Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de noviembre de 2012

DAVID VANN. SUKKWAN ISLAND

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Como todas las semanas os ofrezco desde aquí, desde la emisora universitaria salmantina, una nueva recomendación de lectura, elegida por su interés y su calidad, y aconsejada con la pretensión de que pueda atraeros y os decidáis a ir en su busca a la librería o la biblioteca más cercanas. Hoy, mi propuesta es una breve novelita, los críticos pedantes hablan de nouvelle, que se presentó en su edición original estadounidense incluida en una colección de relatos, pero que en España ha sido editada de modo autónomo en un volumen único, como una obra cerrada en sí misma. Se trata de Sukkwan Island, su autor es el norteamericano David Vann, y el libro vio la luz hace casi dos años en Ediciones Alfabia en traducción de Daniel Gascón. En la editorial Mondadori se ha publicado hace unos meses Caribou Island, otra interesante novela del mismo autor, de la que os hablaré en algún programa venidero.
 
Debo haceros, de entrada, una breve apreciación inicial. Creo que conviene saber, antes de abordar su lectura, que Sukkwan Island ha sido aclamada por la crítica, nacional e internacional, premiada con galardones varios, y bendecida por un inusitado éxito de público, con ventas millonarias en numerosos países, Francia por encima de todos. En España el libro recibió en el pasado 2011 el premio Llibreter, ese reconocimiento desinteresado y por ello más significativo, que otorgan los libreros catalanes. Adelanto este dato del impacto crítico y comercial de la obra porque, al leer yo el libro bajo esta influencia tan desmesurada: obra maestra, un clásico, su autor sucesor de Hemingway y Cormac McCarthy, y tantos elogios por el estilo, a medida que iba a adentrándome en sus páginas, me resultaba inevitable el buscar en cada situación narrada, en cada frase, en cada palabra incluso, alguna prueba inequívoca de esa condición magistral anticipada. Y como podéis imaginar, no hay libro que pueda resistir un escrutinio tan minucioso y exigente. Así, como podía preverse, acabado el libro, y pareciéndome éste muy interesante y sugestivo, muy valioso y sin duda digno de lectura, me he quedado con un regusto algo agridulce, ambivalente, un ‘sí, un gran libro, pero tampoco es para tanto...’. En fin, los riesgos de generar expectativas demasiado elevadas. Bueno es, pues, que si os decidís a leerlo, estéis al tanto de este efecto e intentéis mitigarlo.
 
Roy tenía trece años, era el verano después del séptimo grado, y venía de estar con su madre en Santa Rosa, California, donde había clases de trombón y fútbol y películas e iba al colegio en el centro de la ciudad. Su padre había sido dentista en Fairbanks. El lugar al que se trasladaban era una pequeña cabaña de cedro, con un tejado muy inclinado a dos aguas. Estaba metida en un fiordo, una pequeña ensenada en forma de dedo al sureste de Alaska, cerca del estrecho de Tlevak, al noreste del Área Salvaje del Sur de la isla Príncipe de Gales, y a unos setenta y cinco kilómetros de Ketchikan. Solo se podía llegar por el agua, en hidroavión o en barco. No había vecinos. Una montaña de seiscientos metros de alto se alzaba justo detrás de ellos en forma de un gran túmulo, y se unía a través de bajos collados a otras que había en la boca de la ensenada y más allá. La isla en la que estaban, Sukkwan, se extendía varios kilómetros por detrás, pero había kilómetros de densos bosques húmedos, sin carreteras ni caminos que los atravesaran, una rica vegetación de helechos, cicutas, píceas, hongos, flores silvestres, musgos y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras de las Rocosas y glotones. Un lugar como Ketchikan, donde Roy había vivido hasta los cinco años, pero más salvaje, y aterrador ahora que no estaba acostumbrado.
 
Así, con esta sucinta descripción del escenario en que se desarrollará el libro, comienza Sukkwan Island. Jim, el padre de Roy, decide encarar con su joven hijo, casi un niño, una experiencia singular: vivir con él, aislados ambos, durante un año en este lugar inhóspito, apartado del mundo. Una isla en la que no vive nadie en kilómetros a la redonda, un sitio en el que el vecino más cercano está a treinta kilómetros, en otra isla que el propio padre desconoce cuál es de entre las muchas circundantes. Jim planea su arriesgada iniciativa con antelación, visita cuatro meses atrás la zona antes de comprar el terreno. Después convence a Roy, a su madre y al colegio. Vende su consulta de dentista y su casa, planifica la aventura, compra el material y se hace llevar con su hijo en un hidroavión que los abandona a los dos en el desolado lugar con el vago compromiso de volver con provisiones cada cierto tiempo.
 
El padre, con una vida sentimental compleja, recién separado de su última mujer, distante igualmente de la madre de Roy, plantea su proyecto como una experiencia de conocimiento personal, de contacto intenso con su hijo, de superación de las dificultades, de inicio de una nueva vida, de aprendizaje de la supervivencia en un entorno hostil. Habían llevado comida, al menos para el primer par de semanas -se dice en el libro-, y los productos de los que no querían prescindir: harina y judías, sal y azúcar, azúcar moreno para ahumar. Fruta enlatada. Pero sobre todo comerían los productos de la tierra. Ese era el plan. Tendrían salmón fresco, salvelinos, almejas, y lo que cazaran. Habían llevado dos rifles, un revólver y una pistola. Jim considera que esta vivencia extrema, de enfrentamiento con la naturaleza, unidos padre e hijo, será enriquecedora para el chico, que además recibiría un año de educación en ‘casa’: matemáticas, inglés, geografía, ciencias sociales, historia, gramática y ciencia.
 
Sin embargo, pronto resulta evidente que desconoce los mínimos rudimentos de la vida a la que expone a ambos, que carece de habilidades prácticas para desenvolverse en ese entorno y, sobre todo, en el ámbito íntimo, espiritual, que manifiesta síntomas de un cierto desequilibrio psíquico, un patente desconcierto ante las dificultades, una patética añoranza de su exmujer, unos extraños -e irritantes para su hijo- lloros nocturnos.
 
Roy, en su ingenuidad de los trece años, empieza a descubrir las limitaciones de su padre, la falta de respuestas claras a sus dudas, sus debilidades y, expuesto a una naturaleza salvaje, se debate entre la necesidad de protección y la desconfianza progresiva con respecto a las capacidades de su progenitor. A partir de su inicial expectación: tuvo la sensación de llegar a una tierra encantada, un lugar que no podía ser real, Roy cae en la cuenta de la realidad de su situación: Ninguno de los dos sabía qué hacer y los dos tendrían que aprender. Poco a poco se va sumiendo en un estado de desconcierto, de tristeza y hasta de angustia: echó repentinamente de menos a su madre y a su hermana y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero vio que su padre dejaba la playa de grava y volvía y se obligó a parar, se cuenta en un momento del libro. Y más adelante, piensa: El lugar y la forma de vida eran nuevos para ellos y apenas se conocían, pero al regresar, el aire era más frío y las plantas eran exuberantes pero aun así solo plantas y se preguntó cómo pasarían el tiempo. Todo era bruscamente lo que era y nada más. Y todavía: Empezaba a comprender algo de su padre: a menudo desaparecía en sus propios pensamientos y no se le podía alcanzar, y todo el tiempo que pasaba pensando solo no era bueno para él y lo hundía todavía más.
 
No puedo contaros mucho más sin desvelar aspectos esenciales de la novela que no pueden avanzarse, que deben ir descubriéndose con su lectura. Os diré tan solo, para terminar, que la relación entre el padre y el hijo, las desoladoras reflexiones del chico, el angustioso abismo interior de Jim, la embrutecida y pese a ello espléndida naturaleza, la dureza, interna por los terribles conflictos del alma de los personajes, y externa por el desasosegante entorno en el que se mueven, son algunos de los aspectos relevantes del libro que lo emparentan con La carretera, la obra maestra de Cormac McCarthy, con la que, sin embargo, muestra muchas diferencias. A mí, durante la lectura de este Sukkwan Island me ha venido a la cabeza Deliverance, una excelente película dirigida por John Boorman en 1972 en la que también la naturaleza brutal, pero sobre todo el ser humano despiadado y violento, asumen un protagonismo destacado. Precisamente, de la banda sonora del film os dejo un fragmento genial, casi un clásico muy recordado por todos quienes en su momento vieron -vimos- la cinta, un excepcional duelo de banjos entre el actor Ronny Cox y un muchacho desconocido que vivía cerca del lugar de rodaje de la película, aunque esta legendaria y algo fantasiosa interpretación de la mítica escena es objeto de numerosas discusiones.
 
 
La noche era oscura, sin estrellas ni luna. No veía nada, aunque sus ojos habían tenido horas para acostumbrarse. Avanzaba un pie delante de otro y tanteaba a su alrededor antes de echar peso. Se desplazó lentamente, paso a paso, a lo largo de la orilla, hasta que se acercó demasiado al borde del agua y se resbaló en unas algas y cayó pesadamente sobre la roca húmeda. Se levantó rápidamente y volvió a caerse, después gimió por el dolor de su codo y su cadera y encontró su bolsa y gateó hacia las rocas secas hasta que pudo ponerse en pie con seguridad. Continuó por los bosques, su pierna herida temblaba, paró a descansar y por la mañana descubrió que se había quedado dormido.
 
El segundo día recorrió mucho terreno, aunque las caídas le hacían sufrir. Le dolía el codo como si se hubiera dañado el hueso, pero eso no le importaba demasiado. Siguió alerta a los barcos y las cabañas y mientras caminaba se tranquilizaba pensando que encontraría a alguien. Pero después se preguntó si estaba en la isla Príncipe de Gales, la grande. No estaba tan lejos de su isla, tenía el mismo aspecto que todas las que había a su alrededor, y, a causa de su tamaño, parecía tan remota y aislada como Sukkwan. Muchas zonas de la costa estaban deshabitadas. Y suponía que podía haber más problemas con los osos en la isla grande. No habría forma de saber si era una isla más pequeña hasta que la hubiera rodeado, pero continuaba en esa orilla, y el sol se ocultaba a su izquierda.
 
A mediodía descansó y comió. Se sentó a la sombra, aunque el sol brillaba débilmente a través de la bruma. No vio barcos. No había visto ningún barco en ningún momento. Le parecía extraordinario lo aislado que estaba ese lugar. Había ido a la nada y había pensado que sería algo bueno; cuando había mirado por primera vez un mapa, le había parecido que su cabaña estaba demasiado cerca de la isla Príncipe de Gales y las escasas poblaciones que había en el suroeste de la costa, pero ahora le habría gustado recordar esas localidades y los otros pequeños enclaves dispersos en las islas vecinas. Aldeas, en realidad, solo dos o tres casas, casi sin carreteras. El tipo de sitios que siempre le habían inspirado una visión romántica. Había conocido a algunas familias que vivían en ellas, había visto sus cabañas de una sola habitación, hechas a mano, con aparadores caseros y mantas colgadas del techo para hacer un dormitorio. Alfombras de piel de oso en el suelo y las paredes. ¿Qué tenían de mágico esos lugares? ¿Qué tenía la frontera que le hacía sentir que era lo único que estaba realmente vivo? Carecía de sentido, porque no le gustaba estar incómodo y no soportaba estar solo. Quería ver a alguien todos los momentos de todos los días. Quería una mujer, cualquier mujer. El paisaje no significaba nada para él si tenía que verlo solo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

DAVID MONTEAGUDO. FIN

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, desde donde, como todos los miércoles, os ofrecemos una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo una novela que ha concitado una inusual unanimidad, o casi, no sólo de la crítica, que en general la ha saludado de un modo extraordinariamente favorable, con abundancia de expresiones elogiosas del tipo de literatura mayúscula, enorme calidad literaria, novela sorprendente, libro del año o absorbente artilugio literario, sino también por el público, por los lectores, que han agotado hasta la fecha más de una decena de ediciones. Se trata de Fin, la opera prima, la insólita opera prima, como la ha calificado algún periodista, de David Monteagudo, un gallego residente en Cataluña y que con casi cincuenta años se estrena en el mercado editorial aunque asegura tener otros diez libros prestos para su publicación. De hecho estos días se publica El edificio, su última obra. El libro ha visto la luz en la editorial Acantilado. Pasado mañana se estrena en los cines españoles la película del mismo título basada en la novela. Dirigida por Jorge Torregrossa y con las interpretaciones de, entre otros actores y actrices, Maribel Verdú y Clara Lago, su presentación como “thriller apocalíptico” no parece prometer nada demasiado bueno. Y ello aunque en el libro haya más de un extremo que podría encajar en una calificación tan truculenta.

Resulta imposible daros cuenta de lo esencial de la novela sin dar a conocer aspectos fundamentales de su trama (algo que, no obstante, hace impunemente el trailer del film), una trama repleta de enigmas, de tensión, de misterio, de obsesivo suspense. Un grupo de antiguos amigos, nueve cuarentones que ya no tienen nada en común excepto un turbio y oscuro episodio del pasado que gravitará, ominoso, sin aclararse del todo, sobre el desarrollo de la novela, se reúne en un refugio de montaña para pasar un fin de semana que pretenden sea de recuerdo y celebración de la amistad juvenil, interrumpida en casi todos los casos veinticinco años antes. La reunión sigue fielmente el guión habitual de estos casos, pero, en plena fiesta, un sorprendente acontecimiento externo alterará por completo sus planes. El suministro eléctrico en el precario alojamiento que comparten se ve interrumpido de modo inexplicable. Los intentos por conectar los teléfonos móviles, los relojes digitales, los mecanismos de puesta en marcha de los automóviles con los que han llegado al aislado refugio que han elegido para su reencuentro -incluso, por poner un ejemplo trivial, los encendedores no mecánicos-, se revelan inútiles. Progresivamente empiezan a producirse efectos y situaciones a cual más inquietante. Sometidos a una creciente presión, cada individuo interpretará los acontecimientos según sus particulares obsesiones; y entre confesiones y rencillas largamente incubadas se irá recomponiendo un esquema sórdido e intrincado de las relaciones que los habían unido en el pasado, todo ello bajo la sombra de una amenaza cada vez más cercana y palpable, en expresión literal del editor en la contraportada del libro.

El libro, de lectura ciertamente absorbente, se articula sobre una estructura dialogada, siendo las conversaciones entre los cada vez más asustados protagonistas el elemento central de la mayor parte de la novela. Es por ello, pienso, que la crítica ha relacionado el libro con la obra de Sánchez Ferlosio, y lo cierto es que durante su lectura -y desconociendo yo esas referencias críticas- a mí me ha asaltado  el recuerdo de El Jarama -sin que pretenda yo equiparar una meramente estimable novela a esa obra maestra-. Sin embargo, a mi juicio, claramente discrepante en este caso de la opinión mayoritaria, el desarrollo de esta fórmula dialogada me parece pobre e incluso, intercambiables las frases de unos y otros personajes, carentes así, pues, de voz propia, algo que, por cierto, el autor señala, no sé si con ironía autocrítica, en un momento de la obra. Lo que resulta evidente es que el peso de los diálogos, siendo inmenso, potencia la fluidez de la narración, y ello, supongo, debe de ser considerado un logro.

Logros son, sin ninguna duda, el clima de terror psicológico, el ambiente opresivo y amenazante, la sensación de inquietud y aun de descarnado pavor que transmite, el ansia simultánea que provoca por avanzar en la trama y por frenar su transcurso, atemorizado el lector por lo que pueda encontrarse al pasar la página. Desde estos puntos de vista, y además por la notable mezcla de géneros, las referencias cinematográficas y literarias, las connotaciones filosóficas y metafísicas, el eficaz retrato de una generación, se trata de un libro más que estimable, aunque en mi valoración no cabe la exaltación algo desmesurada con la que ha sido recibido. Más realista parece la publicidad de la película, que se multiplica en estos días, y que se refiere a Monteagudo como el Stephen King español, lo cual no parece precisamente un elogio entusiasmado; no creo que la comparación satisfaga al autor. Una curiosa novela, sin duda, pero no, como quiere la a menudo sospechosa crítica una obra maestra, esta Fin, de David Monteagudo, publicada por Acantilado, que hoy os recomiendo y de la que os ofrezco a continuación un fragmento como despedida. A su término, y tomando el toro del Apocalipsis por los cuernos, una canción que habla del fin de los tiempos: It’s the end of the world as we know it (and I feel fine), el ya clásico tema de REM.

La autopista asciende en suave pendiente, en una interminable recta flanqueada a ambos lados por el verde pulcro y ajardinado, por los edificios de viviendas o de oficinas de los primeros suburbios residenciales. Las rayas que dividen la cinta oscura de la autopista convergen en la lejanía hasta perderse de vista en el remoto cambio de rasante, allí donde el asfalto reverbera bajo el sol abrasador del mediodía con un vapor tembloroso, como si el horizonte ardiera con un fuego limpio y transparente. Pero el espejismo sólo se produce a ras de suelo; más arriba el aire es diáfano, sin asomo de contaminación, y los bloques de pisos, los cerros de los alrededores, se dibujan nítidamente en la pureza del aire, con todos sus detalles y sus colores. La quietud es total, insólita en este paisaje, tanto que da la impresión de estar viendo una foto, una imagen fija. En el silencio denso, envolvente, surcado tan sólo por la brisa, se transmite de pronto, con estremecedora nitidez, el chillido de algún ave rapaz que vuela en lentos círculos, muy arriba, en el azul del cielo.

Eva avanza trabajosamente por la subida, caminando por el centro del asfalto. No es que ande muy despacio, pero su marcha se eterniza en las dilatadas proporciones de la autopista. Concebida -por su anchura, por el tamaño ciclópeo de sus rótulos, por la longitud de sus rectas- para vehículos que circulan a gran velocidad.

No sabemos qué ha hecho con la bicicleta que montaba hace apenas dos horas; no sabemos si tuvo un pinchazo, una caída, o simplemente se cansó de pedalear, de castigarse las posaderas, y ha optado por hacer andando los últimos kilómetros que la separan de la ciudad, en los que además predomina la subida. Lo cierto es que camina por el asfalto recalentado, bajo un sol de justicia, llevando por todo equipaje la pistola que cuelga de su mano derecha, y la munición que abulta sus bolsillos. Nada más: ni una botella de agua, ni comida, ni siquiera sus gafas de sol. Va con el pelo suelto, seco y alborotado; sus codos y sus rodillas, castigados por el camino, blanquean ásperos, calizos, entre la satinada suavidad de su piel morena y lustrosa. Ya le queda poco sudor, pero éste todavía empapa su camiseta con una breve mancha en las axilas, sobre otros sudores ya resecos, convertidos en salitre por el sol; del mismo modo que las gotas que nacen en su frente resbalan por los regueros enjutos que las lágrimas dejaron en el polvo adherido a la piel.

 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

EDGAR TELLES RIBEIRO. LA MESILLA DE NOCHE

Hola, buenos días. Una semana más os saludamos desde Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca en el 89.0 de las ondas. Hoy quiero presentaros una novela brasileña, escrita por Edgar Telles Ribeiro y publicada por la editorial Libros del asteroide con el título de La mesilla de noche. La obra ha sido traducida por Juan Sebastián Cárdenas Cerón y cuenta con un interesante prólogo de la novelista y poeta gallega Luisa Castro.
 
Edgard Telles Ribeiro es diplomático y, a su vez, hijo de diplomático. A lo largo de su vida, en su infancia y adolescencia, vivió, estudió y trabajó en Suiza, Turquía, Francia, Grecia y el propio Brasil. Ha sido también director de cine, habiendo llegado a presentar parte de su obra en el festival de Cannes. Algunos de estos rasgos de su propia vida impregnan la novela que hoy os comento, en la que afloran, a mi juicio, el encanto y la elegancia cosmopolitas que tan a menudo asociamos a esa profesión diplomática.
 
La mesilla de noche narra, a través de las visiones, a veces sucesivas, en ocasiones superpuestas, de dos personajes, Fernando y Andrea, la historia de una tía abuela de ésta, Guilhermina, cuya vida, intensa y azarosa, se desarrolla a lo largo de la mayor parte del siglo XX en Brasil y la convulsa y bulliciosa Europa de entreguerras. La novela está dividida en tres grandes partes, en las que se alternan en el relato Fernando, director de cine brasileño, como el propio autor, Andrea, una actriz, antigua amiga de éste, y de nuevo Fernando. A partir de los recuerdos de Andrea, de los documentos, los objetos, las fotografías, los muebles, las joyas, heredados de su tía abuela, y también de las entrevistas con los personajes que la acompañaron, que asistieron a su apasionante existencia, Fernando y la propia Andrea reconstruyen, como en un rompoecabezas, también como en una indagación periodística o una investigación policíaca, lo que pudo ser, lo que probablemente fue la deslumbrante trayectoria vital de Guilhermina. Y con este enfoque múltiple, La mesilla de noche nos ofrece una visión poliédrica, con facetas diversas y complementarias, de la extraordinaria vida de este personaje singular, Guilhermina, desde su infancia en una gran hacienda cafetera de Goiás, en Brasil, pasando por sus lujosas aventuras y sus peripecias sentimentales en Francia e Italia, hasta su muerte, ya anciana, de nuevo en su retiro brasileño.
 
El elemento nuclear de la novela, el que desencadena el interés de Andrea y Fernando y la consiguiente pesquisa que constituye y alimenta el desarrollo de la trama, es una información que ambos personajes nos dan a conocer desde las primeras páginas: cuando sólo tenía catorce años, en 1926, la niña Guilhermina fue entregada en matrimonio, por decisión de sus padres, en un arreglo familiar que les reportaría ciertos beneficios materiales, y contra la voluntad de la propia Guilhermina, al inmensamente rico Comendador Carlos Augusto de Maia Macedo, de sesenta y seis años. En la misma noche de bodas, sin ninguna consideración ni la mínima ternura, Guilhermina fue prácticamente violada por su anciano marido. Desde ese momento, y día tras día, la niña, ya forzosamente madura y adulta, trama su venganza, que se consuma siete años después con el asesinato de su esposo, encerrado por su aún joven mujer, hasta morir de hambre y sed, en las bodegas inaccesibles de su mansión campestre.
 
La mesilla de noche nos presenta a una mujer formidable, a un personaje, en cierto modo, adelantado a su tiempo, a una mujer libre, compleja, decidida, dueña de su propio destino, luchando por su vida, por el amor, con una voluntad y una determinación férreas; una mujer que, a partir de ese momento iniciático que os he descrito, encadenará amigos, amantes de ambos sexos, un nuevo matrimonio, viajes, arrebatos, seducciones, peripecias fascinantes. Una mujer que como se cuenta en un pasaje de la novela una vez cruzó un río con el vestido de novia arremangado hasta las rodillas, después paseó en elefante por Estambul, antes tuvo una modesta colección de muñecas, después cuidó de cuatro enanas verdes, antes amó profundamente a su hermano mayor, después se entregó a un hombre que volaba en globo y a una mujer en un tren… En definitiva, una mujer misteriosa y cautivadora, un personaje que remite a los estereotipos de los folletines decimonónicos, pero que tiene, a la vez, una vigencia y una modernidad indiscutibles.
 
Os dejo ya con un fragmento muy significativo del libro, en el que aparecen algunos de los motivos que desencadenan la historia narrada. Después, cómo no, música brasileña para complementar la atmósfera de la novela. En este 2012 que se encamina a su fin, se cumplen los ochenta y cinco años del nacimiento de Antônio Carlos Jobim, quizá el más grande compositor del Brasil. En el vídeo lo vemos mano a mano con Frank Sinatra interpretando la gran pieza clásica Garota de Ipanema, de la que este año celebramos también el quincuagésimo aniversario.
 
Mientras conducía le pregunté sobre el origen del nombre La mesilla de noche, que me hacía pensar en el pequeño mueble paterno con su despliegue de objetos misteriosos que habían instigado mi imaginación de niño, en particular gemelos y cuellos almidonados, llaves y binóculos, junto a portarretratos y viejos ceniceros. Andrea me habló entonces de su tía Guilhermina, en realidad su tía abuela, de quien había heredado hacía año y medio una finca de buen tamaño en el interior de Goiás, repleta de muebles, objetos antiguos, porcelanas y otras curiosidades. Pero sobre todo había heredado una historia que me obligó a aparcar en la orilla del lago Paranoá, pues no existía en toda la ciudad un bar que estuviera a la altura del pergamino que mi amiga, poco a poco, empezaba a desenrollar ante mis ojos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

DEBORAH EISENBERG. EL OCASO DE LOS SUPERHÉROES

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos nuestras particulares recomendaciones de lectura. Hoy quiero proponeros una magnífica colección de relatos, El ocaso de los superhéroes es su título. Su autora es la norteamericana Deborah Eisenberg, de la que hasta ahora no conocíamos ninguna obra traducida, por lo que tenemos que agradecer a la editorial Leqtor el habernos mostrado éste su más reciente libro en traducción de Luis Murillo Fort. Confiemos en que, dada su calidad, podamos ver pronto difundidas en España el resto de sus colecciones de relatos.

Porque la verdad es que Deborah Eisenberg es una escritora formidable, capaz de trasladarnos, desde un planteamiento inicialmente realista de las acciones de sus personajes, a su interior, a su intimidad más profunda. Sus cuentos, no demasiado breves -se trata casi de novelas cortas-, nos hablan de las preocupaciones, de los sentimientos, del absurdo, de las pequeñas desdichas, de las grandes tragedias, de las relaciones afectivas, de los conflictos familiares, del paso del tiempo, de las alegrías y las frustraciones -sobre todo de las frustraciones- de los seres humanos, en estos tiempos convulsos y en este mundo complejo y desconcertante; unos tiempos y un mundo que, en algunos relatos, por ejemplo el que da nombre al libro, son más que un mero marco de referencia, más que un escenario, para convertirse en auténticos protagonistas de la historia. Pero lo esencial de Deborah Eisenberg es su estilo, elegante, lleno de matices, de detalles, un estilo en el que lo que no se cuenta, las elipsis y los sobreentendidos, los silencios y los saltos temporales, el montaje -hablando en términos cinematográficos- importa tanto como lo que sí se relata.

Deborah Eisenberg ha sido comparada a otra extraordinaria escritora, con la que tiene, en efecto, muchos puntos en común, y de la que ya os he hablado aquí por su innegable calidad y porque también me entusiasma, la canadiense Alice Munro. Coincide con Deborah Eisenberg en esta capacidad, más que notable e interesantísima, de contar sin contar, omitiendo, restando, despojando al relato de adherencias superfluas, dejando que los espacios aparentemente vacíos entre acciones, entre escenas, entre momentos nos digan más que la propia historia narrada.

Os recomiendo sobre todo el relato que da título al libro, El ocaso de los superhéroes, con la tragedia del once de septiembre como fondo, a partir de la historia de Nathaniel, un joven arquitecto que vive con sus amigos en un apartamento enfrente de las Torres Gemelas. También Un Otto diferente y mejor, en donde aparece la absurda complejidad de los vínculos familiares en una pareja homosexual. En La venganza de los dinosaurios, otro relato magistral, se habla del olvido y la memoria, de los estragos del tiempo a través de la descripción de la vida cotidiana de una enferma de Alzheimer que asiste embobada y traspuesta a las imágenes catastróficas que la televisión reitera. En Ventana, de un modo sutil y nada obvio, con alusiones, con leves retazos de conversación, un gesto, una frase, se narra el drama oculto y casi imperceptible de una mujer maltratada.

En fin, no deberíais dejar de leer a Deborah Eisenberg en este El ocaso de los superhéroes, publicado por la editorial Leqtor; seguro que, además de unas horas placenteras y entretenidas, os reconoceréis en las preocupaciones de los personajes y aprenderéis mucho sobre la naturaleza humana.

Os dejo ya con un fragmento de uno de sus cuentos con el que, como es habitual en Todos los libros un libro, pretendo trasladaros un retazo de la atmósfera que envuelve a la obra. Espero, como siempre, que pueda interesaros. Y como el texto habla de la ancianidad, de la vejez, del inexorable y terrible paso del tiempo, os ofrezco como cierre una canción que se refiere a esa realidad común e inevitable. Help the aged, de los magníficos Pulp de Jarvis Cocker.

Pero ¿cómo ha envejecido tanto? La estúpida pregunta de costumbre. Uno se había burlado toda la vida de los patéticos vejestorios que iban por ahí chocheando como quien busca un calcetín mal guardado, tirándole a uno de la manga y preguntando tímidamente: ¿cómo he envejecido tanto?

La simple visión de su cara pacientemente inexpresiva los volvía crueles. Verás cuando te pase a ti, decían con rabia.

Muy bien, eso tendría que llegar, sí, pero no de la manera ridícula como les había ocurrido a ellos. Pero aquí está, él y también sus amigos, cayendo al mismísimo vertedero de la tercera edad. O, cuando menos, luchando desesperadamente por mantenerse al borde del mismo. Sin embargo, hace apenas un segundo, pese a que corrían inexorablemente hacia allá, ni siquiera lo han visto.

¿Y qué ha sido de su juventud? A diferencia del calcetín mal guardado, no está por ninguna parte; se disolvió en los años decisivos de su vida.