Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de mayo de 2019

YAA GYASI. VOLVER A CASA

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca os saludamos en una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio en el que cada semana os ofrecemos una espero que estimulante recomendación de lectura. Hoy, con la presencia de las vacaciones ya en el horizonte, quiero presentaros un libro que, como los que están apareciendo aquí en las últimas semanas, inmediatamente anteriores al verano, nos llevará a paisajes distantes, a territorios “exóticos” en algunos casos, a lugares interesantes en todos ellos, en la creencia -que es especialmente cierta en el caso de los profesores- de que estas semanas de interrupción de la actividad profesional normal son especialmente propicias para el viaje. Además, en esta nuestra peculiar vuelta al mundo que, en los tres miércoles precedentes, nos ha trasladado a América del Norte, a Sudamérica y a Europa, llegamos esta tarde a África, un destino especialmente oportuno cuando, el pasado 25 de mayo, se celebró el Día Mundial de ese continente.

¿Y qué es la lectura nada más que una vuelta al mundo metafórica, una invitación al viaje, y también a muchas otras cosas más: el conocimiento y la reflexión, la emoción y la poesía, el entretenimiento y el placer? Así debéis entender mi propuesta de hoy, mi invitación a que leáis Volver a casa, la formidable primera novela de la norteamericana de origen ghanés Yaa Gyasi, que publicó hace un par de años la editorial Salamandra en traducción de Maia Figueroa Evans. Más allá de su calidad objetiva, de su interesante contenido y su trabajada estructura, de la oportunidad de los temas que trata y, en definitiva, de sus valores literarios, de los que luego os hablaré, hay en el texto -e imagino que la responsabilidad no puede achacarse a la traducción- algunos fallos (al menos a mi juicio, que, obviamente, puede no ser acertado) que quiero mencionar de entrada relativos al uso -que se detecta en más de una ocasión- de términos comunes en nuestro léxico actual pero difícilmente admisibles si se quiere dar cuenta de una realidad de hace doscientos cincuenta años. Que la voz del narrador, que se “oye” a través de la tercera persona en que está escrito el texto, describa las emociones que experimenta un personaje que vive en la selva africana a mediados del siglo XVIII diciendo la adrenalina le recorría el cuerpo, o subraye la rapidez con la que se produce un hecho con la expresión en cuestión de milisegundos, por poner solo dos ejemplos, provoca en el lector un cierto -ligero- desajuste, por tratarse de vocablos -adrenalina, milisegundos- tan científicos, tan “modernos”, tan, por lo tanto, anclados a nuestro presente, que alejan a los personajes -y con ellos a quienes, leyendo, siguen sus vivencias-, del escenario en el que se desenvuelven. Detalles menores, en cualquier caso, que no impiden el disfrute de un libro espléndido. 

Yaa Gyasi es una muy joven escritora -de escasos treinta años- nacida en Ghana, país que abandonó a los dos años con su familia para instalarse en Estados Unidos. Esta duplicidad de raíces -la ancestral africana, podríamos decir, y la adoptiva norteamericana- permea toda la obra, en la que distintas manifestaciones de ese juego de dualismos cobran un papel esencial. El libro obtuvo el muy prestigio Pen Prize a un debut literario de ficción. 

Las protagonistas “iniciales” de Volver a casa, son dos hermanas, Effia y Esi, nacidas en un poblado ghanés a mediados del siglo XVIII de la misma madre y distinto padre. Las chicas no llegarán a conocerse, pues una permanecerá en su país de origen, casada a la fuerza con James Collins, el gobernador inglés de Costa del Cabo, el puerto desde el que los británicos controlan el negocio de esclavos, y la otra será capturada en el interior por las fuerzas del propio Collins y enviada como esclava a Estados Unidos. A partir de estos hechos germinales la novela nos pone en contacto con doce personajes más pertenecientes a seis generaciones de las dos ramas familiares. La narración avanza así, articulada en torno a las vidas de estos individuos singulares que, además, representan metafóricamente a su raza, por la etapa histórica en la que la autora los sitúa, viviendo momentos decisivos en la dramática trayectoria de los negros, africanos o emigrados, en los últimos dos siglos y medio. 

Son, pues, catorce las “viñetas”, una por capítulo, aparentemente autónomas pero sin embargo unidas por numerosos vínculos, en particular la pertenencia de sus protagonistas al mismo grupo familiar y, sobre todo, su común identidad de raza, las que hacen avanzar la acción, en la que Gyasi nos muestra en paralelo las vicisitudes de la vida de sus criaturas y ciertos relevantes acontecimientos de especial notoriedad en la microhistoria de la raza negra aunque también sobresalientes con carácter general para la humanidad entera. En cada caso se eligen momentos significativos de esas existencias particulares, en una discontinuidad estructural en la que el recurso a la elipsis permite ir desarrollando la historia sin necesidad de contar íntegras todas las biografías, que no obstante se enlazan mediante una serie de motivos recurrentes -la simbólica piedra negra que pasa de una generación a otra, las historias familiares, las tradiciones, el intangible legado (espiritual, cultural, moral) de los antepasados- que permiten ver esa sucesión de vidas como parte de un conjunto superior, que las aglutina y da sentido, un personaje colectivo -la raza, la tribu, la familia- que es el protagonista último del libro. Lo que quería captar con su proyecto -escribe uno de los personajes dando, a mi juicio, la clave de la propia voluntad de la autora, del propósito último de este Volver a casa- era la sensación del tiempo, de haber formado parte de algo que se remontaba hasta tan atrás en el pasado y tenía tal magnitud que se hacía fácil olvidar que ella y él y todos los demás existían dentro de ese algo. 

De este modo, y siguiendo a los descendientes de Effia y Esi, por la novela discurren la ¿plácida? vida en la selva de los pueblos africanos antes de la colonización, las guerras tribales (una de las dos ramas familiares pertenece a la etnia fante y la otra al grupo asante, enfrentadas entre sí), la brutal “conquista” blanca (sobre todo británica y estadounidense), la esclavitud (que es el tema principal del libro y que se muestra en sus diversas manifestaciones: las crueles y descarnadas del tráfico de seres humanos y la explotación en las minas y los campos de algodón, y las más sutiles pero igualmente despreciables derivadas de la opresión de los negros en la sociedad norteamericana actual), el negocio del cacao, la tantas veces intolerante y despiadada labor de los misioneros, la dolorosa e injusta realidad de las plantaciones de algodón del sur de Norteamérica, la difícil vida en las ciudades del Norte tras la emigración masiva de negros después de la Guerra de Secesión, la asesina Ley de Esclavos Fugitivos, la segregación y los guetos, Harlem y el jazz, las primeras independencias de países africanos, los movimientos reivindicativos en defensa de los derechos civiles y por el reconocimiento de la dignidad e identidad afroamericana, la devastadora aparición de la droga entre la población urbana negra o los conflictos raciales contemporáneos, en un completísimo retrato del trágico devenir de esa raza desde su primer contacto con el hombre blanco. Y todo este recorrido lo plantea la autora llevando a sus personajes por diferentes “localizaciones”: Ghana, tanto en su costa (la citada Costa del Cabo) como en los poblados del interior, Inglaterra y Estados Unidos, y en este último caso, deteniéndose en escenarios variados como Alabama, Baltimore, la terrible Pratt City o Nueva York, algo más que meros telones de fondo descritos con convicción y verosimilitud, con precisión y rigor históricos, y con una indudable y sobresaliente labor de documentación. 

El principal nexo común a todas las historias es el de la esclavitud. Desde 1764 hasta nuestro presente, Volver a casa nos muestra sucesivamente, en las dos orillas del Atlántico, la connivencia de algunas etnias africanas con los blancos, combatiendo contra los suyos para proveer de “material” a los barcos negreros, el despiadado hacinamiento de seres humanos en el fuerte del castillo de Costa del Cabo antes de su traslado (tal y como podéis comprobar en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña) al otro lado del océano, las duras condiciones del viaje a América, en el que perdían la vida miles de esclavos, la explotación en los campos de algodón sureños, el sometimiento laboral y humano -de facto- de los negros liberados aún después de la abolición -solo de iure- de la esclavitud, la discriminación racial en la sociedad estadounidense del presente y, en general, el miedo, el dolor, el sufrimiento, la relegación y la injusticia que todavía padece esa raza en nuestros días. 

Y el sobrecogedor desvelamiento de esta terrible realidad lo lleva a cabo Gyasi sin maniqueísmo ni molestos subrayados. No hay negreros maléficos ni angélicos héroes negros. Los personajes se construyen con profundidad y hondura, son ambiguos, presentan claroscuros, están -como todos nosotros- llenos de contradicciones y sufren por ello, como queda de manifiesto en esta reflexión de un africano: En la costa de la tierra de los fante hay un lugar que se llama el castillo de Costa del Cabo. Allí es donde metían a los esclavos antes de enviarlos a Aburokyire: América, Jamaica. Los comerciantes asante llevaban allí a los cautivos. Había intermediarios fante, ewe y ga que los tenían presos un tiempo y después los vendían a los británicos, a los holandeses y a quien pagase el mejor precio en aquel momento. Todo el mundo tenía su parte de responsabilidad. Todos la teníamos… y la tenemos

Esta inteligente propuesta moral, compleja y llena de matices, se corresponde con el dual juego de espejos al que antes aludía. En mi aldea hay un dicho sobre las hermanas separadas: son como una mujer y su reflejo, condenadas a vivir en lados opuestos de un mismo estanque, se dice en un momento del texto. Las dos hermanas que sostienen de este modo especular la genealogía familiar operan como metáfora de otros dualismos que afloran en la obra, de otras realidades que a la vez se enfrentan y complementan, se entremezclan y confunden, se separan y superponen: blancos frente a negros, África frente América, los fante frente a los asante, las “abiertas” poblaciones de la costa frente al interior más cerrado en sí mismo y en sus tradiciones y rituales, los hombres frente a las mujeres (la novela es claramente feminista -aunque sin reduccionismos simplistas-, con un poderoso dibujo de los personajes femeninos, más fuertes, más resistentes, más enteros, más coherentes con su misión en el mundo), bondad frente a maldad, y, sobre todo, peripecia individual frente a conciencia colectiva. 

Porque precisamente esta última noción, la de la relevancia del intemporal sentimiento comunitario por encima de las perecederas existencias personales, configura otro de los temas destacados del libro, el de la identidad y el sentimiento de pertenencia, otro hilo conductor que anuda las vidas de los personajes, tanto los que logran participar en algún momento de esa conciencia -los menos- como los que carecen de ella o la han perdido, desarraigados y extraños ya en todas partes, incapaces de volver a casa. No podemos regresar, no podemos volver a un lugar en el que jamás hemos estado. Ese lugar ya no es nuestro, dice uno de los miembros de la familia. Y Marjorie, el último eslabón de una de las ramas familiares, estudiosa, posgraduada en Estados Unidos, señala cuando visita una Ghana que apenas conoce: En cuanto bajo del avión, la gente se da cuenta de que soy como ellos, pero que también soy distinta. No encajo aquí ni allí

Por último, quiero destacar otra “línea de fuerza” de la novela, la que enfatiza la importancia de las narraciones, del contar, del relato. La historia es contar historias, leemos; y también ¿De quién es la versión que no me han contado? ¿Qué voz fue silenciada para que ésta se oyese? La Historia es, pues, el relato que cuenta el que tiene el poder, y la voluntad de Yaa Gyasi es dar voz -y dar, por tanto, poder- a quien no lo tiene ni lo ha tenido, a quien ha sido silenciado, al que sufre, al paria, a las víctimas, a los sacrificados en el cruel torbellino de esa Historia oficial que desprecia a quienes “pierden”. 

En fin, por esta multiplicidad de focos de interés y, sobre todo, por tratarse de una narración arrebatadora, llena de emoción, apasionante, conmovedora, estimulante y hermosísima os recomiendo Volver a casa de Yaa Gyasi, uno de cuyos personajes, que vive en el Harlem de los años treinta, canta el ya clásico I loves you Porgy, un tema de la ópera de los hermanos Gershwin, Porgy & Bess, cuyos protagonistas, como es sabido, son todos negros. De las muchas interpretaciones que se han registrado de este muy conocido standard os dejo con la inmejorable y sentida versión de Nina Simone.

El olor era insoportable. En un rincón, una mujer lloraba con tal desconsuelo que las convulsiones podrían haberle partido los huesos. Era lo que querían. El bebé se había hecho caca encima y Afua, su madre, no tenía leche. Estaba desnuda, salvo por el pequeño retal que los tratantes le habían dado para secarse los pezones cuando le goteasen, pero no habían calculado bien: no alimentar a la madre significaba que tampoco había comida para el niño. Pronto empezaría a llorar, pero las paredes de adobe absorberían el sonido, amortiguado por el lamento de los cientos de mujeres que lo rodeaban. 

Esi llevaba dos semanas en el calabozo de mujeres del castillo de Costa del Cabo y había pasado allí su decimoquinto cumpleaños. El anterior lo había celebrado en el corazón de la tierra de los asante, en casa de su padre, Gran Hombre. Como él era el mejor guerrero de la aldea, todo el mundo había acudido a presentar sus respetos a la hija, cada día más hermosa. Kwasi Nruro había llevado sesenta ñames. Ningún otro pretendiente había ofrecido nunca tantos hasta entonces. Esi se habría casado con él durante el verano, cuando el sol estaba alto y lucía durante más tiempo, cuando se recolectaba el vino de palma y los niños más avezados trepaban a las palmeras abrazándose al tronco para arrancar los frutos que allí los esperaban. 

Cuando quería olvidarse del castillo pensaba en todo aquello, aun sin esperar ninguna alegría. El infierno era un lugar hecho de recuerdos donde hasta el último instante de belleza atravesaba el ojo de la mente para precipitarse luego al suelo como un mango podrido, perfectamente inútil, inútilmente perfecto. 

Un soldado entró en la mazmorra y se puso a hablar. Tenía que pinzarse la nariz para no vomitar. Las mujeres no le entendían. No parecía enfadado, pero ellas habían aprendido a retroceder siempre que veían aquel uniforme, la piel del color de la pulpa de coco. 

El soldado repitió la frase en voz más alta, como si el volumen indujese a la comprensión. Impaciente, se adentró en la sala. Pisó un montón de heces y soltó un reniego. Arrancó al bebé de los brazos de Afua, y ésta rompió a llorar. La abofeteó, y la mujer calló. Un reflejo aprendido. 

Tansi estaba sentada al lado de Esi. Se habían conocido en el trayecto hasta el castillo y, ahora que ya no pasaban jornadas enteras caminando ni les hacía falta hablar en voz baja, Esi tenía tiempo para conocer mejor a su compañera de viaje. Tansi era una joven robusta y fea que acababa de cumplir los dieciséis. De complexión gruesa, estaba construida con un armazón sólido. Esi tenía la esperanza -aunque casi no se atrevía a desearlo- de que pudieran permanecer juntas más tiempo. 

-¿Adónde se llevan al bebé? -preguntó Esi. 

Tansi escupió en el suelo de arcilla y removió la saliva con el dedo para crear un bálsamo. 

-Seguro que lo matan -respondió. 

El bebé había sido concebido antes de la ceremonia de matrimonio de Afua y, como castigo, el jefe de su aldea la había vendido a los tratantes. El día que llegó al calabozo, Afua le había contado a Esi que estaba segura de que se había cometido un error y de que sus padres acudirían a por ella. 

Al oír las palabras de Tansi, Afua se echó a llorar de nuevo, pero fue como si nadie la oyera. Esas lágrimas eran algo habitual: todas las mujeres las derramaban; fluían hasta que la arcilla que tenían debajo se convertía en barro. Por las noches, Esi soñaba que, si todas lloraban a un tiempo, el lodo se convertiría en un río que las arrastraría hasta el Atlántico. 

-Tansi, por favor, cuéntame un cuento -suplicó Esi. 

Pero entonces las interrumpieron una vez más. Los soldados entraron con las mismas gachas pastosas que les habían dado en la aldea fante donde Esi había estado presa. Había aprendido a tragárselas sin tener arcadas, porque era el único alimento que les proporcionaban y pasaban más días con el estómago vacío que lleno. Sin embargo, parecía que aquella pasta recorría su interior sin detenerse. El suelo estaba cubierto de los desechos de todas las mujeres; el hedor era insoportable. 

Yaa Gyasi. Volver a casa

miércoles, 22 de mayo de 2019

NINO HARATISCHWILI. LA OCTAVA VIDA (PARA BRILKA)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Como sabéis quienes nos seguís habitualmente, en este mes de mayo, y con las vacaciones de verano ya en el horizonte, nuestro programa quiere adelantarse a ese largo tiempo de ocio y descanso, tan propicio para el viaje, con varias propuestas de lectura cada una de las cuales pertenece a la literatura de uno de los grandes continentes del mundo, para así incentivar en vosotros el ansia de movimiento, de búsqueda de experiencias y de aventura. En todos los casos se trata de libros no centrados específicamente en el viaje pero que, aparte de su interés literario intrínseco, permiten conocer, siquiera de un modo menor, lateral o accesorio, la realidad de sus respectivos países de origen, razón por la cual quizá pueden, como digo, contribuir a despertar el deseo de visitar in situ el escenario de las distintas tramas argumentales. Hasta ahora han comparecido en nuestras emisiones el continente americano, que protagonizó el espacio hace quince días con la Venezuela de Karina Sainz Borgo y La hija de la española, y la semana pasada con las praderas del Far West de Estados Unidos de la espléndida Oeste, de Carys Davies. Le toca el turno ahora a Europa, una Europa no carente tampoco de exotismo -podréis comprobarlo dentro de un rato-, como es la que se muestra en La octava vida (para Brilka), el novelón -más de mil páginas- publicado por la georgiana Nino Haratischwili en 2014. El libro apareció en nuestro país el pasado 2018 en la editorial Alfaguara, en traducción del alemán -idioma en el que fue escrito- de Carlos Fortea. Dramaturga y directora de teatro, la para mí desconocida autora es una figura destacada de la literatura en Alemania, gracias a la obra que ahora os presento, que la convirtió en una revelación fulgurante al obtener numerosos premios en su país de acogida y acumular desde su publicación infinidad de traducciones.

La novela ofrece numerosos motivos para el disfrute, que surgen de los cuatro o cinco ejes sobre los que giran su estructura y su planteamiento narrativo y que a continuación quiero comentaros. Estamos, en primer lugar, ante una apasionante saga familiar, la de los Dzhashi, cuya historia se nos cuenta a partir de las vidas de ocho personajes pertenecientes a seis generaciones diferentes, la primera de las cuales, centrada en torno a un legendario “fabricante de chocolate” que luego os presentaré, hunde sus raíces en el siglo XIX, y la última, la de la Brilka del título, una chica joven, nacida en 1993, llegando hasta principios de nuestro siglo. En segundo lugar, La octava vida tiene un extraordinario valor desde un punto de vista histórico y hasta documental -aunque nos hallamos, sin ningún género de dudas, ante un texto de ficción, ante una novela-, pues, en paralelo al desarrollo de las peripecias de la familia protagonista, el libro permite al lector conocer la evolución de una sociedad, la rusa en general y la georgiana en particular, que durante el siglo XX ha experimentado episodios y acontecimientos esenciales en la historia de la humanidad, ha vivido crisis y revoluciones trágicas y muy cruentas, y ha visto crecer en su seno ideologías y movimientos, corrientes políticas y tendencias sociales que han cambiado el mundo irremisiblemente. La octava vida es también, así, un muy fidedigno relato de casi cien años del comunismo soviético, de sus excesos, de sus lacras, de sus miserias, de sus crímenes, equiparables -al menos- en cantidad y crueldad a los perpetrados por la más difundida barbarie nazi, tantas veces comentada en este espacio. En otro plano, el estilístico, la novela interesa por su muy jugosa reflexión sobre la necesidad del ser humano de narrar y escuchar narraciones, sobre la importancia del “contar historias”, y, en ese mismo sentido, por la fecunda aportación que supone, en sus desbordantes páginas, a la construcción de un inmenso tapiz de cuentos que se entrelazan e imbrican, en una significativa metáfora -la vida como relato- de la existencia humana. Por último, y también en este ámbito estrictamente literario, hay rasgos que emparentan La octava vida con el realismo mágico, pudiendo encontrar en sus páginas ecos de García Márquez o Isabel Allende.

La octava vida cuenta la trayectoria de la familia Dzhashi a lo largo de seis generaciones. En un relato que abarca más de cien años, ocho personajes principales, un hombre, Kostia, y siete mujeres, Stasia, Christine, Kitty, Elene, Daria, Niza -que es la voz narradora del libro- y Brilka, que no llega apenas a comparecer, pues ella, la más joven, es el futuro que se abre, la octava vida aún por hacer y que cierra una estirpe de muy convulsa historia, atraviesan el siglo recorriendo Europa entera -Londres. Viena, San Petersburgo, Moscú, Praga, Berlín, Tiflis y otros lugares de Georgia- desde el domicilio familiar, una Casa Verde “primordial” que se nos muestra con una carga simbólica casi de leyenda. La narración imbrica las vicisitudes afectivas, sentimentales, amorosas e íntimas de los Dzhashi con, como se ha dicho, los terribles sucesos del siglo, repletos de barbarie y horror. Lo tortuoso del mundo exterior se pone en paralelo a las dificultades y pesares de las existencias individuales (en nuestra familia nadie había podido construir una felicidad duradera). La aún joven Niza, nacida en 1973, tataranieta del “fabricante de chocolate”, reconstruye la historia familiar a partir de relatos orales de sus longevos parientes, en una sucesión de peripecias de imposible síntesis en la corta extensión de esta reseña, infinidad de cuentos -todos “reales” aunque en muchas ocasiones tocados por una atmósfera de magia y misterio- que aproximan al libro a la libérrima y fecunda creatividad de Las mil y una noches, cuya referencia aparece de manera explícita: Aquella Stasia normalmente tan parca en palabras se convertía en Sherezade, y me llevaba, con los más increíbles colores, a un mundo escondido. Con un lenguaje florido, con dramáticos puntos culminantes y emocionantes giros, modulando la voz para interpretar distintos papeles, convertía el pasado en presente.

La historia comienza cuando Niza recibe el “encargo” de buscar a su sobrina Brilka, de tan solo doce años, que ha huido sola en dirección a Viena para indagar o resolver uno de los múltiples misterios familiares. Desde ese presente de 2006, en el que se abre el libro -y en el que también se cierra, en un movimiento circular muy literario-, Niza vuelve atrás y adelante en el tiempo dando cuenta de los más importantes momentos de la intensa existencia del clan. Comparecen así su hermana Daria, madre de Brilka; la algo desequilibrada madre de ambas, Elene; el feroz y a la vez entrañable abuelo, Kostia, militar y alto cargo del poder soviético; la tía abuela Kitty, atrevida y de temperamento artístico; la bisabuela Stasia, llena de misterio y con poderes casi sobrenaturales; la hermanastra de esta última, la bella Christine, de existencia trágica; e incluso, en pinceladas episódicas, en leves y esporádicos apuntes, el gran patriarca innominado, el chocolatero creador, en su próspero negocio decimonónico, de una receta de la salutífera bebida capaz de servir de apoyo y llenar de energía a quienes la consumen, pero también de alterar sus personalidades y provocar en ellas todo tipo de aciagas desgracias. Un chocolate que se constituye en una especie de motivo recurrente, una suerte de hilo conductor que irá enlazando los distintos momentos de la saga.

A lo largo del libro asistimos, pues, a todo tipo de episodios: hay noviazgos y matrimonios, adulterios y amores clandestinos, hay bailes de la alta sociedad y bodas con oficiales del ejército, hay éxitos y reveses profesionales, hay una carrera artística brillante, hay personajes que graban discos y otros que hacen películas, hay héroes de guerra y represaliados por su rebeldía, hay violaciones y torturas, hay asesinatos y suicidios, hay alegrías y sinsabores, hay espías y desertores, hay viajes, hay exilios, hay aislamiento y reclusión voluntarios y deportaciones forzosas, hay entrañable cariño familiar y desapego y frialdad y soledad incluso entre parientes, entre esposos. Hay fantasmas, hay canciones, hay erotismo y ternura, hay infinidad de lágrimas vertidas, hay muertes, muchas muertes, millones de muertes en La octava vida. Hay quien una noche sale volando sin alas, hay quien busca a Dios, hay alguien a quien le arrancan el corazón. Y una abuela que baila un pas de deux a los ochenta y tres años, e infectados de amor como un veneno, y un apuesto teniente vestido de blanco y rojo, y una celda de prisión, y una siniestra y terrible mesa de operaciones. Y flotando por encima de todo ello, el aroma del chocolate caliente, el mágico bebedizo de poder transformador. Entre esta sucesión aparentemente heteróclita de sucesos y acontecimientos, sobresale el talento de la narradora para contar historias, en primer lugar desde el punto de vista formal, en tanto que los “lances” descritos fluyen con naturalidad sin que el desorden o las divagaciones, las distracciones estériles o los puntos de fuga confusos comparezcan y dificulten la lectura, antes al contrario, hay una enorme destreza en Haratischwili al entrelazar momentos y personajes y niveles narrativos, hechos, anécdotas, incidentes y episodios diversos.

Pero el “contar historias” está presente también en un nivel más teórico, más metaliterario, podríamos decir. La novela entera es una reflexión acerca del acto de narrar, de la importancia de los relatos en nuestra manera de habitar el mundo. La octava vida está así surcada por infinidad de pensamientos, digresiones y comentarios sobre el valor de la invención, de las palabras, sobre la necesidad de dar orden y forma y estructura a la dispersión y la multiplicidad de experiencias de nuestras vidas a través de los relatos: Me di cuenta de que, más que ninguna otra cosa en el mundo, quería hacer exactamente lo que aquella mujer ciega y sin embargo tan visionaria estaba haciendo en ese momento: reunir lo que estaba separado. Reunir los recuerdos ajenos, que solo tendrían sentido cuando de las muchas partes sueltas surgiera un conjunto.

Niza -y con ella su creadora- está poseída por la pasión de las palabras, por la poderosa fuerza de la narración. Ya no se trataba de qué escribía y cómo, lo principal era que lo hacía para no perder la razón, para olvidar, para trasladarme a unos tiempos lejanos y una vida ajena, únicamente para huir de la mía. Sumergida (Sus frases eran para mí como fórmulas mágicas con las que me sumergía en otro mundo, un mundo que no conocía, que estaba en algún sitio muy, muy remoto y del que solo Stasia tenía la llave) en los relatos de sus antepasadas -en la novela son, sobre todo, las mujeres quienes cuentan: Mi gran contadora de historias, mi bisabuela, que veía fantasmas y los mezcló en mis sueños- Niza enlaza historias ajenas y propias (Quizá ese día entendí exactamente que en mi corta y banal historia habían entrado ya muchas historias ajenas, que habían ocupado su lugar junto a mis propios pensamientos y recuerdos, historias que recopilaba y con las que crecía) hasta el punto de acabar confundiéndose con ellas, siendo ella misma historia, palabras: Así que para mí mi vida empieza exactamente ahí, exactamente en el año 1900, cuando Stasia vino al mundo en uno de los inviernos más fríos que se recuerdan. Entonces nací yo, exactamente igual que tú, Brilka. Mi infancia no comienza en 1973, no, sino mucho antes, llega mucho más hondo. Mi infancia, el tiempo en que me creía libre y feliz (…) son esas historias. Allí donde comienzan, empiezo yo. Todos esos pueblos, ciudades, casas, personas…, todas ellas son parte de mi infancia. Tanto la revolución como la guerra, tanto los muertos como los vivos. Todas esas personas, todos esos senderos vitales y esos lugares se quedaron tan grabados a fuego en mi cerebro, se hicieron tan presentes en él, que nací con esas personas y esos acontecimientos (…) Pronto, esperaba, sería capaz de contarlas por mí misma, de volver a contarlas, a contemplarlas.

El impulso vital que mueve a la narradora es el narrar, contar la inmensidad de la vida, trasladar al papel la infinidad de pequeños detalles que configuran el dolor y el gozo de la existencia, “cantar” la vida: Tal vez debiera cantar a la vida -escribe- La vida tal como era. La vida llena de asesinos, de aulas, de engañados y abandonados por el camino, llena de palabras que ya no tenían sentido, llena de milagros y de azares, llena de besos y de aversión.

Y como corolario de esta poderosa idea principal, otra no menos sugerente: la literatura -y la vida- entendidas como un tapiz, un gigantesco y valioso tapiz que debemos interpretar a la vez que lo vamos construyendo, un rompecabezas, un mosaico que tenemos que descifrar. ¿Era realmente la vida como un tapiz, cuyo diseño había que aprender a leer?, escribe Niza, en una reflexión que se repetirá de manera recurrente a lo largo de todo el libro. La vida -como los libros- está hecha de fragmentos, de personas, de lugares, de vivencias, de encuentros, de experiencias, de sucesos, de pérdidas, de recuerdos, también de fantasmas, de invenciones, de quimeras, y vivir es, en cierto modo, intentar unir esas piezas, darles sentido, crear algo parecido a una forma reconocible, dotar de coherencia a lo que no son más que hilos sueltos. Esa metáfora, la del tapiz, es, pues, otro de los grandes ejes temáticos de la novela, como puede percibirse en esta larga cita:

Un tapiz es una historia. En él se ocultan a su vez otras innumerables historias. Ven, con mucho cuidado, cógete de mi mano, así, bien, ahora mira, ¿ves el dibujo?
Yo miré fijamente los ornamentos de colores sobre la superficie roja.
—Todo esto son hilos individuales. Cada hilo es una historia, ¿me comprendes?
Asentí con devoción, aunque no estaba segura de entenderla.
—Tú eres un hilo, yo soy un hilo, y juntas somos un pequeño adorno, y al juntarnos con muchos otros hilos damos un dibujo como resultado. Todos los hilos son distintos, de distinto grosor o finura, de distintos colores. Los patrones son difíciles de descifrar de uno en uno pero, si se contemplan en su conjunto, nos ofrecen muchas cosas fantásticas. Mira aquí por ejemplo. ¿No es maravilloso? ¡Ese ornamento es sencillamente fabuloso! A eso se añaden el grosor y el número de los nudos, las diferentes estructuras de color…, todo eso da como resultado la textura. Creo que es una buena imagen. En los últimos tiempos, pienso mucho en esto, y a menudo. Los tapices están tejidos con historias, así que hay que guardarlos y cuidarlos. Aunque este haya permanecido años almacenado como pasto para las polillas, ahora tiene que revivir y contarnos sus historias. Estoy segura de que también nosotras estamos entretejidas en él, aunque nunca lo habríamos supuesto.

Esta compleja construcción novelesca, este artificio literario con el que la autora desarrolla su relato a la vez que ejemplifica el valor de la ficción, se presenta en paralelo a la descripción de la realidad circundante, de la existencia de un siglo cuyo transcurso atraviesan las distintas generaciones de la familia protagonista. La conjunción entre estos tres planos del libro -la narración propiamente dicha, lo metaficcional y la crónica histórica- se adelantan ya al inicio de cada uno de los cientos de epígrafes que integran los ocho capítulos del libro -siete en realidad, ya que el relativo a Brilka permanecerá abierto, aún por escribir-, pues todos ellos se abren con citas de escritores o políticos, letras de canciones o fragmentos de poemas en un muy bien hilado vínculo que conecta la trama novelesca con el mundo externo a ella, guiando al lector por el doble camino de la ficción y la realidad en un proceso en el fondo inseparable.

Lo realista, lo documental, pues, el recorrido por una vertiente de la historia que nos resulta menos conocida que otros episodios de similar entidad más divulgados, constituye otro de los grandes alicientes del libro. Hablo, ya se ha dicho, del pavoroso siglo XX vivido en la Unión Soviética, cuyas vicisitudes, quizá por el secretismo y la cerrazón inherentes a un férreo régimen dictatorial, quizá por la lejanía y la vasta extensión -en gran parte “oriental”- del inmenso país, no forman parte, como sí lo hacen los trágicos acontecimientos de la crueldad nazi, de nuestra memoria colectiva. En resumidas cuentas y en fórmula reduccionista: cualquier escolar español, cualquier ciudadano medio de nuestro país -no hablo de los “cultivados”-, conoce bien a Hitler mientras que el nombre de Stalin apenas le “suena”. Y desde ese punto de vista la novela que hoy os presento interesa sobremanera, pues permite conocer una realidad ignorada o, si no, injustamente mitificada. Por La octava vida pasan la revolución del 17 y la toma del Palacio de Invierno; la defenestración de los zares; la llegada del comunismo al poder; las cruentas disputas entre facciones y bandos rivales -bolcheviques y mencheviques, marxismo, leninismo y troskismo-; la participación de la Unión Soviética en la primera guerra mundial; la general pobreza y las devastadoras hambrunas; los privilegios de una clase política alejada del pueblo; la burocracia implacable; los planes quinquenales y la colectivización; las ancestrales y recurrentes guerras independentistas del Cáucaso; los persistentes conflictos con la infinidad de pequeñas repúblicas unidas tan solo como consecuencia de la “eficacia” de un régimen de terror; las purgas y el exterminio de los enemigos políticos -entendiendo por tal a cualquier sospechoso de la menor disidencia-; el gulag; la ambigua participación rusa en segunda guerra mundial, aliada de Hitler primero, enemiga feroz más tarde; la ya legendaria batalla de Stalingrado (que ya mencionamos aquí al presentar Vida y destino, la obra maestra de Vasili Grossman); las brutalidades durante la “liberación” de los países ocupados, con las violaciones y la represión consiguientes; las interioridades de la política soviética tras la contienda; el temible KGB; la conferencia de Yalta; la guerra fría y Jrushchov y su famoso zapato esgrimido como “arma” en las Naciones Unidas; el férreo control sobre los países del “Telón de acero”; los atisbos de rebeldía y libertad en Hungría, en Checoeslovaquia, la primavera de Praga, sofocados con violencia; las primeras tibias y tardías muestras de desconfianza de los intelectuales occidentales ante el “inmaculado” mito comunista; los sucesivos dirigentes que cruzaban, más o menos siniestros, las imágenes de los telediarios a partir de los años setenta y que nos resultan familiares a quienes ya tenemos una cierta edad: Brézhnev, el efímero Andrópov, el aún más fugaz Chernenko, Gorbachov y su perestroika y la caída del comunismo. En definitiva, un siglo entero de la Rusia soviética, salpicado con numerosos ejemplos de las especificidades del “régimen” en Georgia, cuya realidad, cuyas ciudades, cuyas gentes, cuyos paisajes y costumbres y gastronomía permean el libro; no en vano el propio Stalin y Beria -el implacable y sanguinario Pequeño Gran Hombre de la novela-, ambos sátrapas despiadados, eran georgianos. Y es que este retrato de cien años de la dictadura soviética se hace también, más allá de la enumeración de hechos y personajes, a través de una muy vívida descripción del terror. Por debajo de la narración de todos estos acontecimientos aflora el horror, la destrucción sistemática por parte de un régimen desalmado y corrupto, taimado y asesino, de millones de seres inocentes, gentes que, embaucadas y engañadas, cuando no sometidas violentamente, entregaron su vida a una causa fraudulenta y falsa (Todo eran espejismos, ilusiones. Y para eso hemos dado nuestra vida, dice uno de los personajes; y también: He vivido una vida entera para el Estado). La inhumanidad del feroz estalinismo impregna tristemente -de modo directo y frontal o tangencial y oblicuo- las biografías de todos los protagonistas de la novela, en una nueva constatación -ahora desde una perspectiva distinta a la habitual- de la obstinada pervivencia del mal entre la especie humana: Se acordó de la guerra. Se acordó del gulag. Se acordó de la deshumanización que había vivido y que, al parecer, era tan fácil de aceptar, como si la verdadera naturaleza del ser humano fuera lo inhumano. Pese a ello, pese a la mucha desgracia narrada, La octava vida es, en el fondo, un libro optimista, lleno de ilusión y esperanza, de los que el personaje de Brilka, con su existencia aún por hacer, con todas las posibilidades y todos los logros todavía a su alcance, es un ejemplo paradigmático. Tuvo una sensación -leemos, en este sentido, en un momento del texto- de dicha estupefaciente, abrumadora, única; pura y viva alegría de ser una con el mundo. Un mundo en el que, en algún sitio junto al frío mar, la esperaba un hombre enamorado, y en el que sería posible ofrecer al hijo de ambos una vida hermosa, protegida, feliz.

Sin tiempo ya para más comentarios, dejo aquí un breve apunte, ya anticipado, sobre la dimensión fantástica o mágica de la novela, presente sobre todo en el hilo conductor del chocolate de milagrosas y equívocas propiedades (juró aprenderse la receta de memoria y destruir la nota. Y cuando volvió a estar en su cama y evocó el sabor con todos los sentidos, tuvo la certeza de que con ese secreto se podían curar heridas, evitar catástrofes y deparar la felicidad), pero también en numerosos otros pasajes. He aquí una sola muestra que permite identificar, no obstante, la atmósfera de algunos episodios del libro: Las plantas lo sintieron y brotaron como enloquecidas en el jardín. Poco a poco, penetraron también en la casa. Incluso los muebles comenzaron a emitir extraños sonidos, y toda clase de pájaros celebraban sus asambleas en el tejado. Mariposas y saltamontes asediaban la casa, gatos vagabundos paseaban a su alrededor, incluso fueron descubiertas ardillas y ratas. Como se ve, muy “garcíamarqueziano”.

En fin, son muchos los motivos por los que acercarse a esta inmensa -en todos los sentidos- novela, especialmente recomendable para los vastos días veraniegos de descanso vacacional que ya vislumbramos en el horizonte.

Como correlato musical a mi reseña os dejo ahora con Dream (when you’re feeling blue), interpretada por Frank Sinatra, uno de los distintos temas que suenan en un libro con mucha música: Pink Floyd, los Beatles, Billie Holiday, la ópera de Bellini, una romántica pieza emblemática de Grieg y las numerosas canciones de “tía Kitty”, cantante profesional en una etapa de su vida.


Me llamo Niza. Mi nombre contiene una palabra que en nuestra lengua materna significa «cielo». Za. Quizá mi vida anterior había sido la búsqueda de ese cielo que se me había dado como promesa desde mi nacimiento. Mi hermana se llamaba Daria. En su nombre está contenida la palabra caos. Aria. El hurgar y remover, el traer la confusión y no remediarla. Estoy en deuda con ella. Estoy en deuda con su caos. Siempre me sentí obligada a buscar mi cielo en su caos. Pero quizá se trata simplemente de Brilka. De Brilka, cuyo nombre no significa nada en la lengua de mi infancia. Cuyo nombre no tiene ni etiquetas ni estigmas. De Brilka, que se dio a sí misma ese nombre e insistió en que se la llamara así hasta que los demás olvidaron el verdadero.

Y, aunque nunca te lo he dicho, me gustaría ayudarte, Brilka, me gustaría tanto, a escribir tu historia de nuevo, de otro modo. Para no limitarme a decirlo, sino también poder demostrarlo, escribo esto. Solo por eso.

Debo estas líneas a un siglo que estafó y engañó a todos, a todos los que tenían esperanza. Debo estas líneas a una larga y duradera traición, que cayó como una maldición sobre mi familia. Debo estas líneas a mi hermana, a la que nunca pude perdonar que aquella noche saliera volando sin alas, a mi abuelo, al que mi hermana arrancó el corazón, a mi bisabuela, que bailó un pas de deux para mí cuando tenía ochenta y tres años, a mi madre, que buscaba a Dios… Debo estas líneas a Miro, que me infectó de amor como si fuese veneno, debo estas líneas a mi padre, al que nunca pude conocer de verdad, debo estas líneas a un fabricante de chocolate y un primer teniente blanco y rojo, a la celda de una prisión, pero también a una mesa de operaciones en mitad de un aula, a un libro que nunca hubiera escrito si… Debo estas líneas a las infinitas lágrimas vertidas, me debo estas líneas a mí misma, que abandoné mi patria para encontrarme, y me perdí cada vez más; pero, sobre todo, te debo estas líneas a ti, Brilka.

Te las debo porque mereces la octava vida. Porque dicen que el número ocho equivale a la eternidad, al eterno retorno. Te regalo mi ocho.

Nos une un siglo. Un siglo rojo. Para siempre y ocho. Estás en él, Brilka. He adoptado tu corazón. He tirado el mío. Acepta mi ocho.

Eres la niña mágica. Lo eres. Atraviesa el cielo y el caos, atraviésanos a todos nosotros, atraviesa estas líneas, atraviesa el mundo de los fantasmas y el mundo real, atraviesa la inversión del amor, de la fe, acorta los centímetros que siempre nos separaron de la felicidad, atraviesa el destino que no fue.

Atraviésanos a ti y a mí.

Sobrevive a todas las guerras. Cruza todas las fronteras. Te dedico todos los dioses y todas las coronas de flores, todas las quemaduras, todas las esperanzas decapitadas, todas las historias. Atraviésalas. Porque tienes los medios para hacerlo, Brilka. El ocho, piensa en él. En esa cifra quedaremos enredadas para siempre y podremos oírnos la una a la otra a través de los siglos.

Tú podrás.

Sé todo lo que fuimos y lo que no fuimos. Sé un teniente, una funambulista, un marinero, una actriz, un cineasta, una pianista, una amante, una madre, una enfermera, una escritora, sé roja y blanca o azul, sé caos y cielo y sé ella y yo y no seas nada de eso pero, sobre todo, baila innumerables pas de deux.

Atraviesa esta historia, y déjala atrás.



Nino Haratischwili. La octava vida (para Brilka)
 

miércoles, 15 de mayo de 2019

CARYS DAVIES. OESTE

Hola, buenas tardes. Una semana más Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro, en esta ocasión recomendándoos un par de títulos con los que queremos continuar la serie, iniciada el miércoles pasado en la Venezuela de Karina Sainz Borgo y su La hija de la española y que se desarrollará durante cinco semanas, de textos que nos lleven a cada uno de los cinco continentes del mundo. La inminente llegada del verano, que ya se insinúa en las calles estos días de mayo, despierta en todos nosotros la tentación del viaje, ante la perspectiva de las largas jornadas estivales, felices en la promesa de holganza y vacación que encierran. ¿Y qué mejor que una aventura literaria, un largo e intenso periplo sentimental e intelectual por algunos apasionantes lugares exóticos, para entretener y disfrutar estos períodos de ocio y descanso que incitan, simultáneamente, a la lectura demorada que nos retiene durante horas abismados entre las páginas de un libro y, también, a esa vehemente pulsión -que a casi todos nos mueve- hacia la huida y el descubrimiento, hacia las andanzas y el vagabundeo? 

En el caso de esta tarde nuestra “expedición” nos llevará a América, esta vez a la del norte, a los Estados Unidos más concretamente, una nación cuyo origen y cuya historia están marcados por una gran aventura, la de la conquista del Oeste, que centra -bien que de un modo no demasiado convencional- lo esencial del libro del que a continuación quiero hablaros. Las legendarias caravanas hacia el interior del continente y, más allá aún, hacia las costas del Pacífico, la valiente exploración de territorios desconocidos, la arriesgada “dominación” de las nuevas tierras, la desigual lucha contra la naturaleza y las dificultades e inclemencias climatológicas varias, el brutal enfrentamiento con los sorprendidos indígenas -y su exterminio-, el sueño de California, la atracción de lo desconocido, la decidida e irrefrenable voluntad de encontrar un asentamiento, un espacio vital propio en esos vastos espacios casi infinitos por parte de miles de familias de pioneros, están en la mitología fundadora de los Estados Unidos desde que un puñado de “peregrinos” ingleses que habían partido de Plymouth desembarcaron del Mayflower en lo que hoy es Massachusetts, creando en sus costas la colonia que acabarían por denominar con el mismo nombre que el de su ciudad de origen. 

A ese “universo” de leyenda -más allá de sus constatables y bien documentadas coordenadas históricas-, tan representado en la literatura y el cine -con el western como expresión paradigmática-, no conduce Oeste, un breve librito, una joya literaria, el magnífico y reciente debut novelístico de la escritora galesa Carys Davies. Pero el tema es tan inabarcable, sus facetas tan variadas, tan amplia la panoplia de referencias a las que se abre, que ya ahora os anticipo que a lo largo de otras emisiones posteriores del espacio os ofreceré otros cinco títulos extraordinariamente interesantes, con idéntico escenario aunque con planteamientos literarios muy distintos. 

Oeste se publicó a mediados de 2018 en nuestro país presentada por la editorial Destino en traducción de Lorenzo Luengo. Premiada escritora de cuentos y de ensayos, su autora ha sorprendido al mundo con una exquisita obra de orfebrería, una maravilla luminosa e intensa, emotiva y bellísima, concentrada en menos de doscientas páginas que se leen en un arrebato de exaltación, extasiado el lector, absorbido, hipnotizado, por la fuerza, la ternura, la tristeza, la energía, el sufrimiento, la voluntad, el sentimiento, la melancolía, en definitiva la profunda humanidad que rezuma la historia que se nos narra. 

El relato nos sitúa en Lewiston, en el condado de Mifflin, Pensilvania, poco antes de 1820. John Cyrus Bellman es un hombrón alto, robusto, con pelo y barba rubicundos, de manos y pies enormes, que se gana la vida criando mulas. Con treinta y cinco años cuida de su hija Bess, de sólo diez, tras la muerte de Elsie, su esposa, fallecida repentinamente ocho años antes de comenzar la “acción”. Bellman vive una vida modesta y sencilla, entregado a sus rutinas en el campo, ocupado de sus caballos y sus mulos. Es un hombre solitario, de escasas relaciones sociales: su hermana Julie, llegada desde Inglaterra junto con Elsie y John algún tiempo atrás; su vecino Elmer Jackson; algunos, pocos, lugareños. Provisto de una mínima educación, por encima, sin embargo, de la media en la época -sabía escribir, aunque no siempre era capaz de poner las letras en su sitio. Leía despacio pero bastante bien, y había enseñado a hacer lo propio a Bess-, un día descubre en un periódico local una noticia sorprendente que lo obsesionará: la aparición en Kentucky de unos restos fósiles desconcertantes. Unos huesos monstruosos, dientes del tamaño de calabazas, unos colmillos de longitud interminable, unos omóplatos prodigiosos, unas mandíbulas gigantescas... El animal mitológico (un animal incognitum, como se refiere en el libro) al que apuntan esos misteriosos restos invadirá su imaginación despertando su curiosidad. ¿Existirán todavía esas criaturas fabulosas? ¿Habrá aún, vagando por las praderas y los bosques, en la falda de las colinas o las cimas de las montañas de su inmenso país, algunos ejemplares de tan formidables especímenes? Inquieto, obcecado, sugestionado por tan irracional preocupación, fraguando en su interior una insensata voluntad de indagación y búsqueda, perturbado por la formidable presencia en su mente de esos seres antinaturales, se entrega durante meses a la consulta de mapas -llenos de huecos, espacios vacíos y signos de interrogación, como corresponde a lo muy elemental del conocimiento de la geografía del continente en esos días-, y a la atenta lectura de los diarios de la expedición del viejo presidente (el viaje de los capitanes Lewis y Clark entre 1804 y 1806, más de doce años antes del momento en que se sitúa la novela, encargado por Thomas Jefferson para explorar y cartografiar el territorio de las inabarcables regiones del ilimitado territorio, diez mil kilómetros recorridos en dos años y medio de aventura, atravesando Estados Unidos casi en su integridad, de costa a costa), que no hacen sino acrecentar la obstinada agitación despertada por el inopinado hallazgo de la noticia sobre los enigmáticos animales.

Y un buen día, incapaz de sustraerse al compulsivo afán que lo trastorna, decide abandonar su hogar, dejando a su hijita -a la que ama profundamente- al cuidado de la tía Julie, y lanzarse a la quimérica búsqueda de esos seres fascinantes. Haciendo caso omiso de las advertencias de sus allegados, que lo tachan de loco y le auguran un destino funesto (pues no verán tus ojos mayor necio que él. A partir de hoy lo cuento en el número de los dementes y de los perdidos. No esperes volver a verlo, y no levantes la mano para despedirlo, eso sólo servirá para envalentonarlo y hacer que piense que se ha ganado tus buenos deseos. Vamos, niña, entra, cierra la puerta, y olvídalo, le dice su tía a la pobre y apenada Bess), sin arredrarse ante las evidentes dificultades de la expedición -los obstáculos del camino, lo desconocido de la ruta, las penalidades del clima, las amenazas de los indios y de cuantos buscadores acechan en los senderos una oportunidad de lucro criminal-, sin considerar lo objetivamente absurdo e inútil de perseguir una fantasía de consecución imposible, un delirio alucinado sin finalidad razonable alguna, hace acopio de algunos mínimos pertrechos -una brújula, un cuchillo, un hacha, dos pistolas, unos anzuelos, una lima, algunos abalorios y baratijas para comerciar con los indios, un dedal y una camisa de rayas que fueron de su mujer, un tintero que sujeta en la solapa de su abrigo para poder escribir desde su montura, entre otros objetos a cual más precario e insensato- y, austero y pobre, sin dinero ni apenas pertenencias, con su fantasmagórica apariencia -inmenso, hirsuto, con un deslucido abrigo de lana marrón y un estrambótico sombrero de copa negro, una especie de chistera que se compra para la ocasión-, monta en su caballo y parte, decidido y paciente, a la aventura. 

La descripción de esta pulsión obsesiva que nace meses antes de su viaje y se mantiene durante todo su trayecto hasta el final (que no desvelaré) constituye uno de los ejes de interés del libro. Lo que había leído en el periódico le había producido un furioso palpitar en el pecho, una especie de picazón en el borde de su ser (…) ahora no había nada que ansiase más que ver con sus propios ojos a aquellas enormes criaturas, reflexiona. Y aún más: Lo único que puedo decirte es que sólo hay una cosa en la vida que quiero hacer ahora mismo y es ir allí, al oeste, y encontrarlos. Cuando, en mitad de su sacrificada aventura, Bellman rememora el desencadenante de su inconcebible inquietud, dará con una de las pistas esenciales de su irracional proceder: Sentía que perdía el equilibrio, de igual manera como le ocurrió cuando, allá en su casa, leyó por primera vez acerca de aquellos enormes huesos: cuando la mera idea de todo cuanto ignoraba le había hecho tambalearse y ser consciente de que ya no podía permanecer en su hogar. Se había visto completamente incapaz de explicárselo a nadie, ni a Julie, ni a Elmer, ni siquiera al nuevo bibliotecario, que le había ayudado a encontrar los mapas y los diarios. Ahora se preguntaba si no sería porque, a través de tan gigantescos animales, posiblemente se le había abierto como una puerta a los misterios del mundo. Y es que los monstruosos fósiles representan -para John y para la autora que los crea- precisamente eso, un atisbo de lo desconocido, de lo insondable, de lo mucho que ignoramos y quizá nos explica, el posible sentido último, pues, de una vida carente de él. 

Este sentimiento, el de superar nuestros límites, la necesidad de abandonar la plácida grisura de una existencia limitada y sin alicientes en busca de “algo” que desconocemos, que ni siquiera somos capaces de intuir, permea la obra entera, que se constituye así en una muy convincente descripción de los anhelos y esperanzas, de las ilusiones y los afanes que, superando cualquier análisis racional, mueven nuestras vidas. Más allá de la idea que uno pudiera tener del mundo conocido, siempre había cosas ahí fuera con las que no había soñado, pensará el protagonista. Y también: Ya entonces tenía un poco de esa hormigueante sensación, el vértigo; echar en falta lo que nunca había visto y tampoco conocía

Pero como un Ícaro del Oeste, abducido por un sueño imposible, empieza a comprender, quizá demasiado tarde, que el sol quema y derrite nuestras fuerzas, y que el fracaso -la caída- es la condición sustancial de nuestra naturaleza. Y así, en Bellman surgirán las dudas, que dotan de dramatismo a su aventura y la hacen hondamente humana: Sentía de nuevo el mareante peso de todo el misterio de la tierra y cuanto había en ella y más allá de ella. Sentía el resurgir de su curiosidad y de su anhelo, y al mismo tiempo sentía un temor cada vez mayor a no encontrar jamás aquello que había ido a buscar, a que los monstruos, después de todo, pudieran no estar allí. Y más adelante: Comenzaba a sentir que podía haber echado a perder su vida en aquel viaje, que tendría que haberse quedado en casa con lo pequeño conocido en lugar de ir por ahí en busca de lo inmenso por conocer

Este noble -e imposible- intento de trascender nuestra limitada y mísera y triste condición humana es despreciado por el mundo, que condena el atrevimiento de quienes no se pliegan a un conformista y convencional deambular por la vida. Los hombres, dirá una vecina en un reduccionismo simplista y tranquilizador para “explicar” la “anomalía” que Cyrus representa, sienten una especie de insatisfacción infantil hacia todo cuanto tienen, que se manifiesta al acercarse a los cuarenta años. Les hace pensar que merecen mucho más de lo que la vida les ha otorgado. Por mi experiencia diría que muchos de ellos se van con otras mujeres, o se compran un nuevo caballo o un bonito sombrero

Solo la infantil Bess, la niña inocente y esperanzada, sin filtros “convenientes” en su visión ingenua de la realidad, continuará confiando en su padre, y ello tras años de espera inútil de su retorno; su padre, un héroe casi sobrenatural, acorde a la inmensa dimensión de su grandiosa tarea, de su “misión”: En su opinión, parecía grandioso, resuelto, valeroso. En su opinión parecía inteligente y romántico y audaz. Parecía un hombre embarcado en una misión personal que lo hacía diferente del resto del mundo, y Bess decidió que, mientras su ausencia se prolongase, guardaría esa imagen que de él tenía en la mente: allá en lo alto de su caballo, con sus bolsas y sus bultos y sus armas, allá enfundado en su largo abrigo y tocado con su chistera, perdiéndose rumbo hacia el oeste. No tenía la menor duda de que lo vería de nuevo

Los sueños, la aventura, la pasión por trascender la “necesidad”, lo servil de la condición humana, la fortaleza ante la vida, la intensa presencia de la naturaleza, el sentido de la existencia, el amor, la ausencia, la fraternidad, la muerte, la esperanza, las quimeras, la locura, son algunos de los temas, pues, que afloran en esta narración sorprendente y espléndida. 

Excepcional es también la recreación de la vida en la naturaleza, del entorno salvaje del Oeste americano en el siglo XIX. Cyrus sigue el curso del Misisipi desde Sant Louis (como hiciera la expedición de Lewis y Clark), alejándose de él, no obstante, y desviándose hacia el interior en su infructuosa búsqueda del monstruo. Viviremos con él el paso de las estaciones, la esperanzada primavera, el acogedor verano, el difícil otoño, el aterrador invierno. Lo seguiremos por planicies y cañadas, por bosques y desfiladeros, por paisajes nevados y montañas infranqueables, por ríos caudalosos y secarrales inhóspitos. Lo veremos sobrevivir en ese medio hostil, aplicando un denodado esfuerzo para salir adelante en una naturaleza inclemente; lo veremos pescar, cazar, recoger fruta, dormir al raso, hacer fuego para, inútilmente, calentarse en infinidad de gélidas noches. Lo acompañaremos también en sus encuentros con las diversas gentes “del camino”, compañías más o menos fugaces en su peregrinaje: un soldado, un fraile español, un administrador de fincas holandés, el práctico de una chalana, Devereux, el vendedor de pieles. A los que van en dirección opuesta les entregará las cartas que, incesantemente, escribe a su hija (unas treinta en los primeros mil ochocientos kilómetros de su viaje). De todos estos personajes episódicos hay uno, entrañable, que lo acompañará en gran parte de su itinerario: Anciana de allá lejos, un joven indio de la etnia shawnee, de solo diecisiete años, que con sus hombros estrechos, sus piernas estevadas, su físico poco agraciado, su enigmático silencio (ninguno de los dos habla la lengua del otro), representa a la vez la resignación y la rebeldía de su pueblo estafado y “comprado” con baratijas, expulsado de sus tierras, perdidas sus raíces, su cultura, sus valores, su modo de estar en el mundo, pues todo lo habían entregado a cambio de nada. 

Esta dimensión épica de la novela junto a la recreación del paisaje y de las gentes de la América de aquel tiempo, aspectos que remiten al western, a la gran epopeya americana, también a La Odisea, el héroe que “debe” abandonar un hogar en el que se le espera -la pequeña Bess oficiando de joven Penélope-, aporta un extraordinario valor al libro y se convierten en otro de sus alicientes. 

Por último, quiero subrayar también la estructura y el estilo con los que Carys Davies presenta la extraordinaria aventura del malhadado Bellman. El relato, centrado en lo sustancial en la peripecia del protagonista, se ofrece sin embargo en una suerte de “montaje” en paralelo, con capítulos -casi todos muy cortos- que alternan distintas perspectivas: la de Elmer Jackson, que aprovecha la ausencia del vecino para urdir sus siniestros propósitos con respecto a Bess; la de Anciana de allá lejos, que asiste impertérrito a las desmesuradas y para él inexplicables andanzas del extraño hombre “rojo”; la de la viuda del herrero, que en el pueblo recuerda a Bellman con añoranza; la del bibliotecario libidinoso, acechando también el crecimiento de la joven y guapa Bess; la de la tía Julia y sus marchitas esperanzas; la de Devereux y su contradictoria mezcla de honradez e interesada astucia; y, sobre todo, los pensamientos, los presagios, la ilusión y la confianza, los deseos, la añoranza y los temores de la tierna Bess. 

Y todo ello contado con un tono de fábula, lleno de ritmo, con una prosa sencilla y que transmite una sensación de falsa ligereza, porque el planteamiento final es muy serio, denso, profundo, rebosante de emoción, sensibilidad y tristeza. Recuerda, dirá el chico indio en una suerte de corolario implícito de la novela, no existen los dioses. Sólo nos tenemos a nosotros mismos y nada más. Así, con esa melancolía, nos despediremos de unos personajes cercanos, entrañables, cuya presencia optimista y a la vez desesperanzada pero siempre cálida y casi íntima, nos ha proporcionado unas horas espléndidas. 

Como complemento musical a mi reseña os dejo con Shenandoah, una canción tradicional norteamericana de principios del siglo XIX. Vinculada a los viajeros que atravesaban en canoa el río Missouri, con referencias también a la cultura de los pueblos indígenas, aquí os la ofrezco en la versión de Bruce Springsteen. 


Cuando llegó la mañana Bellman ya estaba organizando las bolsas y bultos que llevaría consigo, arrodillado en un porche que parecía algo hundido y tenía bastantes refuerzos. 

¿Por qué, preguntó Bess, llevaba una blusa de su madre? 

La blusa de Elsie, a rayas blancas y rosas, descansaba en las enormes manos de Bellman, que se estaba preguntando en qué bolsa meterla. 

—Por la misma razón, Bess, por la que me llevo su dedal y sus agujas de tejer. 

—¿Y qué razón es ésa? 

Bellman vaciló un momento. Se miró las manos: 

—Porque ella ya no las necesita y yo sí. 

Habló entonces a Bess de los indios, de lo orgullosos que según había oído se sentían, tanto los hombres como las mujeres, al poseer aquellas bonitas prendas y aquellos útiles objetos de metal. A alguno podía atraerle la blusa de su madre, a otros sus largas agujas de tejer y su dedal de cobre. A cambio le darían toda suerte de cosas que le serían necesarias durante su viaje. 

—¿Qué clase de cosas? 

Bellman se encogió de hombros. 

—Comida. Quizá un caballo nuevo, si necesito uno. Explicaciones acerca de cómo hacer algunas cosas y qué camino es mejor tomar. 

Bess le miró muy seria y asintió. 

—¿Así que podrían decirte dónde buscar? 

—Exacto. 

Le mostró entonces un cofre de latón repleto de dedales que pensaba llevarse junto con otras cosas pertenecientes a la madre de Bess. Bess se asomó al interior y vio que había un montón de botones, abalorios y campanitas, algunos anzuelos y algo de tabaco y trozos de cinta y restos de cables de acero y un montón de pañuelos, unos cuantos recortes de tela de color y pequeños fragmentos de un espejo. 

Bess dijo que esperaba que a los indios les gustase todo aquello y Bellman dijo que él también lo esperaba. 

Le escribiría, dijo Bellman, y cuando le fuera posible daría las cartas a viajeros y comerciantes que marcharan de camino al este para que las llevasen a lugares como St. Louis o St. Charles y las enviasen desde allí. 

—Mira, hasta tengo un pequeño tintero engastado en un remache por dentro de la solapa de mi abrigo. Ni siquiera tendré que detenerme cuando quiera escribirte una carta: puedo escribirte desde mi silla, mientras cabalgo.

   
Carys Davies. Oeste

miércoles, 8 de mayo de 2019

KARINA SAINZ BORGO. LA HIJA DE LA ESPAÑOLA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que hoy quiere proponeros un título que probablemente ya conoceréis, hasta tal punto su repercusión y su éxito en medio mundo, nuestro país incluido, lo ha puesto en el escaparate de todas las librerías y en las portadas de las revistas literarias, los suplementos culturales y los programas de libros de radios y televisiones. Estoy hablando de La hija de la española, la primera novela, la excelente primera novela de la periodista venezolana aunque de padre español Karina Sainz Borgo. Nacida en Caracas en 1982, aunque “huida” del caos de su país natal -una cuestión que impregna el libro entero, esta de la lamentable situación política, económica y social de Venezuela, de tan desgraciada actualidad en estas últimas jornadas-, la autora lleva viviendo en Madrid desde hace más de diez años, con una fecunda actividad en el periodismo cultural y una viva presencia en las redes sociales. Su súbita y deslumbrante irrupción en el mercado editorial se retrotrae a la prestigiosa Feria del Libro de Franckfurt de 2017, en la que el manuscrito de La hija de la española, inédito todavía entonces en nuestro mercado literario, se vendió a más de veinte países, comprometiendo su traducción a una quincena de idiomas en las más importantes firmas editoriales del mundo. El libro apareció el pasado mes de marzo en España, dentro del sello Lumen, y desde entonces se han multiplicado las reimpresiones y las nuevas ediciones en un fenómeno de difusión con tintes virales -concitando la reacción casi unánime de crítica y lectores- poco usual en el ámbito de la literatura, al haberse desencadenado, como digo, antes incluso de su afloramiento público.

En una Caracas fantasmal y anárquica, un escenario perfilado con rasgos apocalípticos, una mujer joven, Adelaida Falcón, maestra, entierra a su madre, fallecida tras una durísima y devastadora enfermedad y con la que ha compartido la mayor parte de su vida -el padre desconocido y ausente- en una estrecha convivencia (el pegamento de los años nos soldó como a las partes de una espada con la cual defendernos la una a la otra). Su soledad sobrevenida y las insoportables condiciones en las que se desenvuelve la existencia bajo el régimen chavista -no mencionado expresamente por su nombre, aunque referencia inequívoca a lo largo del texto-, “requisada” su casa por un grupo de mujeres afines al caótico poder militar, aterrorizada por el palpable riesgo de muerte, hastiada de su país y de la mezquindad y ausencia de futuro de esa vida opresiva e infernal, busca la complicidad de una vecina, Aurora Peralta, a la que apenas ha tratado y de la que poco sabe, -que era tímida, que tenía poca gracia y que todos la llamaban “la hija de la española”, al ser su madre, Julia, también fallecida, una gallega que había emigrado con su marido a Venezuela décadas atrás. Pero la violencia imperante se ha cebado también en ella, y así, cuando Adelaida, privada de su hogar, entra en el apartamento aledaño para intentar encontrar refugio frente a las ominosas amenazas externas, se encuentra (en un lance de la trama de difícil verosimilitud, quizá la faceta más endeble del libro) con el cadáver de la mujer así como con una discreta cantidad de euros y la completa documentación de la difunta entre la que se cuentan todos los justificantes y certificados -pasaporte inclusive- que, dada la doble nacionalidad de Aurora, le permitirían el retorno a España. En medio de aquel paisaje dantesco, envuelta en su sufriente situación, la protagonista vislumbrará la oportunidad que puede abrirle una nueva vida en Europa, llevando a cabo la suplantación de la identidad de la gris, desafortunada y casi desconocida vecina.

Pero, más allá de este sucinto núcleo argumental y de su desarrollo en las poco más de doscientas páginas del libro, son muchos los elementos destacados de esta espléndida novela, entre los que sobresale, por encima del resto, la convincente, verosímil y parece que fidedigna fotografía -aunque las únicas críticas negativas a La hija de la española que yo he podido leer tienen que ver, precisamente, con esta vinculación con lo real de la obra, con su dimensión “política”, demasiado sesgada ideológicamente, al decir de algunos- de la vida cotidiana de la Venezuela de Chávez y Maduro, la totalitaria Venezuela de los últimos veinte años que ahora, por fin, parece desmoronarse.

Hay quien ha criticado el libro por su extremista toma de postura en contra del actual statu quo del país caribeño, pero la visión que trasluce como telón de fondo -y en ocasiones como elemento central- de la trama novelística es la de un espacio apocalíptico -ya se ha dicho-, por momentos distópico, a lo Mad Max, en el que imperan las mentiras y la represión del Estado, la violencia y el odio, el miedo y la muerte en las calles en una sucesión de episodios cruentos y atroces, al parecer bien documentados. La acción avanza en un marco urbano hecho de disparos, saqueos, cortes de luz, calzadas incendiadas, bombas lacrimógenas, gas pimienta, francotiradores, golpes, ruidos estruendosos, asesinatos, palizas, linchamientos, violaciones, allanamientos, robos a los muertos, detenciones indiscriminadas e injustificadas, inflación desmesurada que deja al dinero sin valor, racionamiento, falta de alimentos, hambre, suciedad, carencia de medicinas, comandos descontrolados, bandas campando a sus anchas sin límites ni frenos, vitrinas reventadas a pedradas, corrupción, pillaje, mercado negro, en una atmósfera opresiva y angustiosa, casi bélica, en un permanente toque de queda, en el que los Motorizados de la Patria, los Hijos de la Revolución, los pelotones del Ejército, los uniformados de la Inteligencia militar, los sicarios del Gabinete Revolucionario, los convoyes organizados de anónimos criminales conniventes con el Gobierno, alentados y pagados por él, imponen su arbitraria ley siguiendo las consignas emanadas de la autoridad del tiránico Comandante Presidente.

Sainz Borgo no escatima detalles en la descripción de ese crudo horror ambiental, ni ahorra tampoco sus aceradas reflexiones sobre las causas del catastrófico drama que vive su país. Son constantes las muestras de la descarnada expresión -siempre por boca de su protagonista, que narra la historia en primera persona- tanto de la tragedia de esa Caracas presa del espanto y los constantes desafueros, como de la ideología política subyacente que propicia el vandalismo y el crimen, la injusticia y el abuso, el expolio y el terror. Presentadas con frecuencia bajo la forma de “sentencias”, casi como aforismos, como brillantes fogonazos poéticos de una intensidad estilística, una potencia expresiva y un lirismo extraordinarios, en esas ácidas imágenes verbales, en ese lenguaje deslumbrante, reside gran parte de la fascinación que suscita el libro. Ahora todo se desborda: la suciedad, el miedo, la pólvora, la muerte y el hambre, genial y muy descriptivo resumen del triste estado de las cosas, como también lo es: La guerra era nuestro destino, desde mucho antes de que supiésemos que llegaría. O, a propósito de los desbordados hospitales, Hombres, mujeres y niños que esperaban su turno en la antesala de la ultratumba. Y también las muchas punzantes, agudísimas, “radiografías” de Venezuela: Ya no éramos un país. Éramos una fosa séptica; En aquel país, lo único que funcionaba era la máquina de matar y robar, la ingeniería del pillaje; País sin dientes que degüella gallinas. O, en el mismo sentido, la indefensión y la impotencia de los ciudadanos ante los atropellos y la sangrienta arbitrariedad del régimen: Nos deforestaban. Nos mataban como a perros; Alguien nos descuartizaba, nos abría en canal para hurgar sin pudor en todo cuanto llevábamos dentro; Teníamos los días contados.

Pero la desesperanzada Adelaida se entrega también a análisis más profundos, más razonados y explicativos, más expresamente ideológicos, como cuando la lúcida voz de su conciencia ahonda en el comportamiento del gobierno revolucionario: Prometieron. Prometieron que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución. Si las panaderías estaban vacías, el culpable era el panadero. Si la farmacia estaba desprovista, aunque fuera de la más elemental caja de anticonceptivos, el farmacéutico sería el responsable. Si llegábamos a casa exhaustos y hambrientos, con dos huevos en una bolsa, la culpa sería del que ese día había conseguido el huevo que a nosotros nos faltaba. Con el hambre se desató la larga lista de odios y miedos. Nos descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de distinguirlos. O cuando dibuja, de nuevo en pinceladas fulgurantes, el carácter y el estado actual de su nación: La promesa de que algún día seríamos modernos. Una declaración de intenciones. Pero también las intenciones quedaron en ruinas; Esa era la divisa patria: aparentar; Entonces podíamos permitírnoslo [el lujo, el dispendio, la riqueza dilapidada]. El petróleo pagaba las cuentas pendientes. O eso pensábamos.

Y también en las atinadas aproximaciones al carácter mestizo de una nación hecha a partir de la inmigración (Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, tenderos, comerciantes. Españoles, portugueses, italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo. Pero la ciudad comenzó a vaciarse. Los hijos de aquellos inmigrantes, gente que se parecía poco a sus apellidos, emprendían la vuelta para buscar en los países de otros la cepa con la que se construyó la suya. Yo, en cambio, no tenía nada de eso), la mezcla (un injerto entre las taras de los blancos criollos del siglo XIX y el desmelene de una sociedad en la que todos tenían su zambo y su negro en la sangre) y las contradicciones que lleva consigo el mestizaje (Un país mestizo y extraño. Hermoso en sus psicopatías. Generoso en belleza y violencia, dos de las más abundantes pertenencias nacionales. El resultado final era esa nación construida sobre la hendidura de sus propias contradicciones, la falla tectónica de un paisaje siempre a punto de derrumbarse sobre sus habitantes).

Este juego, que se insinúa en esta última cita, entre la belleza natural y la hermosura del paisaje y de las gentes caribeñas, y, por otro lado, la terrible violencia, los abusos, la injusticia, la opresión, la brutalidad que es capaz también de albergar, constituye uno de los temas fundamentales del libro, uno de los “dualismos” -hay otros, como luego se verá- en torno a los cuales se construye el relato de Sainz Borgo. Y es que, en todo momento, la novela alterna la descripción de la horrible realidad caraqueña (una ciudad en la que hasta las flores depredan) con las vueltas atrás en el tiempo, en las que la protagonista se retrotrae a sus plácidos y felices días infantiles en Ocumare, el pueblito del que procede su familia. Recreando la casa de las Falcón -la abuela, las ocho hermanas de ésta, las tías Amelia y Clara-, Adelaida huye, siquiera en el recuerdo, a un espacio de paz y alegría, un mundo ajeno al del acelerado y conflictivo avance de los tiempos (como si el siglo XIX jamás hubiera desaparecido ante la llegada del progreso), el mundo de los rituales agrícolas y ganaderos, un mundo hecho de tradiciones y cánticos y festejos y costumbres y singular y riquísimo lenguaje y ancestral cultura popular, acorde con el transcurrir de la vida, un mundo benigno, acogedor, confortable, que es el de la infancia y la familia, tan distante, por desgracia, de la oscura y agresiva y desesperante amenaza de las calles del presente capitalino, de su inhumana soledad, como puede apreciarse en este fragmento: El árbol del patio de la pensión de las Falcón era mi territorio. Me sentía libre en su rama desolada, a la que trepaba como un mono, ese lado de mi infancia que en nada se parecía a la ciudad medrosa en la que crecí y que con el paso de los años se transformó en un amasijo de alambradas y cerrojos. Me gustaba Caracas, pero prefería los días de caña de azúcar y zancudos de Ocumare a aquellas aceras sucias, llenas siempre de naranjas podridas y agua manchada con aceite de motor. En Ocumare todo era distinto. Una infancia, descrita con ciertos rasgos de realismo mágico -la cualidad de paraíso del entorno, lo excesivo, la naturaleza desbordante, las flora ubérrima, los animales, los olores, la densidad del aire, las historias exageradas, la inventiva-, que encierra también -quizá en otro rasgo de la desmesurada dimensión que alcanzan las cosas en las exuberantes regiones caribeñas, en general en toda Latinoamérica- severos atisbos de aspereza, de brutalidad, de rudeza: así el primer amor, platónico, romántico y sentimental como lo son todos a los diez años, pero en este caso experimentado hacia un joven soldado muerto fotografiado en las páginas de un periódico (con diez años ya amaba fantasmas); o el amor maduro, logrado y feliz, también, sin embargo, violento y asociado a la muerte, como aflora de modo brillante en una afilada y admirable metáfora: Así como acudían los soldados a las trincheras, embrutecidos por el anís, que es como debe saber el enamoramiento cuando resulta excesivo

Estos excursos en torno a la infancia en Ocumare albergan también otro de los motivos centrales del libro, que encaja, igualmente, en ese esquema dual ya mencionado: el conflicto entre arraigo y desarraigo, entre pertenencia y destierro. El pueblo, la familia, la tierra representan el origen, el vínculo con lo primordial, el lugar al que Adelaida “pertenece”. Pero, a la vez, basta voltear las páginas para adentrarnos de nuevo con ella en ese universo espantoso, en ese panorama de catástrofe que representa su día a día y del que intenta, por todos los medios -incluso los discutibles moralmente-, huir. Con su vida rota (La vida fue aquello que pasó. Aquello que hicimos y nos hicieron. La bandeja donde nos abrieron por la mitad como un pan a punto de crecer; un pensamiento, señala la propia Karina Sainz en una entrevista, “sugerido” por Javier Marías), extraña a su tiempo y a su país a causa de las simultáneas orfandad de la madre y traumática pérdida de la patria, destinada al lugar al que van a parar los que no pertenecen a ninguna parte, comienza a odiar el lugar en el que nací (en una significativa reflexión que se acompaña de una muy intelectualizada pero a la vez esclarecedora cita libresca: … como el Thomas Bernhard de El sótano y Tala), decidida a poner tierra -o mar, otro de los leitmotivs de la novela- de por medio. No por casualidad el destierro aparece ya en una de las citas iniciales del texto.

Tan sólo una letra separa “partir” de “parir”, piensa el personaje, y el atinado dictamen pone de manifiesto otro de los ejes nucleares del libro, la fuerza de la maternidad, la relación madre/hija, y, por extensión, la poderosa y bien subrayada presencia de las mujeres, en la novela y entre el pueblo venezolano. El fortísimo vínculo entre Adelaida y su madre que la muerte rompe al comienzo de la obra, permea el relato entero y se “recrea” -en el recuerdo de la hija- a lo largo de su transcurso. Y la forzosa ruptura de esa unión, lo es también la de una etapa vital (Sepultándola a ella cerraba mi infancia de hija sin hijos) y, en un plano metafórico, la del lazo que la ata a su país -la madre/la patria-, en una nueva manifestación del ya reiteradamente referido especular juego de contrastes.

Y la figura de la madre (a la que la autora elige soltera, no por azar, creo) opera del mismo modo como emblema de la feminidad entera, de la fortaleza, la decisión, el vitalismo, la energía, el ánimo, el ansia de libertad con los que las mujeres sacan adelante a los suyos en aquellos entornos durísimos, hostiles. La hija de la española es una novela de mujeres, desde las ancianas Falcón, reinas de un mundo en trance de morir, pasando por los muy bien perfilados caracteres de madre e hija, de una reciedumbre y un vigor ejemplares -juntas o por separado- (éramos pequeñas y venosas, casi nervadas, acaso para que no nos doliera si nos arrancaban un trozo o incluso la raigambre entera. Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra), hasta, en general, las venezolanas todas, descritas -de nuevo con agudeza y esclarecedora precisión- en un párrafo espléndido: Ese país donde las mujeres siempre parieron y criaron solas a los hijos de los hombres que ni siquiera se tomaron la molestia de ir a comprar tabaco para no volver.

No quiero cerrar esta reseña sin referirme, siquiera brevemente, a otros aspectos a resaltar en este por tantos motivos interesante libro, como por ejemplo la omnipresencia en él de la muerte -real o metafórica-, las referencias al mar, patente ya desde la dedicatoria, y, por último, el, a mi juicio, muy estimable estilo literario.

En relación a la muerte, resulta significativo que, la novela dé comienzo en un cementerio, marcando así, pues, ya desde el principio, un esclarecedor hilo temático. Muere la madre, pero muere también Aurora, y murió -narrado en el recuerdo- el gran amor de Adelaida, y mueren por doquier los ciudadanos en las calles (La gente muere, por su culpa o a manos de otro. Pero muere. Y eso es lo único que importa), en las portadas de los periódicos (Los días fueron acumulándose como los muertos en los titulares), y hasta los vivos están muertos (Amábamos a gente muerta). Una muerte que no sólo se muestra en su cruda vertiente literal, sino también en la no menos cruel de la metáfora: los macabros rituales funerarios (las chicas que se encaraman al ataúd), la destrucción del hogar de la protagonista, la disolución de sus recuerdos -la vajilla familiar, las fotos, los libros-, el abandono de la propia vida en la huida y el cambio de identidad. En este país nadie descansa en paz. Nadie, sentencia Adelaida, en una aparente y reveladora paradoja: tanta muerte y nadie halla el sosiego…

El mar está presente también desde la cita inicial (Porque todas las historias de mar son políticas y nosotros trozos de algo que busca una tierra), siendo constantes las alusiones en el texto -de nuevo las frases brillantes, rotundas, como aforísticas-: El mar redime y corrige, engulle cuerpos y los expulsa; e, igualmente, todo mar es un quirófano donde un afilado bisturí desgarra a quienes nos atrevemos a cruzarlo; o, ese mar donde alguien siempre dice adiós, referidas al Atlántico, con la alusión al océano que atravesaron en un sentido los españoles y europeos emigrados -el abuelo de Karina Sainz Borgo así lo cruzó en barco tras la guerra civil- y en el otro lo hacen ahora sus hijos y nietos, los desterrados, los huidos del horror que marca a fuego una sociedad mestiza, hecha con el esfuerzo de muchos, gentes que en sus países había sido olvidada y que vivía ahora amalgamada entre nosotros. El mar que une y separa, el mar que lleva y que expulsa (Juntos éramos todo eso que comprendíamos como propio, la sumatoria de las orillas que separan un mar), el mar que apacigua y calma y el mar colérico y amenazador y violento.

Y todos estos ejes a través de los cuales se mueve la novela, se narran contados en un español -quizá debiera hablarse de “venezolano”- luminoso y exacto, seco y conciso, poblado de expresiones contundentes, como relámpagos de una prosa brillante y de alta calidad literaria, de frases y descripciones precisas y a la vez abiertas a evocaciones múltiples, a sentidos ocultos que se apuntan superando la mera obviedad literal, en un texto de una belleza extraordinaria, por momentos poética, tanto en la convincente e inolvidable descripción del infierno urbano como en la más colorista y hasta lujuriosa recreación del universo y el habla del Ocumare rural.

Precisamente de este mundo idílico de la infancia, de este entorno primordial, paradisíaco, extraigo la referencia musical que acompaña mi reseña. A esa muy creíble ambientación en los parajes del interior de Venezuela que se muestra en muchos pasajes de la novela contribuye el abundante elenco de canciones del folklore del país que surcan el texto. En particular, hay una serie de piezas, los cantos del pilón, cuyo significado e historia se recoge en el texto con el que cierro mi comentario de hoy. De ellas, de esas canciones de trabajo que entonaban los campesinos, sobre todo las mujeres, pobres, desgraciadas, infelices y resignadas, sometidas a su estéril y dura tarea, he escogido una breve y preciosa selección, de una melancolía tristísima, de alguna de los cuales se transcribe en el libro su desesperanzada letra. La limpia voz de Soledad Bravo, una cantante venezolana de origen español, llena de hermosura el dulce llanto de las desoladas mujeres.


El invento nació del lúpulo con el que un cervecero alemán regó los tormentos de un país que alternaba la borrachera con la guerra y que abolió a las piloneras, las mujeres que molían el maíz dando golpes con un palo contra un grueso pilón de madera hecho de un árbol que presidía los patios soleados de las haciendas y plantaciones. De ese oficio nacieron los cantos del pilón, un rezo de sudor y mazazo, una melodía que acompañaba la molienda bruta y sabrosa. Mujeres infelices que pulverizaban, a golpes, la cáscara del grano de donde provenía la harina con la que se cocinaba en hornos de leña el pan pobre de un país que aún sufría paludismo. Desde entonces, esa música quedó como una percusión del corazón. 

Casi siempre pilaban juntas dos mujeres que conversaban rítmicamente. De ahí nacieron aquellas canciones que parecían confirmar una verdad: la tragedia nos vino dada, como el sol y los árboles preñados de frutas dulces y pesadas. De esas cosas hablaban los cantos del pilón, de las cuitas e historias de mujeres incultas que hacían estallar sus penas contra un mortero de madera y de las que aún se conservaban las letras de sus canciones, que venían a mi mente al pasar por La Encrucijada. 

-Adelaida, hija, despiértate. Ya estamos llegando a la fábrica de Remavenca. 

Ni falta hacía que mi madre me avisara, ya mi corazón había detectado aquel olor potente a cebada y alimento. Ese aroma a cerveza y pan me hacía feliz. Entonces comenzaba a cantar los versos que había aprendido de la boca de las viejas de Ocumare. 

-“Dale duro a ese pilón…, io, io”. 

-“Que se acabe romper” -contestaba mi mamá, en voz muy baja. 

-“Puta tú y puta tu mai…” 

-Esa parte no, Adelaida. ¡No repitas eso” 

-“Puta tu abuela y tu tía, io, io…” -decía yo riéndome. 

-No, hija. Canta el que te enseñó la tía Amelia: “Ya me duele la cabeza, io, io, de tanto darle al pilón, io, io, para engordá un cochino y comprá un camisón, io, io”. 

Las negras del pueblo entonaban aquellos versos mientras daban forma a las arepas con sus manos ante el budare hirviente del mercado. Cada frase iba rematada por un jadeo monocorde, “io, io”, el quejido del esfuerzo.

Ahí arriba en aquel cerro, 
io, io, 
va un matrimonio civil 
io, io, 
se casó la bemba e´burro con el pescuezo e´violín, 
io, io, 
Si por tu marido es, 
io, io,
cógelo que allá se te va, 
io, io, 
un camisón de cretona no me lo ha llegao a da, 
io, io. 

 

Karina Sainz Borgo. La hija de la española