Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de abril de 2019

OLIVIER BOURDEAUT. ESPERANDO A MÍSTER BOJANGLES 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda ser de vuestro interés. En esta ocasión os traigo una estupenda novela que aunque no parece destinada a marcar un antes y un después en la historia de la literatura -¡son tan pocas las que alcanzan un logro tan ambicioso!- es sin embargo muy estimable y, sobre todo, resulta entrañable y conmovedora y os proporcionará, estoy seguro, unas horas de muy emotiva e interesante lectura. Se trata de Esperando a Míster Bojangles, su autor es el francés, aunque residente en Altea, Olivier Bourdeaut, y vio la luz hace un par de años en la editorial Salamandra en traducción de José Antonio Soriano Marco. El libro, aclamado en Francia por público -siendo el más vendido del año 2016- y crítica -con entusiastas reseñas de prestigiosos nombres de la cultura gala como Bernard Pivot, Pierre Assouline o la notable, por otras razones extraliterarias, Valérie Trierweiler-, ha obtenido también numerosos premios y nominaciones entre los que destacan el Grand Prix RTL-Lire, el Roman des etudiants France Culture-Telerama, el Prix Roman France Televisions, el Prix Emmanuel-Robles y el Prix de l’Academie de Bretagne. Asimismo, ha sido seleccionada para el premio Goncourt a una primera novela. 

Esperando a Míster Bojangles se cuenta desde dos puntos de vista, de desequilibrada presencia en el libro. El narrador principal, un niño, relata, en la mayor parte de la obra, las inusitadas peripecias de su excéntrica familia, compuesta por él mismo y sus dos progenitores, a cual más singular. Intercalados en este relato principal, afloran de vez en cuando y en mucha menor extensión que la que ocupa la perspectiva del chaval las palabras de su padre, que escribe una especie de novela, autobiográfica, en la que se presentan algunos de los episodios ya conocidos a través de la visión del niño pero expuestos ahora desde el complementario enfoque del adulto. Este juego de novela dentro de la novela, que no se resolverá hasta el final del libro que leemos, no acaba por ser, sin embargo, un elemento demasiado relevante en su estructura, ni la razón por la que el texto nos resulta deslumbrante, siendo, por el contrario, la descripción de la insólita familia, del entrañable padre y de la extravagante y arrebatadora madre, los grandes logros de un libro que, como digo, no podréis dejar de leer sin, simultáneamente, sonreír y emocionaros. 

Hay gente que nunca pierde la cabeza. Qué horrible debe de ser su vida. Esta cita de Charles Bukowski, seguida de la anotación: Ésta es mi verdadera historia, con mentiras a diestra y siniestra, porque así suele ser la vida, abre la obra y marca desde el principio su tono. La familia protagonista vive una existencia disparatada, en una perpetua ruptura de las normas y las convenciones que impone la más roma y aburrida normalidad. Los excepcionales padres crean entre ellos, con su hijo y a su alrededor, un mundo mágico, lleno de “mentiras”, de fantasías, de alegría, juegos y fiestas, de situaciones delirantes y caóticas que casi siempre se resuelven, sin embargo, de manera feliz. Marido y mujer, enamorados y entusiastas, aborrecen el sentido común, desprecian la previsible y ridícula cordura del resto de los mortales -nosotros, seres anodinos y miedosos, siempre envueltos en ese estúpido halo de seriedad que tantos toman por buen juicio y madurez- y viven según sus propias reglas, insensatas (¡No se olvide de su insensatez, podríamos necesitarla!) y jubilosas, convirtiendo su existencia entera en un folletín alegre, lleno de sorpresas y rebosante de amor. En este sentido, hay algo en ellos que recuerda a los muy absurdos pero tiernísimos personajes de Vive como quieras, la excepcional y muy divertida película -ya un clásico- dirigida en 1938 por Frank Capra y que aprovecho para recomendaros igualmente. 

Algunas muestras del simpático desatino de los protagonistas se vislumbran ya desde las primeras páginas. La familia vive en un piso muy grande con una entrada de baldosas blancas y negras, sobre las que padre e hijo juegan partidas de damas usando como piezas cuarenta cojines comprados al efecto por el progenitor. En la sala hay una pila inmensa de cartas sin abrir, una pequeña colina en la que acumulan toda la correspondencia y que funciona como un mullido colchón que forma parte del mobiliario; unos muebles entre los que destaca un enorme sofá acolchado sobre el que se recomienda saltar a niños y adultos. Completan el panorama un televisor mohoso al que el padre le ha puesto unas orejas de burro por su mala programación: Si no te portas bien -le dice al hijo-, enciendo la tele, un pasillo muy largo en el que se baten records de velocidad y una cocina con miles de macetas que todos olvidan regar y que cuando lo hacen flotan en un espacio anegado convertido en una pista de patinaje. Hay, además, un cuadro de un jinete prusiano, inventado antepasado de la familia, a cuya adusta mirada se someten cuantos entran en la casa. 

Por ese pintoresco escenario campa a sus anchas Doña Superflua, una grulla damisela, un ave elegante y altiva que vive con ellos, se pasea de un lado a otro entre chillidos, dejando sus pirámides redonditas, que lo ensucian todo, sobre el parquet, y que despierta al niño llamando bien de mañana a la puerta de su habitación con su pico naranja y verde oliva. Y comparecen también, a cualquier hora del día o de la noche, infinidad de estrafalarios amigos, entre los que destaca uno especial, el senador, también llamado “El Crápula”, un político poco usual, que está siempre de fiesta, permanentemente alegre, bebiendo y flirteando de continuo al grito de ¡Caipiroska, Caipiroska! En vacaciones, la troupe se desplaza a España, en donde la familia es propietaria de un precioso castillo, en donde reanudan su vida despreocupada y feliz. Y en todo momento, la música, el baile: Mis padres bailaban a todas horas, en todas partes. Por la noche, con sus amigos; por la mañana y por la tarde, los dos solos. A veces yo bailaba con ellos. Bailaban de una forma realmente increíble, arrollándolo todo a su paso. Mi padre lanzaba a mi madre al aire y volvía a cogerla por la punta de los dedos después de una pirueta, cuando no eran dos o tres. La hacía pasar entre sus piernas y girar a su alrededor como una veleta, y cuando la soltaba, sin querer, mamá acababa con el trasero en el suelo y el vestido desplegado a su alrededor, como una taza sobre un platillo. Siempre que bailaban se preparaban cócteles delirantes, con sombrillas, aceitunas, cucharillas y un ejército de botellas

En este contexto delirante, el niño se educa -de un modo poco acostumbrado, como puede imaginarse-, habituándose a la ficción, o mejor a esta visión de la existencia que cuestiona los rituales establecidos. Cuando cuenta en el colegio la realidad de su vida, compañeros y docentes piensan que su imaginación desbordada inventa tales peripecias descabelladas, por lo que acaba por mentir al revés, simulando una existencia más común, pues nadie cree sus disparates. Los profesores, que piensan -con razón- que están ante una familia de chiflados, riñen una y otra vez al alumno, entre otras razones por sus muy frecuentes faltas a clase. La madre acaba por sacarlo de la escuela, pues no entiende que la institución privilegie la desganada rutina de las clases frente a la rica efervescencia de la vida: No querrá que mi hijo se pierda los almendros en flor. ¡Pondrá usted en peligro su equilibrio estético! -le espeta a la maestra- ¿Pretende que se convierta en funcionario? De esta manera, el pequeño tren de la otra vida, la normalidad, se alejará para siempre del horizonte vital del muchacho. ¡¡Seguro que eres el jubilado más joven del mundo!!, le dicen sus desprejuiciados padres, con los que aprende en casa con surrealistas juegos inventados por ellos (hilarante el estriptís numérico). Parece comprensible que una infancia tan llena de dicha provoque en el niño una primera gran “duda existencial”: ¿Cómo se las arreglan los demás niños para vivir sin mis padres? 

Y es que esos padres tan atípicos son, en verdad, geniales. El progenitor, un hombre bondadoso y apacible -soy un idiota feliz-, multiplica sus ocupaciones, todas indescriptibles cuando no ficticias, abridor de talleres, cazador de moscas con arpón, escritor… y, siempre, vividor entregado de modo concienzudo al disfrute de la existencia (hace gimnasia mientras bebe combinados, inventando el gim-tonic). Imaginativo y romántico, idealista y creativo, ingenioso y enamorado, nunca llama a su mujer por el mismo nombre más de dos días seguidos, de modo que el texto ve pasar una sucesión ilimitada de apelativos, todos escogidos con cariño y surgidos según el impulso del momento, para designar a su amada; aunque el 15 de febrero, un día después del vulgar San Valentín, la pareja festeja su amor celebrando una anticonvencional Santa Georgette, santa del día; y por Georgette responderá su mujer durante esa jornada entera, año tras año, en una inusual excepción a esa regla del “bautizo” sucesivo. 

Pero, sobre todo, el padre es alguien que sabe contar historias (Yo, como solía hacer desde niño, había matado el tiempo inventándome vidas falsas, escribe). Y el chico, y su madre, y los numerosos amigos reciben entusiasmados todas esas invenciones que sostienen uno de los postulados fundamentales del libro: la importancia de la ficción como transformadora del mundo: Cuando la realidad sea aburrida y triste, invéntese usted una buena historia y cuéntemela. Y, como corolario, otro precepto básico: el amor como espacio narrativo por excelencia: Sabía contar hermosas mentiras por amor

El amor, claro. Esperando a Míster Bojangles es, en esencia y por encima de otras lecturas, una formidable historia de amor. Y es que resulta de todo punto imposible no enamorarse de esta familia, y en particular de la madre, una construcción literaria memorable, un personaje fascinante, excesivo, seductor, mágico, de un magnético atractivo. Mi padre decía de ella que tuteaba a las estrellas

La madre vive en una existencia paralela, ajena al normal devenir del mundo. Construye una vida intensa, pletórica, feliz, una vida hecha de juegos, esplendor, belleza, risas, ilusiones, fantasías, amistad y, ya se ha dicho, amor. Una vida en la que no caben ni el aburrimiento ni la tristeza, la rutina ni la insatisfacción, la mediocridad ni la sensatez. Una vida en la que todo es desmesura, abundancia, exceso, prodigalidad. Para ella, lo real no existía, se dice en el libro, que nos la describe como una perpetua niña, que se tapa los ojos con la mano para esconderse de la horrible realidad. En consecuencia, sus días son un caos permanente y se desenvuelven en mil direcciones, en millones de horizontes. La casa se desborda de invitados, que se quedan a comer y a dormir, en un desorden total en las habitaciones, en los dormitorios. 

Naturalmente reñida con los relojes, puede cocinar una pierna de cordero para que el niño meriende a la vuelta de la escuela o preparar la cena a altas horas de la noche, por lo que, en su siempre frenético entorno, no hay ni un solo día sin su ración de ideas disparatadas, ni una sola noche sin su cena improvisada, sin su fiesta imprevista. En todo momento dispuesta a pegarle una patada en culo a la sensatez, su marido la describe como un don Quijote con falda y botas que todas las mañanas, con los ojos apenas abiertos y todavía hinchados, saltaba sobre su jamelgo y le golpeaba frenéticamente los flancos para salir al galope e ir al asalto de sus lejanos molinos cotidianos. Y también como una chiflada con un tocado de plumas me hizo perder la cabeza por ella, invitándome a compartir su locura

Son decenas los rasgos de irresistible encanto con los que Bourdeaut presenta a esta mujer resplandeciente. Ella llama de usted a todo el mundo, incluidos marido e hijo, pues el usted, dice, es la primera barrera de seguridad en la vida, además de una muestra de respeto que se debe a la humanidad entera. La vemos riéndose siempre a carcajadas (No quería saber nada de preocupaciones ni de penas), feliz (Se entusiasmaba con todo, encontraba enormemente divertida la marcha del mundo y la acompañaba dando saltos de alegría). Cubre de besos a su hijo, le “picotea” de continuo, desbordada de amor, apasionada aunque inconstante. Se resiste a trabajar (lo hace una sola vez, por unas horas, en una floristería, y la despiden porque no cobra los ramos; Robin de las flores, la califica su esposo), y tampoco deja que lo haga su marido -¡Usted no volverá a trabajar mientras yo viva!-, deseosa de exprimir al máximo, sin concesiones, su tiempo, su amor. Igualmente, indiferente a cualquier convención y al sometimiento a la menor regla, se niega a pagar impuestos, amenazando al inspector de Hacienda, que huye escandalizado. Inventa un delirante árbol genealógico, que se remonta a Josephine Baker y al severo jinete prusiano del cuadro antes reseñado. Cocina, pero incapaz de someterse al dictado de lo previsible, envía los platos a la tienda de precocinados para poder entonces comprarlos como comida preparada y dotar así de aliciente a ese acto banal. 

El padre asiste complacido a su dulce desvarío, recibe su locura con los brazos abiertos, y adora embriagado y rebosante de amor a esa mujer irrefrenable, ese ciclón vitalista y desorbitado, por el que se deja arrastrar (como podéis comprobar en el fragmento que os ofrezco al término de esta reseña), entregado y dichoso: Sus extravagancias llenaron mi vida, anidaron en cada uno de sus rincones y ocuparon toda la esfera del reloj, devorando todos sus instantes

Y la unión de estas dos personas excepcionales hace una pareja inolvidable, que se unen en un juramento lleno de emoción y romanticismo, de belleza y amor: Juro ante Dios Todopoderoso que todas las mujeres que soy lo amarán eternamente, dice ella. Y él: Prometo ante el Espíritu Santo amar y proteger día y noche a todas las mujeres que será y acompañarla toda su vida allá donde vaya

Esa plácida y a la vez alocada existencia, en la que se prodigan el amor y las fiestas interminables, los disfraces, la comida y la bebida, los fuegos artificiales, los besos y las risas; también, en ocasiones, las lágrimas, tiene en Mr. Bojangles, la bella canción que interpretó magistralmente Nina Simone, su emblema paradigmático. En la casa suena de continuo la pieza, un tema realmente loco, triste y alegre a la vez, que los padres escuchan y bailan sin parar. No me resisto a transcribir aquí un fragmento en los que se pone de manifiesto el significativo valor de la canción como, en cierto modo, resumen del libro: 

Mi madre solía contarme la historia del señor Bojangles. Era como la canción: bonita, bailable y melancólica. Por eso a mis padres les gustaba bailar agarrados con Mr. Bojangles, porque era una música para los sentimientos. El señor Bojangles vivía en Nueva Orleans, aunque eso había sido hacía mucho, en los viejos tiempos, que se llamaban así porque no había nada nuevo. Al principio viajaba por el sur de otro continente con su perro y su traje viejo. Pero un día su perro se murió y ya nada volvió a ser igual. Entonces se iba a bailar a los bares, con el mismo traje viejo de siempre. Bailaba Mr. Bojangles, la bailaba a todas horas, como mis padres. Para incitarlo, la gente lo invitaba a cerveza, y entonces él bailaba con aquel pantalón que le iba grande, saltaba muy alto y volvía a posarse en el suelo con suavidad. Mamá me decía que bailaba para que volviera su perro, que ella lo sabía de buena tinta. Y ella bailaba para que volviera el señor Bojangles. Por eso bailaba a todas horas. Simplemente para que volviera

El tono agridulce de la canción va adueñándose progresivamente de la historia. El simpático descontrol de la madre comienza a resquebrajarse cuando, al principio de modo casi imperceptible, se abre paso la Locura -así, con muy graves mayúsculas-. El nuevo estado de mamá altera la bulliciosa placidez familiar. Su cerebro dañado va borrando todo rastro de alegría y provoca reacciones inusitadas incluso para la habitual excentricidad de la ahora pobre mujer. Sale desnuda a la calle, se embarca en empresas disparatadas, provoca desastres cotidianos. Una época esplendorosa llega así a su fin y, aunque no quiero desvelaros el final, comparecen la tristeza, el dolor, la amargura, el sufrimiento, el desconsuelo, la aflicción. A veces en sus ojos había más melancolía que felicidad, leemos, y entonces la sonrisa que nos había acompañado desde el comienzo de la lectura se congela, nuestro ánimo se embarga y nos invade la nostalgia, como en las tristes notas que entona Nina Simone. 

Precisamente con su memorable interpretación cierro este comentario, invitándoos una vez más a leer esta inolvidable Esperando a Míster Bojangles, la entrañable novela de Olivier Bourdeaut. 


Así pues, yo había alcanzado uno de esos momentos críticos en los que todavía se puede elegir, en los que aún está en nuestra mano decidir nuestro futuro sentimental. En aquel instante me encontraba en lo alto del tobogán, a tiempo de volverme, bajar la escalerilla y marcharme, huir de ella poniendo como excusa una obligación tan ineludible como falsa. O bien podía dejarme llevar, tomar impulso y deslizarme por la rampa con la dulce sensación de que ya no podía decidir nada, de que ya no podría detener nada; dejar que mi destino siguiera un curso que yo no había trazado y, para terminar, aterrizar en un montón de arena dorada, mullida y movediza. Era consciente de que aquella chica no estaba del todo en sus cabales, de que sus delirantes ojos verdes ocultaban taras secretas, de que sus mejillas infantiles, ligeramente redondeadas, disimulaban las heridas de la adolescencia, de que a aquella hermosa joven, en apariencia despreocupada y risueña, la vida debía de haberla zarandeado y golpeado con dureza. Me dije que por eso bailaba como una loca, sencillamente para olvidar su tormentoso pasado. Me dije, como un idiota, que mi vida profesional se había visto coronada por el éxito, que era casi rico, bastante atractivo y podía encontrar una esposa normal con facilidad, llevar una vida ordenada, tomar una copa todas las tardes antes de cenar y acostarme a medianoche. Me dije que yo también estaba un poco tocado de ala y que no tenía derecho a encapricharme de una chica que lo estaba del todo, que nuestra relación sería como la de un hombre al que le falta una pierna con una mujer sin extremidades, que una unión así por fuerza tenía que cojear, avanzar a tientas en direcciones inverosímiles. Estaba a punto de rendirme, me había asustado el caos futuro, el perpetuo torbellino que aquella joven se proponía venderme rebajado, como en un anuncio publicitario, contoneándose con entusiasmo. Y de pronto, al sonar las primeras notas de un tema de jazz, me pasó el chal de gasa alrededor del cuello, me atrajo hacia ella bruscamente, con fuerza, y nos encontramos mejilla con mejilla. Y comprendí que seguía haciéndome preguntas sobre un asunto ya zanjado, que me deslizaba hacia aquella preciosa morena, que ya estaba en mitad de la rampa, que me había lanzado hacia la niebla sin siquiera darme cuenta, sin señal ni aviso. 



Olivier Bourdeaut. Esperando a Míster Bojangles

miércoles, 3 de abril de 2019

OLIVIER GUEZ. LA DESPARICIÓN DE JOSEF MENGELE

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que semanalmente, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, os ofrece una propuesta de lectura, seleccionada con criterio e ilusión entre los cientos de títulos que se agolpan en los anaqueles de las librerías. En el caso de esta tarde quiero hablaros de La desaparición de Josef Mengele, un muy interesante libro, que obtuvo el Premio Renaudot en 2017, del que es autor Olivier Guez y que ha publicado el pasado 2018 la Editorial Tusquets en traducción de Javier Albiñana. Olivier Guez es un escritor y periodista francés que trabaja para prestigiosas cabeceras internacionales, como el New York Times, Le Monde o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Con anterioridad al título que ahora os propongo, ha escrito varios ensayos y también dos novelas, además de ser el responsable del guion de la película El caso Fritz Bauer, sobre el fiscal “perseguidor” de nazis, un antecedente que entronca muy claramente con esta magnífica novela, La desaparición de Josef Mengele, cuya nítida adscripción genérica, como tantas veces ocurre con mis recomendaciones aquí, puede ser cuestionable. 

Presentándolo de un modo resumido, el libro es una investigación, a caballo del documento periodístico y la ficción histórica, en la que se rastrea, como su título indica a las claras, la huida del criminal nazi pocos días antes de la liberación del campo de Auschwitz en el que había servido como despiadado médico, y su relativamente “discreta” vida posterior, que se difumina y oscurece en un mar de noticias falsas, informaciones no contrastadas, realidades paralelas, rumores interesados, testimonios contradictorios, pistas apócrifas, bulos y cortinas de humo varios, en un periplo que nos lleva a Argentina, Brasil y Paraguay con alguna parada en la Alemania natal del sádico personaje. 

Gran parte de esa nebulosa informativa que rodeó a la figura de Mengele, sobre todo en los años setenta del pasado siglo, afloraba de continuo en los medios de comunicación. Yo mismo me recuerdo en mi primera adolescencia simultáneamente seducido y horrorizado por las muchas portadas de los periódicos que alimentaban la leyenda -siniestra- del Ángel de la Muerte con la proliferación de revelaciones y novedades, a cual más confusa, sobre su paradero. Recuerdo también -ahora ya solo con espanto- la película de John Schelesinger, Marathon Man, con Dustin Hoffman y Sir Laurence Olivier en sus papeles principales; una ficción dramática con ribetes de thriller estrenada en 1976, que se inspiraba libremente -para la composición del personaje del espeluznante dentista que interpretaba el actor británico- en la personalidad del “eugenista” de Auschwitz. El propio Laurence Olivier formaba parte del reparto, con Gregory Peck encarnando a Mengele, de Los niños del Brasil, una película estremecedora -así permanece en mi memoria desde 1978, año de su estreno en el que la vi- que, dirigida por Franklin J. Schaffner, recrea en clave de desmesurada, excesiva y delirante ficción aspectos reales -sobre todo, su presencia en el país tropical- de la vida del infame médico. 

Y es que, desde 1960, Mengele se había convertido en una especie de James Bond demoníaco, una figura pop del mal, como señala Guez, el arquetipo del nazi frío y sádico, un monstruo, un mito casi, que llegó a colonizar, en cierto modo, el imaginario colectivo del mundo entero. En esa época se despertó una auténtica “fiebre Mengele”, con infinidad de crónicas y reportajes que llenaban revistas y semanarios, plagados de detalles erróneos o en su totalidad inexactos, atraída la opinión pública mundial por la maléfica omnipotencia atribuida al cruel y evanescente asesino. 

El libro da cuenta también, como es obvio, de esa atmósfera de leyenda que se creó en torno al personaje, pero lo sustancial del proyecto -más bien desmitificador- que Guez ofrece -muy alejado, por tanto, de ese casi siempre desacertado “ruido” mediático- consiste en una muy bien documentada narración -la bibliografía final incluye en torno a ochenta referencias- de los pormenores contrastados de esa larga y por momentos angustiosa huida de más de treinta años, desde que Mengele abandona Polonia a la desesperada en enero de 1945 hasta que muere el 7 de febrero de 1979 en una playa brasileña. Este extenso arco temporal y la infinidad de peripecias vividas en su transcurso se estructuran es dos partes y un epílogo descriptiva y significativamente titulados, El pachá, La rata y El fantasma

La primera de ellas se corresponde con la llegada a la Argentina y sus primeros años en el país. Mengele, que había nacido en Gunzburg, Baviera, en 1911, arribó a Buenos Aires el 22 de junio de 1949, bajo el nombre de Helmut Gregor, tras un largo -y para él probablemente angustioso- itinerario en el que se habían sucedido los escenarios y los cambios de identidad. Conocemos así, en las páginas iniciales del libro, las principales etapas de su desaparición: disimulado como un soldado más en la Wehrmacht para escapar de Auschwitz y de las garras del Ejército Rojo; internado unas semanas en un campo norteamericano de prisioneros, del que fue liberado gracias a una documentación falsa a nombre de Fritz Ullmann; escondido durante tres años en una granja cercana a su ciudad natal, en la que, haciéndose ahora llamar Fritz Hollmann, se dedicó a faenas agrícolas; huido también de allí para atravesar los Dolomitas por peligrosos caminos repletos de contrabandistas; llegado a Italia, a Tirol del Sur, o Alto Adigio, donde pasó a ser Helmut Gregor, para, desde Génova, por fin, acceder -tras fraudulentas gestiones ante las autoridades italianas y la emigración argentina- a su pasaje en el North King, el trasatlántico que lo llevará a la capital austral tras tres semanas de navegación. 

Después de unos primeros momentos de aclimatación más o menos incómoda, sus días en la Argentina completaron tres lustros de lujo y excesos -El pachá-, viviendo con Martha, la viuda de uno de sus hermanos, tras haber dejado en Europa a su primera mujer, Irene. Unos años en los que lo vemos exultante y feliz -más allá de sus dramas interiores, de los que luego hablaré-, lejos de toda preocupación, sabiéndose casi impune por la connivencia descarada de los militares argentinos -y de Perón después- con el nazismo y, en consecuencia, con los muchos oficiales del ejército del Tercer Reich acogidos en su vasto territorio. Decenas de antiguos jerarcas fascistas, alemanes pero también austriacos, belgas e italianos, junto con exmilitares, empresarios, industriales y vividores de toda laya se instalaron en Sudamérica -singularmente en Argentina, Paraguay, Chile, Bolivia y Brasil- beneficiándose de las “filantrópicas” donaciones de familiares y millonarios que pagaban favores o preparaban su futuro y, sobre todo, de los ingentes fondos que habían logrado evadir de Europa. Y todo ello -su vida de derroche- sabiéndose protegidos por los Gobiernos de sus países de acogida que o bien colaboraban abiertamente con el nazismo o, al menos, hacían la vista gorda a la presencia en sus respectivos países de algunos de sus más notorios -y criminales- representantes. A esta primera parte pertenece el texto final que cierra esta reseña, en el que se pone de manifiesto esta arrogante y ofensiva sensación de invulnerabilidad y omnipotencia. 

En la segunda sección del libro se nos narra la fuga desesperada, desde comienzos de la década de los sesenta, cada vez más acosado -La rata- por sus perseguidores: los servicios secretos israelíes, los cazadores de recompensas, el judaismo internacional, la prensa mundial. El 1 de junio de 1962, Adolf Eichmann, principal responsable de la “solución final”, es ejecutado en Israel, tras ser juzgado y condenado como culpable de genocidio. Eichmann había sido secuestrado en Buenos Aires por un grupo de agentes del Mossad, en una operación al menos poco ortodoxa desde la lógica del respeto a la soberanía de los Estados y a lo dispuesto en el Derecho internacional. Este hecho exacerbó la ya natural obsesión persecutoria de Mengele que, desde ese momento, huye creyéndose -más aún: sabiéndose- acechado. Guez nos describe esos quince largos años de escapada, saltando de un refugio a otro en un clima de estrés, soledad creciente, noches en blanco, trabajo físico a pleno sol, humillaciones y peleas, separaciones, y ya en su último destino, un cuchitril infecto en Eldorado, un suburbio miserable de São Paulo, en donde, en una atmósfera sofocante hecha de tráfico demencial, cortes de electricidad, detonaciones, porquería, mezcolanza de chabolas, inseguridad, jaleo, borracheras de los fines de semana, escándalos colectivos las noches de partido de fútbol y de macumba..., tragado, casi literalmente, por la jungla, se acrecientan su desconfianza y su delirio paranoico, construyendo defensas y fortificaciones, vigilando con prismáticos la llegada de sus vengadores, receloso, enajenado; para acabar muriendo, ahogado tras un infarto cerebral, en las aguas del Atlántico, siendo enterrado con identidad falsa -una más: Wolfgang Gerhard- en una pequeña tumba en Embu, el pueblito brasileño que fue su postrer destino. 

En la breve sección final Olivier Guez se detiene en el relato de las vicisitudes que se produjeron tras la muerte de Mengele, desconocida para el mundo hasta seis años después y diluida su figura -El fantasma- en una enigmática niebla de confusión e informaciones falsas. El “folletín” posterior, como lo denomina el escritor, incluye un simulacro de juicio celebrado en Jerusalén cuando aún nada se sabía del paradero del personaje, los renovados intentos -sobre todo norteamericanos e israelíes- de localizarlo, las desmesuradas recompensas ofrecidas a quienes informaran de algún detalle que permitiera su captura (la mayor caza del hombre jamás organizada a finales del siglo XX, en palabras, una vez más, del narrador), las diversas noticias sobre su aprensión y muerte -Guez contabiliza siete presuntas “muertes” de Mengele, todas falsas, obviamente-, el interés de los medios de comunicación, con reportajes, series televisivas y películas que evocan su misteriosa figura, y, por fin, las operaciones policiales que llevan, en junio de 1985, a la localización de su tumba, la exhumación de su cadáver y la consiguiente identificación, tras el examen genético de sus restos, del muy “codiciado” doctor nazi. A partir de ahí el libro recoge también algunas circunstancias adicionales relacionadas con el destino de las empresas que la familia de Mengele gestionaba, la trayectoria posterior de su hijo y diversos aspectos relativos al legado del criminal genocida que jamás pagó por sus sobrecogedores delitos. 

El planteamiento literario al que se acoge Olivier Guez para relatar esta vida excepcional -terriblemente excepcional- es el de una narración rápida, casi periodística, concisa, hecha de frases directas, contundentes, explicativas, poco dadas a la retórica, un esquema en el que la libertad creadora del autor rellena, “ficcionalizándolos”, los espacios de imposible verificación documental. Por un lado, se “inventan” las reflexiones, impresiones, deseos, esperanzas o miedos íntimos del personaje (aunque Mengele llevó durante veinte años un diario, del que el escritor se ha nutrido, que refleja esos estados de ánimo; auténticos, pues, y no sólo verosímiles). Por otro, la “construcción” novelística del autor abarca incluso detalles materiales o escenas, con una base real comprobada, pero descritos libremente, imaginados, pues, en su modo concreto de realización. Cita Guez, a este respecto, en alguna entrevista, el ejemplo revelador de la relación sexual de Mengele con la esposa de la pareja húngara que le dio acogida -conflictiva y llena de altibajos- en una de sus estancias en alguno de los muy remotos parajes brasileños en los que se escondió. Es sabido que los encuentros sexuales acontecieron, aunque el libro los presenta en una creación literaria de las circunstancias, los momentos, las situaciones. La desaparición de Josef Mengele es, pues, sin duda, una novela y no un ensayo. En ese sentido, además, pese a que el estilo es aparentemente neutro y objetivo, construido sobre hechos y datos, el autor no duda en tomar partido, en “intervenir” en ocasiones, al juzgar las atrocidades cometidas por su personaje: Mengele o la historia de un hombre sin escrúpulos y alma acerrojada, impregnada de una ideología venenosa en una sociedad desquiciada por la irrupción de la modernidad. A esa ideología le cuesta poco seducir al joven médico ambicioso, embaucarlo con sus mediocres inclinaciones, la vanidad, la envidia, el dinero, hasta inducirlo a cometer crímenes abyectos y a justificarlos, dice de él al final de su obra, en un ejemplo bien revelador de esa actitud simultáneamente desapasionada y comprometida. 

Más allá de dar noticia de los acontecimientos “externos” de la vida de Mengele -lances que una consulta en internet nos permitiría igualmente conocer-, el libro interesa, por encima de todo, por la muy solvente -y literaria y humanamente fascinante- caracterización del personaje. Guez se mueve entre la necesidad de reflejar esa imagen “mitologizada” de Mengele como el Ángel de la Muerte, la viva encarnación del Mal Absoluto (Mengele es el príncipe de las tinieblas europeas), y su necesaria desmitificación, al mostrarnos la pequeñez, el mísero ego, la mediocridad de un individuo patético. Desde la primera de las perspectivas, se nos narran los aberrantes experimentos realizados por el médico, con la mayor indiferencia, en el campo de Auschwitz, e igualmente conocemos su fanatismo, la convicción ciega, la misión embriagadora, las “ideas” que fundamentan su proceder y de las que no dimite, su delirio genetista: sanar al pueblo, purificar la raza, construir un orden social acorde con la naturaleza, extender el espacio vital. Sin autoridad, afirmará categórico, el mundo es incoherente y la existencia incomprensible. Pero, por encima de todo, la novela nos deja ver el interior del ser humano, su profunda insignificancia, su egoísmo, su frialdad, el corazón seco, el corazón atrofiado. Son numerosas las “pistas” que sobre el carácter de su protagonista nos deja Guez: No abandonarse nunca a un sentimiento humano; La piedad es una debilidad; No soporta la mediocridad; Sólo ha pensado en sí mismo, sólo se ha querido a sí mismo; Es un manipulador egocéntrico; La piedad no es una categoría válida, porque los judíos no pertenecen al género humano. “Durante veinte años escribió un diario donde solo hablaba de él, de sus sufrimientos, de su ombligo, de su soledad, de su injusticia, etc. Solo existe él en el mundo”, afirma, en este sentido, el autor en una reciente entrevista. 

En esta inteligente y atinada prospección en lo más recóndito del alma de Mengele, sobresalen también tres ejes o focos de interés, someramente apuntados y no desarrollados con extensión, que completan el dibujo del criminal: la breve mirada retrospectiva a su infancia, con la figura del hermano menor, Karl, que acapara las atenciones de su madre y al que Josef odiará desde muy pronto; los paralelismos que en algún momento se establecen entre la despreocupada y hasta opulenta vida del fugado y los padecimientos sufridos por sus víctimas: Las cámaras de gas funcionaban a pleno rendimiento; Irene y Josef se bañaban en el Sola. Los SS quemaban a hombres, mujeres y niños en los fosos; Irene y Josef recogían arándanos con los que ella preparaba confituras. Las llamas brotaban de los crematorios; Irene le chupaba el pene a Josef y Josef poseía a Irene. En menos de ocho semanas fueron exterminados más de trescientos veinte mil judíos húngaros; y lo que he llamado con anterioridad “dramas personales”, que afloran en sus últimos años y lo torturan hasta hacerle abrigar pensamientos de suicidio, no causados -como podría entenderse- por sentimientos de culpa por sus muchas aberraciones sino -y ello es lo significativo- por su incapacidad para entender que apenas nada queda ya en el mundo y en su Alemania, en las mentalidades de las gentes y en los valores de sus contemporáneos que justifique o ni siquiera comprenda las siniestras teorías que fundamentaros sus acciones criminales. Ha cambiado el orden del mundo, reconoce; No entiende ya nada de un mundo que se le escapa, afirma el narrador… y sin embargo Mengele seguirá aferrado a sus delirantes ideas y pretenderá -casi hasta el final- seguir influyendo, dando órdenes a los suyos, exigiendo, prohibiendo, mientras se va consumiendo, hundido en la melancolía, en una patética extinción. 

Por último, para finalizar esta ya muy larga reseña, el libro de Olivier Guez resulta notable porque plantea -y “obliga” al lector a reflexionar sobre ellos- muchos temas interesantes relacionados con la figura de su personaje principal, algunos de los cuales son ya consabidos, y tienen que ver con los pensamientos que suscitan los horrores del nazismo o, más en general, las atrocidades que en distintos contextos ha sido capaz de cometer el ser humano, y otros, en cambio, son más novedosos, siendo el libro, al menos en mi caso, una excepcional fuente de información sobre ellos, los relativos a la evasión, supervivencia y persecución de los criminales de guerra nazi en las décadas posteriores a la finalización de la segunda gran contienda mundial. 

El asunto de la “banalidad del mal” está presente cada vez que se habla de los crímenes nazis y sus perpetradores. ¿Seres de una malignidad excepcional, casi inhumana, que los incapacita para la empatía y la compasión o individuos normales, exageradamente ordinarios, a los que el fanatismo transforma e impulsa a la comisión de barbaridades que, en su ofuscado pensamiento, no consideran como tales? Ese dilema aflora también en el caso del libro que hoy os comento. Sirva un mero ejemplo: ¿cómo es posible que un individuo refinado y culto, como era Mengele, doctor en antropología y medicina, brillante intelectualmente, amante de la música clásica, pueda llevar a más de 400.000 personas a las cámaras de gas y torturar a miles de otros más con sus abyectos experimentos? Queda ahí su figura como desencadenante de una cuestión antropológica y moral aún por resolver. 

Más original y sugestivo -aunque también de lectura descorazonadora que despierta el sentimiento de humillación- es, desde mi perspectiva, el desvelamiento de los entresijos políticos, económicos y militares que permitieron que centenares de jerarcas nazis, de todo rango y condición, escaparan de su detención por los vencedores de la guerra y huyeran a Sudamérica para vivir allí décadas en la más absoluta impunidad, llegando a viejos, en muchos casos, sin que su identidad fuera conocida. El libro es, en este sentido, interesantísimo y revelador, pues vemos pasar por sus páginas, entre otros ejemplos, los hipócritas manejos políticos que llevaron a desviar la atención de la investigación en 1967, cuando Mengele estaba localizado y casi acorralado; el cínico papel de la CIA y los servicios secretos alemanes aceptando por interés estratégico que algunos de esos criminales de guerra formaran a militares -en Bolivia y otros países del Cono sur- en técnicas de interrogatorio y torturas; las conspiraciones del Mossad, los servicios secretos israelíes, con potentísimos equipos de espías, identificando a antiguos nazis y perpetrando sus secuestros con fondos casi ilimitados, saltándose la soberanía de los países; la connivencia de infinidad de empresarios con el Reich (tema principal de El orden del día, la espléndida novela de Éric Vuillard de la que os hablé hace unos meses), ignorando conscientemente sus ominosos desmanes y beneficiándose abiertamente del sistema, de la mano de obra esclavizada en los campos; la persistencia de esos mismos empresarios en el encubrimiento y financiación de los mandatarios nazis tras su huida; las componendas de los colaboradores con el régimen hitleriano -periodistas, catedráticos, intelectuales, profesores; nazis confesos muchos de ellos- para continuar en sus puestos tras la derrota alemana; el olvido en el que se sumieron muchos ciudadanos de a pie, acatando alborozados el sistema democrático -los alemanes tienen la cerviz flexible- cuando apenas quince años antes rugían exaltados por las soflamas fascistas. 

En fin, son muchos, como veis, los motivos de interés de este libro magnífico, La desaparición de Josef Mengele. Os dejo ahora, con un tema musical, E lucevan le stelle, un aria de Tosca, la ópera que suena en una de las pesadillas finales del personaje. Una belleza, de presencia paradójica entre los gustos de un asesino despiadado como Mengele, en la interpretación de Luciano Pavarotti. 


En la posguerra, Bariloche acogió a un fuerte contingente de nazis, muchos austriacos, encantados de volver a calzarse unos esquís, y a un pintor flamenco, el exjefe de la propaganda hitleriana en la Bélgica ocupada. También acudieron alemanes. Kops, el exespía de Himmler con quien Gregor se cruzó en la redacción Der Weg, había abierto allí un hotel, el Campana, y la mejor tienda de ultramarinos-charcutería de la ciudad, el Delikatessen Wien, pertenecía a un capitán de las SS, Erich Priebke, implicado en la masacre de trescientos treinta y cinco civiles en las fosas ardeatinas de Roma. Rudel, visitante regular y miembro del club andino de la ciudad, le dio sus señas a Mengele. 

Una noche se encuentran todos alrededor de una fondue. Rauff ha cruzado la frontera chilena para felicitar a los recién casados. Los nazis charlan de los buenos tiempos por enésima vez, y recuerdan a Richter, el sabio atómico que embaucó a Perón y se cepilló sus millones con los supuestos reactores de su laboratorio secreto en la isla de Huemul, muy cerca de allí, a la altura de Bariloche. Llueven las anécdotas, tintinean las copas, Kops anuncia que se está tramando un gigantesco complot en la Casa Blanca y en el Kremlin. Mengele bosteza y rodea el talle de Martha. Prefiere el sexo palpitante de su esposa a esa compañía viril que huele a aguardiente barato. 

Al día siguiente, Martha y Joseph trepan y caminan a través de calveros y oquedales. Sus pasos crujen en la nieve que cae a grandes copos, y se detienen a almorzar en un promontorio desde el cual se adivina, ahí abajo, el valle. Mengele está al borde del precipicio cuando un tímido sol perfora la masa algodonosa y asoman las cimas de los glaciares, los lagos azules, la naturaleza fascinante. Presa de vértigo, como el viajero que contempla un mar de nubes pintado por Caspar David Friedrich, abre los brazos, rompe a reír. Se le dilata el pecho, le ruge la sangre, percibe sus pulsaciones en las sienes, Martha le habla pero él no oye, absorto en sus reflexiones, tan feliz, tan ufano, en ese mundo de ruinas y de miseria abandonado por Dios, posee libertad, dinero, éxito, nadie lo ha detenido y nadie lo detendrá nunca.

Olivier Guez. La desaparición de Josef Mengele