también se mezclan y confunden): la paradisíaca y sin embargo primitiva y bárbara naturaleza y el refinamiento de una evolucionada cultura (Como si nunca hubiéramos salido arrastrándonos de los pantanos, no éramos más capaces de entender nuestra propia ignorancia de lo que un pez, al levantar la vista desde un remanso, alcanza a comprender la suya); la vida de acción y la pasividad de los libros; el salvajismo y la civilización (La historia entera de la humanidad se caracteriza por un único movimiento inexorable: del instinto animal al pensamiento racional, del comportamiento innato al conocimiento adquirido. Una cría de pantera a medio crecer abandonada a la intemperie se convertirá en una pantera perfectamente normal. Pero un niño a medio crecer abandonado de un modo similar se convertirá en un salvaje irreconocible, incapaz de vivir en una sociedad normal); la violencia y la compasión (Hay quienes nacen para cazar y quienes nacen para ser cazados... Siempre he sabido que yo era de los últimos, afirma el sensible Peter enfrentado a su padre); el instinto y la razón (El problema estriba -de nuevo es Peter el que habla- en los que son como yo, los que esperábamos poder elevarnos por encima de nuestro estado instintivo. Que esperábamos ir más allá de nuestra naturaleza); la libertad sin límites y el férreo y represivo orden, un contraste que se ejemplifica en esta reflexión de Jeanne Anne en la que los caballos de su elegante residencia de señoritas son el emblema de la independencia domesticada (Era un buen caballo; no quería parar y a ella la abrumó la tristeza, por la vida que llevaba en ese corral y esos pocos de kilómetros de sendero tan cuidado, montado por esas chicas que pasaban más tiempo vistiéndose que encima de la silla. Una existencia sin sentido); el sofisticado y elegante, el cultivado e inane norte y el sur indómito y agreste, bravío y peligroso; las vigorosas fuerzas de la creación y las no menos poderosas de la destrucción, puestas de manifiesto en la metáfora de los orgullosos imperios, prodigios de la construcción humana, humillados, destruidos y sepultados por los bárbaros, como recoge la cita de Gibbon ya mencionada; el presente y el pasado, confrontados de continuo en el libro, con abundantes ejemplos: la ganadería y el petróleo, la complejidad artesanal de la existencia comanche y el imparable desarrollo de la técnica moderna, el silencio y la soledad de las grandes praderas y el bullicioso gentío y la agobiante convivencia en las florecientes ciudades, el perpetuo desajuste entre un mundo que se acaba y otro que lo sustituye (su padre formaba parte de una estirpe en vías de extinción... el representante de una era pasada, un emisario de un tiempo perdido, afirma de El Coronel su hijo Peter).

En fin, no caben más comentarios, el tiempo de nuestra emisión ya muy superado. Leed este magnífico El hijo, de Philipp Meyer, os auguro una experiencia inolvidable. Os dejo, como cierre, con una canción que evoca el universo del libro: Pancho & Lefty, interpretada por Willie Nelson y Merle Haggard, este último citado en el libro.



Durante el día no hablábamos, pero por la noche, después de que el fuego se hubiera consumido, oía el roce de su cuerpo contra la solapa del tipi y luego se acostaba en mi lecho. Para la tercera noche había memorizado hasta el último centímetro de su cuerpo, igual que si fuera ciego como un cachorrillo, aunque había momentos, si su pelo era diferente, o su olor era diferente, en que no estaba seguro de que fuera ella. Los comanches daban esa incertidumbre por supuesta, lo que redundaba sobre todo en beneficio de las mujeres, que podían satisfacer sus necesidades sin poner en peligro la reputación, y no tanto de los hombres, que a menudo no estaban seguros de a quién habían conquistado o de si los habían conquistado a ellos y lo habían hecho con alguien que no era de su agrado. Cualquier piel era grata por la noche, las manchas invisibles, los dientes torcidos, rectos, todo el mundo era alto y hermoso y era una suerte de democracia magnífica; las mujeres no reconocían sus nombres, de modo que un pecho u oreja o barbilla se besaba para determinar su forma, o la curva de una cadera o clavícula, la tersura de un vientre, la longitud de un cuello, todo había que tocarlo. Al día siguiente conformábamos una figura a partir de las imágenes recabadas con las manos y la boca, viendo pasar a las chicas al sol, preguntándonos cuál habría sido.

Siempre había sido así. Corría una historia sobre una joven preciosa a la que visitaba todas las noches un amante (cosa que, en tanto que hombres, no teníamos permitido hacer, pero esto había ocurrido en otra época) y, a medida que su pasión se iba transformando en amor, ella empezó a preguntarse quién era ese amante; conocía todas sus partes pero no la totalidad, y conforme pasaba el tiempo se obsesionó con averiguarlo, para así estar con él tanto por el día como por la noche y no tener que separarse nunca. Una noche, justo antes de que llegara su amante, se ennegreció las manos con ceniza del fuego, a fin de marcarle la espalda y tener la respuesta. Por la mañana, cuando se levantó para ir a por agua para su familia, vio las huellas de sus manos en la espalda de su hermano preferido, y se pudo a gritar y huyó avergonzada de la tribu, y su hermano, que nunca había amado tanto a nadie, fue corriendo tras ella. Pero no aminoraba el paso, y él no podía alcanzarla, y los dos siguieron corriendo por toda la tierra hasta que al cabo ella se convirtió en el sol y su hermano en la luna, y solo podían estar juntos en el cielo en ciertos momentos y nunca jamás pudieron volver a tocarse.