Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de marzo de 2024

ABRAHAM B. YEHOSHUA. EL SEÑOR MANI; AMOS OZ. UNA HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD

Buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a adentraros con nosotros, una semana más, en el apasionante territorio de los libros. Hoy, día 20 de marzo, cerramos el programa por este trimestre y clausuramos también una serie de emisiones que, siguiendo un hilo conductor de fronteras algo difusas, hemos dedicado estos últimos miércoles a novelas ambientadas en lugares, espacios o regiones en las que las convulsiones históricas, las guerras y los conflictos violentos han marcado -y en algunos dramáticos casos lo siguen haciendo- las existencias de sus pobladores. Así, el pasado 21 de febrero, y ante la proximidad del segundo aniversario de la invasión de Ucrania por los ejércitos rusos, os presenté Un hogar para Dom, el espléndido libro de la infortunada Victoria Amelina, una muy singular aproximación a la historia de su país escrito por una joven autora que vio truncada su vida con solo treinta y siete años tras un bombardeo ruso sobre una población cercana al frente de guerra. Una semana después, el 28 de febrero, asistíamos al desmoronamiento del régimen comunista ultraortodoxo de la Albania soviética a partir de otra entrañable historia familiar -pero no solo- escrita por la muy inteligente Lea Ypi, en una novela, Libre, que ha conocido un extraordinario éxito de ventas y está siendo traducida a numerosos idiomas. El 6 de marzo cambiábamos el foco de nuestra mirada para acercarnos, cuando estaban a punto de cumplirse los cinco meses de los atentados de Hamás, a la ancestral contienda palestino-israelí, con tres obras que, desde el lado judío, mostraban la realidad histórica de aquellas regiones en permanente conmoción: Daniel Stein, intérprete, de Liudmila Ulítskaya, El parisino, de Isabella Hamad, y La vida entera, una obra mayor de David Grossman. Atravesando las trincheras y situándonos en el lado palestino del conflicto, hace siete días os propuse la lectura de Una trilogía palestina, de Gassán Kanafani, del controvertido Un detalle menor, de Adanía Shibli, y de un par de “novelas gráficas periodísticas”, Palestina y En la franja de Gaza, obras ambas debidas al talento del magistral Joe Sacco, que proponían, todas ellas, un acercamiento de parte a los acontecimientos que desde hace casi ochenta años llevan repitiéndose en aquella muy agitada región del mundo. 

Esta tarde volvemos a los enfrentamientos entre israelíes y palestinos con dos libros que, escritos por autores judíos, ofrecen sin embargo una mirada en cierto modo equilibrada (no diré desapasionada porque en asuntos de tal carga emocional no siempre resulta fácil, por ponderado que se quiera ser, mantener la neutra y aséptica ecuanimidad) sobre el pasado e iluminan la realidad presente, pues su planteamiento resulta extraordinariamente vigente pese a ser obras escritas en 1989 y 2002, respectivamente. Se trata de El señor Mani, de Abraham B. Yehoshua, y de Una historia de amor y oscuridad, quizá el título más destacado de Amos Oz, quizá su obra más conocida y difundida, por lo que voy a dedicarle un espacio menor en el programa, limitándome a un mero recordatorio de su interés y su importancia. Junto al mencionado David Grossman, Amos Oz y Abraham Yehoshua conforman la trilogía de grandes nombres de la literatura hebrea contemporánea. 

Como he hecho en los anteriores programas dedicados a los trágicos sucesos que ahora asuelan a Gaza, quiero dejar una previa y breve nota con mi toma de posición sobre el asunto. Una toma de posición que, por un lado, deje claro mi rechazo tanto a la inusitada violencia protagonizada por los terroristas de Hamás el 7 de octubre de 2023, como a la aparentemente desproporcionada reacción de Israel, que ha provocado hasta el momento más de 30c.000 muertos, muchos de ellos mujeres y niños; y, por el otro, que reafirme mi voluntad de intentar una reflexión argumentada y racional, objetiva y neutral sobre un conflicto con tantas aristas, tantas facetas, tantos puntos de vista, tantos antecedentes históricos, tantas versiones, tantos enfoques, tantos intereses contrapuestos, tantas motivaciones, tantas interpretaciones, tantas justificaciones, tantas explicaciones y criterios tan diversos, y, sobre todo, tantos agravios y tantos sufrimientos en ambos bandos, que parece imposible mantener una posición justa, serena, responsable, imparcial, equitativa y mesurada. 

Todos los libros un libro es un programa de recomendaciones de lectura y no un espacio para que nadie -ni mucho menos yo mismo, su responsable, ni por conocimiento, ni por voluntad- se pronuncie sobre política internacional, manifieste planteamientos ideológicos, aporte tesis geoestratégicas o emita dictámenes más o menos categóricos sobre una cuestión tan vidriosa. Mi modesta aportación desde la radio de cara a la deseada resolución de estos conflictos, más allá de transmitir mis ideas sobre el asunto, irrelevantes en tanto insuficientemente fundadas, se limita a proporcionar a los oyentes algunas referencias de libros que, sin apriorismos, sin tomas de partido rígidas, sin maniqueísmos simplificadores, ayuden a quienes se decidan a leerlos a conocer la situación y a formar criterio sobre la historia, el contexto, las vivencias, las experiencias de unos individuos y unos lugares que, aun siendo creaciones ficticias, están lo suficientemente arraigados en la realidad como para resultar valiosos e iluminadores sobre lo que se está viviendo. Unos libros que permitan entender -o al menos intentar hacerlo- cuáles son las distintas razones de los contendientes y, sobre todo, cuáles son sus sentimientos, sus emociones, sus anhelos, sus pesares, sus ilusiones, sus esperanzas, también sus reivindicaciones, sus ansias de venganza, su dolor, sus padecimientos, sus sacrificios, su resentimiento, su rencor, su odio. 

En las dos emisiones precedentes en las que la interminable disputa entra Israel y Palestina ha ocupado el centro de nuestro espacio he querido, antes de entrar en el análisis de los libros presentados, dejaros las opiniones de algunos escritores que, en estos meses, se han pronunciado sobre los hechos de una manera que a mí me ha parecido muy interesante, privilegiando la empatía, la compasión, el análisis equilibrado y ecuánime, comprensivo y bienintencionado frente al rígido fanatismo, las certezas indemostradas, la absurda seguridad de hallarse en posesión de la verdad, la férrea y ciega defensa a ultranza de unas ideas dogmáticas que no se quiere someter a discusión. Así, transcribí aquí esclarecedores fragmentos de textos de Arcadi Espada, Piedad Bonnet, Colum McCann y Amanda Mauri. Y así, igualmente, os ofrezco hoy alguna otra contribución de extraordinaria lucidez, de apreciable clarividencia y, lo cortés no quita lo valiente, de enorme solidaridad y muy valiente compromiso. El 3 de diciembre de 2023, Irene Vallejo, publicó en El País Semanal un artículo, titulado Los ojos del enemigo, en el que escribía: 

En momentos de dilemas y conflictos, no hay ejercicio más difícil —y quizás, más esencialmente humano— que preguntarse por las razones y emociones del adversario. Reconocer que la línea divisoria entre barbarie y civilización no es una frontera territorial, sino un trazo ético oscilante dentro de cada país, de cada grupo, de cada individuo. Rebatir el espejismo de la aparente unanimidad. Engañados por esa falacia, contemplamos a los desconocidos, enemigos o extranjeros como grupos monolíticos con posiciones hostiles nítidas. Encajamos a los demás en un molde único que justifique nuestra enemistad, cuando ni siquiera nosotros mismos logramos poner de acuerdo nuestras propias contradicciones y polifonías interiores. Quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no son nosotros. 

Desde un enfoque parecido y con un planteamiento similar al de Irene Vallejo -que es también el mío propio-, la escritora portuguesa Lídia Jorge, en una tribuna en El País del 28 de enero de este año y bajo la rúbrica de De visita en casa ajena, glosaba unas palabras de unos de los invitados de esta tarde, Amos Oz, de la siguiente manera: 

Fue la primera vez que oí decir a alguien que el conflicto era tan difícil de resolver porque era una disputa entre unos que tenían razón y otros que también la tenían. Entre unos que estaban equivocados y otros que lo estaban también. Entre unos que tenían derecho a algo y otros a quienes también les asistía ese derecho. Por primera vez oí decir a alguien que se acordaba de que los campos cercanos al castillo de Jerusalén pertenecían a los palestinos. Por primera vez oí pronunciar la aserción, acuñada por el propio Amos Oz, de que era necesario hacer la paz, no el amor, y explicar el significado de una frase que solo en apariencia es una paradoja. Fue la primera vez que oí que se culpaba a Europa, no por interpretar la creación del Estado de Israel como muestra de enmarañados remordimientos, sino por el hecho de que los europeos se comportaran como fanáticos, apoyando a unos como los buenos frente a otros, los malos, sin comprender que su papel, a causa de la culpa que los persigue, es el de contribuir a un compromiso entre dos pueblos destinados a entenderse, de modo que ambos pierdan y ambos ganen. 

Y el propio Amos Oz, en una conferencia, La cuenta no está cerrada, impartida en la Universidad de Tel Aviv, en julio de 2018, decía: 

Los palestinos libran dos guerras al mismo tiempo. Una, para lograr su libertad, es justa. La otra no lo es, porque es para que los israelíes no estemos aquí. Si es necesario, lucharía con un fusil para evitarlo. El problema es que los israelíes también libramos dos guerras. Una, para ser un pueblo libre en nuestra tierra, es justa. Pero no es justa la guerra para tener dos o tres habitaciones más en detrimento del vecino. Esto confunde en el mundo, que quiere saber quién es el bueno y el malo. Pero en las dos partes hay un Doctor Jekyll y un Mister Hyde. 

En realidad, desde hace decenas de años se llevan a cabo aquí dos guerras. Los árabes palestinos luchan dos guerras contra nosotros, simultáneamente, no una después de la otra. Una de ellas es justa como ninguna, y la otra, odiosa y malintencionada. La que es justa como ninguna es la lucha de los palestinos para ser un pueblo libre en su tierra. Sin opresión, sin esclavización, sin barreras, sin humillación, sin expoliación, sin explotación y sin matanzas. Toda persona honrada, aunque no justifique los medios, dice que el fin de esa lucha es justo. Pero simultáneamente, el pueblo palestino conduce una guerra para que nosotros no tengamos el derecho de ser un pueblo libre en su tierra. Para que no tengamos aquello que ellos reclaman para sí mismos. Para que no estemos aquí o que nos quedemos como vasallos. Dr. Jekyll y Mr. Hyde simultáneamente. 
Y entre nosotros pasa lo mismo. El pueblo de Israel, en la Tierra de Israel, lucha una guerra justa como ninguna, que es la base del pensamiento sionista: ser un pueblo libre en nuestra tierra. Que no tengamos amos, que no seamos una minoría, que no nos persigan, que no nos discriminen, que no nos humillen. Pero simultáneamente entramos en guerra para ampliar en dos habitaciones nuestra vivienda a costa del vecino. Confunde mucho… Tanto de un lado como de otro hay un Dr. Jekyll y un Mr. Hyde. Confunde mucho… 
En realidad, aquí hay dos guerras en ambos lados

Y es en este escenario de matices, de ambigüedad, de sutilezas, de dudas, paradojas e incertidumbres, de inseguridades, de puntualizaciones, de detalles, de finura intelectual, de rigor, de análisis escrupuloso, de examen concienzudo, de comprensión, de ausencia de dogmas categóricos, en donde aparece la literatura, con sus claroscuros, sus certidumbres imposibles, sus paradojas, sus vacilaciones, sus indecisiones y sus titubeos, sus contradicciones y sus interrogantes, su rechazo a lo inapelable, lo concluyente, lo terminante. Y la literatura, la gran literatura, de excepcional calidad, magnífica, rebosa de las dos obras que, ya sin más dilación, paso a comentaros. 

En primer lugar os traigo El señor Mani, una novela escrita en 1989 por el israelí Abraham B. Yehoshua y publicada por la Editorial Duomo en 2015, en traducción del hebreo de Ana María Bejarano. Yehoshua, que había nacido en 1936 en una Jerusalén que será el centro del libro, falleció hace casi dos años, en junio de 2022, en Tel Aviv, dejando una extensa obra que cuenta con novelas, ensayos, cuentos y teatro en su haber. De origen sefardí, titulado en Literatura Hebrea y Filosofía, fue docente durante medio siglo en la Universidad de Haifa. Con un pensamiento de izquierdas y militante en el pacifismo, Yehoshua defendió siempre la tesis de los dos Estados para resolver el conflicto en su país, aunque en los últimos años de su vida, convencido de la imposibilidad de esta opción, se decantaba por la de un único Estado en el que convivieran con autonomía y armónicamente ambos pueblos, el palestino y el israelí. Su voz, sus ideas, sus planteamientos, siempre atentos a la historia y al presente de la región, resultan, por tanto, muy relevantes a la hora de intentar entender y formar opinión sobre el muy complejo fenómeno que lleva décadas provocando el sufrimiento y el dolor de millones de seres humanos. Y esa voz, esas ideas y esos planteamientos están muy presentes en sus libros, traducidos en España desde hace muchos años, en Muchnik, Anagrama, Siruela y, más recientemente, en Duomo, en donde han aparecido cuatro o cinco de sus novelas: El amante, La figurante, El túnel, El cantar del fuego y esta El señor Mani que esta tarde os presento, entre otras. 

El libro se articula en torno a cinco largos diálogos/monólogos. Diálogos porque, en efecto, en cada sección nos encontramos con dos personajes que hablan entre sí; monólogos porque, en una opción estilística poco convencional, de esas conversaciones el autor solo nos ofrece las palabras de uno de los dos interlocutores, aunque presentadas con incisos, apostillas, réplicas y puntualizaciones del hablante que permiten al lector “deducir” cuáles son las líneas de diálogo, las respuestas e interpelaciones de la otra parte, de un “otro” que, por lo demás, permanece “ausente” pues se nos hurtan sus intervenciones. En este “juego” se halla el primer elemento “experimental” de una novela que, en su estructura, presenta más de una muestra de este carácter poco usual y, en cierto modo, vanguardista. Entre ellos, el hecho de que, antes de la “transcripción” de cada diálogo aparezca una suerte de prólogo -Los interlocutores- en el que se nos informa del lugar y la fecha de la conversación así como de la biografía y de algún rasgo de la personalidad de cada uno de los hablantes. Del mismo modo, tras la fragmentaria reproducción de la charla, una especie de epílogo -Apéndices biográficos- da cuenta de la evolución de los personajes, de su trayectoria biográfica posterior y también de su destino (por así decirlo), de tal modo que cada capítulo se organiza siguiendo una especie de orden narrativo, que secuencia el antes, el durante y el después del diálogo. Además, contribuyendo a este carácter muy original del esquema argumental, las cinco conversaciones se presentan siguiendo un curso cronológico inverso, que va desde lo más reciente hasta lo más remoto, pues la primera de ellas tiene lugar el 31 de diciembre de 1982 y la última el 12 de diciembre de 1848, con calas en agosto de 1944, abril de 1918 y octubre de 1899. Hay, por fin, otro aspecto significativo -siempre a la luz de esta naturaleza algo experimental del texto-, que reside en que en todos los diálogos (salvo en el último, como luego veremos) el señor Mani que da título al libro, siendo el hilo conductor que engarza los distintos fragmentos, tiene una presencia lateral, más o menos relevante pero, en cualquier caso, tangencial a los hechos que la correspondiente charla relata. De este modo, la historia de seis generaciones de los Mani se nos entrega de una manera parcial, fragmentaria e incompleta, a través de una mirada siempre indirecta, conformada a partir de retazos y llena por tanto de vastas lagunas, en una parece que voluntaria opción de Yehoshua por huir de la consabida saga familiar que presenta en un avance progresivo las vicisitudes de una estirpe a lo largo de los años. El riesgo que ello supone, solventado a mi juicio con indudable éxito, es que el lector pueda no entender de entrada cuál es la lógica interna que entrelaza los distintos capítulos y las vivencias de los diferentes personajes, y deba esperar al final -hay, pues, algo de rompecabezas o de thriller en la obra- para descubrir el sentido último que da coherencia y explica el todo. 

No hay, en consecuencia, un argumento único que enlace las cinco historias, más allá de ciertas pautas comunes -aparte de la presencia más o menos incidental de un señor Mani cuyo árbol genealógico va, poco a poco, desvelando sus ramas- que constituyen el núcleo sustancial de la propuesta del autor: la herencia, los vínculos entre generaciones, la familia, el amor, la lealtad, la traición y la reconciliación, la identidad, el judaísmo, las persecuciones y la errancia, el trágico legado judío, sus tradiciones, su cultura y su historia, la imposible búsqueda, para un pueblo desgarrado, de la paz, la estabilidad y el sentido de la existencia, las constantes ocupaciones de la región (De nuevo unos extranjeros han venido a reemplazar a otros extranjeros), la difícil convivencia entre vecinos enfrentados en una tierra condenada, un inmenso y eterno campo de batalla marcado por la desgracia, y otros muchos temas subyacentes, a los que se aluden entre innumerables motivos simbólicos. La narración abarca, ya se ha dicho, diferentes episodios históricos, siempre de adelante hacia atrás: la guerra del Líbano, la creación del Estado de Israel, la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra, el Mandato británico, el importante Tercer Congreso Sionista, muy a finales del siglo XIX, el dominio otomano. Y todo ello, los distintos relatos, ambientados, en una recreación que traslada de manera muy convincente al lector a muy variados escenarios, en algunos de los más significativos “lugares del judaísmo”: Mashabei Sadé, un kibutz en el sur de Israel, Beirut, en el Líbano, Heraclión, en Creta, Cracovia, Atenas, Salónica, Estambul y, por supuesto, una Jerusalén cosmopolita, auténtico melting-pot de razas, culturas y religiones, en la que conviven judíos asquenazíes y sefardíes, cristianos y musulmanes, turcos e ingleses, europeos y árabes. 

En la primera de las conversaciones, Agar Shiloh, una joven de diecinueve años nacida en un kibutz, huérfana de guerra, al haber perdido a su padre en la guerra de los Seis Días, cuando ella apenas tenía cinco años, habla con su madre, Yael Shiloh, de soltera Kramer. Agar, terminado su largo y obligatorio servicio militar y renuente a continuar su vida en un entorno regido por las normas estrictas que imponen sus dirigentes, entre otros su propia madre, secretaria del kibutz, muy rígida y hasta extremista ideológicamente, se instala en Tel Aviv, en casa de su abuela paterna, para estudiar el curso preparatorio al ingreso en el Departamento de cine de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de la capital israelí. La chica realiza una visita fugaz al kibutz para comunicarle a su madre su embarazo de Efraím, un estudiante de Máster, mayor que ella y movilizado ahora como reservista en el frente libanés, pese al acuerdo de paz, firmado entre Jerusalén y Beirut. La conversación, de la que solo conocemos las palabras de la muchacha y en la que afloran las discrepancias entre ambas a propósito del fanatismo radical de la madre, que defiende una “pureza” exacerbada en la consideración de la cuestión judía, la sensación de desamparo de una chica crecida sin padre, los conflictos, latentes en la vida cotidiana, derivados de la convivencia árabe-israelí (especialmente notorios en un pasaje que se desarrolla en un hospital palestino en Jerusalén, a donde acude Agar por una urgencia), entre otros temas, pronto se centra en la figura del señor Mani, el padre de Efraím, al que, a petición del chico, preocupado por la falta de respuesta a sus llamadas, Agar visitará en su casa jerosolimitana, en donde caerá fascinada, rendida incondicionalmente a la seductora atracción del adulto, un juez del que, poco a poco, irá conociendo retazos de su vida y de la de algunos de sus antepasados (en un relato en el que se deslizarán ciertas pistas, recurrencias e iteraciones que, de modo sutil, permitirán al lector ir engarzando las historias tanto a través de datos biográficos de los antecedentes familiares, que se van espolvoreando aquí y allá, como mediante trazos leves que se repiten y conectan las distintas narraciones: el color rojo de unos cabellos, ciertos nombres de lugares, una clínica ginecológica que reaparece una y otra vez, un abrigo de piel de zorro, una recalcitrante tendencia a la soltería, la nieve que, en unas etapas y otras, se cierne sobre Jerusalén, las obsesivas tendencias autodestructivas y la propensión al suicidio que manifiestan algunos personajes, en una suerte de permanente juego de espejos, objetos con un significativo valor alegórico en algunos tramos de una novela plagada de simbolismos). 

El segundo diálogo nos lleva a la Segunda Guerra Mundial y se desarrolla en Creta en agosto de 1944. Allí, en Heraclión, cerca del palacio del legendario laberinto de Cnosos, conocemos a Egon Bruner, veintidós años, un soldado alemán hijo del almirante Werner Sauchon (la clave para entender la diferencia entre los apellidos de padre e hijo forma parte de la historia que se nos narra), que fuera uno de los más altos mandos militares germanos durante la Primera Guerra Mundial, y que ha desembarcado en la isla formando parte de la brigada paracaidista que intentaría la ocupación de Creta por los nazis. Su interlocutora es su madre, Andrea Sauchon, una anciana adepta al Reich y discreta pero firmemente antisemita, que convive con el dolor, nunca olvidado, de la muerte de su primer hijo, muy anterior al nacimiento de Egon, y que usa las relaciones derivadas de la posición y el prestigio de su marido ya difunto, para conseguir un permiso para viajar a Creta (un desplazamiento imposible sin esas influencias en esa zona y en época de guerra) en donde, de manera muy breve, podrá hablar con su hijo. Como en el caso anterior -y, en realidad, como en los cinco capítulos de la novela- en la conversación surgen temas laterales -la peripecia militar del chico, surcada de vicisitudes; su relativamente plácida vida en Creta, en donde en esas fechas todo el mundo da a Alemania por derrotada en la guerra; las referencias mitológicas de la región y las connotaciones filosóficas de un lugar, el punto más meridional de la Europa dominada por Hitler, que parece encarnar la esencia del espíritu del Reich; las delirantes tesis nazis sobre la raza, la naturaleza, el pueblo elegido, la conquista del mundo, la instauración de una nueva era y el acabamiento de los judíos (los judíos son la verdadera razón de todos nuestros movimientos, el punto que siempre tenemos tras la mirilla en esta guerra); las reflexiones sobre el terrible conflicto bélico- que, pronto, dan paso a la presencia de un nuevo señor Mani, Josef, un individuo temeroso y que con su hijo y su nuera, aparentemente civiles griegos, intentan pasar desapercibidos en aquellos parajes remotos. Los Mani, judíos de Jerusalén y antepasados -abuelo y padre- del juez del primer relato, viven exiliados en Creta, intentando esconder su condición étnica y escapar de la persecución nazi que, pese a ello, caerá sobre ellos en la figura del inexperto paracaidista Bruner. 

La huida a Creta de ese Josef Mani se explicará en el tercer capítulo del libro, que presenta, en Jerusalén, en abril de 1918, al teniente Ivor Stephen Horowitz, un también muy joven judío de Manchester de ascendencia rusa, que, interrumpidos sus estudios de Derecho en la Universidad de Cambridge, será movilizado en la Primera Guerra Mundial y, tras diversos destinos militares en el pavoroso frente francés, obtendrá destino en el Oriente Medio, Egipto en primer lugar y Palestina después. En Jerusalén se le encargará la investigación de un caso de espionaje protagonizado por este nuevo señor Mani, un hombre refinado y culto, que se desenvuelve disfrazado de pastor, del que se sospechaba que pasaba información “sensible” a los árabes -mapas, informes, proclamas-, además de agitar a los palestinos contra los sucesivos ocupantes, turcos, británicos y judíos que empiezan a llegar en masa a la región (les decía que eran como la plaga de la langosta que está en el desierto y de repente cae sobre los campos). Las autoridades británicas, implacables, esperan de él que logre de los jueces un castigo ejemplar porque a causa de este hombre se ha perdido toda la artillería del otro lado del Jordán así como la vida de muchos soldados, por lo que se encargará usted de que se le castigue con la muerte lo más rápida y eficazmente posible, porque si un judío condena a muerte a otro judío, ¿quién va a negarse a aceptar la sentencia? Hasta será ejecutada con especial complacencia. Horowitz comentará los detalles del caso, mientras saca a la luz la biografía del sospechoso, con el coronel Michael Woodhouse, una institución del Ejército de Gran Bretaña, que sirvió en Extremo Oriente, en la India, la actual Malasia y Ceilán, en el Marne y en el Somme, y que ahora, mutilado de guerra e incapacitado para el servicio activo, preside en Jerusalén los distintos juicios militares que tenían lugar en la zona. 

La voz que habla en la cuarta historia, es la del doctor Efraím Shapiro, que en la finca familiar de Jelleny-Szad, en la Galitzia occidental, muy cerca de Cracovia, y al regreso de un breve viaje a Jerusalén, habla con su padre, Shalom Shapiro, a finales de 1899, para contarle las circunstancias de su viaje. Efraím, que con veintinueve años y ya médico sigue siendo un muchacho solitario, tímido, melancólico y soltero, vive con sus padres en la vivienda paterna que no ha abandonado salvo para sus estudios y, ahora, para una fugaz salida a Basilea, en donde se celebraría el Tercer Congreso Sionista, al que acude con su jovencísima hermana Linka, en representación de su progenitor, delegado de su distrito en el Congreso. El matrimonio Shapiro concibió el viaje para que el poco sociable Efraím conociera también él el nuevo movimiento y con la velada esperanza de que conociera a alguna muchacha judía de la que se enamorara, pues la prolongada soltería del hijo y su distanciamiento de los ambientes judíos tenían muy preocupados a los esposos. Entre los apasionados debates del congreso, y los enfervorizados discursos, incapaces de entusiasmar incluso al muy poco comprometido joven (a mí no había dejado de corroerme la duda de si estaríamos preparados para vivir esa aventura, si había que apresurarse así y mostrarse a los ojos del mundo, si no sería un error exponer públicamente nuestras debilidades en lugar de seguir mamando de la leche de los pueblos entre los que hemos vivido, para fortalecernos un poco más antes de precipitarnos hacia la responsabilidad de tener una bandera y un himno, pensará, en relación con las propuestas de creación de un estado judío en Palestina), los hermanos conocerán a Moshe Mani, un ginecólogo de Jerusalén que ha viajado a Europa para conseguir fondos con los que poder ampliar la clínica que había abierto en su ciudad unos cuantos meses antes. Atraído por la belleza de Linka y viendo en Efraím, y en su condición de médico, un posible colaborador, invitará a la pareja, que cambiará sus planes originales y acompañará al cuarto señor Mani de la novela a Jerusalén. Efraím relata a su padre las interioridades del congreso sionista, el encuentro con los antiguos colegas de Shalom presentes en el cónclave, el éxito entre los hombres de una Linka que, libre de la sujeción familiar y en los desprejuiciados inicios de su juventud, se muestra atrevida y deslumbrante, y, claro está, la aparición del señor Mani y la consiguiente breve estancia en Palestina. 

El libro se cierra con un diálogo postrero en el que, por primera vez, es un Mani el que toma la palabra. En este caso además, la larga perorata de Abraham Mani tiene dos destinatarios, bien que mudos, por opción estilística la primera, Flora Haddaya, y por una enfermedad que lo tiene paralizado y en estado casi vegetativo el segundo, el Rabí Shabbetay Hananiah Haddaya, anciano esposo de Flora y casi cuatro décadas mayor que ella. Estamos a finales de 1848, en una Atenas que en esos años disfruta ya de su independencia aunque el relato se retrotrae hasta el siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX, con el declive del Imperio otomano y la rebelión del pueblo griego frente a los gobernantes turcos. La historia que narra Abraham, llena de peripecias, desplazamientos, conflictos familiares, algún amor apasionado y hasta muy sorprendentes enigmas que no puedo revelar -entre otras razones porque el autor no lo hace hasta las páginas finales de la novela-, partiendo de su abuelo y patriarca del clan, un Eliyahu Mani, proveedor de forraje de la caballeriza de los jenízaros del ejército turco y que viaja por la Europa de la Revolución francesa y, más tarde, de Napoleón, antes de instalarse en Salónica, donde florecía una próspera comunidad judía, se centra en la relación entre el propio Abraham y el sabio Shabbetay Hananiah Haddaya, con el que de joven había estudiado en la academia talmúdica que en Constantinopla dirigía el rabino, una de las más destacadas y valiosas personalidades rabínicas del Imperio otomano. En un significativo juego dual, al modo de esos espejos que -ya se ha dicho- pueblan el relato y multiplican sus ecos, la narración involucra a Abraham, su hijo Yosef, y a Flora y su joven sobrina Tamara, con la permanente sombra del rabino, que irradia su influencia sobre todos ellos. En el capítulo se descubren las claves -mitológicas, bíblicas, religiosas, psicológicas, culturales- que mueven a los personajes y que operan como metáfora del trágico sentimiento de culpa que acompaña al pueblo judío en su difícil transcurrir por el mundo. 

Mi excesivo detenimiento en el comentario de esta novela excelente, me impide ya hacer lo mismo con otra obra soberbia, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz, limitación menos gravosa por cuanto el libro, un verdadero long-seller, es mucho más conocido, convirtiéndose desde su publicación en un auténtico clásico, con traducciones a una treintena de idiomas, y constituyendo hoy una referencia indispensable para comprender el muy enconado y en apariencia irresoluble conflicto palestino-israelí. En España también se han multiplicado sus ediciones desde que apareció por primera vez, en 2004, un año después de su publicación en Israel, en el seno de la editorial Siruela, que alberga una numerosa muestra de la vasta obra de su autor. La traducción es de Raquel García Lozano. Debo decir también que fue entonces, hace veinte años, cuando yo leí el libro y que no he podido volver a hacerlo ahora, razón por la que, siendo mis recuerdos difusos y escasas mis notas de lectura de aquel tiempo, la brevedad de mi análisis, que lamento (no tanto los improbables lectores de este blog y los escasos seguidores del programa) dada la entidad de la obra, es debida también a esa circunstancia. 

Una historia de amor y oscuridad es una singular autobiografía novelada de su autor, el escritor israelí Amos Oz, nacido en Jerusalén en 1939 como Amos Klausner (cambió su apellido, decidido a dejar atrás su pasado: a los catorce años y medio, unos dos años después de la muerte de mi madre [en un suicidio que marcó la vida de Amos: Mi madre puso fin a su vida en la casa de su hermana, en la calle Ben Yehuda de Tel Aviv, la noche, entre el sábado y el domingo, del 6 de enero de 1952, escribe en el capítulo postrero del libro], maté a mi padre y maté a toda Jerusalén [“asesinatos”, ambos, obviamente metafóricos], me cambié el apellido y me fui solo al kibbutz Hulda para vivir allí sobre las ruinas). Profesor de literatura, autor de varias decenas de obras, entre novelas, cuentos, artículos, ensayos y poemas, galardonado con los más prestigiosos premios literarios, entre ellos el Príncipe de Asturias de las Letras en 2007, eterno candidato al Nobel, Oz ha sido -y sigue siendo tras su muerte en 2018 en Tel Aviv- una figura de referencia de la literatura hebrea, un intelectual libre, comprometido, desde su posición abiertamente izquierdista, con la muy compleja causa de su pueblo, que siempre defendió con lucidez, valentía e independencia de criterio, indiferente a las críticas surgidas de uno y otro lado de las partes en conflicto, como puede colegirse de los dos fragmentos con los que he iniciado mi reseña de esta tarde. 

El libro que ahora os comento, sin duda su título más relevante, narra la infancia y la adolescencia de Amos, primero en Jerusalén y luego en Tel Aviv, en un relato en el que los límites temporales se difuminan, yendo hacia adelante y hacia atrás en los acontecimientos referidos. Con una voz narrativa que nos habla en la primera persona del propio Amos, el libro da cuenta de la historia de cuatro generaciones de su familia, los Klausner, que atraviesan el siglo XX, con un trasfondo en el que afloran las persecuciones nazis, el nacimiento del Estado de Israel y los enfrentamientos entre palestinos y judíos en episodios, estos últimos, que, por desgracia, siguen presentes en nuestros días. Esta estructura no lineal de la novela y el hecho que se entrelace la historia personal y familiar con la colectiva, dotan al libro, voluminoso en sus más de seiscientas páginas, de una muy evidente carga de complejidad y profundidad. La interconexión entre el pasado y el presente, entre los sucesos personales y los acontecimientos históricos, las múltiples líneas narrativas en las que se desarrolla el relato, los distintos estilos y técnicas literarias, siendo de especial densidad en ocasiones para el lector, están construidos de manera soberbia, en un texto que es a la vez íntimo y de alcance universal. 

En este repaso a vuela pluma -forzado, insisto, por la falta de tiempo y por la vaguedad de mis recuerdos-, quiero subrayar, sin embargo, algunos aspectos esenciales de la “novela”. En primer lugar, y en ese ámbito doméstico y familiar, destaca la descripción detallada y nítida, llena de pormenores muy precisos sobre su realidad, de la atmósfera del hogar y su caracterización física, del entorno geográfico, de los lugares en los que se desarrolla su vida y, sobre todo, de sus propias experiencias y las de los miembros de su familia, sus amigos y conocidos, a los que se da voz y cuyos pensamientos y emociones explora, en una dimensión colectiva o coral del libro. El eje principal sobre el que gravita esta vertiente de la obra lo forman los padres de Amos, circunstancia que resulta ostensible desde la propia portada del volumen de Siruela. El progenitor, Arie, es bibliotecario en la Biblioteca Nacional, profesor fracasado (una especie de intelectual desarraigado y miope a quien no le salía nada a derechas), escritor de libros sobre la novela en la literatura hebrea y sobre la historia de la literatura universal, profundamente inmerso en su amor por la lengua hebrea y su fervor sionista, un hombre culto, ilustrado, educado y categórico, pero también cohibido; con corbata, gafas redondas y la chaqueta un poco rozada, hacía una ligera reverencia ante sus superiores, corría a abrirles la puerta a las señoras, se mantenía firme para proteger sus escasos derechos, citaba con emoción versos en diez idiomas, se esforzaba siempre en ser afable y divertido, contaba una y otra vez los mismos chistes, en descripción aguda y algo despiadada de su hijo; siendo esa ruidosa e intensa logorrea una forma extrema de luchar contra las decepciones y las frustraciones de su vida. La madre, Fania, es una mujer bella y misteriosa, melancólica y reflexiva, sensible y poética, incapaz de encontrar un equilibrio entre su infancia y primera juventud en Rovno, pueblo hoy ucraniano y en su momento polaco, de donde tuvo que huir, expulsada de la universidad, y después de la de Praga, a causa del antisemitismo y las restricciones impuestas a los judíos y la furia exterminadora nazi, y su actual vida cotidiana adulta, salvada de milagro en Jerusalén, casada allí con Arie y saliendo adelante entre el polvo y la pobreza de una ciudad en busca de identidad, bajo el control británico y con la amenaza y la ira de los árabes. La figura materna adquiere un papel central a lo largo de la historia, en la que su lucha contra la depresión y la enfermedad mental, su batalla contra los fantasmas del pasado, sus intereses intelectuales, su afición por la cultura y la literatura, las historias que le cuenta a su hijo, pobladas por gigantes, hadas, magos, mujeres de campesinos, hijas de molineros, cabañas perdidas en medio del bosque, tendrán una importancia decisiva en la formación de la personalidad del joven Amos. Pero hay decenas de otros personajes, el tío abuelo Yosef Klausner, las tías Tzipora, Haya, Sonia, Grete, la entrañable Maestrazelda (Irradiaba una especie de halo de autoridad azul ceniza que de inmediato me atrajo hacia ella), los muchos antepasados exterminados en Europa central víctimas del terror nazi, los compañeros de estudios, los vecinos, los chicos de la pandilla de La Mano Negra, Denush, Elik, Uri, Lulik, Eitan y Ami, que no aceptan al chico en el grupo (y que comparecen de modo episódico en un capítulo, el 33, de una intensidad tal que por sí solo, con su lúcida melancolía, merece la lectura del libro), la pléyade de profesores, escritores, intelectuales, celebridades históricas como líderes políticos y figuras culturales con los que se relaciona su padre, los representantes de la Gran Bretaña colonial, los pocos árabes de clase media con los que se da el trato, los refugiados e inmigrantes clandestinos, supervivientes, tizones salvados del fuego con quienes normalmente nos relacionábamos con piedad y algo de aversión: atormentados y afligidos, pobres del mundo, y tantos otros (incluso, aunque resulta excesivo llamarlo personaje, el pájaro Elisa, que desde las ramas del granado del patio recibía la luz del día con las cinco primeras notas de Para Elisa de Beethoven: «¡Ti-da-di-da-di!»), en una maraña de nombres que, en ocasiones, resulta difícil de desentrañar para el lector pero cuya presencia proporciona a la obra un enriquecedor carácter polifónico. 

En este campo del libro, sobrevolando las anécdotas y peripecias de los personajes, la presentación de sus perfiles psicológicos, con sus pensamientos, sus miedos, sus anhelos, sus dudas, sus esperanzas, sus emociones, de alcance universal más allá de sus particularidades, de sus coordenadas espacio-temporales específicas, nos encontramos asuntos como la relación materno filial, la enfermedad mental de Fania, la complejidad de las relaciones familiares, la tensión entre lo individual y lo colectivo, de no siempre fácil coexistencia, la reflexión, teñida de nostalgia, sobre el paso del tiempo y las inevitables transformaciones en la vida, presente de manera paradigmática en el ya citado y extraordinario capítulo 33. 

Como ya he indicado, el segundo frente interesante del libro lo constituye la espléndida imbricación de los avatares de la vida personal y familiar en el marco social, político e histórico de la región y la época. A medida que la narración avanza, la adolescencia y juventud de Amos se entrelazan con los acontecimientos históricos, como la Segunda Guerra Mundial y la creación del Estado de Israel. La novela se convierte así, también, en un testimonio de las transformaciones sociales y políticas que moldean la identidad del país y de sus habitantes. De este modo, la voz de Amos nos muestra la Jerusalén del Mandato Británico, con las tensiones entre judíos y árabes, así como por el conflicto con las autoridades británicas, en una ciudad en la que confluyen culturas y religiones, que, como resulta casi inevitable, son fuente de tensiones étnicas. Y, en el recuerdo del pasado de la familia, viajamos a los años de la Segunda Guerra Mundial, a Polonia y Ucrania, a los infaustos días de la persecución a los judíos y, aunque el Holocausto no es un acontecimiento central en la trama, la sombra del genocidio nazi se proyecta sobre la obra entera, en tanto contribuyó a “construir” -o quizá solo a “perfilar”- la identidad judía y a exacerbar la necesidad de búsqueda de un hogar nacional -de un Estado- para el pueblo judío. Y están también las olas de inmigración que siguieron a la creación de Israel, la llegada de los primeros colonos, la integración fallida de unos judíos afectados secularmente por un desarraigo perpetuo y las migraciones consiguientes, que hoy, en otra escala, ellos mismos imponen a los árabes palestinos, en un fenómeno en el que podemos encontrar las causas remotas de los actuales conflictos. Y en ese trasfondo general se exponen los movimientos políticos y sociales que contribuyeron a la formación de Israel, con una especial presencia del sionismo (del que Oz fue defensor inicialmente y criticó más adelante) y los debates ideológicos de la época, en particular los dilemas morales que conllevó la construcción de la identidad nacional israelí. 

Y éste, el debate teórico, filosófico incluso, sobre las fuerzas presentes en la creación de la nación política israelí, es otro de los ejes sustanciales del libro, cruzado así por numerosos apuntes y reflexiones sobre la “cuestión judía”; sobre el sionismo y el nacionalismo; sobre la persecución, el exterminio y el trauma colectivo del Holocausto como fundamento moral último de la legitimidad de la “colonización” de las tierras de Palestina; sobre el sentimiento ancestral de pertenencia a aquellos territorios por parte de los judíos; sobre sus expectativas y sus “derechos” a un “nuevo comienzo” en Israel (muy presentes en los muchos pasajes de la novela vinculados al kibutz Hulda), tras los sufrimientos, las pérdidas personales y las tragedias familiares vividas por su pueblo; sobre los conflictos derivados de la expulsión o el confinamiento de los árabes; sobre la complejidad de las relaciones entre ambas comunidades; sobre las distintas perspectivas, algunas de ellas muy críticas, que, desde la propia comunidad judía, existen sobre esas disputas; sobre las repercusiones de ese pasado histórico en la realidad contemporánea de los años en que se escribió el libro y, para un lector de 2024, también de nuestros días, en los que las siempre controvertidas cuestiones de identidad, conflicto y convivencia siguen siendo relevantes en el contexto actual del Medio Oriente. 

Como un sutil hilo que engarza estas distintas dimensiones de la novela -si se la puede llamar así- aparece una línea metafórica que se advierte desde el título: un juego de dualismos que tiene en la dupla amor/oscuridad su manifestación más obvia. A esa oposición remiten el contraste entre la Jerusalén caótica, conflictiva, tradicional y anclada en el pasado (que brota de continuo en las referencias a la Torá, el Yom Kipur, las sinagogas, la Shoá y la diáspora) y la Tel Aviv moderna y abierta a Occidente; la disparidad entre los ideales y el sueño esperanzado que, en su origen y en muchas de las mentalidades de sus defensores, entraña la empresa sionista, y la negra realidad de su concreción material, tan evidente en los aciagos episodios que hoy vivimos; el ingenuo, igualitario, anticapitalista y utópico proyecto de los colonos en los kibutz, y la violencia, la ocupación, la represión, los crímenes -del ejército israelí y de los terroristas palestinos- que han supuesto y aún suponen su implantación en la región; el amor incondicional del hijo hacia su madre y la sombra que representa la figura del padre, cercano a los círculos sionistas de derecha y alejado, por tanto, de la posición política del hijo; la esperanza ilusionada de la primera infancia y la tragedia y la pérdida ejemplificadas en el suicidio de la madre; la salvación luminosa que supone la cultura, la literatura, la poesía, el conocimiento, los libros, y las oscuras tinieblas en las que se ha desenvuelto la creación y el mantenimiento del Estado israelí y que amenazan la preservación y el futuro pacífico de ambos pueblos. 

Y es a los libros, precisamente, a los que quiero dedicar mi último comentario de esta reseña ya demasiado extensa. Son constantes las referencias literarias y las menciones de obras clásicas, muchas de ellas del ámbito cultural judío. Y son igualmente frecuentísimas las alusiones a la importancia de los libros y la lectura, una práctica, una devoción, un amor, que marcarán la vida de Amos. Os dejo aquí algunas de ellas, muy esclarecedoras. 

Una vez, cuando tenía siete u ocho años, mientras íbamos sentados en la penúltima fila del autobús de camino a la clínica o a una zapatería infantil, mi madre me dijo que es cierto que los libros pueden cambiar con los años igual que la personas cambian con el tiempo, pero que la diferencia está en que casi todas las personas al final te abandonan a tu suerte, cuando llega un día en que no obtienen de ti ningún provecho o ningún placer o ningún interés o al menos algún buen sentimiento, mientras que los libros jamás te abandonan. Tú los abandonas a ellos a veces, y a algunos incluso los abandonas durante muchos años, o para siempre. Pero ellos, los libros, aunque los hayas traicionado, jamás te dan la espalda: en completo silencio y con humildad te esperan en la estantería. Te esperan incluso decenas de años. No se quejan. Hasta que una noche, cuando de pronto necesitas uno, aunque sea a las tres de la madrugada, aunque sea un libro que has rechazado y casi has borrado de tu mente durante muchos años, no te decepciona y baja de la estantería para estar contigo en ese duro momento. No echa cuentas, no inventa excusas, no se pregunta si le conviene, si te lo mereces y si aún tienes algo que ver con él, sencillamente acude de inmediato cuando se lo pides. Jamás te traiciona. 

Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reykjavík, Valladolid o Vancouver. 

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. 

Empecé a leer prácticamente solo, cuando aún era bastante pequeño. ¿Qué más podíamos hacer? Las noches eran entonces mucho más largas, porque la bola del mundo giraba mucho más despacio, porque la gravedad en Jerusalén era mucho más fuerte que hoy. La luz de la lámpara era amarillenta y muchas veces se iba. Aún sigo asociando el olor de las velas humeantes y el de la lámpara de petróleo tiznada con el placer de leer un libro. 

Como cierre musical al programa y también a la breve serie de tres emisiones dedicadas al largo conflicto entre ambos pueblos, traigo aquí una canción, There must be another way, con la que la israelí Noa y la palestina Mira Awad, hermanadas, representaron a Israel en el festival de Eurovisión en 2009. Confiemos -soy escéptico- que la colaboración fraterna que ellas representan pueda extenderse a todos los ámbitos de la vida de ambos pueblos y permitan acabar con la tragedia que hoy sufren decenas de miles de sus ciudadanos.

Os dejo con un texto de El señor Mani, perteneciente a la cuarta historia y ambientado en 1899, que da cuenta de la larga y trágica experiencia de destierro y exilio que ha vivido el pueblo judío a lo largo de la historia. Un dramático destino que, por desgracia, ahora se ven obligados a revivir sus vecinos palestinos. 


Al otro lado de la ventanilla, padre, desde los repletos vagones hemos visto una Europa alborotada a la vez que sumida en una profunda tristeza. En los pueblos arden hogueras, los campesinos abandonan el arado y se convierten en peregrinos itinerantes que encienden fogatas en los campos. Todos hablan del fin de siècle, de los últimos días de este siglo que se acaba, y aunque se aprecia cierto sentimiento de euforia también existe un gran temor y todos se aventuran a filosofar y profetizar. Todos parecen participar en un mismo carnaval, y los primeros los muyiks rusos, con sus cantos, sus reverencias y sus muchas velas y los griegos y los turcos engañándolos a todos. Y por todas partes, padre, sea donde sea, siempre encuentra uno a gente de nuestro pueblo, los ojos inquietos y temerosos: unos marchan hacia el oeste y otros van al sur, peregrinos de la vida que no andan buscando a Dios porque ya lo llevan consigo junto con los fardos y los niños. Sí, no puedes ni imaginar cuántos niños judíos corretean sucísimos a tu alrededor por donde quiera que vayas…

 Videoconferencia
Abraham B. Yehoshua. El señor Mani

miércoles, 13 de marzo de 2024

GASÁN KANAFANI. UNA TRILOGÍA PALESTINA; ADANÍA SHIBLI. UN DETALLE MENOR; JOE SACCO. PALESTINA y NOTAS AL PIE DE GAZA  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que sale al aire un miércoles más desde la emisora de la Universidad de Salamanca. Esta semana quiero ofreceros la continuación de la serie que iniciamos hace siete días con el conflicto palestino-israelí como centro. Al cumplirse entonces, 7 de febrero, los cinco meses del infausto y criminal ataque terrorista de Hamás sobre los kibutz israelíes cercanos a la frontera con Gaza, una bien preparada operación militar que supuso la quiebra de las defensas de Israel, el lanzamiento de cohetes, el asalto a complejos estratégicos, la toma de rehenes, las innumerables violaciones y el cruel asesinato de 1.400 personas; y tras las igualmente sangrientas y despiadadas operaciones del Estado judío contra la franja de Gaza en represalia por la brutal acción terrorista, también con miles de víctimas, quise dedicar un primer programa -que tendrá su continuación en el de esta tarde y en el de la semana próxima- a libros relacionados con el ya ancestral conflicto, foco permanente, desde hace más de un siglo, de la agitación, los enfrentamientos, la inestabilidad y, en definitiva, la guerra en aquellos territorios del Oriente Medio. 

El miércoles pasado os hablé aquí de tres libros, recuperados de muy anteriores emisiones del espacio, cuya lectura nos permitía trasladarnos a esa región y contemplar, siempre desde el ámbito de la ficción, las vivencias de quienes, a uno y otro lado de la disputa -también, en ocasiones, de las trincheras-, habitan esa convulsa zona. De esas tres obras -novelas todas, invención, pues, pese a los distintos grados en que se refleja en ellos la realidad histórica, documentada-, dos reflejaban la perspectiva israelí -Daniel Stein, intérprete, de Liudmila Ulítskaia, y el excepcional La vida entera, de David Grossman-, mientras que el tercero, El parisino, escrito por Isabella Hammad, anglopalestina, completaba el enfoque plural al verter una mirada diferente sobre el asunto en su narración -ficcionalizada- de la vida de uno de los bisabuelos de la autora, original de Naplusa, en Cisjordania. En ninguno de los tres casos el planteamiento desde el que cada autor contaba la correspondiente historia era cerrado, rígido, intolerante o maniqueo, intransigente o fanático, descalificatorio o abiertamente hostil ante la postura de la otra parte. En un asunto de tal complejidad como el que nos ocupa, con raíces muy profundas en el tiempo, con infinidad de derivaciones, agravios, resquemores, repercusiones, con tantos sentimientos y emociones, implicaciones, argumentos e intereses encontrados en juego, no cabe, a mi juicio -al menos para quien no está afectado directamente y observa los hechos desde una distancia más o menos aséptica- el sostenimiento de tesis categóricas e inflexibles, la defensa ciega de certezas o convicciones férreas, siendo imprescindibles, por el contrario, la duda razonada, el examen ponderado, la empatía, el análisis equilibrado y ecuánime, comprensivo y bienintencionado, aún a sabiendas de la dificultad de la tarea. No hay nada – absolutamente nada– que pueda decirse sobre el conflicto que no encone a uno u otro bando, escribió Colum McCann en un muy sentido artículo en El País, Maldecidos por la esperanza, aparecido el pasado 29 de octubre. En él, nos da cuenta de cómo sus dos amigos de los que habla en su texto, palestino el uno e israelí el otro, enfrentados a la cruda realidad de los terribles acontecimientos, acaban por concordar: Rami y Bassam tienen un paradigma que repiten constantemente cuando viajan por el mundo hablando de su difícil situación. “No tenemos que amarnos”, dicen. “Ni siquiera tenemos que caernos bien, aunque ojalá pudiéramos. Pero lo que sí tenemos que hacer, para evitar que hablemos a dos metros bajo tierra, es entendernos el uno al otro. Esto es lo más crucial. Debemos conocernos el uno al otro. No es suficiente, pero es algo”

Y, en el mismo sentido, me ha interesado -por cuanto, en lo esencial, comparto sus tesis principales- otro artículo, Soñé con el miliciano de Hamás, escrito por Amanda Mauri, también en El País, el 8 de noviembre. En particular, las palabras con las que se abre representan a la perfección mi visión de los hechos: Confieso que cada vez me interesa menos hablar de certezas. El aplomo, la convicción, la afirmación categórica son virtudes —o poses— que solían deslumbrarme no hace tanto, pero que han ido perdiendo lustre, fuerza a medida que los años pasan y, con ellos, se cultiva en mi mente una sombra que crece por momentos: la de la duda. Como si atravesándome el pensamiento con su trino incómodo, un grillo extraviado hubiese decidido alojarse ahí, entre los pliegues de mi consciencia o conciencia, donde antes no crecían hierbajos ni maleza y podía una transitar por autopistas bien señalizadas sin dar rodeos. De a a b. Sí es sí. Blanco o negro. Etcétera. Lo digo con cierta nostalgia, porque qué sencillo resulta tener las cosas claras. Cuánto tiempo y angustia pueden ahorrarse con sólo decidir de antemano qué pensar, qué posición ocupar, a qué discurso adscribirse

Estas nociones de duda, de indecisión, de incertidumbre, de vacilación intelectual, están presentes -en algún caso muy mitigadas y de manera ciertamente difusa, dado el horror y lo espeluznante de los hechos que en ellos se narran, lo que lleva a sus autores a decantarse de modo taxativo y concluyente por una posición militante e irreductible- en los cuatro títulos que hoy quiero proponeros, dos de ellos escritos por sendos autores árabes palestinos y los otros dos por un norteamericano, escogidos con la intención, inequívoca por mi parte, de ir completando entre los tres programas de la serie una muestra más o menos equitativa de autores que defienden a cada una de las partes en conflicto. Se trata de Una trilogía palestina, de Gasán Kanafani, publicado por la gijonesa editorial Hoja de Lata en 2015 (hubo, hace más de veinte años, una primera edición, hoy inencontrable, en el seno de las desaparecidas Ediciones Libertarias); del durísimo y controvertido Un detalle menor, de Adanía Shibli, un libro que en España salió también en la editorial Hoja de Lata en 2019, y que el pasado mes de octubre saltó a las primeras páginas de los medios de comunicación al haber sido “cancelada” su presencia en la Feria del Libro de Fráncfort, cuyos organizadores anularon -o pospusieron, según las fuentes- la ceremonia de entrega de un premio a su autora a causa de la guerra entre Hamás e Israel; y por fin, de dos magníficas novelas gráficas, del historietista, periodista y celebrado autor de cómics Joe Sacco: Palestina y Notas al pie de Gaza, aparecidas 2015 y 2020, respectivamente, la primera en Planeta y la segunda en Reservoir Books, un sello de la editorial Penguin Random House. 

Una trilogía palestina, es, en efecto, una recopilación de tres muy breves novelas -el volumen que las reúne apenas llega a las doscientas páginas, descontados la introducción y el estudio final-, Hombres en el sol, de 1963, Lo que os queda, de 1966, y Um Saad, de 1969, escritas por Gasán Kanafani, palestino nacido en 1936 en San Juan de Acre, una ciudad, en la costa norte de Israel, muy cerca ya del Líbano, con una vasta historia que se remonta a Egipto y que conoció uno de sus más destacados hitos en las Cruzadas, cuando en el siglo XI fue tomada por los Templarios, en una buena muestra de la mezcla de orígenes y de la variedad de culturas e influencias que se entretejen en los pueblos de la región, circunstancia que quizá contribuye a la secular difícil convivencia en la zona. 

La trilogía se presenta con la traducción y las notas explicativas de María Rosa de Madariaga, sobrina de Salvador de Madariaga, gran experta en el mundo árabe, singularmente en Marruecos, traductora para la UNESCO y por desgracia fallecida, a los ochenta y cinco años, el pasado 2022. Ella, que ya había firmado la traducción para la edición española de 1991, que aquí se mantiene sin cambios, es la responsable también de un interesantísimo prólogo en el que se nos ofrece, de manera resumida y desde una posición claramente de parte (después de la derrota de los ejércitos árabes en la guerra de 1967, el pueblo palestino tomó conciencia de que tenía que confiar sobre todo en sus propias fuerzas y que esa toma de conciencia, que describe la novela Um Saad, lleva a acciones de guerrilla de los fedayín, tanto en los territorios ocupados como dentro de las fronteras del Estado de Israel. El palestino pasa de refugiado a combatiente), una breve historia del conflicto, presentando las principales vicisitudes del drama palestino. Hay también un epílogo muy sustancioso, a diferencia de la introducción más literario que político, centrado en la vida y obra del escritor y de título muy elocuente: La voz de Gasán Kanafani: De la tragedia a la esperanza

Kanafani tuvo que abandonar su país a los doce años, en un éxodo, muy habitual entre sus compatriotas, que lo llevó inicialmente al Líbano y después a Siria. Maestro de escuela, profesor de arte en el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo, acabó por ingresar en la Universidad de Damasco, donde cursó literatura durante tres años. Como cuenta la traductora, la sufriente trayectoria de expulsión, éxodo, exilio, lucha por la vida, injusticias y opresión en el país de acogida contribuyó a hacer de Kanafani desde muy joven -a los quince años de edad- un activo militante de la causa palestina. Afiliado al Movimiento de los Nacionalistas Árabes, de tendencias izquierdistas, opuesto al nacionalismo tradicional de la alta y media burguesía árabe, Kanafani acabaría militando en el Frente Popular de Liberación de Palestina, que formaría parte de la Organización para la Liberación de Palestina dirigida durante muchos tiempo por Yasir Arafat y que hoy encabeza Mahmud Abbas. Expulsado de la Universidad por su actividad política, emigraría a Kuwait para instalarse por fin en Beirut, en donde desarrolló su labor como periodista y escritor. En 1969 fundó el semanario Al-Hadaf (La Meta), portavoz del Frente Popular de Liberación de Palestina, del que fue redactor jefe hasta su asesinato por los servicios secretos israelíes el 8 de julio de 1972, con solo treinta y seis años. Este somero repaso a su biografía ya resulta indicativo de su postura militante en el conflicto de su país, la cual, como es obvio, aflora de modo inequívoco en su obra. 

En Hombres en el sol, una historia muy dura, sobrecogedora, nos presenta a tres personajes, palestinos, desconocidos entre sí y cada uno en una etapa distinta de su vida -un muchacho, un joven y un anciano-, que por diferentes razones se han visto obligados a abandonar su tierra para dejar atrás la violencia, la pobreza y la falta de expectativas, en búsqueda de unas mejores condiciones de vida. Los tres coinciden en Basora, en Irak, a donde han llegado tras vicisitudes diversas y en donde intentan negociar con algún pasador clandestino la ayuda para poder franquear el río Chott, que delimita la cercana frontera con Kuwait. Abu Quais es el anciano, que malvive en un campo de refugiados y que solo se lanzará a la improbable expedición, casi imposible dada su edad, cuando el ejemplo de los jóvenes, que huyen en tropel, pone de manifiesto la miseria y la ausencia de esperanzas de su existencia languideciente. El segundo de los hombres, Asad, de una generación bastante más joven, es más combativo, no se resigna a su situación de refugiado, de ciudadano de segunda clase en esos países árabes que lo han acogido, y se rebela e intenta huir de la humillación a la que se le somete. Por fin, Maruán, un niño cuando Israel proclamó su independencia, en 1948, es ahora -la historia se desarrolla en 1958- un adolescente más o menos integrado en su realidad que emigra por razones familiares, la huida del padre y el abandono del hermano mayor que, al casarse en Kuwait, donde reside, ha dejado de enviar dinero a la familia, lo que obliga al muchacho a partir en busca de sustento económico para su madre y el resto de sus hermanos. Para los tres Kuwait representa el sueño de la libertad, la posibilidad de recuperar el paraíso perdido, en el caso del hombre mayor, o nunca disfrutado, para los más jóvenes. Al otro lado del Chott, tan solo al otro lado, se encuentra todo lo que te quitaron. En Kuwait, se dice Abu Quais. Lo que viviste con la imaginación, como en un sueño, existe allí… Seguro que allí tenía que haber algo de todo lo que se había imaginado. Habría piedras, tierra, agua y cielo e incluso alguna de las otras cosas que vagaban por su mente atormentada. Seguro que había calles y avenidas y hombres y mujeres, y también niños que correteaban entre los árboles

Tras diversas tentativas con mafiosos ambiciosos y fraudulentos, que cobran un dineral por su ayuda, las tres acaban por juntar sus caminos ante Abuljaizarán, un poco experimentado pasador, que se ofrece a llevarlos, por un precio más módico, en el interior de un camión cisterna, lo que suscita el temor, las prevenciones y el rechazo de los indefensos emigrantes: Con un calor como el que hace, ¿quién se va a sentar en una cisterna cerrada? Las explicaciones del traficante, con un pasado también dramático (Había salido de Gaza con dos de sus amigos de la infancia, atravesó Israel, Jordania e Iraq… Después el pasador los abandonó en el desierto antes de atravesar la frontera de Kuwait. Enterró a sus dos amigos en tierra extraña, solo guardó los carnés de identidad con la esperanza de que una vez en Kuwait, podría enviárselos a la familia) y al que Kanafani nos pinta con rasgos de compasión y humanidad (—No dramaticemos las cosas. No sería esta la primera vez… ¿Sabes lo que pasará?, pues que bajaréis a la cisterna cincuenta metros antes del puesto fronterizo en Safuán. Allí me detendré menos de cinco minutos, y cincuenta metros después volveréis a salir arriba. Luego, justo antes de la frontera, repetiremos la función otros cinco minutos, y ¡completo!, os encontraréis en Kuwait) unidas a la propia necesidad de los tres hombres, acaban por convencerlos e involucrarlos en una aventura de cuyo desenlace no puedo adelantar ningún detalle, más allá de la ilusionada confianza que anida en sus almas: Aquel camión que hendía el camino, los transportaba con sus familias, sus sueños, sus ambiciones, sus esperanzas, su fuerza, su miseria, sus decepciones, su pasado y su futuro, como un ariete que arremetiera contra una puerta de gigante tras la que se ocultara un destino desconocido y en la que todos los ojos estuvieran prendidos con hilos invisibles

En Lo que os queda son cinco, en palabras del propio autor, que abre su obra con una significativa Aclaración, los personajes de la novela, dos “explícitos” y principales -Hamed y Mariam- y otros tres laterales, secundarios y tangenciales, aunque relevantes -Zacarías, el reloj y el desierto, que también “hablan” en el relato-. La novela cuenta la peripecia de Hamed, un joven gazatí, huérfano de padre, que ante el embarazo de su hermana Mariam, obligada a contraer matrimonio con Zacarías, el hombre que la ha deshonrado, casado a su vez con otra mujer (en el islam la poligamia es una práctica legal aunque cada vez menos frecuentada), huye a Jordania decepcionado (Lo eras todo para mí y te has deshonrado, me has engañado. Si tu madre estuviera aquí…) alejándose, despechado, de su tierra en busca de su madre (Supo que no volvería nunca más. Tras de sí, en la lejanía, Gaza desaparecía en la noche como de costumbre: primero la escuela, después su casa, luego la playa plateada que se hundía en las tinieblas y, por último, las luces débiles, mortecinas, de la ciudad, que vacilaban unos instantes hasta extinguirse unas tras otras lentamente). Por el camino, en una experiencia por momentos angustiosa, llena de obstáculos y dificultades, atravesando un desierto inclemente (Y de pronto apareció el desierto. Inmenso, hasta donde alcanzaba la vista. Por primera vez lo veía respirar como un ser vivo, misterioso, terrible y manso a la vez, y cambiar bajo las ondas de luz cenicientas hasta retroceder poco a poco tras el manto negro del cielo que descendía. Inmenso, oscuro), en constante riesgo de extravío y muerte, sus pensamientos vuelven de continuo hacia Mariam y hacia su despreciable cuñado, recuerda el amor que se profesaban los hermanos, revive violentos episodios con las fuerzas israelíes (Nos imprecaban en hebreo salpicado de palabras en un árabe entrecortado. Después nos pusieron en fila y nos cachearon a fondo, con las piernas separadas y las metralletas bajo el brazo apuntándonos), evoca la presencia de su madre lejana y rememora, culpable, sus leves atisbos de rebeldía (¿No has tenido nunca ganas de tirar aunque solo sea una bala en esta batalla? ¿Vas a dejarte aniquilar sin disparar un tiro?), en un soliloquio febril en el que se entremezclan, además de las palabras de Mariam, las voces de Zacarías, su cuñado, la del imponente desierto y la del opresivo reloj, que en un motivo recurrente de la novela, marca con un doble tictac -el del que lleva en su pulsera y el del reloj de pared en la casa de Mariam- su aciago deambular por el desierto, en el que se topará con un joven soldado de Israel, con un resultado que tampoco quiero anticipar. 

Por último, Um Saad nos presenta a una mujer del mismo nombre, una mujer real, una mujer de carne y hueso, como señala el propio autor en su introducción a la novela. Una mujer que malvive, luchando, rebelándose, arraigada de manera intensa y profunda en esa clase heroica y oprimida, arrojada a la miseria de los campos, esa clase en medio de la cual he vivido y con la que aún vivo, aunque no sabría decir hasta qué punto vivo para ella, siempre en las propias palabras de Kanafani. Una mujer que, sin embargo, no es solo una mujer, pues, de nuevo en el preámbulo de la obra, si no encarnara en cuerpo y alma el sufrimiento de las masas, sus penas cotidianas, no sería lo que es. Su voz es, para mí, la de esa clase de palestinos que pagaron caro el precio de la derrota y que hoy, bajo techos miserables y en la vanguardia de la lucha, siguen pagando aún más caro que todos los demás. En una explícita manifestación de la postura militante y, más aún, combatiente, de su creador, cada palabra [de las que “pronuncia” en el libro] brota de sus labios y de sus manos; de sus labios, que a pesar de los pesares, siguen siendo palestinos; de sus manos, que desde hace veinte años esperan las armas

Esta mujer va y viene en los campos de refugiados, en los que vive una vida desgarradora, insoportable, una existencia durísima, en la que su trabajo, su resistencia incesante destroza sus manos agrietadas, callosas, surcadas por heridas que eran como rojos ríos secos, a causa de la herrumbre de los platos que friego, la porquería de las baldosas que limpio, la ceniza de los ceniceros que vacío, la suciedad del agua con que lavo (…), el sudor cálido de las manos con que amaso el pan de mis hijos… Bajo la inútil protección de un amuleto (Lo llevo colgado desde que tenía diez años y no nos ha protegido de la miseria ni de seguir bregando sin descanso ni de que nos expulsaran de nuestras casas. Hace veinte años que vivimos aquí. ¿Un amuleto? Los hay que verdaderamente se ríen en las barbas de la gente. Aquella mañana, me dije a mí misma: si con el amuleto las cosas son así, ¿qué sería sin él? ¿Hay algo peor que esto?), deambula, recordando a su hijo, que se ha unido a los combatientes, convertido en un fedayín (combatiente laico, a diferencia de los muyahidín, islamistas), en una opresiva cárcel (¿Crees que no vivimos en la cárcel ahora? ¿Qué hacemos nosotros en el campo más que movernos dentro de una prisión extraña? ¡Cárceles las hay de todas clases, hijo mío! De todas. El campo es una cárcel, tu casa otra, y el periódico, la radio, el autobús, la calle, los ojos de la gente… Nuestra edad también es una prisión, y los veinte años que acabamos de pasar. El mujtar. Todo son cárceles. ¿Y hablas de cárcel? Pero si toda tu vida estás preso… ¿Te crees, hijito, que los barrotes tras los que vives son arriates de flores? Cárceles, cárceles, cárceles. Tú mismo eres una cárcel), por la que se mueve entre el paso de blindados, el tráfico de las divisiones militares israelíes, el vuelo rasante de los aviones enemigos, el estallido de los combates, el fragor de la guerra, los atentados terroristas de los comandos de los que su hijo forma parte, no menos brutales que los de sus “opresores” (Me dijo: «Saad te manda saludos. Está bien. Mañana te obsequiará con un coche». Después se fue. —¿Cómo que te obsequiará con un coche? —Claro, ¿no lo entiendes? Lo que quiere decir es que va a hacer saltar uno). 

Kanafani hace, además de las declaraciones expresamente belicosas, una aproximación sentimental a la mujer, a su dimensión humana, cuyo sufrimiento, cuya resignación, cuyos padecimientos no pueden dejar indiferente al lector: Lágrimas profundas empezaron a abrirse camino. Vi a mucha gente llorar. No he visto pocas lágrimas. Lágrimas de decepción, de fracaso, de desesperación. Lágrimas de tristeza, de desgracia, de desgarramiento. Lágrimas de emoción y de súplica. Lágrimas de rechazo impotente, de ira contenida. Lágrimas de hambre y de fatiga. Lágrimas de arrepentimiento. Lágrimas de amor. Pero como las de Um Saad jamás las he visto. Aquellas lágrimas surgían de la tierra como un manantial esperado desde la eternidad. Como una espada desenvainada de su funda, sin ruido. Después se detienen un instante junto al ojo imperturbable. En toda mi vida he visto a nadie llorar como Um Saad. Su piel estalla en sollozos por todos los poros, sus manos descarnadas sollozan con voz audible, lloran sus cabellos, sus labios, su cuello, su vieja ropa rota, su frente alta, y ese lunar en el mentón, pero sus ojos nunca vierten lágrimas

Y todo ello, el dolor, la pena, las humillaciones, los abusos, las vidas rotas, los disparos, los bombardeos (Una lluvia de bólidos de fuego se abatía con estruendo sobre la ciudad), las detenciones injustificadas, las amenazas, los peligros, las ofensas, las violaciones, la miseria (Al-Manchya no era más que un montón de ruinas ennegrecidas), el desprecio, el clima general de riesgo cotidiano (las ametralladoras seguían silbando), está presente en las tres historias, impregnadas de una atmósfera opresiva, asfixiante, ominosa, irrespirable. 

Por otro lado, la trilogía interesa -sobre todo en la segunda novela- por ciertos apreciables elementos de técnica literaria, llamativos quizá por surgir de un escritor que pareciera querer subordinar su literatura a la contundencia de su “mensaje”, a la difusión de sus ideas y de su postura política. Sin embargo, no es así, y hay un uso sobresaliente de recursos en cierto modo experimentales: planos intercalados; fronteras difusas y traslación rápida de una secuencia a otra; ruptura y discontinuidad en el espacio y el tiempo narrados; simultaneidad entre acciones producidas en distintos lugares pero “avivadas” a la vez por los personajes; enumeraciones muy numerosas; presencia de las “reflexiones” de cosas, objetos y espacios -el reloj y el desierto, como ya señalé, entre otros-, que cobran vida, sienten, palpitan, hablan; utilización de distintas tipografías intercaladas en el texto, significando los cambios de la voz narradora; interiorización psicológica de los personajes que se presentan a través de soliloquios y monólogos interiores y de la descripción de estados anímicos, sensaciones, impresiones sensoriales, con olores, con sonidos, con visiones; los juegos con el tiempo, la memoria, los recuerdos. Por todo ello Kanafani llegó a tener ciertos problemas entre aquellos de sus correligionarios que preferían la claridad pedagógica al experimentalismo innovador. 

En cualquier caso, tres breves novelas muy interesantes -también controvertidas- para conocer la visión palestina de la existencia en aquellos tan conflictivos parajes. Como lo es, interesante y, como he adelantado, igualmente controvertida, Un detalle menor, la igualmente sucinta novela, apenas ciento cincuenta páginas, de Adanía Shibli publicada por la Editorial Hoja de Lata en 2019 en traducción de Salvador Peña Martín. Shibli es una narradora, dramaturga, ensayista y profesora palestina, doctora en Estudios Culturales, que con Un detalle menor, que se ha traducido a una decena larga de idiomas, quedó finalista del National Book Award 2020 en los Estados Unidos y del International Booker Prize 2021 en el Reino Unido. En 2023 le fue concedido el LIBerarturpreis otorgado por la plataforma en lengua alemana LitProm. En un episodio muy polémico y que ha generado un intenso debate en el mundo entero, la organización canceló la entrega del premio, que iba a llevarse a cabo en la más reciente Feria del Libro de Frankfurt, por razones de oportunidad tras los violentos incidentes del 7 de octubre, según señalaba el comunicado oficial; aunque en algunos medios periodísticos se aducía una supuesta carga antisemita del libro. Esa decisión tuvo como consecuencia la retirada de la Feria de la Asociación de Editores de los Emiratos y la Asociación de Editores Árabes, así como la redacción de un manifiesto, firmado por un millar de intelectuales y escritores -entre ellos algunos recientes premios Nobel-, reclamando la entrega del premio. 

La novela se estructura en dos partes, bien diferenciadas, en tiempo y espacio, aunque con numerosos y muy sutiles hilos que las enlazan. En la primera de ellas, sobrecogedora, la autora nos traslada al desierto de Néguev, en el suroeste de Israel. Allí, en agosto de 1949, un destacamento militar israelí está desplazado en la zona para mantener el trazado de la frontera con Egipto, impedir que la crucen infiltrados, limpiarla de los árabes que pudieran permanecer en ella y restablecer el control absoluto en la región, en conflicto tras la creación del Estado de Israel, poco más de un año antes. En aquel ambiente tórrido, entre nubes de polvo y torbellinos de arena, con un calor sofocante, en un paisaje hecho de dunas infinitas, de interminables espacios estériles, de yermas colinas, entre arbustos resecos y rocas escasas que sobresalen entre los oteros, sin más indicios de vida que el berrido de los camellos y el ladrido de algún perro, una patrulla sorprende a un grupo de beduinos temerosos, inmóviles, intentando vanamente ocultarse tras el ramaje de un exiguo cañaveral. Siguió el estrépito de un tiroteo cerrado, escribe, concisa, Shibli. Entre los inocentes cadáveres -No hallaron ningún tipo de armamento- se agazapa, amedrentada, una joven, apenas una niña. Capturada, encerrada en el inhóspito calabozo del campamento, la muchacha será violada por los soldados y finalmente asesinada, el 13 de agosto de 1949, por el oficial al mando del grupo. 

Setenta años después -estamos ya en la segunda parte de la novela- esos hechos, documentados, históricos (los soldados serían juzgados y condenados), aparecerán en un artículo periodístico y serán así conocidos por una mujer, palestina, que, más allá de la atroz brutalidad de los hechos, reparará en un detalle menor del relato: la violación grupal y el asesinato ocurrieron veinticinco años antes, con exactitud, de la fecha de su propio nacimiento. Siendo la atrocidad de los sucesos los que, de modo obvio, tocan la sensibilidad y provocan el rechazo de la mujer -y del lector, claro está- es esa circunstancia aparentemente secundaria, accesoria -la coincidencia en las fechas-, la que la sobrecoge: el hecho de que en la historia evocada en el artículo de prensa lo que me llamara la atención fuese el detalle concreto puede deberse a que no hay nada fuera de lo común en sus trazas generales, si la comparamos con lo que ocurre a diario en un lugar dominado por el estruendo de una ocupación militar y las continuas muertes provocadas. El suceso de la detonación del edificio [se refiere a otro hecho comentado con anterioridad] es solo una muestra de lo que digo. Incluso la violación. Aunque esta no es exclusiva de las guerras, sino que ocurre en la vida diaria. Asesinato o violación, y a veces uno y otra. Y nunca me había ocupado ninguno de estos sucesos, incluido este del que hablo, que dieron lugar al final violento de alguna persona, según refiere el artículo. Es el detalle relativo al asesinato de un individuo concreto, de entre ellos, lo que me sobrecoge. Aunque, en realidad, lo extraordinario —y solo hasta cierto punto— en esa muerte violenta, que fue, además, el colofón de una violación grupal, puede decirse que se limita a que tuvo lugar un cuarto de siglo antes, con exactitud, del día de mi nacimiento

Este detalle menor, además de dar título al libro, será el que mueva a la acción a la protagonista. Más allá del confesado narcisismo (doy por descontado que esto debe de parecer narcicismo puro, afirma, con consciente lucidez), llevada por su sensibilidad (un grupo de soldados hacen prisionera a una muchacha, la violan y la asesinan en la misma fecha del que fue, un cuarto de siglo más tarde, el día de mi nacimiento; ese detalle menor que los demás no pueden más que desdeñar, me acompañará ya para siempre muy a mi pesar y por más que quiera olvidarlo. Quiero decir que la verdad del hecho seguirá siempre afectándome a causa de mi fragilidad, de lo poca cosa que soy; tan delicada como los árboles que se alzan ante mis ojos, tras el vidrio de la ventana. Y hasta puede ser que, en realidad, no haya nada más importante que ese detalle menor en la vía de acceso a la verdad completa, que el artículo no desvela por no haberle prestado atención a la historia de la muchacha) y su comprometida rebeldía (mi ineludible costumbre de transgredir los límites), la mujer se pondrá en contacto con el autor del artículo, un periodista israelí, al que se presenta, para disipar dudas, como investigadora palestina, solicitándole la documentación manejada en la elaboración de su crónica. De la suspicaz reticencia del redactor solo obtiene un dato: la información sustancial sobre el asunto, que él no puede proporcionarle, está alcance de cualquier persona en los museos y en los archivos del Ejército israelí y de los movimientos sionistas de la época del brutal crimen, cuyas sedes están en Tel Aviv y en el noroeste del Néguev, la región en la que se produjeron los hechos. Entonces, ella partirá, desde Ramala, la ciudad en la que vive, hacia la zona en un recorrido en el que se pondrán de manifiesto las difíciles circunstancias en las que se desenvuelve la vida de la población palestina en unos territorios sometidos, en su mayor parte, a la ocupación militar: los innumerables puestos de control, los registros constantes, las patrullas que inspeccionan los vehículos, los problemas para el desplazamiento de una zona a otra del país (la división del país por parte del Ejército provoca que los ciudadanos solo puedan moverse en las zonas permitidas en sus tarjetas identitarias, lo que limita los viajes o los convierte en una pesadilla burocrática hecha de esperas, colas, fiscalizaciones, presentación de documentos, examen de “papeles”), los muros, las vallas, las alambradas, el estruendo de las explosiones, el rastro de los proyectiles, el fragor de las detonaciones, los edificios derruidos, sobre todo a medida que se aproxima a las zonas colindantes con el sur de Gaza, los blindados y otros vehículos militares, las columnas de soldados que se preparan para una intervención de castigo en Rafah, población tan desgraciadamente conocida en estos días de horror. Por otro lado, el arduo y fatigoso periplo permite también que el personaje, que viaja con mapas de antes y después de la creación del estado de Israel en 1948, constate los profundos cambios que la cada vez más intensa presencia israelí ha ocasionado en el paisaje, rural y urbano, de la región: los cambios en los nombres de las poblaciones en los mapas, sin rastro de la toponimia árabe originaria, la desaparición de áreas enteras que, décadas atrás, albergaban pequeñas aldeas palestinas, sustituidas hoy por inmensas zonas verdes, enormes parques comerciales, construcciones y edificaciones recientes (Temo perderme en este escenario que me hace sentir ajena después de tan larga ausencia, con todos los cambios que ha sufrido y la confirmación, una y otra vez repetida, de que nada palestino queda en él. Ni en los nombres de las ciudades y pueblos que aparecen escritos en las señales, ni en las vallas publicitarias, donde todos los mensajes están en hebreo, ni en los edificios de reciente construcción, ni en las mismas extensiones inabarcables de tierras de labranza, que ponen límite al horizonte tanto a mi derecha como a mi izquierda). Del mismo modo, su trayecto la lleva a entablar conversaciones con unos y otros, y entonces surgen para el lector notas sobre la historia de la región, contada por los lugareños: relatos sobre el mandato británico, los primeros asentamientos judíos, la llegada de los entusiastas -aunque invasivos- colonos venidos de Europa tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los kibutz, los efectos de las sucesivas guerras. 

Y todo ello, la dimensión “externa” del relato, aparece punteado con las reflexiones de la mujer, en las que deja entrever aspectos de su personalidad y sus emociones: el miedo, la angustia, la incertidumbre, la timidez y los titubeos, mis tartamudeces y aturullamientos, el espanto, la conciencia de la injusticia y el sufrimiento (hay, en el tiempo presente, una medida de sufrimiento insoportable para el ser humano que lo afronta, de modo que no es preciso esforzarse por buscar más aún en el pasado). Hay, por último, en la novela, algunos elementos, que de manera sutil aunque apreciable, establecen vínculos entre las dos partes: los ladridos de un perro que asaltan a la protagonista en diversos momentos de la segunda historia y que remiten al perro del campamento en el desierto de la primera; el aullido del viento, que, en ocasiones, irrumpe en el segundo relato y nos evoca la opresiva atmósfera del primero; una araña, real en una historia, metafórica en la otra, que teje su red; ciertos olores; el desierto… 

Un libro, pues, este de Adanía Shibli, excelente y muy recomendable, como lo es también la trilogía palestina de Gasán Kanafani, para conocer, desde el punto de vista de la población palestina, las raíces y las dimensiones del actual conflicto. Desde la misma toma de postura, claramente de parte, aunque surgidos de un origen geográfico y étnico distintos y de un género literario bien diferente, quiero cerrar mi ya larga reseña con un muy breve apunte sobre otros dos libros altamente interesantes, ambos debidos al dibujante de cómics y periodista Joe Sacco, nacido en Malta, pero de nacionalidad y residencia norteamericana. Las dos obras cuya lectura quiero proponeros son Palestina, publicada originariamente en 2001 y con diversas ediciones españolas, la última de las cuales, la que yo manejo, vio la luz en la Editorial Planeta en 2015 en traducción de José Torralba; y Notas al pie de Gaza, que traducida por Marc Viaplana apareció en nuestro país en 2010, un año después de su publicación en Estados Unidos, en, como ya he anticipado, edición de Reservoir Books, un sello de la editorial Penguin Random House. 

Sacco protagonizó una emisión de Todos los libros un libro hace casi diez años, en diciembre de 2014, cuando, en una serie del espacio dedicada a la Primera Guerra Mundial, de cuyo inicio se cumplían entonces cien años, os recomendé la lectura de La Gran Guerra, un espléndido aunque estremecedor volumen ilustrado en el que, en 24 láminas desplegables, unidas en un mural que completamente extendido ocupa siete metros y medio, se recrea la aciaga jornada del 1 de julio de 1916, el día en el que supuestamente debía tener lugar la ofensiva final de la batalla del Somme, uno de los grandes y trágicos hitos de aquel sangriento conflicto bélico. Con 10.000 muertos británicos solo en la primera hora, llegando a los 20.000 al final de la jornada inicial, a su término, meses después -la batalla se prolongó hasta noviembre- habían muerto casi un millón de personas de ambos bandos sin que las posiciones llegaran apenas a modificarse, en un estéril, ridículo, brutal e inconcebible sacrificio humano... 

En ese libro destacaban -más allá del propio interés que encerraba la historia narrada- los rasgos distintivos del estilo gráfico de Sacco: la minuciosidad de los detalles, la profusión de los focos de atención, la exhaustiva recreación de multitud de elementos supuestamente menores o casi inapreciables pero que permiten al lector vislumbrar de un modo más profundo los hechos y las situaciones descritos. Todo ello, aunque con un dibujo aún no tan depurado, discreto y elegante, sino más abrupto y exagerado, menos realista y más caricaturesco, más enfático y hasta grotesco, está también en mis propuestas de esta tarde, dos espléndidas muestras de lo que podríamos llamar “historietismo periodístico”. Palestina se presenta, en esta su por ahora última aventura editorial, en una edición más rica, con una nueva traducción, la ya mencionada de José Torralba, con la presentación y rotulación de los textos también retocadas y con todos los extras de la edición especial anglosajona: una espléndida e iluminadora introducción a cargo del orientalista Edward Said, notas, bocetos y referencias fotográficas del propio Joe Sacco, fruto de su intensa actividad en la visita a los lugares en lo que ambientaría la obra, y una amplia explicación previa en la que el novelista gráfico cuenta las circunstancias que rodearon su peripecia palestina. Y es que Joe Sacco viajó durante dos meses, entre 1991 y 1992, a Cisjordania, la Franja de Gaza y la Jerusalén Oriental ocupada. Allí conoció, se entrevistó y compartió con los habitantes de la zona -sobre todo palestinos- sus existencias, sus historias, su insoportable y doloroso día a día, marcado por las humillaciones, las agresiones, el sufrimiento, la privación, la falta de libertad, las inhumanas y degradantes condiciones de vida, la represión, el terror, la muerte. 

A su vuelta, fue publicando su trabajo en una serie de nueve cómics que fraguaron, en 2001, en el libro que ahora os presento. En él, con la pretensión de verosimilitud y el rigor documental de la mejor crónica periodística, da cuenta de cómo los palestinos, pese al entonces reciente acuerdo de paz, ven que se siguen expropiando sus tierras, se siguen arrasando sus viviendas con palas mecánicas, se siguen desraizando sus plantaciones de olivos, siguen encontrándose con un ejército de ocupación, así como con invasivos colonos, en un escenario, que los acontecimientos del 7 de octubre han revivido y exacerbado, en el que, por desgracia, continúa vigente la categórica, clarividente y anticipadora afirmación del autor en su prólogo a la edición original: Los pueblos palestino e israelí continuarán matándose entre sí en un conflicto de baja intensidad o con una violencia desgarradora (con hombres bomba o helicópteros armados o bombarderos) hasta que este hecho central (la ocupación israelí) se trate como un tema de ley internacional y de derechos humanos básicos

En el mismo tono militante y combativo, Sacco publicó en 2009 Notas al pie de Gaza. Partiendo de la base de unos hechos conocidos, aunque no suficientemente documentados, Sacco investiga un suceso histórico, la masacre de Khan Yunis, perpetrada el 3 de noviembre de 1956 por las Fuerzas de Defensa de Israel en la ciudad palestina hoy, nuevamente, víctima de ataques y bombardeos, y en el campo de refugiados cercano, en la Franja de Gaza. Del horrible acontecimiento hay una cierta constancia oficial, con un informe de la ONU, redactado en aquellos días, que cifraba el número de muertos en 275 civiles, 140 de los cuales eran refugiados y 135 eran habitantes de Khan Younis. Entre noviembre de 2002 y marzo de 2003, el dibujante se desplazó por dos veces a la zona en busca de testigos de los hechos, con un esquema de trabajo semejante al seguido en la elaboración de Palestina. En el curso de su investigación tuvo conocimiento de otra matanza similar, el asesinato, al poco de aquellos hechos, el 12 de noviembre de 1956, también a manos de soldados israelíes, de más de cien palestinos en la ciudad de Rafah, cuyo nombre vuelve a ocupar, sesenta largos años después, las primeras páginas de los periódicos por idénticas atroces causas. El libro está dividido en dos partes, una sobre Khan Younis y otra, más extensa, sobre Rafah, y en ambos casos, la indagación que lleva a cabo Sacco se basa en los testimonios y los recuerdos de los habitantes de la región, familiares, en muchos casos, de las víctimas, en la pesquisa en archivos e informes oficiales, en la búsqueda en hemerotecas y en la consulta a historiadores israelíes y personajes significativos en relación con los hechos. Lo estremecedor de los sucesos narrados, su pavorosa vigencia, que los vuelven indiscernibles de tantos episodios que se repiten actualmente, junto a la habitual pericia técnica del historietista convierte la lectura del cómic -también de Palestina- en una experiencia inolvidable en lo emocional y altamente interesante en lo intelectual, al permitir, como es mi propósito en esta breve serie sobre el conflicto palestino-israelí, ampliar nuestra mirada sobre esta ancestral y muy cruenta disputa. 

Os dejo con un texto de la novela de Shibli en el que se pone de manifiesto el sentido último de su título. Tras él, una espléndida canción de Rim Banna, la cantante palestina, fallecida hace ahora seis años. Fares Odeh, aparte de musicalmente bellísima, sirve de manera ejemplar para ilustrar la temática de los libros hoy presentados, con la presencia -evocada tras su muerte- de un niño de Gaza que fue asesinado por las fuerzas israelíes en Gaza por arrojar piedras a los tanques durante la Segunda Intifada. La imagen icónica del muchacho enfrentándose a los blindados, copó las portadas del mundo entero hace veinte años. 


Hay quienes sostienen, asimismo, basándose en la misma idea, que los seres humanos pueden formarse una imagen de un acontecimiento que no han presenciado si acceden a diversos detalles menores que acaso para algunos carezcan de importancia. De ello da fe, por ejemplo, un relato antiguo. El de los tres hermanos que se encontraron con un hombre que había perdido un camello. 

Al instante le describen los hermanos al animal perdido: es un camello blanco y tuerto, que lleva en la silla dos odres, uno lleno de aceite y el otro, de vino. Tienen que haberlo visto, salta el hombre. No, no lo han visto, replican. Pero el hombre no los cree y los acusa de haberles robado el camello. De manera que se presentan todos ante el tribunal, donde queda probada la inocencia de los tres hermanos en cuanto estos le desvelan al juez que, si han podido averiguar los rasgos de un animal que no han visto jamás, ha sido gracias a la observación de los menores detalles, de los más nimios, como las huellas de los cascos del camello, evidentes sobre la arena, unas gotas de aceite y de vino derramadas en la silla, unos mechones de su pelo desprendidos. Por otra parte, el hecho de que en la historia evocada en el artículo de prensa lo que me llamara la atención fuese el detalle concreto puede deberse a que no hay nada fuera de lo común en sus trazas generales, si la comparamos con lo que ocurre a diario en un lugar dominado por el estruendo de una ocupación militar y las continuas muertes provocadas. El suceso de la detonación del edificio es solo una muestra de lo que digo. Incluso la violación. Aunque esta no es exclusiva de las guerras, sino que ocurre en la vida diaria. Asesinato o violación, y a veces uno y otra. Y nunca me había ocupado ninguno de estos sucesos, incluido este del que hablo, que dieron lugar al final violento de alguna persona, según refiere el artículo. Es el detalle relativo al asesinato de un individuo concreto, de entre ellos, lo que me sobrecoge. Aunque, en realidad, lo extraordinario —y solo hasta cierto punto— en esa muerte violenta, que fue, además, el colofón de una violación grupal, puede decirse que se limita a que tuvo lugar un cuarto de siglo antes, con exactitud, del día de mi nacimiento.

Videoconferencia 
Adanía Shibli. Un detalle menor