Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de abril de 2022

PHILIPPE SANDS. RUTA DE ESCAPE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo un libro magnífico de un autor, Philippe Sands, del que ya os propuse hace tres años largos otro título excepcional, Calle Este-Oeste, con el que mi sugerencia de esta semana guarda muchas concomitancias. Os hablo de Ruta de escape, la última obra publicada en nuestro país por un escritor que a su rigurosa formación académica une un indudable talento literario, cualidades ambas que convierten sus libros en una enriquecedora posibilidad de conocimiento y aprendizaje a partir de la profunda indagación en las materias de las que se ocupa, e igualmente en una muy amena experiencia lectora, apasionante y sugestiva. Ruta de escape se publicó el año pasado en la editorial Anagrama, en traducción de Francisco José Ramos Mena, al igual que su obra anterior. 

Philippe Sands es profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres y abogado. En esa doble condición ha desempeñado un importante papel en juicios internacionales celebrados en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, y en su experiencia profesional se ha involucrado en los casos de Pinochet, la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda, la invasión de Irak y el espinoso asunto de Guantánamo. Es autor de un par de ensayos sobre la guerra de Irak y sobre el uso de la tortura por parte de la administración Bush. En estos meses se ha mostrado muy presente en relación con la invasión rusa de Ucrania, abogando, en artículos e intervenciones diversas, por la pertinencia de abrir procesos contra Putin, en el dominio de la justicia internacional. Sands colabora también, siempre en el ámbito de su especialidad, con cadenas de televisión, revistas y periódicos británicos y norteamericanos. Además de ello, y en el terreno estrictamente literario, su nombre ha alcanzado una formidable repercusión mundial a raíz de la traducción a múltiples lenguas de su soberbio y ya mencionado Calle Este-Oeste, que ahora aprovecho para volver a recomendaros. 

La trama argumental de un libro en el que la peripecia narrada no es el elemento más destacado es, sin embargo, electrizante. La historia se abre el 13 de julio de 1949 y nos conduce a Roma, al Hospital del Espíritu Santo. Allí, en un camastro en la impresionante Sala Baglivi, del tamaño de una iglesia, yace desde hace cuatro días, aquejado por una afección hepática aguda, consumido por una fiebre intensa, en sus últimas horas, un paciente que en el registro del sanatorio aparece identificado como Reinhardt, sin nombre de pila, cuarenta y cinco años, soltero, carente de domicilio conocido, de profesión escritor. El misterioso personaje recibirá, en su languideciente estancia en el hospital, las visitas de tres personas. Un obispo, muy próximo al papa Pío XII, un médico que en la relativamente reciente guerra mundial había servido en la embajada alemana en Roma, y una dama prusiana casada con un académico italiano, que lo visitaría todos los días, hasta cinco veces en total durante su postrada estancia hospitalaria. Las últimas palabras del enfermo, que moriría el 14 de julio, fueron, al parecer, para el obispo. En ellas afirmó que su enfermedad había sido causada por un acto deliberado, e identificó a la persona que lo había envenenado. Sólo muchos años después esta contundente declaración llegaría a ser conocida por otras personas. 

Sin embargo, los datos identificativos del paciente y toda la información que sobre él se conocía eran totalmente falsos. Se trataba, en realidad, de Otto Wächter, un alto mando nazi, buscado desde el final de la guerra por haber organizado y dirigido diversas operaciones de asesinatos en masa. Mano derecha de Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada, que había sido ahorcado tres años antes en Núremberg por la matanza de cuatro millones de seres humanos, Wächter estaba acusado del fusilamiento y la ejecución de más de cien mil personas. No tenía cuarenta y cinco años sino tres más. Tampoco era escritor, sino abogado y SS-Gruppenführer (teniente general de las SS), gobernador de Cracovia y del distrito de Galitzia, responsable, a lo largo de su carrera profesional, de la desaparición y el exterminio de miles de personas. Huido en la confusión de los últimos días del nazismo, había logrado llegar a Roma, desde donde confiaba en poder escapar a Sudamérica. 

Y, sobre todo (sobre todo para el desarrollo de la trama), el siniestro individuo tampoco era soltero. Casado con Charlotte Bleckmann -Lotte-, con seis hijos en común, Otto mantuvo un contacto permanente con su esposa, con frecuentes encuentros, desde su “desaparición” tras la contienda; y fue ella la que le ayudó en su dura subsistencia, escondido en las montañas cercanas a Salzburgo, y en su arriesgada travesía de la frontera entre el Tirol e Italia. Clandestino en la capital italiana, acogido en un perdido monasterio en las afueras de la ciudad, la correspondencia con su mujer, muy copiosa, tuvo su “remate” en la carta que la dama que visitaba a Wächter en el que sería su lecho de muerte envió a Charlotte, trasladándole los últimos pensamientos de su marido. La carta estaba fechada el 25 de julio de 1949. Le fue entregada a Charlotte Wächter en Salzburgo, donde ella vivía con sus seis hijos. La conservará durante treinta y seis años. Tras su muerte, en 1985, pasó, junto con otros documentos personales, a su hijo mayor, Otto. Cuando Otto murió a su vez, en 1997, la carta acabaría por llegar a Horst, el cuarto de los hijos del jerarca nazi. 
 
Philippe Sands ya tenía difusa noticia de los hechos, pues en el curso de la extensa investigación que llevó a cabo para la redacción de Calle Este-Oeste había contactado con Niklas Frank, hijo de Hans Frank, del que, como se ha dicho, Otto Wächter había sido colaborador, el cual le puso sobre la pista del ambiguo personaje y de sus novelescas peripecias. Wächter había sido gobernador de Lemberg (la Leópolis ucrania, hoy asediada por las armas rusas), ciudad sobre la que giraba el núcleo central de aquel libro, desde 1942 a 1944. Así pues, interesado en la figura del algo evanescente dirigente nazi, consiguió, a través del propio Niklas, entrevistarse con Horst Wächter, entonces ya un hombre muy mayor, visitándolo en 2012 en el desvencijado castillo en el que vivía, en la aldea austriaca de Hagenberg, y en el que custodiaba una ingente cantidad de documentos de su madre -cartas, diarios, grabaciones, una suerte de memorias- a la que había estado muy unido. 

Después de algunos encuentros entre ellos, y pasados ya cinco años, con su exitoso libro terminado, publicado y mundialmente reconocido, Sands volvió al castillo de Horst. En el curso de la conversación, el hijo del mandatario nazi sorprendió esta vez al escritor con una propuesta tentadora, darle a conocer el original de la carta de la anónima dama prusiana. El ya muy anciano Horst, emocionado al leer la misiva, con la voz quebrada y dejando escapar unas lágrimas, no pudo dejar de comentar, para sorpresa de su visitante: «No es verdad.» Transcribo la respuesta del autor y con ella las palabras finales del prólogo del libro: 

«¿Qué no es verdad?» 
«Que mi padre muriera de una enfermedad.» 
Los troncos de la estufa chisporrotearon. Observé la condensación de su aliento. 
Hacía cinco años que conocía a Horst. Y él eligió ese momento para compartir conmigo un secreto, la creencia de que su padre había sido asesinado. 
«¿Cuál es la verdad entonces?» 
«Es mejor empezar por el principio», respondió Horst. 

Tras este comienzo deslumbrante, “enganchado” irremisiblemente al oscuro enigma que parecen esconder los extraños hechos, el lector no puede hacer otra cosa que avanzar entusiasmado por las páginas de un libro en el que, guiados por la sabia dosificación de la información, el ritmo magnético y el talento narrativo de Philippe Sands, asistiremos a la rigurosa, exhaustiva y palpitante indagación que desarrollará para conocer la verdad de Otto Wächter, las circunstancias y las auténticas causas de su muerte, las interioridades de su vida personal y familiar, y, sobre todo, la realidad última de su trayectoria militar. 

El relato que hace el autor de su investigación es deslumbrante. Tras el contacto con Horst y su ingente arsenal de documentación, Sands crea un equipo de tres ayudantes germanoparlantes elegidos de entre sus alumnos de posgrado para descifrar las cartas y diarios del último período de vida en común de Charlotte y Otto. En un proceso minucioso y metódico, transcribieron los documentos en el alemán original, los digitalizaron y los tradujeron al inglés. A partir de ahí, buscaron patrones, nombres y lugares que se repetían e intentaron descifrar las entradas que estuvieran manifiestamente escritas en clave. Un concienzudo ejercicio de reconstrucción e interpretación para intentar averiguar qué ocurrió desde el final de la guerra, exactamente, desde la tarde del 10 de mayo de 1945, cuando Otto desapareció, hasta el momento en que murió en la cama nueve de la Sala Baglivi del Hospital del Espíritu Santo. La pesquisa recorre diversos escenarios, presenta numerosos personajes -especialmente significativa la “aparición” de John Le Carré, o las de Dame Sue Black y Niamh Nic Daéid, profesoras de anatomía y antropología forense-, aporta una documentación ingente, algunas fotos, y se abre a distintos hilos. Simultáneamente a su labor “detectivesca”, Sands trabajaba con la BBC en la elaboración de un programa radiofónico sobre los papeles de Charlotte, cuya arrolladora personalidad la convierte en otro personaje principal del libro. Del mismo modo, junto a Horst Wächter y Niklas Frank, los hijos de los dos asesinos nazis -con posturas divergentes sobre el papel de sus padres en el exterminio, en otra de las dimensiones relevantes del libro, como luego se verá-, participó en Mi legado nazi, un documental de David Evans de 2015 -de consulta indispensable (puede verse en Filmin)- trasladando a otros medios el resultado de sus averiguaciones. 

La vida de Otto Wächter, recreada en el relato de Sands, resulta apasionante, llena de claroscuros y ambigüedades, tanto en su desenvolvimiento como alta autoridad del Reich, como, sobre todo, en su algo folletinesca peripecia tras el final de la guerra. Ruta de escape nos da cuenta de una desbordante sucesión de intrigas, persecuciones, secretos, ocultaciones, engaños, dobles juegos, desapariciones (por tres veces se perderá la pista del huido), falsas personalidades y maquinaciones políticas. Incluso tras su definitiva extinción, el escurridizo Otto, su cadáver más o menos anónimo, seguirá muy activo, acumulando hasta cinco entierros, en un inquietante recorrido post-morten (Otto fue enterrado en 1949; fue exhumado una década después; pasó unos años en el jardín de Charlotte en Salzburgo; luego su cuerpo se trasladó a Fieberbrunn, donde fue enterrado por cuarta vez, en 1974, en el cementerio local, y finalmente fue trasladado de nuevo en 1985, cuando murió Charlotte), que incluye un último intento de exhumación en busca de posibles muestras de envenenamiento. 

Por el camino, en un libro que es a la vez una muy bien documentada biografía, un ensayo de investigación histórica, un trepidante reportaje periodístico, un thriller de espionaje y una novela de suspense y aventuras, conoceremos algunos acontecimientos relevantes de la historia del siglo XX, fundamentalmente el ambiguo papel del Vaticano y del FBI norteamericano facilitando la huida -la ruta de escape- de significados responsables del nazismo y maniobrando, en cínicas estrategias tras la contienda y durante la guerra fría, para captar “talento” -aunque tuviera las manos manchadas de sangre- de la Alemania derrotada. Y es que, en efecto, desde la terminación del conflicto bélico a Otto lo persiguen (y no siempre con un fin noble: su detención y rendición de cuentas por los crímenes perpetrados) grupos judíos que habían formado “escuadrones de la muerte” para vengar el exterminio padecido, los soviéticos que habían creado tribunales militares para eliminar a los verdugos nazis en las zonas ocupadas -brutalmente ocupadas, en muchos casos- por ellos, los polacos que reclamaban justicia en relación con las atrocidades cometidas por los invasores de su país… y también los estadounidenses, cuya búsqueda de criminales nazis no siempre pretendía llevarlos a juicio sino, en muchas ocasiones, captarlos como espías contra los soviéticos; una labor de reclutamiento en la que tuvo un papel fundamental el “famoso CIC”, Cuerpo de Contrainteligencia del Ejército. «Occidente está librando una batalla desesperada con el Este –con los soviéticos–, y reclutaremos a cualquier hombre que podamos que nos ayude a derrotar a los soviéticos; a cualquiera, sin importar cuál sea su historial nazi.», en palabras de un destacado oficial de inteligencia de Estados Unidos que se recogen en el libro. Los norteamericanos, pues, reunieron a científicos alemanes y antiguos agentes de inteligencia nazis y los pusieron a trabajar a su servicio. Crearon la “ruta de escape”, una compleja y bien disimulada organización, que incluía la ayuda en los puntos de entrada a Italia, las redes de cooperación en el Tirol del Sur, y la significativa nómina de “actores” en el Vaticano para facilitar el viaje a Sudamérica, en particular a Argentina, Chile, Paraguay o Brasil, o para incorporar a los huidos a sus filas. Escribe Sands: En 1949 el interés de los estadounidenses y los británicos por enjuiciar a los nazis había menguado, y el nuevo objetivo era utilizar a los más valiosos, sacarlos de Europa, tal vez llevarlos a Estados Unidos o introducirlos clandestinamente en la Unión Soviética. Los estadounidenses, me confirmó David [nombre real de John le Carré], conocían la ruta de escape, e incluso es posible que ayudaran a crearla. También él sabía de la existencia de una ruta de fuga, y me mencionó la cifra de diez mil antiguos nazis fugados a Sudamérica, a menudo con ayuda del Vaticano

Y esa derivación vaticana nos pone en contacto con la siniestra figura del obispo Hudal, uno de los visitantes de Wächter en su lecho de muerte y personaje central de esa oscura trama (Había tres hechos claros: el obispo Hudal ayudó a varios nazis a escapar a Sudamérica; ayudó a Otto, y era un agente a sueldo de los estadounidenses). Y así nos lo caracteriza el autor: El temor al comunismo, era el corazón que latía en el centro de sus discursos; un temor que hizo que los cazadores de nazis pasaran a convertirse en reclutadores y que engendró una insólita alianza de clérigos, espías, fascistas y estadounidenses

Una alianza criminal que borraba todo rastro de la existencia de los asesinos protegidos, sacándolos de la circulación, destruyendo sus expedientes o sustituyéndolos por otros absolutamente “inocuos”, y, a menudo, “incorporándolos” al sistema a través de entrevistas de puro trámite en las que se los “blanqueaba”, asegurándose su impunidad y su colaboración. Los alemanes tenían una palabra para designar este proceso: Persilschein, o «Certificado Persil», un término que hacía referencia a una popular marca de detergente para ropa del que se decía que «lavaba más blanco que el blanco». «Cuando consigues ese certificado, estás limpio.» Recordé el gran anuncio metálico de Persil que Horst tenía en uno de sus cuartos de baño, dirá Sands. 

Y entre esta amplia variedad de hilos a los que se abre la historia -de los cuales los comentados son sólo una leve muestra- surgen otras de las cuestiones que, como sustancial telón de fondo, despiertan el interés del lector. En ese sentido, Ruta de escape induce la reflexión sobre algunos aspectos adyacentes al horror nazi: las sólitas consideraciones sobre la banalidad del mal, la necesidad de la búsqueda de la verdad y la justicia, la obligación de no olvidar, de recuperar la memoria de lo ocurrido, un propósito muy bien analizado ya, y comentado en Todos los libros un libro hace unos meses, en otro estupendo libro, Los amnésicos, de Geraldine Schwarz. 

Por un lado, el recurrente tema, tantas veces aludido en el espacio, a propósito de obras referidas a la Segunda guerra mundial, de la “banalidad del mal”, la expresión acuñada por Hannah Arendt para referirse a la anodina normalidad de los asesinos nazis, individuos del común, por así decirlo, no caracterizados por unos especiales rasgos de retorcimiento o de enfermiza y depravada perversidad, aflora, sobre todo, en las páginas del libro en las que se recrea la vida familiar y “profesional” de los Wächter y de los máximos jerarcas del Reich, plácida, despreocupada y hasta feliz en lo personal, y rutinaria y anodina en la “regularidad” burocrática de las obligaciones militares, aparentemente ajenos a lo que ocurre fuera de ese limitado y confortable ámbito: cientos de miles de inocentes que sufrían el dolor que aquellos les infligían o morían a causa de sus “frías” decisiones. Mientras tenía lugar die Grosse Aktion, el exterminio masivo de judíos en el gueto de Varsovia, Otto hacía un recorrido en canoa por el Dniéster, en unos días de acampada, pesca y comida sencilla. La desaparición generalizada de conciudadanos es interpretada por el mandatario de las SS como una enojosa limitación de intendencia: Se está deportando a los judíos en cantidades crecientes, y es difícil conseguir tierra batida para la pista de tenis. En unos días de asesinatos generalizados, de ejecuciones y terror, imposibles de ignorar, Charlotte sin embargo, obviará esos acontecimientos en su diario, mientras sí considera digno de mención la adquisición de una nueva grabación de la Cuarta Sinfonía de Bruckner, la Romántica. Y estos son sólo tres de infinidad de ejemplos que “saltan” apenas perceptibles en el acelerado y subyugante transcurrir de la trama. 

Muy interesante también es el tratamiento en el libro de la espinosa cuestión -y el debate aún no se ha cerrado en nuestro país- entre la memoria (sin adjetivar) y el olvido, entre la asunción por las sociedades actuales de responsabilidades por hechos pretéritos y el blanqueamiento del pasado por instituciones e individuos concretos. Esos dilemas morales -no sólo políticos- se manifiestan en Ruta de escape a través del triángulo formado por el investigador y los dos hijos de Hans Frank y Otto Wächter. Niklas Frank reconoce sin ambages la culpabilidad de su sanguinario padre, cuya figura rechaza. En cambio, Horst Wächter argumenta -de buena fe- en pro de la bondad natural de su padre, de la imposibilidad de su autoría en los hechos que se le imputan, irreductible a las muchas pruebas que lo implican. Y, entre ellos, Sands, en conflicto entre su papel de investigador “neutral”, obligado a la objetividad, y su interés subjetivo y personal en los asuntos tratados, pues, como pudimos conocer en Calle Este-Oeste, parte de su familia murió en los campos de concentración como consecuencia de las decisiones de Wächter y Frank. Incluso podríamos hablar de un cuarto frente en este planteamiento triangular, toda vez que una hija de Horst, Magdalena, comparece brevemente al final del libro, y de ella se nos revela su condición de convertida al islam y, obviamente, furibunda detractora del abuelo genocida. 

En fin, un nuevo libro de Philippe Sands, también, como el anterior aquí reseñado, apasionante e instructivo, aunque, a mi juicio, un escalón por debajo en calidad del insuperable Calle Este-Oeste. Como complemento musical a mi reseña os dejo con un tema que se menciona ya en el primer capítulo del libro. En su viaje en coche desde Viena al pueblito en que vive Horst Wächter, Sands enciende la radio y en ella suena Take this waltz, de Leonard Cohen, judío, como es sabido. Su memorable interpretación, recreando un poema de Lorca, cierra por hoy nuestro espacio. 


Al leer este relato me vino a la memoria un pasaje de una novela titulada Kaputt, publicada en 1944 por Curzio Malaparte, dos años después de que este visitara la Polonia ocupada por encargo del Corriere della Sera, un viaje en el que según parece conoció a los Wächter. «Cena con Wächter», anotaba en su diario en enero de 1942. «Nos recibe su esposa», añadía, en una hermosa casa de campo situada en lo alto de una colina, a unos ocho kilómetros de Cracovia. Un sitio «bonito», observaba. «Wächter también es vienés, fue a la escuela en Trieste, habla italiano.» Las palabras del periodista parecían objetivas y sugerentes. 

Kaputt está escrita en estilo periodístico y basada en experiencias de primera mano, como dejan claro la entrada del diario y tres artículos que Malaparte publicó en el Corriere («El doctor Wächter es vienés, joven, elegante, y habla muy bien el italiano con un dulce acento de Trieste», informaba Malaparte en el periódico). Una escena de la novela describía una lujosa cena celebrada en el palacio Brühl de Varsovia en febrero de 1942, organizada por el gobernador Ludwig Fischer, y a la que también asistieron Charlotte y Otto. En el transcurso de la cena, mientras se sirve el vino, la conversación pasa a girar en torno a los residentes del gueto creado por Otto y al relato de Malaparte acerca de dos judíos con los que se había encontrado allí una mañana, un anciano y un niño de dieciséis años. Ambos estaban desnudos. ¿Es esta conversación realidad o ficción, o una mezcla de ambas? 

El periodista reconvertido en novelista procede a narrar la cortés explicación de Otto de que muchos judíos, cuando la Gestapo iba a buscarlos, se desnudaban y repartían la ropa entre familiares y amigos, puesto que a ellos ya no les serviría para nada. El narrador-Malaparte explica que también él ha estado en el gueto y lo ha encontrado «muy interesante», lo que provoca la reacción de Charlotte: –A mí no me gusta ir al gueto –dijo Frau Wächter–, es muy triste. 

–¿Muy triste? ¿Por qué? –preguntó el gobernador Fischer. 

–So schmutzig, está muy sucio –contestó Frau Brigitte Frank. 

–Ja, so schmutzig –asintió Frau Fischer. 

No cabe duda de que, durante su visita a Polonia, Malaparte conoció a esas personas. Sin embargo, no está claro si las palabras y las emociones que consignó por escrito –incluida la reacción de Charlotte– corresponden de hecho a la realidad. 

–En el gueto de Cracovia –dijo Wächter– he decretado que la familia del muerto deberá correr con los gastos del entierro. Y ha dado buenos resultados. 

–Estoy seguro –dije con ironía– de que la mortalidad ha disminuido de un día para otro. 

–Lo ha adivinado: ha disminuido –dijo Wächter riéndose. 

Luego se explica que el gobernador Fischer relata cómo se enterraba a los judíos en el gueto: una capa de cadáveres y una capa de cal; luego otra capa de cadáveres y otra capa de cal. «Es el sistema más higiénico», declara Wächter mientras comen. 

Unos días más tarde, Malaparte asistió a una segunda cena, en esta ocasión organizada por Hans Frank en el castillo Belvedere de Varsovia en homenaje al campeón mundial de boxeo Max Schmeling. Charlotte también estuvo presente. Después de cenar, el grupo fue a visitar el gueto de Varsovia. «Yo subí en el primer coche, con Frau Fischer, Frau Wächter y el General-gouverneur Frank», escribe Malaparte en la novela, mientras otros invitados les seguían en vehículos separados. Los automóviles se detuvieron ante una puerta abierta en la alta muralla de ladrillos rojos que rodeaba el gueto, la entrada a la «ciudad prohibida», donde los invitados se apearon. 

–En Cracovia –dijo Frau Wächter–, mi marido ha construido en torno al gueto un muro de estilo oriental, con curvas elegantes y unas almenas preciosas. Los judíos de Cracovia no tienen ningún motivo para quejarse. Es un muro de lo más elegante, al estilo judío. 

Según la novela, los invitados rieron, mientras pateaban la nieve helada. 

¿Fue la presencia de Charlotte en aquella visita al gueto, y el orgullo que sentía por el muro de su esposo, un producto de la imaginación de Malaparte? Posiblemente no. El propio diario de Charlotte registraba una visita anterior al gueto de Varsovia, realizada el 2 de abril de 1941. «Terrible nevada y mucho frío», escribió entonces. Más tarde aquel mismo día fue de compras: buscaba unos zapatos, pero no los encontró. Por la noche asistió a un concierto de música clásica. 

Se dice que hay una línea que separa los hechos de la ficción, lo real de lo imaginado. Pero no siempre está del todo claro dónde se encuentra esa línea, ni cómo cambia con el tiempo. 
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Philippe Sands. Ruta de escape

miércoles, 20 de abril de 2022

RAY BRADBURY. FAHRENHEIT 451  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro, que hoy abre el último trimestre por este curso con una propuesta de lectura que es deudora, en cierto modo, de la de hace quince días, la previa a las vacaciones de Semana Santa, aunque se explica también por una circunstancia vinculada a un acontecimiento que se desarrollará en los próximos días. En la emisión previa a la pausa “pascual” nuestro espacio se abría a un territorio no demasiado frecuentado -más bien claramente inhabitual- en Todos los libros un libro, la ciencia ficción. El acercamiento del programa al género lo provocó mi estimulante visita a una exposición que con el título de La Gran imaginación: Historias del Futuro, presentó hasta el pasado 17 de abril la Fundación Telefónica en su sede de la Gran Vía madrileña. La muestra, magnífica, está ya, por desgracia, clausurada, de modo que si logro persuadiros de su interés mi esfuerzo será baldío, pues solo podréis acceder a ella a través de la sin embargo muy aprovechable guía que puede consultarse todavía en la página de la institución responsable. Con la excusa de la muy sugerente muestra os ofrecí aquí mis comentarios sobre los dos únicos libros publicados por Ted Chiang, quizá el autor más destacado -sin duda el más conocido- de los que hoy se interesan por la ficción científica en el mundo entero. La historia de tu vida, que presentó Alamut Ediciones, y Exhalación, que vio la luz en la editorial Sexto Piso, son dos sorprendentes y apasionantes colecciones de relatos de lectura indispensable, se sea o no amante de esta peculiar vertiente de la literatura. 

Siguiendo con esa pauta “futurista”, hoy os traigo otro libro del género cuya presencia en el espacio (el radiofónico, porque habida cuenta de los temas tratados uno tiende a pensar en el interestelar) obedece, además, al hecho de que este próximo sábado, 23 de abril, se celebra el Día internacional del libro, razón por la que he querido hacer coincidir ambas circunstancias -la literatura “anticipatoria”, más o menos distópica y apocalíptica, y el homenaje a los libros- con una propuesta obvia desde este doble punto de vista: Fahrenheit 451, el legendario título de un clásico, Ray Bradbury. Completaré mi propuesta con un breve comentario con la que quizá es la obra mayor del estadounidense, Crónicas marcianas. Además, y teniendo en cuenta que Fahrenheit 451 fue llevado al cine en dos ocasiones, en 1966, con la inolvidable película de François Truffaut, y en 2018, en una adaptación prescindible, no quiero dejar de recomendaros la versión del director francés. 

La novela se publicó originariamente en Estados Unidos en 1953 y, desde entonces ha cosechado múltiples premios y reconocimientos y, lo que es más importante, ha concitado el aplauso unánime de críticos y lectores en el mundo entero. En nuestro país se han multiplicado las ediciones, en diversos sellos editoriales y en todos los formatos imaginables: bolsillo, tapa dura, cómic, audiolibro. El pasado 2020, con ocasión del centenario de Bradbury, la editorial Minotauro, con una larga tradición en la literatura de terror, fantasía y ciencia ficción, ámbitos de los que ha publicado “todo” lo remarcable (y aún lo no sustancial), presentó nuevas ediciones de las obras del autor, muy cuidadas y formalmente brillantes, y es a ellas a las que he querido recurrir para mi propuesta de esta tarde. La edición del centenario mantiene la traducción, ya consolidada, de Francisco Abelenda, seudónimo de Francisco Porrúa Fernández, legendario fundador de Minotauro y principal responsable de las traducciones de los libros publicados por su sello, para las que se “escondió” bajo diversos seudónimos, como Luis Domènech, Ricardo Gosseyn o este Francisco Abelenda. Falleció en 2004, pero su impronta se mantiene en el formidable catálogo de la editorial y en sus ya imperecederas traducciones. 

El libro, más allá de su amable continente y de lo valioso de su traducción, presenta algunos alicientes adicionales que enriquecen su ya de por sí estimulante texto. Hay, así, dos muy entregados e iluminadores prólogos de Laura Fernández y Neil Gaiman. Igualmente, la editorial ofrece, como cierre al libro, un posfacio del propio Ray Bradbury, muy ilustrativo acerca de la génesis del libro, y tres breves cuentos -Fénix brillante, El parque de juegos y Y la roca gritó-, antecedentes de la novela, y en los que están, en germen, algunas de sus más innovadoras ideas. 

Bradbury nació en Waukegan, Illinois, el 22 de agosto de 1920 y murió en Los Ángeles, ciudad en la que vivió prácticamente toda su vida, el 5 de junio de 2012, cumpliéndose, pues, ahora, dentro de un par de meses, los diez años de su fallecimiento, en otro aniversario redondo, y por tanto especialmente propicio, por esa universal atracción que generan los múltiplos de diez, para celebrar su obra. Lector entusiasta desde muy niño, compulsivo frecuentador de bibliotecas desde los ocho años, su pasión lectora lo llevó a escribir cuentos cortos en docenas de esos pequeños tacos de papel que hay repartidos por las bibliotecas, como un servicio para los lectores, como recuerda en la mencionada nota final de su libro, escrita para una reedición de 1993. Autodidacta, pues su familia no pudo permitirse el enviarlo a la universidad, su formación se “limitó” a la lectura infatigable en la biblioteca de la que “emergió” a los veintiocho años para empezar a vender sus relatos a diversas revistas, en lo que constituiría el inicio de una fecunda trayectoria literaria que cuenta con más de treinta obras entre novelas, colecciones de cuentos, poemas y obras de teatro. 

El origen de Fahrenheit 451 es, por así decirlo, múltiple. A este respecto, confiesa Bradbury: Cinco cuentos cortos, escritos durante un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días. Los cuentos cortos son Bonfire (un hombre, en la noche anterior al fin del mundo, repasa sus filias literarias mientras se lamenta de que sus autores favoritos -Shakespeare, Platón, Aristóteles, Jonathan Swift, William Faulkner, Robert Frost, John Donne- vayan a desaparecer, consumidos por la Hoguera final); Fénix brillante, que se recoge, como se ha dicho, en el libro (el bibliotecario de un pueblo, ante el inminente ataque de una brigada de fanáticos incendiarios, bajo el mando del Censor Jefe, salva los libros recurriendo al ingenioso expediente, nuclear en Fahrenheit 451, de su memorización por los usuarios de la biblioteca); Los exiliados (Tarzán y Alicia y los personajes de los libros de Oz y los de los cuentos escritos por Hawthorne y Poe, se exilian en Marte para escapar de su muerte definitiva, pues en la Tierra arden los últimos libros); Usher II (en una casa en Marte el anfitrión invita a todos los incendiarios de libros para acabar con ellos, en un relato que aparecerá en Crónicas marcianas y que está inspirado, obviamente, en la narración de Poe); y El peatón (en un tiempo futuro en el que está prohibido caminar, los peatones son tratados como criminales; un cuento surgido de un suceso efectivamente vivido por el autor, interceptado por la policía cuando paseaba con un amigo por las calles de Wilshire, en Los Ángeles). 

En 1950, y necesitado de dinero para sostener a su familia, Bradbury se encerró en el sótano de la biblioteca de la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, en el que, por diez centavos de dólar la media hora se podía alquilar una máquina de escribir, y en un extraño arrebato de inspiración, poseído por una impetuosa locura creativa, escribiría en apenas nueve días una novela a partir de esos cuentos, tomando retazos de unos y otros y desarrollando las ideas que los fundamentaban. El bombero, de 25.000 palabras, no convenció a los editores. Sin embargo, uno de ellos, Stanley Kauffmann, entusiasmado, lo animó a completar su texto con otras 25.000 palabras. Tras una nueva y no menos compulsiva incursión en la “sala de máquinas”, acabaría Fahrenheit 451. Ya en 1953, un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos cincuenta dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los números dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner. La revista era Playboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia

Fahrenheit 451 es, como probablemente todo el mundo sabe (por si acaso, el editor nos lo recuerda en la entradilla al texto) la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. En un futuro no datado, en una sociedad uniformizada, anodina, en la que la población “vegeta”, aislada, sumida en un perpetuo estado de felicidad narcótica, insensible y conformista; en la que, por ello, se proscribe cualquier atisbo de conflicto, de incomodidad, de perturbación; y en la que el pensamiento, el guiarse por el propio criterio, se interpretan como una atrevida forma de disidencia y rebelión contra el statu quo, los libros están prohibidos, pues constituyen un peligrosa alteración de la normalidad, de la insulsa placidez, de la engañosa plenitud en la que se desenvuelven las “felices” vidas de los ciudadanos. Guy Montag, el protagonista de la novela, es un bombero, una profesión cuya función principal ha mutado radicalmente en relación con la hoy conocida. El desarrollo científico de la época hace que las casas se construyan con materiales incombustibles, por lo que la tarea de los bomberos se hace innecesaria. Por ello, se les dará otro trabajo, el de custodios de la paz de nuestras mentes, el centro de nuestro comprensible y recto temor a ser inferiores. Siendo los libros la causa de todo mal, por su capacidad para hacer que los lectores se pregunten por el sentido de su existencia, cuestionen los valores impuestos, despierten su conciencia, desarrollen su espíritu crítico, su rebeldía frente a lo establecido, su ansia de libertad, conozcan el sufrimiento, el dolor, la infelicidad y la muerte, se prohíbe su tenencia y su lectura, por lo que los muy activos miembros del Departamento de Incendios, con la ayuda del Sabueso Mecánico, una suerte de terrorífico robot animal que, armado con una letal inyección hipodérmica, rastrea a los disidentes que aún conservan y leen libros, se ocuparán de quemar cuanto texto encuentren, deteniendo, encarcelando y proscribiendo de la vida social a quienes, recalcitrantes, nostálgicos de una etapa pasada en la que la lectura se consideraba estimulante y vivificadora, se obstinen en la posesión de tan disolventes artefactos. El bombero convertido en censor, juez y ejecutor oficial bajo el signo de la salamandra anaranjada, símbolo del fuego, ocupado en quemar libros hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ése es nuestro lema oficial

Montag, casado con Mildred, ejemplo extremo del estado de insustancial alienación que envuelve a la adormecida masa, participa -cierto que sin especial entusiasmo- en ese estado de cosas, hasta que los frecuentes encuentros con una vecina, la muy joven, poco convencional, algo extraña, independiente y marginal Clarisse McClellan, siembran en él la inquietud, avivan su curiosidad y le hacen preguntarse por la razón última de su sometimiento a los valores y las prácticas instituidos. Clarisse, un personaje fascinante, pese a su muy fugaz presencia en el libro, representa la antítesis del mundo en que vive: pasea, habla, piensa, lee, en contra de la estupefaciente y banal normalidad que la rodea. Su inexplicada desaparición, su probable muerte, alientan la semilla de rebeldía que ha empezado a germinar en Montag, que, en una operación rutinaria de quema de libros a la que se enfrenta en su día a día profesional, logrará sustraer algunos, esconderlos en su casa y empezar a leerlos, dando cuenta de todo ello, incluso, a su aturdida y siempre “ausente” mujer. 

Desde ese momento en cierto modo iniciático, Guy se encontrará cada vez más incómodo con su trabajo, se manifestará reticente frente a las absurdas exigencias que su profesión le impone e irá alimentando su disconformidad con las pautas que rigen su mundo llevando a cabo acciones cada vez más contrarias a las directrices de sus superiores. Tras entrar en contacto con Faber, un anciano profesor con el que antaño había intercambiado opiniones sobre libros y que se mueve en los círculos clandestinos de la disidencia, Montag irá consolidando su desapego frente al “régimen” e incrementará progresivamente su compromiso con la red de opositores, primero desde dentro del propio Departamento de Incendios y, después, cuando sus veleidades rebeldes ya han sido descubiertas, con acciones de franca resistencia y obstrucción. Perseguido por las autoridades, huirá de la ciudad para recalar en una escondida comunidad de proscritos y exiliados, antiguos profesores en su mayoría, que han ideado un imaginativo sistema para preservar el valor de los libros y evitar su completa desaparición. Cada uno de ellos ha aprendido de memoria una obra fundamental de la literatura y viven profundizando en su recuerdo y transmitiéndola a los recién llegados, de modo que quienes les sobrevivan puedan, a su vez, entregarlas a las generaciones futuras, en un mundo que, entretanto, estalla en una guerra aterradora, de cuya destrucción escapan Montag y sus compañeros con el esperanzado eco de las palabras del Apocalipsis de San Juan en sus labios: Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida... con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones

De entre los muchos motivos de interés del libro, quiero destacar ahora, en esta necesariamente limitada reseña, tres fundamentales: su extraordinario valor anticipatorio, al dibujar un escenario que no resulta tan ajeno a un lector de nuestros días; la sugestiva metáfora que, a partir de la persecución y quema de libros, se hace de la lectura como acto de libertad e independencia, de rebeldía y emancipación, de búsqueda e inconformismo, de imaginación, de fantasía, de pensamiento y reflexión, de emoción y sensibilidad, de, en suma, plena humanidad; y la magistral invención por la que el libro es recordado, esa comunidad de desterrados que perpetúan la cultura libresca memorizando la obra de sus autores favoritos y evitando así su desaparición y olvido. 

El mundo futuro de Fahrenheit 451 es, en gran medida, y salvando las muchas diferencias, el nuestro actual, y su autor supo ver en él algunos de los elementos que hoy nos resultan habituales, tanto los que podríamos llamar “materiales” y que tienen que ver con los artilugios tecnológicos, las costumbres sociales y las distracciones y las formas de ocio que nos rodean, como, también, los referidos a los principios y valores que, afortunadamente de un modo menos intenso, no tan extremo, cobran carta de naturaleza en nuestras modernas sociedades del siglo XXI. Además, y como ocurre en la actualidad, ambos fenómenos, avances de la tecnología y cambio en las pautas de comportamiento y en los modos de pensar y sentir, aparecen como estrechamente interrelacionados. 

La realidad que describe Bradbury, populosa (Somos demasiados, pensó. Somos billones, y eso es demasiado. Nadie conoce a nadie), acelerada, frenética, está poblada de coches ultrarrápidos (¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada de la ciudad? ¿Sabe que antes eran sólo de quince metros? Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto), masas impacientes (Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte), estímulos banales y diversiones insustanciales (Deportes al alcance de todos, espíritu de grupo, diversión y no hay que pensar, ¿eh? Organizar y superorganizar súper superdeportes), entretenimientos narcóticos (¿Qué necesitamos entonces? Más reuniones y clubes, acróbatas y magos, automóviles de reacción, helicópteros, sexo y heroína. Todo lo que pueda hacerse con reflejos automáticos). El mundo entero es gris, las gentes son masa, las experiencias son fugaces, sin que dejen tiempo para la reflexión (Cámara rápida, Montag —continuó—. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!), la vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Y, tras el trabajo (¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?), la televisión mural, el circuito pared-a-pared, las pantallas omnipresentes (¿Cuánto tiempo pasará, te parece, antes de que podamos ahorrar y echar abajo la otra pared y poner una nueva de TV?), el aislamiento y la soledad disimulados por la interacción con los dispositivos electrónicos (—¿Apagarás las paredes de la sala? —Es mi familia, dirá Mildred), la reclusión voluntaria tras los auriculares (Y en las orejas, muy adentro, los caracolitos, las radios de dedal, y un océano electrónico de sonido, música y charla y música y música y charla), el cerebro permanentemente embotado por el bombardeo constante de la publicidad (Gente que hasta hacía un momento había estado tranquilamente sentada, siguiendo con los pies el ritmo del Dentífrico Denham, del Detergente Dental Denham, del Dentífrico Dentífrico Dentífrico Denham, uno dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. Gente que había estado masticando débilmente las palabras Dentífrico Dentífrico Dentífrico), el ocio salvaje y falsamente liberador, los entretenimientos favoritos consisten en salir a asustar a la gente en un parque de diversiones, romper cristales en la Casa de Romper Vidrios, destrozar automóviles con los proyectiles de acero en el Parque de Destrozar Coches o salir enfebrecidos a la carretera a atropellar a quien tenga la desgracia de cruzarse en el camino (Las llaves del coche están en la mesa de luz. Siempre que me siento así, tengo ganas de correr. Llega uno a los ciento cincuenta kilómetros por hora y se siente mucho mejor. A veces corro toda la noche y vuelvo a casa, y tú no te has dado cuenta. Es divertido en el campo. Uno atropella conejos, y hasta perros). 

En ese mundo insípido y vacío (y el mundo entero era gris), automatizado y sin alma, que tanto se parece al nuestro, en sus rasgos de infantilismo permanente, de continua evasión, de felicidad entendida como mero placer y excitación (Citan automóviles, ropas, piscinas, y dicen ¡qué bien! Pero siempre repiten lo mismo, y nadie dice nada diferente, y la mayor parte del tiempo, en los cafés, hacen funcionar los gramófonos automáticos de chistes, y escuchan chistes viejos, o encienden la pared musical y las formas coloreadas se mueven para arriba y para abajo, pero son sólo figuras de color, abstractas), no hay espacio, pues, para la lentitud, la pausa, el paseo y la conversación (en las viviendas han desaparecido los porches, pues inducen a la charla sosegada, a la contemplación, al dolce far niente), para el pensamiento y la reflexión, para los “porqués” (Uno empieza con los porqués, y termina siendo realmente un desgraciado), para el cuestionamiento y la rebeldía. No cabe la diferencia y sí la uniformidad, no se toleran las minorías y se aprecia la homogeneidad, la aceptación de la norma, la gris acomodación a los estrechos cauces de la simplista, mediocre, conformista y mayoritaria normalidad (No es posible construir una casa sin clavos ni maderas. Si no quieres que se construya una casa, esconde los clavos y la madera. Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno. Que olvide que existe la guerra. Es preferible que un gobierno sea ineficiente). 

Bradbury anticipa, además, otra de las notas sustanciales que definen nuestras sociedades anestesiadas, hipnotizadas por los dispositivos electrónicos y sus adictivas promesas de inmediata felicidad: el hecho de que esta sutil forma de moderna esclavitud no sea fruto de la autoritaria imposición de un poder despótico, sino que resulta del “libre” consentimiento, de la voluntaria servidumbre de las gentes, entusiasmadas por la exultante apariencia de libertad que las sume, inconscientes y aborregadas, aletargadas y sumisas, en la blanda dictadura de sus estupefacientes universos paralelos: No comenzó en el gobierno. No hubo órdenes, ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, y la presión de las minorías provocó todo esto, por suerte. Hoy, gracias a ellos, uno puede ser continuamente feliz, se pueden leer historietas, las viejas y buenas confesiones, los periódicos comerciales. Un fenómeno que, en nuestros días, ha sabido ver el filósofo coreano Byung-Chul Han. Llama la atención la coincidencia entre sus palabras y las del libro que ahora comento: Se mantiene contentas a las personas con alimentos gratuitos y juegos espectaculares. La dominación total es aquella en la que la gente solo se dedica a jugar. Y también: Solo un régimen represivo provoca la resistencia. Por el contrario, el régimen neoliberal, que no oprime la libertad, sino que la explota, no se enfrenta a ninguna resistencia. No es represor, sino seductor. La dominación se hace completa en el momento en que se presenta como la libertad

Como consecuencia de ese estado de cosas, en esa imperturbable y adormecida realidad están proscritos la cultura, el arte, la filosofía y, por supuesto, los libros, fuente de todo conflicto (Afuera los conflictos. Mejor aún, al incinerador. ¿Los funerales son tristes y paganos? Elimina los funerales. A los cinco minutos de morir, el hombre ya está de camino a la Gran Caldera: incineradores abastecidos por helicópteros y distribuidos todo a lo largo del país. Diez minutos después de la muerte, el hombre es una motita de polvo oscuro. No aflijamos a los hombres con recuerdos. Que olviden). 

Los libros representan la individualidad, la diversidad de las miradas sobre el mundo, las interpretaciones divergentes, la posibilidad de lo no previsto, lo no controlado, lo no reglado. Los libros son lo superfluo, lo no utilitario, lo no inmediato, el espíritu, la abstracción. Los libros son la problemática búsqueda de sentido, el cuestionamiento de nuestro lugar en el mundo, la inquietud y los anhelos, la preocupación por el futuro, los sueños y su imposibilidad, el saber y el saber que no se sabe. Los libros son la inquietud intelectual, moral, social, política, son el escepticismo y la duda, son la conciencia de la muerte y la angustia y el miedo que suscita y la lucha contra sus inexorables designios. Los libros son, pues, la vida, lo más valioso de nuestra vulgar existencia de tristes animales pensantes. Así lo intuye el Montag “renacido”, tras años de consentida alienación, cuando una “rebelde”, denunciada por posesión de libros, se deje incinerar con ellos antes de tener que abandonarlos: Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para que una mujer se deje quemar viva. Tiene que haber algo. Uno no muere por nada. Y a partir de ahí, sus reflexiones sobre la importancia de los libros pueblan el texto: 

Por primera vez comprendí que detrás de cada libro hay un hombre. Un hombre que tuvo que pensarlo. Un hombre que empleó mucho tiempo en llevarlo al papel. Nunca se me había ocurrido. —Montag dejó la cama—. Y a algún hombre le costó quizá una vida entera expresar sus pensamientos, y de pronto llego yo y ¡bum!, y en dos minutos todo ha terminado. 

Quizá los libros nos saquen un poco de esta oscuridad. Quizá eviten que cometamos los mismos condenados y disparatados errores. 

¿Adónde puede llevarnos todo esto? Hemos cerrado los libros, ¿te has olvidado? 

No sé. Tenemos lo necesario para ser felices, y no lo somos. Algo falta. Busqué a mi alrededor. Sólo conozco una cosa que haya desaparecido: los libros que quemé durante diez o doce años. Pensé entonces que los libros podían ser una ayuda. 

No, no, no son libros lo que usted busca. Puede encontrarlo en muchas otras cosas: viejos discos de fonógrafo, viejas películas, y viejos amigos; búsquelo en la naturaleza, y en su propio interior. Los libros eran sólo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada de mágico en ellos, de ningún modo. La magia reside solamente en aquello que los libros dicen; en cómo cosen los harapos del universo para darnos una nueva vestidura. 

¿Sabe usted por qué un libro como éste es tan importante? Porque tiene calidad. ¿Y qué significa esta palabra? Calidad, para mí, significa textura. Este libro tiene poros. Tiene rasgos. Si lo examina usted con un microscopio, descubrirá vida bajo la lente; una corriente de vida abundante e infinita. Cuantos más poros, cuantos más pormenores vivos y auténticos pueda usted descubrir en un centímetro cuadrado de una hoja de papel, más “letrado” es usted. Ésa es mi definición, por lo menos. Narrar pormenores. Frescos pormenores. Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas. 

Uno se siente Dios con los libros. 

Y en el recuerdo de cualquier lector de Fahrenheit 451, incluso de quienes no conocen el libro, pues el “hallazgo” de Bradbury pertenece ya al inconsciente colectivo, convertido en mito literario intemporal, está esa congregación de seres marginales, una organización flexible, fragmentaria y dispersa, entregados en cuerpo y alma a su noble y en apariencia estéril tarea (Somos la rara minoría que clama en el desierto). Alejados de las ciudades, desplazándose por los viejos rieles abandonados, durmiendo en las colinas, ajenos al contacto con la gente, detenidos y registrados por unas autoridades que no pueden acusarlos de delito alguno, vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro, miles de individuos “son” Dante y Swift y Marco Aurelio; son La República de Platón, Los viajes de Gulliver y el Walden de Thoreau; son Charles Darwin, Schopenhauer y Einstein; son Albert Schweitzer y Bertrand Russell, Aristófanes y Mahatma Gandhi y Gautama Buda y Confucio; son Thomas Jefferson y Abraham Lincoln, Byron, Maquiavelo o Cristo; son, también, Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Y cuando la guerra termine, algún día, algún año, podrán escribirse los libros otra vez; se llamará a la gente, una a una, para que recite lo que sabe, y los guardaremos impresos hasta que llegue otra Edad de las Tinieblas, y tengamos que rehacer enteramente nuestra obra. Pero eso es lo maravilloso en el hombre; nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo. Sabe muy bien que su obra es importante y valiosa

Ya sin apenas tiempo, os dejo unos breves notas sobre la película de François Truffaut y sobre el otro libro fundamental de Bradbury, Crónicas marcianas. El realizador francés dirigió la versión cinematográfica de Fahrenheit 451 en 1966. Protagonizada por Oskar Werner como Montag y la muy criticada Julie Christie en el doble papel de Clarisse y Mildred (Linda en el filme), la película cuenta también con otros nombres memorables de la historia del cine: Nicholas Roeg en la fotografía y Bernard Herrmann como autor de la inquietante aunque previsible banda sonora. Truffaut mantiene lo esencial del “espíritu” del libro, con ligeras -y poco sustanciales (“desaparecen” Faber y el Sabueso Mecánico, Clarisse no se desvanece del todo, entre otras)- diferencias, y ya sólo por ello la película resultaría notable. Desde el punto de vista formal, en cambio, la película muestra de modo evidente el paso del tiempo (y no para bien). Los uniformes de los bomberos son prosaicos; los exteriores se ruedan en barrios suburbiales, con bloques de edificios uniformizados de un realismo soviético y viviendas unifamiliares inspiradas en el racionalismo geométrico más impersonal; los rituales sociales cotidianos -los saludos militarizados de los bomberos, su ridículo entrecruzar de manos- son de una ingenua elementalidad; la decoración futurista no es tal y se limita a unos cuantos -pocos- artilugios electrónicos y a un somero tren elevado (en las escenas en él ambientadas se aprecia de modo ostensible el uso del croma), mientras el resto del atrezo -muebles, teléfonos, enseres- resultan vulgares y sospechosamente parecidos a los de un hogar convencional de los sesenta del siglo pasado. Resulta curioso comprobar cómo -en general, ambientadas o no en el futuro- las películas de los sesenta y setenta han envejecido peor que las de décadas anteriores. En la misma semana en que yo me acercaba de nuevo a Fahrenheit 451 para desempolvar los muy vagos recuerdos de la primera visión en mis días universitarios, volví a ver también Luna nueva, de Howard Hawks, La carta, de William Wyler, El halcón maltés, de John Huston, y Laura, de Otto Preminger, y El sueño eterno, también de Howard Hawks; de 1940, las dos primeras, de 1941, la tercera, y de 1946, las dos últimas, y todo lo que en éstas se muestra natural, vigoroso, intenso, con fuerza, fresco y vivo, muy actual, es pálido y mortecino, languidece y se hace ajeno en la sin embargo, por otros motivos, apreciable obra “sesentera”. 
 
Hay en la película (filmada, por cierto, en color y lengua inglesa; la primera obra de su autor con ambas singularidades) algo del espíritu pre-68: la rebeldía frente a la insulsa vida burguesa, el alegato contra el totalitarismo, no sólo el explícito de la Unión Soviética sino el latente de las conformistas y adormecidas sociedades desarrolladas; el esperanzador mensaje final, más optimista que el de la novela, muy en la línea “debajo de los adoquines está la playa”; y hasta el mayor protagonismo de los libros (“la imaginación al poder”), con decenas de referencias literarias (la Wikipedia enumera 128), contando las muchas que aparecen en las incineraciones, con portadas y páginas consumiéndose en el fuego, y entre las que no faltan guiños al propio Bradbury (uno de los resistentes “es” Crónicas marcianas) o al mundo del cine, con la presencia de un ejemplar de Cahiers du Cinema, la revista en la que colaboraba Truffaut, y de diversas novelas con traslación cinematográfica, entre las que está Les Deux Anglaises et le Continent, de Henri-Pierre Roché, que llevará a la pantalla el director francés cinco años después. 

Crónicas marcianas es, indudablemente, otro clásico de lectura obligada. Publicado en 1950, antes, pues, que mi recomendación principal de esta tarde, hay entre ambos muchos elementos en común. Entre la infinidad de ediciones disponibles en nuestro país, la que os presento es la del centenario, ofrecida también por Minotauro, editorial en la que está la obra de Bradbury casi en su totalidad. Con la traducción de Francisco Porrúa, el volumen conmemorativo incluye un estudio preliminar de Rodrigo Fresán, un prólogo de Jorge Luis Borges, otro de John Scalzi y una introducción del propio autor, así como media docena de ilustraciones de Les Edwards. 
 
La condición novelística del libro, puesta en duda en ocasiones, se mantiene pese a que el origen de los veintiocho capítulos que lo integran es muy diverso, siendo algunos de ellos cuentos publicados por separado, y otros incorporados con posterioridad, con la voluntad expresa del autor -y notoria para el lector- de darle unidad al conjunto. Así, a pesar de la aparente autonomía de las diferentes historias, puede detectarse una clara línea cronológica y argumental que “canaliza” la trama, habiendo, además, conexiones entre los relatos, con continuas alusiones a hechos, sucesos o personajes que aparecen y reaparecen de un cuento a otro. Fechados en meses y años sucesivos, que van desde el lejano, en el momento de la escritura, enero de 1999 de la primera narración, hasta octubre de 2026 en que se cierra el ciclo. Y es que, en efecto, hay algo de circular en esa compilación de episodios, que recogen la banal existencia de los marcianos en una sociedad sospechosamente parecida a la nuestra (a la norteamericana de los años cincuenta, más exactamente); la progresiva huida a un Marte de unos terrícolas hastiados de la vida en un planeta hiperpoblado y en permanente riesgo de catástrofe nuclear; las funestas peripecias de los viajeros en las cuatro primeras expediciones; el asentamiento y la colonización, depredadora y despiadada, de los humanos en el planeta rojo; y, por fin, la Gran Guerra nuclear en la Tierra que provoca la vuelta de los “emigrados” y la despoblación final de Marte, un mundo polvoriento y solitario, en el que una familia intentará levantar de nuevo una civilización. 

La novela, muy poética y de una sutil melancolía, no es, al decir de su autor, una muestra del género de la ficción científica. En realidad, más allá de los extraños rasgos de los marcianos (Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales) y las notas de geografía y clima (montañas azules, calor diurno moderado, frío nocturno, atmósfera respirable, dos lunas, lagos, grandes mares y abundantes canales) totalmente incongruentes con lo que la ciencia nos muestra del planeta rojo, el libro constituye por el contrario un afilado retrato de la corta historia de la sociedad norteamericana, reflejada tanto en la aburrida vida marciana, la clase media adormecida, previa a la invasión terrícola como en los pormenores del desembarco y la expansión de los humanos, que reproduce -en un enfoque muy crítico de Bradbury con su propio país- el proceso de conquista que dio lugar a los Estados Unidos: la aventura de los colonos, el espíritu aventurero, el exterminio de los indios aborígenes y de sus culturas, el sometimiento y la servidumbre de los débiles, el racismo, la violencia y la esquilmación de los recursos naturales, en un mensaje último de alto valor premonitorio, al plantearse hace ya más de setenta años: La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Un libro formidable, lleno de humanidad, muy triste, de extraordinaria vigencia, que conmueve y se lee con emoción. 

Como acompañamiento musical a esta muy larga reseña os dejo con un clásico de la música electrónica. The Robots, del visionario y adelantado grupo alemán Kraftwerk, estaba incluido en The Man Machine, su álbum de 1978 y forma parte también de la exposición de la Fundación Telefónica, La Gran imaginación: Historias del Futuro, que ha sido el desencadenante de esta breve serie de Todos los libros un libro dedicada a la ciencia-ficción. 


En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros descendieron hasta convertirse en una pasta de budín, ¿me entiendes? 

—Creo que sí. 

Beatty contempló las formas del humo que había lanzado al aire. 

—Píntate la escena. El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Digestos. Formato chico. La mordaza, la instantánea. 

—La instantánea —repitió Mildred asintiendo con movimientos de cabeza. 

—Los clásicos reducidos a audiciones de radio de quince minutos; reducidos otra vez a una columna impresa de dos minutos, resumidos luego en un diccionario en diez o doce líneas. Exagero, por supuesto. Los diccionarios eran obras de consulta. Pero muchos sólo conocían de Hamlet (tú seguramente conoces el título, Montag; para usted probablemente es sólo el débil rumor de un título, señora Montag), muchos, repito, sólo conocían de Hamlet un resumen de una página en un libro que decía: Ahora usted puede leer todos los clásicos. Lúzcase en sociedad. ¿Comprendes? Del jardín de infantes al colegio, y vuelta al jardín de infantes. Ése ha sido el desarrollo espiritual del hombre durante los últimos cinco siglos. 

Mildred se puso de pie y comenzó a dar vueltas por el cuarto, levantando cosas y volviéndolas a poner en su lugar. Beatty no le prestó atención. 

—Cámara rápida, Montag —continuó—. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados! (…) 

—Se abreviaron los años de estudio, se relajó la disciplina, se dejó de lado la historia, la filosofía y el lenguaje. Las letras y la gramática fueron abandonadas, poco a poco, poco a poco, hasta que se las olvidó por completo. La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?

Videoconferencia
Ray Bradbury. Fahrenheit 451

miércoles, 6 de abril de 2022

TED CHIANG. LA HISTORIA DE TU VIDA; EXHALACIÓN

Buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, uno de los espacios literarios de Radio Universidad de Salamanca, sin duda el más longevo, pues quien os habla, Alberto San Segundo, director del programa, lleva ofreciéndoos desde el año 2010 recomendaciones de lectura que escojo siempre, además de por el propio interés que suscitan en mí, por su indudable calidad. Con la emisión de esta tarde llegamos al final del segundo trimestre del curso y nos despedimos por tanto hasta después de las vacaciones de Semana Santa. Y lo hacemos a través de una cuádruple propuesta, dos libros, una película y una exposición, volviendo a incurrir en este casi obsesivo -y, a la postre irrealizable- afán personal por ampliar los límites de mis sugerencias, abriéndome con ellas a mundos que no se agotan en los libros y queriendo explorar los múltiples hilos que nos descubre cada nueva lectura. 

El desencadenante último de la presente edición -y también de la siguiente, que se emitirá el 20 de abril, tras el descanso lectivo- lo constituye mi entusiasta visita a una formidable exposición que desde el pasado 20 de noviembre y hasta el próximo 17 de abril (aún quedan días para verla, pues, y no deberíais dejar de hacerlo) ofrece la Fundación Telefónica, en su espacio de la Gran Vía madrileña, y que con el título de La Gran imaginación: Historias del Futuro, bien explícito con respecto a su contenido, nos sumerge en un fascinante viaje a través de 250 años de ficciones que ilustran el mañana. Desde los orígenes de la novela utópica en la Edad Moderna, pasando por la explosión futurista del siglo XIX y los hitos de la ciencia ficción del siglo XX, la muestra propone un recorrido cronológico y temático en el que dialogan grandes iconos de la literatura, el cine o la arquitectura, volcando tanto los sueños como las pesadillas que ha engendrado la imaginación del futuro. Estas visiones entroncan con los grandes desafíos del presente y conducen al espectador hacia cuatro posibles escenarios situados en el año 2050 [Crecimiento, Colapso, Disciplina, Transformación] que nos invitan a reflexionar sobre el tipo de visiones que pueden ayudarnos a construir y a hacer realidad futuros mejores, según reza la iluminadora Guía práctica que proporciona la Fundación que puede descargarse de su página web. Ante la larga extensión de esta reseña, me limito ahora a invitaros a que os acerquéis a Madrid a disfrutar de las maravillas que podéis encontraros si os decidís recorrer las salas en las que se ofrece la muestra, que, si puedo, os comentaré en detalle en nuestra próxima emisión. 

La apasionante experiencia que constituye la visita a La Gran imaginación; Historias del Futuro, con esa sugerente doble referencia -futuro e imaginación-, me llevó a pensar en dedicar algún programa de Todos los libros un libro a un género, la ciencia-ficción, del que no soy un especial frecuentador y que, por tanto, no ha tenido apenas presencia en los casi doce años de nuestra ya dilatada existencia. Y lo hago con un autor que pasa por ser uno de los más destacados exponentes del género, el norteamericano, de origen chino (sus padres, emigraron, huyendo de la Revolución comunista, a Taiwan y después a Estados Unidos), Ted Chiang. Y ello, su prestigio en la ciencia-ficción, su reconocimiento unánime de crítica y público, su larga lista de premios (el Hugo, el Nébula, el Locus, el Theodore Sturgeon Memorial, el Sidewise, el BSFA británico, el Grand Prix de l'Imaginaire francés, el Kurd Lasswitz alemán, el Seiun japonés, el John W. Campbell, galardones todos de la mayor relevancia en el género, obtenidos además en numerosas ocasiones), habiendo publicado tan sólo dos libros que recogen, entre ambos, apenas una veintena de relatos, una obra escueta desarrollada en más de dos décadas de trayectoria profesional (Chiang nació en 1967 y presentó su primer cuento, el ya deslumbrante La torre de Babilonia, en 1990). 

La brevedad de su producción me permite traérosla aquí en su integridad, tanto el primero de sus libros, La historia de tu vida, que tras su edición originaria en 2002 vio la luz en España un par de años después en la editorial Alamut, siendo objeto de reediciones constantes en distintos formatos y diversas editoriales; como el segundo de ellos, el más reciente Exhalación, de 2019, presentado en nuestro país por Sexto Piso en 2020. La historia de tu vida, que yo tengo en la edición en tapa dura de Alamut, aparece en la traducción del responsable y factótum de la editorial, Luis G. Prado. Los relatos de Exhalación están vertidos al español por Rubén Martín Giráldez. El cuento que da título al primero de los libros inspiró la sobresaliente película La llegada, dirigida en 2016 por Denis Villeneuve, una obra magistral (con ocho nominaciones a los Oscar entre las que no estaba la apreciable interpretación de Amy Adams, finalmente sólo obtuvo uno menor, el de mejor edición de sonido) de la que luego quiero también hablaros. 

Ted Chiang, nacido en Port Jefferson, Nueva York, en 1967, es licenciado en Informática por la Universidad de Brown, dedicándose profesionalmente a la redacción de manuales de software. Como declara en alguna entrevista, empezó a escribir a los once años bajo el influjo de Asimov, aunque pese a lo prematuro de su vocación literaria su ritmo de “producción”, como ya he señalado, es muy lento, porque, también según sus palabras, ojalá pudiera escribir más. Ojalá pudiera escribir con una mayor celeridad, pero me resulta imposible. Tardo meses, a veces, años, en desarrollar una idea. Me asaltan ideas todo el tiempo, pero solo me quedo con las que me atormentan. Las que vuelven una y otra vez. Entonces trato de encontrar la manera de convertirlas en un cuento. Quien haya visto -hay bastante “material” en YouTube- alguna de sus entrevistas o intervenciones orales podrá entender, quizá, esa lentitud, pues también al hablar se manifiesta como alguien pausado y hasta premioso, rumiando de manera demorada sus palabras, como si buscara en su, sin duda, privilegiada mente, la formulación más ajustada para expresar de modo idóneo las ideas exactas que quiere transmitir. 

En una primera instancia las diecisiete narraciones recogidas en ambas obras, ocho en La historia de tu vida y nueve en Exhalación nos obligan a plantearnos la definición y los límites de la ciencia-ficción. Tendemos a asociar el género (así lo hacemos, al menos, los no iniciados) a un universo distópico, poblado de robots finalmente rebeldes frente a sus creadores, escenarios urbanos asfixiantes e improbables, máquinas sofisticadas e inteligentísimas, visitas de torvos alienígenas, en un contexto tecnológico muy distinto al actual, que aparece siempre teñido de un clima apocalíptico. Desde esa lógica, la ciencia-ficción se presenta como un aviso amenazante en torno al porvenir de la humanidad, una advertencia formulada en términos inquietantes sobre el catastrofista futuro al que nos condenaría la peligrosa deriva del irrefrenable ansia de progreso científico y tecnológico que nos mueve, un avance desaforado que se presenta siempre, de un modo u otro, como la causa de todo mal. Sin embargo, el planteamiento de Chiang es distinto. Su pretensión última como escritor no parece tener que ver con la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana, que es como define “distopía” la RAE. El enfoque de sus cuentos es optimista y, en cualquier caso, más filosófico y humanista que tecnológico. No me consideraría filósofo, pero es cierto que escribo sobre cuestiones filosóficas, afirma, en este sentido. Y por supuesto que hay tecnología, claro, y mucha ciencia, en sus relatos (siendo ello un elemento sustancial, para bien y para mal, de los dos libros, como luego comentaré), pero su presencia no surge para fotografiar “desde fuera” un mundo posible aunque improbable, exacerbando algunos de los avances técnicos que ya vivimos en nuestro acelerado presente y aleccionándonos sobre sus riesgos, sino que constituye, en cierto modo, la excusa para que su discurso, su análisis -si puede hablarse así a propósito de una obra literaria-, se desenvuelva en un plano, diríamos, interno, más intelectual, llevando al extremo ciertas derivaciones de la ciencia hoy conocida, ciertas paradojas científicas, para, a través de ellas, reflexionar sobre el sentido de la vida, la humanidad y sus misterios, el origen y el futuro, la identidad, la memoria, los recuerdos, el lenguaje, el tiempo, la belleza y la atracción física, la comunicación entre especies, la existencia de vida inteligente más allá de nuestro mundo, Dios y la religión, las inexploradas posibilidades del cerebro, el determinismo y el libre albedrío, y otras apasionantes cuestiones filosóficas y existenciales que, de un modo muy evidente, entroncan su obra con la de Borges, otro escritor “metafísico”. Y todo ello con un propósito “benéfico”, hacer que el lector modifique la muy limitada perspectiva con la que discurre en su realidad habitual, vea el mundo de otra forma, se persuada de que no somos el centro del universo y se convenza de la necesidad de abrirse a ese permanente cambio que constituye nuestro destino y, por tanto, de la inutilidad de “encerrarse” en premisas, apriorismos, ideas, visiones, juicios y pensamientos estáticos, limitados, fanáticos y reduccionistas. 

Desde este punto de vista, la literatura de Chiang resulta fascinante por un doble motivo, la genial elección de temas científicos de una extraordinaria complejidad pero que permiten mostrar los aparentemente impenetrables enigmas de la naturaleza humana, y, a la vez, la espléndida plasmación de esos abstrusos asuntos del ámbito de la biología molecular, la termodinámica, la física, la geometría, el cálculo y otras áreas de las matemáticas, la ingeniería, la astronomía, la lingüística, la psicología, las ciencias de la computación, la inteligencia artificial, la neurología, la ética, la metafísica y tantos otros, en narraciones más o menos “realistas”, en general identificables por el lector, de una relativa cotidianidad, que se ve, no obstante, transformada hasta el vértigo por las inquietantes hipótesis que las premisas científicas introducen, todas ellas alusivas a los grandes temas de reflexión que acucian desde hace siglos a nuestra especie, de ahí el valor universal -y el éxito mundial- de sus libros. 

El efecto de esta combinación es deslumbrante, los dos libros son magníficos, aunque en más de una ocasión provoquen una reacción contradictoria en el lector, al menos en uno que, como yo, no se desenvuelve con facilidad en los más enrevesados temas de la ciencia. Por un lado, está el entusiasmo arrebatado, la atracción irresistible que suscita lo sorprendente de las historias elegidas y de sus inconcebibles consecuencias, así como lo sugestivo de las derivaciones que los relatos suscitan. Pero, desde otro importante punto de vista -y hablo por mí-, la sensación que nos asalta mientras se lee es la de un cierto desasosiego por no llegar a comprender del todo la profunda base teórica que sustenta los planteamientos de unas narraciones escritas por alguien que posee, de manera muy notoria, una inteligencia excepcional y cuya expresión, cuyas propuestas, se muestran, por ello, inalcanzables e, incluso, en ocasiones, ininteligibles o, al menos, de difícil intelección (al término de ambos libros, Chiang incorpora unas notas explicativas de la génesis y el contenido de cada uno de sus relatos; lo que permite un mejor y más completo acercamiento a ellos). 

He hablado de vértigo, de abismo, y esa es la impresión, la que te asalta cuando estás al borde de un precipicio de profundidad insondable. En muchos de los cuentos, cuando el narrador rebasa un cierto umbral de complejidad, uno no entiende, se le escapan las paradojas y los contrasentidos, le resultan inasibles y hasta absurdos los enigmas, las frías abstracciones, las contradicciones matemáticas, filosóficas, lógicas, físicas, tan difíciles de aprehender en su plenitud como lo sería intentar comprender el infinito; incluso, muchas veces, el léxico es opaco, como si nos hablaran en una extraña lengua extraterrestre. Afortunadamente, los cuentos son, en general, breves porque, como ha escrito un crítico norteamericano, si fueran mucho más largos, la cabeza de los lectores podría estallar. Pero, a la vez, el lector se siente fascinado, roza, llega a vislumbrar, intuye, atisba, un misterio en el fondo humano, sensible, cercano, conmovedor, que llega al espíritu, al alma, que, incluso, emociona. 

En La evolución de la ciencia humana, uno de los cuentos de La historia de tu vida, brevísimo, apenas dos páginas, Chiang postula una situación que no está tan lejos de cumplirse: la “crisis” de las revistas científicas en un tiempo en el que el desarrollo de la TDN (transferencia digital neuronal), sólo al alcance de humanos evolucionados -los “metahumanos”-, habría condenado a la obsolescencia a las investigaciones convencionales hechas por estudiosos “normales” y divulgadas a través de medios igualmente “acostumbrados”: la palabra escrita y el papel. El comienzo del relato pone de manifiesto -imagino que sin pretenderlo de manera expresa- la posición en la que a menudo se encuentra el lector ante las narraciones de Ted Chiang: Hace veinticinco años desde la última vez que un informe de investigación original fue enviado a nuestros editores para su publicación, lo que hace que éste sea un buen momento para revisar una cuestión muy discutida por aquel entonces: ¿cuál es el papel de los científicos humanos en una época en la que las fronteras de la indagación científica han quedado más allá de la comprensión de los humanos? Una pregunta del todo pertinente si la planteamos en relación con lo enrevesado y oscuro, a veces inaccesible, de la obra de Chiang. Y pese a ello, sus dos libros son un éxito de ventas, que, en particular Exhalación, desbordan el estrecho ámbito de los adictos al género de la ficción científica; y si lo son es porque, pese a su complejidad, son altamente estimulantes e intelectualmente provocadores. 

Todos estos rasgos, el atractivo y la perplejidad, el encantamiento y la distancia, lo sugerente y lo impenetrable, están en los ocho cuentos de La historia de tu vida. En La torre de Babilonia se parte del mito bíblico de la construcción de la Torre de Babel para inventar un relato en que la torre es tan alta que toca la bóveda celeste. Si la torre estuviera tumbada sobre la llanura de Shinar, se tardaría dos días en caminar desde un extremo al otro. Pero como la torre se alza en vertical, se tarda un mes y medio en subir de su base a su cima, si quien sube no lleva carga alguna. Pero pocos hombres suben a la torre con las manos vacías; el paso de la mayoría se reduce por la carreta de ladrillos de la que tiran. Transcurren cuatro meses entre el día en que se carga un ladrillo en una carreta y el día en que se toma de ella para que forme parte de la torre. Un grupo de trabajadores escogidos tiene como misión perforar y atravesar dicha bóveda, accediendo a un cielo cuyo conocimiento supondrá una revelación inimaginable (Los hombres imaginaban que el cielo y la tierra eran los extremos de una tablilla, con el firmamento y las estrellas entre ellos; pero el mundo estaba envuelto sobre sí mismo de alguna manera fantástica, de forma que el cielo y la tierra se tocaban). 

El segundo de los cuentos, Comprende, parte de una anécdota más o menos trivial que va desenvolviéndose hasta sus más extremas consecuencias. Un hombre cae bajo una capa de hielo intentando vanamente encontrar una salida. Tras casi una hora en el agua helada, cuando es rescatado, sin vida apenas, se ha convertido en un vegetal, su cerebro dañado, en apariencia, de manera irremisible. Los médicos probarán con él una nueva medicación, la hormona K, que, pronto, revelará unos inesperados efectos secundarios: un inicial aumento de la velocidad y la comprensión lectora y, con nuevas dosis, un desarrollo desmesurado de la inteligencia del paciente. A partir de ahí, su cerebro superior es capaz de “entender” con facilidad el sentido de todo lo que experimenta (Las pautas cotidianas de la sociedad se me revelan sin esfuerzo), de comprender todas las causas de todos mis cambios de ánimo, los motivos tras cada una de mis decisiones, de percibirlo “todo” de manera simultánea con una racionalidad exacerbada, hasta el punto de carecer de nada que pueda calificarse de subconsciente, y controlar todas las funciones de mantenimiento que realiza mi cerebro, debiendo, por ello, lanzarse al diseño de un nuevo idioma en el que pueda expresar la complejidad de los conceptos que maneja y que, en consecuencia, se aleje de la lógica secuencial que no se transcribiría como palabras alineadas linealmente, sino como un ideograma gigante, que debe asimilarse en conjunto. El cuento relata las consecuencias del progresivo crecimiento de esta inteligencia desproporcionada, de la que los más evolucionados ordenadores actuales son un pálido reflejo. 

Dividido entre cero, que se basa en una al parecer conocida ecuación matemática (ei + 1 = 0) que, llevada a su extremos conduce a la protagonista del cuento a probar que la aritmética como sistema formal es inconsistente y que, por tanto, las matemáticas ya no tienen sentido, en una manifestación paradigmática de ese conflicto entre la intuición de la belleza argumentativa y la inquietante sensación de ininteligibilidad que ya he mencionado y que, a mi juicio, es uno de los rasgos definitorios de la literatura de Chiang. El siguiente cuento, La historia de tu vida, es el que da lugar a la película La llegada; prefiero, por ello, hablaros de él al comentar el filme. Setenta y dos letras conecta dos ideas con una larga trayectoria en la literatura y el cine fantásticos. Por un lado, la historia del golem, la estatua de arcilla a la que el rabino Loew de Praga da vida para que sirva como defensor de los judíos, protegiéndolos de las persecuciones. Esa especie de “protorobot” funcionaba escribiendo sobre su figura una palabra sagrada. El talento de Chiang asocia a esa leyenda de siglos la clonación de seres humanos a través de una historia en la que un científico, en la Inglaterra victoriana, replica organismos vivos cultivando “megafetos” a partir de espermatozoides e insuflándoles vida mediante un aporte léxico, una “impresión” de palabras. El antepenúltimo texto del libro es el ya mencionado La evolución de la ciencia humana, que en solo dos páginas especula sobre el advenimiento de la inteligencia superhumana tras la revolución informática. El Infierno es la ausencia de Dios es, desde mi punto de vista, el menos interesante, una historia religiosa con apariciones de ángeles, milagros y el amor a Dios de su protagonista, al que la muerte de su mujer, el acontecimiento fundamental de su vida, lo llevará a un viaje que cambiará su existencia para siempre. El libro se cierra con otra narración excelente, ¿Te gusta lo que ves? (Documental), que, presentando las transcripciones de los intervinientes en un supuesto reportaje televisivo, nos hace reflexionar sobre el “aspectismo”. Durante décadas la gente ha estado dispuesta a hablar de racismo y sexismo, pero aún no se decide a hablar de aspectismo, el prejuicio que “califica” a la gente por su aspecto físico y que, en consecuencia, condena, en múltiples ámbitos -el social, el profesional, el académico, el sentimental-, a las personas poco atractivas. En el escenario en que nos introduce el cuento, los científicos han descubierto un dispositivo que induce en quienes hacen uso de él la caliagnosia, es decir, la imposibilidad -reversible a voluntad y, por tanto, temporal- de apreciar la belleza física, pues el ingenio bloquea las conexiones neuronales que identifican y procesan la sensación de que una persona es hermosa, o fea, o algo intermedio. La idea en sí resulta, como se puede intuir, brillante, y su desarrollo literario a través de la exposición de las distintas posturas en el debate entre los diferentes participantes en la controversia, simplemente magistral. Chiang cuenta, en esas notas finales a las que antes me referí, el desencadenante que provocó la gestación de su cuento: Unos psicólogos llevaron a cabo en cierta ocasión un experimento en el que una y otra vez dejaron una falsa solicitud de ingreso a la universidad en un aeropuerto, supuestamente olvidada por un viajero. Las respuestas en la solicitud eran siempre las mismas, pero a veces cambiaron la foto del solicitante ficticio. Resultó que era más probable que la gente enviase por correo la solicitud si el solicitante era atractivo. Quizá esto no resulte sorprendente, pero ilustra cuan profundamente estamos influidos por el aspecto; favorecemos a las personas atractivas incluso en una situación en la que nunca las conoceremos

Las nueve historias de Exhalación son, si cabe, aún más portentosas y sugerentes que las del primer libro, y con razón han alzado a su autor al primer plano del reconocimiento y el interés literario mundial. El volumen se abre con El comerciante y la puerta del alquimista, una maravilla explícitamente inspirada en Las mil y una noches. Jugando con la estructura del “cuento dentro del cuento”, típica del clásico oriental, Chiang retoma un tópico de la literatura fantástica, los viajes en el tiempo, para mostrarnos la singular peripecia de un comerciante de Bagdad que atravesará la Puerta de los Años, un invento de un viejo alquimista que permite avanzar o retroceder dos décadas para encontrarse con quien se ha sido o quien se acabará por ser. Confiesa el autor en la nota explicativa del relato que en la mayoría de las historias de viajes en el tiempo se da por sentado que es posible cambiar el pasado, y aquéllas en las que no es posible resultan a menudo trágicas. Aunque todos podemos comprender el deseo de cambiar cosas en nuestro pasado, quería intentar escribir un relato de viajes en el tiempo donde la incapacidad para cambiar nada no fuera necesariamente motivo de tristeza. Pensé que un entorno musulmán podría funcionar, porque la aceptación del destino es uno de los artículos básicos de fe en el Islam. Muy original, intelectualmente estimulante (Como siempre, me ha dado usted mucho que pensar, afirmará el personaje, en expresión claramente extrapolable a la literatura entera de su creador) y, como en el resto de sus cuentos, capaz de tocar profundos temas filosóficos (Nada borra el pasado. Existe el arrepentimiento, existe la enmienda, y existe el perdón. No hay más, pero con eso basta). 


El cuento que da título al libro conjuga diversos elementos, a cuál más sorprendentes. Unos pulmones recargables, un atrevido estudiante de anatomía capaz de la autodisección, unos humanos robotizados, un cerebro ocupado por infinidad de extraños engranajes, que incluyen leves láminas de oro en su composición, una extraña aventura hacia los más profundos recónditos de la mente en busca de recuerdos perdidos, un universo, nacido de la exhalación de una enorme bocanada de aliento contenido, y configurado como una cámara sellada en la que los equilibrios de presión del aire condicionan la existencia de sus habitantes, un destino funesto para la humanidad, envuelto todo ello en el habitual mensaje optimista del imaginativo escritor: Contempla la maravilla que constituye la existencia, y alégrate de disfrutar de esa posibilidad

En Lo que se espera de nosotros, otro relato muy breve, aunque tan desconcertante y sugerente como el resto, se nos presenta el Pronostic, un aparatito, como un control remoto para abrir el coche. Consta únicamente de un botón y un gran led verde. Si aprietas el botón, la luz destella. Para ser exactos, la luz destella un segundo antes de que aprietes el botón. En consecuencia, hagas lo que hagas con él, tanto si intentas apretar el botón sin haber visto el destello, adelantándote a él (en cuyo caso el destello aparecerá de inmediato, antes de dar tiempo a pulsarlo), como si esperas al destello con la intención de no llegar a apretar el botón con anterioridad (circunstancia que hace que la ráfaga no llegue a mostrarse), la luz siempre precede al accionamiento del botón. Tal sorprendente hipótesis lleva a Chang a ofrecernos sus subyugantes y provocadoras reflexiones en torno a la inexistencia del libre albedrío (entre ellas la más que probable ola de suicidios que provocaría la conciencia de la inutilidad final de nuestros actos: una tercera parte de los que juegan con un Pronostic tienen que ser hospitalizados porque dejan de comer. El estado final es de mutismo acinético, una especie de coma en plena vigilia) y a dejarnos, una vez más, un consejo bienhumorado: Finjan que tienen libre albedrío. Es esencial que se comporten como si sus decisiones contaran, aun cuando sepan que no es así. La realidad no es importante; lo que es importante es lo que creen, y creer la mentira es la única manera de evitar el coma en vigilia. Ahora la civilización depende del autoengaño. Quizá siempre ha sido así

El ciclo de vida de los elementos de software, con sus más de cien páginas es, más que un cuento, una novela corta, compleja y fascinante, cuya glosa merecería un programa entero. Su lectura atrapa de un modo irremediable, aunque, a la vez, sume al lector en un vértigo fatal de perplejidad e incomprensión, tanto por la ininteligibilidad última del universo recreado (en muchos momentos incomprensible por la abstrusa “jerga” tecnológica) como por las desasosegantes derivaciones éticas y de todo tipo a las que se abre. Inteligencia artificial, creación de digientes, organismos artificiales que viven en entornos virtuales, pero que “saltan” también a nuestro entorno tangible (o no; hay momentos en el relato en los que uno no sabe -literalmente- dónde se encuentra), programación de mascotas de elevado desarrollo cognitivo, genoma reproducible a voluntad desde un ordenador, videojuegos hiperrealistas, pequeños seres, mezcla de humano y robot, fabricados digitalmente, avatares interactivos, muñecos artificiales, tanto virtuales como físicos, para el disfrute sexual, sofisticadas comunidades online, interfaces neuronales, motores genómicos, cócteles oxitocínicos inductores de afecto, dibujan el escenario en el que se desarrolla una trama sorprendente aunque, en el fondo, muy realista, muy cercana a nuestra existencia actual, en la que afloran cuestiones como el modo de afrontar las relaciones emocionales en un mundo de “usar y tirar”, la necesidad del esfuerzo en la educación, la importancia de los valores éticos en la “fabricación” de los nuevos universos tecnológicos “paralelos”, el aislamiento y la socialización que conlleva la vida en estas realidades evanescentes y fantasmagóricas, el debate sobre la necesidad de regular legalmente el estatus jurídico de los individuos virtuales, todas ellas de gran interés y que Chiang presenta con su acostumbrado poso moralizante (sin connotación peyorativa alguna, antes al contrario): ¿Qué es el amor y cómo damos con él? ¿Por qué en el mundo hay maldad, dolor y pérdida? ¿Cómo descubrir la dignidad y la tolerancia? ¿Quién está en el poder y por qué? ¿Cuál es la mejor manera de resolver un conflicto? Si queremos otorgarle a una IA responsabilidades importantes, entonces necesitará buenas respuestas a estas preguntas. Eso no va a suceder cargando las obras de Kant en la memoria de un ordenador; va a requerir el equivalente a una buena crianza de los hijos

En La niñera automática, patentada por Dacey Chiang presenta un texto extraído de un supuesto catálogo de una exposición sobre la infancia en el Museo Nacional de Psicología de Akron, en Ohio, para dar cuenta de un invento, a la par genial y terrorífico, que habría diseñado Reginald Dacey, un matemático nacido en Londres en 1861. De vuelta a la época victoriana, el autor nos da cuenta de esta sorprendente “niñera automática”, un ingenioso artefacto articulado (una máquina subrobótica, diseñada para cuidar bebés) capaz de favorecer el sano crecimiento y la correcta educación de los infantes, soslayando los inconvenientes que, percibidos en su propia experiencia como padre, acechan tras el siempre algo descuidado desempeño de las cuidadoras de carne y hueso. Su inspiradora máxima: Una crianza racional dará como fruto niños racionales, producirá, como puede intuirse, efectos perniciosos. El cuento, muy breve, redactado por encargo para acompañar una antología vertebrada en torno a exposiciones de artefactos imaginarios de museos, vuelve a mostrar el interés de Chiang por la educación y refleja, una vez más, esa acusada vena moralizante que atraviesa la mayor parte de sus relatos. 

De educación habla también La verdad del hecho, la verdad del sentimiento, otra narración subyugante. En ella se nos presenta el Remem, el vídeo ubicuo, una tecnología que posible conservar una grabación permanente en vídeo de cada momento de nuestras vidas. A través de los proyectores retinianos, la gente puede “traer a su presencia” cualquier imagen del pasado a voluntad. Remem monitoriza tu conversación en busca de referencias a acontecimientos pasados y acto seguido despliega un vídeo de dicho acontecimiento en la esquina inferior izquierda de tu campo de visión. Si dices: «¿Te acuerdas de cuando bailamos la conga en la boda?», Remem recupera el vídeo. Si la persona con la que estás hablando dice: «La última vez que estuvimos en la playa», Remem recupera el vídeo. Y no se utiliza sólo cuando hablas con alguien; Remem también monitoriza tus subvocalizaciones. Si lees las palabras «el primer restaurante chino en el que comí», tus cuerdas vocales se mueven como si lo leyeras en voz alta, y Remem recuperará el vídeo en cuestión. Y aún más, los algoritmos de Remem son capaces de buscar en el pajar antes de que acabes de decir «aguja». Convertidos en ciborgs cognitivos, dueños de una memoria perfecta, un artificio que se integra en los procesos racionales, de modo que las consultas al software pasan a ocupar el acto cotidiano de recordar, las implicaciones tan sorprendente descubrimiento científico son objeto del brillante análisis de Chiang: nuestra vida no está constituida por hechos, sino por sentimientos que reformulamos a nuestro antojo, mezclando recuerdos, sumando olvidos, reconstruyendo vivencias, narrándonos en suma. La gente está hecha de historias, afirma el narrador. Nuestros recuerdos no son la acumulación imparcial de cada uno de los segundos que hemos vivido; son la narrativa que hemos ensamblado a partir de momentos escogidos. Al modo en que la aparición de la escritura -a fin de cuentas, una tecnología- cambió los procesos reflexivos que se producían en la oralidad, la invención de Remen constituye una sugestiva exploración de cómo un nuevo avance tecnológico, en este caso Remen, puede afectar a nuestra actual cognición. Y ello contado mediante un “montaje” en paralelo, en que se contraponen episodios ambientados en el futuro del novedoso ingenio con otros del pasado en una aldea en el territorio tiv, en el centro de África, en la que la llegada de un misionero europeo que enseña a escribir a los aborígenes, permite discurrir sobre los procesos mentales que provoca el paso de una cultura oral a una escrita. Un cuento deslumbrante y muy original. 

Los breves textos que integran el, a su vez, muy corto relato titulado El gran silencio fueron escritos en 2014 para complementar literariamente una instalación de vídeo multipantalla sobre antropomorfismo, tecnología y las conexiones entre el mundo humano y el no humano que se expuso en el Fabric Workshop and Museum de Filadelfia como parte de una exposición de la obra de los artistas Allora & Calzadilla. Un año después, y ya sin el soporte de las imágenes que le daban pie, se publicaron en una revista de arte, presentada en la 56.a Bienal de Venecia. Éste es, pues, el texto que leemos, y en él se exploran, de modo muy sugerente y con un punto de ironía, algunas interesantes ideas, como la existencia de vida inteligente fuera de nuestro planeta, la comunicación entre humanos y animales o las ocultas capacidades cognitivas de los papagayos (unas aves que, en su peculiar lenguaje, nos estarían enviando un amigable mensaje -Sois buenos. Os queremos-, que concuerda con ese espíritu optimista y positivo de Chiang que he venido subrayando en mi reseña. 

En Ónfalo, el penúltimo relato del libro, es la dimensión religiosa, teológica, del ser humano, la que se nos presenta a través de la oración de una científica que reza a Dios para agradecerle los pequeños logros de su rutinaria cotidianidad. Un Dios cuya existencia es admitida con carácter general, tras haber sido probada por, entre otras, dos evidencias irrefutables en apariencia. El hecho incuestionable de que el crecimiento de los anillos del tronco de un árbol nos permite, contando hacia atrás, completar una detallada cronología desde su origen (El pasado ha dejado sus huellas en el mundo, y nosotros sólo tenemos que saber cómo leerlas) y, por otro lado, la igualmente irrebatible conclusión de que el ombligo humano demuestra la preexistencia de una madre anterior, el cuento nos transporta a un mundo en el que aparecen árboles sin anillos de crecimiento y se descubren unas momias (procedentes del chileno desierto de Atacama) carentes de ombligo, hallazgos ambos que apuntan de modo inequívoco a unos seres primigenios, que habrían sido creados ex novo, en un comienzo “repentino”, prueba incuestionable de una acción divina. Un revolucionario hallazgo científico en el campo de la astronomía, parece poner en duda las creencias de la protagonista, amenazando con convulsionar el sustrato espiritual de la humanidad entera. 

La ansiedad es el vértigo de la libertad cierra el volumen de modo magistral. La innovación futurista sobre la que se construye la historia es un pequeño ingenio, un prisma -el nombre era casi un acrónimo de la designación original, «Pasarela intermundos maximizada»-, que permite la divergencia de la propia vida a partir del momento en que se pone en marcha. Al activarlo, el aparato realiza un cálculo cuántico que abre dos líneas temporales, dos “ramas” que pueden comunicarse entre sí. De esta manera, el usuario -los prismas son objeto de tráfico comercial- puede seguir la existencia de su para-yo (o sus para-yos, pues las posibilidades de creación de identidades alternativas son ilimitadas), manteniéndose en contacto con un “sí mismo” modificado porque, en un instante preciso, y ante una determinada decisión, eligió una de las posibles opciones en la vida “real” mientras siguió otro camino diferente en la versión “paralela” creada por el prisma. Los hilos teóricos e intelectuales a los que se abre el desarrollo de tal imaginativo supuesto son incontables: el determinismo, el libre albedrío, la toma de decisiones, la responsabilidad moral que deriva de ellas, la construcción de la propia personalidad… Chiang apunta a todas ellas en una trama con un vago aire a thriller, en la que, además de las cuestiones filosóficas acostumbradas, se nos presenta un caso de estafa propiciada por una de las variantes que propicia el extraño artilugio. 

Y ya sin tiempo para más, desbordada por mucho la extensión de esta desmesurada reseña, os dejo un par de ideas sobre la película La llegada, basada en el cuento La historia de tu vida. El relato explora conceptos como los principios variacionales de la física, el Principio de Tiempo Mínimo de Fermat, la masa de Planck, el cambio de spin del átomo de hidrógeno, la refracción de la luz y otros tantos inextricables enigmas científicos para desarrollar una narración fascinante sobre el tiempo, el destino, el amor, la entrega y el sentido de nuestras vidas. La llegada de unas extrañas naves alienígenas a la tierra (ciento doce en el relato, sólo una docena en la película), unos inmensos artefactos que llenan de inquietud al mundo, lleva a las autoridades a solicitar la colaboración de la doctora Louise Banks, una experta lingüista, para que interprete el incomprensible lenguaje de los extraterrestres, unos seres sorprendentes, unos extraños pulpos heptápodos que emiten unos sonidos inarticulados fuera del alcance del entendimiento humano. La implicación emocional de la doctora con los dos interlocutores de la nave “caída” en Estados Unidos (Aleteo y Pedorreta en el libro, Abbot y Costello en la cinta), su voluntad de comunicación con ellos y su progresiva comprensión de su desconcertante idioma, lleva consigo, también, el entendimiento de su poderoso mundo intelectual, de su singular concepción del tiempo, global y teleológico para los “aliens”, cronológica y causal para los humanos (Nosotros experimentábamos los acontecimientos en un orden, y percibíamos la relación entre ellos como causa y efecto. Ellos experimentaban todos los acontecimientos a la vez, y percibían una intención que los subyacía a todos). Como el resto de los seres humanos, Louise piensa y habla en un tiempo secuencial en que cada momento viene del anterior, las causas y los efectos crean una reacción en cadena que viene del pasado hacia el futuro. Para los heptápodos los acontecimientos tienen sentido sólo con el transcurso de un periodo de tiempo. Para “ver” los acontecimientos “completos” a lo largo de un periodo de tiempo, se deben conocer los estados inicial y final de ese proceso, por lo que en el mundo de los “visitantes” los individuos debían tener conocimiento de los efectos antes de que pudieran producirse las causas. Esa comprensión profunda de la lógica de los entes venidos del espacio, acabará por afectar la mente de la doctora, con importantes repercusiones en su vida familiar y personal (en la entrañable historia con su hijita, que corre en paralelo a las conversaciones y la investigación con los extraterrestres) y con la resolución del conflicto geopolítico entre los distintos gobiernos mundiales que la llegada de los viajeros astrales ha provocado (en una línea argumental, muy poderosa, que sólo está en la película). Louise, que narra la historia, acabará por pensar como los sensibles y muy cooperativos heptápodos, y, así, el relato de la trágica vida de su hija, saltará de atrás a adelante, anticipando unos hechos cuyo conocimiento previo le permite ver -y aceptar- el futuro. Un relato memorable y una película magistral, inteligente y emotiva. 

Os dejo, precisamente, con el comienzo de La historia de tu vida, un texto en el que ya está, sutil pero nítidamente, el juego temporal que nuclea el cuento, así como la inusitada presencia extraterrestre. Tras él, un tema de la banda sonora de la película, enigmática y envolvente, inquietante y evocadora, compuesta por Jóhann Jóhannsson. Kangaru, última pieza de la obra, ilustra musicalmente una idea esencial en el relato y que se formula en él a partir de una anécdota significativa aunque probablemente falsa: En 1770, la nave Endeavour del capitán Cook encalló en la costa de Queensland, Australia. Mientras una parte de sus hombres hacía las reparaciones, Cook encabezó un equipo de exploración y se encontró con los aborígenes. Uno de los marineros señaló a los animales que daban saltos a su alrededor con sus crías metidas en bolsas, y le preguntó a un aborigen cómo se llamaban. El aborigen contestó: «Kanguru». Desde entonces, Cook y sus marineros se refirieron a estos animales con esta palabra. No fue hasta después que supieron que significaba: «¿Qué has dicho?»


Tu padre está a punto de hacerme la pregunta. Éste es el momento más importante de nuestras vidas, y quiero prestar atención, captar cada detalle. Tu padre y yo acabamos de volver de una noche en la ciudad, con cena y espectáculo; es pasada la medianoche. Salimos al patio para mirar la luna llena; luego le dije a tu padre que quería bailar, así que me sigue la corriente y ahora estamos bailando lentamente, un par de treintañeros oscilando de un lado a otro bajo la luz de la luna como niños. No siento el fresco de la noche en absoluto. Y entonces tu padre dice:

—¿Quieres tener un hijo? 

En este momento tu padre y yo llevamos casados unos dos años y vivimos en la avenida Ellis; cuando nos mudemos serás demasiado pequeña para acordarte de la casa, pero te enseñaremos las fotos, te contaremos las historias. Me encantaría contarte la historia de esta noche, la noche en que fuiste concebida, pero el momento adecuado para hacerlo sería cuando estés preparada para tener tus propios hijos, y nunca tendremos esa oportunidad. Contártelo antes no serviría de nada; durante la mayor parte de tu vida no tendrás paciencia para escuchar una historia tan romántica (o cursi, como dirías tú). Recuerdo la idea sobre tu origen que me sugerirás cuando tengas doce años. 

—La única razón por la que me tuvisteis fue para poder conseguir una criada a la que no tuvieseis que pagar —dirás con amargura, sacando la aspiradora del cuarto de las escobas. 

—Efectivamente —diré yo—. Hace trece años supe que las alfombras necesitarían que alguien pasara la aspiradora más o menos por estas fechas, y tener un hijo parecía ser la forma más barata y fácil de solucionar el problema. Ahora ponte a ello, si eres tan amable. 

—Si no fueras mi madre, esto sería ilegal —dirás, indignada, mientras desenrollas el cable y lo metes en el enchufe. 

Eso será en la casa de la calle Belmont. Yo viviré para ver a desconocidos ocupando ambas casas: aquélla en la que fuiste concebida y aquélla en la que creciste. Tu padre y yo venderemos la primera un par de años después de tu llegada. Yo venderé la segunda poco después de tu partida. Para entonces Nelson y yo nos habremos mudado a nuestra granja, y tu padre estará viviendo con esa mujer. 

Sé cómo termina esta historia; pienso mucho en ello. También pienso mucho en cómo comenzó, hace sólo unos años, cuando unas naves aparecieron en órbita y unos artefactos aparecieron en las praderas. El gobierno apenas dijo nada sobre ellos, mientras que la prensa amarilla no dejó casi nada sin decir.
 
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Ted Chiang. La historia de tu vida