Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de marzo de 2015

AGOTA KRISTOF. CLAUS Y LUCAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una propuesta de lectura escogida con criterios de calidad y buscando siempre alguna obra que pueda interesaros. Esta tarde, último miércoles de marzo, cerramos el extraño paréntesis que hemos consagrado en este mes -con la leve excusa del Día Internacional de la mujer, que como sabéis se celebra cada 8 de marzo- a la literatura escrita por mujeres. Sin intentar paliar -pues ello resultaría de todo punto imposible en tan escaso período de tiempo- la no muy numerosa presencia de escritoras entre nuestros autores semanales, un escaso dieciocho por ciento del total, sin pretender contentar tampoco no sé sabe qué oscuras y absurdas culpabilidades que por ello hubieran podido asaltarme, y sin sentirme ni mucho menos urgido por las conminaciones de lo políticamente correcto, movido, tan sólo, por un ligero afán testimonial -nada representativo y sí rozando lo anecdótico-, lo cierto es que estos cuatro miércoles marceños, el día de hoy y los tres que lo precedieron, han tenido como protagonistas sendos referentes literarios femeninos. Y al igual que en la primera entrega de la breve serie os ofrecía dos títulos -por ver de multiplicar así, tenuemente, la cifra de nuestras invitadas- serán tres las obras -aunque agrupadas ya en un título común, pese a su publicación por separado muchos años atrás- cuya lectura quiero proponeros esta tarde. El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, son tres novelas, de 1986, 1988 y 1993, respectivamente, escritas en francés -su lengua literaria- por Agota Kristof, la escritora húngara que, muy joven, tuvo que abandonar su país tras el arrasamiento soviético de la incipiente revolución húngara de 1956, viviendo desde entonces en Suiza; una Suiza que la vería morir en 2011 a los setenta y cinco años de edad. Los tres libros habían aparecido por separado en España al poco de sus respectivas ediciones originales, aunque su mayor difusión se produjo a partir de la publicación en 2007 -con reedición este 2015- de un único volumen, titulado Claus y Lucas, a cargo de la editorial El Aleph que confió la traducción de los dos primeros a Ana Herrera Ferrer y la del tercero a Roser Berdagué Costa.
 
En El gran cuaderno, Claus y Lucas son dos pequeños, dos gemelos de escasos nueve años, a los que su madre, huída de una ciudad bombardeada día y noche -estamos, aunque nunca se dice abiertamente, en los aciagos días de la segunda guerra mundial, en un país que tampoco se precisa, muy probablemente la Hungría natal de la autora-, abandona en casa de su abuela -contra la voluntad de ésta, que los llama “hijos de perra”-, en una perdida aldea alejada -en principio- de los horrores bélicos. La abuela, a quien la gente conoce como “La Bruja”, es un personaje de dimensiones legendarias que hace honor a su apodo: la cara llena de arrugas, surcada por verrugas pilosas, desdentada, vestida con ropajes oscuros de los que no se libera ni para dormir, sin lavarse jamás, llegando hasta a orinar vestida, un sombra ominosa, enigmática y siempre en silencio, salvo cuando, borracha, profiere improperios y emite risas o gritos o sollozos desencajados en una lengua extraña. Los niños, aterrorizados, se verán sometidos a su férrea autoridad, obligados a trabajar hasta la extenuación para poder acceder a un mínimo alimento y a un precario cobijo, ambos, vivienda y comida, escasos y rudimentarios. En ese entorno terrorífico, y en un ambiente -el del exterior a la vivienda familiar, impregnado de la presencia de la guerra- rural, cerrado y opresivo, también bárbaro y salvaje, los niños irán abriéndose a la vida en contacto con la crueldad del mundo y las manifestaciones más primitivas, descarnadas y elementales de la civilización -más bien de la animalidad humana-: la miseria, la suciedad, la violencia, el robo, las agresiones, el alcoholismo, el sexo bestial, el dolor, la perversión, la amoralidad, la falta de compasión, el engaño, los insultos, las humillaciones, la desesperanza. Unidos por un vínculo poderosísimo y prerracional -su condición de gemelos casi los unifica- los muchachos deben construir su propia educación sin referentes ni pautas que los dirijan o siquiera orienten: leen los libros que se encuentran en un desván -una biblia, un diccionario-, escriben una suerte de diarios en cuadernos escolares de los que se abastecen en la librería de la aldea, se someten a ejercicios para el endurecimiento del cuerpo o del alma: ejercicios de ayuno, de mendicidad, de crueldad, ejercicios de supervivencia, mientras observan, ovejas descarriadas en un mundo abominable, víctimas de una época pervertida, el universo de desgracias en que les ha tocado vivir, deshumanizado y hostil. El fin de la guerra y la “liberación” del pueblo por parte de las tropas soviéticas -tampoco identificadas como tales de manera expresa- no cambian el inhumano escenario en que se desenvuelve la existencia de los niños, cada vez más insensibles, menos compasivos, más feroces, más crueles. La posterior muerte de la madre y el -en cierto modo- asesinato del padre son incidentes que ocurren -que ellos mismos provocan, en el caso paterno- sin que su sensibilidad se sienta concernida, carentes de empatía, sin emoción ni remordimiento, inmunes a toda culpa, a todo sentimiento.
 
El lenguaje, hecho de frases breves, secas, incisivas, de descripciones neutras, de una asepsia gélida, sin el mínimo atisbo de valoración o aún menos juicio, contribuye a resaltar este carácter simbólico de la novela que resalta la brutalidad de las guerras y la deshumanización que el totalitarismo lleva consigo, aspecto -la crítica profunda, aunque no explícita ni panfletaria, a la oscura, siniestra y asesina dictadura soviética- que aflora sobre todo en los otros dos títulos de la trilogía.
 
Estas dos últimas novelas abandonan ya la narración más o menos naturalista -aunque cargada de valor metafórico- del primer libro y se desenvuelven en un espacio más brumoso, ambiguo y hasta onírico. En La prueba, los gemelos se han separado, Claus ha “saltado” al mundo libre mientras Lucas resta del lado de acá del muro, en la sordidez de la casa de la abuela y del sombrío y dirigido y autoritario y tenebroso “paraíso del proletariado”. El relato, que se centra en la muy sórdida vida de Lucas, nos traslada a una sociedad heladora, de sufrimiento y dolor, una sociedad mezquina y despiadada, sin futuro ni ilusiones, prosaica y roma, una sociedad de huérfanos y frío húmedo, de apagados burócratas y silencio gris, de soledad y recuerdos difuminados, en una narración que se desliza progresivamente, como acabo de señalar, hacia los difusos territorios del sueño. Pasan los años y Claus logra retornar al pueblo, que aparece ante sus ojos como una presencia fantasmal, en la que ni siquiera encuentra cobijo la memoria del pasado. Lucas ha desaparecido dejando como único rastro, en la librería de la infancia, cinco grandes cuadernos escolares; un manuscrito que, al término del libro, ya no sabremos quién ha escrito, pues las espectrales autoridades que detienen y expulsan a un Claus que entonces ya tiene cincuenta años emiten un informe en el que arrojan dudas sobre unos cuadernos cuya redacción, a su vez, parece coincidir con el texto de la primera novela, en un juego de espejos y de sombras que confunde los contornos del relato y hace dudar no sólo de su auténtica autoría, sino de los límites entre la realidad y la ficción. Así reza el documento oficial, en su austera prosa administrativa: Naturalmente, por razones de seguridad, hemos examinado el manuscrito enpoder de Claus T. Mediante ese manuscrito asegura que se puede probar la existencia de su hermano Lucas, que escribió en persona la mayor parte, y Claus sólo añadió las últimas páginas, el capítulo número ocho. Ahora bien; la escritura procede de la misma mano desde el principio hasta el fin, y las hojas de papel no presentan señal alguna de envejecimiento. La totalidad de ese texto fue escrito de una sola vez, por la misma persona, en un lapso de tiempo que no puede remontarse a más de seis meses, es decir, por el mismo Claus T. durante su estancia en nuestra ciudad.
En lo que concierne al contenido del texto, no puede tratarse más que de una ficción, ya que ni los acontecimientos descritos ni los personajes que allí figuran han existido jamás en la ciudad de K, a excepción, sin embargo, de una persona, la supuesta abuela de Claus T., de la cual hemos encontrado la pista. Esa mujer, en efecto, poseía una casa en el emplazamiento del actual campo de deportes. Muerta sin herederos hace treinta y cinco años, figura en nuestros registros con el nombre de Maria Z., de casada V.
Es posible que durante la guerra se le hubiese confiado la custodia de uno o de varios niños.
 
Y esta condición algo irreal y borrosa del relato se acentúa en La tercera mentira, que cierra la serie. Alguien -¿cuál de los dos hermanos?- permanece encerrado en la cárcel del pueblo, ya no sabemos quién habla, si ambos están vivos o alguno ha muerto o los dos son meros fantasmas que sólo tienen entidad en la mente de la escritora. El pasado y el presente se entremezclan, los personajes que ya conocemos adoptan una nueva dimensión, la realidad se diluye, las historias se confunden, la absurda burocracia oficial enreda los límites de la verosimilitud. Todo remite a Kafka, la ciudad de K., la imprecisión, las dudas, la narración avanza envuelta en una suerte de niebla existencial, el paisaje -no sólo el meramente físico: oficinas impersonales, vacíos edificios administrativos, imprecisas calles desoladas- remite constantemente a las estampas de Giorgio de Chirico, como si se tratara de meros retazos de un sueño (el delirante sueño de la razón): Sabes bien que no soy más que un sueño -dice uno de los hermanos- Hay que aceptarlo. No hay nada, en ningún sitio. Claus -¿o es Lucas?- escribe, una vez más, un cuaderno (trato de escribir cosas que han ocurrido de verdad pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido), pero todo es resbaladizo, todo se desdibuja, todo es evanescente y como alucinado. Nada resiste ya el feroz escrutinio de la realidad, nada se sostiene, nada queda en pie, todo se desvanece, todo puede ser invención, literatura: Todo es mentira. Sé perfectamente que en esta ciudad, en casa de la abuela, yo vivía solo, que ya entonces imaginaba que éramos dos, mi hermano y yo, para hacer soportable la insoportable soledad.
 
Leed esta magnífica trilogía, agrupada bajo el título de Claus y Lucas, una obra mayor de Agota Kristof, un libro muy duro, cruel, terrible, muy triste, fiel reflejo de un mundo desolador y sin esperanza, inhumano y brutal porque, como se lee en la propia obra, la vida es de una futilidad total, (...) no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la comprensión. Y es que por muy triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida.
 
Gloomy sunday, un gran clásico que conoció versiones de, entre otros intérpretes, la gran Billie Holiday, una canción triste y algo siniestra -pero bellísima- que habla del suicidio, nacida en el contexto de depresión social y política del período de entreguerras, obra del compositor húngaro Reszö Seress con letra del poeta de esa misma nacionalidad Lázslo Jávor, cierra por hoy nuestro espacio en la versión original de su autor.
 
 
Estoy sentado en un banco de la estación. Espero el tren. He venido con casi una hora de antelación.
Desde aquí veo toda la ciudad. La ciudad donde viví cerca de cuarenta años.
Cuando, en otro tiempo, llegué aquí, era una ciudad encantadora, con su lago, su bosque, sus casas bajas, sus numerosos parques. Ahora ha quedado separada del lago por una autopista, el bosque está hecho polvo, los parques han desaparecido, hay edificios nuevos y altos que lo afean todo. Las calles viejas y estrechas están abarrotadas de coches, incluso las aceras. Donde antes había tabernas ahora hay restaurantes sin estilo alguno o self-services donde se come deprisa y corriendo, a veces incluso de pie.
Miro esta ciudad por última vez. No volveré, no quiero morir aquí.
No he dicho adiós ni hasta la vista a nadie. No tengo amigos aquí y menos amigas. Mis numerosas amantes ya deben de estar casadas, ser madres de familia y, a esas horas, ya no deben de ser jóvenes. Hace mucho tiempo que no las reconozco cuando las encuentro por la calle.
Mi mejor amigo, Peter, que había sido mi maestro en mi juventud, murió hace dos años de un infarto. Su mujer, Clara, que fue mi amante y mi iniciadora, hace mucho tiempo que buscó el encuentro con la muerte porque no soportaba la proximidad de la vejez.
Me voy sin dejar nadie ni nada detrás de mí. Lo he vendido todo. Todo no era mucho. Los muebles no valían nada, los libros menos aún. Del viejo piano y de los pocos cuadros he podido sacar algún dinero y aquí se acaba la historia.
Llega el tren y me subo a él. Sólo llevo una maleta. Apenas llevo más cosas al marcharme de aquí que cuando llegué. En ese país rico y libre no he hecho fortuna.
Tengo un visado de turista para mi país natal, un visado válido únicamente por un mes, pero renovable. Espero que el dinero que llevo me bastará para vivir unos meses, tal vez un año. También me he provisto de medicamentos.
Dos horas más tarde llego a una gran estación internacional. Más espera, después un tren nocturno en el que he reservado una litera. La de abajo, porque sé que no voy a dormir y que saldré a menudo para fumar un cigarrillo.
De momento estoy solo.
Lentamente el vagón va llenándose. Una vieja, dos muchachas, un hombre que tiene más o menos mi edad. Salgo al pasillo, fumo, contemplo la noche. Hacia las dos me acuesto y me parece que duermo un poco.
Por la mañana temprano, llegada a otra gran estación. Tres horas de espera que paso en el bar tomando unos cafés.
El tren que tomo esta vez es de mi país natal. Hay muy pocos viajeros. Los asientos son incómodos, las ventanas sucias, los ceniceros están llenos, el suelo es negro y pegajoso, los retretes son prácticamente inutilizables. No hay vagón restaurante ni tampoco bar. Los viajeros sacan el desayuno, comen, dejan los papeles manchados de grasa, las botellas vacías en la mesilla de la ventana o los echan al suelo, debajo de los asientos.
Dos de los viajeros sólo hablan la lengua de mi país. Los escucho, pero no les hablo.
Miro por la ventana. El paisaje cambia. Salimos de una región montañosa, llegamos a una llanura.
Se han reanudado mis dolores.
Me trago los medicamentos sin agua. No se me ha ocurrido comprar bebida y me resisto a pedir agua a los viajeros.
Cierro los ojos. Sé que nos acercamos a la frontera.
Ya estamos en ella. El tren se para, suben guardias, aduaneros, policías. Me piden los papeles, me los devuelven con una sonrisa. En cambio, los dos viajeros que sólo hablan la lengua del país son sometidos a un largo interrogatorio y su equipaje es objeto de registro.
El tren vuelve a arrancar y ahora, en las paradas, sólo sube gente del país.
A mi ciudad no van trenes procedentes del extranjero. Me bajo en la localidad vecina, situada más hacia el interior, más grande además. Podría tomar inmediatamente el tren de enlace, me indican el trenecito rojo de tres vagones que sale del andén número uno cada hora en dirección a mi ciudad. Veo cómo sale.
Salgo de la estación, tomo un taxi, me hago conducir a un hotel. Subo a la habitación, me acuesto y me duermo inmediatamente.
Al despertarme, corro las cortinas de la ventana. Da a poniente. A lo lejos, detrás de la montaña de mi ciudad, veo ocultarse el sol.
Voy cada día a la estación, veo el trenecito rojo que llega y que vuelve a marchar. Después, me paseo por la ciudad. Por la noche tomo unas copas en el bar del hotel o en una taberna de la localidad, junto a gente desconocida.
Mi habitación tiene un balcón. Me siento en él a menudo, ahora que empieza a hacer calor. Desde allí veo un cielo inmenso, como no lo veía desde hace cuarenta años.
Voy cada vez más lejos en mis paseos por la ciudad, incluso salgo de ella y me paseo por el campo.
Sigo una pared de piedra y metal. Detrás de esa pared oigo cantar un pájaro y descubro las ramas desnudas de los castaños.
El portalón de hierro forjado está abierto. Entro, me siento en la gran piedra cubierta de musgo cerca de la entrada. A esa piedra grande la llamábamos «la roca negra», aunque no fue nunca negra, sino más bien gris o azul y ahora completamente verde.
Contemplo el parque, lo reconozco. También reconozco el gran edificio situado en el fondo del parque. Tal vez los árboles sean los mismos, pero no indudablemente los pájaros. Han pasado muchos años. ¿Cuánto tiempo vive un árbol? ¿Cuánto tiempo vive un pájaro? No tengo ni la menor idea.
¿Y cuánto tiempo viven las personas? Una eternidad, supongo, puesto que veo a la directora del Centro que se acerca.
Me pregunta:
—¿Qué hace usted aquí, señor?
Me levanto, le digo:
—Sólo miro, señora directora. Pasé aquí cinco años de mi niñez.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará aproximadamente cuarenta años. Cuarenta y cinco. La he reconocido. Usted era entonces la directora del Centro de reeducación.
Exclama:
—¡Qué impertinencia! Sepa, señor mío, que hace cuarenta años yo ni siquiera había nacido, pero reconozco a los sátiros de lejos. O se va o llamo a la policía.
Me voy, vuelvo al hotel, tomo unas copas con un desconocido. Le cuento el lance de la directora.
—Es evidente que no es la misma. La otra debe de haber muerto ya.
Mi nuevo amigo levanta la copa.
—Conclusión: o las directoras se parecen todas o viven muchos años. Mañana lo acompañaré al Centro. Lo podrá visitar a placer.
Al día siguiente el desconocido viene a buscarme al hotel. Me acompaña en coche hasta el Centro. Un momento antes de entrar, delante de la verja, me dice:
—Mire, esa mujer que vio ayer es la misma. Sólo que ahora ya no es directora, ni de aquí ni de ningún sitio. Me he informado. El Centro ése de usted es ahora un hospicio para ancianos. 
Digo:
—Quisiera ver únicamente los dormitorios. Y el jardín. El nogal sigue en el mismo sitio, aunque me parece muy desmedrado. No tardará en morir.
Digo a mi compañero:
—Pronto se morirá, mi árbol.
Dice él:
—No sea sentimental. Todo muere.
Entramos en el edificio. Atravesamos el pasillo, entramos en la habitación que era la mía y la de muchos otros niños cuarenta años atrás. Me paro en el umbral de la puerta, miro. Todo está como antes. Una docena de camas, paredes blancas, camas blancas, vacías. Las camas están siempre vacías a esa hora.
Subo corriendo un piso, abro la puerta de la habitación donde estuve encerrado varios días. La cama sigue allí, en el mismo sitio. A lo mejor es la misma cama.
Nos acompaña una muchacha, dice:
—Todo fue bombardeado, pero ha sido reconstruido. Como antes. Todo es como antes. El edificio es muy bonito, no se puede modificar.
 

miércoles, 18 de marzo de 2015

DONNA TARTT. EL JILGUERO
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Debo confesaros de entrada que inicio esta reseña con una algo desmovilizadora sensación de impotencia. Pues, ¿cómo encarar el comentario de una novela (escrita por una mujer, con lo que mantengo mi decisión de dedicar el mes de marzo a la literatura femenina, sea cual sea tal difuso concepto) de casi mil doscientas páginas, que es, además, un best-seller mundial, con millones de copias vendidas, y de la que, por otra parte, me resisto a revelar ni el menor detalle de su trama? ¿Qué puedo contar aquí para recomendaros su lectura, cuando todo se ha dicho sobre el libro, todo sabemos ya de su largo proceso de escritura, de su exitosa peripecia editorial, cuando cada personaje ya ha sido analizado, cada giro argumental desmenuzado, cada pasaje escrutado con exhaustividad, divulgadas cada una de las fuentes, de las influencias que han inspirado a su autora, desentrañadas sus claves ocultas y explicadas todas sus referencias incluso las menos explícitas? ¿Para qué escribir, además, esta nota si siendo el libro interesante y muy placentera su lectura -tanto como para haber “exprimido” sus muy numerosas páginas en los huecos ociosos de sólo cinco días laborables-, no ha suscitado en mí un verdadero entusiasmo, no me dejará, pues, esa huella casi indeleble que es uno de los rasgos distintivos de las obras maestras?
 
Mi voluntad de partida a la hora de encarar este comentario es -confieso abiertamente mi propósito, aunque no sé si lograré ajustarme a las exigencias que me impone- moverme en dos planos. En el primero, general y externo al libro en sí, quiero ofreceros una reflexión -que espero os resulte estimulante y os haga pensar- sobre algunas cuestiones relativas a la condición de superventas de una obra: ¿qué hace que un libro se venda de manera multitudinaria?, ¿literatura popular es un oxímoron (al modo de la célebre y controvertida frase de Baroja -tan repetida por Andrés Trapiello- sobre el periódico El pensamiento navarro: si es pensamiento no puede ser navarro y viceversa)?, ¿la verdadera cultura sólo puede ser “alta cultura”?, o lo que es igual, ¿la calidad está reñida con la cantidad?, ¿el criterio de la “masa” es siempre errado?, ¿sólo “valen” aquellas manifestaciones culturales reconocidas, “degustadas” y apreciadas por una élite crítica y profesoral, académica, científica e intelectualmente “superior”?; derivaciones todas de otras preguntas esenciales: ¿qué es literatura y qué no lo es?, ¿cuándo y cómo puede determinarse -y quién lo hace- que un libro es “bueno”?, ¿por qué leemos?, ¿qué nos lleva (a tantas personas en tan diversas partes del mundo) a destinar parte de nuestra vida -horas, días, semanas- a la sospechosa tarea de embeberse en un texto que nos aleja -¿en verdad nos aleja?- de la realidad? El segundo frente de mi reseña me obligará -resulta inevitable- a hablaros de la novela en sí, pero de un modo elusivo y algo etéreo, sobrevolando los aspectos esenciales de su trama e intentado ser extremadamente prudente para no mostrar -ni siquiera esbozados- ninguno de sus detalles relevantes y para no privaros así del inmenso placer -al que ya me he referido con frecuencia en este espacio- que supone ir descubriendo página a página las vicisitudes de las existencias de unos personajes que -como las nuestras reales- no desvelan sus secretos, ni aun los más nimios, sino cuando -sin avisar, sin “sinopsis argumental” ni información previa, inopinadamente- el Tiempo, los Dioses o el Destino les obligan a vivirlos.
 
Empecemos, no obstante, por el principio, que es -obviamente- la presentación del libro objeto de mi comentario. Se trata -quizá algunos de vosotros ya lo habéis adivinado- de El jilguero, la inmensa obra de Donna Tartt, ganadora del prestigioso Premio Pulitzer correspondiente a 2014, y que ha publicado Lumen en español este mismo año en traducción de Aurora Echevarría.
 
(Permitidme, entre paréntesis, dos comentarios breves sobre el Pulitzer y la traducción, respectivamente. Mi iniciación a la literatura “seria” -más allá de los títulos clásicos para niños que leí, como casi todos, con diez, doce, catorce años- tuvo lugar (ya con quince o dieciséis) a través de los numerosos tomos encuadernados en piel y con papel biblia que recogían los Premios Pulitzer, los Goncourt y los Nobel (también estaban, en ediciones más modestas, las primitivas de Áncora y Delfín, los Premios Nadal: Entre visillos, Nada, La muerte le sienta bien a Villalobos) y que, comprados por mi padre con una finalidad que me atrevo a calificar como fundamentalmente decorativa, reposaban aburridos -y también vírgenes y apetecibles; y que ni el feminismo ni el psicoanálisis saquen conclusiones precipitadas y de todo punto inexactas por la presentación conjunta de ambos vocablos- en las estanterías del salón principal de la casa familiar. Vienen a mi memoria ahora -no cabe verificación, estoy a cientos de kilómetros de aquella biblioteca germinal- Los Buddenbrook, Viento del Este, viento del Oeste, El motín del Caine, Lo que el viento se llevó, Calle Mayor, Un puente sobre el Drina, La perla... y tantas otras novelas que, tras la censura previa (y necesariamente intuitiva, pues ellos no las habían leído) de mis padres, devoré en aquellos años de inocente frenesí lector.
 
Con respecto a la traducción, vuelven a repetirse -y el fenómeno se reitera en numerosos libros que aquí he comentado, siendo su causa probable el que un alto porcentaje de las editoriales españolas está radicado en Cataluña- los molestos catalanismos que afloran por doquier en el texto. “Se ha engordado”, “Miraremos de arreglarlo”, “Ya me estaba bien”, son construcciones -no sé si técnicamente incorrectas, pero sí inusuales y a mi juicio algo “chirriantes” en castellano- que se utilizan con frecuencia a lo largo del libro. Por otro lado, cuando se nos presenta a un determinado personaje con un “medía seis pies y cuatro pulgadas”, y cuando de modo constante se mantienen en el texto esas referencias métricas ajenas a nuestro habitual sistema de medidas -y otro tanto ocurre con el peso en libras, también repetido en más de una ocasión-, el lector se ve obligado de continuo -y no se puede entender la razón para ello- a recurrir a la lectura del contexto para deducir si el individuo en cuestión era muy alto o un diminuto enclenque; en cualquier caso, una mera aproximación alejada del muy preciso dato del texto original. Además -pero aquí la “responsabilidad”, pienso, ya no es de la traductora sino de la edición-, hay infinidad de “despistes” ortográficos, anacolutos y fallos tipográficos: “menoscavar”, “paracemios”, “yo soy más tolerancia que tú”, “interrogaciones, visitas y nuevas investigatorios”. De todos modos, nada que resulte demasiado censurable -¿o sí lo es?- dada la extensión del libro. Fin del paréntesis).
 
Donna Tart es una autora poco prolífica, que en veinte años de carrera literaria sólo nos había ofrecido un par de títulos anteriores a este que ahora os comento, El secreto y Un juego de niños, ambos objeto de actualísimas reediciones por parte de Lumen, que quiere aprovechar así la favorable inercia derivada de la enorme repercusión de El jilguero. Ambos fueron también un éxito de ventas y disfrutados con fruición por millones de personas en todo el mundo, razón por la cual yo mismo -lleno entonces de prejuicios que ahora he querido superar- siempre me resistí a su lectura.
 
Y la mención a los prejuicios me lleva a dejar aquí -tal y como os había avanzado- algunas consideraciones sobre la “tortuosa” relación entre la calidad literaria de un libro y su difusión masiva. Quizá El jilguero no sea una buena muestra de esta confrontación -tan común en las páginas de los suplementos literarios y revistas especializadas; y quizá presente sólo en ellas- entre la formidable acogida que en ocasiones el público, los lectores, dan a una novela, y la no siempre correlativa aceptación crítica por parte de los “expertos”. Y ello es así porque esta vez parece haberse producido una coincidencia general entre la “mayoría lectora” y “la selecta minoría crítica”, ya que una gran parte de los medios especializados -con algunas significativas excepciones: The New Yorker The New York Review of Books, dos “prescriptores” intelectual y culturalmente refinados- han valorado el libro (en ocasiones con elogios desmesurados: “El primer clásico del siglo XXI”, se ha llegado a escribir), hasta el punto de que su autora se haya hecho merecedora -ya se ha dicho- del prestigioso Premio Pulitzer, un galardón académicamente respetado. Pero, ¿qué nos importaría si no hubiera sido así y la obra hubiera sido denostada, rechazada, “despreciada” por la crítica? ¿Perdería valor el placer que hemos sentido leyéndola, las horas entregadas, en silencio, a transitar por sus páginas inmersos en las peripecias narradas, emocionándonos con las vivencias de sus personajes, transportados a la realidad -ciertamente virtual- creada en el papel? ¿Existe una frontera -muy tenue, en cualquier caso- entre una llamada literatura de “evasión”, la cual no exigiría del lector -supuestamente- más que una muy cómoda actitud de mero consumidor pasivo y, consecuentemente, no dejaría en su espíritu huella profunda alguna, y, por otro lado, una más enriquecedora literatura “de calidad” que -de nuevo hipotéticamente- ampliaría nuestros horizontes vitales, nos permitiría conocer otras existencias, reflexionar sobre la nuestra propia, analizar críticamente el mundo, crecer intelectual, emocional, humanamente? Y si la respuesta es afirmativa, y si sólo escritores como Proust o Joyce -o por citar a nuestros contemporáneos, Marías o Banville, Coetzee o Magris, Roth, Foster Wallace, Franzen o Muñoz Molina-, fueran los que marcaran las referencias de la “ortodoxia” literaria, si sólo ellos fueran los que establecieran los parámetros de calidad, en tanto sólo ellos nos obligan a un mayor esfuerzo lector, sólo ellos nos hacen “trabajar” el libro, “forzar” (¡qué verbos, Dios mío, para hablar de lectura!) nuestra natural tendencia a la ligereza y la levedad, si sólo ellos representan el compromiso, el valor, la verdad de la “auténtica literatura”, si es así, ¿cómo habríamos de calificar entonces a autores como Dickens o Stevenson, Defoe o Flaubert, Chéjov o Galdós, Chandler o esta Donna Tartt que nos ocupa hoy, por citar sólo a unos cuantos escritores cuyas obras -sin perder un ápice de calidad- han alcanzado un masivo éxito popular siendo disfrutadas de manera compulsiva y feliz -con naturalidad, sin complicaciones, sin prejuicios, con sencillez, llanamente- por millones de personas en épocas y lugares muy distintos? En fin, disquisiciones teóricas, probablemente, ridículamente “profesorales”, que no tienen demasiado sentido para quien se planta ante un libro de un modo inocente y desprejuiciado -y por desgracia ese no siempre es mi caso- dispuesto a dejarse “penetrar” por toda la magia que potencialmente encierra. Y sin duda El jilguero pertenece a esta categoría de libros que nos seducen, que nos atrapan, que -en metáfora muy tópica y recurrente- nos “enganchan” y no dejan que los abandonemos hasta haber llegado -con pesar y con el corazón exaltado- hasta su última página (sin estar por ello desprovisto de otros niveles más complejos y más fecundos de lectura).
 
Y adentrándonos ya en el libro -y reduciendo a lo más básico y esencial, como prometí, la información sobre su argumento-, diré El jilguero cuenta la historia de un niño norteamericano, Theo Decker, que a partir de un acontecimiento dramático y decisivo vivido a sus trece años (y que no os comentaré pese a que la contraportada del volumen y todas las críticas que he leído lo revelan sin recato) se ve “lanzado” a la vida en compañía de un famoso cuadro -que existe en realidad y que, desde la aparición del libro, es objeto de multitudinarias visitas en el discreto Museo que lo ha albergado, silenciosamente y lejos del frenesí del deplorable turismo cultural, durante décadas-, Jilguero atado, pintado en 1654 por Carel Fabritius, un discípulo de Rembrandt, maestro a su vez de Vermeer. Donna Tartt confiesa que escribió el libro en “tiempo real”, de tal manera que los once años de elaboración de su obra (ya se ha dicho que la autora es poco prolífica y entrega un libro por década, más o menos) se corresponden con los que vive su protagonista, que experimentará el paso a la edad adulta (El jilguero es, entre otras muchas cosas, una novela de iniciación) envuelto en experiencias intensas, dolorosas, extremas, desconcertantes, también felices -y todas de recuerdo indeleble- que lo llevarán de su Nueva York de origen a Las Vegas o Ámsterdam, en contacto siempre con un dickensiano elenco de personajes inolvidables, descritos con profundidad y agudeza y una extraordinaria capacidad de penetración. Y a propósito de Dickens, la “presencia” del autor inglés sobrevuela el libro de manera notoria desde sus primeras páginas, aunque no sea hasta la 829 cuando se reconozca abiertamente tal influencia, en un episodio en que uno de los personajes menciona expresamente Oliver Twist, una obra que cualquier lector medianamente culto ha tenido en mente mientras iba conociendo la sorprendente peripecia de Theo (Habían transcurrido muchos años desde que yo mismo había salido del estupor del dolor y el ensimismamiento; entre la anomia y el trance, la inercia, los paréntesis y los tormentos de mi propio corazón, había muchas pequeñas y fáciles amabilidades cotidianas que me había perdido. Así define Theo, en un párrafo que remite claramente al mundo dickensiano, su tantas veces torturada existencia). Y hay que resaltar también, en el mismo sentido, que la obra está plagada de referencias “cultas”: el arte y la literatura, en particular la novela decimonónica o la pintura flamenca, el fascinante universo de las antigüedades, o tantas otras.
 
Las numerosas y significativas y vicisitudes de la vida del niño se narran -con la pintura como mera excusa accesoria sin un peso relevante en el libro hasta bien avanzadas sus primeras ochocientas páginas- en un torrente irrefrenable de apasionante prosa. Combinando indagación psicológica con romanticismo juvenil, mezclando suspense e intriga con, a veces, frenética acción, describiendo de modo magnífico los diversos ambientes sociales que el chico frecuenta, retratando con sutileza, como se ha dicho, a una decena de personajes principales extraordinarios, introduciendo sugerentes motivos para la reflexión en torno al sentido de la vida, la formación de la personalidad, el amor, la muerte, la familia, la paternidad y la infancia, la identidad, los sueños, el dolor y la soledad, la culpa, el recuerdo y la memoria, el compromiso y la amistad, la vocación y el destino, Donna Tartt nos “obliga” a avanzar compulsivamente en su relato, disfrutando con fruición de cada una de sus páginas (algunas, como las trescientas iniciales de la primera parte del libro, arrebatadoras y memorables) y deseando que -pese al apresurado avanzar por ellas- no terminen nunca.
 
Y, en efecto -y con este último comentario cierro mi reseña-, el cuadro famoso es, durante las tres cuartas partes del libro, sólo -como ha resaltado Rodrigo Fresán en su acertada crítica- un McGuffin (aquel elemento de distracción inventado por Hitchcock en sus películas como un recurso para llevar de la mano al espectador a lo largo de su narración mientras éste, con la mente parcialmente ocupada en la pista falsa -el McGuffin- sembrada por el director, se deja hacer, cayendo subyugado, inocente y dócil, ante el imparable discurrir de la poderosa maquinaria de fabulación construida por el hábil realizador). El espléndido Jilguero atado que acompaña a Theo a lo largo de toda la novela funciona, pues, como un elemento lateral, casi anecdótico, cuya presencia casual en la vida del niño no aporta demasiado, en principio, al acontecer existencial del adolescente; que cobra luego, en el último cuarto de la obra, un protagonismo muy relevante en su trama y en su acelerado y vertiginoso desenlace; y que, por último, parece dar unicidad al relato y convertirse en metáfora y símbolo, en justificación teórica y resumen explicativo en las cincuenta páginas finales repletas de ideas y razonamientos y disquisiciones de una mayor hondura reflexiva y penetradas de una intención y profundidad que podríamos calificar de filosóficas (El cuadro [...] era el punto de quietud del que dependía todo: los sueños y las señales, el pasado y el futuro, la suerte y el destino. No había un solo significado sino muchos. Era un acertijo que se hacia cada vez más grande).
 
Os aconsejo, pues, la lectura de este más que estimable El jilguero, el excelente best-seller de Donna Tartt; más allá de sus muchos otros logros, disfrutaréis de unas intensas horas de lectura apasionante. Os dejo ahora, para complementar mi reseña, con Dear Prudence, la breve y preciosa canción de los Beatles, una de las muchas que los protagonistas escuchan en un libro lleno también de referencias musicales.
 
 
1622-1654. Hijo de maestro de escuela. Menos de una docena de cuadros se le atribuían con certeza a él. Según Van Bleyswijck, el historiador de la ciudad de Delft, Fabritius se hallaba en su estudio pintando al sacristán de Delft, Oude Kerk, cuando a las diez y media de la mañana se produjo la explosión del almacén de pólvora. Sus vecinos sacaron el cuerpo del pintor Fabritius de entre los escombros del estudio, «con gran dolor», decía el libro de la biblioteca, «y no poco esfuerzo». Lo que más me chocó de esos breves testimonios era el elemento del azar: dos desastres fortuitos, el mío y el suyo, convergiendo en el mismo punto invisible, «el big bang» como lo llamaba mi padre, no con sarcasmo o desdén sino con un respetuoso reconocimiento de los poderes del azar que regían su propia vida. Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, «vueltas del «vueltas del tiempo», mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante que podía, o no, transformarlo todo.”
 

miércoles, 11 de marzo de 2015

TAIYE SELASI. LEJOS DE GHANA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero proponeros la lectura de una novela magnífica, la primera publicada por su autora, la exótica y bellísima Taiye Selasi. Exótica -sin connotación negativa alguna; antes al contrario- porque, nacida en Londres, formada en Estados Unidos y viviendo en Roma, de padre ghanés y madre nigeriana (rasgos biográficos que, como comprobaréis dentro de un momento, afloran en su libro), Selasi es un nombre literariamente “excéntrico” en relación al panorama más habitual de las publicaciones a las que normalmente accedemos. Y enfatizo lo de bellísima porque así aparece en todas las fotos que he podido ver de ella; elemento este, el de su atractivo, absolutamente irrelevante a los efectos que aquí me traen, siendo el hecho de que yo lo mencione demostrativo de una visión retrógrada, con reminiscencias aún claramente machistas, que imperan en nuestro mundo... ¿Alguna vez he remarcado, en estas reseñas, el grado de hermosura de un autor? En fin... anacrónicos impulsos irracionales que subsisten bajo una aparente capa de modernidad liberada. (“Aunque”, preguntaréis, “si ha caído en la cuenta de la torpeza de su comentario, si ha sido consciente de él y, en consecuencia, ha podido eliminarlo antes de que su reseña viera la luz, ¿por qué ha mantenido su absurda trivialidad, añadiendo además este larguísimo excurso adicional?... ¿para tener ocasión de castigarnos con sus pedantes justificaciones?... ¿para que todos veamos su pose de “autocrítico concienciado”?... ¿no podría haberse ahorrado esta superflua disquisición?... ¡¡¡y encima en un mes de marzo en el que -sin demasiado sentido- le ha dado por subrayar el contenido “femenino” de la emisión!!!” Lo dicho: en fin...).
 
El caso es que la muy inteligente, extraordinaria escritora y además guapísima (erre que erre...) Taiye Selasi ha escrito Lejos de Ghana, una novela espléndida que, en traducción del inglés de Rita da Costa, nos ha ofrecido hace unos meses la editorial Salamandra.
 
La primera singularidad de Lejos de Ghana -que ha sido destacada por numerosas críticas- es que, siendo, en cierto modo, una novela africana, con personajes nacidos en ese continente, y desarrollándose parte de su acción en Lagos y Accra, su planteamiento, su enfoque, rompe con todos los estereotipos que se manejan cuando -antes de abrir el libro- el lector se dispone a enfrentarse a los tópicos africanos más o menos “esperables”: ceremonias de iniciación, conflictos tribales, naturaleza salvaje, primitivismo irracional, y tantos otros banales -y casi siempre equivocados- lugares comunes sobre “lo africano”. La autora ha repetido en todas las entrevistas que he podido leer de ella que detesta la noción de novela africana y que ofrece como alternativa, reivindicándolo, el término de “afropolitismo”. Os transcribo su esclarecedora respuesta a una pregunta de Nuria Barrios, que dialogó con ella para El País: En 2005 escribí un ensayó en donde describía el origen de una noción más flexible de identidad. El afropolitismo describe a jóvenes de origen africano con una identidad híbrida, como mi hermana y yo. Mi padre nació en Costa de Oro, que en 1957 se convirtió en Ghana, estudió en Escocia y terminó trabajando como cirujano en Arabia Saudí. Los abuelos de mi madre eran un misionero escocés y una mujer yoruba, ella se crió entre Londres y Lagos y conoció a mi padre cuando ambos estudiaban Medicina en Zambia. Mi hermana melliza y yo nacimos en Londres y crecimos con el sentimiento de ser de todas partes, no sólo nigerianas o británicas o americanas.
 
Pues bien, este enfoque cosmopolita, afropolita, impregna la novela entera, protagonizada por una familia de características muy parecidas a las de la propia escritora, teniendo así Lejos de Ghana, parece obvio, un carácter claramente autobiográfico.
 
El libro nos presenta a la familia Sai, cuya historia se nos cuenta a partir de un desencadenante principal, la muerte de Kweku Sai, el padre y marido. Kweku, un cirujano ghanés que hace años abandonó en Boston, donde residía la familia, a su mujer, Fola, y a sus cuatro hijos, el primogénito Olu, los mellizos Kehinde y Taiwo, y la pequeña Sadie, cae abatido por un infarto en el jardín de su casa de Accra, en donde vivía ahora con su segunda esposa, Ama. A partir de su sorprendente muerte, Fola, que desde hace años ha vuelto a África dejando atrás sus hijos, los reúne de nuevo para el funeral de un padre del que se han distanciado y al que no veían desde hace años. Los cuatro hermanos viajan desde Estados Unidos a la capital ghanesa y el reencuentro propicia el que afloren los recuerdos, se rememore la historia familiar, se busquen explicaciones, se contrasten los distintos relatos de lo acontecido, se desborden las emociones y se cierren las muchas heridas abiertas.
 
Y es que Kweku, un inmigrante ghanés que con esfuerzo y sacrificio había alcanzado una posición desahogada como cirujano en un hospital bostoniano había huido del hogar familiar de un modo inopinado y sin aparente motivo, una noche de hace dieciséis años. Fola, abandonada y desvalida, no puede salir adelante teniendo a su cargo a sus cuatro hijos. Deja la cómoda vivienda de clase media en la que vivían en Brookline, se muda a una casa de alquiler en el borde de un solar con vistas a la autopista -como remarca de modo irónico-, se divorcia, manda a Olu a estudiar a Yale y envía a sus dos gemelos a Lagos a vivir con un medio hermano suyo, Femi (aunque los chicos regresan menos de un año después, marcados por un terrible incidente que sólo conoceremos al final del libro). Fola vive inicialmente con Sadie, aunque acaba huyendo a Lagos tras una discusión con su hija ya adolescente y vivirá sola en África hasta la muerte de su marido (“Ya no están, se han ido”, todas las voces, los cuerpos, un amante, cuatro niños, el latir de sus corazones, el murmullo de sus voces, el calor, el movimiento y el rumor incesante, el ajetreo y la cháchara, un río que se había secado mientras ella lloraba), pues Kweku se instala en Accra con su nueva esposa y sus hijos completan sus estudios y residen, Olu, también cirujano, en Boston, Taiwo y Sadie en Nueva York y Kehinde, que se ha convertido en un artista de éxito, en Londres. Todos son seres complejos, confundidos, con sus heridas y sus vagas esperanzas, marcados por la desaparición de la figura paterna, abriéndose paso en la vida a trompicones, llenos de dudas, cometiendo errores, dolidos, sufrientes, incompletos.
 
La añoranza de la familia, la nostalgia del perdido equilibrio familiar es, sin duda, uno de los temas del libro. La bella e inteligentísima Taiwo -en quien yo veo, por infinidad de detalles, el trasunto de la propia autora- envidia la calidez del hogar en las familias americanas, los comedores bañados por la luz amarilla de las arañas (...) los dormitorios cuyo fulgor ambarino se recortaba contra la oscuridad de la noche, contra todo lo que había de puertas afuera. Contempla extasiada las ventanas de los edificios neoyorquinos e imagina la felicidad -perdida e imposible ya para ella- de la vida tras los cristales: Jamás había experimentado lo que atisbaba en esas ventanas, ese cálido, ambarino, hogareño resplandor de puertas adentro. Los Sai, en cambio, piensa, eran una familia inconclusa, un ensayo, una obra en fase de producción en la que cada uno desempeñaba su papel con afectado aplomo, sin poder eludir jamás la tensión previa al estreno, como un ruido sordo que sonara de fondo. Un zumbido.
 
Y otro tanto siente Sadie: Cinco personas desperdigadas, una familia sin gravedad, sin nada que los mantenga unidos. Sin nada con el peso del dinero que tire de ellos hacia abajo, hacia un mismo trozo de tierra, dibujando un eje vertical, ni raíces que se extiendan bajo sus pies, sin un solo abuelo vivo, sin historia, una línea horizontal. Han flotado a la deriva, cada uno por su lado, se han visto arrastrados hacia la periferia, hacia el centro, sin apenas darse cuenta cada vez que alguien se ha salido de las coordenadas.
 
E incluso el ponderado Olu cuenta a su pareja, Ling: No quiero formar una familia. No creo en la familia. Yo no quería una familia. Quería que fuéramos algo mejor. Y de nuevo Taiwo: Le recuerda la casa que tanto detestaba: la tristeza reinante, los fantasmas de otras familias, forasteros todos ellos (...) La casa se ve fuera de lugar en ese paisaje, y así se han sentido ellos siempre, una familia africana en Brookline. Así se ha sentido ella siempre por las noches, en su habitación, en aquella casa en que los fantasmas se sentían más a gusto que ella.
 
Y este lamento por la familia perdida proviene, claro está, del abandono del padre. En cada uno de los hermanos ha germinado, de un modo u otro, el odio al padre cobarde y huido. Kweku, el Proveedor, como lo recuerda Taiwo, evocando lo que quizá pudo ser el sueño de un niño africano en las playas de su infancia: Conquistó tierras desconocidas y fundó una casa, pero su vergüenza era demasiado grande y su conquista cambió de manos. Mejor dicho, volvió muy probablemente a las manos de una entrañable familia de rostro rubicundo, los descendientes de los primeros colonizadores, más acostumbrados a ejercer la dominación (...) A ese niño pobre que había recorrido aquella playa, que había soñado con casas señoriales y nuevas patrias, con los pies agrietados y las plantas ennegrecidas, sin sospechar jamás su error: que nunca encontraría un hogar, o por lo menos un hogar duradero. Que quien arrastra la vergüenza jamás podrá sentirse como en casa en ningún sitio. Se ríe al pensar en aquel niño en esa playa, y se ríe con más ganas al pensar en sí misma en esa casa a sus doce años, cuando aún era una niña, cuando aún creía en el hogar.
 
E igualmente Olu, el hijo mayor: Me basta con entrar en esa casa, esa choza en la que se crió. Ese hombre partió de cero, luchó con uñas y dientes, lo sé. Quiero sentirme orgulloso de él. De todo lo que consiguió. Sé que sus logros fueron muchos y grandes. Pero no puedo. Lo odio por vivir en ese piso mugriento. Lo odio por ser ese hombre africano. Lo odio por haber hecho daño a mi madre, por haberse marchado, por morirse, lo odio por haber muerto solo.
 
Sin embargo Fola, el Ama de casa de las afueras, como se designa a sí misma, ama aún a su marido, y ese amor llena de emoción las últimas páginas de la novela, las más intensas, las mejores de un libro por lo demás sobresaliente, lleno de momentos memorables. Son tantas las cosas que nunca llegó a preguntarle, se lamenta.
 
Y en el dibujo de esa familia rota, las personalidades de los cuatro hermanos, sus dudas, su desamparo y su perplejidad ante la vida, sus complicados itinerarios sentimentales y emocionales, se perfilan de un modo muy convincente y creíble, muy eficaz y casi siempre conmovedor.
 
Olu, de tristeza tenue y persistente como el zumbido de un ventilador, es el exigente y consentido primogénito. Programado para sacar títulos universitarios, para obtener becas, androide dedicado a hacer el bien, es la viva imagen de la perfección, la perfección a la que aspiraban los nuevos inmigrantes, la cobardía recompensada. No sabe nada de tentaciones, de errores, de la pérdida, el fracaso, la pasión, la lujuria, el pesar o el amor (y es de nuevo la cáustica Taiwo la que habla). Su serena inteligencia, su dominio de la ciencia, su voz grave y firme que transmite la seguridad de los hechos conocidos, hacen de él el paradigma del hermano mayor. A Olu le ha tocado el papel de poner orden, aun cuando, a menudo, ese rol de sensatez y ecuanimidad disimule su propia inseguridad.
 
Taiwo es la tirantez y la tensión pese a su inteligencia y su brillantez. Es Summa cum laude en la Universidad de Nueva York, licenciada en Filosofía, Política y Economía por el Magdalen College, becaria en Watchell. En ella deslumbra el oscuro ingenio, el sonido áspero, susurrante y cautivador de su voz, el aura de misterio y de innata elegancia, su belleza deslumbrante. Y sin embargo, esa niña excepcional que su padre abandonó en América ya no es la misma de ahora en África Occidental. A Taiwo le tocó el papel del permanente enfado, no es ya la niña risueña y encantadora, la vida ha hecho que se oculte bajo un caparazón, que se endurezca; parece una chica, se comporta como chica pero en realidad es un soldado que sale a la batalla para evitar nuevos ataques, tal y como dice de sí misma.
 
Kehinde, es el resonar de una ausencia, el artista difícil. Es el talento en estado puro, el don de ver, la paz, la discreta convicción con que observa el mundo y la capacidad de hacer aflorar todo ello en su obra artística. Su condición de pintor de éxito le predisponía a una vida de glamour, fama y riqueza, pero Kehinde está herido en lo más íntimo, y su desconcierto, su dolor, lo llevan hasta un intento de suicidio: Los médicos determinaron que no suponía un peligro para sí mismo tras seis meses ingresado, seis meses de cháchara y tranquilizantes y de volver una y otra vez sobre los motivos por los que había deseado morir (sólo había uno) en una habitación con vistas a un jardín donde lloviznaba a menudo, muy inglés, relajante de algún modo, acuático, todo verdes y grises, enfermeras de porcelana y vajilla de porcelana para servir los analgésicos y el té, medio año sentado frente a ese jardín, pintándolo, mientras las cicatrices viraban al marrón y las ramas grises al verde, hasta que un día de agosto el doctor Shipman, enarcando sus hirsutas y canosas cejas, le dijo: “Estás preparado para vivir”.
 
Sadie, la pequeña, es descrita en el libro como un aleteo, la inquietud, la angustiosa e infructuosa búsqueda. “Tu madre se ha ido”, piensa hecha un ovillo en la cama, todavía vestida, sobre la manta que huele a pasado, a un período muy breve en el que aún vivían bajo un mismo techo con el Hombre del Relato y aún eran una familia, y llora muy quedo por todo lo que sí es verdad, por la pérdida de ese hombre y por lo mucho que añora a su madre, por lo inconsistente que se ha vuelto todo y por lo perdida que está, por cuán solos, desamparados y difusos están todos ellos (...). Llora sólo de pensar en ello. Todos juntos, cinco almas desperdigadas (una menos), comiendo judías estofadas al estilo de Boston. Y se mece en su propio llanto hasta quedarse dormida, con la ropa puesta, sin que nadie se moleste en buscarla durante horas, sin que nadie perturbe su sueño. A Sadie le ha tocado el papel de llorar a las primeras de cambio, dice su hermana.
 
Pero Lejos de Ghana no es sólo -aunque sí lo es de una manera primordial- una novela de sentimientos que nos pone en contacto con el desvalimiento y el desgarro existencial de unos seres perdidos y desamparados. No se mueve sólo en este ámbito íntimo, sino que el libro nos permite apreciar también otras dimensiones, menos recogidas, menos personales, menos emotivas. En la novela está, también, esta vertiente “externa” que supera los límites de las personalidades y los conflictos de sus personajes; está, también -y de modo muy destacado- África.
 
Está África en su paisaje humano: Y luego Ghana, y el olor de Ghana, una contradicción, una vasija de barro resquebrajada: el olor a sequedad, a humedad, ambos a la vez, la humedad de la tierra y la sequedad del polvo. El aeropuerto. Cuerpos que se empujaban, gritaban, suplicaban, tocaban, respiraban. (...) Había olvidado los cuerpos. La proximidad de los cuerpos. En América los cuerpos se mantenían a distancia. La calidez de esa cercanía. Y sus devastadoras y al parecer inevitables guerras, como cuando se nos presenta Nigeria como un país desgarrado por la guerra, incorregible, inhumano y húmedo como cualquier otro país desgarrado por la guerra, o se nos narra el incidente que provoca la muerte del padre de Fola, un ataque en que los hausa hostigan a los igbo, y aunque su padre fuera yoruba, su abuela escocesa, los criados fulani, alguno indio, mueren diez personas, diez muertos y sólo un igbo.
 
Y la novela reivindica también, como he dicho a propósito del afropolitismo, la importancia simultánea -y sólo en apariencia contradictoria- de la tradición y la mezcla, del peso del pasado y, a la vez, de la apertura y la renovación y la fecunda hibridación de razas, de lenguas, de costumbres, de ritos. Y así, Olu será en el físico una réplica de la nigeriana Fola, típicamente yoruba, mientras que Sadie, será como Kweku, su padre ghanés, nítidamente ga. Y en el mismo sentido describe Kehinde a su familia: Los ojos etíopes, los pómulos de los indios norteamericanos, la combinación galesa de pelo negro y ojos azules, la piel nórdica. Son un registro de algún tipo, eso cree él, un registro visual de la historia de un pueblo, de su paso por el mundo. Le resulta fascinante el hecho de que él pueda reconocer, y le resulte conocido, el contorno vagamente cuadrangular de los labios, el ancho hueso ciliar y la majestuosa nariz aguileña en su madre y su hermano, como si fueran máscaras rituales esculpidas en marfil por artesanos del siglo XVI, el hecho de que ese rostro siga repitiéndose, ese mismo rostro, una y otra vez, a lo largo de épocas, océanos, amantes y guerras, como la matriz de un grabador, una buena matriz, digna de ser reutilizada. Es algo que les envidia. Sus hermanos y sus padres pertenecen a un mismo pueblo, portan el sello distintivo que así lo acreditan.
 
Y es notable también -y yo lo vinculo también al legado africano, aunque la ciencia nos haya dado pruebas de su virtualidad universal- el peso de lo que podríamos llamar el conocimiento irracional en las vidas de nuestros protagonistas. Los gemelos Taiwo y Kehinde (recuerdo que la propia autora tiene una hermana melliza) tienen poderes telepáticos, sienten lo mismo en los mismos momentos a miles de kilómetros de distancia. Lo había hecho durante años. Los leía o, mejor dicho, los oía. Como si ella formulara pensamientos en voz alta en la mente de su hermano. No eran más que fragmentos, pero los oía con toda claridad, y más claros aún eran los sentimientos que los acompañaban. Y Fola sabe lo que le pasa a sus hijos, a partir de las sensaciones de su cuerpo: Se toca el vientre en cuatro puntos distintos, los cuadrantes del torso comprendidos entre la cintura y el pecho: primero el cuadrante superior derecho (Olu), situado debajo del seno del mismo lado; luego el cuadrante inferior derecho (Taiwo), donde tiene una pequeña cicatriz; después el cuadrante inferior izquierdo (Kehinde), adyacente al de Taiwo, y finalmente el cuadrante superior izquierdo (Sadie), el bebé, su corazón.
 
Termino ya, pues el tiempo se nos agota, con una mención al título original del libro, que alude a algunos de sus aspectos esenciales; alusiones que, por desgracia no son tan evidentes en el Lejos de Ghana castellano. En inglés la novela se llama Ghana Must Go, “los ghaneses deben marcharse”. Se trata de una frase popular en Nigeria a raíz de la llegada masiva de refugiados ghaneses, que provocó sentimientos xenófobos en la población nigeriana. En el texto se nos informa de cómo, incluso, por extensión, las precarias bolsas en las que los inmigrantes -ahora obligados al retorno forzado- guardaban sus pertenencias pasaron a recibir este nombre, bolsas Ghana must go. Y es que el desarraigo, la huida, el marchar, el irse, es otro de los grandes temas del libro. Significativamente, las tres partes en que se desenvuelve la novela se llaman Fue (la primera, en la que se nos cuenta el pasado de Kweku y Fola y su “instalación” en Estados Unidos), Yendo (la segunda, que narra el viaje de los hermanos de vuelta a África) e Id (la tercera, que anticipa el futuro, el vuelo autónomo y liberado de los hijos, la promesa de una vida sin el peso del pasado, sin las ataduras de la familia rota, de la tradición africana). Aunque esta distribución temporal está lejos de ser rígida, pues la estructura de la obra, muy trabajada y eficaz, se mueve alternando presente y pasado, conjugando tiempos y espacios, entrelazando las vivencias de los protagonistas.
 
En cualquier caso, esta idea central de la huida se recoge también en el muy emotivo capítulo final, que cierra y explica el libro. Yo también te abandoné, dice Fola, comentando la marcha de su marido dieciséis años atrás, para concluir: Hicimos lo que sabíamos hacer. Eso era lo que sabíamos hacer, marcharnos (...) ¿No podíamos haber aprendido, aprendido a no marcharnos? (...) Éramos emigrantes, los emigrantes se van.
 
En fin, leed este apasionante Lejos de Ghana, lleno de emoción y humor, de frescura y originalidad, de inteligencia y excelente técnica literaria. Como complemento musical a mi reseña, un tema de un músico mencionado en el libro, Reggie Rockstone, un rapero ghanés. No he podido encontrar el Death for life citado en el texto. En su lugar, suena un desasosegante Eye Mo De Anaa.
 
 
No comprendía por qué no los había visto hasta entonces, aún hoy no se lo explica, el hecho de no haber visto jamás sino una cara de sus pies, la cara suave y tersa. Las plantas, en cambio, se veían rosadas, encallecidas, en carne viva, la piel negra en algunos puntos, hinchada en los dedos. Era como si hubiese caminado literalmente sobre ascuas (en realidad, apenas había usado zapatos en su juventud). Taiwo apretó los labios con fuerza para enmudecer su propia repugnancia, pero lo que sintió a continuación carecía de forma y sonido:
 
          un extraño vacío, una sensación de ingravidez, como si flotara, como si por unos instantes hubiese cesado de existir; una nueva e insólita forma de pena, en parte dolor, en parte compasión, una tristeza de helio, tan irrespirable que resultaba insoportable. En el futuro, cuando sea adulta y experimente esa misma sensación de ahogo, cuando sienta que su propio ser le escapa como una bocanada de aire, anhelará tocar y que la toquen, establecer contacto físico (y lo hará con consecuencias dispares). Este anhelo, que, como casi todas las cosas, era inocente al nacer, echará raíces en sus manos y en su corazón desbocado; el impulso de tocar, de besar sus pies, de besarlos para sanarlos. De recomponer a su padre. Pero no sabía cómo. No tenía la respuesta. No conocía a su padre. Se arrodilló. Rompió a llorar.
 
Estaba asustada por motivos que no podía explicar, por la certeza -ajena a la razón pero no por ello menos sólida- de que estaba a punto de producirse una tremenda desgracia, si es que no lo había hecho ya, de que algo había cambiado. En buena medida, cabría atribuir esa certeza a su aguda e inexplicable intuición (así como al insomnio medio, aún sin diagnosticar a los doce años de edad). Pero llegó sin pensarlo, una sensación completamente desprovista de discurso. Algo que se abre.
 
Algo se había abierto en alguna parte.
 
El hecho de que su padre estuviera allí postrado a la luz de la luna significaba que algo se le había escapado, algo que jamás hubiera creído posible: que él era vulnerable. Y si él lo era -su padre, íntegro e inflexible-, también ella debía de serlo, todos lo eran, y peor aún: quizá no lo supieran. Si él había mantenido las plantas de los pies ocultas durante toda la vida de Taiwo, doce años, él podría ocultar cualquier otra cosa (cualquiera podría hacerlo). Y, por último, el hecho de que hubiese intentado ocultarlas, de que tuviera algo que ocultar, significaba que su padre se avergonzaba de sí mismo. Lo que, por algún motivo, le resultaba insoportable.
 
Apoyó la cabeza en el escabel, junto a los pies del hombre dormido.
 
-Papá -susurró, y lo tocó levemente. El seguía roncando-. Venga, despierta -insistió-. Despierta.
 
Pero fue en vano. Reparó entonces en las zapatillas, que descansaban en la alfombra, junto a sus propias rodillas. Con toda la delicadeza y el sigilo de que fue capaz, Taiwo le calzó una zapatilla, que se meció en el aire como si colgara de una horma. Luego la otra. Al menos, ya no se verían las plantas magulladas.
 
-No-rezongó él con un hilo de voz.
 
Presa del pánico, Taiwo se levantó de un brinco y de una sola zancada se apartó de la ventana y la luna y se cobijó en la oscuridad. Allí, oculta entre las sombras, cerró los ojos a la espera del grito. Que no llegó. Kweku hizo otro ruido, un sonido blando y húmedo propio del sueño profundo, murmuró otro débil “no” y enmudeció. Luego empezó a roncar de nuevo. Taiwo abrió los ojos y dio un paso, todavía temerosa. Ahora Kweku tenía la cabeza erguida. Hablaba en sueños.
 
-Era demasiado tarde- dijo, con tanta claridad como si hubiese sabido que ella estaba allí delante, observándolo.
 
Pero no sonrió en sueños como hubiese hecho Kehinde en la misma tesitura. Volvió a reclinar la cabeza sobre el pecho.
 
Taiwo echó a correr hacia la escalera.
 
Desde ese día, cada vez que Taiwo piense en su padre, cuando el recuerdo se le cuele, taimado, por esa grieta del mundo -y con él la imagen de su padre muerto en un jardín, con las plantas de los pies magulladas, desnudas, expuestas a todas las miradas-, se preguntará impotente: “¿Dónde están sus zapatillas?”, y como cuando tenía doce años, romperá a llorar.


miércoles, 4 de marzo de 2015

GOLIARDA SAPIENZA. EL ARTE DEL PLACER; NACY HUSTON. MARCAS DE NACIMIENTO
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. En esta primera emisión del mes de marzo, y ante la cercanía del próximo Día Internacional de la Mujer, quiero aprovechar para salir al paso de algunos comentarios -siempre bienintencionados, pues provienen de amigas a las que guía la afabilidad- que llaman la atención sobre la escasa presencia de mujeres en nuestro espacio. Y aunque no creo en absoluto en las etiquetas reduccionistas; y aunque no sé si la expresión “literatura femenina” tiene sentido y se refiere a aquella escrita por mujeres o a la que ofrece una mirada y una temática o transmite unos valores específicamente femeninos (de existir estos) o, por el contrario, es un absurdo del estilo de “literatura comprometida” o “gastronómica” o “metrosexual”; y aunque cuando leo no me preocupa el género del autor de un libro, ni su origen, ni su raza, ni su ideología, ni su edad, ni ninguna otra condición personal; y aunque la corrección política no es una de mis debilidades (no en cualquier caso al elegir los libros con los que pretendo deleitarme o aprender o emocionarme); no dejo, sin embargo, de ser sensible a las apreciaciones de mis (escasos) seguidores (seguidoras, en esta ocasión) por lo que, puesto a reflexionar acerca de si esa al parecer notoria ausencia de escritoras en el programa obedece a un muy ostensible déficit psicológico de mi personalidad o a una evidente incapacidad para interesarme -y por tanto para comprender- el alma de las mujeres o es, simplemente y sin más complejidades, un mero azar intrascendente e inocuo, me he lanzado a contar, llevado por una suerte de sutil culpabilidad que reclamaría la dosis justa de “cuotas” -¡¡¡horror, el placer de la lectura confinado a vulgares estadísticas!!!- el número de escritoras que han protagonizado Todos los libros un libro en las doscientas dos emisiones habidas hasta hoy. Y una vez metidos en harina contable, no me queda más remedio que aceptar que treinta y seis libros escritos por mujeres, un tímido dieciocho por ciento del total, es -eso supongo- una cifra relativamente baja, que no sé si se corresponde -y no pienso mover un dedo para averiguarlo- con el índice de presencia femenina en nuestro mercado editorial, en los setenta mil títulos que ven la luz cada año en nuestro país.
 
En cualquier caso, y sin entrar en el fondo del asunto, que me parece -lo siento por mis detractoras, su juicio ahora sin duda más severo- irrelevante, he tomado la decisión -cobarde y puramente ornamental, pues las correspondientes reseñas, elaboradas ya hace tiempo, iban a ser radiadas, gradualmente, en los próximos meses- de concentrar, en este simbólico marzo, mis recomendaciones de una serie de libros que llevan la firma de una mujer para intentar paliar así -en el fondo débil y apocado, pusilánime y concesivo ante el diktat femenino- mi inevitable condición de macho insensible y discriminador, autoritario y patriarcal (hay adjetivos que pareciera que los carga el diablo: sueltas uno y comparecen los demás, en retahíla ominosa). Y sí, lo sé, excusatio non petita... etc., etc., etc... De modo que hoy abro esta serie marceña no con uno sino con dos libros (de perdidos al río... puestos a condescender, hagámoslo a lo grande), muy distintos entre sí aunque ambos extraordinariamente interesantes.
 
El primero de ellos es una novela voluminosa -más de setecientas cincuenta páginas-, de esas que exigen una entrega casi absoluta, de esas que nos muestran un universo, o como en este caso un personaje, con los que no hay más remedio que convivir durante semanas si queremos disfrutar del libro en todo su alcance, con toda su plenitud. Se trata de El arte del placer, escrita por la siciliana Goliarda Sapienza y publicada por la editorial Lumen en traducción de José Ramón Monreal.
 
Goliarda Sapienza fue una escritora no demasiado conocida, autora de una obra sin excesiva repercusión pública en vida, de hecho murió en 1996 sin haber conocido el éxito que luego acompañó a la publicación de esta El arte del placer, su novela póstuma. Había nacido en Catania en 1924 en el seno de una familia muy destacada e influyente en los ambientes de la izquierda italiana. Su padre, abogado socialista, y su madre, que llegó a ser secretaria general de ese partido en Turín, la educaron en casa, al margen de la enseñanza oficial, de clara influencia mussoliniana y fascista. Dotada de una personalidad artística y sensible, dedicó la mayor parte de su vida al teatro, ámbito en el que llegó a desenvolverse como una actriz de bastante éxito. Su existencia, no obstante, estuvo llena de avatares, llevó durante mucho tiempo una vida de glamour, se codeó con la intelectualidad e incluso la aristocracia italiana de la época, pasó por etapas de un acusado desorden sentimental y emocional, encadenando diversas tentativas de suicidio, publicó diversos libros, para extinguirse al fin sin dejar demasiada huella en el panorama literario de su país que, como digo, sólo la consagró como una excelente escritora tras su muerte y la posterior publicación del libro que hoy os presento.
 
El arte del placer gira en su integridad sobre un personaje, poderoso y sugestivo, una mujer de carácter que en cierto sentido es trasunto de la propia autora. Modesta, la protagonista, nace en una familia muy pobre y desarraigada en una pequeña aldea siciliana, el uno de enero de 1900. A lo largo de la amplia extensión de la novela Modesta recorre el siglo XX, y con ella los lectores asistimos a los principales acontecimientos que vive Italia y también el mundo desde hace cien años: la primera gran guerra, la aparición incipiente y larvada primero, abrumadora y ominosa luego, de los fascismos, la inevitable segunda guerra mundial… Modesta es violada por su padre a los nueve años, internada en un convento de monjas en su niñez, adoptada por una familia aristocrática, los Brandiforti, en su adolescencia, convertida en princesa en su juventud gracias al singular matrimonio con uno de los miembros menos conspicuos de la familia… y, ya dueña de su vida y de su destino en su edad adulta, entregada a la búsqueda del conocimiento, de la libertad, del placer. Modesta encamina su vida a la búsqueda de sensaciones placenteras, practica relaciones amorosas con infinidad de hombres y mujeres (en una dimensión, la vinculada al erotismo, muy notoria de la novela, explícita ya desde su título) siempre en procura de algo más, de su independencia, de su autonomía, de su, en definitiva, voluntad de poder.

La novela va avanzando con fluidez sobre todo a partir del recurso a los diálogos, que describen con precisión las relaciones de Modesta con los diversos personajes, también de las reflexiones introspectivas de la protagonista, que van punteando la acción para conformar un retrato plural y completo de su enérgica personalidad. Al término de esta reseña os ofrezco una de estas reflexiones de Modesta, para que, al menos de un modo tímido, podáis tener una primera impresión del tono del libro. Y junto a ella, Rosa Balistreri, una de las figuras más destacadas de la música folkólrica siciliana, nacida también en Catania, protagoniza nuestro vídeo final con su Vitti 'na bedda.
 
Mi segunda propuesta de esta tarde es otra excelente novela, muy premiada, con un extraordinario éxito entre los lectores y también entre los críticos. Marcas de nacimiento, pues ése es su título, la novela de la canadiense Nancy Huston, fue galardonada con el prestigioso Premio Femina de 2006, y dos años después vió la luz en nuestro país en la editorial Salamandra, en traducción del inglés de Eduardo Iriarte. Nancy Huston es, como os digo, canadiense, francófona, y ha escrito su novela originariamente en francés traduciéndola con posterioridad ella misma al inglés, idioma desde el que se ha vertido al castellano en la edición que os presento.
 
Como suele sucederme muy a menudo, me resulta difícil describiros lo esencial de la novela sin ‘destriparos’ demasiado su trama. El elemento más característico, a mi juicio, de Marcas de nacimiento es su estructura, muy poco convencional, pues los hechos narrados se relatan en orden cronológico inverso, del presente hacia el pasado. La novela da voz, en cuatro capítulos autónomos pero claramente enlazados en un sutilísimo hilo común, hecho de pequeñas referencias, de pistas más o menos veladas, de alusiones y de significativas elipsis, a cuatro niños de seis años, pertenecientes a una misma familia -a cuatro generaciones de una misma familia- de orígenes judíos. Desde 2004 hasta 1944, en una vuelta atrás en el tiempo, que se desliza de veinte en veinte años, la autora nos sitúa en los momentos decisivos de la infancia de esos niños, a los que determinados acontecimientos, a veces trágicos, a veces triviales, colocan de manera tan temprana, desconcertados, observándolo todo sin comprender nada, perdiendo la inocencia, a las puertas de la edad adulta. Cada uno de esos niños vive, como lo hizo la propia autora, en un aspecto de la novela con claro contenido autobiográfico, su inseguridad, sus miedos, su amenazador desconocimiento, sus infantiles preguntas sin respuesta, viven, en definitiva, su infancia, imbricados en una realidad social y política que no sólo es un mero marco de referencia de sus vidas, sino que las marca y condiciona. La narración de los niños nos da cuenta así, tanto de la siempre algo tormentosa infancia, como de la evolución del mundo y de las sociedades desarrolladas en estos últimos sesenta años.
 
En el primer capítulo el protagonista es Sol, un niño mimado y sobreprotegido por su madre que en el mundo globalizado del siglo XXI, en la deshumanizada sociedad moderna de la California de 2004, combate su soledad con la compulsiva frecuentación de vídeos pornográficos y violentos en YouTube y otros omnipresentes territorios de la red. En el segundo capítulo, veinte años antes, en 1982, su padre, el entonces niño Randall, vive en Nueva York y pasa algunos años infantiles en Israel, en Haifa, en donde se enamora, tan joven, de una niña árabe, con el trasfondo del conflicto árabe israelí como escenario de sus inocentes amores. En el tercer capítulo, volvemos a retroceder otros veinte años, y en el Toronto de 1962 nos encontramos a la pequeña Sadie, que ha aparecido en los capítulos anteriores como madre de Randall y por tanto abuela de Sol. Sadie vive con sus abuelos, aunque su consanguinidad se revelará ficticia, apuntando una de las líneas esenciales del libro, a la que aluden las ‘marcas de nacimiento’ de su título, una mancha cutánea que comparten todos los protagonistas: los distintos tipos de familia, la identidad de sangre y la buscada por la adscripción a una causa, a una raza, a una religión, lo que se entrega de una generación a otra, los valores que pasan de padres e hijos, la indagación de los orígenes, las auténticas fuentes de la vida, esas ‘fuentes de vida’, que dieron nombre a la organización con la que el nazismo intentó construir su fanático ideal de la raza aria, mediante el secuestro de niños en la Europa del Este y su posterior germanización. Porque en el cuarto y último capítulo de la novela, la barbarie nazi aflora con la historia, situada entre 1944 y 1945, de Erra, la asombrada y frágil Erra, una niñita que descubre sus confusos orígenes en una experiencia traumática que perdurará en su vida, su larga vida como madre de Sadie, abuela de Randall y bisabuela de Sol.
 
Resulta imposible, insisto, resumir los múltiples puntos de interés de esta formidable novela. Espero que las escasas y torpes palabras con las que he intentado presentársela puedan resultar suficientes, al menos, para que os sintáis atraídos por ella y decidáis leerla. De este modo cierro por hoy la primera emisión de la breve serie que Todos los libros un libro dedicará a las mujeres en este simbólico mes de marzo.
 
 
Cualquiera que haya tenido la ventura de doblar el cabo de los treinta años sabe cuán fatigoso, arduo y emocionante es escalar el monte que desde las pendientes de la infancia asciende hasta la cima de la juventud, y qué rápido, una cascada de agua, un vuelo geométrico de alas en la luz, unos pocos instantes y… ayer tenía las mejillas íntegras de los veinte años, hoy -¿en una noche?- me han rozado los tres dedos del Tiempo, un aviso del poco trecho que queda y de la última meta que aguarda inexorable… Primero, el engañoso terror de los treinta años.
 
¿Qué había hecho? ¿Había malgastado mis horas? ¿No disfrutaba lo bastante del sol y del mar? Sólo a continuación, en la edad de oro de los cincuenta, época muy vilipendiada por poetas y por el padrón municipal, sólo a continuación sabes cuánta riqueza hay en los oasis serenos de estar con uno mismo, solos. Pero esto viene después.
 
Entonces, la ansiedad de perder el ayer y el mañana me atenazó con fuerza: ¿qué hacía en aquel despacho? ¿Qué significado tenía aquella búsqueda de palabras y todos aquellos escritos, narraciones, apuntes? ¿No estaría, sin saberlo, a punto de caer en la condena mística de convertirme en una poetisa, en una artista? ¿Estaría acomodándome al modelo -como de estatua sagrada- de viuda inconsolable, bellísima y respetable? ¿No estaría levantando inconscientemente, con terribles implacabilidad y voluntad, un templo dentro de mí misma, y no moriría si continuaba con el veneno sutil de la tradición?
 
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Mientras se acaricia la marca de nacimiento en la cara interna del codo izquierdo, mami afina la voz haciendo escalas y arpegios, pero en su caso los ejercicios no suenan como si estuviera recitando el abecedario, sino que suenan a alegría, como correr descalza por la arena. Luego le hace un gesto con la cabeza a Peter. Tras varias notas breves en staccato, desemboca en un acorde, la voz de mami se introduce hasta el centro del acorde y se aferra a sus notas para luego salir disparada hacia el cielo, y allá van. Se desliza hacia un ritmo entrecortado desde unas notas agudas dolorosamente dulces tres octavas por encima del do hasta sumirse en las aguas oscuras y profundas de la clave de fa, donde gime con dulzura, anhelante, como si la vida se le estuviera escapando. A veces emite pequeños estallidos con los labios y otras veces se golpea el pecho con la mano para puntuar la música que fluye de su garganta. Parece estar contándome una historia, no sólo la historia de su vida sino la historia de toda la humanidad con sus guerras y hambrunas y luchas, sus triunfos y fracasos, ahora su voz se colma de densos murmullos amenazadores como si fuese el océano henchido con una tempestad, y ahora se convierte en una larga cascada de notas que se precipitan por un acantilado como si de una catarata se tratara, rebotando en las rocas, venga hacer espuma y borbotear y chorrear a medida que se precipita hacia el exuberante valle oscuro allá abajo. La voz describe círculos dorados en torno a mi cabeza como los anillos de Saturno, luego oscila arriba y abajo como una línea de coro de bailarinas de cancán, la voz se lamenta y se estremece, se enrosca en torno a un fa grave igual que hiedra ascendiendo por el tronco de un árbol, luego se sumerge profundamente en las aguas azul cristalino del acorde de sol mayor. Estoy embelesada. Nadie ha utilizado nunca así la voz.