Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de marzo de 2023

ANNE BEREST. LA POSTAL  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, un miércoles más, os trae propuestas lectoras diversas elegidas siempre con un doble criterio, uno relativamente objetivo, el de su indudable calidad, al menos a ojos de quien os habla, y otro más subjetivo y personal, pues, en todos los casos -y ya sobrepasamos con creces los quinientos programas, con más de setecientos cincuenta libros comentados-, se presentan aquí obras que encajan en mis muy particulares filias como lector (no demasiado competente pero sí fiel, todo sea dicho). 

Alguna de esas singulares preferencias comparece en mi recomendación de esta semana. Por un lado, y como ya saben quienes nos siguen habitualmente, suelo dedicar las emisiones del mes de marzo a libros escritos y, a menudo, también protagonizados por mujeres. Así ocurre esta tarde, en la que el protagonismo recae en una escritora relativamente joven, la francesa Anne Berest. Con su novela, pues pese a la cercanía indudable con otros géneros, de novelas se trata, continúo, pues, la marceña serie femenina de nuestro espacio, que hoy llega a su cuarta y última entrega. Hay, además, otro elemento en mi propuesta que igualmente conecta con mis propios hábitos lectores, que afloran recurrentemente en mis reseñas en estas páginas: el universo, trágico pero emotivo, doloroso pero inspirador, triste aunque estimulante, estremecedor pero muy interesante, de la Segunda Guerra mundial, con sus derivadas relativas a la barbarie nazi, al sufrimiento del pueblo judío, a los atroces crímenes contra la humanidad perpetrados por los delirios totalitarios de Hitler y Stalin. Berest es judía y ha visto afectada su existencia, siquiera de un modo indirecto, por los crueles episodios vividos hace más de ocho décadas por sus antepasados, en Alemania, pero también en Francia, Polonia, Rusia o los países bálticos, escenarios de algunos de los hechos que narra en su obra. El apasionante y exitoso La postal, pues ese es el título del que ahora os hablo, apareció en Lumen, en septiembre de 2022, en traducción del francés de Lydia Vázquez Jiménez. 

La postal se ha convertido en un best-seller internacional desde su primera edición en Francia en 2021, con centenares de miles de ejemplares vendidos y una abundante ristra de premios -de crítica y público- a sus espaldas. Su autora, nacida en 1979, es, además de muy guapa -y mis disculpas a quien se sienta ofendido por mi incorrección política, pero así son las cosas (y no, nunca he resaltado la belleza de Javier Marías al glosar su novelas, tan extrañas son mis preferencias estéticas)-, esporádica actriz, circunstancial guionista cinematográfica y de series televisivas, editora, autora de obras teatrales y escritora de ensayos y novelas, de las que La postal es la última publicada y la que más reconocimientos ha cosechado. 

En un nevado día de principios de enero de 2003, en el buzón de la casa familiar de los Berest, entre tarjetas navideñas, facturas, folletos publicitarios y alguna que otra carta, apareció una misteriosa y desconcertante postal, sin firma y sin mención a remitente alguno. Con una imagen de la icónica Ópera Garnier parisina en la parte frontal, la tarjeta incluía en su reverso tan solo cuatro palabras, cuatro nombres propios -Ephraïm, Emma, Noémie y Jacques-, escritos con una rara caligrafía, en una letra extraña, torpe, uno debajo de otro, en forma de lista. Aquellos cuatro nombres eran los de los abuelos, la tía y el tío, todos por parte materna, de Lélia Picabia, la madre de Anne Berest. Los cuatro, judíos de origen ruso pero residentes en Francia, habían sido deportados antes de que la propia Lélia naciera para acabar muriendo en Auschwitz en 1942. El tipo de fotografía, el algo anticuado cromatismo de la impresión, el añejo mobiliario urbano del espacio en que se ubica el monumento, permiten a los atribulados destinatarios fechar la imagen en los primeros años noventa, único dato más o menos sólido de un documento del que resulta imposible desentrañar su origen, su emisor, su propósito último y la intención y el sentido que encerraba el enigmático escueto “mensaje” que contenía. El desconcierto, la extrañeza y también el horror serán los primeros sentimientos que asaltan a Lélia y su marido -la joven Anne, solo veinticuatro años entonces y con una ya incipiente carrera literaria, no se siente demasiado concernida por el asunto (con la cabeza centrada en una vida por vivir y en otras historias por escribir, dirá, a mí me importaba un comino aquella postal)-, darán paso a una suerte de indiferencia ante la más que previsible esterilidad de cualquier esfuerzo por esclarecer las circunstancias de tan sorprendente e inquietante envío y aunque seguirán haciéndose preguntas, guardarán la postal en un cajón en donde permanecerá durante casi diez años en los que nadie volvió a hablar de ella. 

Es entonces, con Anne embarazada de su primer hijo, cuando la tarjeta vuelve al primer plano. Retornada de nuevo temporalmente a la casa familiar, necesitada de reposo por un problema en la gestación, en ese estado de espera pensé en mi madre, en mi abuela, en el linaje de mujeres que habían dado a luz antes que yo. Y entonces sentí la necesidad de escuchar el relato de mis antepasados, afirmará. Será a Lélia a quien acudirá para escuchar ese relato. Instaladas ambas en el despacho de su madre, profesora universitaria en Saint-Denis, un acogedor espacio forrado de libros, carpetas y archivadores, rodeadas de objetos sin edad, recuerdos cubiertos por un manto de cenizas y polvo, envueltas en la densa atmósfera cargada por el humo de los cigarrillos de una Lélia fumadora empedernida, Anne escuchará de boca su madre las historias sombrías del pasado familiar: lo que vas a oír es una narración híbrida. Algunos hechos se consideran incuestionables; no obstante, te dejaré deducir las conjeturas personales que al final me llevaron a esta reconstrucción. En realidad, nuevos documentos podrían completar o modificar sustancialmente mis hipótesis. Por supuesto. Tras estas palabras de advertencia, Lélia aprovechó para encender un pitillo e iniciar el relato de la vida de Ephraïm, Emma, Noémie y Jacques. Los cuatro nombres de la postal

Es así como una postal, surgida inopinadamente en un buzón sesenta años después de la desaparición de las cuatro personas a las que se refiere su escueto y perturbador texto, desencadena una apasionante investigación en la que los recuerdos de Lélia, los documentos familiares, las diversas fuentes externas, las entrevistas con los escasos testigos aún vivos de la desaparición de sus parientes, y la intervención, incluso, de un grafólogo y hasta de un detective, llevarán a Anne a un viaje de casi un siglo en el que comparecerán los orígenes de la familia Rabinovitch en Rusia y sus sucesivas huidas a Letonia, Palestina, París y Les Forges, un pueblito en Normandía, desde el que partirían hasta su funesto destino, del que su abuela Myriam, madre de Lélia, será la única superviviente. 

La postal interesa principalmente desde tres puntos de vista. Estamos, por un lado, ante una nueva muestra -¡y son tantas las de esa misma índole que he presentado en nuestro espacio!- de las muchas obras literarias que tienen como núcleo central las dramáticas experiencias padecidas por los judíos frente la barbarie nazi. En este sentido, la primera parte del libro -de las tres en las que se divide-, que recoge la historia de la familia desde 1912 hasta el infausto 1942 en que cuatro de sus miembros serán cruelmente exterminados, resulta magistral, muy emotiva, y muy clarificadora, también, para conocer una nueva visión de los terribles episodios que tantas otras víctimas hubieron de padecer en aquellos aciagos años. En segundo lugar, la novela es un thriller, una vibrante intriga que atrapa al lector desde su inicio, al interesarlo por la respuesta a las preguntas que la súbita e inesperada irrupción de la tarjeta suscita: ¿quién envió la postal?, ¿con qué motivo?, ¿qué intención encierra su muy austero mensaje? Solo a su término conoceremos la explicación al múltiple enigma, en un desenlace no del todo sorprendente que, pese a ello, no voy a desvelar aquí. Por último, Anne Berest plantea en su libro una reflexión acerca del judaísmo, de la vivencia de la identidad judía tanto a lo largo de la Historia como en la actualidad, a partir de la propia experiencia de la autora sobre el asunto. 

La historia familiar de los Rabinovitch es, más allá del trágico final de algunos de sus miembros, apasionante. Comienza en Moscú en 1918. En abril de 1919 el patriarca de la familia, Nachman Rabinovitch, tatarabuelo de nuestra autora, que ya había padecido el furor antisemita en tiempos del zar Alejandro III y que vuelve a percibir la amenaza latente en los tiempos convulsos que le ha tocado vivir, reunirá a sus hijos, Ephraïm, con apenas veinticinco años y recién casado con la polaca Emma Wolf, Sara, Bella, Borís y Emmanuel, para comunicarles su solemne decisión: ha llegado la hora de partir. Debemos abandonar este país. Lo antes posible. Ante el inicial escepticismo de sus hijos, que no entienden la urgencia del categórico dictamen, Nachman y Esther, su mujer, acabarán por partir a Palestina con su hija Bella. Borís, el mayor, se instalará en Praga. Emmanuel, díscolo, despreocupado, aventurero y desenvuelto, elegirá París. Ephraïm y Emma, que acaba de dar a luz a Myriam, deberán huir abruptamente a Riga, en Letonia, ante los intentos de detención del marido -brillante ingeniero, progresista, cosmopolita y escasamente atraído por las tradiciones judías- por parte de las autoridades. En una sucesión de idas y venidas en las que se suceden la creación de un próspero negocio de venta de caviar, la posterior bancarrota -estamos ya en 1924-, un paso por Lodz (de donde procede la familia de Emma), un reencuentro con sus padres en Haifa, Palestina, un nuevo proyecto profesional como ingeniero, el nacimiento de otros dos hijos, Noémie e Itzhaak, y de nuevo la ruina -y la de sus padres-, su muy agitado itinerario vital lleva a Ephraïm, Emma y sus tres pequeños a un viaje más, ahora a París -ya ha pasado un lustro, es 1929- en donde se instalarán. Pasan los años, las niñas crecen -el relato de Anne Berest se centra en ellas dos, en una historia poblada por un sinfín de parientes y otros personajes secundarios, entrañables y llenos de vida-, se inscriben en la escuela primaria; Itzhaak, cuyo nombre han afrancesado, es ahora Jacques, un niño gordinflón y mofletudo instalado en el regazo de su madre. El esfuerzo y la iniciativa de Ephraïm lo hacen prosperar, ha creado la Sociedad Industrial de Radio-Electricidad, los negocios florecen. Se mudan de casa una y otra vez, cada vez más amplia, cada vez más céntrica, para acomodarse a su creciente desahogo económico. El porvenir se antoja prometedor, los Rabinovitch son reconocidos, están cerca de entrar en la élite parisina. Las chicas, muy brillantes académicamente, alimentan, con apenas catorce y diez años, sus sueños de una vida bohemia, fantasean con los bares llenos de humo de tabaco del Quartier Latin, la biblioteca Sainte-Geneviève; Noémie será escritora, y Myriam, profesora de filosofía. 

El 14 de julio de 1933, la familia se enterará por los periódicos de que el partido nazi se ha convertido de manera oficial en el único partido de Alemania. En París surgen incidentes, aislados inicialmente, más frecuentes después, de desprecio, señalamiento, vejaciones e incluso agresiones a los judíos. El pequeño Jacques es objeto de las burlas y los insultos de sus compañeros de colegio. El padre intenta acelerar los trámites para la obtención de la nacionalidad francesa para toda la familia, lo que exige la prudencia, la reserva y hasta la ocultación de sus orígenes judíos. Esa discreción lo conduce a comprar una granja en una aldea llamada Les Forges cerca de Évreux, en Normandía, en donde pasarán los veranos. 

En marzo de 1939 Alemania invade Checoslovaquia, la situación mundial se complica. Al término de ese verano, la familia permanece en Les Forges, en donde Noémie comienza el último curso de bachillerato y Jacques el primero de secundaria. Myriam va y viene a París para asistir a las clases de Filosofía en la Sorbona y pronto se casará con un guapo compañero. Los ejércitos nazis toman París. Ephraïm, temeroso, acudirá al ayuntamiento local para declarar la casa de Normandía como domicilio principal. Los acontecimientos se desbordan. Francia se ajusta al huso horario alemán impuesto por Berlín. A partir de ese momento, las cartas llevan un matasellos con la sobrecarga «Deutsches Reich» y la cruz gamada flota en la cámara de los diputados. Se requisan las escuelas, se impone un toque de queda desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana, el alumbrado público ya no funciona por la noche y se necesitan las cartillas de racionamiento para hacer las compras. Los civiles deben cegar todas sus ventanas cubriéndolas con una tela de rasete negra, o con pintura, para evitar la localización de las ciudades por los aviones aliados. Los soldados alemanes hacen verificaciones. Los días se acortan. Pétain es el jefe del Estado francés. Emprende una política de renovación nacional y firma la primera «ley sobre el estatuto de los judíos». Todo empieza ahí. Con la primera ordenanza alemana del 27 de septiembre de 1940 y la ley del 3 de octubre siguiente. Myriam escribirá más adelante, para resumir la situación: «Un día todo se perturbó»

La perturbación se traduce en restricciones, persecución, señalamiento, limitación de derechos, preocupación, sospechas, miedo y, en un plano más “tangible”, expropiaciones de negocios, embargos de bienes, compraventas abusivas de las empresas regentadas por judíos y, peor aún, redadas, arrestos, órdenes de detención, deportaciones. A finales de 1940, Ephraïm, Emma y Jacques, deberán inscribirse como “judíos” en la prefectura de Évreux. Las hijas, inicialmente, se niegan; pocos días después la presión de su aterrorizada madre las lleva a someterse al trámite burocrático, aciaga exigencia que condenaba a quienes lo hacían, antesala administrativa de un destino funesto. 

El 8 de julio de 1942, los comandantes de la gendarmería de los diferentes departamentos franceses reciben órdenes taxativas: “Todos los judíos entre dieciocho y cuarenta y cinco años de edad, ambos inclusive, de los dos sexos, de nacionalidad polaca, checoslovaca, rusa, alemana y anteriormente austriaca, griega, yugoslava, noruega, holandesa, belga, luxemburguesa, y apátridas, deberán ser detenidos de inmediato y transferidos al campo de tránsito de Pithiviers. No se arrestará a los judíos que a simple vista sean reconocidos como lisiados, ni a los judíos nacidos de matrimonios mixtos. Las detenciones se ejecutarán, en su totalidad, el 13 de julio a las 20 h. Los judíos arrestados deberán ser trasladados al campo de tránsito hasta el 15 de julio a las 20 h, plazo límite”. Cinco días después, los gendarmes entran en la casona de los Rabinovitch y se llevan a Noémie, que tiene ya diecinueve años, e, inexplicablemente, a Jacques, que no ha cumplido aún los diecisiete. En el último momento los padres lograrán que Myriam, que se niega a abandonar a sus hermanos, se esconda en el jardín, en una ausencia que no llama la atención de los policías, pues, al estar recién casada, no figura en sus fatídicas listas. Los dos chicos será conducidos al campo francés de Pithiviers y de allí, meses más tarde, a Auschwitz, en donde morirán; Jacques, nada más llegar, en las cámaras de gas, Noémie, pocas semanas después, a causa del tifus. En octubre de ese año, Emma y Ephraïm serán también detenidos y deportados a Auschwitz, siendo gaseados a su llegada, la noche del 6 al 7 de noviembre, pues su edad -cincuenta y dos años- los hacía inhábiles para el trabajo. 

Esta sobrecogedora historia -como tantas idénticas que hemos conocido a través de la literatura y el cine- llena la primera parte del libro y deja en el lector un impresión imborrable. Pero La postal no es solo una obra más sobre la sufriente experiencia de los judíos a causa del Holocausto. La narración de la terrible vivencia de los Rabinovitch se entremezcla con el electrizante relato de la investigación que Lélia y la propia Anne llevan a cabo para conocer la historia de sus antepasados, rellenar las muchas lagunas que afloran en ella y, por último, explicar el origen y el porqué de la misteriosa, tardía e inesperada postal. En una primera instancia, Lélia dará cuenta a su hija de su reconstrucción de la vida de Myriam, su no demasiado elocuente madre, a partir de una ingente cantidad de “evidencias” no tan nítidas (todos los personajes de esta historia tienen varios nombres y distintas ortografías. Me hizo falta bastante tiempo para entender, a través de las cartas que leía, que Ephraïm, Fédia, Fedenka, Fiodor y Théodore eran... ¡una única persona! Escúchame bien, tardé diez años en darme cuenta de que Borya no era una prima Rabinovitch, sino que Borya era... ¡Borís!): notas que encontró en su despacho tras su muerte, borradores de textos, fragmentos de cartas, escritos de difícil interpretación a causa del Alzheimer final de Myriam, que obligaban a su hija a perder horas enteras intentando entender qué se ocultaba tras un error gramatical, fotos con anotaciones indescifrables, retazos de confidencias apuntados en trocitos de papel, los cuentos un poco tristes que os escribía la abuela por vuestros cumpleaños [y que] eran fábulas sobre su vida. También, en otro plano, más general, con la consulta de los archivos franceses, de algunos libros, en alguno de los cuales (Medicina y crímenes contra la humanidad, escrito al terminar la guerra por la doctora Adélaïde Hautval, responsable de la enfermería del campo de Pithiviers) el azar -uno de los hilos temáticos “subterráneos” que recorren el libro-, el fino hilo del azar del que pende cada una de nuestras vidas, hace aparecer a Noémie en los días de su reclusión previa a Austchwitz), de los testimonios del Museo de la Historia del Holocausto, el Yad Vashem, de las declaraciones de los supervivientes de los campos, que le permiten completar una suerte de complejo rompecabezas que mostrará la vida de su madre y del resto de su familia, estableciendo acontecimientos y fechas. Y así conocemos la vida de Myriam, sus años de joven estudiante en París, sus inquietudes culturales, su boda con Vicente Picabia, un joven de veintiún años, (su padre es el pintor Francis Picabia; su madre, Gabriële Buffet, es una figura de la élite intelectual parisina. No son padres, son genios), las peripecias de su huida de París tras la deportación de sus familiares, su embarazo de Lélia, su colaboración con la resistencia, su vida en los círculos culturales franceses -por el libro “desfilan” aparte del propio Francis Picabia, Jean Renoir, Marcel Duchamp, André Gide, Jean Arp, Samuel Beckett, René Char, Irène Némirovsky, cuyo destino fue en algo similar al de la propia Myriam, Pablo Picasso, Robert y Sonia Delaunay. 

La posterior indagación de Anne se centra en la averiguación de las circunstancias que provocaron y rodearon el envío de la postal. Berest se sumerge en una obsesiva espiral de dudas y preguntas sobre la tarjeta: ¿Era una reparación para quienes se habían visto privados de toda sepultura? ¿El epitafio de una tumba cuya placa era un rectángulo de cartón de quince por diecisiete centímetros? O, al contrario, ¿tenía que ver con una voluntad de hacer el mal? ¿De provocar miedo? Acuciada por esas incógnitas se lanza a su pesquisa, estudiando la fotografía de la Ópera Garnier (el primer edificio que visitó Hitler a su paso por París) e intentando elucidar su significado oculto, rastreando su fecha de emisión -muy anterior al envío de 2003-, contactando con la firma de detectives Duluc (“Casa fundada en 1913, investigación, búsquedas, seguimientos, París”), recurriendo a un experto grafólogo, visitado Les Forges y entrevistando a los descendientes de algunos de los probables vecinos de los Rabinovitch, en un intento de arrojar luz sobre la autoría del extraño mensaje; un intento, cuyo resultado, obviamente, no voy a anticipar. 

Ya sin tiempo apenas, unas palabras para el tercer eje de La postal, que brota sobre todo en su parte central, Recuerdos de una niña judía sin sinagoga, aunque su presencia impregna el libro entero. Se trata de la cuestión del judaísmo, que Anne, llegada a la mediana edad, con una existencia escasamente religiosa y poco consciente de la identidad que marca su genealogía, ha dejado de lado en su vida, que se desenvuelve en una cotidianidad laica, despreocupada de los ritos y tradiciones del pueblo al que, por el origen de sus genes, “pertenece”. El día en que su hija, ahora con diez años, le comentará a su abuela que “en la escuela no gustan mucho los judíos”, algo se avivará en la conciencia de Anne, provocando, simultáneamente, la reflexión acerca de esa vertiente olvidada de su identidad -que se ve espoleada además por la relación, todavía incipiente, con Georges, su primer “novio” judío-, y la “necesidad”, ya referida, de continuar la investigación de Lélia interrumpida diez años antes. Esa conciencia de la mitad del camino recorrido explica también mi empeño a la hora de querer resolver el enigma, que me tuvo ocupada, día y noche, durante meses. Había llegado a una edad en la que una fuerza te obliga a mirar atrás, porque el horizonte de tu pasado es ya más vasto y misterioso que el que te espera en adelante

Esta segunda sección del libro gira entonces, mientras Anne avanza en su pesquisa, sobre las consideraciones acerca de qué significa ser judío, en otra dimensión, también notable, de la obra, en la que se contemplan asuntos como el cuestionamiento de su propia vivencia -meramente “nominal”- de su judaísmo (Ese elemento perturbador era una palabra, la palabra judío, esa palabra extraña que surgía de vez en cuando, a menudo en boca de mi madre, sin que yo entendiera de qué se trataba. Mi madre siempre evocaba esa palabra, esa noción, o, mejor dicho, esa historia secreta, inexplicada, a la que ella acudía siempre desordenadamente y que a mí me parecía brutal); el sentimiento -o la falta de él- de pertenencia (en mi vida siempre me ha costado mucho pronunciar la frase «Soy judía»); la necesidad -o su carencia- de reconocerse y continuar la tradición familiar, genealógica (Berest, ante su inopinado “descubrimiento” de su condición judía, y el autoanálisis que el hecho conlleva, alude a la psicogenealogía y a la memoria de las células); la identificación -“vital”, no solo racional- con las trayectorias y el sufrimiento de sus ancestros (Sentí, al cruzar el gran porche de madera, que Myriam y Noémie estaban más cerca que nunca de mí. Habíamos sentido las mismas emociones, los mismos deseos de jovencitas, en ese mismo patio de recreo [Anne conocerá en su investigación que su abuela y su tía habían estudiado en el mismo Liceo en que lo hizo ella, además de muchas otras reveladoras “coincidencias”]). Ese conflicto interno entre su educación liberal, progresista, agnóstica, “moderna”, entre la independencia, la libertad de criterio, la razón, lo “elegido” y, por otro lado, el peso de la sangre, de las raíces, de la identidad y la afiliación preexistentes, y la conciencia de un destino marcado por los vínculos familiares y religiosos, es, sin duda, otro de los elementos nucleares de la novela, y queda reflejado de manera muy elocuente en el siguiente texto: 

Me veía confrontada a una contradicción latente. Por una parte, con esa utopía que describían mis padres como un modelo de sociedad por construir, grabando en nosotras día tras día que la religión era una plaga que había que combatir por encima de todo. Y, por otra parte, agazapada en una región oscura de nuestra vida familiar estaba la existencia de una identidad oculta, de una ascendencia misteriosa, de una estirpe rara cuya razón de ser residía en el corazón de la religión. Éramos todos una gran familia, fuera cual fuera el color de nuestra piel, nuestro país de origen, todos nos hallábamos unidos, unos a otros, por nuestra humanidad. Pero en medio de ese discurso de las Luces que me enseñaban estaba esa palabra que reaparecía una y otra vez como un astro negro, como una constelación extraña revestida de un halo de misterio. Judío. 
Y las ideas se enfrentaban dentro de mi cabeza. Cara, la lucha contra toda forma de herencia patrimonial. Cruz, la revelación de una herencia judaica transmitida por mi madre. Cara, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cruz, el sentimiento de pertenencia a un pueblo elegido. Cara, el rechazo de todo lo «innato». Cruz, una afiliación designada en el momento del nacimiento. Cara, éramos seres universales, ciudadanos del mundo. Cruz, extraíamos nuestros orígenes de un mundo tan particular como encerrado en sí mismo. ¿Cómo aclararse? De lejos, las cosas enseñadas por mis padres me parecían claras. Pero de cerca ya no. 

En ese inesperado viraje de su vida -desencadenado por la “reaparición” de la postal y por el inquietante episodio escolar de su hija, aunque latente desde años atrás, desde el mismo nacimiento de su pequeña-, la autora encontrará el sentido de su condición de judía, como refleja otro largo fragmento que -por su belleza y su significativo valor- os dejo como cierre a esta reseña. 

En fin, un libro muy interesante, que os procurará algunas horas de lectura arrebatadora de intenso placer. Os dejo ahora con el texto citado. Tras él, un tema de Tino Rossi, cuya voz maravillosamente arrulladora, “suena” en la novela. Se trata de J’attendrai, una muy conocida canción de 1939, contemporánea, pues, a los acontecimientos que constituyen el núcleo central del libro. 


Cuando nació mi hija, cuando la cogí en brazos en la maternidad, ¿sabes en qué pensé? ¿La primera imagen que me vino a la cabeza? La imagen de las madres que estaban dando el pecho justo cuando las enviaron a las cámaras de gas. Pues bien, me convendría no pensar en Auschwitz todos los días. Me convendría que las cosas fueran distintas. Me convendría no tener miedo a la Administración, miedo al gas, miedo a perder mi documentación, miedo a los espacios cerrados, miedo a las mordeduras de perro, miedo a cruzar una frontera, miedo a coger un avión, miedo a las multitudes, a la exaltación de la virilidad, miedo a los hombres cuando van en grupo, miedo a que me roben a mis hijos, miedo a la gente que obedece, miedo a los uniformes, miedo a llegar tarde, miedo a que me detenga la policía, miedo cada vez que tengo que renovar los papeles..., miedo a decirme a mí misma que soy judía. Y esto, todo el tiempo. No «cuando me conviene». Llevo grabado en mis células el recuerdo de una experiencia del peligro tan violenta que a veces me parece que lo he vivido de verdad, o que debería hacerlo. La muerte me parece en ocasiones inminente. Tengo la sensación de ser una presa. Me siento a menudo sometida a una forma de aniquilamiento. Busco en los libros de historia la que no me han contado. Quiero leer más, más, siempre más. Mi sed de saber es insaciable. A veces me siento una extranjera. Veo obstáculos donde otros no los ven. No consigo hacer coincidir la idea de mi familia con esa referencia mitológica que es el genocidio. Y esa dificultad me constituye por completo. Esa cosa me define. Durante casi cuarenta años he intentado trazar un diseño que pueda parecérseme, sin lograrlo. Pero hoy puedo reunir todos los puntos entre sí para ver aparecer, entre la constelación de los fragmentos diseminados en la página, una silueta en la que por fin me reconozco: soy hija y nieta de supervivientes.

Videoconferencia
Anne Berest. La postal

miércoles, 15 de marzo de 2023


TOVE DITLEVSEN. TRILOGÍA DE COPENHAGUE; LAS CARAS

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro prosigue hoy con su serie “femenina” que, como es práctica acostumbrada desde hace años, incorporamos a nuestras emisiones del mes de marzo, con la excusa de la celebración, el día 8 de este mes, del Día Internacional de la Mujer. La presencia monográfica de escritoras en las dos últimas ediciones del programa se continúa hoy con una nueva propuesta algo exótica, porque proviene de un ámbito, el escandinavo, no demasiado frecuentado en nuestro espacio. 

Y, en efecto, mujer es, y escandinava también -danesa, por más señas-, Tove Ditlevsen, de la que la editorial Seix Barral presentó el pasado 2021 su espléndida Trilogía de Copenhague, en traducción del danés de Blanca Ortiz Ostalé. La obra recoge, en un único volumen, los tres libros autobiográficos de la escritora nórdica, el magistral Infancia, Juventud y Dependencia. Hace apenas unas semanas, en la misma editorial y con idéntica traductora, acaba de aparecer Las caras, de lectura también recomendable, igualmente vinculada a la trayectoria biográfica de su autora, y de la que os dejaré un breve apunte en la parte final de esta reseña. 

Tove Ditlevsen era, para mí, una autora desconocida hasta que leí esta trilogía que ahora os presento. Nacida en Copenhague en 1917, los episodios más relevantes de sus cuatro primeras décadas de vida, en particular sus primeros años en el barrio obrero de Vesterbro, en su ciudad natal, aparecen recogidos en las tres novelas -si podemos llamarlas así- que integran su obra principal. De existencia convulsa, con adicciones recurrentes (que tendrán su reflejo, precisamente, en Las caras), se casó cuatro veces y tuvo numerosos amantes. Su obra, copiosa, con decenas de novelas, poemarios y libros de memorias, obtuvo numerosos premios y el reconocimiento, quizá algo tardío, de sus lectores. Ditlevsen se suicidó en 1976 ingiriendo una sobredosis de barbitúricos. 

Infancia, el primer libro de la serie es, a mi juicio, el mejor de los tres y, “objetivamente”, una obra genial. La Tove protagonista del libro es una niña inteligente, sensible y algo “rarita” que crece en un barrio proletario, un entorno en el que hay prostitutas, borrachos, crimen y violencia, viviendo en un modesto apartamento de dos habitaciones con sus padres, Ditlev (Ditlevsen significa “hija de Ditlev”) y Alfrida, y su hermano mayor, Edvin. La vida es, en lo material, pobre y sin demasiadas expectativas (la niña tiene que ir a la panadería cada día para ponerse a la cola y recoger el pan sobrante del día anterior; y le estarán para siempre vedados los estudios superiores), y en lo sentimental, triste porque su sensibilidad y su prematura lucidez la llevan, muy pronto, a sentirse desajustada en el opresivo y falto de miras ambiente familiar y social. Los libros a los que accede en la biblioteca municipal, la poesía, los versos que escribe desde los ocho años, provocando las burlas de sus compañeros de colegio, de su hermano y de su padre, que piensa que la escritura no es tarea para las niñas, son su único refugio, un mundo en el que los sueños, la mirada que alcanza más allá de su triste realidad, la imaginación de una edad adulta distinta a la del resto de los pobladores del barrio, la reconfortan y la salvan de la mediocridad de su atribulada niñez. 

El ámbito familiar es el primer círculo, inmediato, en el que se desenvuelve la vida de Tove. El padre (En lo más hondo de mi infancia está mi padre, riendo, en uno de los pocos recuerdos tiernos de la niña), que desde chico tuvo el sueño de convertirse en escritor, había encadenado desde muy joven trabajos manuales, aprendiz en un diario, mozo de una panadería, fogonero que llega a casa con los ojos permanentemente enrojecidos. La madre, diez años más joven que su marido, había servido en varias casas en las que nunca llegó a permanecer el tiempo suficiente como para hervir un huevo. Ella, que fue joven y feliz, es ahora un ser enigmático e inquietante, capaz de guardarle rencor a su hija durante días, negándose a hablarle y a escucharla sin que la niña pueda llegar a saber cuál ha sido la supuesta ofensa: Para mí era un enigma, una desconocida, y me decía a mí misma que me habían cambiado al nacer y que ella no era mi madre. En su versión de la historia familiar, el padre es un espíritu tenebroso que aplasta y destruye todo lo que es bello, luminoso y alegre, que agría el carácter de su mujer, que la convierte en distante y fría para con su hija: Mi madre pegaba a menudo y con mucha fuerza, aunque por lo general de forma arbitraria e injusta, y en tanto el castigo se prolongaba, me embargaban una especie de vergüenza secreta y una pena enorme que me llenaban los ojos de lágrimas y aumentaban más aún la dolorosa distancia que nos separaba. Tove intenta de modo desesperado ganarse su atención y su cariño (¿Será que me quiere, después de todo?, pensará, tras una muy tímida muestra de afecto). Mi relación con ella es estrecha, dolorosa y trémula, siempre debo andar buscando algún indicio de amor, en una de las claves de la experiencia infantil de la chica, la explicación, quizá, de su tortuosa existencia posterior. El padre, en cambio, es bueno con ella y será quien inducirá en su hija la pasión por los libros (Suyos eran todos los libros de mi niñez). En su quinto cumpleaños me regaló -dirá- una edición maravillosa de los cuentos de los hermanos Grimm sin la que mi infancia habría sido gris, triste y pobre, abriendo así otro de los hilos esenciales del libro, la literatura como “liberación” de la grisura cotidiana. En una descripción en la se aprecian las notas de sinceridad que impregnan la novela entera, Tove dirá de sus progenitores: Eran dos seres tan distintos que parecían venir de planetas diferentes. Mi padre era melancólico, serio y moralista en extremo, mientras que mi madre, al menos de joven, era alegre y frívola, imprudente y vanidosa

Al inicio de la narración, cuando la niña es aún muy pequeña (yo tenía siete años cuando la desgracia se abatió sobre nosotros), el padre es despedido de la fundición en que trabaja y con cuarenta y tres años resulta demasiado mayor para encontrar un nuevo trabajo estable. Cuando la ayuda del sindicato se agota, la familia debe recurrir a la beneficencia. Tove no pasa hambre pero, afirmará, sí conocí ese apetito permanente que despierta el aroma a comida que sale de los hogares acomodados después de varios días viviendo a base de café y bollos secos. Se ocultará el oprobio familiar que representa el desempleo paterno con los embustes más demenciales, mientras intentan sobrellevar la desgracia. 

Y está también Edvin, con sus sueños de convertirse en un obrero cualificado, colmando así las aspiraciones de la familia y poniendo de relieve las limitaciones de la pequeña Tove: Los obreros cualificados ponen la mesa con un mantel de verdad en lugar de con periódicos, y comen con cuchillo y tenedor. Nunca se quedan desempleados y no son socialistas. Edvin es guapo y yo soy fea. Edvin es listo y yo soy tonta, en otra manifestación de la tristeza y la soledad que marcan la infancia de la protagonista: Todo el mundo se encariña con mi hermano y yo muchas veces pienso que a él su infancia le cae mucho mejor que a mí la mía. Tiene una infancia hecha a medida que va ensanchando con armonía a la par que él crece, mientras que la mía la cosieron para otra niña a la que seguro que le habría sentado la mar de bien

La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda. Esta es la idea -y el tono- que domina en la novela: desesperanza, melancolía, aliento poético, extraordinaria lucidez. Son muchas las reflexiones de la narradora en torno a su pasado infantil, y todas de una formidable belleza y una desgarradora poesía. Os dejo aquí algunas muestras, además del fragmento que cerrará el espacio y de los muchos incisos con textos del libro que entrelazaré en mi reseña (incapaz de resistir al influjo de poneros en contacto con una prosa muy cruda aunque muy bella): 

Oscura es la infancia, siempre gañendo como un animalillo encerrado en un sótano y olvidado. Te sale de la garganta en forma de vaho, unas veces muy pequeña, otras muy grande. Nunca del tamaño exacto. Solo cuando se desprende como una piel desechada puedes observarla con calma y hablar de ella como de una enfermedad superada. 

Ahora la infancia duele; lo llaman dolores de crecimiento y duran hasta los veinte años. 

Pasó el tiempo, y la infancia se fue volviendo tenue y plana, como de papel. Estaba raída y fatigada, y en sus instantes de mayor decaimiento parecía incapaz de durar hasta que yo fuese adulta. 

Vayas donde vayas, acabas siempre dándote de bruces con tu infancia. 

Y frente a la fea realidad, la niña, callada, sigilosa y atenta, huye en sus sueños, en los libros: siempre sueño con conocer a alguien extraordinario que me escuche y me comprenda. En los libros he leído que hay personas así, pero no existe ninguna en la calle de la infancia. También en la calle (Istedgade es la calle de la infancia, y su ritmo latirá siempre en mi sangre y su voz siempre me llegará y seguirá siendo la misma de aquellos tiempos lejanos en que nos juramos fidelidad. Es siempre cálida y luminosa, animada y apasionante, y me envuelve por completo como si estuviera hecha para satisfacer mis necesidades íntimas de expansión vital. Por ella iba de niña, de la mano de mi madre, aprendiendo cosas tan trascendentes como que un huevo en el Irma costaba seis céntimos; una libra de margarina, cuarenta y tres; y una libra de carne de caballo, cincuenta y ocho), en la compañía dolorosa, y pese a todo liberadora, de las amigas. 

La infancia triste (Mi infancia remendada revolotea a mi alrededor y tan pronto como zurzo uno de sus agujeros se abre otro un poquito más allá); el fallido intento de encontrar reconocimiento en la figura de la madre (Me acuerdo de cuando saber si mi madre me quería me parecía la cosa más importante de este mundo, aunque la niña que tanto ansiaba ese amor y andaba siempre a la caza de algún indicio que lo probara ya no existe), en una relación hecha a medias de extrañamiento y ternura; la familia como espacio a la vez acogedor y opresivo; la búsqueda ansiosa, y a la postre frustrada, de refugio en la amistad (He dejado de salir por Istedgade de noche con Ruth y Minna porque sus conversaciones empiezan a reducirse a alusiones entre risitas a cosas burdas y soeces, que no siempre acceden a transformarse en líneas rítmicas y delicadas en el interior de mi alma, que cada vez es más sensible); la inteligencia y la lucidez, y su corolario, la nítida conciencia de la propia “diferencia”, de la compleja personalidad; la difícil construcción de la identidad; los sueños imposibles de un futuro estable, apacible, convencional (El futuro es un coloso inmenso y arrollador que de un momento a otro se abatirá sobre mí y me aplastará); el fuerte deseo de escapar de un destino presumiblemente mediocre y oscuro, doloroso y precario (me oprime el pecho y me hace desear estar muy lejos del patio, de la calle y de los bloques de casas. No sé si habrá otras calles, otros patios, otras casas y otras gentes); la literatura como evasión, son algunos de los temas que atraviesan esta primera parte del libro, narrada desde el punto de vista de una niña, delicada y sensible, brillante y, en cierto modo, adulta. 

Tove es una niña “especial”, cuando se incorpora a la escuela ya sabe leer y escribir sin faltas de ortografía. Desastrada y fea a causa de las limitaciones económicas de su familia (Era una cara pálida de mejillas redondas y ojos asustados. Los incisivos de arriba tenían el esmalte dañado a consecuencia del raquitismo que había tenido de pequeña. Lo sabía por la dentista del colegio, que había dicho que era una enfermedad causada por una mala alimentación), es extremadamente consciente de su propia singularidad (Yo sé muy bien que es terrible no ser normal, me cuesta un mundo aparentar que lo soy) y de la hostilidad del mundo que la rodea; debe, desde muy pequeña, soportar este “desencuentro” con la realidad externa. Su vida en esos días es de una sensibilidad extrema, que se manifiesta en llantos, inadaptación (La infancia tenía que durarme hasta los catorce años, pero ¿qué culpa tenía yo si la mía se gastaba antes de tiempo?), incertidumbre (Las preguntas importantes jamás obtenían respuesta), melancolía (no le encontraba explicación a mi creciente melancolía) y difusas ensoñaciones suicidas (Me convencí hasta tal punto de que quería morir que, un día que mi madre había salido a comprar, aproveché para hacerme con el cuchillo del pan y la emprendí contra mi muñeca con la esperanza de dar con la arteria). 

Además de la descarnada introspección en que consiste la novela tiene también, sobre todo en esta primera sección del libro, una vertiente en la que se refleja la mirada de su protagonista sobre la realidad social. Así, conocemos la crudeza de la vida en el barrio, la terrible pobreza de sus gentes (su pobreza no es triste ni agobiante porque todas abrigan una esperanza, todas sueñan con una vida mejor), el paro, el hambre y el frío (los desempleados pasan frío, pero aun así están ahí, con las manos bien hundidas en los bolsillos y una pipa apagada entre los labios), las profundas desigualdades sociales, la sordidez del entorno, las bulliciosas tabernas, repletas de parroquianos ebrios y pendencieros, de prostitutas, las canciones soeces y las expresiones groseras, los míseros edificios, los portales con su repugnante olor a cerveza y orines, el miedo de la niña ante los excesos lascivos de los hombres borrachos, ante el crimen, ante la violencia. Este poco propicio ambiente será también el caldo de cultivo de una muy confusa conciencia política. Tove conocerá, perpleja, los conflictos familiares a cuenta de la política: el padre, el hermano, un tío, son socialdemócratas y viven en esos días con apasionamiento la injusta condena a Sacco y Vanzetti, que enfurece a su progenitor, enardecido además porque la niña, inconsciente, pretende hacerse socia de un club recreativo de derechas, iniciativa que cree inducida por su madre (mi padre miró a mi madre con los ojos inyectados en sangre, como si yo fuese víctima de su influjo pernicioso en el terreno político, y dijo: Ya ves, mamaíta. Ahora la niña se nos ha vuelto una reaccionaria). También la poesía y la religión son motivo de enfrentamiento (A mis padres no les gusta que crea en Dios y tampoco les gusta el lenguaje que empleo. A mí, en cambio, me horroriza la forma en que hablan ellos, que siempre utilizan las mismas palabras y las mismas expresiones groseras y toscas sin lograr que expresen cuanto querrían decir), que se agudiza, ya mayorcita, en las fiestas navideñas: En Nochebuena entonamos himnos socialdemócratas mientras bailamos alrededor del árbol de Navidad, y el corazón se me encoge de miedo y de vergüenza al oír los bonitos villancicos que cantan por todo el edificio, hasta en las casas más impías y alcoholizadas. Hay que honrar al propio padre y a la madre, y yo intento convencerme de que lo hago, pero ahora me resulta más difícil que de niña

De todo ello, del sufrimiento íntimo y de la estrechez y la indigencia del entorno, Tove escapa con la poesía, con su lectura (pongo un pie por vez primera en una biblioteca y me quedo sin habla de la impresión al ver reunidos en un solo sitio todos los libros del mundo) y su escritura: Mi único consuelo en un mundo trémulo e inseguro era escribir poemas como este: Ayer fui joven y hermosa/fui dicha, fui regocijo/ fui ardiente como una rosa/Hoy solo hay vejez y olvido. Tenía entonces doce años). Por las noches se sube al alféizar de su ventana (un recuerdo que aflorará en Las caras) y, allí sentada, escribe poemas en su libro. La poesía es la salvación (Leo mi cuaderno de poesía mientras la noche pasa de largo ante los cristales y, sin que me dé cuenta, mi infancia cae silenciosa al fondo de mi recuerdo, la biblioteca del alma de la que extraeré saber y experiencia por el resto de mis días), aunque sus primeros intentos de publicar sus versos y de ser reconocida, fracasan dolorosamente al ser rechazados por un editor (Jamás seré famosa, mis poemas no valen nada. Me casaré con un obrero cualificado con trabajo estable que no le dé a la botella o tendré un empleo fijo con derecho a pensión), en una constante de esos años, la insatisfacción y el cansancio de vivir, la imposibilidad de superar la infancia y la desilusión y, frente a todo ello, el persistente refugio en la escritura: Aunque a nadie le gusten mis poemas, no me queda más remedio que escribirlos, porque mitiga la pena y la añoranza que encierra mi corazón

Y este dualismo, el abrupto contraste entre la deplorable realidad (No siento demasiado aprecio por la realidad) y el consuelo de la ficción (A mí la realidad nunca me ha gustado y jamás hablo de ella en mis poemas), es otro de los elementos nucleares de la vida de la protagonista, y por lo tanto del libro. La escuela (He comenzado la escuela media y con ello mi mundo ha empezado a ensancharse) y las frecuentes visitas a la biblioteca (a mi padre no le hace gracia que lleve a casa poemarios de la biblioteca. Sentimentalismos, dice con desdén, no tienen nada que ver con la realidad) también son un medio para esa necesaria evasión de la romas expectativas que la esperan en la mediocridad familiar y social circundantes. 

La mayor parte de estas pautas que se nos presentan en la infancia de la protagonista, persisten en el segundo libro, Juventud: su condición de chica sensible y “especial”, algo inadaptada, los conflictos familiares, la vocación de escritora, que ahora fragua en publicaciones y libros. Tove debe ganarse la vida en una sucesión de trabajos encadenados -limpiando casas, en la Oficina Estatal del Grano-, a cuál más deplorable (trabajo doce horas en una cocina grasienta y llena de hollín donde nunca tengo paz ni un minuto de descanso), de los que es despedida o que acaba por abandonar (No duré más que un día en mi primer trabajo), presa de una insatisfacción permanente, de un ansia de búsqueda que rechaza la estabilidad (Estoy pensando en el fantasma de mi infancia: el obrero cualificado con trabajo estable. No tengo nada contra los obreros, es por la palabra estable, que bloquea cualquier sueño de futuro. Es gris como un cielo lluvioso que ni el rayo de sol más alegre puede atravesar), que no le permite encontrar acomodo. Lo mezquino y oprimente del hogar familiar (echo un vistazo a mi alrededor, hacia mi familia, estos rostros que han rodeado toda mi infancia, y los encuentro cansados y envejecidos, como si los años que yo he dedicado a hacerme adulta a ellos los hubieran consumido por completo. Hasta mis primas, que no son mucho mayores que yo, tienen un aire raído y desgastado) sigue haciendo sus estragos (se apodera de mí el miedo a no poder escapar nunca de este lugar que me ha visto nacer). Su inadaptación, sus sueños quiméricos, la imposibilidad de encontrar reconocimiento externo a su personalidad (Para el mundo no soy más que un cero a la izquierda), a su cuerpo juvenil (Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que la mayoría de las mujeres ejercen una atracción irresistible sobre los hombres, yo soy la única que no), la aíslan y la convierten en un ser huraño y esquivo (no entiendo por qué no soporto a la gente), retraído y asocial (no me gusta la gente que va en grupo), independiente y solitario, perdido (hay perros sin dueño que corretean confusos entre las piernas de la gente y no parecen gozar de su libertad. Yo me parezco a esos perros, desgreñada, confusa y sola). El relato se puebla entonces de manifestaciones de su inconformismo frente al mundo y, sobre todo, frente a sí misma, de su falta de estima, de su ramplonería (soy bastante ramplona), de sus carencias, de su profunda soledad, de una furia ciega contra mi escasa educación, mi ignorancia, mi lenguaje, mi total falta de formación y cultura, de la falta de expectativas de su vida aciaga y sin esperanzas (Como todas las jóvenes, quiero casarme y tener hijos y un hogar que sea mío. Hay algo frágil y doloroso en ser una chica joven que se gana el pan. Al mirar hacia delante no se divisa ninguna luz. Además, no veo la hora de ser dueña de mi tiempo y no andar siempre vendiéndolo). Se suceden los encuentros sexuales con hombres, casi todos incompletos, frustrantes, la búsqueda algo desesperada de un novio, las pérdidas de algunos de sus parientes, el tío Carl, la tía Rosalie, lo que incorpora a sus reflexiones la sombría presencia -constante en el libro; también en Las caras- de la muerte. 

El encuentro con un librero de lance, el señor Krogh, un viejo judío, libidinoso aunque muy amable, le permite acceder a su muy poblada biblioteca. En ella leerá, embelesada y feliz, Las flores del mal, lo que acentuará su vocación de escritora e introducirá un vendaval de aire fresco a su vida (Solo estoy viva de veras en casa del señor Krogh). Pese a sus limitaciones materiales (siempre he soñado con tener mi propia habitación) y a la oposición familiar (¿Tú sabías que se dedicaba a esas cosas? No, contesta mi madre sin más explicaciones, pero es asunto suyo), escribe poemas, lee con fruición, ansía un espacio propio para desarrollar su pasión (Me encantaría tener un cuarto con cuatro paredes y una puerta cerrada. Un cuarto con una cama, una mesa y una silla, con una máquina de escribir o un cuaderno y un lápiz, nada más. Bueno, sí, una puerta con pestillo. No tendré nada de eso hasta que cumpla dieciocho años y pueda irme de casa), para poder publicar sus obras y hacer disfrutar con ellas a quienes tienen sensibilidad para la poesía. Esa voluntad sostiene su vida (Mi único consuelo en este mundo es un puñado de poemas). Algunos de sus versos aparecen en revistas, se edita un primer libro, Alma de muchacha. Por fin algo de luz ilumina su juvenil existencia. 

El tercer tomo de la serie, Dependencia, nos la muestra, con apenas veinte años, ya casada con Viggo, el primero de una serie de cuatro matrimonios, en una trayectoria sentimental muy libre, pero también algo atribulada y turbulenta, envuelta en vaivenes emocionales, habituales también en su muy compleja cotidianidad, marcada por su visión sombría y malhumorada de su propia realidad, la insatisfacción permanente (los días van cayendo imperceptibles como el polvo, cada uno idéntico al anterior), las sensaciones de opresión y de agobio existenciales, el ansia de horizontes y el deseo de normalidad (¿Por qué te interesa tanto ser tan normal y corriente?, pregunta Ebbe asombrado. Es un hecho que no lo eres. No sé qué contestarle, pero es lo que he deseado desde que tengo uso de razón), la alternancia de largos períodos de desánimo y leves atisbos de inaprensible felicidad, la conciencia del fracaso, el profundo vacío interior. La escritura y la poco a poco consolidada carrera literaria -publicaciones de sus poemas y sus novelas, entrevistas en la prensa, relativa repercusión pública- resultan una isla en su conflictivo acontecer vital (cada vez soy más consciente de que lo único para lo que sirvo, lo único que me absorbe y me apasiona, es construir frases, formar grupos de palabras o escribir sencillas estrofas de cuatro líneas), que, pese a ello, se desliza por una amarga pendiente de afligida y melancólica insatisfacción. Amantes, hijos, abortos, maridos, flagrantes infidelidades y, en un determinado momento, la adicción a la petidina, un potente opiáceo analgésico (me puso otra inyección y pensé: Quiero vivir así siempre, no me dejéis regresar a la realidad nunca más), que la sostiene en su difícil lucha con la vida: sonreí con gratitud mientras el líquido me penetraba en la sangre y me elevaba hasta el único plano donde me sentía a gusto con la vida, y a la que accede a través de uno de sus maridos, un médico no del todo cuerdo, excesivo y problemático como ella misma y como la mayor parte de sus relaciones. 

Quiero finalizar mi comentario a la trilogía -y antes de dejaros un par de apuntes sobre Las caras- mencionando la significativa presencia en el libro de las referencias “externas” que enmarcan la peripecia íntima de la autora. Los episodios que se relatan tienen, casi siempre, su correlato en alguna fecha o suceso de la vida pública de Dinamarca, en particular en lo que se refiere a los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial. Ya desde las primeras páginas -nací el 14 de diciembre de 1918- Ditlevsen sitúa su narración en su contexto social y político -Fue el año en que concluyó la Gran Guerra y se introdujo la jornada de ocho horas-. Hay así, menciones a la gripe española y al tratado de Versalles, a la subida al poder de Hitler en Alemania, a la guerra civil en nuestro país, a la invasión nazi de Austria, a los campos de concentración, a la declaración de guerra a Alemania por parte de Inglaterra, a la batalla de Stalingrado, a los bombardeos, las alarmas antiaéreas y las detenciones, y, por fin, a la Victoria aliada en mayo de 1945. 

Un libro duro, descarnado, doloroso a veces, irónico otras, melancólico, perturbador y, sin duda, altamente recomendable. Como lo es también, y por las mismas razones, aunque llevadas al extremo, Las caras, que Ditlevsen publicó originariamente en 1968, entre medias de la aparición del segundo y tercer tomo de su trilogía. En nuestro país, Seix Barral acaba de ofrecernos, en enero de este año, la edición española, también en traducción de Blanca Ortiz Ostalé. La personalidad algo inestable de la autora aparece aquí, exacerbada, en un relato claramente autobiográfico y con indudables vínculos con la serie de Copenhague, aunque esta vez, imagino que por razones estrictamente literarias, pues la ocultación resulta imposible con tantas referencias objetivas a sus circunstancias vitales, su persona aparece disimulada, “escondida” bajo el nombre asignado a su protagonista, una Lise Mundus en cuyas trágicas peripecias no resulta difícil identificar las vividas por la propia Tove Ditlevsen. 

Estamos en 1968 (al igual que en las novelas antes reseñadas, hay referencias explícitas a acontecimientos externos que permiten fechar la acción: la guerra de Vietnam, que comparece en los noticieros y en las manifestaciones de repulsa en las calles, o los sucesos del mayo francés, a los que se alude en algún pasaje del texto). Lise, casada con Gert -aunque manteniendo con él un extraño vínculo que poco se asemeja al propio de un matrimonio convencional- y con tres hijos -una chica y dos niños, no todos del mismo padre-, es una mujer en torno a la cuarentena, con serios problemas psicológicos. Las ostensibles infidelidades de su marido la sumen en una espiral de paranoia y desesperación, acrecentada por una inseguridad paralizante que la atenaza y que acentúa en ella el miedo, con el que convive desde joven, a que la desenmascararan, a que viesen que actuaba y que se hacía pasar por alguien que no era, a que su desempeño literario y su existencia entera no fueran vistos más que como una superchería, una impostura. El desconcierto, la angustia, el terror que la oprimen, acaban por conducir a un estado de delirio cuya manifestación más evidente reside en la visión de unas caras, que, deformadas y en permanente transformación (Llevaba ya mucho tiempo evitando salir porque la multitud de caras que poblaban las calles la amedrentaba), la asaltan y perturban, trastornando su existencia cotidiana. El uso desmedido de somníferos agudiza su desorden mental, provocando la enfermiza percepción de voces y la visión de disparatadas alucinaciones (los somníferos empezaron a hacer efecto y, como no estaba en guardia, una cara se apartó de las demás y comenzó a observarla con la maldad sin tapujos de antaño. Era la cara de un enano al que se había vuelto a mirar de niña y que también había movido la cabeza para mirarla a ella). El auxilio de un especialista -el doctor Jørgensen- no solucionará sus problemas, por lo que habrá de ser internada en un hospital psiquiátrico. 

Las caras narra, en un desgarrador relato en el que Lise ocupa el centro de manera permanente, las tres espantosas semanas que la mujer vivirá en su internamiento, una sucesión de delirios, episodios agresivos, desvaríos, pesadillas, convulsiones, suposiciones neuróticas, inyecciones y medicación, estancias en módulos de aislamiento, horas atada a la cama con un cinturón y, de continuo, una permanente angustia existencial, muy “nórdica”, como revela de un modo muy esclarecedor este pasaje: El infierno la envolvió y escondió la cara entre las manos. Cuando las lágrimas le rodaron por las mejillas, fue como si la cara se le fundiera y se le escurriese entre los dedos; una descripción breve pero muy significativa del tono y el planteamiento del libro, en una imagen que recuerda al noruego Munch y su grito desesperado. 

En sus desquiciadas elucubraciones, que oscilan entre los desatinos irracionales (caras que difuminan sus contornos y, desmadejadas, cuelgan de perchas como esos vestidos que nunca sientan bien; micrófonos que la espían aflorando de entre las sábanas o debajo de la almohada en su cama; absurdas insinuaciones, nunca proferidas realmente, de sus compañeras de encierro; cañerías que hablan; inexistentes complots urdidos por el personal médico) y una esporádica e infrecuente lucidez, surgen los rasgos principales que ya aparecían en la Trilogía de Copenhague, aunque ahora llevados ya al límite de la exasperación, del sufrimiento, del dolor, de la enfermedad, del delirio, de la locura: la infancia tortuosa (Estaban marcadas por una infancia que no era suya y que siempre había sido amarga e infeliz); la permanente amenaza de la vuelta a la pobreza del pasado (Lise aún recordaba lo que era ser pobre. Saltarse una comida a fin de comprar un libro largo tiempo codiciado. La catástrofe que suponía una carrera en tu único par de medias. Cruzar a pie la ciudad de un extremo a otro para ahorrarse el dinero del tranvía. La pobreza te envolvía como un olor desagradable); la conflictiva presencia de la figura de la madre (A mí mi madre no siempre me ha entusiasmado) y los problemas y dificultades -¿consecuencia de su propia experiencia?- surgidos en la relación con su hija, a la que adora (Hanne entraba y salía de su mente como un rayo de sol en un cuarto sombrío. Su primer bebé, el milagro, una niña. Escribía todos sus libros para ella, cuentos, historias para niños, novelitas que transcurrían en un mundo de fantasía infantil, femenino) pero que, ya adolescente, le reprocha su egoísta falta de atención: siempre escribías sobre ti misma. Eres lo único que ves en este mundo; las infidelidades y el miedo al abandono (Cuando Asger la dejó diez años atrás […] para ella fue como hundirse en una grieta en el hielo, porque entonces aún lo amaba y la obsesionaba la idea de perderlo), el fracaso, el suicidio (Grete, amante de su marido, se suicidará, convulsionando la existencia de Lise, ya marcada por esa pulsión: ¿Qué sentir y qué decir cuando la amante de tu marido se quita la vida?); la desesperada añoranza de los escasos momentos de felicidad (Aún recordaba el periodo Baudelaire que ambos habían pasado cuando los niños eran pequeños. Vivían entre sus citas y Gert compró una edición especial de sus obras, aunque no sabía tanto francés como para sacarle partido. ¿Qué les había sucedido desde entonces?); el desajuste con la realidad (La realidad, le dirá su psiquiatra, solo existe en su cerebro. Se encontraría mucho mejor si lo comprendiese. Carece de una existencia objetiva) y la ansiosa búsqueda de la propia identidad (yo solo quiero ser yo misma); el tenue aunque perceptible efecto benéfico de los premios -sobre todo en el ámbito de la literatura infantil- y la fama (La fama había apartado con una fuerza brutal el velo que siempre la había mantenido al margen de la realidad); la firme convicción en la necesidad de entrega a la literatura (Lo único que deseaba en este mundo era escribir versos, y cualquier cosa que se lo impidiera despertaba su hostilidad) y el alivio, el desahogo y la liberación que supone la escritura (Si empiezo a escribir de nuevo, terminará toda esta pesadilla). 

No quiero despedirme sin dejar aquí un fragmento revelador que muestra la compleja y afligida personalidad de la protagonista (y de su creadora, que se suicidaría con una sobredosis de barbitúricos, apenas ocho años después de la publicación del libro) y también la belleza y la poesía de su estilo: 

Afuera llovía aún. Llovía desde un cielo que no volvería a ver. Era el cielo de su infancia, el que el lucero de la tarde agujereaba con su hilillo de luz clara al caer en el alféizar de la ventana del dormitorio, donde ella se sentaba con las piernas encogidas, perdida en dulces ensueños. 
Detrás estaban la oscuridad, el miedo y el olor a sudor, a sueño y a polvo. Detrás estaba la cama, con su edredón frío, húmedo y plomizo como la tapa de un ataúd. Detrás estaban las vagas voces nocturnas de su padre y su madre desde ese mundo sexuado que ella no entendía. Detrás estaba la noche aprisionada, fermentando como la compota en un tarro sin aire. 

Os dejo ahora con un tema musical al que se alude en el primero de los libros recomendados esta tarde. Se trata de “Mor! Er det Mor! (Soldatens sidste Syn)”, una canción danesa de la Primera Guerra Mundial -¡Madre! ¿Eres tú, madre? (La última visión del soldado)-, interpretada aquí por Helge Leonhard. 

La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda. Está ahí todo el rato y todo el mundo la ve con la misma claridad que el labio leporino de Ludvig el Guapo. Ocurre con él lo mismo que con Lili la Guapa, que es tan fea que cuesta imaginar que tuvo madre algún día. De todo lo que es feo o desafortunado se dice que es bonito, y nadie sabe por qué. Nadie escapa de la infancia, que se te adhiere como un olor. La notas en otros niños y cada una tiene su propio aroma. El tuyo no lo conoces y a veces temes que sea peor que el de los demás. Estás hablando con otra niña con una infancia que huele a ceniza y carbón y, de pronto, retrocede al percibir el hedor de tu propia infancia. Estudias a hurtadillas a los mayores, que llevan su infancia dentro, andrajosa y agujereada como una manta vieja y apolillada que ya ni recuerdan ni necesitan. A simple vista no se les nota que han tenido una infancia y no te atreves a preguntarles cómo consiguieron superarla sin que les dejara el rostro marcado de hondas cicatrices. Sospechas que se han servido de un atajo secreto y han adoptado su forma adulta muchos años antes de que llegara su hora. Lo hicieron un día que estaban solos en casa y la infancia les oprimía el corazón como los tres aros de metal del Juan de Hierro de los hermanos Grimm, que no se rompen hasta que su señor es liberado. Pero cuando no conoces ese tipo de atajos, hay que soportar la infancia e ir desgastándola hora tras hora por espacio de un número de años incalculable. Morir es lo único que puede liberarte de ella, por eso piensas mucho en la muerte y la imaginas como un ángel complaciente vestido de blanco que una noche bajará a besarte en los párpados para que no se abran más. Siempre creo que mi madre no me querrá hasta que yo sea mayor, como ahora quiere a Edvin. Porque a ella mi infancia la exaspera tanto como a mí misma, y solo somos felices juntas cuando de pronto se olvida de su existencia. Cuando eso ocurre, me habla igual que habla con sus amigas o con la tía Rosalia, y yo procuro que mis respuestas sean tan cortas que no se acuerde de repente de que no soy más que una niña. Le suelto la mano y me mantengo un poco apartada para que tampoco pueda olerme la infancia.
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Tove Ditlevsen. Trilogía de Copenhague

miércoles, 8 de marzo de 2023

ASHLEY AUDRAIN. EL INSTINTO

Hola, buenas tardes. Como cada miércoles, desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, ofreciéndoos una nueva sugerencia lectora. Recordad que a lo largo del mes de marzo, y con la innecesaria excusa de la celebración, hoy mismo, día 8 del mes, del Día internacional de la mujer, os estoy ofreciendo libros escritos por mujeres y con un especial protagonismo femenino en sus tramas. 

En el caso de hoy, quiero hablaros de una novela, publicada en nuestro país en 2021 y que pertenece vagamente a un género, el thriller, al que se adscribe de una manera singular, pues no constituye un exponente convencional, canónico, de ese hoy muy frecuentado ámbito literario sino que lo “roza” con inteligencia y originalidad, compartiendo algunos de los rasgos de las novelas policiales clásicas, pero alejándose de ellas en un planteamiento y un desarrollo libres de los corsés del género y abiertos a frentes que claramente los desbordan. 

Se trata de El instinto, publicada el pasado año en nuestro país en edición de Alfaguara con la traducción de Carlos Jiménez Arribas. Estamos ante la primera novela de Ashley Audrain, una escritora de Toronto para mí absolutamente desconocida hasta este momento. Rastreando en internet he podido saber que es joven -de 1982-, guapa (aunque la corrección política hubiera aconsejado que omitiera ese dato), directora de Comunicación de Penguin Books de Canadá antes de dedicarse a la escritura, ocupación en la que “incurrió”, al parecer, por tener que retirarse del trabajo “convencional” en 2015 a causa de un problema de salud de uno de sus dos hijos. De acuerdo con la no siempre fiable fuente “wikipédica”, Audrain habría firmado un acuerdo millonario con la Penguin para la escritura de dos novelas, del que este El instinto -The Push, su título original- es el primer fruto; muy exitoso, por otra parte, pues el libro se ha convertido en un best-seller internacional con traducción a numerosos idiomas y difusión en decenas de países. La segunda, The whispers, ya tiene anunciada su fecha de “estreno”… ¡el 23 de julio de 2023! 

Estamos en Nochebuena y Blythe Connor está sentada en su coche espiando desde la calle la feliz nueva vida del que fuera su marido, Fox. Las cortinas abiertas, la luz resplandeciente de las habitaciones, la oscuridad exterior, le permiten pasar desapercibida y contemplar las entrañables escenas de lo que parece una velada navideña ideal de una familia perfecta: las velas encendidas, la música sonando, las copas, la pareja bailando, los gestos cariñosos, el árbol, la engalanada repisa de la chimenea que relumbra, el hijo pequeño, risueño, que es alzado en brazos una y otra vez por los padres, la madre que se acaricia el vientre, intuyendo la promesa de una nueva vida. Y además, está Violet, la enigmática adolescente hija de Blythe y Fox, que por un momento, algo ajena al bullicio y la alegría comunes, se acerca a la ventana y escruta la noche, “detecta” a su madre, la observa fijamente con mirada altanera, dura, desdeñosa. Entonces coge a su pequeño hermano, lo lleva ante la ventana, lo abraza y lo besa sin quitar los ojos de Blythe, escenificando provocadora una armonía fraternal, retando con su impostada pose de felicidad hogareña a la sombra que la examina inmóvil desde el automóvil, en un gesto desafiante, firme, amenazante incluso. Parece que vaya a echar la cortina, pero no. Ahora la que no aparta los ojos soy yo. Cojo el taco de hojas que tengo al lado, en el asiento del copiloto, y siento el peso de mis palabras. He venido a darte esto. Es mi versión de la historia

La historia es El instinto, la narración, organizada desde este punto de vista retrospectivo y narrada por la voz de Blythe que se dirige en segunda persona a su exmarido, en la que la mujer nos cuenta el nacimiento del amor entre ella y Fox (dos extraños en la biblioteca de la facultad, con una risa nerviosa, estudiando la misma optativa), el éxtasis del enamoramiento (Enseguida cumplimos los veintiuno y nos hicimos inseparables. Nos quedaba menos de un año para licenciarnos. Lo pasamos en la cama de mi habitación, durmiendo juntos como náufragos en una balsa y estudiando cada uno en un extremo del sofá, con las piernas entrelazadas. Íbamos al bar con tus amigos, pero siempre acabábamos recogiéndonos pronto, en la cama, con la novedad del calor mutuo), el ilusionado amor juvenil que todo lo espera (El día de mi cumpleaños, me regalaste una nota escrita con las cien cosas que te encantaban de mí. «14. Me encanta que ronques un poquito justo cuando te quedas dormida. 27. Me encanta lo maravillosamente bien que escribes. 39. Me encanta dibujar mi nombre en tu espalda con el dedo. 59. Me encanta comerme contigo una magdalena de camino a clase. 72. Me encanta lo contenta que amaneces los domingos. 80. Me encanta cuando acabas un buen libro y te lo aprietas contra el pecho al pasar la última página. 92. Me encanta lo buena madre que serás algún día.» —¿Por qué crees que seré buena madre? —dejé la lista encima de la mesa y, por un momento, sentí que a lo mejor no tenías ni idea de cómo era. —¿Por qué no ibas a serlo? —me clavabas en broma el dedo en la barriga—. Eres cariñosa. Y dulce. No veo la hora de tener bebés contigo), las primeras -tenues, imperceptibles- dudas (Preguntaste por mi madre en muy contadas ocasiones. Me limité a exponer los hechos: (1) me dejó cuando tenía once años, (2) después de eso solo la vi dos veces, y (3) no tenía ni idea de dónde estaba. Sabías que me guardaba más, pero nunca insististe; tenías miedo de lo que pudiera contarte. Lo comprendí. Es normal que esperemos ciertas cosas de los demás y de nosotros mismos. Y lo mismo pasa con la maternidad. Todos esperamos tener una buena madre, y casarnos con alguien que lo vaya a ser, y serlo), la boda (Me pediste que me casara contigo el día que cumplí veinticinco años. Con un anillo que todavía llevo a veces en la mano izquierda) y, por fin -pero eso sólo será el principio, no hemos llegado siquiera a la página cincuenta - el embarazo y la llegada de Violet: 

La pusieron encima de mi pecho desnudo. Parecía una barra de pan caliente que no paraba de gritar. Le habían limpiado mi sangre y estaba arropada en la manta de felpa del hospital. Tenía la nariz manchada de amarillo; y los ojos, acuosos y oscuros, clavados en los míos. 
—Soy tu madre. 
La primera noche en el hospital no pegué ojo. La miraba sin decir nada, ambas detrás de la cortina de malla que rodeaba la cama. Los dedos de los pies parecían hileras de guisantes de nieve. Le abría la manta y pasaba el dedo por su piel para ver cómo se estremecía. Estaba viva. Había salido de mí. Olía como yo. No se agarraba a mi calostro, ni siquiera cuando me estrujaron el pecho como una hamburguesa y le levantaron la barbilla. Dijeron que le diera tiempo. La enfermera se ofreció a llevársela para que yo durmiera, pero necesitaba mirarla. No me percaté de mis lágrimas hasta que le cayeron en la cara. Las limpié todas con el meñique y las probé. Quería saborearla. Sus dedos. La punta de sus orejas. Quería tenerlos en la boca. Me notaba entumecida físicamente por los calmantes, pero por dentro estaba ardiendo con la oxitocina. Habrá habido madres que lo hayan llamado amor, para mí era algo más parecido al asombro. Como quedarse maravillada. No pensé en lo que tenía que hacer después, en lo que haríamos cuando llegáramos a casa. No pensé en criarla y cuidar de ella ni en qué se convertiría. Quería estar a solas con ella. En ese espacio de tiempo tan surrealista, quería sentir cada uno de sus latidos. 
Una parte de mí sabía que ese momento no volvería a existir jamás

El núcleo central de la novela (en realidad casi el libro entero) permitirá al lector ubicarse entre esos dos extremos temporales (el amor inicial y la distancia final) y resolver las preguntas fundamentales que suscita la primera “escena”: ¿por qué se rompió ese inicialmente idílico matrimonio entre Blythe y Fox?, ¿por qué Violet vive con la nueva familia de su padre?, ¿por qué el “espionaje” de Blythe?, ¿por qué esa aparente desafección e incluso hostilidad entre madre e hija?, ¿por qué ha tenido que escribir la mujer su “versión de la historia”? Audrain apuntará las respuestas a esas cuestiones mientras relata el desarrollo de la relación conyugal y, sobre todo, la ambigua y compleja maternidad de su protagonista. 

Y es que Blythe, casi desde el momento del parto -como puede leerse entre líneas en el fragmento anterior-, empieza a experimentar sentimientos que no “encajan” en lo que, supuestamente, debe sentir una madre primeriza. Hay en ella, claro, ilusión y amor por su hija, pero hay también -y con una intensidad mayor que la que se espera tras la consabida depresión posparto- sensación de cansancio, ansiedad e impotencia ante las dificultades -el dolor, la falta de sueño, las incomodidades, la dependencia- que acarrea la cría de la niña, tenues sombras de desapego y rechazo frente a la recién nacida y, consiguientemente, sentimiento de culpa por no ser capaz de estar a la altura de lo que se espera de una madre. Hay, por encima de todo, el propio cuestionamiento de su rol materno, hay inseguridad, hay indecisión, hay temor por defraudar las expectativas familiares, en particular las de Fox, hay agotamiento mental ante tanta exigencia, ante tanto reto inalcanzable. La autora dibuja con maestría ese confuso estado de ánimo que envuelve a Blythe en un párrafo magistral que encierra la esencia plena de lo que el lector se va a encontrar en el libro: 

Ya me habían advertido de que habría días así de duros al principio. Me habían advertido de que los pechos me pesarían como bolas de hormigón. Que tendría que estar disponible para las tomas a demanda y usar sacaleches. Había leído un montón de libros. Había hecho mi trabajo de documentación. Pero nadie me habló de cómo se siente una al despertar a los cuarenta minutos de haberse quedado dormida, con las sábanas manchadas de sangre y el pánico por lo que viene a continuación. Me sentía como la única madre en el mundo que no lo superaría. La única madre incapaz de reponerse después de que le cosieran el perineo desde el ano hasta la vagina. La única madre que no podía soportar el dolor de las encías de una recién nacida en los pezones, como si fueran cuchillas. La única madre que no podía fingir que le funcionaba a la perfección el cerebro sin haber dormido nada. La única madre que miraba a su hija y pensaba: «Haz el favor de desaparecer de mi vista». 
Violet solo lloraba cuando estaba conmigo; parecía hacerlo a traición. 

Porque Violet desde muy pronto parece mostrarse como una “enemiga” de su madre, manifestando de continuo (de modo sutil e inconsciente -apenas sonríe, es muy inquieta- de muy niña; explícitamente con el correr de los años) distancia, frialdad, desafección, indiferencia y hasta animadversión y hostilidad hacia su progenitora, prefiriendo siempre -y haciéndolo notar de modo ostensible- el contacto con su padre. Violet aparece -en el “dibujo” que pergeña la narradora, su madre- caracterizada, de un modo sutil pero evidente (y esa ambigüedad es, una vez más, talento de la escritora), como una niña algo “rara”, muy alejada del “mito” de la inocencia y la pureza infantiles. La mente de Blythe hierve en los primeros años de crecimiento de su hija, acrecentados la preocupación y el sufrimiento no solo por su percepción del comportamiento de Violet, en la que ve desafío, rivalidad y provocación, sino por la falta de apoyo familiar, pues ni siquiera su marido comparte la desconfianza y las vacilaciones, la para él distorsionada versión de los hechos de su mujer. 

Cuando, años después, nazca el pequeño Sam, Blythe pensará que tiene una segunda oportunidad, que va a superar la indiferencia, la falta de interés, el desentendimiento y el rechazo que ha sentido -y siente- de modo instintivo hacia Violet, que han convertido su experiencia como madre en una sucesión de episodios intrincados, sombríos, angustiosos. Pero, muy al contrario, Blythe verá agravados sus padecimientos, pues los previsibles celos de la niña ante su hermano menor, su “peligrosa” cercanía a él, sus exageradas muestras de curiosidad y cariño frente al bebé, que coexisten con otras de indiferencia o repudio, agudizarán en su ya muy enmarañada y confundida mente los rasgos más inquietantes de la personalidad de una Violet que se nos mostrará -ahora de un modo aún más intenso- como una niña siniestra, oscura, callada, cruel, inteligente y maligna, que sabe de la debilidad de su padre por ella, que conoce bien las fragilidades de Blythe y que explota esa vulnerabilidad materna en su beneficio. Blythe y Violet no se entienden, no tienen ese clásico vínculo emocional indestructible que parece definir las relaciones madre-hija. Al contrario, se desafían mutuamente, compiten hasta extremos alarmantes. La madre ve el mal en los ojos de su hija, un matiz atravesado, perverso, en la mirada y la actitud de una niña que nunca ha sido capaz de sentir como realmente suya. Violet es despótica, caprichosa, intrigante y siempre está en el centro de pequeños y misteriosos accidentes. Y entonces el niñito Sam (atención: aquí “destripo” un elemento relevante de la trama que quizá alguno de nuestros seguidores prefiere desconocer; es la ocasión de interrumpir la lectura en este momento y avanzar hasta el párrafo siguiente) morirá en circunstancias extrañas en presencia de su hermana, y las dudas y la obsesión maternas se exacerban y la intriga se apodera del lector. 

En este sentido, y en tanto los interrogantes y los elementos mencionados definen el eje principal de la novela, esta puede encuadrarse sin demasiado esfuerzo en el género del thriller, aunque en su variante “psicológica”, porque no hay cadáveres, no hay muertes violentas, no hay indagación detectivesca al uso, pero sí una trama inquietante, perturbadora (y un giro final escalofriante), que se adentra en las interioridades de la mente del personaje principal, en sus preocupaciones, en sus miedos, en sus obsesiones, en sus dudas, en sus inseguridades, en su drama psicológico con ribetes, en ocasiones, de tortura mental. A todo ello -a la construcción de un clima de suspense e intriga- contribuye también el que, convenientemente desperdigados a lo largo de la narración se intercalen algunos capítulos, fechados en 1939-1958, 1962, 1964, 1968, 1969, 1972-1974 y 1975, en los que se presentan recuerdos de la infancia de Blythe y de la de su propia madre, Cecilia, y de la madre de esta, Etta, existencias ambas también marcadas por experiencias trágicas y maternidades conflictivas (la abuela se suicidó, la madre la abandonó). Estos intensos flashbacks amplían los ecos de la novela, le dan complejidad y hondura a su estructura, y aportan luz al retrato psicológico de la protagonista, además de, como se ha dicho, apuntalar las notas de “extrañeza” e inquietud de la historia principal. 

El desarrollo de este hilo conductor, la perturbadora vivencia de la maternidad de Blythe Connor, permite a Ashley Audrain -que escribió el libro a lo largo de tres años, cuando el primero de sus hijos, afectado por una rara enfermedad, cumplió seis meses, y habiendo tenido el segundo en el transcurso de su redacción- apuntar (de manera tangencial, no explícita y sin enojosos subrayados) algunos de los grandes temas que mueven a la reflexión del lector durante y tras la lectura de la novela: la maternidad y los fenómenos asociados a ella, tanto los previsibles -el amor, la ternura, el apego- como los que constituyen tabú: el miedo, la culpa por el incumplimiento de las expectativas, la imposibilidad de acomodarse a los cánones de perfección que la sociedad “impone” a las madres, el rechazo o el insuficiente amor a los hijos recién nacidos, el arrepentimiento por haber tenido hijos, el deseo de no ser madre, el sentimiento de cárcel que puede tener una madre que se percibe “atrapada” en su nuevo estado, el resentimiento hacia los hijos no del todo queridos, los cambios en la pareja tras el nacimiento de los hijos, la decepción, la soledad, la depresión. También, y ya en otro ámbito distinto al de la maternidad, el peso del pasado y la dificultad de escapar a un destino que quizá esté escrito en los genes, los a veces difusos límites entre la sensibilidad exacerbada y la locura... 

Voy a dejaros con un fragmento del libro en el que de manera brillante se describen los cambios que supone la maternidad en la vida de una mujer. Con él y con la canción Lullaby, de las Dixie Chicks, que ahora han acortado su denominación original por las connotaciones “sureñas”, racistas, del Dixie, me despido por esta semana. 

Tú y yo. Éramos pareja, compañeros, creadores de estos dos seres humanos. Pero vivíamos vidas cada vez más diferentes, como la mayor parte de los padres y las madres. Tú eras creativo y cerebral, inventabas espacios y vistas y perspectivas, tus días tenían que ver con la luz, la elevación, los acabados. Hacías tres comidas diarias. Leías frases escritas para adultos y llevabas una bufanda muy bonita. Para ti la ducha tenía razón de ser. 

Yo era una soldado, ejecutaba una serie de acciones físicas en bucle. Cambia el pañal. Prepara la leche en polvo. Calienta el biberón. Echa los cereales en el plato. Pasa la bayeta. Negocia. Suplica. Cámbiale el pijama a él. Quítale la ropa a ella. ¿Dónde está la tartera? Atavíalos. Camina. Más rápido. Llegamos tarde. Dale un abrazo de despedida. Empuja el columpio. Busca la manopla perdida. Frota el dedo que se ha pinchado. Dale algo para que chupe. Trae otro biberón. Besa, besa, besa. Mételo en la cuna. Limpia. Recoge. Busca. Haz. Descongela el pollo. Sácalo de la cuna. Besa, besa, besa. Cámbiale el pañal. Siéntalo en la trona. Límpiale la cara. Friega los cacharros. Haz cosquillas. Cámbiale el pañal. Haz cosquillas. Mete la merienda en una bolsa. Pon la lavadora. Arrópalo. Compra pañales. Y detergente. Corre a buscarla al colegio. ¡Hola, hola! Deprisa, deprisa. Destápalo. La secadora. Los dibujos animados. Tiempo muerto. Por favor. Escucha lo que te digo. ¡No! Quitamanchas. Pañal. Cena. Platos. Responde cien veces a la misma pregunta. Prepara el baño. Quítales la ropa. Friega el suelo. ¿No me oyes? Cepilla dientes. Encuentra el conejito de peluche. Pon pijamas. Da de mamar. Léele un libro. Léele otro. Sigue, y sigue, y sigue. 

Recuerdo que un día me di cuenta de la importancia que tenía mi cuerpo para nuestra familia. No ya mi intelecto, ni mis ambiciones de hacer carrera como escritora. No ya la persona que treinta y cinco años de vida habían moldeado. Solo mi cuerpo. Me quedaba desnuda delante del espejo cuando me quitaba la sudadera, llena del puré de guisantes que Sam me había escupido encima. Se me marchitaban los pechos, igual que las plantas de la cocina que no me acordaba de regar nunca. Me colgaba la tripa por encima de la marca que había dejado el elástico de las bragas como espuma en una taza de capuchino tibio. Tenía los muslos como nubes de malvavisco atravesadas por un espeto. Estaba hecha papilla. Pero lo único que importaba era que fuera capaz de sacar a todos adelante físicamente. Mi cuerpo era el motor de la familia. Me perdonaba lo que veía en aquella mujer irreconocible en el espejo. No se me pasaba por la cabeza la idea de que mi cuerpo no volviera a ser útil de esa forma nunca más: necesario, fiable, atesorado.
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Ashley Audrain. El instinto

miércoles, 1 de marzo de 2023

MARY WESLEY. EL CÉSPED DE MANZANILLA; SHIRLEY HAZZARD. EL TRÁNSITO DE VENUS y EL GRAN INCENDIO 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con la emisión de hoy, la primera del mes de marzo, inauguramos una serie, que se prolongará durante todo el mes antes de la llegada de las vacaciones, dedicada a la literatura femenina, o por ser más preciso, a libros escritos y en la mayor parte de los casos protagonizados por mujeres, una práctica, la de vincular nuestras emisiones marceñas al universo femenino, que nuestro programa lleva haciendo desde hace años con ocasión de la celebración en estas fechas, del Día Internacional de la mujer. 

Aprovecho además, para proponeros, en estas semanas, sugerencias literarias “sustanciosas”, no sólo en cuanto a que su contenido resulte de entidad, interesante y atractivo, requisitos a los que aspiro normalmente, sino en lo que se refiere a la segunda acepción del término en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “abundante o cuantioso”. Y es que la perspectiva, ya vislumbrándose en el horizonte, de algunas jornadas de descanso académico -escribo pensando en los supuestos destinatarios “naturales” del programa: los miembros de la comunidad universitaria- propicia, quizá, más que en ninguna otra ocasión, el gozoso abismarse en los libros, al disponer todos de una mayor cantidad de tiempo de holganza e inactividad. 

Por ello, esta tarde os traigo tres interesantes novelas que estoy seguro que os van a garantizar largas horas -entre las tres superan las mil páginas- de muy placentera lectura. Os hablo, citándolas en el orden en que voy a comentarlas, de El césped de manzanilla, de la británica Mary Wesley, desaparecida hace ahora veinte años, en diciembre de 2002, y de la que, inexplicablemente, aún no se había sido traducida a nuestra lengua ni una sola obra; de El tránsito de Venus, de la australiana Shirley Hazzard; y de El gran incendio, también de Shirley Hazzard. Los dos primeros libros han visto la luz en el pasado 2022 en la siempre magnífica colección rara avis (así, en minúscula), de la extraordinaria Alba Editorial, mientras el tercero nos lo trajo en un ya remoto 2005 la Editorial Destino, en su colección Áncora y Delfín. 

Quiero llamaros la atención, antes de entrar a reseñar en detalle cada una de ellas, que se trata de novelas escritas en 1984, 1980 y 2003, respectivamente, pero que, en el caso de las dos primeras, nuestro mercado editorial recupera ahora en una decisión comercial afortunada que revela, por un lado, la vigencia en cualquier tiempo de las propuestas literarias solventes que, independientemente de su fecha de publicación, siguen resultando significativas para el lector actual, y, por otro, las extrañas razones que mueven a los editores españoles, cuyos criterios a la hora de decidir la traducción de un libro a nuestro idioma resultan, más de una vez, veleidosos aunque muchas veces, como en estos casos, acertado. Por otro lado, la presencia aquí de El gran incendio, no reeditada en veinte años y prácticamente inencontrable fuera del circuito de las librerías de viejo, se debe a mi voluntad de “revivir” un título excelente con la excusa de la irrupción de su autora, Shirley Hazzard, en las librerías españolas con El tránsito de Venus

Empecemos por El césped de manzanilla, cuya lectura me entusiasmó este pasado verano (quizá la estación más propicia para leerlo, como podréis comprobar tras mi recensión). El libro, cuya autora cuenta con una trayectoria literaria ciertamente singular, aparece con la traducción de Catalina Martínez Muñoz. Mary Alyne Minors Farmar (Wesley, el nombre elegido por ella para su carrera literaria, es una abreviación de Wellesley, el apellido de su abuela materna) nació en 1912 en Englefield Green (Surrey), hija de un oficial del Ejército. Educada, al parecer, en casa, con institutrices, intentó paliar su falta de formación “formal” con estudios en el Queens College de Londres y en la London School of Economics and Political. La nota biográfica que ofrece la editorial (que aporta datos claramente discrepantes con los de la necrológica que publicó el New York Times en enero de 2003, a los pocos días de su fallecimiento, y que he podido consultar) menciona un primer matrimonio en 1937 con lord Swinfen, del que se divorciaría en 1944 (el NYT habla del “barón” Swinfen y de un divorcio en 1945). Durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con los servicios de inteligencia británicos y conoció al periodista y dramaturgo Eric Siepmann, con quien vivió aunque estaba casado y con quien pudo contraer matrimonio en 1952 (cuando la mujer de él consintió en el divorcio). Algunas de estas circunstancias -los dos matrimonios, la relación “a tres”, la guerra mundial- están presentes en la trama de El césped de manzanilla, que, quizá por el clima nostálgico y la precisión en el retrato de los personajes, respira un aire que el lector adivina en algún modo autobiográfico. Animada por Siepmann llegó a publicar dos libros infantiles (en 1968 o 1969, según las fuentes), pero no fue hasta la muerte de su segundo marido y cuando ella contaba más de setenta años, cuando se decidió a escribir literatura para adultos, movida quizá por su precaria situación económica (el fallecimiento de su cónyuge la dejó casi sin dinero y con un hijo adolescente que cuidar) y por el desánimo provocado por la pérdida. Desde 1983 en que apareció su primera novela, Jumping the Queue (que habla de una viuda de mediana edad que contempla la idea de suicidarse y reflexiona sobre su vida), hasta 1997, cinco años antes de su muerte, publicaría diez novelas (de la que El césped de manzanilla es la segunda), que tuvieron un gran éxito de crítica y lectores llegando, algunas de ellas, a convertirse en series televisivas. 

Estamos en agosto de 1939, en los días previos al inicio de la participación de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial. Richard Cuthbertson y su mujer Helena viven en una agradable casa, sosa y fea pero en un sitio maravilloso, sobre los acantilados de Penzance, en Cornualles (la cinematográfica región del sudoeste de Inglaterra, ambientación literaria de Rebeca o Mi prima Rachel, de Daphne du Maurier, aquí presentada). No tienen hijos, pero como todos los veranos desde hace diez años, cuando Helena y Richard se casaron y compraron la casa, los sobrinos de la pareja se reúnen en el muy acogedor enclave. Hasta allí llegan -desde la cercana estación de tren- Calypso, Walter, Polly y Oliver, todos de diecinueve años, salvo Walter, con uno menos. Calypso, bellísima, resplandeciente, objeto de admiración y deseo, y de la que todos -jóvenes y adultos- están enamorados, es la hija única del hermano mayor de Richard, John Cuthbertson, un modesto abogado rural casado con una mujer tan guapa como insulsa. Polly, también guapa (a los diecinueve años ya despuntaba su belleza) y Walter son hermanos, hijos del hermano menor de Richard, Martin Cuthbertson, un cirujano muy prometedor. Oliver, que vuelve a su país tras su fugaz participación en la guerra española, es también hijo único de Sarah, la hermana mayor de los Cuthbertson. Y además está Sophy, hija de una hermanastra de Richard, fruto de un error que mató a la madre y dejó a la niña sola en el mundo. La pequeña, de sólo diez años, vive con la pareja, que se ha hecho cargo de ella sin demasiada convicción por, entre otras razones, lo “difuso” de su origen (Nunca quiso indagar a fondo qué había hecho la hermanastra de Richard, dónde o con quién había estado, pensará Helena, en el estilo indirecto libre al que recurre con frecuencia Wesley), al que apuntan el aire exótico, oriental de sus rasgos (una niña flaca, con el pelo negro y los ojos rasgados, que parece un gato siamés. Llama la atención entre las inglesitas pavisosas). 

El jardín de la casa, su césped de manzanilla, es el lugar de reunión de los jóvenes y los adultos -Helena y Richard; pero también el matrimonio Erstweiler, Max y Monika, judíos huidos de la Alemania nazi, en donde han dejado atrás a su hijo Pauli, probablemente encerrado en un campo de concentración; y en ocasiones el clérigo Floyer y su esposa, abnegados vecinos, ocupados en la atención a los refugiados de la contienda europea, que aportan a los gemelos, David y Paul, de la misma edad que los chicos). Sentados sobre el césped juegan, conversan, bailan, comen (Los primos habían sacado las sillas y las mesas del comedor. La mesa estaba puesta con mantel blanco en el césped de manzanilla, con el mar y el sol poniente como telón de fondo), bromean y ríen, prolongando las jornadas con velas en la mesa y la luna que salía sobre el mar. El profundo olor de las margaritas inunda sus sentidos y confiere una intensidad adicional a esas escenas que serán siempre inolvidables. 

La novela se mueve en dos planos temporales que intentaré presentar sin desvelar los importantes elementos de sorpresa o inesperados cuya aparición Wesley dosifica con maestría. En el “presente” de la novela se narran las vidas de estos personajes -y algún otro que adviene con posterioridad- en los años de la guerra. Intercalados entre los capítulos que describen la evolución personal de todos ellos (claramente marcada por la contienda: los varones jóvenes serán llamados a filas), la autora nos traslada a una situación más de cuarenta años posterior, cuando algunos de los protagonistas se dirigen al funeral de uno de ellos (y no puedo ser más preciso sin arruinar la lectura a quien se decida a adentrarse en ella, por lo que no diré ni quién es el muerto ni quiénes son los que, reunidos cuatro décadas atrás en el césped de manzanilla, han sobrevivido al cruel paso de los años). Con muy notable talento literario, Mary Wesley enlaza ambos tiempos muy sutilmente, a veces en el curso de dos líneas de diálogo consecutivas, imbricando el relato de las vivencias de los jóvenes y sus mayores en el tiempo de guerra con los recuerdos de todos ellos camino del funeral, en la propia ceremonia religiosa en que se despide al difunto y en el breve encuentro posterior en la casa de Cornualles. 

No hay nada más, no hay -en propiedad- una “historia” en El césped de manzanilla. Seis años de vida -muy singulares, eso sí, con los jóvenes varones movilizados y con el resto, adultos, chicas, bajo la amenaza de los bombarderos nazis- y la mirada retrospectiva -madura ya, y algo desencantada- en el colofón de cuarenta y cinco años después. Y sin embargo, la novela es espléndida y en ella, en las trayectorias de sus personajes, el lector se reconoce, pues resulta veraz, intensa, profunda. Wesley penetra en las almas de sus criaturas y muestra seres humanos auténticos, con sus afanes, sus amores, sus dudas, sus deseos y sus ilusiones, sus sueños, sus expectativas y sus fracasos, sus debilidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos. Además, es una obra formalmente notable, con una escritura muy ágil, con una narración que avanza a partir -casi exclusivamente- de los diálogos, con el ya mencionado juego de la inteligente trabazón de los episodios en los distintos tiempos, un recurso en el que los flashbacks se insertan de un modo leve, casi imperceptible, permitiendo que la tenue trama avance sin sobresaltos mientras se presentan, bien dosificadas, las novedades, las informaciones que dan cuenta de los cambios habidos. 

Tres son, a mi juicio, los temas principales que cruzan la novela, muy atractivos, por universales, aunque quizá ya algo trillados en la literatura y en el cine: el paso del tiempo y la nostalgia de la infancia; la guerra y sus convulsiones; y, en lo que quizá constituye la vertiente más novedosa del libro, la desprejuiciada presencia del sexo, que aflora de modo muy libre entre sus páginas de un modo quizá inusual en relación con otras novelas similares. 

El césped de manzanilla, silencioso protagonista del libro, evocado de continuo por los personajes -ya se ha dicho- como un olor, una imborrable fragancia, grabada para siempre en sus memorias (soñaba con la manzanilla, con el olor seco y aromático de su juventud), opera como metáfora del origen (pero nuestras raíces están en el césped de manzanilla) y la pérdida (–Todos hemos cambiado –dijeron los gemelos–. ¿Quién iba a imaginarse hace un año que estaríamos en una cocina vestidos de etiqueta? Los días del césped de manzanilla han terminado). Ese locus amoenus es la infancia, es el lugar del idealizado ayer, de los recuerdos, es el paraíso idílico en el que la ausencia de preocupaciones, el juego y la felicidad, la existencia segura y tranquila, el amor y las pulsiones del deseo, la libertad y la vida plena no dejan espacio apenas (más allá de algunos muy sutiles atisbos: los enamoramientos no correspondidos, la acechante cercanía de una imprecisa guerra, la tenue intuición de los inexorables cambios: No hablemos de política ni de guerra. Puede que estas sean nuestras últimas vacaciones de verano –dijo Polly en tono autoritario–. Ya no podemos evitarlo) al dolor, a la tristeza, a los padecimientos, al siempre aciago discurrir de la vida, a la muerte. Un espacio protegido, apacible, femenino, que pronto se verá amenazado por el muy masculino impulso bélico. Los jóvenes no podrán olvidar -ni en los años de la guerra ni en sus remembranzas medio siglo posteriores- las experiencias en cierto modo iniciáticas vividas en los veranos en Cornualles, de las que el césped es emblemática representación. Piensa en el césped de manzanilla: es mágico, dirá Oliver. Y Helena: Lo sembraste tú, ¿no? –Sí –asintió Helena, recordando–. Todo el mundo decía que no iba a crecer. También Calypso: La guerra parecía tan lejana como su infancia, barrida por los cambios que Monika había hecho en la casa. Hasta el césped de manzanilla ha perdido su aroma, pensó con pena. Y sobre todo Sophy, cuyos recuerdos, tan pequeña entonces, ha quedado impregnados por la nostalgia con más fuerza: Todas las noches, antes de dormirse, se imaginaba en casa, en su habitación; allí podía escaparse por la rama del roble que cubría la manzanilla y aspirar su fragancia, mezclada con el olor a salitre; o incluso de un modo más evidente: Se agachó para tocar la textura de la hierba. Era increíble que aún resistiera. La acarició con la palma de la mano, aspirando la esquiva fragancia que evocaba otros tiempos, otros amores

Esta presencia simbólica del césped colmado de olorosas florecillas es un tópico literario, de modo que el lector viaja a través de sus aromas a otros escenarios similares, singularmente al conocido poema de William Wordsworth, la Oda a la inmortalidad, y a su fragmento más repetido: Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo, para siempre en nuestra memoria a partir de su aparición cinematográfica en Esplendor en la hierba, el clásico de 1961 dirigido por Elia Kazan e interpretado por Natalie Wood y Warren Beatty. La fugacidad del tiempo, el recuerdo luminoso de la exaltación juvenil, del ardoroso primer amor, de la ilusión de la vida por hacer, lo imperecedero de la belleza, la inocencia por desgracia finalmente marchita, la nostalgia por la juventud perdida, están también, como en el bellísimo poema, y constituyen la idea sobre la que gravita el libro entero, en este melancólico El césped de manzanilla

La cruda realidad de la vida irrumpe en ese dulce y plácido entorno, esbozado tan sólo en las muy primeras páginas de la novela, cuando Gran Bretaña entra en guerra. Los chicos se alistarán o serán llamados a los distintos frentes bélicos, Walter en la Marina, Oliver en el Ejército de Tierra, los gemelos en la Aviación. Las chicas irán a Londres; Calypso dejará pronto su trabajo en el servicio secreto para casarse, jovencísima, con un adinerado viudo cuarentón; Polly colaborará con la Cruz Roja y encadenará un trabajo tras otro en distintos servicios oficiales. La guerra lo impregna todo, convulsiona de modo drástico sus vidas, también las de Richard y Helena (ambos ya afectados por la Primera Guerra Mundial), Monika y Max. En la novela vuelan los cazas alemanes, suenan las alarmas, retumban las bombas y las explosiones, las ventanas de las casas se oscurecen, las luces permanecen apagadas en cuanto se hace de noche, las calles londinenses se pueblan de soldados de diversos ejércitos, las familias acogen a los refugiados, en los hogares se siguen las noticias por la radio en emisoras de todo el mundo, llegan los telegramas de las autoridades militares con sus funestas novedades. Pese a ello, las huellas del conflicto, presentes y perceptibles, son sólo un mero telón de fondo que, en segundo plano, enmarca el transcurrir de las existencias de todos los personajes, cuyas vicisitudes centran el desarrollo de la narración. Son sus vidas marcadas por la guerra y no la guerra que afecta a sus vidas lo que interesa a la escritora (Recordaba las risas y los gritos de dolor cuando los chicos le pisaban los pies [al bailar], los cócteles cuando se hicieron mayores y las ventanas abiertas en las calurosas noches de verano. Y ahora todo era muerte y polvo). 

Y en esas vidas -y en esa guerra- el sexo tiene una presencia muy relevante. Ya desde el momento inicial, cuando Oliver, hastiado de la guerra española, llega al lugar de veraneo y manifiesta abruptamente a Calypso su pulsión sexual, el deseo (Conozco la lujuria. Creo que no conozco el amor), los encuentros eróticos, las relaciones promiscuas (Mira, aquí nadie está casado. Esto es un caos. La guerra vuelve a la gente lasciva), los adulterios serán constantes (¿Eran fieles la mayoría de las mujeres a sus maridos ausentes? ¿Eran leales las novias?) y constituirán sin duda uno de los ejes principales del libro. El sexo aparece como liberación, como exaltación, como celebración de la vida entre tanta violencia y muerte (El miedo se palpaba en el ambiente. Monika buscó la mano de su marido. Helena cruzó una mirada de desesperación con Max. Luego, en las caras de los jóvenes, vio el miedo mezclado con una combustión sexual de la que más adelante se acordaría), también como rebelión (A las chicas como yo nos educaron para ser respetables. La guerra sacudió estos principios, pero la sacudida era dolorosa. A la gente como Calypso no parecía preocuparla, pero yo tenía muchas dudas. Nunca he llegado a conocer a Calypso a fondo, porque no se deja. Hubo montones de chicas que siguieron siendo virtuosas, pero nosotras estallamos) frente a las rígidas costumbres de una sociedad que aún mantiene rasgos victorianos (yo no llevo bragas cuando hace mucho calor. Las bragas son un invento victoriano). 
 
La vida, amenazada, se vivía con intensidad (Vivimos intensamente. Hicimos cosas que en otras circunstancias nunca habríamos hecho. Fue una época muy feliz), la persistente cercanía de la muerte impregnaba las situaciones cotidianas con un aura de excepcionalidad (Siempre estaba asustada y preocupada, pero así los placeres eran más placenteros y las sorpresas más sorprendentes). En aquellos días convulsos, los personajes, pese a todo, se divierten (La gente como Oliver, Walter, David y Paul -dirá Polly- aparecía y desaparecía, y era maravilloso ver que seguían con vida. A mis padres los mataron. Yo creía que en Godalming estarían seguros. Yo sobreviví en Londres. Calypso sobrevivió. Si nos enamorábamos era a tope. Nos divertimos. Sé que Calypso se divirtió. Yo me divertí, y Helena, que no se había divertido en la vida, lo aprovechó muy bien), eran felices (Es increíble, se decía, quitándose la crema y empezando de nuevo, que con las noticias tan tremendas que llegan de Oriente Próximo […], mientras la guerra se extiende por todo el mundo, yo sea tan feliz). Como resumirá Sophie con acierto: Estábamos todos enamorados, pensó, deteniéndose en la punta de tierra a contemplar el mar. El tío Richard de Monika, Max de Monika y de Helena, Polly de los gemelos, Helena de Max, yo de Oliver, y Oliver y todos los hombres de Calypso, que decía que no sabía lo que era el amor. Y ese contagioso espíritu vitalista y alegre -pese a la muy notoria melancolía- es otro de los grandes aciertos de un libro altamente recomendable. 

Mi segunda propuesta de esta tarde es también muy interesante. El tránsito de Venus es una novela de 1980, escrita por la australiana Shirley Hazzard, que hace unos meses apareció, como El césped de manzanilla, en la colección “rara avis” de la editorial Alba, en traducción de Jesús Cuéllar Menezo. Shirley Hazzard es australiana, de Sydney, donde nació en 1931 de padres británicos (padre galés y bebedor empedernido y una madre escocesa y maníaco depresiva; circunstancias de las que me ha parecido apreciar un rastro en su obra) que habían emigrado a Australia después de la Gran Guerra. De joven viajó con su padre, diplomático, por distintos países y ya a los dieciséis años colaboró con el Servicio Secreto británico en Hong Kong. Vivió en Nueva Zelanda, Italia (Roma, Nápoles, Capri), Nueva York, en donde trabajó para la Secretaría de Naciones Unidas y en donde murió en 2016. Una consulta en internet permite conocer que escribió cuatro novelas, un par de colecciones de cuentos y numerosos ensayos y textos de “no ficción”. En España, que yo sepa, está traducido un librito de recuerdos de su amistad con Graham Greene con Capri como escenario, y la otra novela que hoy os presento, El gran incendio. Su obra, en particular las dos novelas mencionadas, han obtenido numerosos reconocimientos críticos con nominaciones para, entre otros, los premios Man Booker o diversos galardones de “libro del año” en distintos medios. 

Caroline y Grace Bell son dos jóvenes hermanas australianas. En 1939, siendo unas niñas, sus padres se ahogaron en el hundimiento de un ferri en la bahía de Sidney. Tras la Segunda Guerra Mundial viajarán a Inglaterra acompañadas de su hermanastra mayor, la desagradable y algo señorona Dora. En un encuentro fortuito en un concierto, Grace y Dora conocen a Christian Thrale, que, sentado a su lado en el patio de butacas, caerá rendidamente enamorado de la joven y bella Grace. Las chicas acabarán por instalarse en la casa de los Thrale, en donde las encontramos al comienzo de la novela. Grace es tranquila, más convencional que su hermana, aceptando gustosa un futuro familiar de marido e hijos y casera cotidianidad. Caroline, en cambio, es inconformista, algo rebelde, curiosa e inquieta, extraordinariamente independiente, preferirá las experiencias mundanas, trabajará en una oficina, se relacionará con diversos hombres. 

A la casa llega Edmund -Ted- Tice, un joven talentoso que, como discípulo del profesor Sefton Thrale, una celebridad científica, pasará los meses veraniegos en la casa completando sus estudios de astronomía. Ted, tímido, fascinado por Caro, no será correspondido por la chica, algo altiva y distante, que lo aprecia pero no lo ama. La presencia del muchacho en la casa se desarrolla entre el deseo y la insatisfacción, entre la pasión que lo consume y la resignada aceptación de su impotencia (nada tiene menos encanto que el amor no deseado). Un ahijado de la señora Trhale, Paul Ivory, joven y prometedor dramaturgo, elegante y desenfadado, narcisista, egocéntrico, seductor y altamente seguro de sí mismo, y que está prometido con Tertia Drage, la hija del propietario del castillo vecino al hogar de los Trhale, completará el elenco de los personajes que coinciden en la casa. Las relaciones entre todos ellos se entrelazan: Ted ama ingenua, pura e incondicionalmente a Caroline, a quien atrae el vacuo Paul, que jugará con ella pero se casará con Tertia; Grace se casará con Christian Trhale, en un complicado juego de atracciones y rechazos, de amores platónicos y experiencias sexuales. 

Hazzard seguirá a las dos hermanas -y a los dos jóvenes satélites y a algunos otros personajes menores- a lo largo de treinta años, de Sidney a Londres, de Estocolmo a Nueva York, del Nuevo Mundo al Viejo Continente, en un viaje apasionante -que es el de la vida- de la inocencia inicial a la alcanzada madurez del final de la novela. Y como en toda vida, hay encuentros y separaciones, y matrimonios e hijos, y adulterios y decepciones, y frustraciones y fracasos, e ilusiones y amores, y sexo y fantasías y, como resulta inevitable, el tiempo que pasa. Y por debajo de la historia principal hay un hilo tenue, casi imperceptible, sólo intuido por el lector, que se desvelará al final. Tras los caprichos, los malentendidos, el desamor, los desastres, las pérdidas, los errores, las elecciones equivocadas, la confusión y el ruido de la existencia, algo más poderoso, el amor, prevalece, bien sea en el recuerdo del fugaz brillo de un instante que se consume en un parpadeo, bien sea en el sentimiento que dura toda una vida. La tragedia -se dice en un momento del libro- no es que el amor no dure. La tragedia es precisamente que haya amores que duren

La novela toma su título de un fenómeno astronómico: el paso de Venus frente al disco solar. Un fenómeno que permite una visión particularmente clara del planeta, pero que es muy raro y sólo se produce de forma excepcional cada muchos años. James Cook, contará Ted, se embarcó en el H. M. S. Endeavour rumbo a Australia para observar, de camino, en Tahití, cómo el planeta Venus cruzaba el rostro del Sol el 3 de junio de 1769, y para poder determinar así la distancia entre la Tierra y el Sol. Los cálculos en que se basaba esa suposición eran absolutamente erróneos. Años antes, un francés había viajado a la India para observar un tránsito anterior, pero su trayecto lo retrasaron las guerras y el infortunio. Después de perder su primera oportunidad, esperó en Oriente ocho años al siguiente tránsito, el de 1769. El día fijado, la visibilidad era insólitamente deficiente, no se podía ver nada. Hasta pasado un siglo no habría otro tránsito. Un hombre dedica su vida a ese preciso momento, a esa cita en particular. Cuando el “encuentro” se frustra, espera años una segunda oportunidad y cuando ésta surge, por capricho del azar, en un instante, vuelve a perderse la posibilidad del contacto. Años de preparación y luego, en el transcurso de unos minutos, todo ha terminado, ya nunca alcanzará el objeto de sus desvelos. La historia de ese hombre es tan noble -apostillará Ted- que casi no se puede decir que fuera una empresa fallida. He aquí la esencia de este espléndido El tránsito de Venus: Ted enamorado esperando el milagro del muy efímero paso del planeta. 

Y todo ello contado con un lenguaje refinado, con una extraordinaria capacidad de introspección en el alma de los personajes, con la creación de una muy sutil estructura oculta que corre en paralelo a la principal, con la incorporación al texto de pequeñas trampas argumentales algo desconcertantes (en la muy temprana página 17 leemos: En realidad, Edmund Tice se quitaría la vida antes de alcanzar la cima del éxito. Pero eso ocurriría en una ciudad del norte, después de muchos años; pero esa información no volverá a salir en las casi quinientas páginas del libro, en las que nada “apunta” a ese hecho, ni en nada influirá al desarrollo de la trama, aunque sí contribuirá, de una manera indirecta, a “cerrar” esa otra historia que se nos cuenta mientras seguimos la que aparece en primer plano). 

Interesante novela, como lo es también la otra de su autora publicada en España, El gran incendio, aparecida en nuestro país en 2005 en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino con la traducción de Roberto Frías. La novela, que le proporcionó a su autora, en su momento, el prestigioso National Book Award, es fruto de veintitrés años de escritura, el tiempo que media entre la publicación de El tránsito de Venus y este El gran incendio, aunque en esas dos décadas Hazzard publicaría algún otro libro de “no ficción”. 

Como en El tránsito de Venus, la prosa exquisita de la australiana, su elegante estilo, su aliento poético, su cultura manifestada en numerosas referencias literarias, su talento para penetrar en la psicología de sus personajes, afloran en un relato, ambientado en escenarios diversos, singularmente Japón, pero también China, Nueva Zelanda, el Reino Unido, Marsella y California, que nos presenta al inglés Aldred Leith, experto en China, hijo de un famoso novelista, héroe herido en la guerra recién terminada (estamos en 1947), que llega a Kure, una isla cercana a Hiroshima, para estudiar, en el Japón arrasado tras la contienda, las consecuencias psicológicas y morales de la bomba atómica (en un marco referencial que guarda concomitancias con la experiencia vital de la propia autora, que vivió en Oriente, en particular en China, entre 1947 y 1948). En un mundo devastado, con Inglaterra en ruinas, Mao a las puertas del poder en China y Japón “soportando” la ocupación norteamericana, Aldred es un alma herida y doliente, que oscila entre los recuerdos del horror de la guerra, el sinsentido existencial de una época marcada por la irracionalidad, la destrucción y los millones de muertos de la gran catástrofe bélica -el Gran Incendio- y la amargura de un divorcio pasado, y, por otro lado, y pese a todo ello, la ilusión y la esperanza de una vida que quiere afirmar su fuerza poderosa. 

En su estancia japonesa el Mayor Leith conocerá a una pareja de jóvenes hermanos, hijos de un militar australiano destinado provisionalmente en la zona y que alojará por un tiempo a Aldred en su casa. Los chicos Driscoll, Helen, con apenas dieciséis años, y Benedict, afectado por una funesta enfermedad, degenerativa e incurable, viven ajenos al mundo, sin demasiado contacto con sus padres, que los han dejado solos a cargo de algún educador en numerosas etapas de sus vidas, afanados los progenitores, autoritarios e insensibles, despóticos y arrogantes, en sus intereses mundanos. Lo singular de su situación ha convertido a ambos en adultos prematuros, inteligentes, muy cultos, maduros y encantadores, alimentando su espíritu con la literatura, sobre todo poesía y novelas que la entregada Helen lee en alto a su progresivamente imposibilitado hermano. La llegada de Leith -que, pese a su amplia experiencia, sólo tiene treinta y dos años- les proporcionará una ventana abierta en su estrecho universo, pues es un interlocutor solícito y cercano, y un muy interesante narrador de historias apasionantes, con sus muchas peripecias en la guerra, sus viajes por países lejanos, sus insólitas aventuras trágicas y violentas. La adultez del militar, su conocimiento del mundo, su inteligencia, su capacidad de comprensión, su independencia y su soledad, el poso de dolor, la sombra de sufrimiento que se adivina en su semblante, su desvalimiento, su “desubicación”, la ausencia de un “centro” en su vida, de un hogar, de una esposa, atraen a Benedict y enamoran a la muy bella Helen, de fresca inocencia y, a la vez, precoz madurez física, psicológica e intelectual. 

El primer “frente” destacado de la novela que, sin embargo, no “asoma” hasta ya avanzado el libro (antes ya se han mostrado el psicológico y el histórico, ya mencionados), es, pues, el romántico, y en él comparecen la intensidad sentimental que conlleva el enamoramiento y las dificultades de un amor prohibido por la minoría de edad de la chica, marcado por los muchos años de diferencia entre los amantes, imposible por el secreto en que debe mantenerse la atracción ante la previsible oposición de los padres de ella y, también y sobre todo, por la separación que las divergentes trayectorias profesionales de Aldred y del cabeza de familia Driscoll imponen a la pareja. La exploración de los sentimientos de ambos personajes -también los de Benedict, el amigo de Aldred, Peter Exley, y otros caracteres secundarios- es uno de los grandes alicientes del libro. 

Como lo es, igualmente, el trasfondo de sufrimiento, la atmósfera de melancolía que impregna el relato. La presencia aún muy viva de la Segunda Guerra Mundial, el recuerdo -todavía notable- de las crisis de la Primera y de la Gran Depresión, la sensación de vacío que aflige a los personajes, la conciencia, triste, de habitar un mundo desolado, una civilización que ha estallado por los aires, la dificultad de construir una vida nueva desde cero, la ilusión y el miedo simultáneos frente al sentimiento que nace, la euforia ante el exaltado descubrimiento de la pasión y el temor ante su pérdida, que, en ese contexto, asaltan a quienes se abren al amor, incorporan a la novela una dimensión de preocupación existencial que la hace muy interesante y que la vincula -así, al menos me ha ocurrido a mí- a otras obras similares como Casablanca o El paciente inglés, en los que la guerra y el amor dominan la narración. Ese conflicto entre el rastro de muerte que rodea a Aldred y Helen y que parecería condenarlos al apagamiento y el tedio existencial, y, por otro lado, la entusiasmada atracción que los une y puede salvarlos, atraviesa el libro e “impacta” en el lector. Sin querer desvelar el desenlace de la trama, sí merece la pena subrayar ahora la última frase del libro, que resume su esencia: Muchos habían muerto. Pero no ella, no él. No todavía

En este sentido, resulta muy significativa -y en ello El gran incendio coincide con El tránsito de Venus- la idea de lo transitorio, de lo accidental, de las misteriosas fuerzas -las del amor- que prevalecen pese a que el curso “natural” de los acontecimientos parezca imponer otro desenlace. Cualquier existencia, declaró en alguna ocasión Shirley Hazzard, está sujeta al elemento accidental, a la intervención inexplicable, mágica o aterradora que no puede ser justificada por la lógica

Os dejo ya con un fragmento de El césped de manzanilla. Tras él, Putting on my top hat, que así se llama en el libro a la también conocida como Top hat, white tie and tails, la en su época popular canción de Fred Astaire. 


En todo Londres las chicas se estaban levantando. Con pijamas de rayas, camisones de viyela floreados, vestidos sueltos de algodón hechos por ellas mismas con dobladillos irregulares, o alguna sencilla prenda de nailon a la que se había añadido una rebeca para no pasar frío, las chicas retiraban las sábanas y las colchas y buscaban las zapatillas. Se ataban el cordón de la bata y se quitaban las horquillas del pelo, metían una moneda en la ranura del contador y ponían la tetera en el quemador de gas. Las que compartían piso se apartaban mutuamente a empujones y decían: «¡Y todavía es martes!». Las que vivían solas refunfuñaban y encendían la radio o la televisión. Algunas rezaban, otras cantaban. 

Es difícil precisar si tenían menos pasado, presente o futuro. Es difícil precisar cómo o por qué soportaban la habitación fría, la humedad en el camino al autobús, la oficina en la que no había ni futuro profesional ni diversión. Los fines de semana se lavaban el pelo y la ropa interior, e iban con desánimo y de dos en dos al cine. Para algunas, que no podían hacer otra cosa, el destino era ese, decretado por mamá, papá y la falta de dinero o de iniciativa. Otras habían venido desde el fin del mundo para hacerlo: habían llegado de Auckland, Karachi o Johannesburgo, después de ahorrar durante años para hacer precisamente esto, después de arrancarles a padres llorosos el dinero suficiente o de engatusarlos para conseguirlo. No todas eran muy jóvenes, pero todas, o casi todas, querían un vestido nuevo, un novio y, al final, un destino doméstico. Sin embargo, no había dos iguales: lo cual evidenciaba la victoria de la naturaleza sobre los condicionantes, la publicidad y las ciencias del comportamiento; no había aquí ningún triunfo, solo un éxito contra todo pronóstico.
  
Videoconferencia
Mary Wesley. El césped de manzanilla