Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 26 de diciembre de 2013

JOËL DICKER. LA VERDAD SOBRE EL CASO HARRY QUEBERT 

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que hoy, en esta inusual emisión navideña, os trae una propuesta ciertamente redundante, pues la obra cuya lectura quiero aconsejaros ha gozado, desde comienzos del pasado verano en que se publicó, de tal repercusión mediática, de tal cantidad de reediciones, de tal profusión de premios en Francia (en cuyo mercado editorial vio la luz), de tal número de críticas (no todas favorables, aunque sí la mayoría), ha multiplicado de tal manera sus traducciones -con cerca de un millón de ejemplares vendidos en más de treinta lenguas distintas-, que sería ciertamente extraño que mis palabras pudieran descubriros nada nuevo a alguno de nuestros oyentes. Y es que, en efecto, La verdad sobre el caso Harry Quebert, segunda novela del jovencísimo -no llega a los treinta años- escritor suizo Joël Dicker está siendo, sin duda, un fenómeno literario global, un indiscutible best-seller (y si el término os resulta devaluado, asociado a “productos” de ínfima calidad literaria, podéis añadirle la coletilla “de culto” y así tranquilizar vuestra conciencia elitista -en el caso de que tal vaga noción exista para vosotros y os impida disfrutar alegremente de una obra si millones de otras personas en todo el mundo lo hacen también; yo aún padezco un poco esta estúpida soberbia intelectual, inoculada en mi juventud-; ya sabéis, el viejo conflicto entre apocalípticos e integrados, entre la soledad impecable y purísima del artista en su torre de marfil y el éxito -el sucio éxito- derivado del multitudinario refrendo popular que, supuestamente, todo lo mancha).
 
Y precisamente porque el libro ha sido ya muy glosado en foros diversos, y porque probablemente lo conozcáis e incluso algunos de vosotros quizá hasta lo hayáis leído, me limitaré a comentaros, en esta reseña, lo esencial de su planteamiento, presentándoos después de manera entusiasta algunos de sus indudables logros y rebajando después, con modestia pero con rotundidad, la entrega ciega que en muchos ámbitos se ha hecho a las presumiblemente indiscutidas maravillas de la novela, ofreciéndoos mis personales objeciones.
 
Por de pronto, dejadme deciros que el libro ha sido publicado por la editorial Alfaguara (en cuyos medios afines -obvio es reconocerlo- la campaña de difusión “laudatoria” ha sido más intensa) en traducción de Juan Carlos Durán Romero. Se trata de una novela detectivesca, un thriller, aunque sólo en una primera y superficial aproximación. Nola Kellergan, una niña -aunque físicamente muy desarrollada- de quince años, desaparece de su pueblo, Aurora, una pequeña ciudad de New Hampshire, el 30 de agosto de 1975. Deborah Cooper, una anciana que vive en Side Creek Lane, a las afueras del pueblo, llama ese mismo día por teléfono a la policía avisando de que acaba de ver, en el bosque aledaño a su casa y a través de una ventana, a una joven huyendo perseguida por un hombre. Cuando se personan las fuerzas del orden y se adentran en la arboleda en busca de la niña, suena un disparo. De vuelta a la casa, los policías encuentran a la señora Cooper muerta en un charco de sangre, mientras que en el bosque no queda rastro de la chica, a la que, naturalmente, se asocia con la desaparecida.
 
Este es el acontecimiento que desencadena la acción del libro. A partir de ahí, y en tres planos temporales que se entremezclan muy eficazmente, en una prueba del buen oficio del autor sobre la que luego volveré, el propio 1975, 1998 y 2008, asistimos a la enmarañada y apasionante investigación de la desaparición de Nola. Marcus Goldman, un joven escritor que ha obtenido un extraordinario éxito con su primera novela, pero que se encuentra paralizado en el proceso creativo que le debería llevar a la escritura de la segunda, se presenta en Aurora, en donde vive su mentor, el también escritor Harry Quebert, en busca de consejo y apoyo en su crisis de inspiración. Goldman había sido alumno del viejo Quebert en la Universidad, en 1998, y acude a él, en calidad de “padre espiritual” y consejero más que como mero docente, cuando su sequía creadora está a punto de imposibilitarle cumplir su exigencia comercial con el implacable agente que representa los intereses de su editorial y que le recuerda el innegociable plazo de entrega de su segunda obra. Y es entonces, en 2008, en el “presente” de la novela, cuando la anécdota inicial se complica al enterarse Marcus -y con él nosotros, los lectores- de que Harry Quebert había mantenido, más de treinta años atrás, una relación “prohibida” con Nola, con esa niña (recuérdese, que entonces sólo contaba quince años, por los treinta y tantos del profesor) cuyo cadáver es ahora encontrado -por azar- cuando un jardinero procede a plantar unos árboles en el jardín de Harry, el cual es automáticamente detenido como principal sospechoso de aquella desaparición, calificada ya como asesinato. Será entonces Marcus Goldman, el joven escritor, que confía en la inocencia de su maestro, el que -por defender a su mentor- indague y profundice en los aspectos oscuros del caso y quien en definitiva cargue, junto a la presencia algo episódica del abogado de Quebert y a la amistosa colaboración con el muy honrado policía Gahalowood, con el peso sustancial de las investigaciones.
 
La verdad sobre el caso Harry Quebert es, como digo, una novela de intriga en la que a lo largo de casi setecientas páginas el autor nos mantiene con el ánimo suspendido (una vez abierto el libro, es imposible parar de leer; y ello es, a mi juicio, una de las razones principales, si no la esencial, de su formidable éxito de ventas; ello hace, igualmente, que mi recomendación sea especialmente oportuna, en estos días de vacaciones en los que disponemos de más tiempo para entregarnos a la lectura), haciéndonos avanzar, absolutamente arrebatados, subyugados por una narración adictiva, en la investigación de ese crimen con el que se abre la historia y a cuyo desenlace sólo llegaremos al término de la obra. Un thriller policiaco en el que, durante un tiempo novelístico que abarca más de tres décadas, se multiplican las pesquisas, las hipótesis, los testigos, las pruebas, los sospechosos, las revelaciones, los descubrimientos, en una sucesión de peripecias, a cual más inesperada, a cual más sorprendente, que mantienen al lector con el alma en vilo, con la imaginación activa, con el pensamiento en ebullición y con los afanes de la vida cotidiana atendidos de un modo tan sólo somero -si no lisa y llanamente desatendidos-, pues la voluntad toda conspira -y hablo de mi propia experiencia- para hacernos abandonar las obligaciones laborales y volver al hechizante relato.
 
Sin embargo, esta trama argumental, que aquí sólo puedo esbozar de modo somero -y que podría resumirse en una breve fórmula: la novela da cuenta de la resolución de una gran incógnita: ¿quién mató a Nola Kellergan?- no se desarrolla de un modo convencional, en una narración más o menos lineal, sino que aunque la acción avanza de una manera muy fluida, y en este sentido el libro se lee como una novela tradicional, “por debajo” del hilo narrativo, la estructura es muy compleja e intrincada, poblada de numerosas manifestaciones de la voluntad evidente del autor -y de su talento- por utilizar variados recursos literarios.
 
Por de pronto, Marcus Goldman acaba por escribir su esperada segunda novela que se titulará -¿lo adivináis?- La verdad sobre el caso Harry Quebert y que recogerá el fruto de sus averiguaciones y que quizá -sólo quizá, un artificio especulativo más en un libro repleto de ellos- acabe por ser el mismo libro que nosotros estamos leyendo en nuestras casas. Pero es que, además, el propio Harry Quebert había alcanzado el reconocimiento literario al publicar -antes de su llegada a Aurora- una primera obra, de título Los orígenes del mal, de la que acabamos sabiendo que incluye la descripción pormenorizada y fidedigna -o quizá no tanto- de la relación prohibida del consagrado escritor con la niña Nola. Y en el libro de Dicker -permitidme que me refiera a él como el “libro real”, el que ahora tengo en mis manos y consulto mientras escribo esta reseña- se intercalan fragmentos del libro ficticio de Quebert que, a la vez remiten a la experiencia de nuevo “real” -de la mera realidad novelística, esta vez- del romance “auténtico” vivido por Harry y la joven. Este juego de planos que se superponen e interrelacionan, de versiones que remiten a otras versiones que aluden a otras versiones que se refieren a una supuesta historia real que nadie sabe si existió o no -y que, de haber existido, nadie sabe cómo aconteció-, en un juego de espejos inacabable, en un muy sugestivo -también muy desconcertante- despliegue de muñecas rusas que se abren cada una en la anterior, hace singular la novela, la desmarca de los relatos más previsibles dentro del género, y constituye otro de su indudables focos de atracción. Libros dentro de libros, metaliteratura, pues, y con ella la reflexión -indirecta, no ensayística, no “argumental”- sobre la verdad del fenómeno literario, sobre la invención y la realidad, sobre la verosimilitud de ficción, sobre su capacidad para construir relatos “creíbles” y, por tanto, capaces de interesar, de emocionar, de apasionar. Y todo ello, esta “construcción” sofisticada, llevado al extremo pues con cada nueva “muñeca” se nos ofrece una distinta interpretación de los hechos narrados, con diferentes presuntos asesinos, con motivos también diversos, con explicaciones de los sucesos casi absolutamente disímiles entre sí, de modo que la sensación que acaba penetrando en el lector es la de la inseguridad, la desorientación, la perplejidad y, por ello, el aumento de la intriga y del deseo de ver “definitivamente” cerrado un caso que a cada nuevo capítulo se hace más y más enrevesado.
 
Pero hay mucho más. Ya he hablado de la densidad, de la complejidad de la estructura, muy trabajada y eficacísima, con continuos saltos en el tiempo, con versiones parecidas de un mismo hecho narradas con sutiles diferencias por personajes distintos y por tanto desde perspectivas diversas, con la incorporación de “materiales” heteróclitos -declaraciones de protagonistas, narración omnisciente en tercera persona, reflexiones de Goldman (que es quien parece relatar la historia), la voz de Quebert que habla en fragmentos entresacados de su libro, extractos del diario de Nola a través de los cuales la “oímos” en primera persona, cartas, informes policiales-; unos materiales que el autor organiza muy convenientemente -en una labor reveladora de su talento profesional-, de manera que un determinado acontecimiento de la trama, ocurrido en 1975, puede empezar a ser contado por un personaje que se sincera ante Marcus, en un ejercicio de memoria retrospectiva llevado a cabo en 2008, para continuar -a veces sin más “corte” que el mero salto de un párrafo a otro- siéndonos “revelado” a partir de un texto literario publicado años antes, para finalizar la narración con un enfoque en una tercera persona objetiva, de nuevo en 1975. Y así, incorporando casi imperceptiblemente estos recursos debidos a su buen oficio de escritor, la historia va transcurriendo, desarrollándose y extendiéndose en un flujo narrativo arrebatador, fascinante en su simplicidad sin embargo muy profundamente elaborada.
 
Y aún hay otros elementos que le dan altura al libro o que, al menos, permiten que se desmarque de los best-sellers al uso: la vinculación con la realidad, con la elecciones norteamericanas y la candidatura de Obama como telón de fondo de los episodios situados en 2008; los numerosos guiños literarios y referencias cinematográficas: entre los más destacados una ostensible presencia de Nabokov o una ineludible cercanía al universo de Twin Peaks (que el autor desmiente pues cuando escribió la novela -dice- no conocía la serie de David Lynch), cuya atmósfera algo onírica, de opresivo misterio, impregnando de modo ominoso la aparentemente trivial realidad de un pueblecito anodino, resulta inevitable que acuda a nuestras mentes al leer el libro; las citas que encabezan cada capítulo, consejos de escritura -extrapolables a la vida entera, más allá de la literatura- que Harry proporciona a Marcus.
 
Por todo ello no sorprende que la crítica se haya entregado casi unánimemente al joven Dicker. Me ha llamado especialmente la atención el arrebatado entusiasmo de dos pesos pesados de la “inteligencia” francesa, Bernard Pivot y Marc Fumaroli, cuyos enfervorizados juicios se recogen en la contraportada del libro. Pivot, genial comunicador, ya jubilado profesionalmente, del que fui seguidor durante años en Apostrophes y, sobre todo, más recientemente, hace “sólo” quince o veinte años, en Bouillon de culture, dos programas legendarios de la televisión del país vecino, un periodista cultural con una energía formidable, capaz de convencernos -con su contagiosa pasión lectora- de la maravilla de un tratado de fontanería, no ahorra elogios a este La verdad sobre el caso Harry Quebert, como no los escatima tampoco Marc Fumaroli, historiador, ensayista y académico, un clásico del pensamiento francés. Y sin embargo...
 
... Sin embargo, hay algo no del todo redondo, a mi juicio, en el voluminoso texto de Joël Dicker. Quiero resaltar, ya muy brevemente, pues estoy fuera de tiempo, tres aspectos cuanto menos discutibles que -a mi juicio- rebajan algo mi valoración final de la obra y empañan en parte los muy exultantes efectos que provoca su lectura.
 
En primer lugar, el permanente juego de pistas falsas, de sorpresas y vueltas de tuerca, de nuevas interpretaciones sobre la autoría y la causalidad de los hechos criminales narrados, la cantidad de distintas, y en el momento en que se nos cuentan, convincentes “lecturas” explicativas de los sucesos relatados, acaban por mermar la confianza del lector y por generar en él una suerte de indiferencia pues, desde la mitad de la novela, uno ya está persuadido de que quien se nos presenta en cada caso como presunto autor de la muerte de Nola no lo será a la postre (no lo será siquiera en el capítulo siguiente), de que los motivos -aparentemente incuestionables- que han provocado el asesinato no son los verdaderos, de que a la cadena de razonamientos que dan cuenta y “cierran” los episodios acaecidos en Aurora aquel 30 de agosto de 1975 le sucederán otras interpretaciones igualmente completas y aclaratorias de la totalidad de los hechos (al menos los referidos hasta la página correspondiente), de modo que el asombro y el sano desconcierto, la curiosidad y la exaltación detectivescas que nos invaden en la primera mitad del libro dan paso a un desganado escepticismo que lastra claramente la lectura, desprovista ya de pasión y convertida casi en un acto burocrático que nos lleva a correr por las páginas en busca -¡de una vez por todas, por favor!- de la versión definitiva (que obviamente, sólo llega al acercarnos a su final).
 
En segundo lugar, sorprende y desentona en el clima general del libro -aunque en sí mismos esos capítulos resulten hilarantes- la presencia de ciertos episodios protagonizados por la madre de Marcus Goldman, con la presencia en sordina del padre del escritor. Las conversaciones telefónicas con su hijo, absurdas y disparatadas -el recuerdo de los padres de Woody Allen, evocados en tantos de su textos y de sus películas, aparece muy nítido-, son, efectivamente, desternillantes, pero el humor no acaba de encajar en la atmósfera que impregna el resto de la novela.
 
Por último, aunque el andamiaje sobre el que se sostiene la trama parece sólido y muy bien trabajado (el autor confiesa que la escritura del libro le llevó dos años, y no me extrañaría que la mayor parte de ese tiempo lo hubiera ocupado en construir la estructura de la obra, pues ha debido resultar difícil encajar todas las piezas, ajustar los saltos temporales, hacer coincidir las versiones de cada personaje, engarzar los hechos “reales” con los de las respectivas novelas escritas por Quebert y Goldman, elaborar las diversas explicaciones “parciales” para que resultaran convincentes y para que, al fin, no chirriaran con la interpretación final y definitiva), hay, sin embargo, algunos puntos débiles desde la perspectiva de la mera narración policiaca. Así, el presunto secuestrador de la niña huye del escenario del crimen, el bosque aledaño a Side Creek Lane, en un coche muy llamativo, un Monte Carlo negro, que algunos testigos logran vislumbrar a su paso por carreteras cercanas al lugar de los hechos. En los días que siguen a la desaparición de Nola se investiga esa pista para concluir que sólo Harry Quebert tiene un coche idéntico. No obstante, y para sorpresa del lector, a medida que -treinta y tres años después- se relanza la investigación, empiezan a aparecer -retrospectivamente- Monte Carlos negros por doquier... ¡¡¡habiendo sido sus propietarios algunos de los más cercanos allegados a los implicados en el caso y sin que este hecho hubiera llamado en su momento la atención de la policía!!! Otro tanto ocurre con el Colt 39 con el que se dispara -lo sabremos en las últimas páginas del libro- a la infortunada señora Cooper. Un disparo, un calibre, un arma por tanto, que no parecen haber sido investigados en los momentos posteriores al crimen, pues un revólver tan singular tendría que haber conducido inequívocamente, ya entonces, en 1975 -aunque ello nos hubiera dejado sin novela-, hasta el o los asesinos (permitidme que con esta indefinición mantenga el suspense para aquellos de vosotros que aún no hayáis leído el libro y os dispongáis a hacerlo).
 
En cualquier caso, La verdad sobre el caso Harry Quebert, escrita por Jöel Dicker, es una novela apasionante que os atrapará sin remedio a los pocos minutos de iniciar su lectura. Estoy seguro de que os entusiasmará si os decidís a leerla. Voy a dejaros, para cerrar este comentario, con una referencia musical inducida por la proximidad -ya reseñada- que he creído percibir entre el libro y Twin Peaks, la legendaria creación televisiva de David Lynch. Con el tema principal escrito por Angelo Badalamenti para aquella exitosa serie de 1990 me despido por hoy.
 
 
Yo seguía obsesionado con esa idea: ¿cómo, a mi edad, había él sentido ese destello, ese momento de genio que le había permitido escribir Los orígenes del mal? Esa pregunta me obsesionaba cada vez más, y como Harry me había instalado en su despacho, me permití registrarlo un poco. Estaba lejos de imaginar lo que iba a descubrir. Todo empezó cuando abrí un cajón en busca de un bolígrafo y me encontré con un cuaderno manuscrito y algunas hojas sueltas: originales de Harry. Aquello me llenó de entusiasmo: se trataba de una inesperada ocasión de comprender cómo trabajaba Harry, de saber si sus cuadernos estaban cubiertos de tachaduras o si la genialidad le llegaba de forma natural. Insaciable, me puse a explorar su biblioteca en busca de otros cuadernos. Para tener vía libre, esperaba a que Harry se fuera de casa; los jueves se marchaba a dar clase a Burrows, salía por la mañana temprano y no volvía hasta el final de la jornada. Así fue como la tarde del jueves 6 de marzo de 2008 se produciría un acontecimiento que decidí olvidar inmediatamente: descubrí que Harry había tenido relaciones con una chica de quince años cuando él tenía treinta y cuatro. Ocurrió durante el año 1975.
 
Me topé de bruces con su secreto cuando, registrando frenéticamente y sin escrúpulos los estantes de su despacho, encontré, disimulada tras unos libros, una gran caja de madera lacada con una tapa de bisagras. Presentí que me había tocado el gordo, quizás el manuscrito de Los orígenes del mal. Cogí la caja y la abrí, pero, para mi gran decepción, dentro no había manuscrito alguno, sólo unas cuantas fotos y algunos artículos de periódico. Las fotografías mostraban a Harry en sus años jóvenes, la suprema treintena, elegante, orgulloso, y, a su lado, una chica jovencísima. Había cuatro o cinco fotos y aparecía en todas. En una de ellas se veía a Harry en una playa, el torso desnudo, bronceado y musculoso, estrechando contra él a la sonriente joven, que le besaba en la mejilla mientras sus gafas de sol quedaban en equilibrio enganchadas a su larga melena rubia. En el reverso de la foto había una anotación: Nola y yo, Martha’s Vineyard, finales de julio de 1975. En ese instante, demasiado apasionado por mi descubrimiento, no oí a Harry que volvía inusualmente temprano de la universidad: no escuché ni el chirrido de los neumáticos de su Corvette sobre la grava del camino de Goose Cove ni el sonido de su voz cuando entró en la casa. No escuché nada porque en esa caja, bajo las fotos, encontré una carta, sin fechar. Una escritura infantil sobre un bonito papel que decía:
 
No te preocupes, Harry, no te preocupes por mí, me las arreglaré para verte allí. Espérame en la habitación número 8, me gusta esa cifra, es mi número preferido. Espérame en esa habitación a las siete de la tarde. Después nos marcharemos juntos.
Te quiero tanto...
Con mucha ternura,
Nola
 
¿Quién era esa Nola? Con el corazón latiendo a cien por hora, me puse a hojear los recortes de periódico: todos los artículos mencionaban la desaparición de una tal Nola Kellergan una noche de agosto de 1975. La Nola de las fotos de los periódicos se correspondía con la Nola de las fotos de Harry. En ese instante Harry irrumpió en el despacho con una bandeja con tazas de café y un plato de pastas que soltó cuando, al abrir la puerta con el pie, me encontró arrodillado sobre su alfombra con el contenido de su caja secreta esparcido ante mí.
 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

JAMES GEARY. EL MUNDO EN UNA FRASE

Hola, buenas tardes. Un miércoles más está con vosotros Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de de Salamanca dedicado a las recomendaciones de lectura. Hoy, con las navidades a punto de hacer su aparición oficial -su otra presencia, la comercial, ya hace semanas que nos agobia por doquier- os traigo un libro distinto a los que habitualmente presento, centrados casi siempre en el ámbito de la narración, de la ficción literaria. Pues aunque el aforismo, nuestro protagonista de esta tarde, pertenece sin duda al espacio de la literatura, presenta unas especificidades, unas singularidades, que lo alejan de las propuestas más comunes en nuestro programa. He querido aprovechar la brevedad de estos días coincidentes con el solsticio de invierno -los más cortos del año- para hacerlos coincidir con la escueta concisión aforística que se encierra en mi consejo.
 
El libro del que quiero hablaros hoy es una antología, una recopilación, una selección de aforismos, esos destilados de ingenio e inspiración, esos concentrados de pensamiento, esas píldoras de sabiduría que, estando presentes en todas las etapas del desarrollo de la humanidad, tan bien encajan, por otro lado, en esta época actual en la que no hay tiempo para los grandes relatos, las teorías complejas, las explicaciones generales, los sistemas universales; en estos tiempos nuestros, en los que todo es rápido, fugaz, fragmentario, parcial, interrumpido, “deconstruido”.
 
Un libro que es, además, y ello puede hacéroslo especialmente sugestivo, un texto pedagógico, podríamos decir, pues contiene mucha información de utilidad para adentrarnos en el terreno de los aforismos si es que este ámbito nos resultaba hasta ahora desconocido. Un libro, pues, con el que no sólo vais a poder disfrutar leyendo, sino que también podréis aprender, como he hecho yo mismo, multitud de anécdotas e historias curiosas y llenas de interés. Se trata, lo desvelo ya, de El mundo en una frase. Una breve historia del aforismo, escrito por el norteamericano James Geary y publicado por Ediciones CEAC, una filial centrada en el mundo laboral y empresarial, al parecer, de la conocida editorial Planeta. El alejamiento de CEAC del mundo literario en sentido estricto puede explicar, que no justificar, una defectuosa traducción que se atribuye, en el propio libro, a una misteriosa EdiDe S.L. Que en un libro de aforismos, muy vinculados, como ahora veréis, al mundo de la filosofía, se hable del filósofo francés Blaise Pascual en vez de Pascal, o de un supuesto Bishop Berkeley, desconociendo que Bishop no era el nombre sino la condición del Obispo Berkeley, cuestiones ambas al alcance de cualquier estudiante de secundaria medianamente bien informado, parece algo difícilmente disculpable. Por lo demás, el libro está muy bien editado, es formalmente muy bello y su contenido muy atractivo, interesante y entretenido.
 
Tras describir el nacimiento de su personal afición por los aforismos, en un fragmento que os dejo aquí como cierre del programa, James Geary plantea, en un capítulo inicial, las cinco grandes reglas de los aforismos, las exigencias, las leyes implícitas que todo aforismo debe cumplir para poder desempeñar su papel como fuente de inspiración, sabiduría y entretenimiento. Sostiene el autor, y justifica sus afirmaciones con ejemplos múltiples, que el aforismo perfecto debe ser breve, en tanto ha de concentrar un mensaje escueto, urgente; tiene que ser definitivo, porque debe expresar una idea a la primera, sin deliberación, debate o duda alguna; ha de ser personal, ya que debe contener el espíritu, reflejar la personalidad de quien lo emite; debe también ser filosófico, contener una reflexión, un pensamiento, una meditación con siquiera un vago alcance metafísico; y debe, además, contener algún giro, alguna vuelta de tuerca, algún elemento de sorpresa, imprevisto, que lo dote, aunque sea de un modo tenue, de unas gotas de humor.
 
A partir de esas premisas, en el libro se hace un repaso exhaustivo de los más destacados “aforistas” de la historia del hombre, organizados en capítulos que encabezan rúbricas muy explícitas: Somos lo que pensamos, dedicado a los sabios, predicadores y profetas de la antigüedad; Un hombre es rico en función de las cosas de las que puede prescindir: estoicos griegos; Incluso en el trono más alto uno se sienta sobre sus posaderas: moralistas franceses y españoles; El bien y el mal son los prejuicios de Dios: herejes, disidentes y escépticos; La falta de dinero es la causa de todos los males: el auge del chiste breve americano; Conócete a ti mismo, no trates de comprender a Dios; la humanidad sólo debe estudiar al hombre: elogio de la poesía ligera; y Al principio era la palabra, al final sólo el cliché: el aforismo en la actualidad. Una selección que va, en consecuencia, desde los aforistas más remotos, Lao-Tsé, Buda o Confucio, hasta los más actuales como Jenny Holzer, Antonio Porchia o Bárbara Kruger, pasando por una treintena larga de sobresalientes exponentes del género: Marco Aurelio y Séneca, Montaigne, Gracián y La Rochefoucauld, Schopenhauer, Nieztsche y Lichtenberg, Mark Twain, William Blake o Dorothy Parker. El análisis y comentario de cada uno de los autores presentados se entrevera con infinidad de muestras de su ingenio, con decenas de ejemplos de aforismos, algunos muy conocidos, y todos extraordinariamente sugerentes y representativos del talento creador de estos autores. Además, al término del libro, Geary ofrece una amplísima bibliografía para quien quiera seguir adentrándose en este fascinante mundo, aunque hubiera sido aconsejable un índice de pensadores citados que facilitara la consulta.
 
Os dejo con un breve fragmento del texto, en el que se narra el origen de la fiebre de su autor por el coleccionismo de aforismos. Como complemento musical a mi reseña, y como no puede ser de otra manera, una canción brevísima, un destello fugaz, un atisbo de belleza apenas entrevisto, un suspiro genial: Her majesty, de los Beatles.
 
Además, si el género os interesa especialmente, podéis adentraros en sus vericuetos en las emisiones que a partir del próximo 30 de diciembre y durante cuatro semanas os ofrecerá Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca.
 
 
Cuando tenía trece años empecé a coleccionar citas. Al principio no tenía nada claro cómo tenía que coleccionar los aforismos. O bien tienes una buena memoria o bien tomas nota de los dichos en el momento de leerlos. Me decidí por el último método. Descolgué el póster de George Harrison de la pared -el del disco All things must pass en el que aparece vistiendo un gran sombrero de alas caídas y gesto hirsuto-, le di la vuelta, volví a colgarlo y empecé a escribir los aforismos en el reverso. Como coleccionista, yo era alguien muy parecido a la persona descrita por el aforista francés del siglo XVIII Nicolas Chamfort: La mayoría de los coleccionistas de versos y dichos obran como si estuvieran comiendo cerezas u ostras; al principio seleccionan las mejores, pero terminan comiéndolas todas.
 
Mi ansia por coleccionar aforismos era enorme, así que cuando el póster de George Harrison se llenó por completo, pasé al de David Bowie y después al de Pink Floyd. La colección fue creciendo hasta mis veintipocos años, momento en que empecé a coleccionar libros. Pero los pósters aún siguen colgados en las paredes de mi estudio. El papel ha envejecido y ha adquirido una tonalidad amarillenta, las esquinas están rotas de tanto poner y despegar cinta adhesiva. Las citas llenan todo el espacio disponible. Las primeras frases, en tinta roja, escritas en mi pulcra pero nerviosa letra de adolescente, se han ido desvaneciendo con el tiempo hasta quedar prácticamente ilegibles.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

PASCAL QUIGNARD. TODAS LAS MAÑANAS DEL MUNDO

 
Hola buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, la sección de Radio Universidad de Salamanca en la que os ofrecemos semanalmente una recomendación de lectura que aspira a resultaros estimulante y sugestiva. Hoy quiero presentaros un breve pero hermosísimo libro, una novela, muy corta, muy intensa, una joya, una preciosa gema muy medida, redonda, muy cuidada, perfecta, una maravilla ya publicada en España hace bastantes años, pero reeditada hace poco en un formato bellísimo, un objeto delicado y admirable que, también por su envoltorio formal además de por la perfección de su texto, merece la pena que llegue hasta vosotros. Se trata de Todas las mañanas del mundo, escrita por el erudito, cultísimo y refinado Pascal Quignard y publicada en la Editorial Espasa Calpe. La traducción, admirable como todas las suyas, es de Esther Benítez. Todas las mañanas del mundo, quizá lo recordaréis, dio lugar también a una excelente película, con el mismo título, dirigida por Alain Corneau, con el protagonismo del músico catalán Jordi Savall en su banda sonora.
 
En la primavera de 1650 la señora de Sainte Colombe murió. Dejaba dos hijas de dos y seis años de edad. El señor de Sainte Colombe jamás se consoló de la muerte de su esposa. La amaba. Fue en esa ocasión cuando compuso La tumba de los pesares. Así empieza Todas las mañanas del mundo. El señor de Sainte Colombe es un portentoso maestro de viola. Su elevada y exigente concepción del arte musical, de la interpretación, lo convierten en un hombre huraño, arisco, maniático, descuidado en el vestir, austero en sus hábitos, ajeno a los asuntos del mundo, intransigente con todo aquello que rebaje la nobleza, el carácter excelso, la perfección de la música. La muerte de su esposa lo sume en una tristeza, en un desconsuelo que lo llevan a apartarse del mundo y a rehuir la vida, entregándose al cultivo apasionado de su música, único vínculo con su esposa muerta, con cuyo espíritu logra comunicarse en sus momentos de inspiración, provocando una suerte de apariciones fantasmales de su desaparecido amor. Desde ese momento consagra su existencia a su instrumento, aislado y desinteresado de todo lo que no sea la ejecución de las obras que su melancolía le inspira, y de la educación de sus jóvenes hijas, que, a su lado, se convierten también en inspiradas y sapientísimas intérpretes. Construye una sencilla y tosca choza de madera en las ramas de una morera de su jardín y en ella se recluye, huyendo de su tristeza, entregado a sus improvisaciones, negándose a los requerimientos de la Corte, del propio monarca Luis XIV, el cual, teniendo noticia de su virtuosismo lo reclama para acogerlo entre sus músicos de cámara. Soy tan salvaje, señor, que pienso que no pertenezco sino a mí mismo, contesta firme y orgulloso al enviado real rechazando la gloria, la riqueza y la fama de la corte y eligiendo su soledad, sus recuerdos, su libertad. Prefiero la luz del ocaso sobre mis manos al sol que me ofrece, dice a los escandalizados emisarios de Versalles, prefiero mis ropas de paño a vuestras pelucas descomunales, prefiero mis gallinas a los violines del rey, y mis cerdos a vosotros mismos.
 
La aparición en las vidas del señor de Sainte Colombe y sus hijas del atractivo joven Marin Marais, que, a sus diecisiete años y habiendo abandonado la coral del Rey, se presenta en la vivienda del anciano músico, atraído por su prestigio y su renombre, reclamando de él que sea su maestro de viola y composición, cambiará la rutinaria y recogida existencia de la familia. El joven Marais acabará perfeccionando su arte entre las reticencias e incluso el rechazo del viejo Sainte Colombe, que en su humilde torre de marfil descree de cualquier uso espurio de la música, el que la relega a mero acompañamiento de la danza o a trivial regalo para los oídos del rey. El anciano cree en la música, y aspira a imbuir en su discípulo tal creencia si se consagra a sus más altos y auténticos fines, la belleza, lo inefable: Cuando tomo mi arco, lo que desgarro es un pedacito de mi corazón en carne viva, afirma.
 
Pasan los años, Marin Marais, que ha amado a las hijas de su maestro, ha abandonado la casa de éste, se instala en la corte, asume cargos de importancia en las orquestas reales, compone óperas, también toma esposa, acaba teniendo diecinueve hijos, pero sólo al final de su vida logra penetrar en la esencia de las enseñanzas de su maestro, sólo entonces comprenderá que la música es un pequeño abrevadero para que beban aquellos a quienes el lenguaje ha traicionado, que la música se crea y se interpreta por la sombra de los niños, por los martillazos de los zapateros, por los estados que preceden a la infancia, cuando carecíamos de aliento, cuando carecíamos de luz.
 
Os dejo ya con un fragmento significativo de este bellísimo e inspirado, poético y filosófico libro, que os recomiendo vivamente, Todas las mañanas del mundo, escrito por Pascal Quignard y publicado por la editorial Espasa Calpe. La ilustración musical de la reseña de esta tarde no podía ser otra, claro está, que una pieza extraída del magnífico film de Alain Corneau. Se trata de Gavotte du tendre compuesta por el propio Sainte Colombe e interpretada por Jordi Savall.
 
 
Descubrió una forma distinta de sujetar la viola entre las piernas sin que descansara en la pantorrilla. Añadió una cuerda baja al instrumento para dotarlo de una posibilidad más grave y con el fin de proporcionarle un timbre más melancólico. Perfeccionó la técnica del arco aligerando el peso de la mano y cargando la presión solamente en las cuerdas, con ayuda del índice y el medio, lo cual hacía con asombroso virtuosismo. Uno de sus alumnos, Côme LeBlanc el Viejo, decía que lograba imitar todas las inflexiones de la voz humana: desde el suspiro de una jovencita hasta el sollozo de un hombre entrado en años, desde el grito de guerra de Enrique de Navarra hasta la suavidad del aliento de un niño que se aplica y dibuja, desde el estertor desordenado al cual incita a veces el placer hasta la gravedad casi muda, con poquísimos acordes, y poco variados, de un hombre concentrado en la plegaria.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

PABLO MARTÍN SÁNCHEZ. EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO

Hay algo de emocionante y de aterrador a la vez en la idea de que el azar pueda gobernar nuestras vidas. Emocionante, porque forma parte de la aventura misma del vivir; aterrador, porque provoca el vértigo de lo incontrolable. En el caso de la escritura, el azar suele jugar un papel más peregrino de lo que a menudo se piensa, por mucho que algunos autores lo hayan convertido en protagonista de toda su obra. La historia que el lector tiene en las manos, sin embargo, no habría sido posible si el azar no hubiera llamado con insistencia a la puerta del que esto escribe. O mejor dicho: no existiría esta historia tal y como aquí se cuenta, pues buena parte de los hechos pueden rastrearse en las hemerotecas y los archivos, esos cementerios sin flores de la memoria. Pero una historia sin relato es una historia que aún no existe: alguien tiene que tejer el hilo de los acontecimientos. Y el azar o la coincidencia se han interpuesto en mi camino para que sea yo quien lo haga. Porque ésta es la historia de alguien que pudo ser mi bisabuelo. Es la historia de un anarquista que se llamaba como yo. Es la historia de Pablo Martín Sánchez, una historia que quizá valga la pena ser contada.
 
Todo empezó el día en que tecleé por primera vez mi nombre en Google. Por entonces yo era un joven autor inédito que echaba las culpas de su fracaso a lo anodino de su nombre. Y el buscador vino a darme la razón: escribí «Pablo Martín Sánchez» y la pantalla vomitó cientos de resultados. Incluso yo aparecía por allí, formando parte de un cóctel compuesto por surfistas, jugadores de ajedrez o provocadores de accidentes de tráfico perseguidos por la justicia. Pero hubo una entrada que llamó especialmente mi atención, tal vez por estar escrita en francés: «Diccionario internacional de militantes anarquistas (de Gh a Gil)», decía el titular; y a continuación podía leerse este fragmento: «Capturado, fue condenado a muerte y ejecutado con otros participantes en la acción, como Julián Santillán Rodríguez y Pablo Martín Sánchez…». Intrigado, entré en la página y descubrí que se trataba de un artículo dedicado al anarquista Enrique Gil Galar, donde se mencionaba de pasada a Pablo Martín Sánchez. Intenté acceder entonces a la letra M correspondiente a Martín, pero el diccionario estaba en construcción y sólo lle¬gaba hasta la G. Sin embargo, el texto dedicado a Gil Galar aportaba algo más de luz a lo dicho en la entradilla: «Miembro de un grupo de acción, Enrique Gil Galar participó los días 6 y 7 de noviembre de 1924 en la expedición de Vera de Bidasoa en la que un centenar de camaradas procedentes de Francia habían penetrado en España».
 
No logré encontrar en internet ninguna referencia más, pero durante varios meses seguí conectándome a la página de los militantes anarquistas para ver las evoluciones de su diccionario. Lo malo es que el ritmo de trabajo de aquella gente era desesperadamente lento y podrían pasar años antes de que llegaran a la letra M. Al final, les escribí pidiéndoles más información sobre Pablo Martín Sánchez. Su amable respuesta, que aún conservo, decía: «Buenos días y gracias por su correo. Lamentablemente, no tengo más información sobre Pablo Sánchez Martín [sic]. Habría que buscar, sin duda, en la prensa española de la época y en los archivos de los tribunales. Cordialmente suyo, R. Dupuy». Y eso fue exactamente lo que hice: rastreé los periódicos de la época disponibles en la Biblioteca Nacional, consulté docenas de libros sobre los sucesos de Vera y viajé hasta el escenario mismo de los hechos. Sólo entonces comprendí que debía escribir la historia de aquel anarquista que me había robado el nombre.
 
 
Hola, buenas tardes. Así, con este largo texto algo enigmático y sin embargo prometedor (y que tendrá su continuación en el extenso fragmento del capítulo inicial del libro con el que cerraré esta reseña), empezamos esta tarde Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana, cada miércoles más exactamente, os ofrecemos una recomendación literaria con la indisimulada intención de persuadiros, de convenceros, de mover vuestra atención y vuestra voluntad hacia un libro cuya lectura consideramos aconsejable. Y así ocurre también hoy en que quiero hablaros de una novela muy estimable, que encierra en su largo texto -más de seiscientas páginas- innumerables motivos para el disfrute, para la reflexión, para el conocimiento, para el placer, también para la emoción. Se trata, como quizá habéis podido colegir del extenso fragmento de presentación, de El anarquista que se llamaba como yo, escrito por el casi novel Pablo Martín Sánchez y publicado por la Editorial Acantilado el pasado 2012.
 
En los primeros días de noviembre de 1924, un exiguo grupo de anarquistas españoles, exiliados en Francia huyendo de la Dictadura de Primo de Rivera, atraviesa los Pirineos, por dos frentes, en un delirante intento de derrocar al dictador. Los “sublevados”, víctimas probables de una encerrona urdida por el propio régimen, son detenidos en Vera de Bidasoa tras varios intercambios de disparos con la Guardia Civil en los que mueren dos miembros del instituto armado y algunos de los engañados “conspiradores”. Tras un juicio-farsa en el que las autoridades civiles y militares pretenden dar un castigo ejemplarizante a los responsables de la intentona, tres de los integrantes del absurdo episodio, entre ellos Pablo Martín Sánchez, el anarquista que se llamaba como el autor del libro que ahora comento, son condenados y ejecutados mediante el garrote vil a las pocas horas de conocida la sentencia.
 
El libro se estructura en dos planos cronológicos que acaban por coincidir. En el primero de ellos, que integra los capítulos impares, la acción se desarrolla en 1924, en los meses anteriores al inocente y desmesurado (precisamente por su ingenuidad) proyecto. Es ahí donde conocemos a Pablo Martín Sánchez, un joven de treinta y cuatro años que trabaja en una imprenta parisina en la que se edita un semanario dirigido a emigrados españoles, y que deambula por los círculos de los exiliados de la dictadura, contactando con anarquistas y revolucionarios, y asistiendo a mítines y conferencias de relevantes intelectuales de nuestro país: Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, en los que se denuncia la injusticia del opresivo régimen. Su realidad, teñida de sueños utópicos, se desenvuelve en un idealista y exaltado ambiente de maquinaciones e intrigas en contra del gobierno del dictador. La historia avanza, en esta parte de la obra, desde esas jornadas conspirativas, repletas de tramas y sospechas, de planes y rumores, de caos y despropósitos, de comienzos del otoño del 24, hasta llevarnos al desconcertante episodio de la “invasión” de nuestras fronteras y la consiguiente detención y condena de los muy verdes e ilusos revolucionarios. Cada uno de los capítulos de esta parte se abre con una cita de periódicos de la época, de documentos varios sobre el suceso, de fragmentos de discursos o textos literarios, singularmente de Pío Baroja y su La familia de Errotacho, parcialmente basada en los hechos reales de los que da cuenta el libro.
 
En paralelo, en los capítulos pares, asistimos, a partir de 1890, a los primeros años de vida del propio Pablo, su nacimiento en Baracaldo, su infancia con los padres y la querida hermanita, su desplazamiento a Madrid -primero- en donde su padre se examina de las oposiciones de Inspector de Educación, y a Salamanca -después- acompañando a su progenitor en los pasos iniciales de su profesión, sus desgraciados amores de juventud con una chica de Béjar, su huída a Francia, y allí, París, y más tarde Barcelona y Argentina y de nuevo Francia… Podríamos decir, pues -aunque hay algo de esquemático reduccionismo en mi síntesis-, que las acciones “externas”, “reales”, históricas, nutren el primer eje del libro, mientras que las más íntimas, las más subjetivas, las más -también- “inventadas”, surgen en la segunda sección.
 
Y precisamente aquí aparece uno de los aspectos más atractivos del libro -más allá del enorme interés intrínseco de la historia narrada-, que no es otro que el juego invención/realidad, el de los límites de la ficción y las licencias de la literatura que, tan común en infinidad de novelas recientes, impregna también la obra de Martín Sánchez. Y es que en El anarquista que se llamaba como yo nunca sabemos -salvo los hechos objetivos indiscutibles que figuran en los libros de historia- qué es verdad y qué inventado, qué obedece a la ingente labor de documentación llevada a cabo por el autor, con calas en archivos policiales, periódicos y revistas, en particular el ABC y el Diario de Navarra, con recreaciones muy verosímiles de los ambientes descritos, y qué es fruto de la libérrima imaginación de un escritor que no renuncia a los fines últimos de la literatura, esto es a la voluntad de contar historias.
 
Además, el libro interesa también porque sirve al autor -e igualmente a nosotros, los lectores- como una especie de excusa para dar cuenta de la historia reciente de nuestro país, de Europa y del mundo entero. Por la novela pasan, obviamente, la dictadura de Primo de Rivera y la conspiración o revolución del 24 que centra la trama, pero también la semana trágica catalana, Buenaventura Durruti, Francesc Macià, y tantos otros personajes de nuestro convulso pasado, e igualmente, en otra dimensión, momentos muy significativos de la historia europea contemporánea, la primera guerra mundial, el caos social de entreguerras que propiciará -el huevo de la serpiente- en nuestro continente el estallido de la segunda contienda bélica, y también el nacimiento del cine, el “esplendor” del anarquismo, el auge de los movimientos revolucionarios. Y la presencia de estos hechos, acontecimientos y personajes no es sólo episódica, no se trata sólo de un escenario difuso, de un telón de fondo inapreciable, sino que forman parte esencial del libro, impregnando sutilmente su desarrollo.
 
En fin, os recomiendo vivamente este El anarquista que se llamaba como yo, escrito por Pablo Martín Sánchez y publicado por Acantilado. No dejéis de leerlo. Como complemento musical a mi reseña os dejo con Maldita burguesía, una habanera anarquista, muy combativa, llena de sueños utópicos, creada en 1907 e interpretada -probablemente, pues no he podido confirmar la fuente- por Claudia Gambino.
 
 
Sin embargo, limitarme a contar lo ocurrido en 1924 no tenía mucho sentido. Ya lo habían hecho otros antes y desde primera línea: como don Pío Baroja en La familia de Errotacho, escrita en su despacho del caserío de Itzea, con vistas al camino que tomaron los revolucionarios la madrugada del 6 al 7 de noviembre. Lo que debía hacer era algo que aún no había hecho nadie: reconstruir la biografía de Pablo Martín Sánchez. Pero la empresa no iba a ser sencilla, pues si su participación en los sucesos de Vera estaba bien documentada, sobre su vida anterior poco se sabía, quizá por haber sido tan trivial como la de la inmensa mayoría de la gente, aunque acabe saliendo en los periódicos. De hecho, uno de los pocos datos que tenía es que había nacido en Baracaldo, así que decidí empezar la búsqueda por el principio: por el registro civil. Y hacia allí me dirigí una lluviosa mañana de otoño.
 
En el registro había cola. Esperé con impaciencia mi turno. Y cuando llegué a la ventanilla pedí la partida de nacimiento de Pablo Martín Sánchez. «¿Fecha?», preguntó la chica que me atendió. «No lo sé exactamente», respondí. «Pues sin la fecha de nacimiento no podemos hacer nada». Entonces recordé que las crónicas de la época aseguraban que Pablo tenía veinticinco años en el momento de la intentona. «Hacia 1899», aventuré. «Voy a ver», dijo la chica y se levantó a consultar un enorme cartapacio. Enseguida volvió negando con la cabeza: en 1899 no había nadie registrado con aquel nombre. «¿Y en 1900?», pregunté. Pero aunque la chica consultó los volúmenes comprendidos entre 1895 y 1905, lo más parecido que encontró fue un tal Pablo Martínez Santos, fallecido de un colapso respiratorio a los pocos días de nacer. Cuando noté que la gente de la cola se empezaba a impacientar, di las gracias y me fui, sin fijarme demasiado en la chica que me había atendido. Por eso no la reconocí cuando aquella misma noche se acercó hasta la mesa de la taberna Txalaparta en la que yo meditaba la estrategia a seguir al día siguiente y, con una sonrisa descarada, me soltó: «No esperaba que llegases vivo hasta la noche». Y ante mi cara de desconcierto, continuó: «Chico, saliste del registro tan deprimido, que pensé que te suicidarías nada más llegar a casa». La invité a sentarse, pero estaba celebrando un cumpleaños con unas amigas y sólo aceptó quedarse unos minutos. Le conté la historia que me había llevado hasta Baracaldo, intentando justificar mi frustración de aquella mañana, y me dijo que mirase las actas de bautizo de las parroquias, que a veces eran más fiables que los datos del registro. Me deseó suerte y se despidió con un par de besos. Sólo entonces me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.
 
Al día siguiente volví al registro, pero en lugar de la chica de la sonrisa descarada me atendió un tipo gordinflón y sudoroso. Le pregunté por ella y me dijo que estaba enferma. Entonces escribí una nota en un papel, la firmé con mi correo electrónico y le pedí que se la dejara en algún lado, si era tan amable. Dos días después, tras recorrer todas las iglesias de Baracaldo, regresé a casa con las manos vacías. No sabía por dónde continuar mis pesquisas. Y cuando estaba a punto de desistir, un correo vino a devolverme las esperanzas: era de la chica de la sonrisa descarada (a quien seguiré llamando así, para respetar su voluntad de anonimato). Decía que, como le había interesado mi historia y las horas en el registro se le hacían eternas, se había puesto a consultar los archivos y había encontrado a un tal Pablo Martín Sánchez nacido el 26 de enero de 1890. No creía que fuera el que yo buscaba, pero quién sabe, tal vez sí. Además, le había contado la historia a su abuelo, haciéndole prometer que preguntaría en el centro cívico si alguien la conocía. Le escribí de inmediato dándole las gracias y pensando que, de nuevo, el azar o la coincidencia se habían cruzado en mi camino. Y es que si en vez de haber entrado aquella noche en la taberna Txalaparta hubiese entrado en el Tempus Fugit, lo más probable es que ahora, lector, tuvieras otro libro entre las manos, y no precisamente mío.
 
El dato que la chica de la sonrisa descarada había encontrado en el registro civil era correcto: se trataba del Pablo Martín Sánchez que yo andaba buscando, nacido bastante antes de lo que aseguraban las crónicas de la época (un error generalizado que ya habrá tiempo de explicar). Además, las voces que dio el abuelo de la chica entre sus compañeros del centro cívico pronto obtuvieron recompensa. Uno de aquellos ancianos de Baracaldo que se reunían cada tarde para jugar al mus conocía a alguien de un pueblo vecino que tenía un primo cuyo padre había estado en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera, participando en algunas de las reuniones clandestinas en las que se planeó derrocar al régimen. El hombre había muerto casi centenario pocos años atrás, pero su hijo aún recordaba algunas de las historias que le había contado. El problema era que vivía en Boston, Massachusetts, y yo no podía permitirme el lujo de viajar hasta allí para entrevistarle, por lo que me limité a escribirle una carta que nunca recibió respuesta. Pero los abuelos del centro cívico no se dieron por vencidos y, entusiasmados con una historia que parecía haberles devuelto las energías de su primera juventud, continuaron dando voces por todo Baracaldo. La chica de la sonrisa descarada pasaba de vez en cuando a verlos y me mantenía informado de sus progresos, divertida con las historias que le contaban «los sabuesos del geriátrico», como ella los llamaba. Así que yo no tuve que hacer prácticamente nada; ellos mismos fueron tirando del hilo y un buen día me llegó la noticia de que habían localizado a alguien que podría contarme muchas cosas sobre la historia que yo andaba investigando: una sobrina de Pablo Martín Sánchez, de más de noventa años y con fama de misántropa, que vivía en una residencia de ancianos en Durango, a una treintena de kilómetros al sureste de Bilbao.
 
Quizá pienses, lector, que en aquel momento me embargó una alegría enorme, pero debo confesar que lo único que sentí fue miedo. Sí, un miedo inexplicable, un miedo inconcreto. Miedo a enfrentarme a una historia insípida, miedo a lograr hablar con aquella sobrina y tener que aceptar que allí no había ninguna historia que contar, miedo a descubrir que mi tocayo el anarquista había sido un ser insignificante o un delincuente de baja estofa enrolado en la expedición de Vera con mezquinas intenciones. Por un momento pensé en quedarme en casa y olvidarme del asunto. Pero el curioso que llevo dentro acabó ganando la partida al cobarde que me atenazaba y emprendí un nuevo viaje, esta vez con destino a Durango. Un sábado de finales de enero, frío pero soleado, me presenté en la residencia Uribarri. Me hicieron esperar unos minutos y luego me acompañaron hasta el jardín, donde la sobrina de Pablo Martín Sánchez me esperaba en un banco, medio adormilada. Su cabeza asomaba apenas por el cuello del grueso abrigo verde que la envolvía, lo que le daba un curioso aspecto de tortuga dormitando al sol. La enfermera le frotó suavemente el hombro y la anciana alargó el cuello hacia nosotros, abriendo los ojos con parsimonia tras unos gruesos cristales. Me escudriñó unos instantes antes de sonreír. Luego sacó del caparazón una mano arrugada, donde lucía un curioso anillo en forma de T, y me la tendió amablemente: «Teresa, para servirle», dijo. Y acto seguido, con la misma voz dulce, ordenó: «Siéntese, hágame el favor».
 
Aquel encuentro inauguró una serie de visitas que se prolongaría hasta el otoño siguiente: el primer sábado de cada mes subía a Durango para escuchar las historias de Teresa, la sobrina de Pablo Martín Sánchez a quien debo por lo menos la mitad de este libro, pues prácticamente todo lo que sé de la vida de su tío hasta el momento en que decidió enrolarse en la expedición revolucionaria procede de la inagotable fuente de su memoria, lúcida y chispeante al principio, aunque cada vez más enturbiada a medida que se sucedían las sesiones. Y así, desmintiendo por completo el sambenito de misántropa que algunos le habían querido colgar, me ofreció de forma casi cronológica el relato de la vida (o lo que ella recordaba que le habían contado de la vida) de su tío el anarquista.
 
La última sesión estaba programada para la víspera de Todos los Santos, pues en la visita anterior la enfermera me había advertido que la salud de Teresa estaba empeorando mucho últimamente y que los esfuerzos de memoria que se veía obligada a realizar conmigo podían ser perjudiciales. Me presenté en la residencia a primera hora de la tarde, con una caja de bombones en la mano y un nudo en el estómago. Me embargaba una extraña mezcla de tristeza y de alivio; de tristeza por poner fin a aquellos entrañables encuentros y de alivio por estar a punto de completar el puzzle de una historia que debía convertirse en libro. La vida de Pablo Martín Sánchez había resultado ser de lo más fascinante y la anciana me había anunciado en nuestro último encuentro una «sorpresita final», sonriendo maliciosamente y entrecerrando los ojos tras los gruesos cristales. Pero al preguntar por ella en recepción, la imprevista noticia de su muerte me golpeó de tal modo que llegué a perder el equilibrio: a pesar de su edad y de su salud deteriorada la había creído indestructible. «Falleció la semana pasada -me dijeron-, dulcemente, mientras dormía». Lamentaban no haberme podido avisar, pero no tenían mi número de teléfono. Les di las gracias y salí de la residencia, con la caja de bombones en la mano. Al cruzar el umbral, oí que alguien decía mi nombre. Me volví: era la enfermera, que traía un sobre en la mano. En el anverso estaba escrito «Para Pablo». «Lo encontramos en la mesita de noche de la señora Teresa -dijo la enfermera-, imagino que era para usted». La miré a los ojos y, no sé por qué, lo único que conseguí hacer fue abrazarla. Sería porque no me salían las palabras.
 
Ya en la calle, me senté en un banco y abrí el sobre. Dentro había una fotografía antigua, muy bien conservada, como si alguien la hubiera guardado con celo durante mucho tiempo. En ella aparecían tres personas: un hombre apuesto, una mujer morena y una joven adolescente, abrazados y apoyados en un flamante camión de mercancías de los años veinte, en el que la publicidad ya había hecho su aparición, pues por encima de ellos sobresalía el dibujo de una gran cabeza de vaca con pendientes, junto al rótulo de la marca: «La vache qui rit». Al fijarme bien, descubrí que aquel hombre era el mismo que había visto en el Archivo Histórico Nacional, en una de las fichas antropométricas realizadas por la policía tras los sucesos de Vera: ni más ni menos que Pablo Martín Sánchez, mi tocayo el anarquista. A la mujer y a la adolescente no las reconocí, aunque supuse que serían su hermana y su sobrina, la propia Teresa, a pesar de no parecerse en nada a la anciana que había abierto para mí el baúl de sus recuerdos. Al volver a meter la foto en el sobre, descubrí que había también un pedazo de papel, en el que, como garabateado a última hora, se podía leer: «Gracias por todo, Pablo. Mi tío se habría reído de lo lindo al saber que iba a acabar convertido en protagonista de una novela».
 
No puedo hacer menos que dedicarle a Teresa este libro y darle las gracias por haber hecho posible que ahora tú, lector, resucites la historia de su tío el anarquista.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

JAUME CABRÉ. YO CONFIESO

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Mi recomendación de hoy no creo que tan sólo despierte vuestro interés, sino que tocará vuestras emociones, os hará pensar, os entretendrá, os conmoverá, os entusiasmará, pues se trata de una excepcional novela, con muy altas virtudes literarias pero con un aún mayor -si cabe- calado humano. El libro del que os hablo, cuyo título quizá ya conozcáis, pues gozó de una más que notable repercusión pública hace unos meses, con Premio de la Crítica incluido, es Yo confieso, escrito por Jaume Cabré, publicado por la editorial Destino, y traducido al castellano desde su catalán original por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
 
Vaya por delante, como tantas otras veces en casos similares, que todo intento de resumir un libro de tanta extensión, ochocientas cincuenta páginas; tanta densidad, pues el relato, aunque centrado sobre todo en las últimas seis décadas de la vida de su protagonista, se ramifica y alarga y hunde sus raíces en sucesos con varios siglos de antigüedad; tantos personajes, con más de ciento cincuenta repertoriados (vocablo no admitido por la Academia pero que me he apropiado con gozo desde que lo leí en Andrés Trapiello, que lo usa habitualmente) en el dramatis personae final; y tan complicada elaboración, ya que ha ocupado ocho años de la vida de su autor, es una pretensión condenada al fracaso. Intentaré, para evitar la frustración -leve- que me acomete en estas situaciones, esbozar sólo algunos de los rasgos relevantes de la obra, teniendo que dejar en el tintero, necesariamente, muchos otros.
 
Empiezo, pues, con un sucinto apunte de su trama argumental. Adrià Ardèvol, un humanista con conocimientos de muy variadas disciplinas, doctorado en Tübingen, profesor universitario, frecuentador de los clásicos, autor de varios libros sobre el pensamiento occidental y la historia de la cultura, capaz de desenvolverse en una decena de lenguas, algunas de ellas muertas, un sabio, en definitiva -quiero saberlo todo, lo que se sabe ahora y lo que se sabía antes. Y por qué se sabía o por qué todavía no se sabía-, nacido en Barcelona, en un gran piso del Eixample, en 1946 (casi coetáneo, pues, del propio Cabré, que es del 47; uno más de los rasgos autobiográficos del libro), se encuentra afectado, en los últimos años de su vida, por la enfermedad de Alzheimer. Consciente de su deterioro, decide escribir una larga confesión en la que repasa su vida entera. Confiteor, declara, yo confieso. Un análisis introspectivo de los sesenta años de su existencia que acaba entreverándose, en una dimensión más universal, con un repaso a cinco siglos de la historia de la humanidad. Me encuentro viejo y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil negro y, con un gesto cortés, me anima a seguir la partida. Sabe que estoy muy escaso de peones. De todas maneras, todavía no es mañana y miro a ver qué pieza puedo mover. Estoy solo ante el papel, la última oportunidad que tengo. Y más adelante: Escribo con mucha dificultad, cansado, desorientado, porque empiezo a tener lapsus preocupantes. Por lo que me da a entender el médico, cuando estas hojas estén impresas, querida mía, seré un vegetal incapaz de pedir a alguien que, ya no por amor, al menos por compasión, me ayude a dejar de vivir.
 
Estas dos vertientes principales de la narración de Adrià, la introspectiva y la “externa”, coinciden materialmente en el texto del que el libro nos da cuenta. Durante meses el protagonista escribe de modo simultáneo en las dos caras de su manuscrito. En una de ellas -la dimensión subjetiva, podríamos decir, de su inagotable torrente verbal, la confesión propiamente dicha- recoge el relato de su vida, de los hechos, de su infancia y sus estudios, de su carrera académica y profesional, de su familia y sus amigos, pero también de los propios temores, de los odios, de los juicios, de los menosprecios, de las angustias, de las añoranzas, de las cobardías... y, claro está, del amor, personificado en Sara, su gran pasión y a la que está dirigida su larga declaración. En la otra cara del papel garabateado, la vertiente objetiva -pero ambas acaban, como digo, imbricándose y coincidiendo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, me lo enseñaron en el colegio, a mí, que no estoy ni bautizado, me parece. (...) Soy culpable de todos los terremotos, incendios e inundaciones de la Historia. No sé dónde está Dios-, Adrià ensaya una reflexión sobre el acontecer de la sociedad humana a partir de la perspectiva del mal, de la barbarie, de la degradación moral a la que se ha entregado el hombre a lo largo de los siglos: la brutalidad medieval, la cruel Inquisición, el inconcebible y atroz y devastador y sanguinario “experimento” de la “limpieza étnica” nazi.
 
En el primero de los planos la infancia del protagonista ocupa un lugar destacado. El padre de Adrià, Félix Ardèvol, es un hombre autoritario, exigente y rígido. Ex-seminarista, hombre intelectualmente brillante, sólo se interesa por la dimensión académica de la vida de su hijo, por su rendimiento escolar, por una futura carrera profesional que ha de ser, inexorablemente, la que él mismo ha marcado para su vástago. También la madre del niño, silenciosa, sometida a la fuerte personalidad de su marido, aunque, tras la muerte de éste, igual de insensible ante su hijo que lo fuera en vida el padre, tiene un papel relevante en este ámbito del libro. La novela está trufada de reflexiones tanto del Adrià adulto, que mira con melancolía retrospectiva su infancia en cierto modo perdida (Comprendió que no había sido niño ni de pequeño; o también: Yo era un niño solitario e infeliz con unos padres insensibles a todo lo que no fuese mi inteligencia, y que no sabían preguntarse si yo quería ir al Tibidabo a ver los autómatas, que se movían como personas si se les echaba una moneda. Pero ser niño quiere decir tener capacidad para oler la flor que brilla entre el barro tóxico. Y quiere decir saber ser feliz con un camión de cinco ejes que era una caja de cartón de sombrero de señora; o igualmente: En esa época, el ablativo absoluto no tenía secretos para mí, pero la vida sí; o aún esta otra: Fue un error nacer en aquella familia por muchos motivos. Lo que me dolía era que mi padre sólo supiera que yo era su hijo. Todavía no se había dado cuenta de que era un niño; y sobre todo: Tengo toda la infancia en casa grabada en la cabeza como diapositivas de pinturas de Hopper, con la misma soledad pegajosa y misteriosa. Y me veo en ellas como un personaje sentado en una cama deshecha, con un libro abandonado en una silla desnuda, o que mira por la ventana o sentado junto a una mesa limpia, mirando la pared vacía. (...) Y si Hopper decía que pintaba porque no lo podía decir con palabras, yo lo escribo con palabras porque, aunque lo estoy viendo, soy incapaz de pintarlo. Y siempre lo veo como él, a través de ventanas o de puertas entornadas. Y al final sé lo que no sabía. Y lo que no sé me lo invento y también es verdad), como del Adrià niño que, en presente, se lamenta de su solitaria vida familiar (No me quieren, me calculan. Me miden el coeficiente intelectual, hablan de mandarme a Suiza, a una escuela especial, y de matricularme en tres cursos a la vez; o esta otra, esclarecedora y tristísima: es tan difícil ser niño y fingir que eres hombre y que te importa un bledo lo que, por lo visto, importa un bledo a los hombres, y darse cuenta de que importa mucho, pero es preciso disimular, porque si los demás se enteran de que no te importa un bledo, sino dos o tres, se reirán y dirán, eres un criajo).
 
En esta parte del libro (aunque, como aclararé más adelante, no existen en propiedad “partes” del libro, claramente diferenciadas, más allá de la natural división en capítulos, sino que ambas dimensiones de la narración se entremezclan en una estructura compleja muy bien ensamblada, atrevida literariamente y sin embargo de una gran belleza y una enorme eficacia), aparecen las grandes preocupaciones de la vida del protagonista, la amistad (entrañable la que mantiene con Bernat desde la adolescencia hasta el fin de sus días; problemática, pues en ocasiones linda con una relación sentimental conflictiva, la que le une a Laura), el amor (hace treinta o cuarenta años que nos conocimos Sara y yo. Es la persona que ha iluminado mi vida y por la que lloro más amargamente. Una niña de diecisiete años, con el pelo oscuro, recogido en dos trenzas, que hablaba catalán con deje francés como si fuera del Rosellón, y que no ha perdido nunca. Sara Voltes-Epstein, que ha ido entrando en mi vida intermitentemente y a quien siempre he echado de menos), la belleza, el conocimiento, la música, la escritura, el arte, y, claro, la culpa, lo que nos lleva a la otra gran vertiente de la propuesta literaria de Yo confieso, el ya mencionado asunto del mal.
 
Hay una imagen esencial que concentra lo fundamental del libro, un excepcional violín que recorre la novela de principio a fin, que engarza los dos planos de la obra y que “funciona” -asociado, en su viaje a lo largo de los siglos, a la peculiar historia universal de la infamia que el autor quiere presentar- como emblema de lo que Jaume Cabré nos cuenta. Se trata de un ejemplar casi único, un “storioni” -Laurentius Storioni Cremonensis me fecit. 1764-, que surca, en multitud de historias, la narración. Hay un pequeño monasterio medieval, Sant Pere de Burgal, y un pergamino que es el acta de la fundación de ese convento y que llega a poseer Adrià, que escribe sobre el documento: Cuando lo toco, me emociona la larga historia que simboliza. Entonces pienso en los monjes que lo recorrerían a lo largo de los siglos, en los siglos de los rezos a Dios, que no existe, en las salinas de Gerri, en los encumbrados misterios del Burgal. Y en los campesinos que morían de hambre y enfermedades, en los días que van pasando lentos, pero implacables, y en los meses y los años... y me emociono. Y está Jachiam de Pardàc, que en un bosque de abetos encuentra un arce del grosor adecuado, y percibe el canto de la madera, y que tras la tragedia de su familia, los Mureda de Pardàc, y el incendio de sus tierras en Paneveggio, llega a Cremona en 1705 con un cargamento de esa madera excepcional. Y conocemos a Lorenzo Storioni, que transforma esa maravilla de la naturaleza y la convierte en una pieza extraordinaria en el taller de los afamados Guarneri: Admiró al tacto el ritmo de lo curvatura. Lo posó encima de la mesa del taller y se alejó hasta que dejó de oler la intensa fragancia del abeto y el arce milagrosos. Un buen violín, además de sonar bien, debe ser placentero a la vista y fiel a las proporciones que le dan valor. Y sabemos también de Guillaume-François Vial que llega a asesinar en su obsesión por el violín. Y Matthias Alpaerts, con su familia borrada del mundo por el absurdo delirio nazi en Auschwitz-Birkenau, y el doctor Voigt y Konrad Budden que, con la excusa del interés científico, aplican su ciencia médica a la despiadada tortura sistemática en el campo de exterminio, y Rudolf Höss el abyecto comandante de ese lugar del espanto... Todos tienen contacto con el instrumento, sufren, luchan, compran, sobornan, traicionan, matan o mueren por él... hasta que llega a las manos del propio Adrià, que lo recibe de su padre, uno más -el nada inocente Félix Ardèvol- en la larga lista de quienes han envilecido la posesión del maravilloso violín: A lo largo de la vida he aprendido que este violín no es mío, sino que yo soy suyo. Soy uno más de los muchos que lo han poseído. A lo largo de la vida este storioni ha tenido diversos instrumentistas a su servicio. Y hoy es mío, pero yo sólo puedo admirarlo. Por eso me hace ilusión que aprendas a tocar el violín y continúes la larga cadena de la vida de este instrumento. Nuestro protagonista es consciente del valor simbólico de la pieza, de su condición de desencadenante de historias: No sé por qué no quería vender el Vial, ese violín que estaba tan cerca de las desgracias pero que me había acostumbrado a tocar cada día más horas. Puede que fuera por las cosas que me había contado mi padre, o por las vidas que me imaginaba tocando su madera. (...) A veces, sólo con pasar un dedo por la piel del violín, me voy a la época en que el árbol crecía sin sospechar que un día tomaría la forma de violín, de storioni, de Vial. No es una excusa, pero el Vial era una especie de mirador de la imaginación. El violín es en sí mismo el arte, la belleza, la limpieza del alma, la perfección, las más altas cimas del espíritu a las que puede llegar el ser humano, pero en su azarosa existencia refleja también la vileza, el horror, la abyección, lo más innoble e impuro y despiadado de lo que somos capaces los hombres. Parece mentira que las cosas más inocentes puedan dar lugar a las tragedias más impensables, se dice en el libro, repleto de reflexiones sobre la maldad inherente a la naturaleza humana -¿o mero fruto de la depravación de algunos individuos singulares?-, como algunas de las que ahora resalto aquí por su carácter significativo: El hombre destruye al hombre, pero también compone El paraíso perdido. O igualmente: Schubert es la verdad artística y para salvarnos tenemos que agarrarnos a ella. También: Si yo puedo hacer daño porque sí y no pasa nada, la humanidad no tiene futuro. O esta final, muy reveladora: Llegué a la conclusión de que si Dios Todopoderoso permite el mal, Dios es un invento de mal gusto.
 
En este sentido, Yo confieso resulta una reflexión, hoy más necesaria que nunca, imprescindible, sobre la capacidad del hombre para hacer el mal. La dramática confesión de Adrià y, en último término, la del propio Jaume Cabré, constituyen un recordatorio, trágico pero también magnífico, del horror y la iniquidad, de la depravación y la ignominia, de la bajeza, la animalidad, el envilecimiento y la ruindad del ser humano. El protagonista, y a través de él el autor, se obliga -y en cierto modo nos la exige también a nosotros, los lectores- a una misión inexcusable que no podemos -que no deberíamos- soslayar: Se impuso la tarea de recordar el mayor número posible de caras, de gemidos, de lágrimas y gritos de espanto, y se pasaba las horas inmóvil, sentado ante la mesa desnuda. Y ello pese a que escribir es revivir y pasarse años reviviendo el infierno es insoportable: murieron por haber escrito el horror que ya habían vivido. Y al final tanto dolor y tanto pánico... reducidos a mil páginas o a dos mil versos; casi parece un sarcasmo condensar tanta pesadumbre en medio palmo de papel impreso.
 
Y todo ello -la multiplicidad de narraciones, el relato biográfico de Adrià, el repaso a la histórica maldad del hombre, la infinidad de personajes- contado a través de un texto literariamente impecable, arriesgado formalmente y de resolución sin embargo perfecta, construido a partir de una estructura difícil pero precisa, muy elaborada pero magnífica en su resultado final; una obra espléndida en la que su artificio, su sutil engranaje interno, la trabajada ingeniería de su construcción no dejan apenas rastro del andamiaje que la sustenta, pues como lectores nos embebemos en sus páginas llevados de la mano de un narrador dotado de una capacidad poderosísima de subyugar con su escritura.
 
Quiero señalar, como el rasgo quizá más destacado de este refinamiento en la composición, de esta “fábrica” oculta del libro, un sólo aspecto muy significativo. Se trata de la mezcla, el aparente desorden, la supuesta confusión -supuesta, porque sólo se muestra en una apreciación superficial- de planos, de tiempos, de personajes, de voces, de perspectivas. Toda la vida -dice el protagonista- he mezclado las cosas. No lo digo con orgullo, más bien con resignación contenida. Por mucho que me lo haya propuesto, no he sabido encerrar cada cosa en un compartimiento estanco, todo se me mezcla, como ahora mismo esto que te escribo, y las lágrimas son la tinta. Y así, en el seno de una misma página, de un mismo párrafo, a veces de una misma línea -lo que exige una lectura atenta, intensa pero extraordinariamente gozosa- se mezclan las historias, saltamos del siglo quince al veinte, de la infancia del protagonista a su decadencia senil; el inquisidor Nicolau Eimeric se convierte en el director del campo de exterminio, Adrià muta en su progenitor, la joven Sara comienza una frase que termina un padre de familia judío encerrado en un tren de la muerte, un monje benedictino medieval habla y la réplica llega de un luthier lombardo del dieciocho; el amigo Bernat escucha la repetitiva perorata de un guía turístico y quién contesta es la protagonista de su nueva y fallida novela; en el curso de una conversación entre personajes humanos, de carne y hueso, aparece la voz “ficticia” del jefe indio Águila Negra o del Sheriff Carson, los muñecos de goma del niño Ardèvol; la primera persona del relato subjetivo se convierte, tras tan sólo una coma, en la tercera persona del narrador objetivo, omnisciente; los caracteres imaginados por el autor, los principales protagonistas y, obviamente, muchísimos secundarios, conviven en el relato con el historiador Isaiah Berlin, o el gobernador civil de Barcelona Wenceslao González, o el propio Rudolf Höss, entre otros individuos “verdaderos”, históricos, que han existido en la vida real.
 
Es cierto que todos estos recursos no son nuevos, que ya han adquirido plena carta de naturaleza en la literatura desde hace décadas, y que son “digeridos” con naturalidad por cualquier lector medianamente formado; es cierto que antes de Cabré existieron Faulkner y James y Vargas Llosa, cuya Conversación en la Catedral, el paradigma -a mi juicio- de la utilización de estos recursos literarios, me ha venido a la cabeza en numerosas ocasiones mientras leía Yo confieso; todo ello es cierto, pero también lo es que el dominio de Jaume Cabré en estas técnicas, sin resultar, por lo tanto, novedoso, es excepcional y dota a su libro, como he señalado antes, de una dimensión literaria -además de la inequívoca humana- extraordinaria.
 
No deberíais perderos este Yo confieso monumental. Su lectura constituirá para vosotros, sin duda alguna, como lo ha sido para mí, una experiencia inolvidable, la que siempre provocan los libros que despiertan la capacidad de fascinar al lector; de admirarlo por la inteligencia que contiene o por la belleza que genera, como leemos en un momento de la obra.
 
Para complementar con una referencia musical esta reseña que aquí termina, os ofrezco, claro está, una pieza de violín (y piano y violonchelo). Reconociendo mi ignorancia supina en los dominios de la música clásica, de modo que no sé si cito correctamente, os ofrezco el Trío n° 2, en mi bemol mayor, opus 100, de Schubert que suena en un momento destacado del libro.
 
 
A pesar de su carácter huraño, mi padre me fascinó mucho tiempo y yo deseaba complacerlo. Y, sobre todo, ansiaba que me admirase. Brusco, sí; con mal genio, también; y no me quería nada. Pero yo lo admiraba. Seguramente me está costando tanto hablar de él precisamente por eso, por no justificarlo. Por no condenarlo.
 
Una de las pocas veces, si no la única, que me dio la razón me dijo muy bien, me parece que tienes razón. Guardo el recuerdo como un tesoro en una cajita. Porque, en general, siempre éramos los demás quienes nos equivocábamos. Entiendo que mi madre viese pasar la vida desde el balcón. Pero yo era pequeño y quería ser el perejil de todas las salsas. Cuando mi padre me ponía objetivos imposibles, en principio me parecía bien. Aunque los principales no se cumplieron. No estudié Derecho; sólo hice una carrera, pero, en cambio, me he pasado la vida estudiando. No he llegado a coleccionar diez o doce lenguas con la intención de batir la marca del padre Levinski de la Gregoriana, pero las he aprendido con grandes obstáculos y porque me apetecía. Y aunque tengo deudas pendientes con mi padre, no he pretendido que se enorgulleciera dondequiera que se encuentre, es decir, en ninguna parte, porque he heredado su descreimiento en la vida eterna. Tampoco se cumplieron los designios de mi madre, siempre relegados al segundo lugar. Bueno, no es exactamente así. Hasta más tarde no llegué a saber que mi madre tenía planes para mí, pero a espaldas de mi padre.
 
Es decir, era hijo único y mis padres, ansiosos por presumir de niño inteligente, no me quitaban la vista de encima. He aquí lo que podríamos llamar el resumen de mi infancia: listón alto. Listón alto en todo, hasta en comer con la boca cerrada. Sin apoyar los codos en la mesa y sin interrumpir las conversaciones de los mayores, menos cuando explotaba, porque había día que no podía más y ni Carson ni Águila Negra lograban calmarme.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

JOSÉ ANTONIO MILLÁN. PERDÓN, IMPOSIBLE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Dejade que hoy, para empezar, os haga una pregunta, una pregunta retórica, pues es obvio que no podéis contestarme, pero pese a ello, permitidme que la formule en alta voz y permitidme también que imagine vuestra respuesta. He ahí la pregunta: ¿escribís?, ¿redactáis textos diversos, rellenáis formularios, tomáis notas, copiáis apuntes, lleváis un diario, anotáis vuestros sueños tras despertaros, pergeñáis poemas, escribís cartas, tecleáis “eseemeeses”, mandáis “guasaps”, hacéis la lista de la compra en un papelito recortado, ayudáis a vuestros hijos en sus redacciones escolares, cumplimentáis instancias, esbozáis proyectos de novelas, ponéis por escrito vuestros propósitos cada año nuevo, narráis vuestras impresiones de viaje, castigáis a vuestros parientes con postales desde vuestros destinos turísticos, enviáis correos electrónicos? Anticipo vuestra respuesta afirmativa, por supuesto que sí, claro que escribimos, todo el mundo escribe, con mayores o menores pretensiones, por motivos profesionales y de intendencia o llevados por la emoción y el deseo de comunicación, con voluntad e ilusión y propósito literarios o como desempeño laboral meramente formal... todos escribimos, pues la escritura nos hace seres humanos, la escritura, como el habla, nos aleja de nuestra animalidad más primitiva.

Pues bien, partiendo de esa base indiscutible, la de que vosotros y yo somos, en cierto modo, escritores, el libro del que hoy quiero hablaros os va a interesar especialmente. Se trata de Perdón imposible, su autor es José Antonio Millán y lo publica el sello RBA que ya ha hecho del libro varias ediciones, alguna incluso en bolsillo, lo que es prueba de su relativo éxito. Perdón imposible se presenta con un subtítulo muy elocuente y significativo que os dará pistas de por dónde se desenvuelve su original planteamiento: Guía para una puntuación más rica y consciente.

Y es que en tanto que todos escribimos en algún momento de nuestras vidas, en muchos momentos de nuestras vidas, este librito puede resultarnos de mucha utilidad, pues proporciona numerosas claves, contadas magníficamente y siempre con un poso de humor y mucha amenidad, para que la puntuación de nuestros escritos sea correcta y haga de ellos textos claros, precisos y, sobre todo, de una gran eficacia comunicadora. Y especialmente, en estos tiempos en que los informes internacionales sobre el estado de nuestra educación, con los casos paradigmáticos de PISA para los alumnos de secundaria, y PIACC para adultos, dejan claro que en las competencias matemática y lectora los españoles, adolescentes y mayores, estamos muy atrás con respecto a los países de la OCDE; en estos tiempos de mensajes telefónicos en los que proliferan grafías imposibles, sintaxis desmañadas y léxicos miserables; en estos tiempos en los que en casi cualquier seudo debate televisivo irrumpen desbocadas estas cintas móviles que en la parte inferior de la pantalla nos agreden, salvajes puñetazos a la inteligencia, con su sucesión de anacolutos y errores ortográficos brutales, de exabruptos y redacciones descosidas; en estos tiempos en los que la prosa periodística, el lenguaje de los políticos, los balbuceos expresivos de las figuras públicas, se desenvuelven en un nivel sólo un ligero escalón por encima del sonido gutural de los animales, la consulta de un texto que se detiene en estas cuestiones, sólo aparentemente menores, relativas al cuidado y el rigor en la puntuación puede parecer un lujo algo anacrónico, pero, sin duda, un lujo necesario.

El título del libro hace referencia a una simpática y muy indicativa anécdota vivida por el autor en su infancia. En sus años escolares a José Antonio Millán le contaron una historia atribuida a Carlos V, aunque luego él mismo confiesa que la ha encontrado referida a otros reyes. Al parecer, al emperador se le pasó a la firma una sentencia que afectaba a uno de sus súbditos y que decía así: Perdón imposible, que cumpla su condena. Al monarca le gano su magnanimidad y antes de firmarla movió la coma de sitio, de manera que la frase se convirtió en: Perdón, imposible que cumpla su condena. Y de ese modo, una coma cambió la suerte de algún pobre desgraciado.

A partir de esta historieta trivial pero sin embargo iluminadora de la radical importancia, de la en algunos casos vital trascendencia de una correcta puntuación, José Antonio Millán construye su libro, en el que dedica capítulos autónomos al punto, en todas sus manifestaciones, punto y seguido, punto y aparte, punto final, puntos suspensivos, a la coma, al punto y coma, a los paréntesis, a los signos de interrogación y de admiración, a las comillas, a los guiones, en fin, a otros distintos signos ortográficos. En cada sección aparecen multitud de ejemplos, referencias literarias, citas de periódicos, y todo ello, como os digo, impregnado de una sutil socarronería que nos hace avanzar por el libro de manera gozosa, aprendiendo y divirtiéndonos a la vez. Instruir deleitando, quizá algunos de vosotros recordéis aquel espléndido lema que tanto se repetía en nuestra infancia y que sin duda puede encabezar a modo de síntesis afortunada este magnífico Perdón imposible de José Antonio Millán, editado por RBA, que esta tarde os recomiendo vivamente. Os dejo con un fragmento del libro consagrado a los signos de interrogación que os va a encantar. Igualmente espero que os interese también la canción que he escogido para acompañar mi reseña. Se trata de Mala ortografía un rap -obviamente autobiográfico, a juzgar por algunas de sus “publicaciones” que circulan por internet- de Santa Rm, un “artista” creo que mexicano, incalificable frecuentador del “discursivo” género musical.
 
 

La duda

En este capítulo y el siguiente vamos a tratar algo que, en rigor, no son signos de puntuación (aunque los llamen así), sino de entonación: la exclamación y la interrogación.

Cuando un hispanohablante -o mejor dicho, hispanoleyente- se asoma por primera vez a otras lenguas, siempre se sorprende al comprobar que por ahí fuera los signos de interrogación y de admiración se cierran, pero no se abren.

En español ocurría lo mismo hasta bien entrado el siglo XIX, como en este diálogo humorístico del XVIII, muy extendido en su época:

Rey: Quién eres tú? Cuándo naciste? Y de qué tierra eres?

Bertoldo: Yo soy un hombre, nací cuando mi madre me parió, y mi tierra es este mundo.

¿Cómo saben los ingleses actuales (o los españoles de antaño) cuándo tienen que empezar a admirarse? ¿Cuándo deciden que alguien está preguntando algo? La verdad es que, en lo que respecta a la interrogación, lenguas como el inglés marcan muy bien el comienzo de una frase, mediante partículas o utilizando un verbo auxiliar. En español, sin embargo, una misma frase puede ser perfectamente enunciativa, admirativa o interrogativa sólo con que cambie el tono en que se dice. Por ejemplo: El niño va al colegio solo. ¡El niño va al colegio solo! ¿El niño va al colegio solo?

Este hecho hizo que la Academia en la segunda edición de su Ortografía, en 1754, recomendara la utilización de nuevos símbolos: la apertura de admiración y de interrogación. La elección de qué signo utilizar no fue sencilla. Decía la Academia:

La dificultad ha consistido en la elección de nota o signo; pues emplear en esto las que sirven para los acentos y otros usos daría motivo a equivocaciones, y el inventar nueva nota sería reparable y quizá no bien admitido. Por esto, después de un largo examen ha parecido a la Academia se pueda usar la misma nota de interrogación, poniéndola inversa antes de la palabra en que tiene principio el tono interrogante, además de la que ha de llevar la cláusula al fin de la forma regular.