Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de mayo de 2017

ANDRÉ KERTÉSZ. LEER; STEVE McCURRY. SOBRE LA LECTURA

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca sale a vuestro encuentro una semana más Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura con el que, con toda la modestia, pretendemos serviros de orientación si debéis enfrentaros a la difícil tarea de elegir un libro que resulte de vuestro interés de entre la infinidad de obras que se publican anualmente en nuestro país.

Hoy cerramos por este curso la breve serie que, con ocasión de la celebración de la Feria del libro en nuestra ciudad -que clausuró sus puertas hace pocas fechas- y la proliferación primaveral de certámenes similares en otras localidades, hemos dedicado a publicaciones que tienen a los propios libros y a la lectura como motivo central. Además, en el caso de las dos propuestas que ahora os ofrezco, hay que añadir un tercer nexo principal coincidente, el de la fotografía, el indiscutible leitmotiv de los dos títulos que, sin más dilación, os presento ya.

En primer lugar, quiero sugeriros la gozosa consulta de Leer, el clásico de André Kertész, el prestigioso fotógrafo húngaro -nacionalizado estadounidense antes de su muerte en Nueva York en 1985-, autor de innumerables libros de fotografías. On Reading, título del original de 1971, se reeditó en todo el mundo en numerosas ocasiones desde esa fecha, publicándose por primera vez en castellano en 2016 gracias al esfuerzo conjunto de las editoriales Periférica y Errata Naturae. Esta versión española que ahora os propongo parte de la edición de Norton & Company de 2008 y cuenta con la introducción que entonces hizo Robert Gurbo, conservador del legado de Kertész, y con unas suculentas palabras preliminares del experto Alberto Manguel, una incontestable autoridad en la historia de la lectura.

André Kertész, que en su dilatada existencia -había nacido en Budapest en 1894- se mostró siempre muy abierto y versátil, poniendo el foco de su interés profesional en temas diversos, con series fotográficas sobre aves, paisajes, retratos, la infancia, escenas de la vida cotidiana, estampas de París o Nueva York, se inclinó también desde muy joven por capturar imágenes de gentes de muy diversa condición leyendo, individuos embebidos, transportados, absortos en las páginas de un libro, en actitudes, situaciones y espacios también muy variados. Sesenta y cinco de estas estampas, tomadas entre 1915 y 1970 en las citadas capitales de referencia del universo del húngaro -París y Nueva York- pero también en Tokio y Kioto, Manila, Buenos Aires y Venecia, Nueva Orleans o El Havre, integran el libro, una delicia por la prodigiosa calidad de las imágenes en blanco y negro, por su enorme poder evocador, por la oportunidad de las “capturas”, la originalidad de los encuadres y, sobre todo, por la magistral capacidad de su autor para reflejar, con emoción e intensidad, esos momentos de absoluta intimidad, de despojamiento y hasta -me atrevería a decir- de vulnerabilidad en los que nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestro entorno y nuestras circunstancias, para adentrarnos en el fascinante misterio de un libro y entregarnos, en cuerpo y alma (sobre todo en alma), a su profunda lectura.

Y así, en las páginas de Leer comparecen, en distintos grados de ensimismamiento lector, jóvenes estudiantes y niños menesterosos, adolescentes ociosos y adultos desocupados, ancianos aburridos y viejas convalecientes, rozagantes chicas y elegantes amas de casa, profesionales y vagabundos, vendedores callejeros, viandantes, gondoleros, sesudos bibliotecarios, frailes, curas y monjes tibetanos, e incluso numerosos seres más o menos inanimados que se enfrentan a la lectura: personajes de cuadros, esculturas, figuritas de escayola y hasta un escarabajo que se “deleita” ante una obra de Voltaire. Todos ellos leen, leen muy concentradamente libros, folletos, periódicos, cartas, agendas, revistas, cómics, álbumes, códices, libros de rezos, papeles sueltos…

Los lugares de la lectura son también variopintos: parques y jardines, aceras y calles, aulas y bibliotecas, vestuarios y salas de juego, escaleras y bancos públicos, habitaciones y ventanas, oficinas, despachos y gabinetes de lectura, vagones de metro, terrazas, azoteas y balcones, buhardillas y sobreáticos, iglesias y sacristías, idílicos paseos fluviales y apartados caminos campestres, pérgolas y tumbonas, hamacas y toallas de baño, bares y cafeterías, cómodos sofás en hogares burgueses, floridas galerías de delicados y vaporosos visillos, frescos pabellones de verano, historiados lechos con dosel… y tantos otros.

Y, del mismo modo, son múltiples las situaciones en las que los personajes retratados se entregan a su absorbente pasión lectora: un momento de descanso entre clases, el repaso apresurado de un libro de texto en el parque, la entretenida espera en un puesto callejero, la evasión del dependiente mientras comparecen los clientes, un tiempo muerto en un ensayo, la pausa en una representación teatral escolar, una interrupción en los alegres juegos infantiles, el sencillo goce que proporciona un libro en un banco del jardín, dejando que el tiempo pase, apenas perceptible, el inocente deambular por el campo o por una calle mientras se ojea vagamente un texto, las horas de estudio o recogimiento, de investigación o rezo, las consultas académicas, las miradas distraídas a una revista mientras se toma el sol en el terrado, la lectura atenta de una carta en el reposado sillón hogareño, el periódico “salvado” de la papelera en el que se adentra, ávido, un mendigo, la umbría arcada en la que reposa un gondolero entre un servicio y otro, el modesto ventanal ante el que una anciana aprovecha la declinante luz de la tarde… Y en todas las fotografías, ya se ha dicho, sensibilidad y poesía, belleza y lirismo, delicadeza y emoción. Una maravilla de libro.

Siguiendo un planteamiento similar, y en lo que constituye un explícito homenaje a este Leer, al talento de Kertész, a su influencia y a su genialidad, Steve McCurry, uno de los grandes nombres de la fotografía contemporánea, miembro de la mítica agencia Magnum, reúne en Sobre la lectura una colección de fotos tomadas durante sus viajes, en las que muestra a personas de ámbitos diversos en el acto de leer. El libro, en una formidable edición de gran tamaño, encuadernada en tela, con papel satinado y espléndidas reproducciones en color, lo presentó en nuestro país la editorial Phaidon el pasado 2016, con un muy sustancioso prólogo de Paul Theroux, del que os dejo algunas muestras al cierre de esta reseña, en el que repasa su larga experiencia de lector, paralela a su muy extensa vivencia de los viajes.

Siendo la pauta organizadora del libro muy similar a la del maestro Kertész, aquí la selección de fotos es más abierta y variada, rozando en ocasiones el exotismo. Una joven subida a una escalera en el impresionante Real Gabinete Portugués de Leitura de Río de Janeiro; otra chica que lee en un parque en una ciudad tailandesa; una anciana rusa en su modesto hogar; un hombre que consulta unas hojas ante sus cuadros en un mercadillo romano; unos monjes en el templo de Bakong, en Camboya; un santón en Goa; el propio Paul Theroux posando al lado de una atracción de feria en Hot Springs, Arkansas; un obrero atento al periódico en una fundición en Serbia; una atractiva muchacha echada en la hierba en el parque neoyorquino de Washington Square; un niño chino que abraza una estatua que lee; una algo estrafalaria mujer tatuada en Barcelona, y, sin poder precisar con más detalle, decenas de otros lectores en Calcuta y Katmandú, La Habana y Tokyo, Kabul, Ciudad del Cabo y el Tibet, Birmania, Turquía y Rusia, Francia y Alemania, Líbano y Pakistán, España, Irlanda y Suiza, China y Corea del Sur, Etiopía y Sri Lanka, Marruecos, Kuwait y Hong Kong.

Las fotos son extraordinarias aunque, frente al naturalismo que rezuma la mayor parte de las instantáneas de Kertész, aquí las composiciones parecen casi siempre algo impostadas, con un exceso de artificio, constituyendo una suerte de posados, muy “construidos” aunque igualmente evocadores y poéticos. Parece imposible sustraer a Steve McCurry de ese rastro de polémica en torno a su “ética” profesional, una cuestión que ya había aflorado hace años cuando se descubrió que algunas de sus fotos más conocidas -y premiadas- (como su famosa portada para el National Geographic en la que sobresalía la mirada de Malala, una niña afgana que enseguida se hizo popular en todo el mundo) habían sido objeto de retoques, borrando o eliminando elementos y personajes accesorios para mejorar el resultado final. Pese a esa ligera objeción, el libro es excelente y transmite con intensidad la enorme “potencia” emocional del acto de leer, el carácter universal de la lectura y de las experiencias y valores asociados a ella: la soledad, la reflexión, el ensimismamiento, la meditación, el esfuerzo, el placer, el descubrimiento y la iluminación, la atención, la profundidad, la sabiduría, la belleza…

En fin, leed, ojead, disfrutad de estos dos magníficos libros de fotografía: Leer, de André Kertész, y Sobre la lectura, de Steve McCurry. Estoy seguro de que no os arrepentiréis de su consulta. Os dejo, para completar esta reseña, con una nueva referencia musical centrada en una obra literaria. En esta ocasión es La Odisea la influencia de Home at last, un tema del grupo de culto Steely Dan.


En África, donde fui profesor hace más de 50 años, ir hasta Limbe en bicicleta a través del bosque de Kanjedza y regresar me costaba dos horas. Una vez al mes, el cargamento de la costa incluía los nuevos libros de bolsillo de Penguin, que se colocaban en el expositor metálico giratorio de la Nyasaland Trading Company. Yo tenía la sensación de que enviaban esos libros para mí, a dos océanos de distancia, porque en aquella pequeña localidad nadie más parecía interesado. Estos libros de Penguin fueron mi educación permanente, las obras más obvias de Orwell, pero también sus novelas menos conocidas, Subir a por aire y Los días en Birmania; las primeras novelas de Anthony Burgess, entre ellas Enderby y Nada como el sol; la colección de clásicos, con la Ilíada y Dante; las cubiertas verdes de las novelas de misterio, como las de Simenon, y escritores que no conocía, Henry de Montherlant y Laurie Lee. La lectura mitigaba las largas y oscuras noches africanas y me ofrecía alivio y esperanza: por mal que me hubiera ido el día, había un libro esperándome en casa, tal y como sigue sucediendo ahora.
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La gente dice que lee para aparentar, porque se elogia la lectura y se considera una actividad inteligente y maravillosa y no quiere que nadie les tache de tontos o perezosos. Pero leer exige un esfuerzo mental, capacidad de concentración, una curiosidad y una capacidad de entendimiento vivas y el dominio de la soledad.
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Leer es un asunto serio, pero los lectores casi nunca se aburren o se siente solos, porque leer es un refugio y una fuente de iluminación. En ocasiones esta sabiduría se hace visible. Me parece que siempre hay algo luminoso en el rostro de una persona que está leyendo. Gran parte del atractivo de leer ficción reside en el descubrimiento de que el lector conoce mucho mejor la vida interior de los personajes del libro que la de los miembros de su familia o la de sus amigos.
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Leer ha sido siempre mi refugio, mi placer, lo que me ilumina e inspira; mi hambre de palabras bordea la glotonería. En los tiempos muertos sin un libro, leo las etiquetas de la ropa o los ingredientes de las cajas de cereales. Mi versión del infierno es un lugar sin nada que leer.

miércoles, 24 de mayo de 2017

JESÚS MARCHAMALO. DONDE SE GUARDAN LOS LIBROS; LOS REINOS DE PAPEL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os propone una sugerencia de lectura. En el caso de hoy serán dos y no una las referencias de las que quiero hablaros, coincidiendo ambas en su temática, vinculada al universo de los libros, en estas semanas en las que la presencia de la Feria del libro ha sido bien notoria en nuestra ciudad. Se trata de dos obras -complementarias una de la otra- de Jesús Marchamalo, Donde se guardan los libros y Los reinos de papel, publicadas en la colección El Ojo del Tiempo de la Editorial Siruela en 2011 y 2016 respectivamente.

A finales de 2007, Marchamalo -con una larga trayectoria en el periodismo cultural, de la que ya di cuenta en este espacio hace unos años, y con una especial predilección en sus trabajos por libros, bibliotecas y escritores- empezó a publicar en el suplemento cultural del diario Abc una serie de reportajes, agrupados bajo la rúbrica Bibliotecas de autor, en los que se adentraba -inspector de bibliotecas, le llamó Antonio Gamoneda- en los hogares de distintos escritores escudriñando en ellos librerías, anaqueles, estanterías, repisas y archivos, para hacerse una idea -y transmitirla a los lectores- de los rasgos que definían esas especiales -y significativas- “geografías del libro” entre los profesionales de la literatura. Las quince entregas de la serie, complementadas con cinco adicionales que no aparecieron en prensa, integran Donde se guardan los libros, que vio la luz en 2011 con un obvio pero esclarecedor subtítulo: Bibliotecas de escritores.

Con una muy bella cita inicial del Capitán Sir Richard F. Burton, El hogar es donde se guardan los libros, el libro nos muestra, en efecto, una veintena de hogares de otros tantos renombrados autores, permitiéndonos conocer no solo la materialidad de los lugares y los espacios que albergan a los libros sino, a través de ellos, parte del “alma”, podríamos decir, de los respectivos escritores.

Y así Fernando Savater, Clara Sánchez, Arturo Pérez-Reverte, el citado Antonio Gamoneda, Enrique Vila-Matas, Gustavo Martín-Garzo, Clara Janés, Juan Eduardo Zúñiga, Luis Alberto de Cuenca, Carmen Posadas, Francisco Rico, José María Merino, Mario Vargas Llosa, Andrés Trapiello, Soledad Puértolas, Javier Marías, Luis Landero, Jesús Ferrero, Juan Manuel de Prada, y Luis Mateo Díez nos muestran sus bibliotecas, y en el recorrido que Jesús Marchamalo nos propone en cada capítulo, en cada reportaje, accedemos a un sinfín de curiosidades sobre la peculiar relación con los libros de los distintos autores.

Por un lado, se nos presenta una descripción del entorno físico en el que se sitúan los libros: áticos o sótanos dedicados expresamente a ellos, locales alquilados o las propias viviendas de los escritores, gabinetes de lectura o habitaciones comunes -comedores, dormitorios o incluso baños-, rincones más o menos insólitos -pasillos o huecos de las escaleras-; también los distintos tipos de estanterías, las baldas, las diversas maderas, las repisas, los muebles diseñados ad hoc, las mesas auxiliares y las de trabajo, las mesillas de noche, las sillas repletas, los sofás, los divanes y las cómodas, los radiadores, invadidos por el material impreso que se desparrama irrefrenable “conquistando” las casas (en una singular recreación del cuento de Cortázar, Casa tomada, en la que ahora son los libros los que ocupan el domicilio y condenan a sus propietarios a una reclusión cada vez más limitada). Marchamalo se detiene también, muy a menudo, en la disposición de los libros, que se mueve entre el orden riguroso y sistematizado de determinados escritores (en algunos casos con etiquetas clasificadoras fruto de la labor de un bibliotecario profesional), con los volúmenes alineados en filas únicas, con encuadernaciones impecables, en ejemplares impolutos sin anotaciones ni dobleces ni señales, con la pulcra taxonomía alfabética o cronológica o genérica de las obras, y el caos abigarrado, la desordenada confusión que caracterizan las bibliotecas de otros autores que a duras penas pueden desenvolverse entre pilas de libros y papeles y documentos y carpetas que “colonizan” el suelo, los muebles, el espacio entero de las viviendas, con tomos que se agrupan, unos sobre otros, en una anarquía incontrolable, sobresaliendo de los anaqueles, superpuestos en varias filas, encajados en pequeños huecos, abandonados de cualquier manera en baldas rebosantes y curvadas por el imposible peso; libros anotados, subrayados, pintarrajeados, con esquemas, gráficos, asteriscos, señales, claves de lectura; libros desventrados, desencuadernados, sobados, “fatigados”, como con reiteración escribe Marchamalo. En todos los casos, algunas fotos hechas por el propio periodista nos permiten conocer estos escenarios, tan diversos entre sí.

Y se nos informa también de la variada parafernalia con la que estos destacados escritores rodean su sagrada fiebre lectora. De este modo, se nos muestran infinidad de bibelots, figuritas, muñequitos de plástico, fotos, postales, estampas, cuadros, fetiches varios, recuerdos, colecciones -como la de hipopótamos, que atesora Vargas Llosa, por ejemplo- y objetos varios que pueblan unos estantes ya de por sí colmados. Y vemos -a veces literalmente en las fotografías- plumas, tinteros, bolígrafos, fotos, papeles, material de escritura, ordenadores, lámparas de mesa, atriles, abrecartas, reproducciones de cuadros, tarjetas, notas, cuadernos, decenas de detallitos que -con mayor o menor orden- “decoran” los escritorios en los que desenvuelven su labor creadora cada uno de los invitados.

Igualmente, y pese a la brevedad de los textos que se dedican a cada escritor -cuatro o cinco páginas-, podemos informarnos de las “líneas de fuerza” que han inspirado a cada propietario en la confección de su biblioteca, el tipo de libros que contienen, las preferencias lectoras, los autores favoritos, las predilecciones no siempre confesables, las obras más frecuentadas; también, en un ámbito en el que son frecuentes la bibliofilia y el coleccionismo, las primeras ediciones, las piezas destacadas, las rarezas, los ejemplares únicos y valiosos, los originales, los inencontrables, los perdidos. Y en una lógica parecida, en los distintos reportajes siempre hay lugar para las historias relacionadas con los libros, las a veces sorprendentes peripecias que han desembocado en la adquisición de un título, las lecturas infantiles o juveniles, las colecciones heredadas, los regalos, las dedicatorias, los exlibris, los usos y códigos de ordenación, las muy comunes manías de lectores -y hasta las obsesiones-, las temibles mudanzas y su impacto en las bibliotecas, el contacto con otros escritores, la vida misma de cada autor -como se ha dicho- a través de su particular experiencia libresca.

Por último, Marchamalo propone a cada escritor que ofrezca al lector tres recomendaciones finales: un título de la literatura universal, otro de un autor español contemporáneo, y un tercero seleccionado de su personal obra literaria, unas pistas siempre interesantes para completar el conocimiento de la persona y para abrirnos, quizá, y llevados por el respeto o incluso el entusiasmo que nos suscita el autor, a nuevas y fecundas lecturas.

Con una estructura prácticamente idéntica, ve la luz en 2016 Los reinos de papel, que presenta no obstante una ligera aunque apreciable y significativa variante de la que luego os hablaré. Hay aquí también una elocuente cita inicial, de Julio Cortázar en este caso: Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo. Y tras ella, nos adentramos en las bibliotecas de Bernardo Atxaga, Julio Llamazares, Ignacio Martínez de Pisón, Manuel Vicent, Elvira Lindo, Luis Goytisolo, Félix de Azúa, Ángeles Caso, Antonio Colinas, David Trueba, Javier Gomá, Luis Antonio de Villena, Marta Sanz, Manuel Longares, Vicente Molina Foix, Lorenzo Silva, Juan José Armas Marcelo, Luis García Montero, Rosa Montero y un postrero y ya desaparecido Miguel Delibes que constituye el centro de la edición y la razón de su peculiaridad frente al volumen anterior.

Después de la publicación de Donde se guardan los libros, la Fundación Mapfre invitó a su autor a organizar un ciclo en el que acabaron por participar cinco escritores, en el que estos hablaban, en clara continuidad con la obra citada, de sus libros y sus bibliotecas, ante un auditorio casi siempre entregado. El éxito de la idea llevó a Marchamalo a aceptar en 2013 la propuesta de otra fundación, en este caso la Miguel Delibes, en el sentido de recuperar ese proyecto de “inmersión” en las bibliotecas de escritores complementada con una serie posterior de conferencias. Y así durante dos años largos se reanudaron las visitas a las bibliotecas personales de otra veintena de autores –los que acabo de enumerar más arriba-, que también se brindaron a participar en coloquios en diversas bibliotecas públicas de Castilla y León. Cada una de estas experiencias se recogió en el correspondiente artículo que se difundía en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, y todos ellos, transcritos sin apenas cambios, acabaron por completar este segundo libro que, como he señalado, sigue las pautas del primero sin más cambios que el interesante prólogo de Gustavo Martín Garzo y el que tiene que ver con las recomendaciones finales de los escritores, que se centran, en este caso, en un título propio, en otro de la literatura universal y en un tercero elegido de la obra de Miguel Delibes cuya figura inspiradora impregna el libro.

Os recomiendo la lectura de ambas curiosas obras, seguro que disfrutaréis entre las decenas de anécdotas que recogen. Os dejo ahora una muestra bien significativa del “tono” de los libros, el capítulo dedicado a Fernando Savater. Y como ilustración musical a mi propuesta de hoy, una canción con tema literario. El grupo Noisettes canta Atticus, inspirada en el personaje de Matar a un ruiseñor, el libro de Harper Lee.


Fernando Savater. Los libros del optimista

Acaba de regresar de la Feria del Libro de Guadalajara, y ha traído, entre otros, dos libros de Jorge Ibargüengoitia que andan por ahí, recién sacados de la maleta, con el mismo jet lag. Y hay otro sobre un montón reciente, en la habitación donde trabaja, que le ha llegado por correo esa mañana. Es el último tomo de Reino de Redonda, que le envía Javier Marías, y que es, también, de Ibargüengoitia. Una casualidad.

Los libros, es sabido, contienen puertas invisibles, caminos y pasajes que conducen a otros libros, que llevan a otras bibliotecas, o que comunican, en secreto, con otros lectores. Jorge Ibargüengoitia, el escritor y articulista mexicano falleció en Mejorada del Campo en 1983 en un accidente de aviación. Un Boeing 747 de la compañía colombiana Avianca que volaba desde París a Bogotá, con escala en Madrid, se estrelló mientras realizaba las maniobras de aproximación al aeropuerto de Barajas. En ese vuelo tenía que haber viajado también Fernando Savater (San Sebastián, 1947). Estaba invitado al mismo congreso de escritores, en Colombia, y apenas dos semanas antes le surgió otro compromiso que le obligó a cambiar de planes, y de billetes. Pero entre las víctimas mortales –sólo hubo once supervivientes– estaba la pianista catalana Rosa Sabater, y en la confusión inicial de nombres y apellidos, hasta que se aclaró el malentendido, para mucha gente que los esperaba, Fernando Savater compartió con Ibargüengoitia su trágico destino.

Ahora, sus libros, recién llegados de Guadalajara, andan buscando acomodo por las estanterías, lo que de ningún modo va a resultarles fácil. Porque es ésta una biblioteca como mínimo repleta, rebosante, y crecida de un modo se podría decir arborescente: ramas, brotes y renuevos que nunca nadie ha podado –más allá de algunos ejemplares que a fuerza de no caber ha tenido que ir bajando al trastero–, y que se extiende a sus anchas abonada con generosidad suicida.

Primera impresión

La primera impresión del visitante es que la parte estrictamente doméstica hace tiempo que ha sido desplazada por los libros: sillones, mesas, lámparas y aparadores se han ido acoplando, a lo largo de los años, en el hueco dejado por las estanterías. Libros descentrados, atravesados, empotrados, que sostienen un frágil equilibrio, como ése de Martín Santos, Tiempo de silencio, que sujeta, no sé por cuánto tiempo, otro cruzado encima de Attilio Momigliano. Lo señalo y me dice que no me preocupe.

Hablamos del salón, la parte más o menos abarcable, en el que están, a grandes rasgos, clásicos, biografías y teatro, dentro de una clasificación de una elasticidad extrema –y me insiste en que añada lo de extrema– donde convive Stendhal, Napoleón, por ejemplo, con Genet, Los negros; las Obras escogidas de Cocteau, Moby Dick, y un poco más arriba, Bertrand Russell. Hay mucho Borges, que va apareciendo diseminado por varias baldas, aquí y allá, casi como una embajada de sí mismo. Al lado de Lezama en una de ellas; lomo con lomo con Alberto Moravia en otra, y cerca de Camus, de Max Aub y de Faulkner, Gambito de caballo, en otra más, lo que demuestra una convivencia que, al menos, aparenta ser modélica. «El desorden en sí no me preocupa», afirma. «Me fastidia el precio que se paga, la desazón de saber que tienes un libro y que no lo vas a encontrar, y hay veces que resulta menos trabajoso comprarlo de nuevo que andar buscando.»

No ayuda en ese orden difuso, inasible, el que la biblioteca continúe en San Sebastián, y que haya siempre una parte viajera, móvil, contenida en bolsas y maletas; un tránsito de libros que andan de aquí para allá y que nunca están localizables. Ni ayuda que las estanterías estén llenas de postales y fotos, y muñecos y monstruos, y pequeños recuerdos de todos los tamaños: una tortuga ninja –lo mismo Donatello– delante de Bataille, un pequeño Robin ante Clarín, y un dinosaurio rojo donde Sartre.

Hay, sí, una balda casi completa de Stevenson, ediciones antiguas y modernas, entre ellas una de las primeras reimpresiones, de 1891, de La isla del tesoro, publicada por Cassell & Company en Londres, que alguien –nunca llegó a saber quién– dejó hace años al portero de su casa, en un sobre, con una nota manuscrita, sin firma, que decía, todo muy misterioso: «Seguro que te gustará». Y claro que le gustó.

Sobre las estanterías, en la pared, repartidas como santos milagreros, fotos de Virginia Woolf, de London, de Laurence Olivier, de Cioran… Cuenta que durante años lo visitó en su casa minúscula, humilde, antigua, de París, a la que se llegaba tras una subida escalofriante de largos tramos de escaleras, cada vez más oscuros. Allí vivía con unos pocos libros, no demasiados, porque era lector de apenas cuatro o cinco autores. Cioran siempre le acusó de ser un optimista camuflado. «No me engaña, Savater, con su palabrería», le decía. «Usted es en el fondo un optimista.» Y en uno de sus libros –tiene toda su obra dedicada– le escribió una divertida dedicatoria: «A Fernando Savater, agradeciéndole los esfuerzos por parecer pesimista».


Ma non troppo

En la habitación donde trabaja, sobre un escritorio, una pequeña figura de Voltaire, y una foto de Lester Piggott, uno de los mejores jockeys de la historia. Porque se sabe de su afición al turf. Ese escenario, muy de campiña inglesa, de potros y potrancas, y jinetes con trajes coloristas, apuestas y gemelos, y duquesas con sombreros de flores. «Tengo una colección de libros sobre carreras de caballos, el turf, que, modestia aparte, es de las mejores que conozco.»

De ahí el ex libris que le dibujó su hermano Juan Carlos, y que tiene en algunos de sus libros: dos caballos –blanco y negro– lanzados al galope. La divisa, Allegro ma non troppo, lleva a pensar que juega con el blanco, que gana en el dibujo, apenas por un cuarto de cabeza, un hocico.

Falta hablar de esa mesa, en el medio del cuarto, que es casi un continente –y nunca mejor dicho–, donde deja los libros pendientes de leer o los que ya ha leído: Cansinos, Burroughs, Isaac Rosa, Ignacio Gómez de Liaño… Ahí está el epicentro, el lugar donde siempre se hace las fotos, enterrado en sus libros, como en una metáfora: filosofía –juntos, idealismo alemán y psicoanálisis–, ensayo, historia, y todo lo demás: novela policiaca, fantástica, de terror, libros de cine… Rimbaud, Fleming, Beckett, Gide… «Los libros son mi vida», dice allí, rodeado. «Si por leer pagaran no habría hecho otra cosa. Ni escribir, ni enseñar, ni dar conferencias; todo eso tiene que ver, en primer lugar, con la lectura, y creo que soy un lector muy bueno, un gran lector.»

Hay más nombres, o todos, Papini, Zola, Mann, Wilde, Paz, Pombo. Me dice que el resto de la biblioteca –es decir, de la casa– está igual. Y me fío. En la puerta, a punto de marcharme, le digo que si cierra de un portazo, se caerá el libro de Momigliano. Él me dice que no. Y oigo un golpe apagado cuando cierra. Tenía razón Cioran.

El fantasma de la Ópera. Gaston Leroux

«Leroux es uno de mis autores favoritos, y El fantasma de la ópera, una de sus mejores historias, por no decir la mejor. Es un libro que me ha hecho disfrutar mucho con su lectura.»

El síndrome de Ambras. Pilar Pedraza

«Pedraza es una autora que se dedica a la literatura fantástica con gran sutileza y capacidad evocativa. Una obra tan inusual en este panorama hiperrealista e historiomaniaco que tenemos, que explica que aún no sea suficientemente conocida.»

Misterio, emoción y riesgo. Fernando Savater

«Éste es un libro que reúne todo lo que he escrito sobre libros y películas de aventuras. Un conjunto de textos, artículos y conferencias, muy ilustrado, que recoge mis obsesiones e intereses, lo que he preferido en cine y en literatura.»

miércoles, 17 de mayo de 2017

PIERRE MÉNARD. 20 BUENÍSIMAS RAZONES PARA NO LEER NUNCA MÁS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el ya veterano espacio -recordad que hace solo unas pocas semanas hemos llegado a los trescientos programas- de Radio Universidad de Salamanca en el que os ofrecemos recomendaciones de lectura llevados, en la mayor parte de los casos, por el entusiasmo y la pasión. Siempre he pensado -y ese es el espíritu último que mueve la emisión- que para persuadir a alguien de la conveniencia de la lectura es preciso que nuestras palabras, nuestros consejos, transmitan emoción y fervor. Solo quien lee apasionadamente puede, y admito que quizá resulte exagerado mi dictamen, despertar el interés de otro lector potencial.

No obstante, el caso de mi propuesta de hoy constituye una excepción a esa regla, pues el libro del que quiero hablaros es, tan solo, interesante, un juicio, pues, racional y algo frío, muy alejado de esas otras categorías más intensas y deseables del enardecimiento y el arrebato. Se trata de un breve librito, un opúsculo de tono ligero escrito por un jovencísimo autor francés, Pierre Ménard -sin nada que ver, al parecer, con el personaje borgiano-, y titulado 20 buenísimas razones para no leer nunca más. Mi sugerencia se enmarca, una semana más, en la órbita de la Feria del Libro de Salamanca, cuyos ecos, cada vez más lejanos, aún resuenan en nuestras calles. La obra del imberbe -literal y metafóricamente- Ménard, que ha cosechado un notable éxito en Francia, se presenta en nuestro país por Los libros del lince, en una edición cuanto menos discutible, con una muy mejorable traducción de Palmira Feixas y unas infantiles -en el peor sentido de la palabra- e inanes ilustraciones de Ana Flecha Marco.

Con respecto a la versión castellana del texto original, la principal objeción -casi descalificatoria- que se le puede oponer tiene que ver con la opción elegida por la traductora de “españolizar” las referencias quizá demasiado locales de la obra original. El resultado produce de continuo la irritación del lector que se ve asaltado cada pocas páginas por menciones a la revista Cuore, la urbanización de La Moraleja, las ostras gallegas, la distancia entre Gibraltar y Bilbao… ¡¡y hasta Eduardo Zaplana y Belén Esteban!!, que difícilmente pueden estar -es evidente- en el texto primitivo. Sorprende que no teniendo empacho la traductora en recurrir a las notas a pie de página para aclarar algunos otros datos contenidos en la versión inicial francesa, considere, en cambio, indispensable buscar un referente en español para, por ejemplo, hacernos ver la gran distancia entre dos ciudades francesas opuestas en el mapa, viéndose “obligada” a mencionar Gibraltar y Bilbao y no sus equivalentes galos. Pero es que, además, como bastantes de las citas que el autor elige para ejemplificar sus por lo demás provocadoras afirmaciones pertenecen al ámbito literario y cultural francés, el lector acaba dudando de las indudablemente españolas que aparecen en él (Baroja, Azorín, Leopoldo María Panero, Josep María Pou, Alfonso XII, Ana Ozores, ¿Antonio Castillo Gómez?, ¿Luisa María de Padilla Manrique?, ¿Lorenzo Castillo?), no sabiendo, a la postre, si están en el escrito original o son también alegres añadidos de la muy intervencionista Palmira Feixas.

De las ilustraciones de Ana Flecha Marco, convencionales, previsibles, triviales y anodinas -¡¡¡patético el Kafka/cucaracha, delirante el Borges en el oculista, infame Lope de Vega en su ¿lecho de muerte?!!!-, poco puede decirse salvo que si el editor hubiera decidido suprimirlas nos habríamos ahorrado un incómodo obstáculo para la lectura y, sobre todo, una permanente fuente de enojo.

Llaman la atención estas a mi juicio notables deficiencias en una edición que ha sido auspiciada, al parecer, por el inteligente escritor y riguroso editor Enrique Murillo, a quien el autor agradece en el cierre del libro el que hubiera permitido “que este proyecto se concretara”.

20 buenísimas razones para no leer nunca más es, resulta obvio, un panfleto. Pierre Ménard, pese al aparente sentido del título de su obra, es un letraherido, alguien que a sus tiernos veinticuatro años ha leído mucho y bien, alguien que, en consecuencia, ama la lectura, los libros y la literatura. En la obra que ahora os comento adopta, impostando un tono irónico perceptible desde su inicio, la pose de un anti-intelectual, un furibundo enemigo de la pedantería, la erudición, el culturalismo, la afectación y el esnobismo de los que a menudo hacen gala los bibliófilos -los bibliópatas, como él los llama. El libro tiene de panfleto el afán provocador, la insolencia sin paños calientes, la cruda acidez, el humor desmitificador, la irreverencia, la arbitrariedad, lo disparatado y excesivo, aunque su propósito -indisimulado, pese a la beligerancia postiza del enfoque elegido- es justo el opuesto que el pretendido: no solo no se denuesta la lectura sino que las escasas ciento cincuenta páginas del libro acaban por constituir un alegato en su defensa a contrario sensu.

Las veinte razones -en realidad acaban por ser algunas más- que Ménard esgrime para justificar el destierro de la lectura de entre nuestros más recomendables hábitos son de lo más descabelladas y extravagantes. Trufados de citas y referencias literarias y culturales -traídas a cuenta y forzando su interpretación pro domo sua- los veintiséis capítulos del libro se agrupan bajo títulos inequívocos: Leer es peligroso. Los lectores se vuelven feos. Los lectores se vuelven holgazanes. Los lectores se vuelven pedantes. Los lectores se vuelven esnobs. Leer aísla del mundo. La lectura impide el éxito profesional. Los lectores se vuelven locos. Los lectores se entristecen. Leer mata. Los libreros mienten. Leer es una aberración económica. Leer es un placer elitista. Leer es cosa de mujeres. Leer es perjudicial para las mujeres. Los lectores se vuelven reaccionarios. La lectura es peligrosa para la sociedad. Leer destruye el medio ambiente. Los libros dicen mentiras. Las virtudes de la lectura son falsas. La literatura es un arte menor. Leer es aburrido. La lectura no sirve para nada. Los libros meten la pata.

Como puede deducirse de los títulos antedichos, el enfoque es claramente irónico. Partiendo de la premisa que rubrica y antecede a cada capítulo, Ménard busca en el dilatado acervo de su erudición ejemplos que, convenientemente “manipulados”, forzando la máquina interpretativa, acrediten lo que quiere -o pretende querer- demostrar. Así procede en cada una de sus provocadoras aseveraciones; por poner solo un par de ejemplos, La lectura es peligrosa para la sociedad, por cuanto, a partir de citas de Fahrenheit 451, Ronald Barthes, Voltaire o Santo Tomás de Aquino, el lector cuestiona las visiones cerradas del mundo y relativiza el poder, constituyendo la lectura el primer paso de la rebelión contra Dios; Leer es un placer elitista ya que el libro es caro, requiere un espacio privilegiado -un sillón, una chimenea, un avión camino de Nueva York- también oneroso, exige una cierta inteligencia -que no está al alcance de cualquiera- y un enorme caudal de tiempo ocioso en el lector, y tales exagerados dictámenes se arropan con menciones a Proust, Léon Bloy, James Joyce o Raymond Queneau. Y del mismo modo “justifica” el resto de belicosas afirmaciones, presuntamente avaladas por la autoridad de decenas de destacados nombres de la historia de la literatura (salvo en el caso de Leer es cosa de mujeres, cuyo escueto comentario, tan descalificatorio como políticamente incorrecto es: El título habla por sí solo).

En fin, un original y curioso divertimento este 20 buenísimas razones para no leer nunca más, que esta tarde os recomiendo y del que os dejo ahora su muy explícito prólogo. Os ofrezco también, como complemento musical a mi reseña, una canción con tema literario. Se trata de Tender, del grupo británico Blur, que comienza con un muy evidente Tender is the night, título de la conocida novela de Francis Scott Fitzgerald


El 18 de julio de 1925, Hitler publica Mein Kampf. Ochenta y cinco años después, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa pronuncia un escandaloso elogio de la lectura. No podemos seguir consintiendo semejantes afrentas a la dignidad humana. Sí, lo afirmo contra viento y marea: leer es peor que una falta, es un crimen. Por supuesto, sé que mi teoría cuestiona a numerosos lobbies y amenaza con destronar ídolos, pero estoy dispuesto a asumir el riesgo. Ése es el precio de la verdad. Este combate se inscribe en la línea del enfrentamiento de Galileo contra Belarmino, de Bartolomé de las Casas contra Juan Ginés de Sepúlveda, de la razón contra el oscurantismo. Aunque no salga indemne de él, al menos habré intentado abrir los ojos al mundo.

¡Librémonos de la influencia de los libros! Si los insurrectos de la Semana Trágica quemaban Barcelona, ¡incendiemos las librerías!

Reconozco que existen lecturas útiles, como los prospectos de medicamentos, las señales de seguridad viarias o la revista Cuore. Pero ¡nada más! Abucheemos las novelas, caguémonos en las memorias, vomitemos sobre la ciencia ficción, excomulguemos los poemas y aborrezcamos los ensayos (éste incluido). Trabajemos para construir un mundo mejor en el que los libros queden reducidos a su única función, aplastar mosquitos y calzar mesas.

Cuento con algunos ilustres predecesores en esta lucha titánica, como Pío IV o Luis XV. El primero, por haber instaurado el Índice que prohibía las obras de Galileo, pero también las de Hume, Balzac, Moravia y tantos otros chupatintas estúpidamente ensalzados. El segundo, tan injustamente vituperado, por haber establecido en 1757 una ordenanza que condenaba a muerte a cualquier escritor, vendedor ambulante o librero que cuestionara la religión. El buen rey debería haber extendido el decreto a todos los escritos, en lugar de sólo a los materialistas. La sociedad estaría mucho mejor.

Citemos asimismo a nuestro héroe, el procurador Ernest Pinard, que batalló para que se prohibieran Las flores del mal y Madame Bovary, dos obras que la República francesa se ha afanado por imponer a los inocentes colegiales. No me referiré a otros, tales como Torquemada, Goebbels o Nicolas Sarkozy, habida cuenta de sus ataques contra los libros, aunque vayan en buena dirección, están dictados por motivos erróneos y son demasiado comedidos. A pesar de los estallidos de indignación y las negaciones por parte de la pandilla de los bibliópatas, nuestra nobel causa triunfa cada vez más. Los sondeos son categóricos al respecto: la lectura no deja de menguar. Así, más de un tercio de los españoles declara no leer ni un solo libro al año.

Pero no nos durmamos en los laureles. Para demasiados ilusos, el libro sigue siendo un objeto sagrado, en lugar de recibir la conmiseración que merece.

El lector inteligente que es usted se preguntará por qué quiero destruir los libros precisamente con un libro. Pues porque es más noble tratar de reducir el hierro con el propio hierro que con el fuego. Perseo no salió victorioso apuñalando cobardemente a la Medusa, sino mostrándole su reflejo. En este singular combate, sólo uno puede vencer: o la lectura o yo.

Alea jacta est.

miércoles, 10 de mayo de 2017

QUINT BUCHHOLZ. EL LIBRO DE LOS LIBROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que, perdonadme la petulancia, resulta especialmente oportuno en estos días en los que la presencia de la Feria del Libro en nuestra ciudad multiplica las posibilidades de adquisición de algún volumen, y con ellas incrementa también nuestras vacilaciones y dudas a la hora de decidir qué lectura escoger entre el inmenso arsenal de publicaciones -bastante más de doscientos nuevos títulos cada día, si bien no todos encajan en la categoría de Literatura- que nos asaltan desde los anaqueles de las librerías y, en esta semana, también desde los stands instalados en la Plaza Mayor.

Con esta excusa, nuestro programa se va a centrar, en la emisión de hoy y en las de las próximas tres semanas, en libros sobre libros, obras que tienen al universo de los libros, los autores, los lectores, las bibliotecas y, en definitiva, la lectura, como protagonista. En el caso de esta tarde quiero hablaros de El libro de los libros, una publicación híbrida, con interesantes textos y sugerentes imágenes, que dio a conocer en nuestro país el pasado 2016 la Editorial Nørdica. Con anterioridad, en 2014, el mismo sello ya había publicado En el país de los libros, otra obra del autor con temática similar, también recomendable aunque de menor interés que el título que ahora os presento.

A finales de 1996, el pintor, dibujante e ilustrador Quint Buchholz, con una larga y sobresaliente trayectoria artística, presentó al prestigioso editor alemán Michael Krüger una muestra de sus dibujos, todos ellos participando de un nexo común: los libros. El carácter algo enigmático de esas ilustraciones, el halo de misterio que las envuelve, el vago tono simbólico y surrealista de las escenas representadas, llevaron al editor a proponer a cuarenta y seis autores de países distintos que completaran el siempre equívoco y velado significado de las estampas dibujadas con un breve relato que describiera, glosara, aclarara, desarrollara, continuara o complementara las historias que aparecían implícitas en las viñetas de Buchholz; un significado al que la voluntaria y algo onírica ambigüedad de las imágenes, carentes de una interpretación unívoca y clausurada, impedía acceder de un modo evidente y definitivo, propiciando en cambio sentidos ocultos a los que podía llegarse a través de la imaginación y la fantasía, de la intuición y la inventiva que subyacen a la mirada del escritor. Así, las imágenes, por sí mismas inciertas, algo confusas e indeterminadas, como inconclusas pese a su realismo y el extremado detalle de los dibujos, muy evocadoras y abiertas a múltiples lecturas, se constituirían en desencadenante de la creatividad de los escritores, que “reconstruirían” las historias esbozadas en los cuadros dotándolas de un sentido, quizá ajeno o hasta opuesto al que encierra su representación gráfica, y que las llevarían más allá de la significación a la que dicha representación apunta. En consonancia con este propósito original, el libro resultante, este que ahora comento, acabó por subtitularse, de un modo muy descriptivo, Historias sobre imágenes.

Todos los escritores contactados, sin excepción, ensayistas, novelistas, poetas, respondieron afirmativamente, y todos, por lo tanto, figuran en el libro. Tanto los de prestigio y reconocimiento mundiales, con varios Premios Nobel entre ellos (John Berger, Jostein Gaarder, Martin Walser, David Grossman, Cees Nooteboom, Milan Kundera, Herta Müller, Orhan Pamuk, George Steiner, Charles Simic, Botho Strauß, W. G. Sebald, Susan Sontag, Amos Oz, Michael Tournier, Antonio Tabucchi) como los no tan conocidos, muchos pertenecientes al ámbito germánico (T. Coraghessan Boyle, Hans Christoph Buch, Aldo Buzzi, Iso Camartin, Martin R. Dean, Per Olov Enquist, Ludwig Harig, Elke Heidenreich, Peter Høeg, Ernst Jandl, Hanna Johansen, Ivan Klima, Michael Krüger, Günter Kunert, Reinhard Lettau, Martin Mosebach, Oskar Pastior, Milorad Pavic, Marc Petit, Giuseppe Pontiggia, Rafik Schami, George Tabori, Aleksandar Tismaa, Ida Vos, Richard Weihe, Wolf Wondratschek), e incluso la selección incluye a nueve escritores españoles (José Agustín Goytisolo, Javier Marías, Juan Marsé, Carmen Martín Gaite, Gustavo Martín Garzo, Ana María Matute, Eduardo Mendoza, Ana Maria Moix y Javier Tomeo).

La edición española de El libro de los libros se abre con una introducción de José María Guelbenzu, un artículo previamente publicado en la Revista de Libros en septiembre de 1998, en el que se analiza precisamente la aportación a la obra de los “representantes” de nuestro dominio literario. Cuenta igualmente con un sucinto prólogo de Michael Krüger, en el que este explica la peripecia editorial que concluye en el volumen que el lector tiene entre manos. El libro se cierra con un par de líneas de semblanza biográfica de cada autor y con las referencias de los traductores de cada texto.

Ante el ya señalado carácter algo inquietante de los dibujos, que recogen escenas detenidas en una especie de fotograma fijo, un momento congelado como extraído de un sueño y que parece aludir a un suceso o acontecimiento ocurrido antes o después de la escena representada, algo, un secreto, un interrogante, una clave que está más acá o más allá de la imagen, ante esa indeterminación, ese permanente equívoco, esa sensación de extrañeza en que se instalan los cuadros, los enfoques y tratamientos elegidos por los distintos escritores para sus particulares exégesis son, en general, muy diversos. Resulta imposible, como es obvio, resumir siquiera las pautas principales -si las hubiera- de las cuarenta y seis aproximaciones -cuentos, reflexiones, poemas, análisis, descripciones- a las imágenes de Buchholz, entre otras razones porque dar cuenta de ellas exigiría mostrar las reproducciones a las que aluden; mencionaré, no obstante, algunas de las aportaciones a mi juicio más interesantes. Hay exposiciones razonadas y meramente descriptivas del escenario que se muestra en la lámina; hay, más allá de ese frío inventario objetivo, algunos análisis detenidos y explicaciones personales que intentan dar razón de los elementos representados en el cuadro (entre los que se repiten, aparte de los indispensables libros, unos cuantos motivos recurrentes en el ilustrador: osos de peluche, tazas, distintas especies de aves, mesitas auxiliares o de trabajo, plumas estilográficas y máquinas de escribir, carreteras y horizontes, cortinas y ventanas, elementos, objetos y personas que flotan suspendidos en el aire, sombreros y bombines, figuras que dan la espalda al lector); hay disquisiciones abstractas y vagamente filosóficas y evanescentes; hay relatos autobiográficos; hay también interpretaciones que, alejándose de la “literalidad” del cuadro y en consonancia con su radical surrealismo (la relación del estilo de Buchholz con el de René Magritte resulta inequívoca), proponen hipótesis desconcertantes, rozando el disparate; hay también relatos que se retrotraen a los momentos y las circunstancias que en la invención del narrador acabarán por confluir en la situación que recoge la escena dibujada; hay, igualmente, intentos de desarrollo de una narración que tendría su origen en la secuencia que muestra el cuadro; hay textos que mantienen el tono onírico y nebuloso de la imagen glosada; hay intentos de solución a los “acertijos” y a los enigmas que en ocasiones el cuadro plantea; hay, también de vez en cuando, un desvelamiento de historias escondidas en el dibujo que la imaginación del escritor descubre; hay multitud de referencias librescas, de menciones a personajes y autores, a títulos, a poemas. Hay, en definitiva, dudas e incógnitas, incertidumbre y sugerencias, ironía, deseo y poesía; hay humor e inquietud; hay melancolía y tristeza y nostalgia; hay fantasía, magia y dramatismo; hay inspiración, gracia e intensidad; hay, obviamente, literatura y arte; hay belleza y verdad.

Os recomiendo la inmersión en las páginas de este El libro de los libros; os garantizo que la lectura de muchos de los textos y la contemplación de las sugerentes imágenes os proporcionará una muy atractiva y profunda experiencia. Os dejo ahora con uno de los relatos, El libro como amigo y enemigo, que empieza como una suerte de evocación autobiográfica de la juventud de su autor, el checo Ivan Klíma, y que, progresivamente y de un modo casi imperceptible, va tiñéndose de esos elementos vagamente inquietantes que caracterizan las ilustraciones del siempre magnífico Quint Buchholz (cuyo sitio de internet, por cierto, no deberíais perderos). 

Wuthering heights, la canción de Kate Bush de reminiscencias claramente literarias cierra esta reseña.


El libro como amigo y enemigo. Ivan Klíma

Recuerdo los primeros libros, pocos, que compré cuando era estudiante. Los coloqué en una pequeña repisa y todos los días me acercaba a mirarlos con ilusión. Me sentía orgulloso de poseer mis propios libros. Paulatinamente la repisa se fue llenando de volúmenes y tuve que comprar un pequeño mueble librería. Pronto fueron dos, después tres, finalmente diez. A pesar de ello, ideé un sistema que me permitía encontrar cualquier libro con los ojos cerrados. Más tarde me vi obligado a deshacerme de los muebles librería y a instalar un montón de estanterías que ocupaban tres de las cuatro paredes de mi estudio. Tuve que cambiar el sistema, y desde entonces pierdo a menudo horas enteras buscando un libro que sé con certeza que poseo. O está mal colocado, o (y esto es lo más frecuente) alguien me lo ha robado.

Durante mucho tiempo fue para mí motivo de orgullo poseer una biblioteca bien sistematizada, y salvo contadas excepciones, no tener que recurrir a una biblioteca pública, ni siquiera cuando me aventuraba en campos tan ajenos a mí como la astrología o cuando tenía que resolver un crucigrama. Últimamente la situación ha cambiado y me horroriza pensar que voy a recibir todavía más libros. Sé que no encontraré espacio para ellos. En los rincones de mi estudio y sobre mi mesa de trabajo se amontonan en un caos total. He llevado a cabo varias operaciones de limpieza, regalando o vendiendo los libros que sabía no iba a volver a abrir. Pero entonces se produce un curioso fenómeno: a los pocos días necesito precisamente estos libros de los que me he deshecho. A estas alturas soy consciente de que no hay escapatoria. No tengo otro remedio que contemplar pasivamente cómo mis queridos libros me van expulsando de mi casa.

De los libros se puede afirmar lo mismo que de todos aquellos objetos cuya cantidad sobrepasa la medida de lo soportable: ya sean los coches en la calle, los vestidos en el ropero o las estrellas en el cielo. Estos amigos, que hemos acariciado alegremente con la mirada, se transforman en enemigos que intentan enterrarnos bajo su peso.

miércoles, 3 de mayo de 2017

RAPHÄEL JERUSALMY. SALVAR A MOZART

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una nueva semana a Todos los libros un libro que, como cada miércoles, sale al aire desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una nueva recomendación de lectura. Esta tarde os traigo un estupendo librito, una obra preciosa, concentrada e intensa, de un autor para mí desconocido.

Raphäel Jerusalmy es un escritor parisino, que vive en Israel desde hace años, dedicándose, al parecer, al negocio de los libros antiguos tras haberse desempeñado -siempre según la nota editorial que acompaña el libro del que hoy os hablo- como espía en los servicios de inteligencia israelíes. En 2012 publicó, en francés, este Salvar a Mozart que ahora os quiero comentar y que, en traducción de José Manuel Fajardo, vio la luz en nuestro país en mayo de 2015 por iniciativa de la editorial Navona, en su muy cuidada y magnífica colección Los ineludibles.

Salvar a Mozart nos muestra el diario que escribe entre el 7 de julio de 1939, fecha de la primera entrada, y el 2 de agosto de 1940, en la que se diluye la última, Otto J. Steiner, un crítico musical austriaco -aunque con antecedentes judíos en su sangre paterna- que languidece recluido en un sanatorio de Salzburgo, aquejado de tuberculosis, mientras en el exterior de su trágico encierro, el mundo cambia, sometido su país -y Europa entera- al brutal dominio del nazismo. Enmarcado entre esos dos veranos consecutivos, el relato da comienzo mientras se desarrollan los preparativos del Festspiele, el importante Festival de Música de Salzburgo, y finaliza al poco tiempo de que, un año después, dicho Festival haya puesto fin a una de sus ediciones más memorables -ofensivamente memorable- por la presencia de Hitler y otros altos jerarcas nazis en su concierto inaugural.

El libro se desenvuelve en torno a tres ejes, sólida y conscientemente integrados: la descripción de la deprimente vida en el sanatorio y del deterioro de la salud del narrador, las referencias -nunca directas y sí alusivas, tangenciales, meros apuntes que apenas se leen entre líneas- a la devastadora tragedia que el horror nazi provoca en la vida de Salzburgo, en los allegados y conocidos del propio crítico y, fuera entonces de su alcance, de su conocimiento y por tanto de su conciencia, en el resto de sus conciudadanos, en millones de desgraciados individuos en una Europa devastada (una devastación de la que la ruina física y la postración a las que conduce la tuberculosis y la degeneración de la siniestra vida hospitalaria operan como metáfora) y, en tercer lugar y sobre todo, la música, el valor de la música, su conexión con lo más noble de nuestra naturaleza, de nuestro espíritu, su capacidad para tocar las emociones, los sentimientos, la inteligencia, para despertar la aspiración hacia la belleza y la libertad del ser humano, así como, simultáneamente, su burda utilización por el poder del Reich como herramienta para manipular y hasta para edulcorar y justificar sus viles crímenes.

La estancia de Otto en la clínica es el relato una progresiva degradación física. La enfermedad, sólo incipiente al comienzo de la narración, avanza y va dejando su rastro de ruina y aflicción, de desamparo y tristeza, de grisura y derrota. No es sólo el ominoso avance de la tuberculosis, sino el clima del sanatorio lo que resulta opresivo. No son las bacterias las que causan esta decadencia -escribe en un momento del libro-, sino los colores deslucidos de la clínica, los muros grises del patio, esta especie de languidez que lo envuelve todo. Como un sudario. Y también: La atmósfera de la clínica me asquea. No soporto más esta incesante zarabanda de rostros demacrados, de máscaras de cartón que me rodean, que me acechan en el pasillo, se cruzan conmigo en las escaleras o me siguen a las letrinas. Como sombras.

Progresivamente aislado del mundo -su hijo, su hermana, su familia, han huido, pudiendo, quizá (solo quizá: en su encierro el protagonista desconoce el destino de los suyos), escapar de la barbarie nazi- Otto sobrevive mientras la progresión de su mal y el paso del tiempo le exigen ir renunciando a los pocos atisbos de normalidad que ha podido “recrear” en su estancia en el sanatorio. Así, mientras en los primeros días huye del infame bacalao con patatas del menú general pagando al hijo del portero para que le compre en el mercado negro salchichas de sesos, o se refugia en su modesta habitación individual leyendo su viejo ejemplar del Werther o escuchando los pocos discos que aún le pertenecen en el gramófono que ha podido salvar en su reclusión, o accede a un brevísimo y taciturno placer pagando a la chica de la limpieza para que se deje toquetear los senos, o recibe visitas de antiguos colegas, o incluso puede salir del hospital con una relativa libertad, visitando su abandonado domicilio, frecuentando un café o encontrándose con algún viejo amigo, con el paso del tiempo se ve obligado a vender sus libros y sus partituras y grabaciones, debe renunciar a su cuarto (¿Quién habría podido creer que se pudiera extrañar la propia soledad?) pasando a una sala comunal con otros enfermos mortecinos y quejumbrosos, desahuciados y agonizantes (Esta promiscuidad se está volviendo francamente intolerable. Ya no hay una línea de demarcación entre los moribundos y los demás, entre los viejos y los jóvenes, entre los incurables y los convalecientes. A decir verdad, yo no formo parte de ninguna de estas categorías. No soy ni viejo, ni joven, y de ningún modo soy un moribundo. Vivo en aguas revueltas. Como un guijarro en un torrente. Un guijarro que todavía rueda), ve agotados sus recursos económicos para pagar sus “lujos” eróticos y alimentarios, experimenta una gradual descomposición física y, en definitiva, va hundiéndose en un paulatino abandono, en un desolador aislamiento (Salgo demasiado poco como para abreviar una de las raras veladas en que puedo mezclarme con la gente y deambular por las largas galerías sin que nadie pretenda enviarme a la cama o ponerme una inyección. Muy pocos comprenden lo delicioso que es ser como todo el mundo. Para un paria como yo todo esto resulta embriagador) hecho de recuerdos y vanas esperanzas, de lamentos y desesperados intentos -uno de ellos vertebrará la acción de la novela- por preservar la dignidad de su vida: Pienso en María, en papá y mamá, en todos los que ya no están, en los que murieron antes de todo esto. ¿Y mi hijo? Ya no me escribe. Si me enviara una carta desde Palestina me interrogarían. No me queda nadie. Vivo rodeado de moribundos, enfermeras ariscas, gallardos soldados y ciudadanos ocupados, solo, tras las bambalinas. Ya no formo parte del decorado. Todo se aleja, poco a poco. Sin retorno.

La siniestra huella del terror nazi se manifiesta no solo en las constantes y veladas alusiones a repentinas redadas en el sanatorio, a registros de la Gestapo en las habitaciones, a misteriosas e inexplicadas desapariciones de pacientes o trabajadores del establecimiento, presumiblemente judíos o simpatizantes de la lucha antigermana -aunque nadie en estos casos quiere indagar y confirmar los hechos-, o en el enigmático comportamiento del doctor de la clínica, que parece sugerir connivencias con las autoridades ocupantes, o en el clima de sospecha permanente que viven los internos -aunque, como se ha dicho, esta presencia elusiva de la represión del régimen es una de las valiosas aportaciones de la obra-, sino también -y ello constituye el elemento esencial del libro- en la notoria voluntad del Reich en intervenir en el programa del Festspiele, pretendiendo, con esta descarada injerencia, transmitir a través de la música los valores del espíritu nacionalsocialista, a la vez que enmascarar, con una pátina de arte y cultura, de presuntos refinamiento estético y sensibilidad, de exacerbado romanticismo y exaltado lirismo, la ignorante y deshumanizada brutalidad de su atroz proyecto de exterminio.

Y es ahí en donde, levantándose de entre las ruinas de sus días, la declinante vida de Otto toma un nuevo impulso: ante su impotente declive vital, y llamado por Hans, un antiguo colega, a colaborar desde el sanatorio en la organización del Festspiele, seleccionando el programa, ennobleciendo la pretenciosa exaltación del gusto hitleriano con la presencia de su admirado y querido Mozart, y redactando el folleto de la ceremonia de inauguración, el 17 de julio de 1940, nuestro personaje opta por un acto de mínima, casi inapreciable, rebeldía -cuyo contenido exacto no puedo desvelar sin privaros del placer de descubrirlo por vosotros mismos en la lectura del libro- para, desde el territorio de su competencia -más aun, de su entusiasta pasión-, la música, oponerse a la irracional y despótica política nazi. He aceptado -escribe, con respecto a su colaboración- no por Hans, sino para salvar a Mozart, a pesar de todo. Mintiendo -mintiéndose-, siendo ampuloso en sus laudatorias palabras, ensalzando los valores del “régimen” en el prospecto de presentación, concibe sin embargo una más sutil forma de resistencia que constituirá una inesperada vuelta de tuerca en la novela y que sorprenderá, como digo, al lector, a esas alturas irremisiblemente emocionado y conmovido. ¿Salvar a Mozart? Eso sin duda no es más que un pretexto. ¿Matar a Hitler? Eso está jodido. ¿Entonces qué? ¿Una última reverencia antes de que caiga el telón, para un único espectador? (...) No se trata de un mensaje para la posteridad. Ni de confidencias. No, esto es una cosa completamente distinta.

El apagado descontento de un debilitado Otto ante el Ejército ocupante, el impotente -y por ello algo tibio- rechazo de sus crímenes por parte de quien se consume devastado por la enfermedad, su neutral independencia (Yo nunca he seguido ningún movimiento. Eso es lo que me ha legado mi padre, muy a pesar suyo: la no pertenencia. Yo no soy ni judío, ni no judío), su relativo conformismo y su ausencia de compromiso (En el fondo, soy el único de la familia que no pertenece a nada. Que no ha elegido. ¿A qué clan pertenecen los tuberculosos? ¿A qué ideología? Los enfermos graves también forman una casta. Muy igualitaria. Pero, ¿de qué lado están? ¿Tienen siquiera un programa?), el desvaído escepticismo del cada vez más postrado recluso del sanatorio ante la ridícula parafernalia que envuelve las manifestaciones más solemnes del poder hitleriano (especialmente notorio en un episodio insólito en el que el crítico asiste al histórico encuentro entre Hitler y Mussolini en el paso del Brenner: Ribbentrop, el conde [Ciano], los SS, los soldados armados hasta los dientes, los estandartes de colores chillones, demasiado largos, demasiado grandes, que colgaban ahora de los flancos de los trenes abrillantados con cera. Todo ello tenía un aire de carnaval. ¿Eso era entonces la gran Historia? ¿Un desfile de scouts?, escribe), se convierten, en cuanto la agresión afecta al “alma” de la música y de “su” particular Mozart, en un soberbio acicate que despierta de nuevo su impulso vital, que revigoriza unos días que se presumen postreros y que dota a esa su existencia casi terminal de un noble propósito que justificará sus últimos esfuerzos: Hacer del festival un vulgar instrumento de propaganda, un divertimento para la soldadesca, es el colmo. Es secuestrar a Mozart. Envilecerlo, señala, para concluir: ¡Esta vez se han pasado de la raya! No se les puede dejar de ninguna manera hacer semejante cosa. Sin sublevarse, sin reaccionar. Hay que poner término a esta mascarada. Al precio que sea. ¡Hay que salvar a Mozart! Y también: Hay que proteger a Mozart de estos imbéciles. O por último: Es en Salzburgo donde hay que redimir a Mozart. Puesto que lo ha traicionado. El próximo Festspiele es nuestra última oportunidad. No para salvar nuestra alma, es demasiado tarde, sino la suya. Y la de la música entera. Allí tiene que ser interpretada, no ejecutada.

Y así, sin ninguna otra expectativa vital, ¿A qué más puedo agarrarme?, aprovechando su “indefinición” (ni del todo judío, ni verdaderamente ateo, medio austriaco, medio silesio, alguien que aún no ha muerto y, sin embargo, está ya desterrado del mundo de los vivos) como el necesario estímulo de quien nada tiene que perder, Otto urdirá su plan: Cinco minutos para salvar a Mozart. Con música, como tiene que ser. Al violín.

Nada más puedo añadir sin revelar aspectos decisivos de la trama que deben permanecer ocultos. Leed este conmovedor relato que habla de la dignidad y la nobleza, del valor y el heroísmo, de la conciencia y los principios éticos, de la responsabilidad y la libertad del ser humano y, también, de la formidable potencia de la música para, con su emoción y su sensibilidad, con su fuerza y su capacidad para trascender el lenguaje, tocar nuestras almas y, en cierto modo, cambiar nuestras vidas.

Música de Mozart, claro, e “interpretada” en la novela (a propósito de las piezas musicales recogidas en el libro, confiesa Jerusalmy en alguna entrevista que le he leído que todos los hechos históricos narrados en el libro son verdaderos. Esto incluye cada concierto, los programas de música y quien asistió: Hitler, Goebbels... Lo descubrí en el sitio 'web' del Festival de Salzburgo que tenía anotado los programas de cada año desde antes de la guerra) para cerrar esta reseña: de La flauta mágica -una de las muchas obras que Otto menciona en su diario-, la conocida aria La reina de la noche en la impresionante voz de la soprano Luciana Serra.


Lunes 14 de agosto de 1939

Regreso del concierto, agotado. Me cuesta respirar, pero no habría faltado por nada de este mundo. Era “Die Entführung aus dem Serail”, bajo la dirección de Karl Böhm y puesta en escena de Völker. Kautsky y Ulrich han participado también en esta aventura que pasará a la historia. ¡Qué lustre! Mozart nunca ha sido interpretado de esa manera. Ha sido brillante. Potente. ¡Grandioso!

Adolf Hitler estaba allí. Con Bormann y Speer. En el gran palco. He tenido que estirar el cuello para verlos. No es muy alto. La balaustrada le ocultaba medio cuerpo. Había guardias por todas partes. Militares en traje de desfile alrededor de la sala y en las escaleras, y cientos de soldados en traje de combate afuera. Hombres de paisano que controlaban las invitaciones. Policías en el vestuario, en el bar del vestíbulo, delante de los retretes. Uno se acostumbra a su presencia, como telón de fondo. Son tan numerosos... Y la mayor parte, jóvenes. Se mantienen muy tiesos, en silencio. Sin molestar. Sumidos en la oscuridad, como todos los demás a partir del momento en que se alzó el telón.

La presencia del Führer se notó desde el mismo inicio del espectáculo. Planeaba sobre la sala. Pero enseguida, el fasto de los decorados, la intensidad sonora, el genio musical lo transportan a uno lejos. Rumbo a lo sublime. Yo tomaba notas discretamente, con mi agenda apoyada en las rodillas. Habitualmente, detecto hasta la menor nota falsa. El más ligero raspado de arco me rompe los tímpanos. Pero todo me ha parecido perfecto. ¿Será la enfermedad?

En el entreacto no he podido levantarme. He mirado mi agenda. Mi escritura es temblorosa. Los asientos vecinos estaban vacíos. No había nadie a quien pedirle un vaso de agua. Pensé que la representación nunca iba a recomenzar. La música me sostiene. Ella es lo único que me queda.

Sólo cuando las lámparas de araña estuvieron apagadas reapareció Hitler, precedido por sus guardaespaldas. Me he quedado mirando su palco, distraído. Un golpe de timbales me ha sobresaltado. Eso me ha hecho pensar en Stendhal: “un disparo de pistola en medio de un concierto”. Yo no tengo pistola.

Estoy muy cansado. Esta velada ha sido demasiado emocionante para un enfermo. Una ducha fría de ruido y de colores que hacen que a uno la dé vueltas la cabeza. Los envidio, envidio a esos que respiran a pleno pulmón y caminan sin esfuerzo. El mundo les pertenece. Sólo tienen que tender la mano. Los desfiles, los festejos nacionales, los bailes de veteranos, los paseos por el bosque. Todo eso lo tengo prohibido, en adelante. Y sin embargo, yo he sido como ellos. Cuando era una persona sana, normal. Y después, de golpe, fui proscrito, señalado. Por la enfermedad. De un día para otro. Contaminado. Un bueno para nada. Un inútil.

Hitler tiene razón. La gente como yo son pesos muertos, parásitos.

La gente como yo.