Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de julio de 2014

JUDITH SCHALANSKY. ATLAS DE ISLAS REMOTAS
 
La gran mayoría de los niños apasionados por los atlas nunca ha viajado al extranjero durante su infancia, o al menos ese fue mi caso. Crecí entre las páginas de un atlas y en mi clase había una chica en cuyo pasaporte constaba que había nacido en Helsinki. Esto era inconcebible para mí: H-e-l-s-i-n-k-i. Estas ocho letras significaban para mí la llave hacia un nuevo mundo desconocido. Incluso hoy en día me asombran y extrañan los alemanes nacidos en Nairobi o Los Ángeles, por poner un ejemplo, y no puedo dejar de preguntarles por sus vidas y pedirles que me cuenten sus historias más extrañas, me interesan tanto como si provinieran de la Atlántida, Thule o El Dorado. Sé, por supuesto, que Nairobi y Los Ángeles existen, que son auténticas ciudades que aparecen en los mapas; pero el hecho de que alguien haya estado en esos lugares o incluso haya nacido allí me sigue resultando emocionante.
 
Probablemente me atraían tanto los atlas porque con sus líneas, colores y nombres reemplazaban los lugares reales que no podía visitar; pero seguí sintiendo esta atracción incluso cuando todo empezaba a cambiar: las fronteras físicas y emocionales de mi país natal desaparecieron de los mapas y podíamos viajar libremente por el mundo.
 
Antes del cambio ya me había acostumbrado a viajar con el dedo índice sobre un atlas, susurrando nombres de países extranjeros, en la conquista de tierras lejanas desde la sala de estar de mis padres. Mi primer atlas se llamaba El atlas para todo el mundo y, como todos los demás, estaba comprometido con una clara ideología. Mostraba su propia imagen del mundo, con una evidencia incuestionable y a doble página, con el tamaño suficiente para que cada una de las repúblicas alemanas ocupara una página diferente. Entre ellas no había ningún muro, ningún telón de acero, sino solo un pliegue blanco, brillante y cegador que enmarcaba cada página y resultaba totalmente irrebasable.
 
 
Hola, buenas tardes. Con este sugerente texto os damos la bienvenida a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Escribo una nueva edición y enseguida rectifico porque, en realidad, el de hoy es el último programa por este curso 2013/2014. Con él cerramos, además, la breve serie que a lo largo del mes de julio nos ha traído libros viajeros, libros que invitan a salir a los caminos, a dejar atrás nuestra siempre aburrida cotidianidad y descubrir nuevos territorios, nuevos continentes, nuevos mundos y, en el fondo -pues todo viaje no deja de ser una indagación en las zonas desconocidas de nuestra personalidad-, nuevas dimensiones de uno mismo.
 
Mi consejo de lectura de esta postrera semana del curso es un libro deslumbrante, interesante por muchos motivos diversos, por su atractivo formal, por el rigor, la delicadeza y la excelencia de sus magníficas ilustraciones, por su singular propuesta literaria, por su imaginación, por la ingente labor de documentación previa por parte de su autora, y, claro está, por las numerosas y muy estimulantes llamadas al viaje que contiene, como de modo muy larvado pero inequívoco se pone de manifiesto en la introducción leída. Se trata de Atlas de islas remotas, escrito por la alemana Judith Schalansky y publicado a finales del año pasado, en traducción de Isabel G. Gamero, gracias al esfuerzo conjunto de dos editoriales pequeñas pero excelentes, Nórdica y Capitán Swing, en una edición bellísima, un libro que es un objeto precioso en sí mismo, al margen de su por otro lado sugestivo contenido. El colofón del libro nos informa de que, muy apropiadamente, la edición se cerró el 27 de octubre de 2013, aniversario del nacimiento de James Cook, cuya agitada vida tanto tuvo que ver con las islas. Antes de iniciar mi comentario quiero haceros reparar en el significativo subtítulo de la obra, Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré, suficiente, a mi juicio, para despertar por sí solo la pasión por su lectura.
 
Judith Schalansky, que en el texto con el que he comenzado esta reseña habla -como parece evidente- de sí misma, es una escritora, diseñadora gráfica y editora alemana, nacida en la antigua RDA, la Alemania Oriental de antes de la caída del muro. Con estudios en Historia del Arte y Diseño de la Comunicación, esa pasión infantil por los atlas que aflora en el fragmento citado, la ha llevado a preparar durante años este proyecto que ahora ve la luz en nuestro país.
 
El germen de este libro se encuentra -más allá de esa fascinación de la infancia- en una visita de su autora a la sala cartográfica de la Biblioteca Estatal de Berlín, mientras caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre e iba leyendo los nombres de los minúsculos pedazos de tierra que aparecían dispersos sobre la inmensidad del océano. Su lejanía y mi desconocimiento supusieron una invitación para comenzar a investigar.
 
La inesperada y fulgurante aparición de aquellas pequeñas manchas en el blanco vacío de los océanos, alentó en la muy joven Judith -nació en 1980- el deseo de descubrir, de conocer aquellas islas misteriosas. Tenía la impresión de que el mundo aún no había sido descubierto por completo, como si nadie hubiera cruzado los mares rodeando toda la esfera terrestre. Me sentía casi como si me hubiera enrolado en un barco con la esperanza de ser la primera persona en avistar una tierra desconocida o desembarcar en una isla nunca antes hollada; y tendría además la oportunidad de escribir sobre mis descubrimientos en los atlas de la posteridad.
 
Sin embargo, y como señala la propia autora en su introducción -de expresivo título: Tierra a la vista-, el hecho de que en nuestro avanzado mundo moderno ya no haya un solo pedazo de tierra sin hollar, la constatación de que la época de los descubrimientos está clausurada, por desgracia, desde hace mucho tiempo, junto con la dificultad material de acceder “físicamente” a todos estos universos perdidos, la llevaron a encarar su aventura desde un planteamiento más “cómodo”, podríamos decir, aunque igualmente apasionante: La única posibilidad que me quedaba era emprender mi propio viaje en la Biblioteca, impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros, y en las crónicas de los primeros descubridores de lugares remotos. No me guiaba ningún afán colonialista, tan solo pretendía superar mi nostalgia por aquellos tiempos de aventuras.
 
Y así, durante años -tres, declara en su libro, aunque quién sabe la cantidad de impresiones, ideas y evocaciones sobre el tema que inundaron su cerebro en los días vividos desde niña y que acaban aflorando en la obra- se dedica a investigar en archivos, a rastrear en documentos, a consultar mapas -políticos y topográficos, físicos y geográficos-, a profundizar en manuales de cartografía, geografía e historia, a empaparse de informes científicos, a adentrarse en cientos de escritos sobre los viajes y hallazgos de los principales descubridores, para acabar recopilando las referencias de cincuenta islas, a cual más extraña, insólita e inexplorada. Y en Atlas de islas remotas Schalansky nos presenta el resultado de esta indagación, de esta deslumbrante pesquisa, en las breves -una página por isla- pero sustanciosas narraciones sobre cada territorio “descubierto”.
 
El libro, pese a ser el corolario de esta investigación “científica”, podríamos decir, apegada por tanto a la realidad, a los contrastables datos de la Historia, rezuma un muy atrayente aliento poético, literario, hasta el punto de que en muchos momentos creemos hallarnos ante una invención, ante un texto de “ficción”. La singularidad de las aventuras narradas, lo excepcional de los episodios de los que se da cuenta, el carácter primitivo, “adánico”, cercano al mito, de los personajes mostrados, la intemporal pureza -muy abrupta y hostil en ocasiones- de los espacios salvajes descritos, el tono como de leyenda de gran parte de los peripecias referidas, envuelven la lectura en una atmósfera de cuento, similar a la que nos rodea cuando nos adentramos -no solo cuando niños- en las mejores obras de Julio Verne o Robert Louis Stevenson, de Emilio Salgari, Joseph Conrad o Herman Melville, de Daniel Defoe, Rudyard Kipling o Jack London. Así lo resalta la propia autora en su indispensable prólogo: Preguntar por la veracidad de estos relatos no es pertinente, ya que no se le puede dar una respuesta definitiva. No he inventado ni un solo hecho de estas páginas, sino que los he encontrado todos ellos en narraciones de otros. Descubrí estas historias y las hice mías, como hacían los antiguos marinos con las tierras recién descubiertas. Puedo asegurar que he investigado todos los textos que componen el libro y corroborado en distintas fuentes cada detalle; pero aun así, no resulta posible saber con certeza si todo sucedió exactamente como es narrado, porque la realidad de una isla no se puede reducir a sus coordenadas geográficas y su historia, sino que hay que tener en cuenta también todo lo que se ha proyectado e imaginado sobre ellas. Investigar con métodos de verificación científica lo que sucedió en cada una de estas islas no será nunca suficiente, pero siempre nos quedan recursos literarios. Este atlas no es, por lo tanto, un manual de geografía, sino un proyecto poético; y parto de la siguiente premisa: una vez que resulta posible viajar alrededor de todo el globo terráqueo, solo nos queda un reto: permanecer en casa y descubrirlo desde allí.
 
En otro orden de cosas -o quizá no, porque gran parte del encanto y la delicia que proporciona la lectura de este Atlas de islas remotas deriva no solo de su cautivador texto sino también de su deslumbrante propuesta gráfica- el libro maravilla en cuanto objeto: tapas duras, papel satinado, coloridos mapas en las guardas y en la separación de los capítulos, lomo y media encuadernación en tela… y espléndidos mapas de cada una de las cincuenta islas recogidas. La condición de diseñadora gráfica de la autora aflora en los dibujos con los que acompaña su relato, magníficos, minuciosos, rigurosos y fiables desde el punto de vista cartográfico, pero también llenos de misterio y encanto, con su ligereza y su poesía, con su sutileza y su aire algo evanescente. Mientras leemos las evocadoras historias de cada peñasco, cada lengua de tierra, cada islote, cada roca perdida en mitad del océano, podemos consultar, en la página adyacente, los pormenores de su orografía, los más nimios detalles de sus costas, y comprobar la exacta ubicación de preciosas bahías de acceso recóndito, de agresivos acantilados, de amenazantes volcanes, de despojados promontorios, de escuálidas corrientes de agua. Más de cincuenta de estos accidentes geográficos reseñados en el libro se recogen en un glosario final poblado por cabos y escolleras, calas y arrecifes, estrechos y lagunas, bahías, bancales y radas, picos y peñones, barrancos, montañas y crestas. El libro se cierra con un exhaustivo índice onomástico que pone nombre -cerca de mil quinientas referencias- a los muchos lugares presentes en las cincuenta islas “estudiadas”.
 
De cada una de ellas, además de una bellísima estampa gráfica, se nos proporcionan, en un resumido esquema introductorio individualizado, curiosas informaciones sobre su ubicación, con las coordenadas de longitud y latitud, su extensión y población -si no están deshabitadas (algunas de las islas reseñadas son tan inaccesibles que hasta finales de los años noventa más hombres habían pisado la luna que recorrido sus inhóspitos parajes)-, su distancia al continente y a otras islas cercanas, un sucinto calendario histórico que recoge los principales hitos de su existencia en el mundo “civilizado”, sus nombres originarios y actuales, y, ya en el texto propiamente dicho, infinidad de singulares relatos, características geográficas, anécdotas, historias, vivencias, leyendas y realidades de cada una de las islas seleccionadas.
 
Una islas que, como señala una vez más Judith Schalansky, participan de una doble naturaleza: deseadas, utópicas, idílicas, soñadas, pero a la vez inhóspitas y hostiles, desoladas e inhumanas. En mi imaginación -escribe la autora- estas islas eran un lugar paradisíaco y utópico, representaban además una aspiración, compartida probablemente por todos los humanos: la de encontrar el lugar perfecto, lejos del mundanal ruido, un espacio único para recuperar la tranquilidad, encontrarse a uno mismo y poder concentrarse, por fin, en lo que verdaderamente importa. Por el contrario, añade, en mi viaje no encontré ningún escenario idílico que calmara mi agitada existencia; todo lo contrario, en ocasiones deseé no haber descubierto algunos de estos lugares inquietantes y desolados, donde solo abundaban hechos terribles y completamente desdichados. Mientras descubría y redactaba, una a una, esas sombrías historias, comencé a beber ingentes litros de zumo de naranjas para prevenir el escorbuto que tanto había afectado a los marineros protagonistas de algunos de estos relatos; y aunque en un primer momento me sentía bastante deprimida, acabé sintiéndome extrañamente cómoda y disfrutando de cada una de las historias.
 
Me sentía como ante una de esas pinturas del Juicio Final que cautivan la mirada del espectador con sus tortuosas representaciones del infierno, repletas de bestias aterradoras y de descripciones minuciosamente detalladas de crueles técnicas de tortura. Sin duda este libro no muestra el Jardín de las Delicias; el Paraíso puede parecer idílico, pero no resulta nada interesante.
 
Resulta de todo punto imposible ofreceros aquí siquiera una breve muestra de excepcional elenco de islas que se recogen en el libro y de la multiplicidad de historias que se narran en relación a cada una de ellas –de alguna de las cuales, no obstante, se habla en el texto que os dejo al término de mi comentario-, pese a lo cual quiero poneros, para cerrar mi reseña, algún ejemplo significativo. Os invito a que sigáis con atención mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, en el que habrá, el curso próximo, más de una emisión dedicada a estas misteriosas y atrayentes islas. Os recuerdo la dirección de su blog: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, por si queréis consultarlo y recrearos en su momento con más detalles del libro.
 
Agrupadas, de entrada, con un criterio meramente geográfico, las cincuenta islas se presentan en capítulos organizados en torno a los principales mares y océanos de nuestro planeta: Glaciar Ártico, Atlántico, Índico, Pacífico (la más “poblada”, con veintisiete muestras), y Antártico, selecciono ahora una sola muestra por capítulo para que podáis calibrar el tono que envuelve las descripciones que se ofrecen en el texto.
 
Así, en el Ártico, destaca Soledad, fría y -haciendo honor a su nombre- desolada isla, de dominio ruso; veinte kilómetros cuadrados de tierra deshabitada, descubiertos por el noruego Edvard Holm Johanssen en 1878, que albergaron algún episodio menor en la segunda guerra mundial, y convertidos tras la contienda en el entorno adecuado para la instalación de una estación meteorológica polar, hoy deshabitada. Judith Schalansky nos cuenta que entre restos de víveres congelados, barómetros, pluviómetros y antiguos instrumentos de medición, subsiste un diario cuya última entrada reza (en una metáfora perfecta del destino de la isla): 23 de noviembre de 1996. Hoy llegó la orden de evacuación. El depósito de agua se está vaciando, generador desconectado. La estación está…
 
Del océano Atlántico destaco ahora Trinidad, un islote brasileño de suelo escarpado, resbaladizo y hostil, cubierto de cráteres en toda la extensión de sus escasos diez kilómetros cuadrados, un lugar no creado para los hombres, con el que se topó por primera vez Vasco da Gama en 1502. Trinidad fue, al parecer, según cuenta nuestra autora, el escenario, en 1958, de la sorprendente aparición de un disco volador que brillaba con tonalidades metálicas y estaba rodeado de una neblina fosforescente y verdosa. Sus avistadores, atónitos marineros de un barco anclado en sus costas, lograron hacer algunas defectuosas fotografías del insólito objeto volante: cuatro sobreexpuestas, en las puede vislumbrarse un disco en el aire rodeado de un anillo que hace pensar en un Saturno achatado; dos que no salieron a causa del ajetreo del barco y que no muestran nada más que la baranda de la borda, algo de agua y las oscuras rocas de la costa, que se adentra con sus afilados escollos hacia el mar, distante y sombría, como si perteneciera a otro mundo.
 
El 31 de julio de 1761 el Utile, un barco de la Compañía Mercante de las Islas Orientales, con sesenta esclavos a bordo, encalló en los acantilados de Tromelín, la diminuta isla, apenas ochocientos metros cuadrados de playa, palmeras y cocoteros, que he escogido como muestra de las islas del Océano Índico presentes en el libro. Diezmados por el naufragio, los ciento veintidós franceses supervivientes zarparon en una rudimentaria balsa de madera -sin que nunca más volviera a saberse de ellos- dejando en la isla a los sesenta esclavos que, tras quince años de esfuerzos por mantenerse con vida, quedaron reducidos a siete mujeres y un niño de pecho, rescatados en 1776 por una corbeta que solo dejó en la isla el nombre del salvador, un oficial de la marina real francesa y capitán de la nave: el caballero de Tromelín.
 
Decenas de anécdotas pueblan las muy interesantes historias de las islas del Pacífico; sirva como ejemplo la de Pingelap, una isla de la Micronesia en la que hasta los cerdos son grisáceos. Arrasada en 1775 por el tifón Liengkieki, sólo sobrevivieron veinte de sus lugareños a su devastadora acción y a las hambrunas posteriores. Uno de ellos, portador de un gen recesivo que se extendió rápidamente por toda la isla a causa de la endogamia, fue el causante involuntario de que hasta el diez por ciento de la población -un porcentaje desmesurado en comparación con muestras “normales”- sea daltónico, lo que hace que los habitantes de la isla se distingan -como cuenta la autora con magnífica y borgiana inventiva- por el tamaño de sus cabezas, por la frecuencia con que parpadean, por el brillo de sus ojos, por las arrugas de su entrecejo o la forma de su nariz.
 
Por fin, para cerrar este breve repaso con una isla del Océano Antártico, os hablaré de Pedro I, de dimensiones ya respetables, ciento cincuenta y seis kilómetros cuadrados, una mole de tierra abrupta absolutamente inaccesible desde el mar. Descubierta en 1821, nadie ha logrado desde entonces desembarcar en ella, al estar casi todo el año “protegida” -cercada, escribe Schalansky- por masas de hielo. Su costa escarpada no deja ningún recodo donde poder anclar, sólo hay playas muy estrechas, de todo punto impracticables, formadas por glaciares y guijarros negros que los científicos han examinado minuciosamente en busca de reveladores hallazgos geológicos que nunca -lamentablemente- han llegado a producirse.
 
En fin, espero que esta resumida muestra de los muchos motivos para el disfrute que encierra este Atlas de islas remotas de la alemana Judith Schalansky despierte en vosotros el interés por su lectura. Si os decidís a ello tened por seguro que no os vais a arrepentir pues el libro es formidable. Os dejo ahora con una ilustración musical relativa al tema de las islas. Se trata de The Island, una algo empalagosa pero aun así interesante evocación de los encantos de las islas perdidas como metáfora de las maravillas del amor, interpretada por la aquí meliflua voz de Barbra Streisand. La canción es una muy libre recreación -absolutamente nueva en la letra- de Começar de novo, un clásico de Ivan Lins.
 
 
Preguntar si una isla, por ejemplo la Isla de Pascua, está lejos, resulta relativo; sus habitantes, los Rapa Nui, llamaron a su hogar Te Pit o Te Henua, que se puede traducir como «el ombligo del mundo». Dada la forma esférica e ilimitada de la tierra, cualquier lugar puede ser considerado el centro del mundo.
 
Solo desde tierra firme resulta posible pensar que esta isla, creada por volcanes ahora extintos, se encuentra lejos. Solo desde el punto de vista continental se puede creer que el hecho de que una isla se encuentre a varias semanas de viaje en barco de la tierra más cercana la convierte en un paraíso. Solo para los que viven en el continente todo trozo de tierra rodeado de agua por todos lados resulta el lugar perfecto para proyectar experimentos utópicos y paraísos terrenales: al sur del Atlántico se encuentra Tristán de Acuña, donde en el siglo XIX siete familias vivieron en concordia microcomunista bajo el sistema patriarcal de William Glass. En la otra punta del planeta, en las Galápagos, el doctor Ritter, un dentista berlinés hastiado de la civilización y de las crisis económicas mundiales, fundó en Floreana en 1929 y allí renunció a todo lo que consideraba superfluo, vestimenta inclusive. Y el norteamericano Robert Dean Frisbie se mudó en los años veinte del pasado siglo a un atolón del Pacífico, Pukapuka, donde, siguiendo un motivo clásico de la literatura de los Mares del Sur, se escandalizó y envidió la liberalidad de costumbres de los isleños. Estas islas parecen encontrarse en su estado primigenio, invariado desde sus inicios, paraísos previos al pecado original, puros, sin sentimiento de pudor ni de culpa.
 
La fascinación por lugares remotos llevó al marinero californiano George Hugh Banning, a comienzos del siglo XX, a enrolarse como grumete para navegar por el Pacífico, empujado por el inconfesable deseo de que su barco naufragara; no le importaba dónde sucediera el naufragio, mientras fuera lejos, en un lugar dejado de la mano de Dios, rodeado de agua por todas partes. En principio tuvo mala suerte y escribió desilusionado: Solo hacemos escalas en islas «tan interesantes» como Oahu y Tahití, donde envoltorios de chicles y el acento americano resultan casi tan frecuentes como las cáscaras de plátano en el suelo y el susurro del viento entre los palmerales. Más tarde tuvo buena suerte por fin y se enroló en una expedición por aguas mexicanas en uno de los primeros yates de diésel propulsados por electricidad. En este viaje llegó a Socorro, de Baja California, donde tuvo la certeza de que no recibiría muchas visitas, ya que no había absolutamente nada allí, como todos le dijeron cuando insistió en quedarse. Cuando le preguntaron por su fecha estimada de regreso, para ir a por él y devolverlo a tierra firme, respondió: Nunca, nunca, y esto es lo bello.
 
Otras expediciones atraídas por la belleza de la nada fueron las que trataron de navegar por los hielos eternos (Isla Rodolfo), para estudiar la rotunda nada de los puntos polares. Aunque en realidad, en estos viajes al Polo Norte, las distintas naciones descubrieron un nuevo mundo, rico en vegetación y nuevas materias primas, que motivó muchos enfrentamientos. La atracción por la nada condujo a los más aventureros a una isla en la Antártida en la que nunca había logrado desembarcar nadie (Pedro I). Otro reto inalcanzable, ofensa para el orgullo de los hombres, quienes querían dejar su huella ahí y al mismo tiempo asegurarse un lugar destacado en los anaqueles de la historia universal. Tres expediciones enteras fueron vencidas por esta isla completamente congelada; la primera que logró desembarcar allí lo hizo en 1929, ciento ocho años después de su descubrimiento, y hasta los años noventa más hombres han pisado la luna que esta isla.
 
Muchas islas remotas son doblemente inalcanzables: la travesía para llegar hasta ellas es larga y complicada, en ocasiones resulta imposible desembarcar en sus costas, otras veces esto se logra con peligro mortal; pero incluso cuando se consigue llegar a tierra sin perder la vida, la isla, durante tanto tiempo perseguida, suele estar desierta y no ofrece nada de interés, como era de esperar. Los cuadernos de bitácora de distintas expediciones corroboran esto: el teniente Charles Wilkes anotó que la Isla Macquarie no ofrece interés para los visitantes. Y el capitán James Douglas describió así este mismo lugar: Esta isla es el lugar más miserable que nadie haya podido imaginar para el exilio de unos esclavos cautivos. Anatole Bouquet de la Grye fue conciso al describir su primera impresión de la Isla Campbell: triste. Y George Hugh Banning, el ya mencionado amante de las islas solitarias, se refirió a Socorro de esta manera: Ante todo resulta desoladora, tanto que me recuerda a un cúmulo de paja quemado, medio apagado por la lluvia, cuyas llamas carecen de la fuerza para volver a arder y se extingue en silencio sobre un charco de agua mortecino.
 
La mayor parte de estos viajes de aventuras está condenada al fracaso de antemano; un esfuerzo excesivo, y en ocasiones hasta disparatado, puede obtener como resultado la más mísera de las nadas. Por ejemplo la Académie Française des Sciences envió dos expediciones muy costosas al lado opuesto del mundo, la Isla Campbell, en 1874, para observar el tránsito de Venus, el acontecimiento astronómico del siglo, que acabó cubierto por enormes nubarrones.
 
Para distraer la atención de fracasos como este, los científicos dedican mucho tiempo a medir cada rincón de cada isla o a buscar ejemplares de las especies locales, cuyo listado, inventariado en largas tablas, aumenta con creces los apéndices de los cuadernos de navegación y justifica parte de los gastos. Cada isla supone un motivo de regocijo para los investigadores, es un laboratorio natural concentrado, donde no resulta necesario delimitar con grandes esfuerzos el objeto de estudio; la totalidad investigada permanece accesible, calculable y completamente alcanzable, apenas a unos kilómetros a la redonda y limitada por el mar; hasta que la flora y fauna locales son arrasadas por las especies invasivas o los habitantes se contagian de las enfermedades de los exploradores, desconocidas hasta el momento.
 
No resulta extraño que algunos viajeros que llegan a una isla sientan una enorme angustia y, ante las evidentes limitaciones de estos lugares, se obsesionen con la terrible posibilidad de quedar sitiados en ellas para siempre y tener que permanecer hasta el final de sus días en ese solitario espacio, sin nada más que hacer que enfrentarse a su propia existencia.
 
En este sentido, las rocas negras de Santa Helena se convirtieron en el lugar de exilio y muerte de Napoleón, y la verde y fértil Isla de Norfolk dejó de ser un paraíso exuberante para convertirse en la colonia penitenciaria más temida de todo el imperio Británico. Y los esclavos supervivientes del naufragio del Utile se sintieron libres en la diminuta isla Tromelin, pero esta hipotética libertad recuperada, que no llegaba a medir un kilómetro cuadrado, rápidamente se convirtió en una lucha descarnada por la vida.
 
Las islas lejanas son por naturaleza una cárcel perfecta, circundada por el muro monótono e irrebasable del mar, tenazmente presente. Resultan especialmente convenientes para este fin las islas que se encuentran más apartadas de las rutas comerciales que unen, como si fuera un cordón umbilical, a las colonias de ultramar con tierra firme. En sus tierras, se puede abandonar y olvidar todo lo que resulta poco deseable, repulsivo y odioso para la civilización. En este confinamiento, terribles enfermedades pueden expandirse sin obstáculos, como las misteriosas muertes de niños en Santa Kilda, y extrañas costumbres pueden imperar, como las prácticas deleznables, pero aparentemente necesarias, de infanticidio que se dan en Tikopia. Crímenes horrendos como violaciones (Clipperton), asesinatos (Floreana) y canibalismo (San Pablo) parecen ser prácticamente inevitables en el estado de excepción que crean las islas. E incluso en nuestros días, existen territorios gobernados por leyes que causan repulsa a nuestro sentido del derecho, como puede verse con claridad en el escándalo sexual sucedido en Pitcairn, donde sigue viviendo la pequeña comunidad de descendientes de los amotinados del Bounty: en 2004 la mitad de varones residentes en la isla fue acusada de haber violado regularmente a mujeres y niños durante décadas. Los acusados adujeron en su defensa que sus costumbres centenarias estaban permitidas por derecho consuetudinario, ya que sus antepasados ya habían realizado prácticas de ese tipo con tahitianas menores de edad. El paraíso puede ser una isla, pero el infierno también lo es.
 
La vida en estos pequeños lugares solo es pacífica en contadas ocasiones, ya que la dictadura de un tirano solitario que impone un régimen de terror resulta más frecuente en las islas que la utopía de una comunidad completamente igualitaria. En principio, las islas fueron entendidas como colonias naturales, que estaban ahí, esperando ser conquistadas; por motivos como este fue posible que un farero mexicano se coronara a sí mismo rey de Clipperton y una timadora austriaca fuera proclamada emperatriz de las Galápagos en Floreana.
 
Estos pequeños continentes constituyen mundos en miniatura donde, por encontrarse tan lejos y apartados del dominio público, resulta posible vulnerar los derechos humanos (Diego García), hacer explotar bombas nucleares (Fangataufa)) o permitir catástrofes ecológicas, sin hacer nada por remediarlas (Isla de Pascua).
 
En los confines de este mundo ilimitado ya no quedan jardines del edén; por el contrario, los hombres, que cada vez se expanden más por el mundo, se han convertido en aquellos monstruos que sus antepasados, los aventureros y descubridores, trataban de eliminar de los mapas.

miércoles, 23 de julio de 2014

CEES NOOTEBOOM. EL DESVÍO A SANTIAGO

Mi viaje se ha convertido en un desvío de desvíos complejos, e incluso me dejo apartar de estos últimos. Quizá este año ni siquiera alcance Santiago. El peregrino medieval lo tenía más fácil, pero sólo en este aspecto. Si venía del norte cruzaba los Pirineos por el Col du Pourtalet o por Roncesvalles. El mapa de los caminos de peregrinación de estos días parece el delta de un río, de todas partes confluyen los caminos hasta conformar finalmente todos ellos en el Puente la Reina el único Gran Camino: el Camino de Santiago, que por el norte de España, por la seca llanura y las áridas montañas de Castilla, a través del paso de Cebrero, lleva finalmente a la tan anhelada meta. Los recuerdos subsisten todavía en la lengua y en la piedra: iglesias, posadas y nombres de lugares conservan, como un cordón preciado, la idea de una devoción apasionada y para nosotros inimaginable, que llevó a toda la cristiandad durante cientos de años a un lejano y ventoso rincón gallego. Sólo cuando lo estudias un poco penetra en ti la plena envergadura de ese fervor ardiente. Simplemente se dejaba todo de lado para recorrer a pie media Europa en tiempos oscuros y peligrosos. Siguiendo las huellas de una leyenda, los peregrinos se convirtieron ellos mismos en leyenda. Me parece que con lo único con lo que se puede comparar un poco es con la también anhelada por todos los musulmanes peregrinación a La Meca, pero allí intervienen barcos, aviones y autobuses, también allí vale eso de que quien más tiempo viva menos tiempo tiene.
 
Para comprender la esencia de la peregrinación a Santiago hay que sacar al hombre medieval de la romántica y confortable imagen que tenemos de él (si es que tenemos alguna). Esencialmente era un hombre muy diferente, con preocupaciones totalmente distintas. Su sociedad era una unidad espiritual, las reliquias de santos y mártires formaban una parte esencial -ya no sentida igual por nosotros- de ella. Él iba de país en pais, de iglesia en iglesia, buscando y adorando esas santas reliquias; una masa ardiente y suplicante siempre en constante movimiento. En la jerga popular de nuestro tiempo lo llamaríamos algo así como un fenómeno social, político o religioso. Político porque este movimiento acercó más la parte no musulmana de España a la Europa cristiana, y creó los preliminares de ese otro aglutinante de la cristiandad europea: las cruzadas. Social por los contactos internacionales y por lo que los peregrinos suscitaban en su ruta y lo que traían consigo, tanto en el terreno del comercio como en el del arte. Religioso porque a través de este movimiento -el movimiento literal y el del pensamiento colectivo que hay detrás- los hombres que participaban de hecho se servían de una idea más elevada y sobrenatural que la de su existencia material. El historiador Labande define al peregrino medieval como un cristiano que en un momento dado ha decidido ir a un determinado lugar y ha subordinado la completa organización de su existencia a ese viaje ya decidido.
 
Hola, buenas tardes. Como habréis deducido a partir del interesante y extenso fragmento que acabo de leeros, tan amplio que apenas tengo tiempo para algo más que un breve comentario, mi recomendación de hoy vuelve a tener, como la de hace una semana, a Santiago de Compostela y su ruta de peregrinación como protagonistas absolutos en estos días veraniegos tan proclives al viaje, sea este turístico o de iniciación, cultural o de mero entretenimiento, ligero e informal o representando una experiencia vital intensa. Si en mi última reseña os hablaba de un estupendo libro de Álvaro Cunqueiro, Por el camino de las peregrinaciones, hoy os traigo otro volumen no menos interesante, aunque con un estilo y unas pretensiones muy distintos a los de aquél. Se trata de El desvío a Santiago, escrito por ese holandés de nombre impronunciable, Cees Nooteboom, que ya apareció en este espacio con otro magnífico libro también asociado a la idea del viaje, aunque aquel con los cementerios como referencia última, Tumbas de poetas y pensadores. El de hoy, traducido por Julio Grande, lo presenta la editorial Siruela, que ofreció en 2010 una reedición especial limitada de un libro que vio la luz por primera vez en 1993. La presente edición, muy cuidada, se ofrece con la novedad de las 28 fotografías en color de Simone Sassen, esposa del autor.
 
La editorial Siruela califica esta obra como un inteligente libro de viajes de un espléndido autor holandés enamorado profundamente de España y dueño también de una erudición poco común. Cees Nooteboom hace honor al título del libro y se desvía y da vueltas por toda España y no acaba de llegar nunca a su destino compostelano. El holandés encarna al viajero que siempre se deja tentar por los caminos laterales, y aunque su meta final es Santiago de Compostela, se detiene en Aragón, pasa por Granada, se adentra en el castillo de Sigüenza, busca en Soria el ábside de una iglesia, pasea por Teruel en una asfixiante hora muerta veraniega, llega incluso a hacer escala en la isla de La Gomera o en los pasillos vacíos del museo del Prado, husmea en los códices medievales, los Beatos, en Liébana, para ver cómo las palabras, los signos, los colores recogidos en ellos se dispersan por toda Europa y vuelven luego, convertidos en imágenes que se plasman en las piedras del Camino de Santiago. Mis flechas no pueden volar en línea recta, escribe, siempre hay algo -la tentación de un mapa, una frase que he leído, una foto, una reproducción, el sonido de un nombre- que me desvía del rumbo pero que más tarde aparecerá como un único largo viaje, el desvío como vía. Y es así que, del mismo modo, su prosa también se desvía y se pierde en gozosas digresiones, a veces literarias, a veces políticas, irónicas, eruditas o melancólicas. El camino de Santiago queda a un lado, nos olvidamos de él, y el libro que leemos ya es otro libro, magnífico, una fascinante sucesión de reflexiones, de comentarios, de anécdotas, de encuentros con españoles de a pie, de cultas y muy amenas notas a pie de página en el gran texto del camino. Nooteboom es un extraordinario conocedor de nuestra vida, de nuestra historia, de manera que adentrarse en su libro es una forma magnífica de aprender -de un modo paradójico pues tanta y tan sabia información procede de un holandés; su patria tantas veces enemiga de nuestro país- acerca de la Historia de España, de la que como digo, el autor lo sabe todo, reyes y dinastías, batallas e intrigas políticas, movimientos sociales e influencias y cientos de saberes “pequeños” aunque profundos y muy interesantes. Así conocemos el mundo cortesano a partir del minucioso análisis de la obra de Velázquez, la vida de los monjes de Zurbarán y el silencio de sus bodegones, la inteligente evocación de Cervantes en su periplo por la Mancha. Y nos enteramos también, en una lectura apasionante, de la anticipadora presencia del cero entre los mayas, mil años antes que lo conociéramos los europeos, o de la combinación que el autor establece entre la Virgen y Homero, entre Borges y un problema aritmético o entre una receta de bacalao y una extraña consideración sobre la herejía. Como él mismo indica, su viaje puede llamarse un peregrinaje o una meditación, pero con serpenteos, desvíos y cavilaciones. Avanzo lentamente, dice, porque son dos viajes los que hago, uno en mi coche y otro a través del pasado, que es avivado por fortalezas, castillos, monasterios y los documentos y relatos que encuentro allí.
 
El libro se articula como una sucesión de capítulos autónomos, reportajes publicados en fechas muy distintas, desde un ya lejanísimo 1979, con una España tan distinta de esta de nuestra frenética modernidad, hasta el más reciente, de 2001. El recorrido por nuestro pasado histórico a partir de iglesias y monumentos, de puentes y catedrales, de estatuas conmemorativas y sugerentes ruinas se completa con la visión de la España del momento, con los atroces atentados de ETA o los personajes políticos que ocupan las primeras páginas de los periódicos del día. Y siempre, incluso en el comentario más trivial, la inteligencia del autor, su poderosa capacidad de penetración, de escudriñar en los detalles menores, un pequeño cuenco de cerámica o una ración de callos servida en una ruidosa taberna, de atisbar tras la movediza e imprecisa apariencia la verdadera esencia de las cosas, de las gentes, de, me atreveré a decirlo, el alma de España, que tan acertadamente disecciona.
 
Al final del libro, Santiago, estando presente, no es -como la Ítaca de Cavafis- tan importante, y sí en cambio la atractiva lección de historia a la que hemos asistido, llevados de la mano, encantados, hechizados, por la magia de un maestro apacible y genial, muy inteligente y excelente divulgador.
 
En fin, leed este El desvío a Santiago, editado por Siruela, os servirá como guía si queréis, en estas fechas cercanas a la festividad del santo jacobeo, aprovechar estos días para peregrinar a la Compostela legendaria, pero, sobre todo, os proporcionará una grata compañía si deseáis seguir a Cees Nooteboom en su penetrante indagación en el corazón de esta España que, en el fondo, nuestra siempre superficial mirada desconoce.
 
Con Camino de Santiago, una pieza del universal gallego Carlos Núñez, cerramos el espacio por hoy, emplazándoos a volver a Todos los libros un libro el miércoles próximo, en el que os ofreceré la última recomendación de lectura -una recomendación viajera, cómo no- por este curso.

miércoles, 16 de julio de 2014


ÁLVARO CUNQUEIRO. POR EL CAMINO DE LAS PEREGRINACIONES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que comparece de nuevo ante vosotros con una recomendación viajera para este verano. Recordar que nuestras propuestas del mes de julio están centrándose en libros que hablan o inducen (espero que en todos los casos ambos verbos sean “conjugables” de modo simultáneo) al viaje, en la creencia de que las vacaciones escolares, singularmente las veraniegas, son un momento propicio para encarar la experiencia viajera.
 
Y de experiencia, en el sentido más intenso del término, puede hablarse en relación al Camino de Santiago, aunque son tantos los turistas que actualmente lo frecuentan -ya no me atrevo a llamarles viajeros en sentido estricto-, que esa masiva afluencia ha convertido la ruta, en muchos casos, en una suerte de acto social muy alejado de su sentido primigenio, este sí vinculado al crecimiento personal, a la profunda experiencia íntima, a la aventura existencial, al introspectivo ejercicio de reconocimiento y desarrollo de la propia personalidad.
 
De modo que hoy, aunque no nos hallemos ante un Año Santo compostelano, hablaremos de la ciudad gallega y de la experiencia del Camino que la tiene como meta. Para ello os traigo un libro, de entre los centenares, y no exagero, publicados con temática jacobea; y de paso os anticipo que la semana que viene mi recomendación será también alusiva al peregrinaje compostelano. Dos libros magníficos, pues, de muy diferentes estilo e intención, en los que os podréis encontrar no sólo unos buenos ratos de solaz y entretenimiento, sino cultura, historia, reportaje, y sobre todo literatura, excelente literatura. El de esta semana es Por el camino de las peregrinaciones, escrito por Álvaro Cunqueiro -al que ya conocéis por os hable de él hace unos años en este mismo espacio-, y que vio la luz en 2004, en edición de Alba Editorial.
 
No hay mucho tiempo para hablaros en extenso del libro, sobre todo teniendo en cuenta que quiero ofreceros como cierre un amplio fragmento de él -muy significativo, hasta el punto de que resulta claramente ejemplificador de su tono, de su estilo, de su carácter-, de modo que os cuento en un par de pinceladas lo esencial del estupendo volumen y os dejo con esa maravilla final escrita por el gallego.
 
Por el camino de las peregrinaciones recoge la crónica periodística de un viaje entre Piedrafita do Cebreiro y Santiago de Compostela, el tramo gallego del llamado Camino francés, realizado en 1962 por el propio Cunqueiro acompañado de Magar, un fotógrafo de Vigo, al que yo aún recuerdo de mis días de infancia, dejando huella con su cámara de todos los acontecimientos relevantes de la cotidianidad viguesa, fuera el incendio de un inmueble, la llegada a la ciudad de alguna celebridad o, más frecuentemente, inmortalizando los casi siempre agónicos partidos del Celta. Los textos vieron la luz por primera y única vez en el Faro de Vigo, el periódico local, en octubre de ese mismo 1962, y desde entonces no se habían vuelto a publicar, hasta ese 2004 en que aparecieron en el libro. Aparte del valor periodístico, o más exactamente sociológico, del reportaje, que permite conocer cómo se vivía en la Galicia rural, en el campo de aquella perdida región de España hace cincuenta años, el libro interesa por lo mismo que atrae cualquiera de las obras de Cunqueiro: la erudición nunca pedante y sí muy ilustrativa; la prosa fluida y rezumando lirismo; la historia contada de un modo sugestivo, en una narración que entremezcla sutilmente el dato real con la leyenda, el acontecimiento ocurrido con la anécdota fantaseada; el humor tan galaico, mezcla de sorna inteligente y apacible delicadeza; la riqueza de los personajes, múltiples e inesperados: reyes y condestables y princesas y duques, pero también mitos legendarios, bellas damas literarias y sobre todo paisanos, esos gallegos de a pie, con su retranca secular, que pueblan los caminos del camino, que se acodan en las barras de las tabernas, que salen al encuentro del viajero con sus ovejas o su tabaco de liar, que abandonan la partida vespertina para mostrar al curioso peregrino una iglesuca casi abandonada, o para procurarle unas buenas lonchas de jamón y un vino acogedor. En fin, Cunqueiro en estado puro, sin duda el mejor escritor gallego del siglo XX. El libro se cierra con una decena de artículos, también publicados en el Faro de Vigo entre 1951 y 1974, con los que, con paciente regularidad, cada 25 de julio, el escritor de Mondoñedo, aunque arraigado en Vigo, celebraba la festividad del Santo. En ellos, de nuevo, encontraréis información sobre el Camino que impulse quizá vuestro deseo de recorrerlo, pero sobre todo, o además de ello, os toparéis con la formidable literatura, llena de gracia, cultura, sensibilidad  y encanto, del magnífico escritor gallego. 
 
No dejéis de lado mi lectura final, ese deslumbrante texto titulado Retrato de la viuda de Bath y veréis cómo los adjetivos empleados no resultan excesivos. Tras él, Ahí ven o maio, una canción de Luis Emilio Batallán sobre un texto de Curros Enríquez, otro clásico gallego, cierra esta reseña.
 
 
Retrato de la viuda de Bath.
 
Tenía la piel muy blanca. Todas las viudas inglesas de las fábulas y las canciones tienen la piel muy blanca. Se frotaban el cuello con enjundia de gallina, como mistress Ford, la alegre casada de Windsor, y las mejillas con hojas de manzano. La viuda vino embarcada, a la muerte del tercer marido, un honesto tendero que llevaba su bolsa con monedas de oro -ángeles de las ciudades hanseáticas, que valían lo mismo en Medina del Campo que en Constantinopla-, atada con tres cintas al muslo. ¡Ah, qué buen bebedor era! Y todo lo cataba, Burdeos fino, y cuando no tocaban vino, doble cerveza de marzo.
 
La viuda desembarcó en La Coruña o en Laredo. No nos lo dice el señor de Chaucer. Le grand translateur dice nada más que la viuda de Bath, aprovechando uno de los pocos meses que estaba viuda, vino a Compostela peregrina. La toca marcela, un poco retrasada, dejaría ver el dorado cabello, aunque lo prohibían las ordenanzas reales. El fino tobillo lo enseñaba cuando cabalgaba en su mula hacia Canterbury, a la tumba de Santo Tomás Beckett. ¿Compró mula en Laredo para acercarse a Compostela o vino a pie desde La Coruña? La viuda de Bath chupaba cortezas de citrón para tener blanca la dentadura y rojos los labios, y había oído quién fuera Ovidio amador. Tenía la lengua suelta y era reidora. ¿Se ruborizaba la Priora cuando hablaba la viuda? Quizá no. La Priora es un ángel rubio, con pañuelo para sonarse, que pasa sin romperse ni mancharse por entre Los Cuentos de Canterbury, de Godofredo Chaucer...
 
La viuda de Bath buscó cómodo alojamiento en Compostela. Esto es seguro. Donde dieran de comer y hubiese vino de calidad. ¿Ulla, Ribadavia? Los dos. La viuda de Bath es carnívora. En La viuda valenciana, de Lope de Vega, se dice que la carne más propicia para comer una viuda es el francolín si tiene intención de pasar a nuevas nupcias, o el pichón si piensa permanecer en soledad. ¿Había francolín asado en Compostela cuando peregrinó la viuda de Bath? La viuda buscaría posada donde hubiese gente de su nación ánglica, que no podía estar sin conversación. E iría a la iglesia a la hora de mayor concurrencia, las manos cruzadas sobre el pecho. ¡Ay, qué bien cantaba! No estaba muy segura de lo que iba a pedirle al Apóstol. ¿Un nuevo marido? ¡Bah, ése se lo agenciaba ella en un santiamén, con asomarse a la ventana de Bath, en la casa que tenía en la calle que llevaba a los baños! Cualquiera de aquellos gordos caballeros reumáticos, o un mercader de la City con ataque de gota, vendrían a su abrazo, si ella quisiera. Le gustaría un letrado. Los letrados bien alimentados, dice Rabelais, dan excelentes y muy puntuales esposos. ¿Qué pedirle al Apóstol? Es mediodía. La viuda se arrodilla junto a una columna. Ha desayunado francolín, lo ha remojado con un jarrillo de Ribadavia. Dormita un poco. No ha pedido nada. ¿Qué pidió en Roma, en Jerusalem? ¿Qué va a pedir en Canterbury? No tiene paciencia para pedir ni para esperar. ¿Qué decía aquel Ovidio romano, maestro del amor? Sí, que una mujer no tome amigo nuevo hasta que se haya olvidado del olor del amigo antiguo. La viuda aspira: huele a incienso y a hierbas de aroma. No, no se acuerda del olor de ninguno de sus maridos. ¡Gracias sean dadas al Apóstol! Su ahora encontrara un letrado que oliese a nardo. En Cambridge, éste era el perfume de los canonistas en el siglo XIV.

miércoles, 9 de julio de 2014

PAUL THEROUX. TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Como todos los miércoles desde Radio Universidad Salamanca, os ofrecemos una recomendación de lectura con el deseo de orientaros en el desmesurado universo de las publicaciones literarias, que en número ingente nos asaltan desde los atestados anaqueles de las librerías. En estas últimas entregas de nuestro espacio por este curso nos vamos a centrar en la literatura viajera, presentada bajo formas muy diversas, con aproximaciones variadas al fenómeno del viaje, tan apropiado y tan común en estas fechas de julio, coincidentes con las vacaciones para tantos de vosotros. Hoy os traigo, pues, un libro de viajes, un excelente libro de viajes, con el que no sólo disfrutaréis de unas horas de agradabilísima y muy interesante lectura, sino que, además, os sentiréis transportados a los escenarios de la narración y, sobre todo, en lo que a mi juicio es el principal efecto que producen los buenos libros viajeros, sobre todo, digo, querréis empezar inmediatamente vuestra propia aventura, desearéis, mientras os deslizáis por las páginas del texto, abandonar éste y poneros en camino, coger un mínimo equipaje y salir, libres y sin límites, con el ancho horizonte como único referente, en busca de las intensas emociones que siempre encontramos en otros lugares, frecuentando otras gentes, escuchando otras voces, vislumbrando nuevos paisajes, adentrándonos en ámbitos desconocidos, en definitiva, viajando.
 
El libro del que quiero hablaros esta tarde se titula Tren fantasma a la Estrella de Oriente. Editado por Alfaguara en 2010 y traducido por Miguel Martínez Lage, su autor es el reputado escritor de viajes Paul Theroux, del que yo he leído algunas otras de sus deslumbrantes narraciones en las que da cuenta de sus peripecias viajeras. Os recomiendo igualmente, además de mi consejo de hoy, En el Gallo de Hierro, un fascinante viaje en tren por China, un libro que me acompañó hace muchos años en mi visita a aquel país; y asimismo, El safari de la Estrella Negra, en el que Theroux nos relata su periplo por África, el mágico continente, que atraviesa, desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, en trenes, barcos, camiones y autobuses y que ya ha sido reseñado en esta página.
 
En 1973, Paul Theroux partió de Londres en un viaje de ida y vuelta en tren por toda Asia. El relato de aquella fantástica aventura, publicado en aquellas fechas con el título de El gran bazar del ferrocarril, se convirtió en un referente inexcusable de los libros de viajes, le abrió a su autor las puertas de la fama y le permitió acceder a una reputada carrera literaria, que desde entonces no ha hecho más que crecer dejándonos innumerables muestras de su maestría. Treinta y tres años después, en 2006, Theroux, en otras circunstancias personales y vitales, más maduro, más estable, más mayor también, decide reeditar ese viaje, decide partir de nuevo de Londres, y sobre todo en tren, aunque en ocasiones utiliza otros medios de transporte, atravesar Europa entera, cruzar Turquía, Azerbaiyán, Turkmenistán y otras antiguas repúblicas soviéticas, visitar la India, demorarse en los países del sudeste asiático, Birmania, Tailandia, Malasia, Singapur, Camboya, Laos, Vietnam, volar hasta Japón, y, ya de vuelta a casa, tomar el transiberiano desde Vladivostok hasta su punto de origen en Londres. Las setecientas páginas de narración de este estimulante viaje conforman Tren fantasma a la Estrella de Oriente, mi consejo de lectura de esta semana.
 
A lo largo de su periplo, el autor observa, con agudeza no exenta de prejuicios, el mundo que le rodea, habla con unos y otros, describe las costumbres de las gentes en los países que visita, sus conversaciones, sus comidas, muchas veces precarias, da cuenta del paso de las horas en los interminables trenes, toma notas, da conferencias pues siendo ya mundialmente reconocido se le reclama en todas partes, coincide con destacados nombres de las culturas que visita, Orham Pamuk en Estambul o Haruki Murakami en Tokio como más significativos exponentes de sus contactos, y, sobre todo, analiza con rigor los países que atraviesa, aunque, insisto, en ocasiones da la impresión de que sus ideas preconcebidas, no siempre acertadas, a mi juicio, se imponen a la hora de desentrañar el alma de los pueblos. Así, de modo taxativo y categórico, describe la estafa política de Turkmenistán, el desbarajuste total de la India, la tiranía imperante en Birmania, el caos constante y la provisionalidad de Sri Lanka, la dejadez de Laos, el experimento social de Singapur, la idílica felicidad tailandesa, el abigarrado caos de Tokio, la corrupción moscovita ahogada en litros de vodka, el doloroso conflicto existencial de Turquía, debatiéndose entre la modernidad occidentalizante y las oscuras raíces musulmanas.
 
Y en todo momento aparecen las reflexiones de Theroux, su constante remembranza del viaje primitivo, treinta y tres años atrás, y las comparaciones que el recuerdo le suscita; la propia conciencia del paso del tiempo, de su entrada en una etapa madura que lo acerca peligrosamente a la vejez, de los cambios en su energía, en su ímpetu, en sus valores, en sus preferencias vitales. Y como una constante, muy presente también en otros libros suyos, la desde mi punto de vista algo obsesiva presencia del sexo, su rastreo -supuestamente “ascético” y neutro, con un interés meramente “cultural”, pues su feliz matrimonio planea esta vez por sobre todo el texto-, por los barrios marginales de las ciudades, los burdeles, los falsos karaokes asiáticos, que encubren casas de citas, los hoteles del amor tokiotas, las prostitutas omnipresentes que se le ofrecen por doquier y sin parar, y a las que rechaza una y otra vez, fiel a su mujer que como una Penélope paciente le espera en el hogar.
 
Permitidme, a este respecto y ahora que llego al final de mi reseña, una confidencia sobre Paul Theroux: hay algo en él, en su persona, que siempre me ha resultado profundamente desagradable, una especie de prepotencia, una autosuficiencia irritante, un ego desmesurado: todas las mujeres se le entregan, a todas presuntamente enamora, su actitud personal me produce, y no sólo en este libro, un rechazo visceral. Pero ello, pensadlo bien, dice mucho del interés de sus obras, de la irremisible atracción de sus aventuras, que me llevan, sobreponiéndome al desagrado que me suscita su autor, a comprarlos y leerlos de continuo.
 
Os dejo ya con un fragmento de Tren fantasma a la Estrella de Oriente publicado por Alfaguara en el que se describe la insoportable visión que tiene de la India su autor. Y para ilustrar musicalmente la atmósfera del libro y ejemplificar la conjunción de la mirada norteamericana de su autor con la realidad india que se muestra en el texto que os ofrezco, suena The way you dream, la espléndida colaboración entre Asha Bhosle, cantante de dicho país, y el estadounidense Michael Stipe, en una pieza del extraída del magnífico proyecto 1 Giant Leap.
 
 
Por ser una ciudad sagrada, una turbamulta atronadora en su griterío, pero sorda a los de los demás, peregrinos en su mayor parte, recorría sin descanso las calles y callejuelas de Amritsar. Estas calles abrasadas por el sol eran un enjambre de polvo en suspensión y de tráfico maloliente, y al decir tráfico incluyo a las vacas sagradas, a los perros cojos, a los coches viejos, a las bicicletas combadas, a los mototaxis, a los bicitaxis, a las carretas tiradas por un caballejo al trote -tongas y gharries- y a los autobuses herrumbrosos. Había montones de desperdicios manoseados, en los que más de uno había rebuscado a saber qué; en las aceras menudeaban los chapuceros capaces de reparar cualquier cosas, cada cual con sus vetustas herramientas -raederas, cinceles, punzones de zapatero remendón, soldadores, máquinas de coser a pedal-; abundaban las humaredas de los tubos de escape, el olor a gasolina, la suciedad, las bostas recientes de las vacas, una fuente en medio de una calle deteriorada, sin que faltase su rótulo de rigor, Consorcio para la mejora de Amristsar; templos muy atractivos para los mendigos por ser recintos sagrados en los que se fomentaba la dádiva de limosnas; un ruido horrísono que proclamaba a bombo y platillo la falsa creencia que se sostiene en toda la India, a saber, que los bocinazos aceleran el fluir del tráfico.
 
Lo más llamativo en las multitudes de emocionados peregrinos que se hallan en el lugar sagrado al que han ido ex profeso es que se sienten embriagados sólo por el hecho físico de estar allí. E incluso más que embriagados: charlan por los codos, se tocan unos a otros, ríen sin contenerse, se les salen los ojos de las órbitas de puro embeleso, como presencié en el centro de cultura sij, en todos aquellos hombres enturbantados, en todas las mujeres que revoloteaban dándose buena prisa en llegar al Templo Dorado.

miércoles, 2 de julio de 2014

VIKTOR FRANKL. EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, saliendo al aire como cada semana en Radio Universidad de Salamanca con una nueva recomendación de lectura. Después de un mes centrado en obras relacionadas con la segunda guerra mundial, un leitmotiv que me he impuesto a partir del septuagésimo aniversario, a principios de junio, del desembarco en Normandía, esta tarde quiero cerrar esta breve serie monográfica con un ensayo, conectado también con el dramático episodio bélico y, más en particular, con una de sus manifestaciones más significativas, la que quizá todos asociamos de entrada con la devastadora y atroz contienda, y en cualquier caso, uno de los acontecimientos más tristes, más despiadados, más atroces, más insoportables, más crueles de la historia de la humanidad: el horror, el espanto, la tragedia de los campos de concentración.
 
Y entenderéis por ello que la obra de la que hoy quiero hablaros sea un texto muy duro, terrible en realidad, aunque, pese a ello, sin duda altamente recomendable. Muy duro porque habla de seres humanos enfrentados a experiencias vitales de extraordinaria dificultad, de individuos puestos en contacto con situaciones límite en las que la naturaleza humana parece perder sus asideros y despeñarse, desesperadamente, por las oscuras simas de la irracionalidad, del sinsentido, de la animalidad más brutal. Altamente recomendable, sin embargo, porque de esas vivencias extremas, de ese descenso a los abismos, el autor logra extraer enseñanzas valiosísimas y contárnoslas en su libro de manera que cualquiera de sus innumerables lectores en todo el mundo -millones ya, casi setenta años después de su publicación primera- podamos aprovecharlas para vivir una vida mejor, más realizada, más digna, más propiamente humana.
 
Pero vayamos ya con la referencia completa del libro, que se está haciendo esperar tras esta dilatada introducción. Se trata de El hombre en busca de sentido, su autor es el vienés Viktor Frankl, y ha conocido numerosas ediciones no sólo en su Austria natal, en donde vio la luz la originaria, en 1946, sino también en España, desde que en 1979 la Editorial Herder, que es quien la publica ahora, lo hiciera por primera vez en nuestro país. El libro, que cuenta con un significativo subtítulo, Un psicólogo en un campo de concentración, está traducido por Christine Kopplhuber y Gabriel Insausti.
 
Quizá, a la vista de estos datos introductorios podáis pensar, ¿un libro más sobre los campos de concentración?, ¿otra reconstrucción más o menos “sensiblera” -y disculpadme el término en este contexto- del sufrimiento judío? Dejadme que os diga, aparte de que cualquier testimonio de la época debe valorarse en sí como un eficaz e imprescindible recordatorio al mundo de la necesidad de impedir la repetición de esa salvaje degradación de la humanidad, que el libro del que os hablo no es uno más, no, al menos, en el sentido convencional, el que se corresponde con la versión más esperada de este tipo de textos que reflejan el horror de los campos de exterminio nazis, la tragedia y los padecimientos de millones de europeos, sobre todo judíos, frente a los despiadados e inhumanos actos de barbarie protagonizados por la locura hitleriana. Insisto en mi voluntad de subrayar, en cualquier caso, que no se puede hablar de “un libro más” al referirnos a cualquiera de las muestras de la innumerable literatura sobre los campos. Los relatos sobre las vivencias de las víctimas de la salvaje operación de liquidación nazi merecen respeto por el sólo hecho de su expresión, aunque ésta fuera reiterada y consabida e incluso pobre literariamente, lo cual no es el caso del texto de Víctor Frankl ni de tantas otras obras maestras relativas al mismo tema, como por ejemplo -en una enumeración sólo superficial-, los excelentes libros de Primo Levi, Viktor Klemperer, Imre Kertész o Jean Améry, entre otros muchos.
 
Hay, por supuesto -resulta inevitable-, en el libro que hoy os recomiendo una descripción pormenorizada, en primera persona, del día a día en esos terribles campos, sobre todo en Auschwitz, pero no sólo en él, también en Dachau y otros. Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra, catedrático en la Universidad de Viena, pasó tres años en ellos, cuando no había cumplido aún sus cuarenta. Sufrió como cualquier otro ciudadano anónimo el frío, el hambre, el dolor, la enfermedad, la brutalidad del encierro, su mujer y sus padres murieron en otros de estos siniestros lugares.
 
Pero habiendo todo esto en el libro, pudiendo encontraros en su lectura con el conmovedor relato de la vida diaria en Auschwitz, la peculiaridad de este El hombre en busca de sentido reside en su análisis científico, llamémosle así, en la capacidad de su autor para, desde su propia experiencia degradante, construir una teoría y un método, la logoterapia, desde los que se eleva hasta reconocer la dimensión espiritual de la vida. Hundidos en la más deprimente miseria física, moral, psicológica, los prisioneros de los campos de concentración se encontraban en ocasiones con algunos hombres que, en las mismas condiciones que ellos, visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Viktor Frankl aprovecha ese referente ejemplar para hablar de la libertad humana, de la capacidad para elegir una actitud personal con la que encarar con dignidad el destino, con la que decidir el propio camino en la adversidad. El hombre puede, es su esperanzador mensaje, conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en los crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física. La desoladora vivencia de los campos resultaba así una oportunidad, no por impuesta menos válida, de tomar una decisión que determinaría si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con robarle el último resquicio de su personalidad: la libertad interior.
 
Dar, entregarse, amar: he ahí la clave de este conmovedor libro que -permitidme una confidencia- cobra para mí un mayor significado ahora, al volver a él -la primera lectura fue hace ya casi diez años- después de mi visita, el verano pasado, a las dependencias del campo de Auschwitz-Birkenau. Desde que se atraviesa el portalón de entrada bajo la verja presidida por el conocido y cínico lema, Arbeit macht frei, El trabajo os hará libres, las emociones embargan al visitante más insensible (no deja, empero, de haber turistas que entre risas estúpidas y bromas obtusas hacen el recorrido por los lugares del horror que vieron morir a más de un millón de prisioneros, en su mayoría judíos pero también homosexuales, gitanos, prisioneros de guerra, militantes izquierdistas, miembros de la resistencia, testigos de Jehová, discapacitados), y, creedme, resulta difícil contener las lágrimas mientras se recorren los oscuros pabellones, las sórdidas habitaciones, las letrinas precarias, las duchas siniestras, los hornos terribles, las cámaras de gas, las ominosas chimeneas, las vías por las que llegaban los trenes atestados de prisioneros, las alambradas inexorables. Y el dolor y la tristeza y la rabia y la conmoción te asaltan también cuando contemplas los muchos objetos que se nos muestran como testimonio del drama: maletas, documentos, ropas, fotografías, cartas, cepillos de dientes, peines, zapatos, gafas, juguetes, innumerables muestras de la vida que la crueldad nazi -en una manifestación paradigmática, en una flagrante encarnación del “mal absoluto”- obligaba a abandonar a sus víctimas en su doloroso camino hacia el exterminio.
 
En fin, no caben más comentarios, que inevitablemente habrían de parecer previsibles y redundantes; interrumpo aquí mi reseña de hoy para dejaros ya con un fragmento muy crudo pero que concentra el emotivo y valioso mensaje de este El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, publicado por la editorial Herder y que os recomiendo muy vivamente.
 
El contrapunto musical a mi reseña de hoy lo constituye Quatuor pour la fin du temps, de Olivier Messiaen, compuesta y estrenada en 1941, en un campo de de prisioneros de guerra en el que estaba encerrado su autor, y de la que os ofrezco un fragmento. Es conocida la utilización que las autoridades nazis hacían de la música en los campos de concentración, estando los prisioneros obligados, en muchas ocasiones, a trabajar, asistir a los castigos públicos y las ejecuciones, presenciar los recorridos de inspección, “descargar” a los recién llegados de los vagones de los trenes, al ritmo de las marchas interpretadas por las orquestas de los campos. Hace pocos meses fallecía a los 88 años Violette Jacquet-Silberstein que, internada a los 17 años en Auschwitz, escapó a las cámaras de gas gracias a su habilidad con el violín. De su infernal experiencia (Los mismos monstruos capaces de matar a sangre fría a un niño delante de su madre podían llorar al escuchar un lied) dio cuenta en el libro Los largos sollozos de los violines de la muerte.
 
 
La oscuridad del alba nos hacía caminar a tientas, y así tropezábamos con las piedras y pisábamos los charcos de aquella única carretera de acceso al campo. Los guardianes nos conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en ningún momento de chillarnos. Los que andaban con los pies llagados se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas se oía una palabra entre nosotros porque el viento helado no propiciaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de improviso: ¡Si nuestras mujeres nos viesen ahora! Espero que ellas estén mejor en sus campos y desconozcan nuestra situación. Sus palabras avivaron en mí el recuerdo de mi esposa.
 
Durante kilómetros caminábamos a trompicones, resbalando en el hielo y sosteniéndonos continuamente el uno al otro, sin decir palabra alguna, pero mi compañero y yo sabíamos que ambos pensábamos en nuestras mujeres. De vez en cuando levantaba la vista al cielo y contemplaba el diluirse de las estrellas al tiempo que el primer albor rosáceo de la mañana se dejaba ver tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi esposa, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía y me miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada lucía más que el sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad -aunque sólo sea un suspiro de felicidad- si contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en un situación de desolación absoluta. Sin la posibilidad de expresarse por medio de una acción positiva, con el único horizonte vital de soportar correctamente -con dignidad- el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada. Ahora sí entiendo el sentido y el significado de aquellas palabras: Los ángeles se abandonan en la contemplación eterna de la gloria infinita.