Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de diciembre de 2017

PHILIP LARKIN. UNA CHICA EN INVIERNO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el pequeño reducto desde el que Radio Universidad de Salamanca os ofrece interesantes recomendaciones literarias en una programación por otro lado repleta de música, literatura, cine y, en general, cultura. En estos días navideños, y en una reseña que sólo verá la luz en nuestro blog, os ofrezco una obra que ya desde su título se aviene de un modo idóneo con el ambiente invernal que nos rodea, además de constituir una lectura formidable para estos muy cortos días del año.

Y es que esta semana os traigo un libro espléndido, una maravilla de emoción y lirismo, de intensidad y poesía, de belleza y verdad, obra de un poeta, según todos los expertos -y en la medida en que caben tales rankings en literatura- el más grande de la Inglaterra de los últimos setenta años, pero que comenzó su andadura como escritor publicando novelas (cinco en total, al parecer, de las cuales tres habrían sido destruidas por el propio exigente autor, insatisfecho con los resultados). Se trata -y con la anterior información quizá su nombre ya haya acudido a vuestras mentes- de Philip Larkin, siendo Una chica en invierno el título del libro que ahora quiero proponeros con fervoroso entusiasmo. Presentada por la magnífica editorial Impedimenta, en traducción formidable de Marcelo Cohen, que también había vertido al castellano, esta vez en la editorial Lumen, Jill, la primera novela de su autor, Una chica en invierno, escrita en 1947, apareció en nuestro país a finales de 2015.

La historia que narra la novela es, en sí, relativamente sencilla. Katherine Lind es una chica, probablemente alemana -aunque ese dato solo puede deducirse a partir de algunas ligeras alusiones y no se menciona expresamente en el texto-, que se desempeña en un modesto empleo de ayudante en la biblioteca de un pequeño pueblo, también innominado, cercano a Londres, en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con solo veintidós años, la joven lleva dieciocho meses de rutinaria existencia en Inglaterra, país al que ha vuelto -se desconocen los motivos, pero todo apunta a la contienda como desencadenante- desde su hogar “continental” seis años después de una estancia veraniega de tres semanas en el muy british hogar de los Fennel, tras un escolar y adolescente intercambio epistolar con el mayor de los hijos de la familia, Robin.

La novela se articula en tres partes, obviamente conectadas entre sí. La primera y la tercera transcurren en torno a una jornada -algo particular- de la anodina vida de Katherine. En el bloque inicial seguimos a nuestra protagonista que, en un gélido día invernal, debe abandonar transitoriamente su trabajo para, por mandato de sus superiores, acompañar a su casa a una asistente de la biblioteca, la señorita Green, que se encuentra indispuesta. La “acción” se interrumpe a mediodía, con la joven enferma ya en su domicilio tras un algo extraño paso por la consulta de un singular dentista. En el tercero y último se retoma el relato en el punto en el que se había abandonado, con el retorno de Katherine a su puesto de trabajo, la continuación y el término de su jornada laboral, la solitaria vuelta a casa, la llegada de la noche y el inesperado suceso, que no desvelaré, con el que finalizará el día. En ambas partes -el tiempo de la narración no llega a las doce horas- los acontecimientos se suceden con gris normalidad sin episodios especialmente destacados, más allá de las dosis de excitación e intensidad que hace nacer en la joven la perspectiva de la visita -de realización difusa y, en su caso, previsiblemente fugaz- de Robin, su indefinido y extraño amor adolescente, de permiso ahora el chico en un paréntesis de treinta y seis horas tras su movilización como soldado de Artillería y en lo que supondría el reencuentro de ambos tras seis años sin contacto. Los recuerdos del idílico -al menos en la memoria- verano en la mansión de los Fennel y las expectativas -ilusionadas pero confusas- de la inesperada cita puntean el día de una melancólica y desconcertada Katherine.

En la segunda parte, núcleo central del libro, y que encierra la clave más profunda del carácter, la personalidad y el sentido de la existencia de la joven, Larkin nos convierte en espectadores de los sucesos de aquel verano germinal, trasladándonos a las tres soleadas y pletóricas semanas -no solo en lo climatológico; la inminente guerra ni siquiera se vislumbraba en el despreocupado horizonte de los británicos- en las que Katherine, eufórica pero a la postre decepcionada, entusiasmada y triste, exultante y frustrada (dualismos todos a los que me referiré más adelante, junto a otros muy significativos en la obra), vivió -o quiso o creyó o soñó vivir- su primer amor en el acogedor entorno de la bella casa inglesa de Robin, ante la atenta y enigmática mirada de la hermana de éste, Jane, y la distanciada pero acogedora y cariñosa presencia de los amables padres de ambos.

Y esto es todo: unas pocas horas, unas escasas semanas… pero en ellas, y gracias a la maestría del autor, una vida entera, un ser humano complejo descrito con profundidad e inusitada capacidad de penetración psicológica. Y no solo ella, Katherine, sino el resto de los personajes son creaciones consistentes y verosímiles, caracteres complejos, poliédricos, de los que se muestran, con hondura y en muchos casos con breves “pinceladas”, sus misterios, sus afanes, sus monótonas ocupaciones, sus esperanzas, sus pequeños fracasos, su soledad: el señor y la señora Fennel, Robin -claro está-, la misteriosa Jane -fascinante su retrato-, pero también, en el entorno laboral, el señor Anstey, el jefe estricto e insoportable pero finalmente sensible en una faceta por desgracia oculta, la insustancial señorita Green, la desconsolada y patética señorita Parbury…

Como tantas otras veces, pues, en la gran literatura, la clave no reside estrictamente en los aspectos más superficiales de los hechos narrados, sino en lo que estos permiten entrever y en la belleza del modo en el que nos son presentados. Por el libro desfilan algunos temas de importancia esencial en la existencia de cualquier ser humano: el peso del pasado, la memoria y el recuerdo, junto a la capacidad de feliz invención que conllevan como salvaguarda frente a la mediocridad de nuestras vidas, la soledad (fuera quedaba la llanura, la ausencia de la luna, la enemistad total de las sombras, dice el narrador en una muestra, de las innumerables que pueblan el texto, de su poético estilo), la esperanza ilusionada y, simultáneamente, la realista desesperanza, los sueños, en su doble sentido, como ideaciones quiméricas y como fantasmagorías oníricas (Estaba la nieve, y el tictac del reloj. Tantos copos, tantos segundos. Y a medida que pasaba el tiempo los copos parecían mezclarse con los pensamientos, acumulándose en un vasto montículo que bien podía ser un túmulo funerario, o la punta de un iceberg cuyo cuerpo no se veía. En esa sombra derivaban los sueños, plenos de intuiciones y escalofríos, como bloques de hielo deslizándose por un canal nocturno. Se movían en una procesión lenta y ordenada, pasando de la oscuridad a la oscuridad, impidiendo cualquier suposición de que el orden pudiera romperse, o de que algún día, por lejano que fuese, la oscuridad cediera el paso a la luz. Y sin embargo no era un tránsito triste. Sueños frustrados se alzaban y caían entre bloques, protestando contra su inflexibilidad pero en el fondo contentos de que existiera aquel orden, semejante destino. Recostados en esa certeza, corazón, voluntad y todo cuanto elevara una protesta podían al fin dormirse), la tristeza, el insulso sinsentido de la vida, la desoladora necesidad de las rutinas, la salvífica posibilidad del amor...

Katherine, que tanto en su adolescencia -cuando con inocentes dieciséis años deja su país en las tres semanas de intercambio y se enfrenta a la experiencia de otras costumbres, de otros seres, de otro mundo, en la casa de los Fennel- como en su juventud -en el hastío de una grisura laboral y vital que la ahogan- se refugia en la ficción de su construido -y más deseado que real- amor por Robin para, a la postre, desencantada al comprobar la triste realidad que esconde su evanescente ficción, por el burdo prosaísmo que ocultaba su pretendida y transformadora emoción, perdida la capacidad de sentir, privada ya no solo del amor, sino siquiera de su posibilidad (Robin había sido la fuerza capaz de poner en movimiento aquel día extraordinario, una fuerza que se había ido acelerando hasta hundirla a ella misma, a algunos azares y a otra gente en un remolino de aire), resignarse (Toda persona debía esforzarse en aceptar sus desgracias con ecuanimidad) al tedio, la desgana y el aburrimiento de una vida sin expectativas ni horizontes al sentirse expulsada una vez más a la intemperie de su propia vida. Y ese conflicto, decantado en su caso por el lado negativo, el de la desilusión y la renuncia, el del fracaso y la frustración, se expresa con clarividencia en este fragmento que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir:

No habría más Robins. Y cuando al fin recostó el pensamiento en ese nombre, comprendió todo lo que significaba. Estaba en el umbral de un tiempo en que, recién llegada a ese mismo país, ella había sido recibida por extraños y acogida en su casa. Vestida de blanco, había entrado en un mundo que bien podría haber sido el de una fiesta campestre, y había tomado las manos del de amarillo, el de verde, el de lavanda y el de rosa jaspeado. Se vio primero con uno, luego con otro, llena de emociones que podían cogerse como flores, solo para que la próxima cosecha fuese aún más exuberante. Y pensó que de algún modo él habría podido llevarla allí de nuevo. Qué idea más hermosa, y qué falsa. Había sospechado que podía ser cierta. Y porque lo sospechaba había frenado el impulso de escribir al poco de haber llegado, y cuando por fin le había escrito a Jane lo había hecho desesperada, casi como borracha, aferrándose a la posibilidad más remota de huir de la desolación que la aplastaba. Incluso aquella tarde la sospecha había estado en el fondo de su vacilación. De otro modo era inexplicable que no hubiese tomado todas las precauciones posibles para no perderlo.

Ahora que lo había perdido lo comprendía bien. Mejor tarde que nunca. Y con las fuerzas que le quedaran tendría que afrontar lo que viniese. No se atrevía a formularlo claramente, sabía de sobra cuál era la cuestión. La vida sería alegre mientras ella estuviera alegre, triste si ella estaba triste. Su felicidad dependería de la juventud y de la salud, y a nadie serviría de ayuda. Cuando estuviese enferma se extinguiría, como la llama de un quinqué que se apaga. Cuando envejeciera, se volvería tenue e infrecuente. Y en todas esas situaciones no podría ayudarla nadie, por muy sinceramente que lo intentara, por muy sinceramente que ella lo desease. Pues ni siquiera podrían tocarse, como dos personas separadas por diez metros no pueden tomarse las manos. Realmente había hecho mucho más que ir a vivir a Inglaterra. En esos dieciocho meses se había internado en una tierra que ni siquiera en sueños hubiese concebido antes, de modo que al principio le había parecido irreal. Solo ahora se iba volviendo ligeramente verdadera.

La plenitud del amor (vivido o meramente imaginado) como motor capaz de dotar de sentido a una vida que sin él se revela insulsa y carente de propósito, o las dos caras -pasión/vacío- de una misma moneda que en la novela se presenta bajo otras parejas de dualismos: el esplendoroso verano y el helador invierno; la ligereza alegre y desenfadada de la paz, radiante y luminosa, y la oscura y opresiva “pesadez” de la guerra, amenazante y ominosa; la apacible y cálida normalidad del hogar y el frío y desgarrador exilio; la irrefrenable pulsión de la vida y -a la vez- la irrefrenable pulsión de la muerte…

Y todo ello contado con la sencillez, la prosa poética, la concisión, el inteligente y casi inapreciable uso de la elipsis, el brillante recurso a la mera alusión, al “fogonazo”, a un leve detalle que sirve para describir un estado de ánimo (Le repugnaba tanto como una maraña insalubre de gusanos en una grieta), a los deslumbrantes rasgos que definen el estilo magistral de un precoz Larkin que escribió el libro con solo veintidós años. En particular, las descripciones del paisaje y sobre todo del clima, son bellísimas y operan como poderosas metáforas de los estados de ánimo (la frialdad, la gelidez de la nieve es siempre reflejo de la tristeza, de la soledad, del desánimo; la luz solar del interludio veraniego nos trae la vida, la energía, la esperanza, la ilusión). Una muestra sobresaliente es este fragmento, en el que la presencia del invierno -con la terrible realidad de la guerra que aparece tenuemente velada en una muy sutil indicación final- es recreada con reminiscencias de Joyce y el monólogo final de esa obra maestra que es su cuento Los muertos: La ciudad entera se había metido en sí misma. Las puertas y las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas para que no se escaparan la luz ni el calor. Fuera no había nadie. Tampoco luna que mostrase con su brillo cómo la escarcha lo cubría todo. La oscuridad pesaba como la presencia de una catedral, como una ceguera. Se extendía sobre la ciudad y los yermos helados donde las casas empezaban a distanciarse en el campo, luego sobre la hierba crujiente, luego sobre los bosques. Por la carretera pasaban flotas de camiones con cadenas, pero nada más. Katherine pensó que la oscuridad cubría no solo los kilómetros de calles que la rodeaban sino también las costas, las playas y las millas de mar ondulante que ella había cruzado y que la separaban de su verdadero hogar. Al menos su tierra y la acera por la que avanzaba compartían la misma noche, aunque las separaran cientos de kilómetros vacíos. Y allí también la gente estaría en su casa, y no pensaría mucho más que en el fuego, pues el mismo invierno caía rígidamente sobre todo el continente.

En fin, leed, por todos estos motivos, Una chica en invierno, el conmovedor relato de Philip Larkin que publica Impedimenta; estoy seguro de que lo disfrutaréis. Pese a que Larkin fue también un solvente, algo excéntrico, a menudo furibundo y siempre controvertido crítico de jazz -sus críticas, con el título All What Jazz, se publicaron en España hace unos años-, aprovecho una ligera mención a un tango -indefinido- que suena en la radio en un momento del libro, para acompañar esta reseña con Volvió una noche, un clásico de Carlos Gardel.


Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más. E incluso cuando la nieve empezó a fundirse, no les quitó la razón, porque no se veía el sol, sino una vasta y única capa de nubes sobre el campo y los bosques. En contraste con la nieve, el cielo era marrón. Sin la nieve, en realidad, la mañana habría parecido un anochecer de enero, pues la luz daba la impresión de surgir directamente de ella. 

Llenaba las zanjas y las depresiones del campo, donde solo se aventuraban los pájaros. En algunos caminos, el viento la había acumulado impecablemente sobre los setos. Los pueblos permanecían aislados, hasta que cuadrillas de hombres pudieran abrir senderos; en los campos resultaba imposible trabajar, y en los aeropuertos cercanos a esos pueblos se habían cancelado los vuelos. Desde sus camas, los enfermos contemplaban el brillo reflejado en los techos de sus cuartos, y algún cachorro que lo veía por primera vez lanzó un gemido y se escondió bajo el lavabo. A barlovento, las casas estaban violentamente espolvoreadas de nieve, y las vallas, semisumergidas como espigones. El paisaje entero era tan blanco e inmóvil que parecía un cuadro abstracto. La gente no tenía ganas de levantarse. Mirar la nieve demasiado tiempo producía un efecto hipnótico, anulaba todo poder de concentración, y trabajar se hacía más duro y desagradable con ese frío que entumecía los huesos. De todos modos, había que encender las velas, picar el hielo de las jarras, descongelar la leche; había que preparar el desayuno a los hombres para que marcharan al trabajo. La vida tenía que continuar, por limitada que fuese, y aunque uno no pudiera ir más allá de la ventana, en casa había muchas tareas esperando un día así. 

Pero, por brechas abiertas a lo largo de los terraplenes, corrían ya los trenes y, aunque vacíos, iban hacia el norte y el sur con la intención de unirlos, pasando por fábricas que habían trabajado toda la noche, por los interiores de las casas tras cuyas cortinas brillaban luces, y llegaban a ciudades donde la nieve no tenía importancia, ciudades que la helada, amargamente, solo podía sitiar durante unos días.


miércoles, 20 de diciembre de 2017

DAVID WAGNER. COSAS DE NIÑOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, desde el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, quiero recomendaros un libro, de difícil adscripción genérica, como luego veréis, pero de indudable atractivo, pese a que no se trate de una obra excepcional o con unos valores literarios sobresalientes por los que pueda pasar a la historia de la literatura. Sin embargo, este Cosas de niños del que hoy quiero hablaros es un libro más que estimable en el que podemos encontrar numerosos motivos para la reflexión y el conocimiento, y con el que, por encima de todo, nos aseguraremos muchos momentos de emoción, pues todo él rezuma sensibilidad y ternura, deliciosa dulzura y amable melancolía, sutil sentido del humor y apreciable, aunque sin enojosos énfasis, alegría vital. El libro, escrito por el alemán David Wagner, se presentó en España a finales de 2015 en la editorial Errata Naturae, en traducción de Esther Cruz Santaella. Hace unos meses, la editorial publicó también otra obra de Wagner, una recopilación de artículos y ensayos sobre Berlín, ciudad en la que actualmente reside.

Cosas de niños consiste en ciento once breves textos, a veces de menos de una página, en los que el narrador describe -con intensidad poética- distintos momentos de la relación con su pequeña hija, escenas significativas de los primeros años de la niña, comentarios sorprendentes de ésta, ocurrencias, preguntas, reacciones inesperadas y desconcertantes nacidas de su infantil inocencia. Estas situaciones operan como el desencadenante de las evocaciones del padre, en las que afloran episodios de su propia infancia, aspectos del trato con sus padres e incluso con sus abuelos, y reflexiones sobre la paternidad, sobre la admiración y el encantamiento cotidianos, sobre la responsabilidad y los temores que entraña el ejercicio de la condición de padre, también sobre el aprendizaje y el hecho de hacerse mayor, sobre el significado de la madurez, sobre el paso del tiempo y el sentido de la vida. Se trata de experiencias y apreciaciones en las que cualquier lector -padre o no- que haya tenido contacto con niños de esas edades tan pequeñas encontrará motivos para el común reconocimiento; un hecho -el carácter “universal” de lo narrado- subrayado voluntariamente por el autor, que opta por no “individualizar” a sus protagonistas, al no nombrarlos -son el padre, la niña-, huyendo así, pienso, de lo específico de las anécdotas relatadas y dotando por tanto a su obra de una dimensión más general con la que cualquiera pueda identificarse.

La estructura del libro, planteado como un agregado de “escenas” aisladas, que pueden leerse con autonomía y en las que no hay sucesión ni progreso ni evolución de los supuestos “personajes”, lo aleja de la novela -aunque solo a priori, pues ya hemos señalado aquí en bastantes ocasiones cómo son de flexibles las fronteras del género-, estando el resultado final más cerca, quizá, del diario o de algún otro tipo similar de obra de no ficción, siendo a mi juicio patente la naturaleza autobiográfica del libro. Este esquema fragmentario -y la belleza y la capacidad evocadora de muchos de los textos- me ha llevado a dedicar a Cosas de niños tres programas en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; tres emisiones, que podéis escuchar en el blog del mismo título, en las que se recogen cerca de cuarente de estas “instantáneas”, pequeños cuentos, en cierto modo, o microrrelatos, todos muy bellos, llenos de ternura y sencillez.

Con la narración habitual del padre -aunque en algunas ocasiones aparecen también las voces del abuelo o de la propia niña; la madre ha muerto y su ausencia impregna gran parte de la obra- y en capítulos encabezados por títulos a menudo escuetos pero siempre muy descriptivos, por el libro discurren una gran cantidad de estas “escenas”, experiencias consabidas de la infancia, muchas de las cuales están en nuestra memoria porque, de una u otra forma, todos las hemos vivido. Así, en una enumeración no exhaustiva y forzosamente incompleta, conocemos los problemas que ocasionan el constante cambio de los cochecitos del bebé y la compra de ropa, el tamaño de unos y la talla de la otra siempre inadecuados frente al crecimiento de la niña (las tallas de ropa infantil son una unidad de tiempo); las rutinas del mutuo peinado matinal (ahora tienes el pelo bien, dice la hija, después de repasar de mil formas el pelo de su padre); las peripecias en las zonas de juegos en los parques; las preguntas ante las retransmisiones deportivas en el televisor (¿Por qué están corriendo ahí?); el desconcierto de la niña cuando, en el tranvía, lo que se ve por la ventanilla parece en movimiento (todo se va, dice); las canciones infantiles; la exigencia paterna de recoger y ordenar los juguetes tras el juego (la niña, que lo deja todo revuelto, se pasea por su cuarto repitiendo sin embargo, inconsciente, la fórmula que ha oído al padre: ¡Organización! ¡Organización!); el aprendizaje de los códigos luminosos de los semáforos (Los lobos que vienen a la ciudad no saben, claro, que tienen que esperar cuando está en rojo, explica con un para ella evidente razonamiento); los cuentos y las historias que hay que repetir una y otra vez (¡lee más!, ¡lee bien!, reclama la niña cuando el padre, agotado, se adormece ante el libro); los primeros avances en la escritura; la simulación de conversaciones telefónicas, imitando a los mayores; las muy imaginativas formas -un castillo, una cabeza, una ballena- que construye con la ropa de cama, escultora de edredones, como la llama el padre; la lamparilla que ilumina la penumbra y ahuyenta los temores nocturnos; el encantamiento que provoca la visión de la luna (en el bello fragmento que dejo como cierre a esta reseña); las discusiones familiares en la atribución de parecidos (mi padre dice que le recuerda a su madre); la bella impostura navideña; la fascinación de los abuelos por su nieta; la consciente aceptación por el menor de su “papel” de niño y su consiguiente “actuación” conforme a lo que esperan de él los mayores; la nostalgia de la madre ausente; el particular léxico familiar inventado (pantalonzotes, croco, infinidad de onomatopeyas); la constante insistencia en las repeticiones: de cuentos, gestos, formas, palabras; las imitaciones de las actitudes y expresiones adultas (“en realidad” quiero un helado); el rápido aprendizaje como por ósmosis; los geniales hallazgos lingüísticos, auténticas greguerías surgidas de la ingenua mente infantil (El cojín es un ravioli gigante; un charco es una pizza grande); la necesidad de nombrar el mundo (esto es una azada, esto es una paleta, esto es una pala) y poner palabras a cualquier situación; los besos sonoros y marcados (besarse sólo lo pueden hacer quienes se entienden muy bien); las primeras, inocuas, palabrotas traídas de la escuela (soplagaitas, oveja mala, lamecacas); la relativización que impone a la seriedad adulta la mirada desprejuiciada del menor (la lentitud del coche que les precede en la carretera y que provoca la irritación del padre, induce el comentario de la niña que desactiva esa ansiosa ira: a lo mejor el coche está roto); la incómoda y a veces provocadora sinceridad de los niños (esa mujer tiene el pelo enredado); la despótica actitud de la hija, que establece, estricta, las exigentes reglas en los juegos, el escondite y el pillapilla, el mono y el cocodrilo; la incomodidad de la pequeña en los viajes en coche; las cambiantes preferencias de la niña en relación a su profesión de mayor (quiero ser vendedora… estudiante… bailaora de flamenco); la “construcción” de una vivienda propia en cualquier rincón, debajo del escritorio del padre, en un cartón vacío, bajo el asiento del piano; los interrogantes ante su imagen en el álbum de fotos (¿dónde estaba yo ahí?); la curiosidad ante las pertenencias paternas y el consiguiente rebuscar en sus cajones, en su escritorio; la atracción por lo escatológico y lo que suscita asco (pizza de pipí con salsa de araña, sopa de cera de oídos, ensalada de uñas); las imprevisibles y absurdas filias y fobias gastronómicas; los interminables baños en la piscina (¿tengo ya la piel de gallina?, ¿tengo ya los labios morados?); las madres, las tías, las abuelas que, generación tras generación, indefectiblemente, empapan de saliva los pañuelos para frotar, inclementes, las sucias caras de los pequeños; los abrazos entregados, desprendidos, incondicionales, estrechos, apretados, de los niños; la permanente protección del hijo por su padre, su preocupada vigilancia (De vez en cuando, parece como si fuera la niña la que lleva al padre, como si la niña tuviese cogido al padre de la mano); la alegría, el constante asombro, la risa; las inquietantes preguntas sin respuesta (¿Dónde estaba yo cuando no estaba aquí? ¿Estaba en el cielo? ¿Qué hacía allí?; ¿Por qué las parejas se ponen los brazos alrededor del cuello? ¿Ya no saben andar solos?; ¿Los niños salen de la barriga? ¿Hay también comida dentro? ¿O solo está el bebé?); el orgullo con el que se lucen las cicatrices, las postillas, los moratones, los esparadrapos; las curas milagrosas de los golpes, las heridas, los rasguños (¿soplo?); las inconsolables lágrimas; los secretos; los enternecedores y espontáneos regalos de la niña al padre (una concha, una piedra, dos castañas, una colilla, una flor, un chicle y una piruleta que ya no le gusta); la felicidad sin condiciones del baño, de la ducha, del chapoteo en la bañera, el alborozo con los muñecos y juguetes en el agua, el pelo mojado, el posterior “hundimiento” en el acogedor albornoz con capucha… y tantos otros ejemplos de este arsenal de vivencias conmovedoras que es la infancia.

Y en la presentación de todas estas entrañables experiencias se superponen, como se ha podido comprobar en el rápido elenco reseñado, los inocentes y por ello imaginativos comentarios de la niña, que “entiende” la realidad desde ángulos insólitos para un adulto, con las impresiones casi siempre sorprendidas y a la vez cariñosas y comprensivas pero también melancólicas del padre. Por un lado, el comportamiento y las expresiones de la niña permiten constatar la genialidad de la infancia, que encierra en su ingenuidad otra forma de ver la vida, más sencilla y auténtica, sin las muchas veces absurdas y reduccionistas constricciones que conlleva la madurez. En este sentido, el padre relata los pequeños acontecimientos de la vida con su hija desde una posición de apertura y humildad, aprendiendo de la niña, siendo consciente de que su supuesta ignorancia infantil constituye otra forma de sabiduría, aprovechando las muchas enseñanzas que de ella se derivan. Porque, a partir del concreto suceso narrado, el padre se sume en consideraciones y análisis provocados por la ruptura de la normal lógica de las cosas que desvela el comportamiento infantil. De este modo, el adulto se abisma, nostálgico, en sus propios recuerdos (Me acuerdo, tengo esa impresión, de cada momento de mi infancia cubierto de polvo en otro continente, o emigré hace mucho, y no me acuerdo, o cada segundo, cada hora, cada día me desvié de él una distancia minúscula. Cada año, uno o dos centímetros más. Y con el tiempo pasaron a ser cuatro o cinco o seis mil años o kilómetros. De repente, un Atlántico entre nosotros, querida infancia), constata el inexorable paso del tiempo (Sólo he girado la cabeza y se me han ido diez, quince, veinte años. La niña se ha bebido el tiempo. Y aún sigue teniendo sed. La niña siempre tiene sed), se plantea el cambio vital que la hija supone, la aparición de una nueva forma, más intensa, incomparable, de responsabilidad (Desde que la niña está aquí, yo también estoy siempre aquí), es consciente de la continuidad, biológica, de especie, casi cósmica, que la aparición de un nuevo ser entraña (A veces me da la impresión de que soy simplemente la continuación que mis padres, sus padres y todos los otros antes concibieron. Me da la impresión de que no tengo vida propia. De que estoy compuesto simplemente por un programa que se ejecuta por sí solo, como siempre se ha ejecutado y desarrollado y, si no sobreviene nada, sigue ejecutándose y desarrollándose, otras cien o mil veces, igual que ha funcionado durante miles de generaciones antes que yo), y, en definitiva, se reconcilia con la condición mortal que a todos nos angustia al entender que un día la niña estará en mi lugar, como yo estoy donde mis padres, abuelos y bisabuelos estuvieron, y que, por lo tanto, en la progresiva sucesión de generaciones superamos a la muerte, pues nos perpetuamos en los hijos, y estos en los suyos, y estos en… Y así, en una cadena sin fin, podemos creernos -triste consuelo- inmortales. Desde que está la niña, ya no temo más a la muerte. Sé positivamente que permaneceré.

Y está, además, la necesidad de contar, de comunicar, de transmitir esta revelación que la presencia de la niña descubre. Otro eje destacado del libro lo constituye la “justificación” de esa necesidad, de la importancia de contar historias. Cuando el padre recuerda el cuartillo, una especie de despensa con una alacena en la que su abuela almacenaba alimentos, los biscotes, las galletas, las compotas, el flan de semolina solidificado, todos postres antiguos que ya no están de moda, a cada uno de los cuales la abuela asociaba una historia, comenta: A veces, esa habitación, el cuarto oscuro, me rodea de repente. Y como me parece tan vacía, pienso que debería llenarla, poner historias en las estanterías, hacer conservas con relatos, hacer pasteles, poner anécdotas y restos de comida en conserva y macerar vivencias. E insiste: Cuartillo. Noto como si pudiera entrar en esa palabra, cerrar la puerta tras de mí y empezar a llenar todo en mi interior, como si pudiera comerme todas las historias y todas las palabras conservadas. Como si pudiera llenar todo en mi interior, comérmelo todo y conservarlo.

En fin, os recomiendo vivamente que entréis en el cuartillo de las muy tiernas historias de este Cosas de niños, el estimulante libro de David Wagner. Cierro ahora esta reseña con una canción que la complementa musicalmente. Un tema, como resulta evidente, que habla de la relación padre/hija: Father and daughter, de Paul Simon.


Papel de pared

No enciendas la luz, no, por favor, dice la niña en mitad de la noche, está despierta, viene a mi cama y dice: Ahí está la Luna. Y se refiere a las ventanas iluminadas de la casa de enfrente.

Ha salido la Luna, canta la niña, es la canción más triste que conozco y, de repente, por supuesto estoy dormido ya, me parece que está cantando mi madre. La niña vuelve a dormirse y yo estoy totalmente despierto.

En todo lo que digo o canto, me parece que la voz de mi madre está cantando por detrás. Como si no fuese más que el intento de volver a oír otra vez su voz, que ya no logro recordar en absoluto. Se marchó de repente.

Puedo ver el Sol, dice la niña, está menos oscuro de lo normal, la Luna llena está detrás de las ramas y brilla a través de la ventana, sobre el papel de la pared. Otras noches dice que la Luna parece roída. ¿No dicen lo mismo casi todos los niños a esta edad? ¿No ha dicho también que la Luna podría ser un queso? ¿Y nosotros los gusanos?

Veo la Luna, dice la niña, veo la Luna. La Luna siempre está con nosotros. Sí. La Luna está siempre ahí. Un par de días después, quiere subir con un cohete a la Luna. No sé de dónde ha sacado la palabra cohete.

Y me veo, a la luz de la Luna, en mi habitación de cuando era niño, en mi antigua habitación de niño, la primera, que sólo conozco ya por fotos, delante de un armario empotrado en el que están los juguetes, en una casa de los años veinte. La niña está de repente ahí y se ríe, la niña está ahí, la niña vive ahora allí, ha tomado la habitación.

A veces doy vueltas en duermevela y palpo el papel de la pared de esta casa hace tiempo desvencijada, el papel que cubre el yeso del muro, el tabique de carga, que ya no existe. Lo único que queda es el tiempo entre ese muro y yo.

En este recuerdo, en la pared aún hay pegado un papel con dibujos de payasos y forzudos, el papel de pared del circo de mi segunda habitación de niño, que más tarde, como ya no me gustaba, se tapó con un papel de fibra gruesa que amarilleó.



David Wagner. Cosas de niños

miércoles, 13 de diciembre de 2017

JANE AUSTEN. EMMA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Esta tarde, con el año 2017 languideciendo, no quiero desperdiciar la ocasión de reincidir en un consejo de lectura que ya os hice -desde otro enfoque- hace unos meses, aprovechando entonces la conmemoración del bicentenario de la muerte de Jane Austen, la excepcional escritora británica. El pasado mes de julio os presenté aquí mi reseña de Orgullo y prejuicio y os hablaba también de otras novelas de la inglesa -Juicio y sentimiento, Mansfield Park-; una reseña -en la que os invitaba igualmente a ver algunas de las películas y series basadas en su espléndida obra- que podéis recuperar ahora en el blog del programa. Desde entonces he tenido una nueva -y muy interesante- ocasión de acercarme a la figura de Jane Austen, razón por la que me decido a volver a hablaros de ella, en este caso proponiéndoos otra de sus novelas mayores, Emma.

Hace unas semanas realicé un breve pero intenso viaje literario -llamémosle así- que quiero recomendaros y que me llevó durante cuatro días a recorrer parte de los escenarios principales de la vida de la escritora. Un pequeño grupo de “devotos austenianos” -y creo que no exagero con el término- visitamos la bellísima ciudad de Bath, en donde se ubican varias de las casas en las que vivió Jane con su familia; también Chawton, el encantador pueblito que alberga la que fue su residencia en los últimos ocho años de su existencia y en cuyo precioso cementerio se hallan las tumbas de su madre y su amada hermana Cassandra; y por último Winchester, a donde fue trasladada en las semanas postreras de la enfermedad que acabaría con su vida y en cuya impresionante catedral están enterrados sus restos. En el apasionante periplo pude entrar en algunas de sus viviendas, pasear por las dependencias que la acogieron, observar detenidamente sus pertenencias, las plumas, los cuadernos, los libros, los muebles, las ropas, los objetos de uso cotidiano, los diversos enseres, contemplar sus retratos, ojear sus manuscritos, deambular por los apacibles jardines que ella misma frecuentó, conocer su entorno más inmediato -calles, plazas, tiendas, casas de té, salones de baile-, recrear las condiciones de su vida y empaparme, en fin, de su intimista y sensible universo. Liderado por Espido Freire, autora de un libro, Querida Jane, querida Charlotte, en el que se acerca a la biografía y la obra de Jane Austen y Charlotte Brönte, el grupo se “entretenía” cada noche en unas apacibles y muy jugosas veladas en las que, al término de las andanzas del día, se diseccionaban los libros de la protagonista y motivo principal de la “excursión”.

Estimulado por la experiencia, pues, y con la doble excusa del cierre del año del bicentenario y de las propuestas viajeras a las que lleva entregándose Todos los libros un libro en estas jornadas pre-vacacionales, aprovecho la ocasión para, además de persuadiros de la conveniencia de visitar los lugares mencionados -una experiencia difícilmente olvidable-, invitaros a leer Emma, una estupenda novela, objeto también de varias traslaciones cinematográficas. (Por cierto, y en relación con la dimensión literaria de ese reciente recorrido, en él he conocido -además de los “lugares” de Jane Austen- otros dos enclaves que han sido escenario de otras tantas formidables novelas: Stonehenge, el imponente monumento megalítico del siglo XX antes de Cristo, que aparece en las escenas finales de Tess de los d’Urberville, la magistral novela de Thomas Hardy de la que os hablaré aquí dentro de unos meses, y las termas de Bath, marco en el que se desenvuelve Un cadáver en los baños, la décimo tercera entrega de la serie de veinte protagonizada por la genial creación de Lindsey Davis, Marco Didio Falco, el inteligente y divertido investigador de la Roma del siglo primero de nuestra era, a cuya figura ya dediqué una emisión en nuestro espacio hace varios años, y sobre el que os prometo volver, indirectamente, a partir del nuevo personaje de la Davis, Flavia Albia, hija adoptada de Falco y protagonista de otra serie que cuenta hasta ahora con cinco novelas).

La versión de Emma cuya lectura quiero aconsejaros ahora es la publicada por Alba Editorial en 2010, en la muy atractiva colección Alba Maior que dirige Luis Magrinyà. El libro, que aparece en estupenda traducción de Sergio Pitol, con los sugestivos dibujos de Hugh Thompson recogidos de la edición de 1896 y con una original portada que muestra algunas cartas diseñadas por Matthias Backofen en el siglo XVIII, se puede encontrar también en otros sellos de reconocido prestigio en nuestro país. A destacar las publicaciones de Alianza Editorial, con traducción de José Luis López Muñoz, y la de Penguin, trasladada al castellano por José María Valverde. Esta última edición presenta un erudito y sin embargo interesante prólogo, que no deberíais perderos, a cargo de Fiona Stafford, catedrática de lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford.

Aparecida en 1816 de forma anónima (“por el autor de Orgullo y prejuicio”) en una edición en tres volúmenes según la tradición de la época, Emma fue la última obra de Jane Austen publicada en vida. Tras su muerte aún verían la luz La abadía de Northanger y Persuasión, también interesantes aunque no tanto como sus obras mayores, las mencionadas Orgullo y prejuicio, Juicio y sentimiento, Mansfield Park y la que hoy os comento, esta Emma que, aunque pertenece sin duda al territorio literario de la autora y participa de su atmósfera más reconocible, presenta, sin embargo, algunas sustanciales diferencias que paso a comentaros.

Por de pronto, y en el terreno de las similitudes con el resto de los títulos de Jane Austen, en Emma están sus temas recurrentes, de manera singular el del matrimonio (aunque aquí en menor medida que en otros textos), y también las muestras reveladoras de los principales rasgos que caracterizan su época, los rituales y los valores, los principios y las pautas de comportamiento de la sociedad de su tiempo. En el mismo sentido, en la novela -como ocurre en las demás citadas- tienen una muy notoria presencia, expresa pero también indirecta y latente, las costumbres sociales, las diferencias de clases, los hábitos cotidianos de la aristocracia rural británica, reflejadas en la descripción de las propiedades y las mansiones, y perceptibles también en las diversiones y el ocio, las charadas y los chismes, los juegos de cartas, las visitas entre familias, las misivas y los mensajes, las invitaciones y los almuerzos, las formalidades, las ceremonias y los protocolos, los bailes y los paseos por una naturaleza, la de la campiña inglesa, de una poderosa presencia. En estos escenarios de fidedigno realismo afloran las ilusiones y los afanes, las emociones y las dudas, las esperanzas y los titubeos de sus protagonistas, presentados todos -incluso los numerosos secundarios- con una excepcional fuerza de penetración psicológica “marca de la casa” en la autora de Hampshire.

Con este mismo marco de referencias, Emma, sin embargo, se escapa al prototipo de las restantes heroínas “austenianas”. Y es que la joven señorita Woodhouse, inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, tal y como se la describe en el conocido comienzo del libro (un fragmento inicial que os dejo al término de esta reseña), no busca marido desesperadamente, y ello marca una nota distintiva fundamental con el mundo de Lizzie Bennett o Marianne Dashwood, protagonistas de Orgullo y prejuicio y Juicio y sentimiento respectivamente. Emma no tiene problemas de dinero, es económicamente independiente (o tan sólo dependiente de un padre mayor de cuyo patrimonio será heredera) y no se ve urgida, pues, por especiales preocupaciones materiales (había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos). El matrimonio, que para tantas mujeres de la época era, fundamentalmente, la solución a un problema económico, le parece, por lo tanto, una cuestión irrelevante.

La ausencia de anhelos matrimoniales y una inusitada soledad consecuencia de la muerte de la madre y de la boda y consiguiente alejamiento del hogar familiar de su institutriz y amiga -la generosa señorita Taylor- parecen condenarla a una apacible y tediosa existencia en la que la sola compañía de su anciano padre no puede paliar el inmenso aburrimiento de su vida por lo demás perfecta. Y es entonces -y es por ello- cuando la inocente joven se entregará a la “apasionante” tarea de “arreglarle la biografía” a su nueva reciente amiga, la humilde, sencilla y poco agraciada -en todos los sentidos- Harriet Smith, desatendiendo las advertencias de su cuñado, el serio, inteligente, ponderado y muy racional señor Knightley.

A partir de estos acontecimientos iniciales, la novela entera es una sucesión de los muchos despropósitos en los que incurre esta en el fondo entrañable antiheroína, pues fuertemente imaginativa como es, influida por sus casi siempre absurdas ideas preconcebidas, por su irracional buenismo, por su torpeza y falta de intuición, Emma mete la pata de continuo, se confunde constantemente y no para de proporcionar consejos sentimentales que acabarán por revelarse a cual más errado. Estamos, por tanto, en cierto modo, ante una novela de corte humorístico, en la que la impericia, la desmaña de su personaje principal no dejan de provocar desconcierto y confusión que, aun siendo sombríos y hasta dolorosos en su origen, se resuelven en muy benévolos enredos y en leves y embarazosos malentendidos, en un final que, obviamente, no voy a desvelar.

En las novelas de Jane Austen siempre conocemos a los personajes -y nos hacemos una idea de ellos- a través de la mirada de la protagonista, pero en el caso de Emma este recurso resulta especialmente notorio, pues son muchos los que sólo se describen “por alusiones”, por decirlo así. Además, aquí el “fenómeno” es singularmente chocante porque, llevado de la mano por la errónea percepción de la joven, la impresión que el lector se hace de sus “compañeros de reparto” es a menudo desacertada, pues cuando Emma analiza o juzga o infiere o deduce se equivoca inevitablemente, yendo de error en error, casi siempre descaminada y confundida (en unos cambios de perspectiva que tienen un correlato en el estilo elegido, pues el relato en tercera persona cambia una vez tras otra con la constante irrupción de un estilo libre indirecto, a través de diálogos, cartas, citas o referencias literarias). Con el paso del tiempo y la reiteración en sus desacertadas apreciaciones, Emma se nos muestra cada vez más apesadumbrada y perpleja, más contrita y abrumada. Con una vanidad increíble, había creído estar en el secreto de los sentimientos de los demás; con arrogancia imperdonable, se había propuesto arreglar el destino de todos. Y no había habido caso en que no se hubiera equivocado. Además, había sido dañina: había hecho daño a Harriet, a sí misma y, según temía, al señor Knightley, termina por reconocer. Y todavía, aún más categórica: Me temo -se dijo- que tengo muy poco que ver con el buen juicio. O esta afligida confesión final: Tenía la impresión de haber arriesgado la felicidad de su amiga por motivos del todo inconsistentes.

En la película dirigida en 1996 por Douglas MacGrath y protagonizada por una jovencísima Gwyneth Paltrow, con Ewan McGregor, Tony Collette, Greta Scacchi y Jeremy Northam, un elenco que constituye sin duda un insuperable error de casting, apenas queda rastro de los muchos motivos de interés de la obra en que se inspira. La complejidad estructural de la novela se diluye en una rápida sucesión de escenas encadenadas que impide disfrutar de la profundidad de los caracteres dibujados en el libro. Se trata, tan sólo, de un digno entretenimiento, una comedia frívola y algo insustancial, hecha de enredos y cotilleos, que no se salva ni por la presencia luminosa de su actriz principal.

En fin, no hay ya tiempo para más. Espero que mi doble recomendación de hoy, la de viajar a Bath y recorrer la geografía de Jane Austen en los condados de Somerset y, sobre todo, Hampshire, y, claro está, la de leer sus excepcionales novelas, en particular esta entrañable Emma de la que hoy os he hablado, os pueda interesar. Como cierre musical a mi comentario os dejo con una pieza incluida en la película referida, Silent worship, una adaptación, hecha en 1928 por Arthur Somervell, del aria Non lo dirò col labbro de la ópera Tolomeo compuesta por Handel en 1728. La interpretación es de Gwyneth Paltrow y Ewan McGregor que la cantan a dúo en la cinta.



Inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, Emma Woodhouse parecía reunir algunos de los bienes más preciosos de la existencia; y, en realidad, había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos.

Era la menor de las dos hijas de un padre afectuoso e indulgente, y desde muy pequeña, a raíz del matrimonio de su hermana, reinaba en la casa como ama y señora absoluta. Su madre había muerto hacía ya demasiado tiempo para que le quedara más que un vago recuerdo de sus caricias, y su lugar había sido ocupado por una excelente mujer, su institutriz, quien por el afecto que le brindaba era casi como una madre.

La señorita Taylor había pasado dieciséis años en casa de la familia del señor Woodhouse, menos como institutriz que como amiga, muy encariñada ambas hermanas, sobre todo con Emma. Existía entre ellas una intimidad fraternal. Aun antes de que abandonara el cargo de institutriz, la dulzura de su carácter le había impedido imponer una disciplina rígida, y más tarde, desvanecida cualquier sombra de autoridad, habían vivido juntas como amigas devotas. Emma hacía lo que se le antojaba y, aunque estimaba en mucho el juicio de la señorita Taylor, se guiaba predominantemente por el propio.

En realidad, los verdaderos males, en el caso de Emma, eran la posibilidad de actuar demasiado a su arbitrio personal y cierta tendencia a pensar demasiado bien de sí misma; estas imperfecciones amenazaban turbar sus muchos placeres. Sin embargo, el peligro era tan poco advertido que de ninguna manera se podía decir que la felicidad de Emma estuviera amenazada.

Un pesar se presentó -un dulce pesar-, aunque no del todo en forma de sensaciones desagradables: la señorita Taylor contrajo matrimonio. La pérdida de la señorita Taylor le ocasionó el primer dolor de su vida, y fue el día de la boda de aquella amiga querida cuando Emma se sintió por primera vez asaltada por sentimientos sombríos. Una vez celebrada la boda y después de haberse marchado los cónyuges, su padre y ella reunieron para almorzar, sin la perspectiva de una tercera persona que alegrara la velada. Después de la comida, el padre se retiró, como era su costumbre, a sus habitaciones y a ella no le quedó sino sentarse a meditar en lo que había perdido.

Aquel acontecimiento ofrecía a su amiga todas las promesas de felicidad. El señor Weston era un hombre de carácter intachable, fortuna regular, edad adecuada y modales agradables; y Emma experimentaba cierta satisfacción al reflexionar en el desinterés, en la generosa amistad con que siempre había deseado y favorecido aquel enlace; sin embargo, aquel fue un día negro para ella: la ausencia de la señorita Taylor se haría sentir de un modo mayor cada nuevo día. Emma recordaba su antigua bondad, -su afecto de dieciséis años- y cómo, desde que tenía cinco años, le había impartido lecciones y jugado con ella, cómo había hecho todos los esfuerzos imaginables para divertirla y entretenerla, cuando estaba bien de salud, y cómo la había asistido en las distintas enfermedades de la infancia. Había en aquella relación una gran deuda de gratitud: pero el recuerdo más querido y más tierno era el de la amistad de los últimos siete años, la vida en común en una relación de igualdad y sin reservas que siguió al matrimonio de Isabella. La señorita Taylor había sido una amiga y compañera como muy pocas se encuentran en la vida, inteligente, bien informada, servicial, amable, conocedora de todos los hábitos familiares, preocupada por todos sus problemas y especialmente atenta a su alegría, a sus proyectos; una amiga a quien se le podían confiar todos los pensamientos tan pronto como éstos nacían, y que tenía por ella tanto afecto que nunca podía encontrarle la menor falta.

¿Cómo iba a poder soportar el cambio? Era cierto que su amiga se establecería a menos de un kilómetro de distancia; pero Emma podía darse perfectamente cuenta de que existía una gran diferencia entre una señora Weston a menos de un kilómetro de distancia y una señorita Taylor en casa; y a pesar de todos sus privilegios naturales y domésticos, la joven corría el riesgo de sufrir de soledad intelectual. Amaba tiernamente a su padre, pero éste no era suficiente compañía para ella, y, en la conversación, seria o jocosa, no tenía la posibilidad de estar a su altura.



Jane Austen. Emma

miércoles, 6 de diciembre de 2017

HAN KANG. LA VEGETARIANA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, vuestra habitual cita con las recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una interesante novela, poco convencional en su planteamiento y también algo insólita en su origen pues se trata de una obra que nace en un territorio literario bastante desconocido entre nosotros, siendo su autora una escritora surcoreana. Han Kang ganó el Man Booker Prize Internacional en 2016 con La vegetariana, una novela con una peripecia editorial algo sorprendente y guadianesca, con diferentes apariciones y reapariciones en distintos momentos y lugares. El libro había sido publicado en el país natal de Kang hace años, en 2000, e incluso parece ser -las fuentes consultadas no resultan del todo fiables en este aspecto- que alguno de los tres capítulos que lo integran se publicaron antes como relatos autónomos. El prestigioso premio le fue otorgado -“superando” a Orhan Pamuk o Elena Ferrante- por su primera traducción al inglés el pasado año. En castellano, La vegetariana había visto la luz en Argentina en 2012, en una traducción de Sunme Yoon que se mantiene -con algunos cambios y revisiones- en la edición que ahora os presento, de 2017, responsabilidad de la singular Editorial :Rata_. El volumen incluye, junto a la novela, un entregado prólogo de Gabi Martínez, una entrevista final a la autora, un escrito explicativo de la traductora e incluso una fotografía de alguna página del texto original con las anotaciones realizadas por la responsable de la traducción.

Yeonghye es una mujer joven, casada, que un momento de su vida resuelve, en una decisión aparentemente infundada que causa la perplejidad y la irritación de sus allegados, dejar de comer carne y sus derivados, limitándose obstinadamente a una dieta muy estrictamente vegetal. La conducta de la chica, que en un momento inicial se asemeja a la inamovible postura de Bartleby el escribiente, aunque sin las notas de simpática desobediencia -“preferiría no hacerlo”- del inolvidable personaje de Melville, y revestido su planteamiento, en cambio, de un mayor dramatismo y hasta de un carácter trágico, acaba, con el paso del tiempo, por agudizarse de un modo exagerado, de tal manera que su mera opción alimentaria originaria, más o menos trivial, se convierte en una actitud vital pasiva y aniquiladora, un intento irracional y a la postre destructivo por abandonar su condición animal y convertirse -llevando al extremo su apuesta- en un ser radicalmente -y el término nunca ha sido más pertinente- vegetal.

Como se ve, la anécdota que articula el texto es, de entrada, muy sencilla y hasta irrelevante, por lo que la originalidad de la obra, y su valor, proceden no tanto de las posibilidades narrativas de la trama sino, sobre todo, del modo elegido por la autora para darnos cuenta de esta peculiar y a priori no demasiado interesante historia. La vegetariana se organiza en tres capítulos en los que se da voz a tres personajes relacionados con la protagonista, la cual, en una primera novedosa opción literaria, no tiene voz propia (más allá de algunos significativos incisos en la primera parte del libro de los que luego os hablaré). El marido, el cuñado y la esposa de éste, hermana de Yeonghye, relatan la singular peripecia de su mujer, cuñada y hermana, respectivamente. En la primera sección de la novela, de título idéntico al libro, el señor Cheong cuenta “desde dentro” la evolución de su cónyuge, su sorprendente decisión, su obstinación en mantenerla pese a los obstáculos, su resistencia frente a las presiones externas, el consiguiente enfrentamiento con el resto de la familia a cuenta de su elección vital y, por fin, la violencia y la degradación de la vida marital, destruido el matrimonio por la tenacidad de la chica en el mantenimiento de su postura. El progresivo cambio de su esposa desconcierta e irrita al marido que, desesperado y egoísta, acabará por desentenderse de ella: ¿En qué punto se torcieron las cosas?, se pregunta en esos momentos. "¿Dónde comenzó todo esto?" Mejor dicho, "¿dónde comenzó a desmoronarse todo esto?" Yeonghye había empezado a comportarse de un modo extraño unos tres años atrás, cuando repentinamente se volvió vegetariana. Ahora hay mucha gente que es vegetariana, pero lo particular en su caso era que no estaban claros los motivos que la habían llevado a aquello. Había adelgazado hasta un grado lastimoso, casi no dormía y, aunque siempre había tenido un carácter taciturno, había perdido el habla hasta un punto en el que era difícil la comunicación.

Entre medias brotan los inquietantes sueños de Yeonghye, en los que imágenes de carne, sangre, vísceras, huesos, cadáveres, lágrimas, vómitos, gemidos, golpes, cuchillos, crímenes y muerte asaltan a la durmiente: Ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandona la conciencia, sueño. No, ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas. Cuando abro los míos temblando, me miro las manos. Reviso si mis uñas siguen todavía blandas, si mis dientes siguen todavía romos.

Y así, progresivamente, el sufrimiento, la angustia, el sinsentido y la desesperación, el dolor y la angustia acongojan a la chica e impregnan su existencia despierta:

Lo que me duele es el pecho. Tengo algo atascado en la boca del estómago. No sé qué es. Siempre está ahí. Ahora siento esa pesada masa a todas horas aunque no lleve el sujetador. Por más que respiro profundamente, no se me aligera el pecho.
Son gritos, alaridos apretujados, que se han atascado allí. Es por la carne. He comido demasiada carne. Todas estas vidas se han encallado en ese sitio. No me cabe la menor duda. La sangre y la carne fueron digeridas y diseminadas por todos los rincones del cuerpo y los residuos fueron excretados, pero las vidas se obstinan en obstruirme el plexo solar.
Por una vez, una sola vez, quisiera gritar con todas mis fuerzas. Quisiera salir corriendo por la oscura ventana. ¿Entonces podré desembarazarme de esa masa que me obstruye el pecho? ¿Será eso posible?
Nadie puede ayudarme.
Nadie puede salvarme.
Nadie puede hacerme respirar.

En el segundo capítulo, La mancha mongólica, de una poética intensidad y un erotismo perturbador, asistimos a la obsesión del cuñado, un artista despreocupado y sin obligaciones laborales -vive de su mujer-, por la languideciente y cada vez más mortecina Yeonghye, a la que, pese a su pasividad, convence para participar en una obra artística -a caballo de la pintura y la performance- en la que cubrirá el cuerpo desnudo de la chica con una profusión de dibujos de coloridas flores y vistosas plantas que crecen a partir de una mancha de nacimiento que decora una de las nalgas de la mujer, grabando en vídeo el resultado de sus algo excéntricas y voluptuosas iniciativas. La atmósfera ya de por sí extravagante y algo rara, opresiva y durísima de la novela se matiza aquí con un tono refinado y sensual, vagamente onírico, en el que el deseo, la atracción, la carnalidad y, ya se ha dicho, el erotismo y la sexualidad, resultan fuertemente adictivos.

La sección final, Los árboles en llamas, hace avanzar la acción de un modo dramático, desde la perspectiva de Inyhe, la hermana de una protagonista cada vez más alejada de la realidad, confinada en su “verde” delirio, agostándose en un sanatorio psiquiátrico mientras renuncia a la vida humana o incluso meramente animal (Yo ya no soy un animal […] Ya no necesito comer. Puedo vivir sin alimentarme). Las referencias a ese universo vegetal, muy presentes en el resto de la obra, son ahora constantes: Su cuerpo parecía una hoja recién caída de la rama; Del sexo de ella comenzó a rezumar un líquido verdoso como de hojas machacadas; La habían encontrado inmóvil y de pie en una pendiente recóndita y apartada del monte, igual que si fuera uno de los árboles bajo la lluvia; Me puse cabeza abajo y entonces me empezaron a nacer hojas en el cuerpo y también me salieron raíces de las manos… Las raíces se fueron metiendo bajo la tierra… más y más… Y como estaba a punto de nacerme una flor en el pubis, abrí las piernas… las abrí bien; Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo!; Todos los árboles del mundo me parecen mis hermanos.

La experiencia de Yeonghye, analizada racional y desapasionadamente, puede ser leída con facilidad como un delirio. De hecho, en el propio texto se avanza alguna suerte de diagnóstico clínico, cuando uno de los médicos que la trata menciona la anorexia nerviosa. Pero más allá de esta interpretación “objetiva” y literal, todo apunta a una visión metafórica de su drama. Quizá todo esto no sea más que un sueño, dice al final su hermana, que también le reprocha que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal. Y ahí, en este ir “al otro lado de los límites”, es en donde vemos la potencia simbólica de esta terrorífica fábula. La “metamorfosis” de la mujer -la referencia a Kafka es, a mi juicio, muy nítida- constituye un alegato -muy sutil y nada “panfletario”- contra las numerosas formas de violencia que sufren las mujeres -en particular las coreanas- a causa de las rígidas tradiciones y convenciones sociales, de la presión familiar, del abuso físico -tanto el marido como el cuñado consuman sendas violaciones-, de todo lo cual la carne que la chica rehúye opera como símbolo. Por extensión, la novela denuncia la violencia que, en general, sufre el ser humano, llegando la autora a citar el horror de Auschwitz y la crueldad nazi entre los referentes intelectuales y morales del libro.

En fin, una novela distinta, desasosegante, que desconcierta y agita, y por todo ello interesantísima, esta La vegetariana de Han Kang cuya lectura os recomiendo muy vivamente. Para ilustrar musicalmente este violento deseo de su protagonista por integrarse en la naturaleza primitiva, se me ocurre que quizá -forzando un poco la relación- pudiera ser Mother Nature’s son, la canción de los Beatles -tan, por el contrario, plácida y delicada-, la elección adecuada. Con su versión a cargo de Sheryl Crow os dejo por esta semana.


Ella volvió a desnudarse y esta vez se tendió mirando al techo. Debido a la iluminación localizada, la parte superior de su cuerpo quedaba en sombras, no obstante entrecerró los ojos como si la luz la deslumbrara. La había visto desnuda en su casa, pero verla así, bellamente tendida, sin resistencia alguna y sin nada superfluo, del mismo modo en que había estado boca abajo hace un rato, le provocaba sentimientos intensos hasta las lágrimas. Las clavículas delgadas, los pechos planos como los de un muchacho debido a su posición, las costillas marcadas, los muslos abiertos sin lujuria, su rostro inexpresivo como un desierto, como si se hubiera quedado dormida con los ojos cerrados… Era un cuerpo del que habían sido eliminadas exhaustivamente todas las excedencias. Nunca había visto un ser que fuese capaz de decir tantas cosas con solo su figura.

Esta vez pintó con amarillo y blanco enormes flores desde las clavículas hasta el pecho. Si en la espalda había pintado flores nocturnas, en el pecho iba a pintar radiantes flores diurnas. Un lirio de la mañana de color naranja floreció en la concavidad de su vientre y sobre sus muslos cayeron profusamente hojas grandes y pequeñas de color dorado.

En medio del silencio absoluto, una exaltación radiante que no había experimentado jamás en toda su vida se derramó desde algún rincón desconocido de su cuerpo y se concentró en la punta de su pincel. Deseaba prolongar indefinidamente este placer. Como la luz la iluminaba solo hasta el cuello, su rostro en la sombra parecía el de una persona dormida, pero debido al ligero temblor que percibía cada vez que el pincel tocaba la cara interna de los muslos, sabía que estaba despierta. Viéndola aceptar tranquilamente todo este proceso, le pareció que era un ser sagrado, un ser del que no se podía decir ni que fuera humano ni animal, o quizá un ser que estaba entre la vegetalidad, la humanidad y la animalidad.


miércoles, 29 de noviembre de 2017

VIET THANH NGUYEN. EL SIMPATIZANTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que semanalmente os ofrece Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro, presentado en nuestro país hace algunos meses, que viene avalado por la obtención, en 2016, del prestigioso Premio Pulitzer para obras de ficción. Se trata de El simpatizante, primera novela del vietnamita aunque afincado en Estados Unidos Viet Thanh Nguyen, actualmente catedrático en la Universidad del Sur de California, en la que imparte clases sobre “literatura, cultura americana y cuestiones raciales”. El libro, publicado por la editorial Seix Barral, se ofrece en la traducción del inglés de Javier Calvo.

El protagonista y narrador cuenta en primera persona su vida en una confesión cuyo objeto y destinatario, aunque intuidos desde casi su inicio, solo conoceremos en la última parte del libro y que, consecuentemente, no voy a desvelar ahora. Estamos en la segunda mitad de la década de los setenta. El personaje principal, un capitán vietnamita, oficial de infantería en el Ejército de su país, que ha abandonado su tierra para estudiar en Estados Unidos durante seis años, se encuentra al inicio del libro en Saigón en los días previos a la caída de la ciudad y la ignominiosa derrota y consiguiente huida de las fuerzas militares norteamericanas, el 30 de abril de 1975. Se trata de un espía, un topo, un agente doble, un hombre del Vietcong, del norte comunista, infiltrado entre los partidarios del Vietnam del Sur, que defienden -a la postre de manera inútil- la visión capitalista de su nación con el muy tibio y ya claudicante apoyo de las tropas americanas.

Con claras referencias a las novelas de este género -Le Carré, Graham Greene- la intensa peripecia vital de nuestro hombre se nos presenta en tres partes bien diferenciadas. En la primera, excepcional, setenta páginas arrebatadoras y memorables cuya lectura justifica la adquisición del libro, asistimos a la llegada de las tropas comunistas a Saigón, el cerco y los bombardeos de la ciudad, con las dramáticas escenas de la evacuación de unos centenares de privilegiados vietnamitas de entre los miles que se agolpan en las dependencias de la Embajada de Estados Unidos, todos amenazados por el terror y la muerte casi segura que traerá consigo la llegada de los soldados del Vietcong. Entre ellos, entre los aspirantes a la salvación, se encuentran el narrador y sus superiores de la jerarquía militar, que han comprado voluntades y sobornado a las autoridades responsables para lograr su liberación. En la segunda parte, instalado en California, conocemos la vida del anónimo personaje en los ambientes del exilio vietnamita en Norteamérica, unos círculos, que respiran nostalgia y deseos de venganza, entre los que continúa su difusa labor de espionaje mientras participa en el rodaje de una película sobre su país cuyos detalles remiten a la mucha filmografía realmente existente sobre el tema. Por último, en la tercera parte, y de vuelta a Vietnam, a donde regresa en un desatinado intento de recuperar la lucha armada y organizar la resistencia frente al régimen comunista de Ho Chi Minh, conocemos las espantosas condiciones de vida en uno de los campos de prisioneros que el nuevo régimen prosoviético ha instalado por todo el país y en el que las diversas formas de tortura constituyen la pauta que marca el terrorífico transcurrir de los días.

El relato de la huida de Saigón es deslumbrante, de una intensidad y una verosimilitud sobrecogedoras. La presencia de la guerra impregna esas páginas, la acción es trepidante, y la recreación de esos días crepusculares de un régimen, que tanto hemos visto en el cine, con los clubes nocturnos, las extremadamente jóvenes y fáciles prostitutas revoloteando en torno a los soldados americanos -en muchos casos también unos niños-, ellos y ellas “transportados” de aquel infierno por las drogas, el sonido cada vez más cercano de los cañones del Ejército comunista, la sensación de inutilidad y de derrota en los invasores estadounidenses, el “sálvese quien pueda” final, las intrigas y las maquinaciones para conseguir la salvación, la sensación de caos total, de falta de autoridad, de estampida descontrolada en la que ya no sirven valores ni jerarquías, principios o reglas de aceptación habitual en momentos de normalidad, toda esa “ambientación” realista y fidedigna de un trascendental y muy documentado momento histórico es excepcional.

Cierto es que la apreciación y el disfrute de esos capítulos primeros del libro resultan, en mi caso, especialmente vivos, profundos y significativos, porque, siempre previsor, he hecho coincidir la lectura de la novela con un reciente viaje a Vietnam, de tal manera que, tras las visitas diarias a los escenarios de los sucesos narrados, adentrarme en unas páginas que reconstruyen esos mismos hechos, ocurridos en unas calles, unos edificios, unos paisajes, unas gentes (en este último caso no, obviamente, las mismas) que acababa de conocer solo unas horas antes, constituía, cada día, una experiencia doblemente reveladora y de una especial “magnitud”. En particular, el demorado -y espeluznante- recorrido por las salas del Museo de los Vestigios de la Guerra en Ho Chi Minh City -la antigua Saigón- es un acontecimiento, de los más inolvidables de mi viaje, por la impresionante variedad del material expuesto y, sobre todo, por la crudeza y el realismo de las imágenes y los objetos que se muestran. En el museo -cabe una interesante y bastante reveladora visita virtual- están los tanques y los helicópteros de la guerra, los jeeps y los camiones para el transporte, los bombarderos y los cazas, así como una muy completa exhibición del destructivo armamento usado en el conflicto, ametralladoras y fusiles, morteros y lanza cohetes, bombas, obuses y misiles, balas, proyectiles y municiones varias, armas cortas y bazookas, minas antipersonas y recipientes para el napalm, el agente naranja y otros compuestos químicos… Hay también una reproducción -a escala real- de las celdas de internamiento y tortura, tan habitual en el curso de la guerra, de atroz uso por las fuerzas del sur del país. Y hay, sobre todo, una extraordinaria -e inagotable- colección de fotografías, debidas al talento y la valentía de decenas de corresponsales de guerra muertos en los combates, que ilustran, de una manera turbadora e inolvidable -tristemente inolvidable-, acerca de los muchos horrores -la opresiva selva, el lodo y el barro, la devastación, los desplazados, las aldeas quemadas, las matanzas, las ejecuciones, los fusilamientos, las torturas, los efectos de las armas químicas, y tantos otros, todos pavorosos- de ese inicuo episodio de la historia de la humanidad. Este inmenso arsenal -nunca más adecuado el término- de referencias bien documentadas -junto a las literarias y cinematográficas (singularmente el film de Coppola, Apocalypse now, una “presencia” ineludible en el texto) que el autor aporta al término de su libro- está presente, de un modo implícito, en esta primera parte de la novela que no dudo en calificar de magistral.

Los capítulos en los que el protagonista, llegado por fin a los Estados Unidos, se instala en California, en donde sobrevive mientras sigue ejerciendo, de un modo sutil -como no puede ser de otra forma- su labor de espía, se desenvuelven entre, como se ha dicho, la descripción del exilio vietnamita en su país de acogida -un conjunto de militares y civiles “fracasados” que, desposeídos de su rango jerárquico y de su posición social originarios, deambulan por los extrarradios de las deshumanizadas ciudades del oeste alternando trabajos infames y mal pagados, estancias solitarias en apartamentos cochambrosos, inocuas conspiraciones de salón y fantasiosas ideaciones sobre el retorno victorioso a su país; todo ello en un clima general de interminable borrachera- y, por otro lado, como corolario de tanta desdicha, de tanta incapacidad de adaptarse al nuevo y vertiginoso entorno, de progresar en el inalcanzable sueño americano, el permanente recuerdo, preñado de nostalgia y melancolía, de la vida en Saigón, la ciudad de tristeza, aquella ciudad portátil que llevábamos dentro todos los exiliados; una ciudad que -en la distancia- se idealiza (Saigón delicioso, delirante y disfuncional) mientras en la voz del narrador se evocan episodios de su anterior vida en ella: el recuerdo nostálgico de la madre, las galletas Le petit écolier que en su extrema pobreza ella lograba guardar para su hijo, el recuerdo de Ban Me Thout, mi pueblo natal, pueblo en las colinas, pueblo de tierra roja, patria montañosa de los mejores granos de café, tierra de cataratas rugientes, de elefantes exasperados, de los famélicos Gia Rai con sus taparrabos, descalzos y a pecho descubierto, tierra donde habían muerto mis padres, tierra donde mi cordón umbilical estaba enterrado en la diminuta parcela de mi madre, tierra donde el heroico Ejército Popular había iniciado las ofensivas para liberar el sur durante la gran campaña del 75, tierra que era mi hogar. E, incluso, la añoranza de la guerra, que se reviste ahora, una vez dejada atrás, de caracteres épicos: No éramos un pueblo que se lanzaba a la batalla siguiendo la llamada de una corneta o una trompeta. No, nosotros luchábamos al son de canciones de amor, porque éramos los italianos de Asia.

Y es que, en efecto, en esta segunda parte del libro -y en la novela entera-, las canciones, la música, constituyen un elemento esencial de la narración, a través del que se vehicula -sobre todo- este permanente sentimiento de nostalgia, el dolor melancólico y romántico que provoca la pérdida de su ciudad. Decenas de canciones, occidentales y vietnamitas, surcan el libro, entre ellas Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que suena en la voz de Nancy Sinatra, un tema que ilustra de un modo emblemático esta dimensión deliciosamente triste, de evocación apesadumbrada, del relato, tal y como podréis comprobar en el muy significativo fragmento que os dejo al cierre de esta reseña, antes del vídeo de la canción.

En la sección postrera de la obra, de lectura angustiosa, asistimos a otra manifestación del horror, el que nace de la exigente y rigurosa interpretación por parte de las nuevas autoridades comunistas de la pureza de la revolución, confinado el narrador, de vuelta a su tierra, en un campo de internamiento del Vietcong, en una experiencia que no quiero describir en detalle por no revelar aspectos esenciales del desenlace del libro.

Sin tiempo apenas ya para más comentarios, permitidme un breve apunte final sobre otro aspecto esencial de El simpatizante, la condición “dual” de su protagonista, un rasgo que no solo lo define sino que inspira uno de los ejes temáticos más importantes de la novela.

“Nuestro” espía es hijo ilegítimo de un sacerdote francés y una humilde campesina vietnamita, y esa condición de bastardo, fruto de una unión cuanto menos “irregular” (aunque su madre lo llama “hijo del amor”) entre personas de diferentes culturas y condiciones, caracterizará su personalidad, teñida por muy diversos y significativos dualismos. En Estados Unidos pasará por “amerasiático” siendo en realidad euroasiático, en cualquier caso un extraño, un mestizo, una anomalía; en él se concitarán los más destacados rasgos del carácter oriental y occidental, como se pone de manifiesto en una ilustrativa tabla que el propio narrador presenta en la página 86; será, igualmente, la viva metáfora del conflicto entre un norte de progreso y un sur supuestamente en vías de desarrollo; su ambivalente condición evocará el eterno diálogo entre el yin y yang; esa naturaleza demediada operará también en el libro como representación de la propia historia del Vietnam (Nuestro mismo país estaba maldito, bastardeado, dividido entre norte y sur; y aunque pudiera decirse que éramos nosotros quienes habíamos elegido la división y la muerte en aquella incívica guerra civil nuestra, esto sólo era cierto a medias. Nosotros no habíamos elegido que los franceses nos denigraran, ni que nos dividieran en una impía trinidad de norte, centro y sur, ni que por fin nos entregaran a los grandes poderes del capitalismo y el comunismo para que éstos nos siguieran partiendo por la mitad y luego nos dieran los papeles de ejércitos enfrentados en una partida de ajedrez de la guerra fría librada por hombres blancos trajeados y falsarios con aire acondicionado); vivirá como agente doble atrapado entre dos mundos, escéptico, pues, ante los “dogmas” de ambos; y sobre todo, se verá envuelto en el más esencial y problemático dilema de su vida, el que enfrenta las cualidades de revolucionario y “simpatizante”, como queda de manifiesto en este fragmento que desvela, además, el sentido último del título del libro: Mirando ahora esta historia nuestra, de mí y de mí mismo, podemos ver que los que nos ha definido y nos ha causado tantos problemas es el hecho de que no solamente somos revolucionarios, sino también simpatizantes, lo cual implica un grado de compasión. Hace falta compasión para hacerse uno revolucionario, ese que siente el sufrimiento ajeno. Pero en cuanto uno se hace revolucionario ya no puede sentir compasión, porque el revolucionario no puede sentir nada hacia la gente a quien le tiene que hacer cosas, ¿verdad? Lo que distingue a un simpatizante de un revolucionario es lo mismo que distingue a la emoción de la acción, al pensamiento del acto, al idealismo de sus consecuencias. La dura “convivencia” con tanta contradicción definirá el modo de ser, de pensar y de sentir del narrador, que siempre se siente fuera de lugar, dividido: igual que mi maldita generación se había visto dividida antes de nacer, también yo estaba dividido de nacimiento, alumbrado en un mundo posparto donde prácticamente nadie me aceptaba como lo que yo era, sino que se limitaban todos a intimidarme para que eligiera entre mis dos lados; un drama íntimo que ya aflora desde las primeras palabras del libro: Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras.

En fin, no hay tiempo para más. Leed esta muy apreciable novela, El simpatizante, de Viet Tranh Nguyen, llena de motivos de interés. La ya citada canción de Nancy Sinatra, Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que aparece también en el texto que cierra esta reseña, acompaña musicalmente mis comentarios.



Mientras la escuchaba cantar, yo sólo quería inmolarme con ella en una noche que recordar para siempre. Hasta el último hombre de la sala compartía mis emociones mientras contemplábamos cómo ella se limitaba a mecerse suavemente ante el micrófono; no necesitaba más que su voz para conmover al público, o mejor dicho, para paralizarnos. Nadie hablaba y nadie se movía salvo para levantar un cigarrillo o una copa, una concentración absoluta que tampoco rompió su siguiente tema, algo más optimista: Bang Bang (My Baby Shot Me Down). También Nancy Sinatra había cantado aquel tema, pero Nancy no era más que una princesa de platino cuyo único conocimiento de la violencia y las armas le llegaba de segunda mano de los amigos mafiosos de su padre, Frank. Lana, en cambio, había crecido en una ciudad donde los gánsteres habían llegado a ser tan poderosos que el ejército había combatido con ellos en las calles. Saigón era una metrópolis donde los terroristas no sorprendían a nadie y la invasión al por mayor por parte del Viet Cong se vivía como una experiencia comunitaria. ¿Qué sabía Nancy Sinatra cuando cantaba bang bang? Para ella era una letra de pop adolescente. Para nosotros, en cambio, bang bang era la banda sonora de nuestras vidas.

Y lo que era peor, Nancy Sinatra padecía, igual que la mayoría aplastante de los americanos, de monolingüismo. La versión más rica y matizada que hacía Lana de Bang Bang superponía el francés y el vietnamita al inglés. Bang Bang, je ne l’oublierai pas, decía el verso final de la versión francesa, que tenía su eco en la vietnamita de Pham Duy, no olvidaremos nunca. Dentro del panteón de temas pop clásicos de Saigón, aquella versión tricolor era una de las más memorables, con su forma brillante de entretejer amor y violencia en la enigmática historia de dos amantes que, aunque se conocían desde la infancia, o quizá precisamente porque se conocían desde la infancia, terminaban liándose a tiros. Bang Bang era el ruido que hacía la pistola de los recuerdos al dispararnos a la cabeza, porque no podíamos olvidar el amor, no podíamos olvidar la guerra, no podíamos olvidar a los amantes, no podíamos olvidar a los enemigos, no podíamos olvidar nuestra tierra y no podíamos olvidar Saigón. No podíamos olvidar el sabor a caramelo del café con hielo y azúcar grueso; los cuencos de sopa de fideos que os comíamos en cuclillas en la acera; rasgar la guitarra de un amigo mientras nos mecíamos en hamacas bajo los cocoteros; los partidos de fútbol que jugábamos descalzos y sin camisa en los callejones, plazas, parques y prados; las gargantillas de perlas de niebla matinal que rodeaban las montañas; la humedad labial de las ostras desbulladas en una playa de arena gruesa; el susurro de una amante joven y tierna diciendo las palabras más seductoras de nuestro idioma, anh oi; el traqueteo de los granos de arroz al ser trillados; los trabajadores que dormían en sus triciclos en las calles, al abrigo de nada más que los recuerdos de sus familias; los refugiados que dormían en cada acera de cada ciudad; la incandescencia de las pacientes espirales antimosquitos; la dulzura y firmeza de un mango fresco recién cogido del árbol; las chicas que se negaban a hablar con nosotros y a las que justamente por esos nosotros deseábamos más; los hombres que habían muerto o desaparecido; las calles y casas destruidas por los obuses; los torrentes donde solíamos nadar desnudos y riendo; la arboleda secreta donde espiábamos a las ninfas que se bañaban y chapoteaban con inocencia de pájaros; las sombras que proyectaba la luz de las velas en las paredes de las chozas de zarzo; el tintineo atonal de los cencerros de las vacas en los caminos enfangados y las sendas rurales; el ladrido de un perro hambriento en una aldea abandonada; el apetitoso hedor del durián, que te hacía llorar cuando te lo comías; la imagen y las voces de los huérfanos aullando junto a los cadáveres de sus padres; la camisa que se te pegaba al cuerpo por la tardes, el cuerpo igualmente pegajoso de tu amante cuando terminabas de hacer el amor, lo difícil de nuestras situaciones; el chillido frenético de los cerdos que escapaban para salvar el pellejo perseguidos por los aldeanos; las colinas inflamadas por la puesta del sol; la cabeza coronada del amanecer emergiendo de las sábanas del mar; la mano caliente de nuestra madre cogiendo la nuestra; y aunque la lista podría continuar infinitamente, la idea era muy simple: la cosa más importante que nunca podríamos olvidar era el hecho mismo de que nunca podríamos olvidar.


Viet Thanh Nguyen. El simpatizante

miércoles, 22 de noviembre de 2017

ANTONIO ITURBE. A CIELO ABIERTO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os brindamos una recomendación de lectura confiando en que nuestra elección, realizada siempre con criterios de interés y calidad, pueda acertar y hacer despertar en vosotros la inclinación hacia un determinado libro.

En el caso de hoy son tres -y no, como de costumbre, una sola- las propuestas que voy a plantearos conjuntamente, una “oferta” múltiple que viene en cierto modo impuesta por la concesión, hace unos meses, del premio Biblioteca Breve correspondiente a 2017 a la última novela de un escritor, Antonio Iturbe, hasta ese momento desconocido para mí, aunque cuente ya con una significativa obra publicada con anterioridad. Un prestigioso jurado -y a mi juicio muy fiable; aunque de la validez de su dictamen en esta ocasión concreta os hablaré en unos minutos- formado por Fernando Aramburu, Pere Gimferrer, Lola Larumbe, Manuel Longares y Elena Ramírez, otorgó el importante galardón a A cielo abierto, una más que estimable novela en la que centraré mi recomendación de esta tarde y que apareció a primeros de año en la editorial Seix Barral, el sello que patrocina el premio. Mi lectura arrebatada del voluminoso libro -más de seiscientas páginas-, me llevó a adentrarme, días después, en la que pasa por ser la obra más conocida de Iturbe, La bibliotecaria de Auschwitz, publicada en 2012 por la editorial Planeta, también torrencial y de lectura igualmente apasionante y que asimismo os comentaré de modo breve. Además, y en tanto el título galardonado gira sobre la vida personal y la trayectoria literaria de Antoine de Saint-Exupéry (Destaca la cuidada recreación de la figura de Saint-Exupéry y el tratamiento de la épica de los primeros años de la aviación civil francesa en una novela de arriesgadas aventuras con un fiel trasfondo histórico, señala el jurado en su acta), he decidido incluir en mis consejos de esta tarde la obra maestra del escritor francés, El Principito, ahora que están a punto de cumplirse los setenta y cinco años de su aparición en 1943.

Quiero hacer, antes de adentrarme de lleno en mis comentarios a los tres libros, una breve consideración a propósito de la adjudicación del Premio Biblioteca Breve al primero de ellos, A cielo abierto. En su primera etapa, que transcurrió entre 1958 y 1972, el galardón tenía una componente “rompedora”, atrevida, descubriendo autores primerizos o muy jóvenes, apostando por obras no demasiado convencionales, premiando textos que suponían una ruptura o al menos una renovación de los lenguajes narrativos más consolidados y por tanto más previsibles. Nombres como Luis Goytisolo, Caballero Bonald, García Hortelano, Benet, Marsé, Guelbenzu, entre los españoles, y Vargas Llosa, Cabrera Infante, Manuel Puig o Carlos Fuentes entre los hispanoamericanos, integran la nómina de los sobresalientes ganadores y finalistas de aquellas primeras ediciones (y hay que imaginarse a estos autores con cincuenta y sesenta años menos de los que ahora tienen para poder darnos cuenta de lo arriesgado del envite editorial). Tras una larga pausa, en la que dejó de convocarse, “el” Biblioteca Breve reaparece en 1999 con otra lógica, bastante más comercial -aunque no exenta de calidad-, desde la que se premia a escritores como Elvira Lindo, Juan Manuel de Prada, Juan Bonilla, Clara Usón, Fernando Aramburu, Luisa Castro, Elena Poniatowska o Fernando Marías, entre otros; todos ellos nombres importantes, aunque de no tanta entidad como aquellos, entre nuestros literatos contemporáneos.

La presencia de Antonio Iturbe en este largo elenco no desentona desde los parámetros del segundo enfoque reseñado, aunque sí chirría si nos atenemos a unas cualidades literarias supuestamente excepcionales o a un valor narrativo presuntamente anticipador o germinal, o tan solo destacado o significativo. A cielo abierto es una estupenda novela, magnífica en la “conversión” de un vastísimo y bien trabajado material documental en ficción narrativa; sobresaliente en el dibujo de la compleja personalidad de Saint-Exupéry y de la de sus colegas de vuelos; espléndida en la escrupulosa y verosímil recreación de una época; formidable en la reivindicación de la aventura y la pasión vitales; cautivadora en su contagiosa defensa de los retos arriesgados, de los desafíos y los viajes, del juvenil ímpetu y el valeroso espíritu que nos lanza al descubrimiento; muy atractiva en su tratamiento épico del heroísmo, encarnado en un trío de hombres fuera de lo común como son sus protagonistas; inspiradora cuando describe los valores -tan nobles, tan puros, tan incontaminados por los intereses comerciales y el dinero- de esos personajes casi legendarios; valiosa y penetrante en su indagación de las almas y las personalidades de esos tres caracteres principales… pero no deja de ser, y espero que se entienda mi objeción -muy menor, eso sí; el balance final es sin duda positivo-, una novela “periodística”, una transcripción -ciertamente brillante- de elementos “preexistentes”, sin invención propiamente dicha, sin la creación de un universo literario con autonomía y entidad, sin una sobresaliente o siquiera valiosa aportación a la historia de la literatura, como un premio con esta trayectoria pudiera suponer. Más cercana, por tanto, en este sentido, y a pesar de los muchos elementos genuinamente novelescos, a un muy interesante -y extenso- reportaje, a una minuciosa crónica, muy vibrante y sugestiva, que, quizá, con ligeros cambios que la despojasen de los elementos de legítima invención novelística, podríamos encontrarnos y leer -por entregas- en cualquier revista dominical de calidad de algún destacado periódico.

En otro orden de cosas, y admitiendo la “dimisión” de Seix Barral de esa voluntad de búsqueda de valores nuevos que impregnaba el planteamiento inicial del premio, sorprende también que el jurado -y los correctores de la editorial- hayan dejado pasar algún fallo menor; entre ellos, algunos de concordancias y, sobre todo, la mención que el autor hace, por boca de Saint-Exupéry, de Baudelaire y su “barco ebrio” (atribución que correspondería, obviamente, a Rimbaud)… Errores disculpables, sí, pero… ¡¡es la obra ganadora del Biblioteca Breve!!

A cielo abierto sigue la vida de tres amantes de la aviación, tres pioneros de las primeras líneas del correo comercial aéreo francés, tres pilotos que acabarán por confluir en sus distintas trayectorias vitales hasta desarrollar una fuerte amistad en la sociedad Latécoère, un clásico histórico de las compañías aeronáuticas y uno de los grupos empresariales más poderosos del sector en la actualidad, constructores, entre otros, de los aviones Airbus o Boeing. El más conocido de los tres, el ya mencionado Antoine de Saint-Exupéry, centrará el hilo principal de la novela. A él se le unirán, en capítulos que se alternan y que tendrán como protagonistas a cualquiera de los integrantes del trío, Jean Mermoz, atrevido y sanguíneo, entusiasta y excesivo, corajudo y mujeriego, un aventurero prototípico, y el discreto Henri Guillaume, de vida ordenada y convencional, aunque poseído también por la pasión del vuelo. Los tres, niños traviesos que juegan en la ciudad de los hombres, viven la aviación como una aventura, como un placer, como un juego, una experiencia que los hace volver a caminar por el sendero de la infancia, en una imagen -la del universo infantil- recurrente en el libro y muy conectada con el espíritu que inspiraría -y que rezuma su texto y las acuarelas que lo acompañan, debidas al propio autor- la obra mayor de Saint-Exupéry, El Principito.

La novela, estructurada en ochenta y nueve capítulos y un epílogo, se desenvuelve entre 1921 -cuando encontramos a un joven Mermoz en sus durísimos días de instrucción como voluntario en el acuartelamiento de aviación de Istres, en el sur de Francia- y mediados de 1945, en que una melancólica mirada retrospectiva cierra la obra, apenas un año después de la muerte, el 31 de julio de 1944, del propio Saint-Exupéry, desaparecido en el Mediterráneo en una misión de reconocimiento para la que había partido desde una base en Córcega. Entre ambas fechas transcurre la trama del libro, que conjuga dos planos sólidamente imbricados en el texto: por un lado, el relato de las intensas peripecias áreas de los personajes, del desarrollo de su enardecida vocación, la fiel aproximación a los acontecimientos de unas existencias marcadas por la aviación; y, por otro, la honda profundización en sus complejas personalidades y en sus vidas “civiles” -la vida en tierra-, con su sucesión de amores y amistades, matrimonios y amantes, negocios y bancarrotas, proyectos y trabajos, pero también sueños y frustraciones, esperanzas y desilusiones, emociones y fracasos.

En el primero de los frentes, A cielo abierto ofrece una destacada panorámica de esas décadas, que se inician tras la primera guerra mundial y se extienden hasta el final de la segunda, en las que Europa y el mundo entero vivieron momentos convulsos que cambiaron de raíz el retrato de nuestras sociedades. Centrado sobre todo en el desarrollo de la aviación civil, con la apertura de nuevas líneas, la superación de récords de vuelo, las entonces frecuentes hazañas aeronáuticas, los atrevidos desafíos de navegación aérea, entre una multitud de apasionantes lances -vuelos nocturnos, condiciones ambientales inclementes, aterrizajes forzosos, terribles accidentes, aviones desaparecidos, escenas bélicas-, el libro sigue a sus protagonistas por la mitad del orbe, Francia y Marruecos, España y Senegal, Inglaterra y Alemania, Argentina y Brasil, las vastas extensiones del desierto del Sahara y los imposibles picos andinos, el interminable océano Atlántico o la igualmente peligrosa inmensidad mediterránea, y nos los muestra no solo en sus muy precarias cabinas de vuelo haciendo frente a nieves y lluvias y tormentas, encarando en sus frágiles aparatos los ataques de los poderosos cazas enemigos, o en lastimosos aeródromos en los que consumen estériles horas de impaciente espera, sino también en los salones de la más refinada sociedad en París o de Nueva York, en los que se codean con los elegantes círculos literarios de la época, con políticos famosos, con aristócratas fascinantes, con mujeres de encanto irresistible, o en los bajos fondos de la Boca rioplatense, trasegando alcohol entre chulos, prostitutas y marineros sin fortuna.

Todo este eje “histórico” del libro se articula a partir de dos fuentes principales: la innumerable información contrastada y documentada que existe sobre estos hechos “objetivos” (hasta el punto de que la mera consulta de la entrada “Antoine de Saint-Exupéry” en la Wikipedia permite seguir fielmente -aunque de manera obviamente resumida- el hilo conductor de la novela) y la mucha información autobiográfica que permea las páginas de la obra del escritor francés, de cuyos libros El aviador, Correo del Sur, Vuelo nocturno, Tierra de hombres o Piloto de guerra se ha nutrido Iturbe para recrear escenas enteras de su novela.

La segunda vertiente de A cielo abierto, la más íntima y personal, bebiendo también de los escritos del propio Saint-Exupéry (hay muchas reflexiones extraídas de El Principito, y se explican escenas y hasta personajes del cuento inspirados al parecer en anécdotas vividas por el aviador), es, sin embargo, la que se presta a una mayor tarea estrictamente novelística de su autor, que recrea libremente los pensamientos y las sensaciones, las inquietudes y las emociones -su atrevimiento, su valentía, hasta su locura-, las contradicciones y los padecimientos, incluso los comentarios y las conversaciones de sus personajes (por ejemplo en frases como esta: Después de tantos avatares, por debajo de las cicatrices, del pelo que se empieza a caer y las ilusiones descoloridas, se reconocen en la fragilidad traviesa de los niños que siguen siendo), en un conjunto que, si bien ficticio, resulta coherente, creíble y verosímil, contribuyendo a dotar de “vida” lo que, sin esta componente, resultaría ser -ya se ha dicho- un frío reportaje periodístico.

Tras el relato de tantos avatares, en A cielo abierto se defiende una muy humana visión del mundo, una concepción moral de la existencia, unos valores -presentes en la obra entera de Saint-Exupéry, singularmente El Principito- que postulan la importancia del amor, la amistad, la entrega, la pasión, los sueños, la esperanza, la generosidad. Vivieron cada año como si fueran diez. Vencieron sus miedos. Llegaron a lugares asombrosos donde nadie había llegado, superaron retos que parecían imposibles, se sacrificaron para que la gente recibiera su correo en lugares remotos… No sé si valió la pena, pero de algo estoy seguro, ellos hicieron que sus vidas fueran extraordinarias, dice al final de la novela Daurat, el que fue jefe de los aviadores, en un resumen bien significativo del alcance moral de la propuesta del escritor francés y de su premiado “embajador” Antonio Iturbe.

Valores que aparecen también en La bibliotecaria de Auschwitz, de nuevo una recreación periodística de historias reales, precisa y abundantemente documentadas en una muy detallada bibliografía (de la que se da cuenta al término del libro). En este caso, es la dramática -pero a la vez aleccionadora- experiencia de Dita Kraus, la niña judía que entre los nueve y los dieciséis años fue objeto de sucesivas deportaciones desde su Praga natal a distintos campos de concentración y de exterminio, singularmente el de Auschwitz, en el que heroica y milagrosamente ejerció de bibliotecaria, custodiando y alentando la lectura -prohibida por los nazis- de los ocho únicos libros que algunos valerosos prisioneros lograron conservar. El relato, como casi todos los inspirados en los trágicos recuerdos de las víctimas, es sobrecogedor, emociona y conmueve, constituyendo además una bienintencionada defensa de la dignidad y el coraje, de la libertad y la esperanza, de la valentía y la lucha, de la solidaridad y la entrega, también de la lectura y los libros, hasta el punto de haber sido galardonado en su momento con el Premio Troa a los “Libros con valores”. Sin embargo, y al igual que en A cielo abierto, poco hay de literariamente estimable en la construcción que Iturbe “suma” al amplio y bien hilado bagaje documental en el que se inspira. Más allá de esta ya de por sí evocadora y formidable historia original, la narración -que aun así se lee con fruición; su autor es un periodista avezado y un escritor sobresaliente- resulta algo plana, fría y estereotipada, sus personajes -pese a ser el trasunto fiel de individuos reales que sufrieron desgarradas experiencias vitales- no son del todo convincentes, y se muestran más como emblemas de cartón piedra, como meros vehículos de las ideas que el autor quiere defender que como individuos plenos, con hondura (y ello a pesar del muy evidente propósito de Iturbe de dotarlos de aristas y ambigüedades, escapando del maniqueísmo trivial del nazi malvado -que los hay, obviamente, en la novela- o el judío sufriente y heroico -que también comparece, como era de esperar), con pulso vital y calidez humana. El lector siempre tiene la sensación -así ha sido, al menos en mi caso- de no estar escuchando la creíble voz de una persona sino la hasta cierto punto rutinaria y monótona narración de un ente artificioso.

Debiendo poner fin ya a esta muy larga reseña, me despido con mi encarecida invitación a leer -para la mayor parte de vosotros se tratará de releer- El Principito. No hay tiempo ya para glosar la valía de esta obra maestra, por lo que me limitaré a apuntar que siendo muchas las ediciones del libro en nuestro país, he elegido recomendaros una especial, bellísima, presentada en un cuidado estuche y con encuadernación en tela, que vio la luz en 2001, con ocasión del cincuentenario de su primera edición española, en la editorial Salamandra, que ha mantenido la traducción canónica de Bonifacio del Carril. El evocador y genial universo del joven príncipe se recoge aquí envuelto en la acogedora y deslumbrante belleza de una edición única.

Como acompañamiento musical a mis comentarios os dejo con J’attendrai, un tema de Tino Rossi, el cantante francés cuyas baladas románticas escuchan los protagonistas en un pasaje del libro.


Vuelan durante horas saltándose cualquier protocolo. Cuando ve una bandada de gaviotas flotando indolentes, cerca de la playa interminable más allá del cabo Bojador, desciende y las espanta como un chiquillo travieso. Los pájaros se elevan de repente y la danza de la vida se despliega sobre el cielo como si fuera el primer día de la creación.


Dejan atrás dunas y pequeñas cordilleras. De vez en cuando el jefe señala con el dedo y se vuelve lentamente para decir palabras que se lleva el viento. Tal vez señale un lugar al que viajó alguna vez con alguna caravana tras muchas jornadas de camino. Después, repliega la mano y deja de señalar. Nunca se había adentrado tan lejos. Se queda en silencio. El desierto que creía conocer resulta ser mucho más grande que su larga vida y que cualquier vida. Cuando el jefe Abdul Okri y él mismo hayan muerto, cuando todos hayamos muerto, el desierto seguirá ahí, viendo salir el sol por el este y poniéndose por el oeste.


Alcanzan un pequeño rebaño de nubes al llegar al golfo de Cintra. Toma altura para retozar un poco con ellas. Ve al jefe ponerse tenso de nuevo al ver que el avión se dirige a toda velocidad a chocar contra los cúmulos. Se ríe. ¿De qué creerá el jefe Abdul que están hechas las nubes? ¡Su conocimiento de las nubes es el mismo que el de un recién nacido! El Breguet alcanza los cúmulos blancos y entra en ellos como una cucharilla en un plato de chantillí. El mundo se pierde de vista, un leve temblor sacude el aparato y los hilachos de nueve corretean a su lado. Ve cómo el jefe alarga la mano para tratar de tocarlos y mueve la cabeza con asombro. Durante todas las noches del resto de su vida, sentado ante el narguile, podrá contar que un día toco las nubes.

Sobrepasan Agadir y el desierto se va suavizando con una telilla de matorrales y vegetación. Se encaminan hacia Saint-Louis de Senegal y el paisaje va mudando el color. Abandona la piel áspera del desierto y se viste con otra más fresca. El jefe Abdul señala los primeros árboles. Aquí hay uno. Allá otros dos. Más allá un racimo. Son ceibas, palmeras, acacias, enormes baobabs. Y empiezan a faltarle mano. Hasta que deja de gesticular y se queda quieto con la cabeza fija, magnetizado por el paisaje. Los ríos se ensanchan, la tierra se ha teñido de verde, el color con el que sueñan los musulmanes. Y entonces, el jefe se vuelve hacia el piloto. El viejo saharaui endurecido por el desierto, el jefe tribal intransigente, el guerrero feroz… derrama lágrimas tras las gafas de aviador. Él lo mira desconcertado y su pasajero señala insistentemente hacia abajo.



No atina a ver nada extraordinario. Solamente hay un bosque minúsculo. Nada especial. 

Un bosque… 

El jefe Abdul Okri nunca pudo imaginar que existieran tantos árboles en el mundo. Tal vez se acordara en ese momento de los polvorientos arbustos que crecen junto a su jaima y sintiera pena por ellos, perdidos en medio de la arena, tan lejos de su casa. Siente una ternura hacia ese hombre y los suyos, gentes en tierra áspera, desperdigados por el desierto como matojos resecos y, aun así, tal vez por eso, orgullosos.



Oye sollozar. Nunca creyó que vería llorar a un sheij tan altivo como él.

Tonio suspira, contagiado por la emoción. El ser humano, egoísta, odios, mezquino, capaz de las mayores atrocidades, puede también ser una criatura capaz de emocionarse al contemplar la paz milenaria de los árboles. Se inclina hacia delante y posa su mano en el hombro del saharaui.

Cada persona es un milagro…



 
Antonio Iturbe. A cielo abierto