Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de diciembre de 2017

PHILIP LARKIN. UNA CHICA EN INVIERNO

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el pequeño reducto desde el que Radio Universidad de Salamanca os ofrece interesantes recomendaciones literarias en una programación por otro lado repleta de música, literatura, cine y, en general, cultura. En estos días navideños, y en una reseña que sólo verá la luz en nuestro blog, os ofrezco una obra que ya desde su título se aviene de un modo idóneo con el ambiente invernal que nos rodea, además de constituir una lectura formidable para estos muy cortos días del año.

Y es que esta semana os traigo un libro espléndido, una maravilla de emoción y lirismo, de intensidad y poesía, de belleza y verdad, obra de un poeta, según todos los expertos -y en la medida en que caben tales rankings en literatura- el más grande de la Inglaterra de los últimos setenta años, pero que comenzó su andadura como escritor publicando novelas (cinco en total, al parecer, de las cuales tres habrían sido destruidas por el propio exigente autor, insatisfecho con los resultados). Se trata -y con la anterior información quizá su nombre ya haya acudido a vuestras mentes- de Philip Larkin, siendo Una chica en invierno el título del libro que ahora quiero proponeros con fervoroso entusiasmo. Presentada por la magnífica editorial Impedimenta, en traducción formidable de Marcelo Cohen, que también había vertido al castellano, esta vez en la editorial Lumen, Jill, la primera novela de su autor, Una chica en invierno, escrita en 1947, apareció en nuestro país a finales de 2015.

La historia que narra la novela es, en sí, relativamente sencilla. Katherine Lind es una chica, probablemente alemana -aunque ese dato solo puede deducirse a partir de algunas ligeras alusiones y no se menciona expresamente en el texto-, que se desempeña en un modesto empleo de ayudante en la biblioteca de un pequeño pueblo, también innominado, cercano a Londres, en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con solo veintidós años, la joven lleva dieciocho meses de rutinaria existencia en Inglaterra, país al que ha vuelto -se desconocen los motivos, pero todo apunta a la contienda como desencadenante- desde su hogar “continental” seis años después de una estancia veraniega de tres semanas en el muy british hogar de los Fennel, tras un escolar y adolescente intercambio epistolar con el mayor de los hijos de la familia, Robin.

La novela se articula en tres partes, obviamente conectadas entre sí. La primera y la tercera transcurren en torno a una jornada -algo particular- de la anodina vida de Katherine. En el bloque inicial seguimos a nuestra protagonista que, en un gélido día invernal, debe abandonar transitoriamente su trabajo para, por mandato de sus superiores, acompañar a su casa a una asistente de la biblioteca, la señorita Green, que se encuentra indispuesta. La “acción” se interrumpe a mediodía, con la joven enferma ya en su domicilio tras un algo extraño paso por la consulta de un singular dentista. En el tercero y último se retoma el relato en el punto en el que se había abandonado, con el retorno de Katherine a su puesto de trabajo, la continuación y el término de su jornada laboral, la solitaria vuelta a casa, la llegada de la noche y el inesperado suceso, que no desvelaré, con el que finalizará el día. En ambas partes -el tiempo de la narración no llega a las doce horas- los acontecimientos se suceden con gris normalidad sin episodios especialmente destacados, más allá de las dosis de excitación e intensidad que hace nacer en la joven la perspectiva de la visita -de realización difusa y, en su caso, previsiblemente fugaz- de Robin, su indefinido y extraño amor adolescente, de permiso ahora el chico en un paréntesis de treinta y seis horas tras su movilización como soldado de Artillería y en lo que supondría el reencuentro de ambos tras seis años sin contacto. Los recuerdos del idílico -al menos en la memoria- verano en la mansión de los Fennel y las expectativas -ilusionadas pero confusas- de la inesperada cita puntean el día de una melancólica y desconcertada Katherine.

En la segunda parte, núcleo central del libro, y que encierra la clave más profunda del carácter, la personalidad y el sentido de la existencia de la joven, Larkin nos convierte en espectadores de los sucesos de aquel verano germinal, trasladándonos a las tres soleadas y pletóricas semanas -no solo en lo climatológico; la inminente guerra ni siquiera se vislumbraba en el despreocupado horizonte de los británicos- en las que Katherine, eufórica pero a la postre decepcionada, entusiasmada y triste, exultante y frustrada (dualismos todos a los que me referiré más adelante, junto a otros muy significativos en la obra), vivió -o quiso o creyó o soñó vivir- su primer amor en el acogedor entorno de la bella casa inglesa de Robin, ante la atenta y enigmática mirada de la hermana de éste, Jane, y la distanciada pero acogedora y cariñosa presencia de los amables padres de ambos.

Y esto es todo: unas pocas horas, unas escasas semanas… pero en ellas, y gracias a la maestría del autor, una vida entera, un ser humano complejo descrito con profundidad e inusitada capacidad de penetración psicológica. Y no solo ella, Katherine, sino el resto de los personajes son creaciones consistentes y verosímiles, caracteres complejos, poliédricos, de los que se muestran, con hondura y en muchos casos con breves “pinceladas”, sus misterios, sus afanes, sus monótonas ocupaciones, sus esperanzas, sus pequeños fracasos, su soledad: el señor y la señora Fennel, Robin -claro está-, la misteriosa Jane -fascinante su retrato-, pero también, en el entorno laboral, el señor Anstey, el jefe estricto e insoportable pero finalmente sensible en una faceta por desgracia oculta, la insustancial señorita Green, la desconsolada y patética señorita Parbury…

Como tantas otras veces, pues, en la gran literatura, la clave no reside estrictamente en los aspectos más superficiales de los hechos narrados, sino en lo que estos permiten entrever y en la belleza del modo en el que nos son presentados. Por el libro desfilan algunos temas de importancia esencial en la existencia de cualquier ser humano: el peso del pasado, la memoria y el recuerdo, junto a la capacidad de feliz invención que conllevan como salvaguarda frente a la mediocridad de nuestras vidas, la soledad (fuera quedaba la llanura, la ausencia de la luna, la enemistad total de las sombras, dice el narrador en una muestra, de las innumerables que pueblan el texto, de su poético estilo), la esperanza ilusionada y, simultáneamente, la realista desesperanza, los sueños, en su doble sentido, como ideaciones quiméricas y como fantasmagorías oníricas (Estaba la nieve, y el tictac del reloj. Tantos copos, tantos segundos. Y a medida que pasaba el tiempo los copos parecían mezclarse con los pensamientos, acumulándose en un vasto montículo que bien podía ser un túmulo funerario, o la punta de un iceberg cuyo cuerpo no se veía. En esa sombra derivaban los sueños, plenos de intuiciones y escalofríos, como bloques de hielo deslizándose por un canal nocturno. Se movían en una procesión lenta y ordenada, pasando de la oscuridad a la oscuridad, impidiendo cualquier suposición de que el orden pudiera romperse, o de que algún día, por lejano que fuese, la oscuridad cediera el paso a la luz. Y sin embargo no era un tránsito triste. Sueños frustrados se alzaban y caían entre bloques, protestando contra su inflexibilidad pero en el fondo contentos de que existiera aquel orden, semejante destino. Recostados en esa certeza, corazón, voluntad y todo cuanto elevara una protesta podían al fin dormirse), la tristeza, el insulso sinsentido de la vida, la desoladora necesidad de las rutinas, la salvífica posibilidad del amor...

Katherine, que tanto en su adolescencia -cuando con inocentes dieciséis años deja su país en las tres semanas de intercambio y se enfrenta a la experiencia de otras costumbres, de otros seres, de otro mundo, en la casa de los Fennel- como en su juventud -en el hastío de una grisura laboral y vital que la ahogan- se refugia en la ficción de su construido -y más deseado que real- amor por Robin para, a la postre, desencantada al comprobar la triste realidad que esconde su evanescente ficción, por el burdo prosaísmo que ocultaba su pretendida y transformadora emoción, perdida la capacidad de sentir, privada ya no solo del amor, sino siquiera de su posibilidad (Robin había sido la fuerza capaz de poner en movimiento aquel día extraordinario, una fuerza que se había ido acelerando hasta hundirla a ella misma, a algunos azares y a otra gente en un remolino de aire), resignarse (Toda persona debía esforzarse en aceptar sus desgracias con ecuanimidad) al tedio, la desgana y el aburrimiento de una vida sin expectativas ni horizontes al sentirse expulsada una vez más a la intemperie de su propia vida. Y ese conflicto, decantado en su caso por el lado negativo, el de la desilusión y la renuncia, el del fracaso y la frustración, se expresa con clarividencia en este fragmento que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir:

No habría más Robins. Y cuando al fin recostó el pensamiento en ese nombre, comprendió todo lo que significaba. Estaba en el umbral de un tiempo en que, recién llegada a ese mismo país, ella había sido recibida por extraños y acogida en su casa. Vestida de blanco, había entrado en un mundo que bien podría haber sido el de una fiesta campestre, y había tomado las manos del de amarillo, el de verde, el de lavanda y el de rosa jaspeado. Se vio primero con uno, luego con otro, llena de emociones que podían cogerse como flores, solo para que la próxima cosecha fuese aún más exuberante. Y pensó que de algún modo él habría podido llevarla allí de nuevo. Qué idea más hermosa, y qué falsa. Había sospechado que podía ser cierta. Y porque lo sospechaba había frenado el impulso de escribir al poco de haber llegado, y cuando por fin le había escrito a Jane lo había hecho desesperada, casi como borracha, aferrándose a la posibilidad más remota de huir de la desolación que la aplastaba. Incluso aquella tarde la sospecha había estado en el fondo de su vacilación. De otro modo era inexplicable que no hubiese tomado todas las precauciones posibles para no perderlo.

Ahora que lo había perdido lo comprendía bien. Mejor tarde que nunca. Y con las fuerzas que le quedaran tendría que afrontar lo que viniese. No se atrevía a formularlo claramente, sabía de sobra cuál era la cuestión. La vida sería alegre mientras ella estuviera alegre, triste si ella estaba triste. Su felicidad dependería de la juventud y de la salud, y a nadie serviría de ayuda. Cuando estuviese enferma se extinguiría, como la llama de un quinqué que se apaga. Cuando envejeciera, se volvería tenue e infrecuente. Y en todas esas situaciones no podría ayudarla nadie, por muy sinceramente que lo intentara, por muy sinceramente que ella lo desease. Pues ni siquiera podrían tocarse, como dos personas separadas por diez metros no pueden tomarse las manos. Realmente había hecho mucho más que ir a vivir a Inglaterra. En esos dieciocho meses se había internado en una tierra que ni siquiera en sueños hubiese concebido antes, de modo que al principio le había parecido irreal. Solo ahora se iba volviendo ligeramente verdadera.

La plenitud del amor (vivido o meramente imaginado) como motor capaz de dotar de sentido a una vida que sin él se revela insulsa y carente de propósito, o las dos caras -pasión/vacío- de una misma moneda que en la novela se presenta bajo otras parejas de dualismos: el esplendoroso verano y el helador invierno; la ligereza alegre y desenfadada de la paz, radiante y luminosa, y la oscura y opresiva “pesadez” de la guerra, amenazante y ominosa; la apacible y cálida normalidad del hogar y el frío y desgarrador exilio; la irrefrenable pulsión de la vida y -a la vez- la irrefrenable pulsión de la muerte…

Y todo ello contado con la sencillez, la prosa poética, la concisión, el inteligente y casi inapreciable uso de la elipsis, el brillante recurso a la mera alusión, al “fogonazo”, a un leve detalle que sirve para describir un estado de ánimo (Le repugnaba tanto como una maraña insalubre de gusanos en una grieta), a los deslumbrantes rasgos que definen el estilo magistral de un precoz Larkin que escribió el libro con solo veintidós años. En particular, las descripciones del paisaje y sobre todo del clima, son bellísimas y operan como poderosas metáforas de los estados de ánimo (la frialdad, la gelidez de la nieve es siempre reflejo de la tristeza, de la soledad, del desánimo; la luz solar del interludio veraniego nos trae la vida, la energía, la esperanza, la ilusión). Una muestra sobresaliente es este fragmento, en el que la presencia del invierno -con la terrible realidad de la guerra que aparece tenuemente velada en una muy sutil indicación final- es recreada con reminiscencias de Joyce y el monólogo final de esa obra maestra que es su cuento Los muertos: La ciudad entera se había metido en sí misma. Las puertas y las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas para que no se escaparan la luz ni el calor. Fuera no había nadie. Tampoco luna que mostrase con su brillo cómo la escarcha lo cubría todo. La oscuridad pesaba como la presencia de una catedral, como una ceguera. Se extendía sobre la ciudad y los yermos helados donde las casas empezaban a distanciarse en el campo, luego sobre la hierba crujiente, luego sobre los bosques. Por la carretera pasaban flotas de camiones con cadenas, pero nada más. Katherine pensó que la oscuridad cubría no solo los kilómetros de calles que la rodeaban sino también las costas, las playas y las millas de mar ondulante que ella había cruzado y que la separaban de su verdadero hogar. Al menos su tierra y la acera por la que avanzaba compartían la misma noche, aunque las separaran cientos de kilómetros vacíos. Y allí también la gente estaría en su casa, y no pensaría mucho más que en el fuego, pues el mismo invierno caía rígidamente sobre todo el continente.

En fin, leed, por todos estos motivos, Una chica en invierno, el conmovedor relato de Philip Larkin que publica Impedimenta; estoy seguro de que lo disfrutaréis. Pese a que Larkin fue también un solvente, algo excéntrico, a menudo furibundo y siempre controvertido crítico de jazz -sus críticas, con el título All What Jazz, se publicaron en España hace unos años-, aprovecho una ligera mención a un tango -indefinido- que suena en la radio en un momento del libro, para acompañar esta reseña con Volvió una noche, un clásico de Carlos Gardel.


Durante la noche había dejado de nevar, pero, como seguía helando y los copos no se derretían, la gente comentaba que aún nevaría más. E incluso cuando la nieve empezó a fundirse, no les quitó la razón, porque no se veía el sol, sino una vasta y única capa de nubes sobre el campo y los bosques. En contraste con la nieve, el cielo era marrón. Sin la nieve, en realidad, la mañana habría parecido un anochecer de enero, pues la luz daba la impresión de surgir directamente de ella. 

Llenaba las zanjas y las depresiones del campo, donde solo se aventuraban los pájaros. En algunos caminos, el viento la había acumulado impecablemente sobre los setos. Los pueblos permanecían aislados, hasta que cuadrillas de hombres pudieran abrir senderos; en los campos resultaba imposible trabajar, y en los aeropuertos cercanos a esos pueblos se habían cancelado los vuelos. Desde sus camas, los enfermos contemplaban el brillo reflejado en los techos de sus cuartos, y algún cachorro que lo veía por primera vez lanzó un gemido y se escondió bajo el lavabo. A barlovento, las casas estaban violentamente espolvoreadas de nieve, y las vallas, semisumergidas como espigones. El paisaje entero era tan blanco e inmóvil que parecía un cuadro abstracto. La gente no tenía ganas de levantarse. Mirar la nieve demasiado tiempo producía un efecto hipnótico, anulaba todo poder de concentración, y trabajar se hacía más duro y desagradable con ese frío que entumecía los huesos. De todos modos, había que encender las velas, picar el hielo de las jarras, descongelar la leche; había que preparar el desayuno a los hombres para que marcharan al trabajo. La vida tenía que continuar, por limitada que fuese, y aunque uno no pudiera ir más allá de la ventana, en casa había muchas tareas esperando un día así. 

Pero, por brechas abiertas a lo largo de los terraplenes, corrían ya los trenes y, aunque vacíos, iban hacia el norte y el sur con la intención de unirlos, pasando por fábricas que habían trabajado toda la noche, por los interiores de las casas tras cuyas cortinas brillaban luces, y llegaban a ciudades donde la nieve no tenía importancia, ciudades que la helada, amargamente, solo podía sitiar durante unos días.


miércoles, 20 de diciembre de 2017

DAVID WAGNER. COSAS DE NIÑOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, desde el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, quiero recomendaros un libro, de difícil adscripción genérica, como luego veréis, pero de indudable atractivo, pese a que no se trate de una obra excepcional o con unos valores literarios sobresalientes por los que pueda pasar a la historia de la literatura. Sin embargo, este Cosas de niños del que hoy quiero hablaros es un libro más que estimable en el que podemos encontrar numerosos motivos para la reflexión y el conocimiento, y con el que, por encima de todo, nos aseguraremos muchos momentos de emoción, pues todo él rezuma sensibilidad y ternura, deliciosa dulzura y amable melancolía, sutil sentido del humor y apreciable, aunque sin enojosos énfasis, alegría vital. El libro, escrito por el alemán David Wagner, se presentó en España a finales de 2015 en la editorial Errata Naturae, en traducción de Esther Cruz Santaella. Hace unos meses, la editorial publicó también otra obra de Wagner, una recopilación de artículos y ensayos sobre Berlín, ciudad en la que actualmente reside.

Cosas de niños consiste en ciento once breves textos, a veces de menos de una página, en los que el narrador describe -con intensidad poética- distintos momentos de la relación con su pequeña hija, escenas significativas de los primeros años de la niña, comentarios sorprendentes de ésta, ocurrencias, preguntas, reacciones inesperadas y desconcertantes nacidas de su infantil inocencia. Estas situaciones operan como el desencadenante de las evocaciones del padre, en las que afloran episodios de su propia infancia, aspectos del trato con sus padres e incluso con sus abuelos, y reflexiones sobre la paternidad, sobre la admiración y el encantamiento cotidianos, sobre la responsabilidad y los temores que entraña el ejercicio de la condición de padre, también sobre el aprendizaje y el hecho de hacerse mayor, sobre el significado de la madurez, sobre el paso del tiempo y el sentido de la vida. Se trata de experiencias y apreciaciones en las que cualquier lector -padre o no- que haya tenido contacto con niños de esas edades tan pequeñas encontrará motivos para el común reconocimiento; un hecho -el carácter “universal” de lo narrado- subrayado voluntariamente por el autor, que opta por no “individualizar” a sus protagonistas, al no nombrarlos -son el padre, la niña-, huyendo así, pienso, de lo específico de las anécdotas relatadas y dotando por tanto a su obra de una dimensión más general con la que cualquiera pueda identificarse.

La estructura del libro, planteado como un agregado de “escenas” aisladas, que pueden leerse con autonomía y en las que no hay sucesión ni progreso ni evolución de los supuestos “personajes”, lo aleja de la novela -aunque solo a priori, pues ya hemos señalado aquí en bastantes ocasiones cómo son de flexibles las fronteras del género-, estando el resultado final más cerca, quizá, del diario o de algún otro tipo similar de obra de no ficción, siendo a mi juicio patente la naturaleza autobiográfica del libro. Este esquema fragmentario -y la belleza y la capacidad evocadora de muchos de los textos- me ha llevado a dedicar a Cosas de niños tres programas en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; tres emisiones, que podéis escuchar en el blog del mismo título, en las que se recogen cerca de cuarente de estas “instantáneas”, pequeños cuentos, en cierto modo, o microrrelatos, todos muy bellos, llenos de ternura y sencillez.

Con la narración habitual del padre -aunque en algunas ocasiones aparecen también las voces del abuelo o de la propia niña; la madre ha muerto y su ausencia impregna gran parte de la obra- y en capítulos encabezados por títulos a menudo escuetos pero siempre muy descriptivos, por el libro discurren una gran cantidad de estas “escenas”, experiencias consabidas de la infancia, muchas de las cuales están en nuestra memoria porque, de una u otra forma, todos las hemos vivido. Así, en una enumeración no exhaustiva y forzosamente incompleta, conocemos los problemas que ocasionan el constante cambio de los cochecitos del bebé y la compra de ropa, el tamaño de unos y la talla de la otra siempre inadecuados frente al crecimiento de la niña (las tallas de ropa infantil son una unidad de tiempo); las rutinas del mutuo peinado matinal (ahora tienes el pelo bien, dice la hija, después de repasar de mil formas el pelo de su padre); las peripecias en las zonas de juegos en los parques; las preguntas ante las retransmisiones deportivas en el televisor (¿Por qué están corriendo ahí?); el desconcierto de la niña cuando, en el tranvía, lo que se ve por la ventanilla parece en movimiento (todo se va, dice); las canciones infantiles; la exigencia paterna de recoger y ordenar los juguetes tras el juego (la niña, que lo deja todo revuelto, se pasea por su cuarto repitiendo sin embargo, inconsciente, la fórmula que ha oído al padre: ¡Organización! ¡Organización!); el aprendizaje de los códigos luminosos de los semáforos (Los lobos que vienen a la ciudad no saben, claro, que tienen que esperar cuando está en rojo, explica con un para ella evidente razonamiento); los cuentos y las historias que hay que repetir una y otra vez (¡lee más!, ¡lee bien!, reclama la niña cuando el padre, agotado, se adormece ante el libro); los primeros avances en la escritura; la simulación de conversaciones telefónicas, imitando a los mayores; las muy imaginativas formas -un castillo, una cabeza, una ballena- que construye con la ropa de cama, escultora de edredones, como la llama el padre; la lamparilla que ilumina la penumbra y ahuyenta los temores nocturnos; el encantamiento que provoca la visión de la luna (en el bello fragmento que dejo como cierre a esta reseña); las discusiones familiares en la atribución de parecidos (mi padre dice que le recuerda a su madre); la bella impostura navideña; la fascinación de los abuelos por su nieta; la consciente aceptación por el menor de su “papel” de niño y su consiguiente “actuación” conforme a lo que esperan de él los mayores; la nostalgia de la madre ausente; el particular léxico familiar inventado (pantalonzotes, croco, infinidad de onomatopeyas); la constante insistencia en las repeticiones: de cuentos, gestos, formas, palabras; las imitaciones de las actitudes y expresiones adultas (“en realidad” quiero un helado); el rápido aprendizaje como por ósmosis; los geniales hallazgos lingüísticos, auténticas greguerías surgidas de la ingenua mente infantil (El cojín es un ravioli gigante; un charco es una pizza grande); la necesidad de nombrar el mundo (esto es una azada, esto es una paleta, esto es una pala) y poner palabras a cualquier situación; los besos sonoros y marcados (besarse sólo lo pueden hacer quienes se entienden muy bien); las primeras, inocuas, palabrotas traídas de la escuela (soplagaitas, oveja mala, lamecacas); la relativización que impone a la seriedad adulta la mirada desprejuiciada del menor (la lentitud del coche que les precede en la carretera y que provoca la irritación del padre, induce el comentario de la niña que desactiva esa ansiosa ira: a lo mejor el coche está roto); la incómoda y a veces provocadora sinceridad de los niños (esa mujer tiene el pelo enredado); la despótica actitud de la hija, que establece, estricta, las exigentes reglas en los juegos, el escondite y el pillapilla, el mono y el cocodrilo; la incomodidad de la pequeña en los viajes en coche; las cambiantes preferencias de la niña en relación a su profesión de mayor (quiero ser vendedora… estudiante… bailaora de flamenco); la “construcción” de una vivienda propia en cualquier rincón, debajo del escritorio del padre, en un cartón vacío, bajo el asiento del piano; los interrogantes ante su imagen en el álbum de fotos (¿dónde estaba yo ahí?); la curiosidad ante las pertenencias paternas y el consiguiente rebuscar en sus cajones, en su escritorio; la atracción por lo escatológico y lo que suscita asco (pizza de pipí con salsa de araña, sopa de cera de oídos, ensalada de uñas); las imprevisibles y absurdas filias y fobias gastronómicas; los interminables baños en la piscina (¿tengo ya la piel de gallina?, ¿tengo ya los labios morados?); las madres, las tías, las abuelas que, generación tras generación, indefectiblemente, empapan de saliva los pañuelos para frotar, inclementes, las sucias caras de los pequeños; los abrazos entregados, desprendidos, incondicionales, estrechos, apretados, de los niños; la permanente protección del hijo por su padre, su preocupada vigilancia (De vez en cuando, parece como si fuera la niña la que lleva al padre, como si la niña tuviese cogido al padre de la mano); la alegría, el constante asombro, la risa; las inquietantes preguntas sin respuesta (¿Dónde estaba yo cuando no estaba aquí? ¿Estaba en el cielo? ¿Qué hacía allí?; ¿Por qué las parejas se ponen los brazos alrededor del cuello? ¿Ya no saben andar solos?; ¿Los niños salen de la barriga? ¿Hay también comida dentro? ¿O solo está el bebé?); el orgullo con el que se lucen las cicatrices, las postillas, los moratones, los esparadrapos; las curas milagrosas de los golpes, las heridas, los rasguños (¿soplo?); las inconsolables lágrimas; los secretos; los enternecedores y espontáneos regalos de la niña al padre (una concha, una piedra, dos castañas, una colilla, una flor, un chicle y una piruleta que ya no le gusta); la felicidad sin condiciones del baño, de la ducha, del chapoteo en la bañera, el alborozo con los muñecos y juguetes en el agua, el pelo mojado, el posterior “hundimiento” en el acogedor albornoz con capucha… y tantos otros ejemplos de este arsenal de vivencias conmovedoras que es la infancia.

Y en la presentación de todas estas entrañables experiencias se superponen, como se ha podido comprobar en el rápido elenco reseñado, los inocentes y por ello imaginativos comentarios de la niña, que “entiende” la realidad desde ángulos insólitos para un adulto, con las impresiones casi siempre sorprendidas y a la vez cariñosas y comprensivas pero también melancólicas del padre. Por un lado, el comportamiento y las expresiones de la niña permiten constatar la genialidad de la infancia, que encierra en su ingenuidad otra forma de ver la vida, más sencilla y auténtica, sin las muchas veces absurdas y reduccionistas constricciones que conlleva la madurez. En este sentido, el padre relata los pequeños acontecimientos de la vida con su hija desde una posición de apertura y humildad, aprendiendo de la niña, siendo consciente de que su supuesta ignorancia infantil constituye otra forma de sabiduría, aprovechando las muchas enseñanzas que de ella se derivan. Porque, a partir del concreto suceso narrado, el padre se sume en consideraciones y análisis provocados por la ruptura de la normal lógica de las cosas que desvela el comportamiento infantil. De este modo, el adulto se abisma, nostálgico, en sus propios recuerdos (Me acuerdo, tengo esa impresión, de cada momento de mi infancia cubierto de polvo en otro continente, o emigré hace mucho, y no me acuerdo, o cada segundo, cada hora, cada día me desvié de él una distancia minúscula. Cada año, uno o dos centímetros más. Y con el tiempo pasaron a ser cuatro o cinco o seis mil años o kilómetros. De repente, un Atlántico entre nosotros, querida infancia), constata el inexorable paso del tiempo (Sólo he girado la cabeza y se me han ido diez, quince, veinte años. La niña se ha bebido el tiempo. Y aún sigue teniendo sed. La niña siempre tiene sed), se plantea el cambio vital que la hija supone, la aparición de una nueva forma, más intensa, incomparable, de responsabilidad (Desde que la niña está aquí, yo también estoy siempre aquí), es consciente de la continuidad, biológica, de especie, casi cósmica, que la aparición de un nuevo ser entraña (A veces me da la impresión de que soy simplemente la continuación que mis padres, sus padres y todos los otros antes concibieron. Me da la impresión de que no tengo vida propia. De que estoy compuesto simplemente por un programa que se ejecuta por sí solo, como siempre se ha ejecutado y desarrollado y, si no sobreviene nada, sigue ejecutándose y desarrollándose, otras cien o mil veces, igual que ha funcionado durante miles de generaciones antes que yo), y, en definitiva, se reconcilia con la condición mortal que a todos nos angustia al entender que un día la niña estará en mi lugar, como yo estoy donde mis padres, abuelos y bisabuelos estuvieron, y que, por lo tanto, en la progresiva sucesión de generaciones superamos a la muerte, pues nos perpetuamos en los hijos, y estos en los suyos, y estos en… Y así, en una cadena sin fin, podemos creernos -triste consuelo- inmortales. Desde que está la niña, ya no temo más a la muerte. Sé positivamente que permaneceré.

Y está, además, la necesidad de contar, de comunicar, de transmitir esta revelación que la presencia de la niña descubre. Otro eje destacado del libro lo constituye la “justificación” de esa necesidad, de la importancia de contar historias. Cuando el padre recuerda el cuartillo, una especie de despensa con una alacena en la que su abuela almacenaba alimentos, los biscotes, las galletas, las compotas, el flan de semolina solidificado, todos postres antiguos que ya no están de moda, a cada uno de los cuales la abuela asociaba una historia, comenta: A veces, esa habitación, el cuarto oscuro, me rodea de repente. Y como me parece tan vacía, pienso que debería llenarla, poner historias en las estanterías, hacer conservas con relatos, hacer pasteles, poner anécdotas y restos de comida en conserva y macerar vivencias. E insiste: Cuartillo. Noto como si pudiera entrar en esa palabra, cerrar la puerta tras de mí y empezar a llenar todo en mi interior, como si pudiera comerme todas las historias y todas las palabras conservadas. Como si pudiera llenar todo en mi interior, comérmelo todo y conservarlo.

En fin, os recomiendo vivamente que entréis en el cuartillo de las muy tiernas historias de este Cosas de niños, el estimulante libro de David Wagner. Cierro ahora esta reseña con una canción que la complementa musicalmente. Un tema, como resulta evidente, que habla de la relación padre/hija: Father and daughter, de Paul Simon.


Papel de pared

No enciendas la luz, no, por favor, dice la niña en mitad de la noche, está despierta, viene a mi cama y dice: Ahí está la Luna. Y se refiere a las ventanas iluminadas de la casa de enfrente.

Ha salido la Luna, canta la niña, es la canción más triste que conozco y, de repente, por supuesto estoy dormido ya, me parece que está cantando mi madre. La niña vuelve a dormirse y yo estoy totalmente despierto.

En todo lo que digo o canto, me parece que la voz de mi madre está cantando por detrás. Como si no fuese más que el intento de volver a oír otra vez su voz, que ya no logro recordar en absoluto. Se marchó de repente.

Puedo ver el Sol, dice la niña, está menos oscuro de lo normal, la Luna llena está detrás de las ramas y brilla a través de la ventana, sobre el papel de la pared. Otras noches dice que la Luna parece roída. ¿No dicen lo mismo casi todos los niños a esta edad? ¿No ha dicho también que la Luna podría ser un queso? ¿Y nosotros los gusanos?

Veo la Luna, dice la niña, veo la Luna. La Luna siempre está con nosotros. Sí. La Luna está siempre ahí. Un par de días después, quiere subir con un cohete a la Luna. No sé de dónde ha sacado la palabra cohete.

Y me veo, a la luz de la Luna, en mi habitación de cuando era niño, en mi antigua habitación de niño, la primera, que sólo conozco ya por fotos, delante de un armario empotrado en el que están los juguetes, en una casa de los años veinte. La niña está de repente ahí y se ríe, la niña está ahí, la niña vive ahora allí, ha tomado la habitación.

A veces doy vueltas en duermevela y palpo el papel de la pared de esta casa hace tiempo desvencijada, el papel que cubre el yeso del muro, el tabique de carga, que ya no existe. Lo único que queda es el tiempo entre ese muro y yo.

En este recuerdo, en la pared aún hay pegado un papel con dibujos de payasos y forzudos, el papel de pared del circo de mi segunda habitación de niño, que más tarde, como ya no me gustaba, se tapó con un papel de fibra gruesa que amarilleó.



David Wagner. Cosas de niños

miércoles, 13 de diciembre de 2017

JANE AUSTEN. EMMA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Esta tarde, con el año 2017 languideciendo, no quiero desperdiciar la ocasión de reincidir en un consejo de lectura que ya os hice -desde otro enfoque- hace unos meses, aprovechando entonces la conmemoración del bicentenario de la muerte de Jane Austen, la excepcional escritora británica. El pasado mes de julio os presenté aquí mi reseña de Orgullo y prejuicio y os hablaba también de otras novelas de la inglesa -Juicio y sentimiento, Mansfield Park-; una reseña -en la que os invitaba igualmente a ver algunas de las películas y series basadas en su espléndida obra- que podéis recuperar ahora en el blog del programa. Desde entonces he tenido una nueva -y muy interesante- ocasión de acercarme a la figura de Jane Austen, razón por la que me decido a volver a hablaros de ella, en este caso proponiéndoos otra de sus novelas mayores, Emma.

Hace unas semanas realicé un breve pero intenso viaje literario -llamémosle así- que quiero recomendaros y que me llevó durante cuatro días a recorrer parte de los escenarios principales de la vida de la escritora. Un pequeño grupo de “devotos austenianos” -y creo que no exagero con el término- visitamos la bellísima ciudad de Bath, en donde se ubican varias de las casas en las que vivió Jane con su familia; también Chawton, el encantador pueblito que alberga la que fue su residencia en los últimos ocho años de su existencia y en cuyo precioso cementerio se hallan las tumbas de su madre y su amada hermana Cassandra; y por último Winchester, a donde fue trasladada en las semanas postreras de la enfermedad que acabaría con su vida y en cuya impresionante catedral están enterrados sus restos. En el apasionante periplo pude entrar en algunas de sus viviendas, pasear por las dependencias que la acogieron, observar detenidamente sus pertenencias, las plumas, los cuadernos, los libros, los muebles, las ropas, los objetos de uso cotidiano, los diversos enseres, contemplar sus retratos, ojear sus manuscritos, deambular por los apacibles jardines que ella misma frecuentó, conocer su entorno más inmediato -calles, plazas, tiendas, casas de té, salones de baile-, recrear las condiciones de su vida y empaparme, en fin, de su intimista y sensible universo. Liderado por Espido Freire, autora de un libro, Querida Jane, querida Charlotte, en el que se acerca a la biografía y la obra de Jane Austen y Charlotte Brönte, el grupo se “entretenía” cada noche en unas apacibles y muy jugosas veladas en las que, al término de las andanzas del día, se diseccionaban los libros de la protagonista y motivo principal de la “excursión”.

Estimulado por la experiencia, pues, y con la doble excusa del cierre del año del bicentenario y de las propuestas viajeras a las que lleva entregándose Todos los libros un libro en estas jornadas pre-vacacionales, aprovecho la ocasión para, además de persuadiros de la conveniencia de visitar los lugares mencionados -una experiencia difícilmente olvidable-, invitaros a leer Emma, una estupenda novela, objeto también de varias traslaciones cinematográficas. (Por cierto, y en relación con la dimensión literaria de ese reciente recorrido, en él he conocido -además de los “lugares” de Jane Austen- otros dos enclaves que han sido escenario de otras tantas formidables novelas: Stonehenge, el imponente monumento megalítico del siglo XX antes de Cristo, que aparece en las escenas finales de Tess de los d’Urberville, la magistral novela de Thomas Hardy de la que os hablaré aquí dentro de unos meses, y las termas de Bath, marco en el que se desenvuelve Un cadáver en los baños, la décimo tercera entrega de la serie de veinte protagonizada por la genial creación de Lindsey Davis, Marco Didio Falco, el inteligente y divertido investigador de la Roma del siglo primero de nuestra era, a cuya figura ya dediqué una emisión en nuestro espacio hace varios años, y sobre el que os prometo volver, indirectamente, a partir del nuevo personaje de la Davis, Flavia Albia, hija adoptada de Falco y protagonista de otra serie que cuenta hasta ahora con cinco novelas).

La versión de Emma cuya lectura quiero aconsejaros ahora es la publicada por Alba Editorial en 2010, en la muy atractiva colección Alba Maior que dirige Luis Magrinyà. El libro, que aparece en estupenda traducción de Sergio Pitol, con los sugestivos dibujos de Hugh Thompson recogidos de la edición de 1896 y con una original portada que muestra algunas cartas diseñadas por Matthias Backofen en el siglo XVIII, se puede encontrar también en otros sellos de reconocido prestigio en nuestro país. A destacar las publicaciones de Alianza Editorial, con traducción de José Luis López Muñoz, y la de Penguin, trasladada al castellano por José María Valverde. Esta última edición presenta un erudito y sin embargo interesante prólogo, que no deberíais perderos, a cargo de Fiona Stafford, catedrática de lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford.

Aparecida en 1816 de forma anónima (“por el autor de Orgullo y prejuicio”) en una edición en tres volúmenes según la tradición de la época, Emma fue la última obra de Jane Austen publicada en vida. Tras su muerte aún verían la luz La abadía de Northanger y Persuasión, también interesantes aunque no tanto como sus obras mayores, las mencionadas Orgullo y prejuicio, Juicio y sentimiento, Mansfield Park y la que hoy os comento, esta Emma que, aunque pertenece sin duda al territorio literario de la autora y participa de su atmósfera más reconocible, presenta, sin embargo, algunas sustanciales diferencias que paso a comentaros.

Por de pronto, y en el terreno de las similitudes con el resto de los títulos de Jane Austen, en Emma están sus temas recurrentes, de manera singular el del matrimonio (aunque aquí en menor medida que en otros textos), y también las muestras reveladoras de los principales rasgos que caracterizan su época, los rituales y los valores, los principios y las pautas de comportamiento de la sociedad de su tiempo. En el mismo sentido, en la novela -como ocurre en las demás citadas- tienen una muy notoria presencia, expresa pero también indirecta y latente, las costumbres sociales, las diferencias de clases, los hábitos cotidianos de la aristocracia rural británica, reflejadas en la descripción de las propiedades y las mansiones, y perceptibles también en las diversiones y el ocio, las charadas y los chismes, los juegos de cartas, las visitas entre familias, las misivas y los mensajes, las invitaciones y los almuerzos, las formalidades, las ceremonias y los protocolos, los bailes y los paseos por una naturaleza, la de la campiña inglesa, de una poderosa presencia. En estos escenarios de fidedigno realismo afloran las ilusiones y los afanes, las emociones y las dudas, las esperanzas y los titubeos de sus protagonistas, presentados todos -incluso los numerosos secundarios- con una excepcional fuerza de penetración psicológica “marca de la casa” en la autora de Hampshire.

Con este mismo marco de referencias, Emma, sin embargo, se escapa al prototipo de las restantes heroínas “austenianas”. Y es que la joven señorita Woodhouse, inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, tal y como se la describe en el conocido comienzo del libro (un fragmento inicial que os dejo al término de esta reseña), no busca marido desesperadamente, y ello marca una nota distintiva fundamental con el mundo de Lizzie Bennett o Marianne Dashwood, protagonistas de Orgullo y prejuicio y Juicio y sentimiento respectivamente. Emma no tiene problemas de dinero, es económicamente independiente (o tan sólo dependiente de un padre mayor de cuyo patrimonio será heredera) y no se ve urgida, pues, por especiales preocupaciones materiales (había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos). El matrimonio, que para tantas mujeres de la época era, fundamentalmente, la solución a un problema económico, le parece, por lo tanto, una cuestión irrelevante.

La ausencia de anhelos matrimoniales y una inusitada soledad consecuencia de la muerte de la madre y de la boda y consiguiente alejamiento del hogar familiar de su institutriz y amiga -la generosa señorita Taylor- parecen condenarla a una apacible y tediosa existencia en la que la sola compañía de su anciano padre no puede paliar el inmenso aburrimiento de su vida por lo demás perfecta. Y es entonces -y es por ello- cuando la inocente joven se entregará a la “apasionante” tarea de “arreglarle la biografía” a su nueva reciente amiga, la humilde, sencilla y poco agraciada -en todos los sentidos- Harriet Smith, desatendiendo las advertencias de su cuñado, el serio, inteligente, ponderado y muy racional señor Knightley.

A partir de estos acontecimientos iniciales, la novela entera es una sucesión de los muchos despropósitos en los que incurre esta en el fondo entrañable antiheroína, pues fuertemente imaginativa como es, influida por sus casi siempre absurdas ideas preconcebidas, por su irracional buenismo, por su torpeza y falta de intuición, Emma mete la pata de continuo, se confunde constantemente y no para de proporcionar consejos sentimentales que acabarán por revelarse a cual más errado. Estamos, por tanto, en cierto modo, ante una novela de corte humorístico, en la que la impericia, la desmaña de su personaje principal no dejan de provocar desconcierto y confusión que, aun siendo sombríos y hasta dolorosos en su origen, se resuelven en muy benévolos enredos y en leves y embarazosos malentendidos, en un final que, obviamente, no voy a desvelar.

En las novelas de Jane Austen siempre conocemos a los personajes -y nos hacemos una idea de ellos- a través de la mirada de la protagonista, pero en el caso de Emma este recurso resulta especialmente notorio, pues son muchos los que sólo se describen “por alusiones”, por decirlo así. Además, aquí el “fenómeno” es singularmente chocante porque, llevado de la mano por la errónea percepción de la joven, la impresión que el lector se hace de sus “compañeros de reparto” es a menudo desacertada, pues cuando Emma analiza o juzga o infiere o deduce se equivoca inevitablemente, yendo de error en error, casi siempre descaminada y confundida (en unos cambios de perspectiva que tienen un correlato en el estilo elegido, pues el relato en tercera persona cambia una vez tras otra con la constante irrupción de un estilo libre indirecto, a través de diálogos, cartas, citas o referencias literarias). Con el paso del tiempo y la reiteración en sus desacertadas apreciaciones, Emma se nos muestra cada vez más apesadumbrada y perpleja, más contrita y abrumada. Con una vanidad increíble, había creído estar en el secreto de los sentimientos de los demás; con arrogancia imperdonable, se había propuesto arreglar el destino de todos. Y no había habido caso en que no se hubiera equivocado. Además, había sido dañina: había hecho daño a Harriet, a sí misma y, según temía, al señor Knightley, termina por reconocer. Y todavía, aún más categórica: Me temo -se dijo- que tengo muy poco que ver con el buen juicio. O esta afligida confesión final: Tenía la impresión de haber arriesgado la felicidad de su amiga por motivos del todo inconsistentes.

En la película dirigida en 1996 por Douglas MacGrath y protagonizada por una jovencísima Gwyneth Paltrow, con Ewan McGregor, Tony Collette, Greta Scacchi y Jeremy Northam, un elenco que constituye sin duda un insuperable error de casting, apenas queda rastro de los muchos motivos de interés de la obra en que se inspira. La complejidad estructural de la novela se diluye en una rápida sucesión de escenas encadenadas que impide disfrutar de la profundidad de los caracteres dibujados en el libro. Se trata, tan sólo, de un digno entretenimiento, una comedia frívola y algo insustancial, hecha de enredos y cotilleos, que no se salva ni por la presencia luminosa de su actriz principal.

En fin, no hay ya tiempo para más. Espero que mi doble recomendación de hoy, la de viajar a Bath y recorrer la geografía de Jane Austen en los condados de Somerset y, sobre todo, Hampshire, y, claro está, la de leer sus excepcionales novelas, en particular esta entrañable Emma de la que hoy os he hablado, os pueda interesar. Como cierre musical a mi comentario os dejo con una pieza incluida en la película referida, Silent worship, una adaptación, hecha en 1928 por Arthur Somervell, del aria Non lo dirò col labbro de la ópera Tolomeo compuesta por Handel en 1728. La interpretación es de Gwyneth Paltrow y Ewan McGregor que la cantan a dúo en la cinta.



Inteligente, bella y rica, con un hogar cómodo y una predisposición a la felicidad, Emma Woodhouse parecía reunir algunos de los bienes más preciosos de la existencia; y, en realidad, había pasado casi veinte años en este mundo sin conocer grandes trastornos ni padecimientos.

Era la menor de las dos hijas de un padre afectuoso e indulgente, y desde muy pequeña, a raíz del matrimonio de su hermana, reinaba en la casa como ama y señora absoluta. Su madre había muerto hacía ya demasiado tiempo para que le quedara más que un vago recuerdo de sus caricias, y su lugar había sido ocupado por una excelente mujer, su institutriz, quien por el afecto que le brindaba era casi como una madre.

La señorita Taylor había pasado dieciséis años en casa de la familia del señor Woodhouse, menos como institutriz que como amiga, muy encariñada ambas hermanas, sobre todo con Emma. Existía entre ellas una intimidad fraternal. Aun antes de que abandonara el cargo de institutriz, la dulzura de su carácter le había impedido imponer una disciplina rígida, y más tarde, desvanecida cualquier sombra de autoridad, habían vivido juntas como amigas devotas. Emma hacía lo que se le antojaba y, aunque estimaba en mucho el juicio de la señorita Taylor, se guiaba predominantemente por el propio.

En realidad, los verdaderos males, en el caso de Emma, eran la posibilidad de actuar demasiado a su arbitrio personal y cierta tendencia a pensar demasiado bien de sí misma; estas imperfecciones amenazaban turbar sus muchos placeres. Sin embargo, el peligro era tan poco advertido que de ninguna manera se podía decir que la felicidad de Emma estuviera amenazada.

Un pesar se presentó -un dulce pesar-, aunque no del todo en forma de sensaciones desagradables: la señorita Taylor contrajo matrimonio. La pérdida de la señorita Taylor le ocasionó el primer dolor de su vida, y fue el día de la boda de aquella amiga querida cuando Emma se sintió por primera vez asaltada por sentimientos sombríos. Una vez celebrada la boda y después de haberse marchado los cónyuges, su padre y ella reunieron para almorzar, sin la perspectiva de una tercera persona que alegrara la velada. Después de la comida, el padre se retiró, como era su costumbre, a sus habitaciones y a ella no le quedó sino sentarse a meditar en lo que había perdido.

Aquel acontecimiento ofrecía a su amiga todas las promesas de felicidad. El señor Weston era un hombre de carácter intachable, fortuna regular, edad adecuada y modales agradables; y Emma experimentaba cierta satisfacción al reflexionar en el desinterés, en la generosa amistad con que siempre había deseado y favorecido aquel enlace; sin embargo, aquel fue un día negro para ella: la ausencia de la señorita Taylor se haría sentir de un modo mayor cada nuevo día. Emma recordaba su antigua bondad, -su afecto de dieciséis años- y cómo, desde que tenía cinco años, le había impartido lecciones y jugado con ella, cómo había hecho todos los esfuerzos imaginables para divertirla y entretenerla, cuando estaba bien de salud, y cómo la había asistido en las distintas enfermedades de la infancia. Había en aquella relación una gran deuda de gratitud: pero el recuerdo más querido y más tierno era el de la amistad de los últimos siete años, la vida en común en una relación de igualdad y sin reservas que siguió al matrimonio de Isabella. La señorita Taylor había sido una amiga y compañera como muy pocas se encuentran en la vida, inteligente, bien informada, servicial, amable, conocedora de todos los hábitos familiares, preocupada por todos sus problemas y especialmente atenta a su alegría, a sus proyectos; una amiga a quien se le podían confiar todos los pensamientos tan pronto como éstos nacían, y que tenía por ella tanto afecto que nunca podía encontrarle la menor falta.

¿Cómo iba a poder soportar el cambio? Era cierto que su amiga se establecería a menos de un kilómetro de distancia; pero Emma podía darse perfectamente cuenta de que existía una gran diferencia entre una señora Weston a menos de un kilómetro de distancia y una señorita Taylor en casa; y a pesar de todos sus privilegios naturales y domésticos, la joven corría el riesgo de sufrir de soledad intelectual. Amaba tiernamente a su padre, pero éste no era suficiente compañía para ella, y, en la conversación, seria o jocosa, no tenía la posibilidad de estar a su altura.



Jane Austen. Emma

miércoles, 6 de diciembre de 2017

HAN KANG. LA VEGETARIANA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, vuestra habitual cita con las recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una interesante novela, poco convencional en su planteamiento y también algo insólita en su origen pues se trata de una obra que nace en un territorio literario bastante desconocido entre nosotros, siendo su autora una escritora surcoreana. Han Kang ganó el Man Booker Prize Internacional en 2016 con La vegetariana, una novela con una peripecia editorial algo sorprendente y guadianesca, con diferentes apariciones y reapariciones en distintos momentos y lugares. El libro había sido publicado en el país natal de Kang hace años, en 2000, e incluso parece ser -las fuentes consultadas no resultan del todo fiables en este aspecto- que alguno de los tres capítulos que lo integran se publicaron antes como relatos autónomos. El prestigioso premio le fue otorgado -“superando” a Orhan Pamuk o Elena Ferrante- por su primera traducción al inglés el pasado año. En castellano, La vegetariana había visto la luz en Argentina en 2012, en una traducción de Sunme Yoon que se mantiene -con algunos cambios y revisiones- en la edición que ahora os presento, de 2017, responsabilidad de la singular Editorial :Rata_. El volumen incluye, junto a la novela, un entregado prólogo de Gabi Martínez, una entrevista final a la autora, un escrito explicativo de la traductora e incluso una fotografía de alguna página del texto original con las anotaciones realizadas por la responsable de la traducción.

Yeonghye es una mujer joven, casada, que un momento de su vida resuelve, en una decisión aparentemente infundada que causa la perplejidad y la irritación de sus allegados, dejar de comer carne y sus derivados, limitándose obstinadamente a una dieta muy estrictamente vegetal. La conducta de la chica, que en un momento inicial se asemeja a la inamovible postura de Bartleby el escribiente, aunque sin las notas de simpática desobediencia -“preferiría no hacerlo”- del inolvidable personaje de Melville, y revestido su planteamiento, en cambio, de un mayor dramatismo y hasta de un carácter trágico, acaba, con el paso del tiempo, por agudizarse de un modo exagerado, de tal manera que su mera opción alimentaria originaria, más o menos trivial, se convierte en una actitud vital pasiva y aniquiladora, un intento irracional y a la postre destructivo por abandonar su condición animal y convertirse -llevando al extremo su apuesta- en un ser radicalmente -y el término nunca ha sido más pertinente- vegetal.

Como se ve, la anécdota que articula el texto es, de entrada, muy sencilla y hasta irrelevante, por lo que la originalidad de la obra, y su valor, proceden no tanto de las posibilidades narrativas de la trama sino, sobre todo, del modo elegido por la autora para darnos cuenta de esta peculiar y a priori no demasiado interesante historia. La vegetariana se organiza en tres capítulos en los que se da voz a tres personajes relacionados con la protagonista, la cual, en una primera novedosa opción literaria, no tiene voz propia (más allá de algunos significativos incisos en la primera parte del libro de los que luego os hablaré). El marido, el cuñado y la esposa de éste, hermana de Yeonghye, relatan la singular peripecia de su mujer, cuñada y hermana, respectivamente. En la primera sección de la novela, de título idéntico al libro, el señor Cheong cuenta “desde dentro” la evolución de su cónyuge, su sorprendente decisión, su obstinación en mantenerla pese a los obstáculos, su resistencia frente a las presiones externas, el consiguiente enfrentamiento con el resto de la familia a cuenta de su elección vital y, por fin, la violencia y la degradación de la vida marital, destruido el matrimonio por la tenacidad de la chica en el mantenimiento de su postura. El progresivo cambio de su esposa desconcierta e irrita al marido que, desesperado y egoísta, acabará por desentenderse de ella: ¿En qué punto se torcieron las cosas?, se pregunta en esos momentos. "¿Dónde comenzó todo esto?" Mejor dicho, "¿dónde comenzó a desmoronarse todo esto?" Yeonghye había empezado a comportarse de un modo extraño unos tres años atrás, cuando repentinamente se volvió vegetariana. Ahora hay mucha gente que es vegetariana, pero lo particular en su caso era que no estaban claros los motivos que la habían llevado a aquello. Había adelgazado hasta un grado lastimoso, casi no dormía y, aunque siempre había tenido un carácter taciturno, había perdido el habla hasta un punto en el que era difícil la comunicación.

Entre medias brotan los inquietantes sueños de Yeonghye, en los que imágenes de carne, sangre, vísceras, huesos, cadáveres, lágrimas, vómitos, gemidos, golpes, cuchillos, crímenes y muerte asaltan a la durmiente: Ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandona la conciencia, sueño. No, ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas. Cuando abro los míos temblando, me miro las manos. Reviso si mis uñas siguen todavía blandas, si mis dientes siguen todavía romos.

Y así, progresivamente, el sufrimiento, la angustia, el sinsentido y la desesperación, el dolor y la angustia acongojan a la chica e impregnan su existencia despierta:

Lo que me duele es el pecho. Tengo algo atascado en la boca del estómago. No sé qué es. Siempre está ahí. Ahora siento esa pesada masa a todas horas aunque no lleve el sujetador. Por más que respiro profundamente, no se me aligera el pecho.
Son gritos, alaridos apretujados, que se han atascado allí. Es por la carne. He comido demasiada carne. Todas estas vidas se han encallado en ese sitio. No me cabe la menor duda. La sangre y la carne fueron digeridas y diseminadas por todos los rincones del cuerpo y los residuos fueron excretados, pero las vidas se obstinan en obstruirme el plexo solar.
Por una vez, una sola vez, quisiera gritar con todas mis fuerzas. Quisiera salir corriendo por la oscura ventana. ¿Entonces podré desembarazarme de esa masa que me obstruye el pecho? ¿Será eso posible?
Nadie puede ayudarme.
Nadie puede salvarme.
Nadie puede hacerme respirar.

En el segundo capítulo, La mancha mongólica, de una poética intensidad y un erotismo perturbador, asistimos a la obsesión del cuñado, un artista despreocupado y sin obligaciones laborales -vive de su mujer-, por la languideciente y cada vez más mortecina Yeonghye, a la que, pese a su pasividad, convence para participar en una obra artística -a caballo de la pintura y la performance- en la que cubrirá el cuerpo desnudo de la chica con una profusión de dibujos de coloridas flores y vistosas plantas que crecen a partir de una mancha de nacimiento que decora una de las nalgas de la mujer, grabando en vídeo el resultado de sus algo excéntricas y voluptuosas iniciativas. La atmósfera ya de por sí extravagante y algo rara, opresiva y durísima de la novela se matiza aquí con un tono refinado y sensual, vagamente onírico, en el que el deseo, la atracción, la carnalidad y, ya se ha dicho, el erotismo y la sexualidad, resultan fuertemente adictivos.

La sección final, Los árboles en llamas, hace avanzar la acción de un modo dramático, desde la perspectiva de Inyhe, la hermana de una protagonista cada vez más alejada de la realidad, confinada en su “verde” delirio, agostándose en un sanatorio psiquiátrico mientras renuncia a la vida humana o incluso meramente animal (Yo ya no soy un animal […] Ya no necesito comer. Puedo vivir sin alimentarme). Las referencias a ese universo vegetal, muy presentes en el resto de la obra, son ahora constantes: Su cuerpo parecía una hoja recién caída de la rama; Del sexo de ella comenzó a rezumar un líquido verdoso como de hojas machacadas; La habían encontrado inmóvil y de pie en una pendiente recóndita y apartada del monte, igual que si fuera uno de los árboles bajo la lluvia; Me puse cabeza abajo y entonces me empezaron a nacer hojas en el cuerpo y también me salieron raíces de las manos… Las raíces se fueron metiendo bajo la tierra… más y más… Y como estaba a punto de nacerme una flor en el pubis, abrí las piernas… las abrí bien; Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo!; Todos los árboles del mundo me parecen mis hermanos.

La experiencia de Yeonghye, analizada racional y desapasionadamente, puede ser leída con facilidad como un delirio. De hecho, en el propio texto se avanza alguna suerte de diagnóstico clínico, cuando uno de los médicos que la trata menciona la anorexia nerviosa. Pero más allá de esta interpretación “objetiva” y literal, todo apunta a una visión metafórica de su drama. Quizá todo esto no sea más que un sueño, dice al final su hermana, que también le reprocha que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal. Y ahí, en este ir “al otro lado de los límites”, es en donde vemos la potencia simbólica de esta terrorífica fábula. La “metamorfosis” de la mujer -la referencia a Kafka es, a mi juicio, muy nítida- constituye un alegato -muy sutil y nada “panfletario”- contra las numerosas formas de violencia que sufren las mujeres -en particular las coreanas- a causa de las rígidas tradiciones y convenciones sociales, de la presión familiar, del abuso físico -tanto el marido como el cuñado consuman sendas violaciones-, de todo lo cual la carne que la chica rehúye opera como símbolo. Por extensión, la novela denuncia la violencia que, en general, sufre el ser humano, llegando la autora a citar el horror de Auschwitz y la crueldad nazi entre los referentes intelectuales y morales del libro.

En fin, una novela distinta, desasosegante, que desconcierta y agita, y por todo ello interesantísima, esta La vegetariana de Han Kang cuya lectura os recomiendo muy vivamente. Para ilustrar musicalmente este violento deseo de su protagonista por integrarse en la naturaleza primitiva, se me ocurre que quizá -forzando un poco la relación- pudiera ser Mother Nature’s son, la canción de los Beatles -tan, por el contrario, plácida y delicada-, la elección adecuada. Con su versión a cargo de Sheryl Crow os dejo por esta semana.


Ella volvió a desnudarse y esta vez se tendió mirando al techo. Debido a la iluminación localizada, la parte superior de su cuerpo quedaba en sombras, no obstante entrecerró los ojos como si la luz la deslumbrara. La había visto desnuda en su casa, pero verla así, bellamente tendida, sin resistencia alguna y sin nada superfluo, del mismo modo en que había estado boca abajo hace un rato, le provocaba sentimientos intensos hasta las lágrimas. Las clavículas delgadas, los pechos planos como los de un muchacho debido a su posición, las costillas marcadas, los muslos abiertos sin lujuria, su rostro inexpresivo como un desierto, como si se hubiera quedado dormida con los ojos cerrados… Era un cuerpo del que habían sido eliminadas exhaustivamente todas las excedencias. Nunca había visto un ser que fuese capaz de decir tantas cosas con solo su figura.

Esta vez pintó con amarillo y blanco enormes flores desde las clavículas hasta el pecho. Si en la espalda había pintado flores nocturnas, en el pecho iba a pintar radiantes flores diurnas. Un lirio de la mañana de color naranja floreció en la concavidad de su vientre y sobre sus muslos cayeron profusamente hojas grandes y pequeñas de color dorado.

En medio del silencio absoluto, una exaltación radiante que no había experimentado jamás en toda su vida se derramó desde algún rincón desconocido de su cuerpo y se concentró en la punta de su pincel. Deseaba prolongar indefinidamente este placer. Como la luz la iluminaba solo hasta el cuello, su rostro en la sombra parecía el de una persona dormida, pero debido al ligero temblor que percibía cada vez que el pincel tocaba la cara interna de los muslos, sabía que estaba despierta. Viéndola aceptar tranquilamente todo este proceso, le pareció que era un ser sagrado, un ser del que no se podía decir ni que fuera humano ni animal, o quizá un ser que estaba entre la vegetalidad, la humanidad y la animalidad.