Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de marzo de 2019

JENNIFER EGAN. MANHATTAN BEACH; EL TIEMPO ES UN CANALLA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Llegamos al término del mes de marzo y cerramos también esta breve serie que durante las últimas cuatro semanas hemos dedicado a libros escritos por mujeres -y protagonizados también, en la mayor parte de los casos, por ellas- en una peculiar celebración de la femineidad que nuestro espacio lleva a cabo con ocasión del Día internacional de la mujer.

En el caso de hoy os presento a una escritora con una trayectoria literaria ya dilatada, con alguna colección de cuentos y varias novelas a sus espaldas, una de las cuales, El tiempo es un canalla, obtuvo diferentes premios, en particular el prestigioso Pulitzer, en 2011, año de su publicación en Estados Unidos. Se trata de la norteamericana Jennifer Egan, autora de la que acaba de aparecer en nuestro país hace escasas semanas Manhattan Beach, una novela formidable que os proporcionará, si os decidís a adentraros en sus casi quinientas páginas, momentos de extraordinarios placer y satisfacción. El libro aparece en la editorial Salamandra en traducción de Carles Andreu, responsable igualmente de la versión española del mencionado El tiempo es un canalla, del que también quiero hablaros brevemente en esta mi reseña de hoy y que había sido presentado en España en 2011 por la editorial Minúscula dentro de su colección Tour de force.

Manhattan Beach sigue la vida de Anna Kerrigan desde 1934, cuando da comienzo la historia que se relata en el libro y es una niña de apenas once años, hasta 1943 cuando, ya con veinte, es una joven que se abre paso en la difícil existencia de los Estados Unidos -de Nueva York en particular- en los días de la Segunda Guerra Mundial. Anna es hija de Eddie Kerrigan, al que la muchacha adora, un personaje algo misterioso pero entrañable, que tras perder su trabajo en la Bolsa como consecuencia del crack del 29, acaba por ganarse la vida como recadero de un mafioso, Dexter Styles, un acomodado propietario de clubes nocturnos y conocido gánster, para el que funge de solvente mensajero y eficaz correveidile. La descripción que se nos hace de él en un pasaje de la novela refleja con precisión la naturaleza discreta y oscura, aunque arriesgada, de su función y lo aparentemente anodino de su carácter: El mensajero ideal no tenía afiliaciones con ninguno de los interesados, vestía y se comportaba de manera neutra y era capaz de restar a esos intercambios el aire turbio que tenían por naturaleza. Eddie Kerrigan era ese hombre, alguien que parecía moverse con comodidad en todas partes: hipódromos, pistas de baile, teatros o reuniones de la Sociedad del Santo Nombre. Tenía un rostro agradable, un acento neutro y mucha experiencia a la hora de deslizarse entre unos y otros mundos. Eddie sabía convertir una entrega en algo informal: “Toma, casi se me olvida: de parte de nuestro amigo.” “Vaya, muchas gracias.”

El primer gran “núcleo argumental” del libro, presente sobre todo en sus capítulos iniciales, lo constituye la historia familiar de Anna, con su algo elusivo padre, a menudo ausente (¿A qué se dedicaba su padre realmente?, ¿Era peligroso?, se preguntará, avivada su curiosidad retrospectiva por las novelas de Ellery Queen y Agatha Christie que lee ya de adulta); con su madre, Agnes, ama de casa que renuncia progresivamente a su vida social tras haber sido una de las chicas “Follies de Z” (alusión inequívoca a las exitosas revistas musicales del Broadway de ese tiempo, creadas y dirigidas por Florenz Ziegfeld y que fueron objeto de recreación cinematográfica en diversas películas del Hollywood de los años cuarenta, en una de las muchas y bien documentadas referencias “realistas” a la sociedad de la época); y con Lydia, la hermana minusválida, confinada en su parálisis en una silla de ruedas, apenas capaz de musitar algunas pocas palabras, de precaria vida cercana a lo meramente vegetal, pero auténtico “centro irradiador” de la sensibilidad de Anna, de sus intensos afectos, de sus cariñosos sentimientos y sus tiernas emociones, protagonista de los pasajes más conmovedores del libro. La Anna niña vive a caballo de esos dos mundos, el de su padre, con el que pasea de la mano por los barrios neoyorquinos mientras él realiza sus “encargos”, y el de su madre y su hermana, más íntimo, más profundo (cada vez que Anna pasaba del mundo de su padre al de su madre y Lydia, sentía como si hubiera abandonado una vida y la hubiera cambiado por otra más profunda. Y cuando volvía con su padre, recorriendo la ciudad de su mano, era de su madre y de Lydia de quienes se deshacía, hasta el punto de que a menudo se olvidaba por completo de ellas. Iba y venía una y otra vez, adentrándose en cada ocasión en un lugar más y más profundo, hasta sentir que ya no podía bajar más. Pero siempre podía, nunca llegaba al fondo). La escena “nuclear” de esa primera fase de la novela es un algo enigmático encuentro entre Eddie y Dexter Styles en la mansión de éste en Manhattan Beach, que despierta la fascinación y las sugestiones, el estupor y la aprensión, las preocupaciones y los miedos de la niña, en un episodio que vinculará para siempre a los tres personajes y mostrará a Anna un primer y tímido atisbo de su vida adulta, de su soledad, de la ausencia del padre.

Y es que, en una elipsis formidable, la extraña, repentina e inexplicada “desaparición” de Eddie en 1937, de la que, de entrada, no se nos da cuenta en el relato, abre otra etapa de la novela que nos presenta a la chica ya en 1942, trabajando en las fábricas portuarias, ocupada en medir piezas de barcos que pasarán a formar parte de buques de guerra, esperando un novio, anhelando su independencia, abriéndose al mundo y, voluntariosa y tozuda, ansiando cumplir su sueño infantil de enfundarse un traje de buzo y participar en operaciones submarinas, apasionada por el mar desde pequeña. Los destinos de Anna, del mafioso “acomodado” -siempre lejos de mancharse las manos en trabajos sucios- Styles e, in absentia, de Eddie, volverán a cruzarse en palpitantes lances que no puedo desvelar.

Pero la novela es mucho más que la trayectoria personal y familiar de la chica (en la que no puede faltar, claro está, una intensa aunque problemática y compleja historia de amor). Atraídos, sin duda, por su peripecia vital, son muchas otras las “subtramas” que además nos atrapan e interesan, conectadas en su mayoría con la minuciosa descripción del entorno en el que se desarrolla la obra. Me refiero a los que podríamos denominar “detalles realistas”, muy bien documentados, que constituyen el escenario o telón de fondo de la trama argumental; un “marco” que acaba por resultar fundamental en sí mismo, superando incluso en interés, en algunos casos, a la atracción que suscita la propia historia.

Destaca, en primer lugar, la fidedigna fotografía de algunos episodios que definieron la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos: los efectos de la Gran Depresión, visibles tanto en el hundimiento económico de los Kerrigan y en el forzado y peligroso cambio de actividad laboral de Eddie, como en la precariedad de las vidas, en una cierta tristeza y sordidez ambientales; también la presencia de la Ley Seca, la época de la prohibición, con su correlato de negocios turbios, bandas mafiosas, disputas entre clanes “étnicos” (Kerrigan es, obviamente -el apellido lo delata-, irlandés; Dexter Styles disfraza con su patronímico sobrevenido, su pertenencia al bando de los “maccheroni” o “spaghetti”, como se designa en la novela a la facción italiana), oscuros y fraudulentos pactos con la policía, componendas con la ley, sindicalistas corruptos y, en el lado brillante del camino, rutilantes nightclubs, esplendoroso glamour, champán y sofisticación, alegres orquestas de baile, drogas y mujeres de “vida fácil”.

Esta perspectiva realista sobresale por encima de todo en los capítulos que se desarrollan en los años de la Segunda Guerra Mundial, tanto en la retaguardia neoyorquina, reflejada con fidelidad y verosimilitud, como en los escenarios bélicos marinos, que comparecen también en capítulos de una poderosa fuerza narrativa. La maestría literaria de Jennifer Egan transporta al lector, en la primera de ambas vertientes, a aquellos lugares y aquellos días en los que tras el ataque a Pearl Harbour Estados Unidos entraría en la contienda mundial: la vida lejos del frente, marcada por la guerra (Su vida era una vida de guerra; la guerra era su vida); la aparición de cadáveres de soldados alemanes en las playas de Long Island; la cotidianidad sin hombres (o apenas sin ellos: sólo quedan los muy jóvenes, los rechazados en el Ejército, los demasiado mayores; el resto movilizados); el consiguiente reclutamiento de mujeres para las tareas en las fábricas, despobladas de sus habituales ocupantes; la industria de la guerra y, dentro de ella, la frenética actividad de los astilleros de Brooklyn, esenciales en la construcción de buques de guerra para combatir en Europa y Japón; el abigarrado microcosmos de los muelles del West Side en Nueva York; la conciencia y el compromiso colectivos en el esfuerzo común para ganar la guerra; las privaciones y el racionamiento, los salvíficos cupones; los intentos de normalidad con los estrenos de cine (especial mención a Casablanca, entre otras películas citadas en el libro), los actores y actrices de Hollywood (James Cagney o Lana Turner, por referir sólo dos de los muchos aludidos en el texto; ambos con presencia en el noir, una dimensión esencial de la narración, como luego se verá), los musicales en las emisoras radiofónicas, los grupos de chicas coqueteando en los clubes nocturnos con los soldados de permiso, las mujeres casadas en su ansiosa y ambigua espera; los azares y las convulsiones, la conjunción de energía y voluntad, de fortuna y ánimo que llevarían a Estados Unidos a convertirse en el gran imperio mundial que ha llegado a ser en la actualidad. Y aún está la peripecia como buzo de Anna, que permite a la autora recrearse en los pormenores de la reparación naval, del submarinismo de profundidad, a partir de las experiencias contrastadas de la primera mujer submarinista del ejército de Estados Unidos… Todas estas facetas del prisma poliédrico que es el libro aparecen con nitidez en el transcurso de la lectura, y son otros de los motivos para su disfrute.

Y hay igualmente un amplio excurso -a la postre sustancial en el devenir de la historia de Anna- sobre la importante labor de la marina mercante en la evolución y el desenlace de la guerra, en unos capítulos apasionantes -que brotan inesperadamente en la novela, creando en ella una suerte de narración paralela o autónoma- en los que nos adentramos en un “decorado” naval, en el que vemos puertos exóticos, submarinos alemanes, torpedos, barcos hundidos, náufragos, motines y rescates épicos, en unas escenas bélicas de lectura también arrebatadora, hecha de emoción y aventuras y giros inesperados y tensión e incertidumbre.

Por otro lado, Manhattan Beach es, también, una novela negra, con bastantes ingredientes de los títulos clásicos del género -Anna, ya se ha dicho, devora novelas de misterio que la vinculan sentimentalmente a su padre ausente: Ellery Queen, Rex Stout, Raymond Chandler, Agatha Christie-: garitos clandestinos de juego y apuestas ilegales, negocios ilícitos, sobornos y extorsiones, bandas mafiosas, deslumbrantes gánsteres de conspicua presencia en el mundo y capos ancianos de existencia inapreciable y apariencia inocente, pero ejerciendo un liderazgo siniestro y brutal, enfrentamientos entre italianos e irlandeses por hacerse con el control de los muelles y, por extensión, de la ciudad entera, asesinatos, desapariciones, venganzas, matones deshumanizados, cuerpos hinchados flotando en las infectas aguas del Hudson como carrozas en un desfile, y tantas otras señas de identidad -aunque aquí aparecen en segundo plano, como en sordina- de la literatura y el cine negros.

Y en cada una de estas vertientes de esta novela memorable aflora el ingente trabajo de documentación de la autora, que ella misma pone de manifiesto en una sección final de agradecimientos muy reveladora de la magnitud de este “eje” realista del libro y por la que desfilan expertos en la historia de Nueva York; especialistas en el arsenal naval de la capital norteamericana; trabajadores de los muelles de Brooklyn; documentalistas y bibliotecarios; responsables de archivos, repertorios de fotografías y material impreso variado sobre las construcción de barcos en la guerra; buceadores militares; la ya citada primera submarinista de profundidad del Ejército de los Estados Unidos, Andrea Motley Crabtree; veteranos de la Segunda Guerra Mundial, radiotelegrafistas y oficiales de ingeniería, guardias armados navales y marineros; autores de monografías sobre el litoral neoyorquino; profesores especializados en embarcaciones pequeñas, en datos náuticos, en historia económica, en supervivencia marina, en utensilios de inmersión, en literatura y publicaciones periodísticas de la época; también, en otro orden de cosas, la escritora confiesa haber consultado algunas obras indispensables sobre las bandas mafiosas irlandesas en el Nueva York de las primeras décadas del pasado siglo. Con semejante material analizado y con el indudable talento literario de Egan, no es de extrañar que Manhattan Beach sea capaz de transportar al lector, con rigor y autenticidad extremos, a los lugares y los momentos recreados.

Y por entre tantas facetas de esta ambiciosa novela, en el desarrollo de la adictiva narración -que se ofrece con una estructura no siempre lineal, que da saltos en el tiempo y combina escenarios y se abre a derivaciones varias-, la autora presenta aún algunos otros temas que permean la trama y la dotan de profundidad. La evolución y los cambios, no sólo los naturalmente derivados de la guerra, sino los más hondos y que suponen un giro drástico de la sociedad norteamericana y el mundo en general (Lydia, pensará Anna, era un último elemento estable entre tantos cambios violentos): al finalizar el conflicto Estados Unidos se convertirá -ya se ha apuntado- en la gran potencia mundial que es hoy (Rose no había acertado con lo de que el mundo volvería a ser un lugar pequeño; por lo menos, no volvería a ser el mundo pequeño que había sido antes de la guerra. Demasiadas cosas habían cambiado. Y entre aquellos cambios y realineamientos, Anna se había colado por una grieta y se había escapado). La oscuridad, real y metafórica: la de la ciudad con las luces apagadas en casas y calles para evitar ataques aéreos, la triste grisura de la vida en la retaguardia -la oscuridad propia de los años de guerra-, la peligrosa negrura de la noche para la joven Anna (Allí había notado por primera vez el poder de succión de la oscuridad y sus peligros, la noche, el sexo, el alcohol, los hombres acechantes), la impenetrable opacidad submarina que acompaña su trabajo como buzo, y, también, la ceguera sobre el destino de su padre, las enigmáticas tinieblas en que se mueven los gánsteres, el velado e imprevisible futuro que se presenta ante ella. El mar, también en su doble vertiente, literal y simbólica, ese mar plácido y dulcísimo pero capaz de albergar en su seno agitación y amenaza (El mar, tan extraño, violento y hermoso): en la cita inicial de Herman Melville en su Moby Dick (Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre); la poderosa atracción que despierta en Anna (De pronto vio con claridad que siempre había querido bucear para poder caminar por el fondo del mar), que desde su puesto en la fábrica observa a los buzos con un espasmo de envidia y deseo; la germinal escena, ya comentada, en Manhattan Beach; la “repetición” de ese momento iniciático en la excursión con Lydia a la playa, en lo que, sin duda, es el episodio más enternecedor -más trágico también- del libro; la omnipresencia marina en una ciudad entonces marcada, “definida”, por el agua (los neoyorquinos no nos damos cuenta hoy de que vivimos en el mar pero entonces era una ciudad portuaria, todo se focalizaba en los muelles, afirma la propia Jennifer Egan en una reciente entrevista). Y, por último, en una suerte de hilo conductor que atraviesa el libro, la desasosegante búsqueda -ésa que a todos concierne- de un lugar propio en el mundo, a través, en el caso de Anna, de la añoranza del padre perdido, de su espera, de la necesidad de cubrir su vacío…

Sin tiempo ya apenas, os ofrezco un breve comentario sobre El tiempo es un canalla, el libro que le dio el Pulitzer en 2011 a Jennifer Egan pero que, a mi juicio, resulta menos interesante -siendo valioso y altamente recomendable- que este por tantos motivos magistral Manhattan Beach. Presentada con el título original de A visit from the goon squad, la premiada propuesta literaria de la norteamericana se aleja de las notas de clasicismo de su última publicación. El tiempo es un canalla, de lectura también excitante, es mucho más arriesgada y experimental y aparece repleta de juegos, de alternativas estilísticas novedosas, de recursos técnicos sorprendentes, de opciones estructurales innovadoras y atrevidas, de propuestas narrativas poco convencionales y, todo sea dicho, algo arriesgadas, en una trama no lineal ciertamente enrevesada, caracterizada por un desorden buscado y que combina perspectivas y tonos diferentes, que se proyecta en múltiples direcciones, que abarca distintos espacios temporales y que implica a infinidad de caracteres.

En síntesis, la novela sigue a un puñado de personajes a lo largo de medio siglo, desde los agitados años setenta hasta, en una proyección vagamente futurista, 2020. Vinculados todos, de un modo u otro a la escena del rock y la industria musical -el libro aparece repleto de referencias de discos, canciones y artistas de las últimas décadas del siglo XX-, los protagonistas principales son un productor -en el pasado (aunque no sé si resulta correcta la mención al pasado cuando los tiempos oscilan de atrás para adelante y se mezclan de continuo) integrante de una banda punk-, su secretaria -que en los distintos tiempos de la obra asume otras ocupaciones y roles dispares-, diversos miembros del grupo, parientes, amigos y amantes de unos y otros, entre los que se cuentan periodistas, casados “maduritos” adictos a la seducción, jóvenes estudiantes, ancianas viajeras, cantantes más o menos fracasados, en una fauna variopinta y disparatada que, como digo, comparece en etapas diferentes de sus vidas en una amalgama de historias que casi pueden leerse de modo autónomo -en una opción que, en ocasiones, es la única que le queda al lector algo confundido en los vaivenes temporales y las interrelaciones de los personajes- y que se ofrecen al modo de un rompecabezas que quien se adentra en el texto debe completar.

El tema explícito del libro es el paso del tiempo, el deterioro y la destrucción, los estragos que lleva consigo el transcurso de una vida. La añoranza de la juventud perdida, las ilusiones y sueños rotos -en un tratamiento nada ñoño o empalagoso, muy al contrario, descarnado y escéptico-, el envejecimiento, los dramáticos cambios que trae el tiempo, la irremisible muerte, son asuntos adyacentes al principal, que aflora ya desde las citas iniciales, ambas de Proust -de En busca del tiempo perdido- y ambas inequívocas. En este sentido, el texto aparece plagado de referencias -algunas muy explícitas- a ese motivo central: la batalla contra el tiempo, siempre perdida (El tiempo es un canalla. El canalla ha ganado), los recuerdos de la infancia (Tuvo un fogonazo de cómo habían sido de pequeños), lo fugaz y transitorio de toda aventura humana (Lo desconcertó que unos símbolos tan definitorios y universales pudieran perder su sentido tan solo por el paso del tiempo), y hasta la alusión al mito de Orfeo y Eurídice como metáfora del mirar atrás, del pasado irrecuperable (la inefable conciencia de que todo está perdido).

Más allá del interés intrínseco de las singulares y algo descabelladas historias -escaso si no hay una predisposición especial hacia el “universo” descrito-, y de las sugerencias hacia las que se abren los temas tratados, en El tiempo es un canalla destaca la originalidad -ya referida- de su particular propuesta estética. La amplitud y variedad de ángulos, voces y planteamientos desde los que se narra la acción; la constante alteración de perspectivas temporales; el intervencionismo de la autora, que se inmiscuye en su texto y “opina” (Pero nos estamos desviando del tema); las proyecciones de futuro, en las que el relato se detiene y congela durante unos momentos -algunas breves frases- en los que el narrador nos anticipa qué ocurrirá en la vida de tal o cual personaje décadas después, para, completado ese paréntesis extemporáneo, continuar con su relato “en presente” y olvidando para siempre la digresión (Dentro de treinta y cinco años, en 2008, este guerrero [un mero “figurante”, una presencia episódica de fugaz aparición que un personaje contempla en un viaje a Kenia] se verá involucrado en los enfrentamientos tribales entre los kîkûyû y los luo y morirá en un incendio. Habrá tenido cuatro mujeres y sesenta y tres nietos, uno de ellos, un niño llamado Joe, heredará su lalema: un puñal de caza de hierro que ahora lleva colgando a un costado, enfundado en una vaina de piel. Joe irá a Columbia, donde estudiará ingeniería, y se convertirá en un experto en tecnología robótica visual capaz de detectar pequeños movimientos irregulares (el legado de haber pasado la infancia escrutando los pastos por si aparecía un león. Se casará con una estadounidense llamada Lulú y se quedará a vivir en Nueva York, done inventará un escáner que se convertirá en un instrumento de uso estándar para la seguridad de masas. Él y Lulú se comprarán un ático en Tribeca y colocarán el puñal de caza de su abuelo en una urna de plexiglás, justo debajo de un tragaluz, en un ejemplo paradigmático de la novedosa iniciativa); la incorporación de un capítulo “futurista”, fechado en 2020, con abundantes menciones a artefactos, dispositivos, costumbres o prácticas algo estrafalarios presentados con jerga posmoderna; incluso -en el paroxismo de esta experimentación formal- un largo capítulo de más de setenta páginas compuesto en su totalidad por la transcripción de diapositivas de Power point.

En fin, por muy diversos motivos ambos libros -Manhattan Beach y El tiempo es un canalla- resultan extraordinariamente interesantes y por ello os recomiendo su lectura. Os dejo ya, como complemento musical a mi reseña, y entre las decenas de temas que inundan los dos textos, con I’ve heard that song before, una pieza que grabaron en 1942 Harry James y Helen Forrest y que suena en un fonógrafo portátil mientras las parejas bailan abrazadas en Union Square, en un pasaje de Manhattan Beach.


Sonó el silbato del tren. Agnes percibió la impaciencia de su hija para que se marchara y le entraron ganas de aferrarse a ella, como si abrazándola pudiera despertar la necesidad de que la abrazaran. La estrechó desesperadamente, intentando abrir por la fuerza aquella parte de Anna que llevaba tanto tiempo cerrada sobre sí misma, inalcanzable. Durante un momento, los hombros fibrosos que tenía entre las manos le parecieron los de Eddie. Con aquel abrazo, Agnes se despedía de toda su vida: de su marido, de su hija mayor y de aquella hija menor tan frágil a la que había amado más que a nadie. Subió al coche cama de segunda clase y enseguida se asomó por la ventana del vagón para seguir diciéndole adiós a su hija. El tren empezó a moverse, levantando toda una bandada de brazos que se agitaban. Agnes cayó en la cuenta de que aquélla era la misma estación (y tal vez incluso el mismo andén) adonde, con diecisiete años, había llegado buscando fortuna. Mientras agitaba la mano, Agnes pensó: “Éste es el fin de la historia.” 

El tren se perdió tras una curva y los brazos de todos cayeron a la vez, como si alguien hubiera cortado de pronto el hilo que los mantenía levantados. La gente se marchó rápidamente para dejar sitio a una nueva oleada de viajeros que debían subir al tren del andén contiguo y a los seres queridos que habían acudido a despedirlos. Anna se quedó donde estaba, contemplando la vía desierta. Luego subió por las escaleras hasta el vestíbulo de la estación, apartándose para dejar paso a soldados y familias. Poco a poco fue imponiéndose una conciencia nueva: no la esperaban en ninguna parte. Hacía apenas unos minutos se apresuraba a bajar las escaleras rodeada de gente, pero de repente no tenía motivos para correr, ni siquiera para caminar. La extrañeza de aquella sensación se acrecentó todavía más cuando Anna se encontró de nuevo en la Séptima Avenida. De pie en la penumbra, se preguntó si debía enfilar hacia la izquierda o hacia la derecha. ¿A la parte alta o baja de la ciudad? Llevaba dinero en el monedero, podía ir a donde quisiera. ¡Cómo había anhelado la libertad de no tener que preocuparse por su madre! Y, no obstante, ésta había llegado como una especie de flojera similar a la que, momentos antes, había invadido los brazos de los familiares que se despedían haciéndolos caer al mismo tiempo en cuanto el tren se había perdido de vista. 

Se encaminó hacia el norte, rumbo a la calle Cuarenta y dos, decidida a ver una película en el New Amsterdam. Cuando llegó a la puerta del cine hacía sólo diez minutos que había empezado La sombra de una duda. Podía sentarse en la misma sala (tal vez incluso en la misma butaca) donde, de niña, había visto bailar a su madre. Pero a esas alturas, Anna ya no tenía ganas de sentarse sin más a ver una película de miedo, quería la determinación que parecía impulsar a todo el mundo en la calle Cuarenta y dos: grupos de marineros risueños, chicas con el pelo recogido y fijado con laca, parejas mayores, mujeres con abrigos de piel, todos caminando a paso presuroso en la semioscuridad. Anna los observó inquisitivamente. ¿Cómo sabían adónde ir?
  


Jennifer Egan. Manhattan Beach

miércoles, 20 de marzo de 2019

MARIA VAN RYSSELBERGHE. HACE CUARENTA AÑOS

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os recibe una semana más, en los estudios de Radio Universidad de Salamanca, para ofreceros una recomendación de lectura que pueda llegar a interesaros. No hay duda, esta tarde, del éxito de nuestra pretensión porque Hace cuarenta años, el breve librito -poco más de sesenta páginas- de Maria Van Rysselberghe que presentó en nuestro país la editorial Errata Naturae en 2012 es una maravilla de calidad indiscutible. El libro tiene ya más de ocho décadas, pues algunos de sus fragmentos aparecieron por primera vez en una revista literaria en 1934 y 1935, publicados bajo el seudónimo de Maria Saint-Clair. Su edición completa, de 1936, y la reedición que la popularizó, en 1968, se presentaron también bajo esa misma identidad simulada. La edición española, que traduce Regina López Muñoz, incluye una ilustrativa nota previa de los editores y un también sustancioso y muy penetrante epílogo de Natalia Zarco. 

Maria Van Rysselberghe había nacido en Bruselas -su verdadero nombre era Maria Monnom- en 1866 en el seno de una familia culta vinculada al mundo del arte y de la edición. Casada con el pintor Théo Van Rysselberghe, del que tomó el apellido, e íntima amiga de André Gide, su destacada presencia en la historia de la literatura le viene dada por el hecho de que durante tres décadas fue tomando apuntes sobre diversos aspectos de la vida y la obra del escritor, llegando a completar hasta diecinueve cuadernos de notas en torno a su figura. El resultado de esa minuciosa labor casi notarial, Notas para la historia auténtica de André Gide, fue publicado y es conocido como Los cuadernos de la “Petite Dame” -Maria era de muy baja estatura- que tradujo en España para Alianza Editorial una de las grandes figuras de la traducción de nuestro país, prematuramente fallecida hace casi veinte años, Esther Benítez. De la estrecha relación entre Maria y Gide da cuenta el sorprendente hecho de que el Nobel francés, homosexual reconocido, guardando las apariencias ante el mundo con un matrimonio blanco con una prima, hubiera elegido a la hija de su amiga, Elisabeth, como madre de su única descendiente. Otros datos biográficos de la escritora significativos en relación con el libro del que esta tarde quiero hablaros son la amistad de la pareja con otro pintor y poeta de la época, Émile Verhaeren (que editaba sus poemas en el sello familiar de Maria), y con su mujer, la pintora Marthe Massin. Además, el gusto por los balnearios del Mar del Norte con sus inmensas playas solitarias, en una de las cuales tendría una residencia el matrimonio, aflorará igualmente en la novela. 

Hace cuarenta años cuenta la historia de un amor adúltero no consumado (una suerte de oxímoron que explicaré a lo largo de esta reseña) que tiene lugar un verano, precisamente en una casita en la playa, la casita de la duna, en la que residen los largos meses estivales la narradora, su marido Antoine y la pareja amiga compuesta por Hubert y Agnés; pintor el marido, pintor y poeta el amigo y escritora la esposa de éste. Estamos, como puede deducirse por estos datos, ante un texto biográfico en el que la autora “esconde” la realidad atribuyendo nombres inventados a sus protagonistas, para narrar, “cuarenta años después”, la historia, la verdadera historia, de la apasionada atracción mutua que surge entre ella y Hubert en los días en que los otros dos cónyuges están ausentes por motivos diversos. En este sentido, el relato de una inolvidable y fugaz -inolvidable, en gran medida, por fugaz- “aventura” amorosa vivida en verano conecta con otros dos títulos, posteriores en el tiempo, que aparecerán en nuestro espacio en meses venideros: el entrañable Agua salada, de Charles Simmons y el igualmente excepcional Un verano en el campo, de James Lloyd Carr. 

Maria Van Rysselberghe dio a la luz su libro cuando los principales protagonistas ya habían fallecido y no podían, por tanto, sufrir con la verdad revelada en él. Las últimas frases de la novela, intensas y llenas de emoción como lo son casi todas en una obra que rezuma lirismo y aliento poético, aluden a este hecho: 

El corazón sobre el que tan hondo marcaste tus pasos, amplia sombra, consiguió reverdecer de nuevo; sin duda, tanto o más que antes. Pero nadie logró ocupar el espacio del que tú te adueñaste. Nadie estuvo a la altura; nadie tenía ni la exigencia ni la generosidad necesarias. 
Puesto que sólo yo sobrevivo; puesto que, después de tantos años, mis recuerdos pueden ver la luz sin herir ya a nadie a mi alrededor, te los regalo, querida sombra. Es lo más hermoso que he cosechado para regalarte, y la sed que me dejaste sigue siendo tuya. (29 de julio de 1894 - 29 de julio de 1934). 

La autora abre su novela -pues novela es, al “ficcionalizar” la realidad- con una cita de su amigo André Gide: Me gustaría que el recuerdo de mi felicidad perdurara más allá del tiempo, situando así el núcleo del libro -o al menos uno de ellos, esencial- en la idea del recuerdo. El vibrante amor que experimenta la pareja protagonista, al ser contenido, al ser refrenado, al -de algún modo- no “realizarse” hasta el final, permitirá alimentar en la memoria la remembranza de lo vivido con unas cualidades de exaltación, de fuerza, de entusiasmo, de pasión que no comparecerían si las vicisitudes del siempre aburrido acontecer de la vida cotidiana hubieran desgastado, afeándolo, el recuerdo de tan arrebatado idilio. Y en la mirada retrospectiva, el episodio evocado aparece como glorioso y revestido de una suerte de encantadora magia, no sólo -como ahora veremos- por la propia calidad y el vigor de la vivencia mientras ella tuvo lugar, o por lo efímero de su transcurso, un tiempo breve, pasajero y por ello palpitante; también por su circunscripción a un ámbito espacial limitado -la ya mencionada casita de la duna-, que aparecerá como el territorio de leyenda en el que lo excepcional, el “milagro”, pudo ocurrir. La narradora, al comienzo de su texto y en distintos momentos del mismo, interpela a la casa, se dirige a ella como otra protagonista principal de su relato, estableciendo, ya desde las primeras páginas, un paralelismo entre ella misma, entre su alma -su entero ser- transfigurada por la experiencia amorosa y el privilegiado espacio que le dio refugio: Es a ti a quien debo evocar en primer lugar, casita de la duna. Todos tus sonidos han quedado dentro de mí como el del mar en las caracolas; tu escalera de madera gemía bajo los pasos más ligeros, el viento marino hacía temblar todos tus aparejos, el molino de enfrente daba vueltas con crujidos de carruaje y, en las noches de luna, sus aspas rayaban tu blancura con amplias sombras que oscilaban. Te confundo a ti, frágil refugio vibrante como una criatura sobresaltada, conmigo misma: somos el melancólico espacio de esta historia, la historia de un breve instante, de un acorde cuya resonancia se ha prolongado a lo largo de toda una vida

El núcleo central del libro lo constituye la narración, demorada y profunda, exaltada y ardiente, refinada y elegante, del amor que surge entre Maria y Hubert. En las semanas en que conviven en la casa de la playa -algunas en absoluta y cómplice soledad, otras “soportando” la presencia de Antoine o Agnés por separado o de ambos conjuntamente, e incluso compartiendo transitoriamente el lugar con alguna amiga en visita repentina- se despierta entre ambos un sentimiento -que ya se apuntaba desde mucho antes del encuentro veraniego- de irresistibles arrebato y fascinación mutuos. Conscientes, sin embargo, de su situación, casados ambos e imbuidos de una férrea voluntad de no dañar a sus cónyuges, de no mentirles (¡Ah! ¡Si pudiera contárselo todo...! ¡Si pudiéramos contárselo todo a los dos...! Pero sembraríamos demasiado dolor a cambio de nuestro alivio), de mantenerse fieles a ellos, a la por otro lado fecunda y valiosa normalidad de sus respectivos matrimonios, deciden rehuir las alternativas egoístas (Lo que estamos haciendo es miserable, y me siento totalmente responsable. Estaría bien que tratáramos de comportarnos, lejos de ellos, como si estuvieran aquí... No cambiaría nada de lo que palpita dentro de nosotros) y reducir el terreno de su enloquecedor afecto, “desviándolo” hacia las conversaciones, la lectura de libros y poemas -Flaubert, Baudelaire, los propios versos de Verhaeren, entre ellos-, el arte, la cultura, las ideas, la contemplación del otro, el feliz reconocimiento de su estado alterado de conciencia, de su sensibilidad hipertrofiada, la formulación de sus deseos, de sus ardorosos anhelos, la entrega a sutiles juegos de seducción, la construcción de una “burbuja” de potencia cegadora -acotada, como se ha dicho, en el tiempo y en el espacio- que nutra su memoria el resto de sus días con el recuerdo de un amor impecable y eterno, de una perfección sin mácula. 

Girando, pues, sobre esa “constricción” voluntariamente aceptada por los amantes -se amarán como en un sueño, por así decirlo-, la descripción de su éxtasis pasional es deslumbrante, contagiando al lector con la excitación y la vehemencia de la perturbadora conmoción que los invade. Resultaría temerario por mi parte pretender glosar la gracia y la sutileza de la prosa de Van Rysselberghe, si bien no hacerlo, no intentar ofreceros al menos una aproximación a la belleza con la que se dibuja el ímpetu y la emoción del enamoramiento en este libro único podría hacerme reo de omisión culpable. Recurro por ello a la solución fácil, dejaros aquí algunas de las frases con las que los enamorados alimentan su embriagadora enajenación: ¿Acaso podía yo saber la forma que el amor tomaría en ti, y que tendrías esos ojos tan tiernos y acerados a la vez, pequeño corazón intenso?; Conforme se iba aproximando, notaba un batir de alas en el pecho que me ahogaba; Todo lo que mirábamos juntos, hasta el cielo estrellado, me parecía más grande, más preñado de significación. Una vez me dijo: «Elijamos una estrella, y cuando estemos separados la buscaremos a la misma hora»; ¿Acaso sabe uno lo que ama de las personas?; La calidez espiritual a la que me tenía acostumbrada, para la que parecía estar hecha y que me revelaba mi más profunda vocación, despertaba en mí una necesidad devastadora… 

En fin, ante la imposibilidad de dar cuenta de la infinidad de pasajes en donde se expresa ese irrefrenable y poderoso encendimiento, os traslado ahora una muestra somera del léxico empleado por la autora en la descripción de su pasión: embriaguez, fuego, instante sagrado, abandono irreparable, temblar, corazones fragorosos, dulzura, intenso, se rompen las barreras, quisiera morir, confusión, abismo, desfallecer, radiante, felicidad, luz brillante, ola de ardor, ahogo, jadeantes, voluptuosidad, gracia, fervor, fuerza, necesidad, devastación, vacío, desamparo, lágrimas… Un elenco suficientemente representativo, como puede deducirse, del inflamado “clima emocional” de la novela. 

Algunos de estos términos, por lo demás reiterados -radiante, ola de ardor, luz brillante-, enlazan metafóricamente con el entorno -la playa, la arena, el mar, el sol-, que se presenta así como el correlato “natural” de la pulsión amorosa, como, por otro lado, ocurre en tantas experiencias similares -y con ello no rebajo en absoluto la nobleza de la vivencia de la protagonista- que cualquiera -casi cualquiera- ha podido vivir en un estío que es siempre propicio para las efusiones románticas (y hablo -espero que se me entienda- de los “amores” de verano, no de las aventurillas, ligues o meros amoríos transitorios y superficiales). Véanse algunos relevantes ejemplos de este protagonismo del paisaje (el más destacado y explícito, el que os ofrezco como cierre a esta reseña): El tiempo era el más apropiado para espolear mi valor. El aire tenía algo de enaltecedor: el viento y el sol parecían disputarse el mar; las olas transparentes se fruncían en una espuma brillante y rompían despacio con un sonido explosivo. O también: A nuestro alrededor todo era intolerablemente apacible: el azul del cielo, el agua con su fluidez irisada, la cadencia muelle de las olas, el dulce calor

Pero más allá de la exposición del inusual y encendido idilio, y de la recreación del también palpitante paisaje, la lectura de Hace cuarenta años interesa por cuanto recoge y explicita algunas cuestiones relevantes que suelen “revolotear” sobre los amantes mientras se deleitan -o padecen- este tipo de experiencias. Me refiero a una serie de ideas que afloran siempre que el amor se manifiesta no solo como gozoso placer sino también como opresivo conflicto. Así, la noción del amor sin límites, sin dimensiones, brotando de profundidades ignotas, una permanente renovada invención, en la que todo está por hacer y cada suceso, cada detalle, cada minucia representan un descubrimiento inesperado, una emoción nueva, frente al carácter clausurado del matrimonio, acotado, restringido siempre a lo previsible, a lo consabido; también, la urgencia del amor (La urgencia me dolía; mis pasos, mi sangre, todo se aceleraba; y para cuando caí en sus brazos esa tensión descontrolada estaba en su cénit), su inusitada lucidez, pues quienes aman “saben” con un modo superior, más agudo, de conciencia (Nuestras miradas eran terriblemente lúcidas; pero de nuevo nos exaltábamos de manera imperiosa, pues al saberlo sin quimeras veíamos nuestro amor de forma más clara y urgente); el disfrute de la espera del amado (Saberse esperada: ¡qué auténtico deleite!) y la simultánea angustia por su imaginada pérdida (La descarnada verdad de las cartas de Flaubert nos calaba hasta los huesos; y cuando me leía, mientras me estrechaba contra él, “Te habré amado mucho antes de dejar de quererte”, me lo decía a mí también, con una angustia infinita; la misma con que lo escuchaba yo); la experiencia del amor como quimera, como sueño que los enamorados viven en su interior, transportados, elevados a un ámbito ajeno a la realidad (¡Ah! ¡Lo que uno sueña...! ¡Y la realidad!, exclama Hubert. Y más adelante, Maria: Había perdido el sentido de la realidad. Tuve la sensación, no obstante, de que todo transcurría con normalidad); la voluntaria aceptación de la entrega, del ofrendarse obediente en manos del amante, del libre sometimiento a una sumisa y placentera disponibilidad y, a la vez, la exigencia de mantener la libertad que fundamenta nuestra individualidad (Carezco de esa voluntad que querrías ver en mí; pero bien sabes que haré lo que quieras, porque el único pecado para mí sería defraudarte); el reconocimiento del carpe diem, de la fugacidad inevitable del momento, de lo imposible de su durabilidad (Mira, estamos tan plenamente colmados como quienes más seguros están de su porvenir. Nosotros sólo tenemos el presente. ¡Piensa en todo lo que en él depositamos! Sé que puedes soportar ese peso sin flaquear. No dejemos que nada se pierda, ni de nosotros ni de la vida; aceptémosla tal y como viene; todo puede ser muy hermoso, hasta las lágrimas que nos guardamos de derramar... Nada puede hacer que esto no exista; nunca nada podrá hacer que esto no haya existido. Me gustaría dejarte de este momento un recuerdo que te elevara por encima de ti misma y te transportara... durante mucho tiempo); la consecuente exigencia, a partir de la conciencia del término (Todo esto ya nunca volverá a existir), de preservar en la memoria lo excepcional del acontecimiento vivido (habrá que conservar todo esto intacto en lo más hondo de nosotros. Los corazones se robustecen con semejantes recuerdos), “construyendo” deliberadamente los recuerdos que sostendrán a los amantes cuando la “agitación” se haya disipado (¡Cuán dulce fuiste para nosotros, tibia noche de verano!); el ambivalente atractivo de la tentación, del saberse “jugando con fuego” y, en consecuencia, el peso de los remordimientos, de la culpa; las dudas ante la necesidad de poner fin a la tortura y la imposibilidad de sustraerse al embeleso que conlleva (¿Dónde está la cobardía: en marcharse, en quedarse...?); la melancolía -hecha de añoranza y felicidad, de alegría y soledad, de ternura y triste nostalgia- cuando, retrospectivamente, se examinan los hechos de un pasado que ya nunca volverá (Aquí termina «nuestra» historia; después ya sólo tuve la mía). 

Esto es, también, Hace cuarenta años, una suma de emociones, de sentimientos, de impresiones, de sensaciones… una fascinante recreación del hipnótico encantamiento del amor. No deberíais dejar de leerlo. 

Os dejo ahora, antes del elocuente fragmento final elegido como muestra representativa de la atmósfera que se respira en la novela, con el barítono austríaco Bernd Weikl interpretando el himno de Hans Sachs en la ópera Los maestros cantores de Nuremberg de Richard Wagner, que cobra protagonismo en una breve escena del libro. 


Nuestra vida había perdido su hermoso orden. Hubert sufría arrebatos repentinos y violentos: «Vamos, salgamos a pasear al aire fresco de la mañana. Me siento como si acabara de nacer». Caminaba con los brazos abiertos y los dedos muy separados, el pelo claro revuelto; y cuando se volvía hacia mí ofreciéndome las manos, me quemaba como una llama. O bien, de repente, ordenaba: «Ven, vamos a mirarnos en el espejo». Y ambos mirábamos nuestros rostros muy juntos y alumbrados por la misma felicidad. Decía que nunca debíamos olvidar aquello. A veces me pedía la toquilla o el pañuelo, pero enseguida se corregía: «No, ¿qué haría yo con eso? No tengo ningún lugar secreto. Para nosotros todo debe quedar aquí». Con el dedo índice muy estirado tocaba su corazón y el mío, luego su frente y la mía, y afirmaba: «Hay que pensar lo que uno ama». 

Algunas noches, en medio de una lectura, se levantaba: «Ven, ven —siempre me llamaba de manera imperiosa, irresistible—. Ven, salgamos a la noche». Tiraba de mí, me arrebujaba en su abrigo. Caminábamos deprisa, tropezando con los hoyos y las piedras. A menudo hacíamos una parada en el pequeño cementerio que olía a boj y a manzanilla, y volvíamos por caminos flanqueados de viejos sauces que de noche adoptaban formas extrañas. 

Pero siempre preferíamos el mar y su llanura de arena: arena húmeda, elástica bajo nuestros pies, en la cual su bastón trazaba mi nombre. Dorada arena que pisábamos sin dejar huellas, y sobre la cual nuestras sombras fundidas se volvían livianas. Materia viva y mullida, menos severa que la tierra. Cuando caminábamos, en silencio, solía detenerse en seco para volverse hacia mí y estrecharme el brazo: semejante dulzura me desbordaba de tal modo que notaba cómo el corazón se me dilataba dolorosamente, formando unas ondas que tardaban en atenuarse. Cuando nos cansábamos de andar atravesábamos el primer repliegue de la duna. Había allí algunas depresiones que habíamos tomado para nosotros, profundas y vastas como alcobas. A menudo las buscábamos durante largo rato antes de dar con ellas. Los momentos que allí pasábamos eran cambiantes como el mar: unas veces llenos de risas y frescura; otras, turbios e incómodos. Él me decía entonces: «Vete, siéntate lejos de mí». Y así, mudos y abrumados, dejábamos de manera mecánica que la arena se escurriera entre nuestros dedos, provocándoles un desgaste abrasador. 

Le gustaba calentar entre sus manos mis pies helados por el oleaje. Y tus pies se dormían en mis manos fraternales, recitaba mientras los abrazaba. 

Conforme se ponía el sol, colmando de azul los surcos de la arena, volvíamos a casa por los caminos de tierra firme en los que la vida nos parecía más real, más insalvable. Pero ese instante, despojado de todo lo accesorio, era tan hermoso que nada daba motivo a las sombras.

 

miércoles, 13 de marzo de 2019

LIUDMILA ULÍTSKAIA. DANIEL STEIN, INTÉRPRETE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más, desde el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos algunas propuestas de lectura seleccionadas, en la mayor parte de los casos, con criterios de calidad (aunque algunas veces, sin rebajar en exceso esas exigencias de elevada condición, nos acogemos también a razones de otra índole menos estricta, más prosaicas, como la vinculación con la actualidad o la repercusión mediática de una obra). En el caso de mi consejo de esta tarde no son, por desgracia, lo popular o lo novedoso de mis sugerencias lo que las trae hasta nuestra emisión (ojalá fueran más conocidos autora y libros), sino la indudable calidad literaria, la solidez y el rigor, la valía, la importancia y también la belleza que rezuman las dos novelas de Liudmila Ulítskaia (o Ulítskaya, que de ambas formas aparece transcrito en castellano su apellido, como más adelante os comentaré) que he leído en los últimos meses y que me han interesado grandemente, motivo por el que ahora quiero sugeriros su lectura. Se trata, en el orden en que yo las he “devorado”, no en el cronológico de la fecha de su creación, Daniel Stein, intérprete y Sóniechcka, presentadas respectivamente por Alba Editorial, en su colección Contemporánea, y la Editorial Anagrama, en 2013 y 2007, aunque su publicación originaria en el ruso natal de la autora se remite a 2006, la primera, y 1992, la segunda. Los dos libros, como la mayor parte de la obra conocida en España de Ulítskaya, han sido vertidos al español por Marta Rebón, gran experta en literatura rusa que ya había aparecido en nuestro espacio por su traslación de Vida y destino de Vasili Grossman. 

A propósito de Marta Rebón, he de decir que ella ha sido la “responsable” de mi acercamiento a la figura de Liudmila Ulítskaia (así se cita en Daniel Stein…) o Ulítskaya (como consta en Sóniechcka). Hace unos meses, la revista Jot Down incluía entre sus páginas una entrevista con Marilena de Chiara, traductora italiana, y la propia Rebón, en la que yo leí por primera vez el nombre de la escritora rusa. El entusiasmo con el que Marta Rebón se refería a Daniel Stein, intérprete, de la que afirmaba: Es una obra grandiosa y compleja, con muchos escenarios y diferentes épocas… Ulítskaya es una de las grandes, me llevó a leerla y, más adelante, a proseguir con Sóniechcka la tarea de conocer el resto de las novelas de una autora que cuenta con un formidable reconocimiento en su país y con una larga sucesión de premios literarios también fuera de él, especialmente en Francia, Italia y Alemania. 

Daniel Stein, intérprete es un libro inicialmente insólito -o al menos singular- al centrarse en la vida -de existencia real, aunque la autora la presente “novelada”- de un sacerdote católico, carmelita descalzo, de origen judío, que funda una pequeña congregación en Israel. Aunque mi afirmación pueda denotar un prejuicio absurdo, nuestros oyentes reconocerán que, así descrito, el eje sobre el que gravita la obra no resulta, de entrada, altamente estimulante como núcleo principal de una ficción literaria. Y sin embargo, tal negativa opinión apriorística -si alguien la sostuviera- se muestra muy pronto, en cuanto el lector se adentra en las más de quinientas páginas del libro, absolutamente injustificada, pues el personaje es fascinante y su biografía -aunque el texto es mucho más que una mera semblanza de un individuo, por excepcional que éste sea- ejemplar y altamente aleccionadora. 

Daniel Stein es la recreación novelística de Shmuel Oswald Rufeisen, un judío polaco que tras sobrevivir a la invasión nazi de su país y después de numerosas y con frecuencia desgarradoras experiencias en el transcurso de la segunda guerra mundial, entrará en la Orden del Carmelo, ordenándose como sacerdote e instalándose en Haifa, Israel, en donde, siendo conocido como “Padre Daniel” -Hermano Daniel, lo llama la autora en diversas entrevistas-, creará el convento Stella Maris y vivirá en dicha comunidad más de cuarenta años entregado, expresado de una manera sintética que luego desarrollaré, al muy cristiano servicio al prójimo. 

Liudmila Ulítskaia, que durante décadas se había interesado y acercado al cristianismo, de modo incluso clandestino en una Unión Soviética muy represora con el ejercicio de las religiones, conoció -lo cuenta al final de su libro- a Daniel Rufeisen, como ella lo denomina, en agosto de 1992, cuando el monje la visitó en su casa de Moscú. Desde ese momento, deslumbrada por su personalidad, indagaría en su vida y en su obra, se entrevistaría con quienes lo conocieron y leería infinidad de libros sobre su figura para acabar, en 2006, tras más de trece años de preparación, publicando la novela de la que ahora os hablo. 

La historia resumida del Daniel Stein personaje coincide en lo esencial con la de su referente real. Nacido en 1922 en un pequeño pueblo cercano a Auschwitz, en ese territorio central de Europa que durante el siglo XX cambiaría de manos, en función de los albures de las guerras y el poder y los intereses dominantes, formando parte, en diferentes momentos, de Polonia, Alemania, Ucrania, Bielorusia o la Unión Soviética. Sin haber viajado, hasta los diecisiete años, más allá de cuarenta kilómetros de casa, en 1939 deberá abandonar su país ante la invasión nazi. El libro recoge el relato de las vicisitudes de esa huida atravesando media Europa con las tropas hitlerianas acechando a poca distancia. Entre los episodios más destacados de ese desgarrador periplo se incluyen la dolorosa separación de los padres que, ancianos, son incapaces de mantener el ritmo de la marcha y se ven obligados a retroceder a su domicilio, acabando sus días en un campo de exterminio; su colaboración con la Gestapo, a la que logra ocultar su origen judío, actuando como intérprete -Daniel hablaba varias lenguas- entre la gendarmería alemana, la policía bielorrusa y la población local, condición que aprovecha para salvar de la muerte a centenares de inocentes; su nueva huida, al ser finalmente descubierto por las SS, para acabar escondido en un convento de religiosas, las Hermanas de la Resurrección; su refugio entre los partisanos en los bosques rusos cuando la protección de las monjas se revela insuficiente; su posterior captación, de nuevo en funciones policiales, por la NKVD, antecedente de la KGB, cuando, tras la derrota nazi, la Unión Soviética “libera” las devastadas poblaciones ocupadas en las que los judíos han sido exterminados. Finalizada la guerra, volverá a Polonia en donde ingresará en un monasterio y recibirá las órdenes sagradas para, poco tiempo después, volar por fin a Palestina en donde, como ya he señalado, vivirá más de la mitad de su vida y hasta su muerte. 

Pero siendo destacado el mero relato -muy novelesco en sí mismo- de las dificultades padecidas por su protagonista en los años de la guerra, lo más destacado de Daniel Stein, intérprete, no reside en esa narración “bélica” que desperdigada por la obra no ocupa en su conjunto, por otro lado, ni cincuenta páginas del libro, sino en, al menos, otros tres elementos sobresalientes. De entrada, el modo en que esa vida se cuenta, esto es la compleja y bien trabada estructura de la obra; en segundo lugar, su virtualidad divulgativa, podríamos decir, al poner en conocimiento del lector la destacada personalidad de un ser humano admirable y cuyo rastro e influencia son ignorados por la mayor parte de la gente (entre la que, es claro, yo me encontraba antes de leer el libro); y, por último, las muchas materias de interés que se abordan en el transcurso de su largo desarrollo, cuestiones morales, religiosas, metafísicas y hasta teológicas que aflorarán, casi todas, en la larga parte del texto en que se narran los muchos años vividos por el monje en Israel. 

Cuenta Liudmila Ulítskaia que en una primera aproximación a la figura de su personaje su planteamiento literario era convencional, un relato lineal en el que los distintos episodios de la vida del sacerdote iban apareciendo de un modo cronológico y con una voz narrativa única. No obstante, la riqueza de la biografía, de la obra y de la personalidad de Rufestein acabó por imponerse exigiendo una “arquitectura” más compleja, más abierta, más poliédrica. Así, el libro se organiza al modo de un rompecabezas muy bien “construido” (No soy una verdadera escritora y este libro no es una novela, sino un collage. Recorto con tijeras pedazos de mi vida y de la vida de otras personas y pego “sin pegamento/una novela viva sobre los jirones de los días”), hecho de recortes, crónicas, diarios, testimonios, cartas, artículos de prensa, transcripciones de conversaciones y charlas, informes y documentos oficiales diversos que se van sucediendo en el texto, engarzados con esmero y muy buen pulso narrativo (El trabajo de montaje es de una complejidad exasperante. Una enorme cantidad de material se agolpa, todos piden la palabra y me resulta difícil decidir a quién dejar emerger a la superficie, a quién hacer esperar y a quién pedirle simplemente que se calle), haciendo de esta manera avanzar una acción que, sin embargo, vuelve una y otra vez hacia atrás y hacia adelante, alternando tiempos y lugares, en una polifonía de voces -muy rica (los “hablantes” sobrepasan la veintena) y eficaz literariamente- que, desde Moscú o Haifa, Berkeley o Cracovia, Vilna o Jerusalén, no se refieren expresamente a Daniel Stein sino que cuentan sus propias trayectorias vitales, sus experiencias, sus pensamientos, sus preocupaciones, sus vivencias, en las que siempre, de algún modo, siquiera residual, menor, acaba apareciendo el personaje que motiva el libro. 

Entre ese material heterogéneo -pero, como señalo, hilado con coherencia y criterio- la autora intercala, al final de cada una de las cinco partes del libro, sus propias cartas a una amiga, Elena Kostiukóvich, traductora y ensayista. En ellas -una suerte de metanovela- le da cuenta de los avances y dificultades de su proceso creativo, de los problemas que le surgen en la elaboración de la obra, en su escritura, conteniendo, aparte de noticias personales y familiares, apuntes sobre el enfoque elegido, la estructura u otros asuntos técnicos. Se trata de unos capítulos breves pero altamente ilustrativos para entender la génesis y la realización de la novela. Transcribo a continuación algunas citas extraídas de estos textos (a los que pertenecen también las dos recogidas más arriba), por su interés intrínseco y por su relevancia a la hora de entender cabalmente la propuesta estilística de este espléndido Daniel Stein, intérprete: Había comenzado a escribir una novela, o como quiera que se llame, sobre un hombre de hoy en aquellas circunstancias y enfrentado a los mismos problemas; He estudiado todos los libros, los documentos, las publicaciones y los recuerdos de cientos de personas hasta aprendérmelos de memoria; He llevado a cabo la penosa lectura de todos los libros sobre el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, de todos los tomos de historia medieval, incluida la historia de las cruzadas y la de los primeros concilios, los padres de la Iglesia desde San Agustín hasta Juan Crisóstomo, todas las disertaciones antisemitas escritas por hombres muy eruditos y santísimos; He renunciado por completo a un enfoque documental; estoy liberándome de la presión de los documentos; Estoy cambiando los nombres, intercalando personajes míos inventados o seiminventados, cambiando el lugar y el tiempo de la acción

Sin embargo, pese a lo aparentemente artificioso, del -como es obvio- carácter “fabricado” de la novela, por debajo de la técnica resplandece (Solo estoy interesada en la veracidad absoluta de lo que expreso) la inmensa figura humana de Daniel Stein, el motivo principal, sin duda, del interés que el libro suscita en el lector. Sin apenas tiempo ya para recrear la enorme dimensión de su personalidad, su magnitud como ser humano excepcional, baste decir ahora que estamos ante un “santo”, un hombre justo, cuyo itinerario vital, siempre en zonas de conflicto y hecho de confluencias y de mezclas -su padre alemán, su madre polaca, sus vivencias en la Europa convulsa de la primera mitad del siglo pasado, sus “colaboraciones” con el nazismo y el estalinismo, su condición de judío, su conversión al catolicismo, su nacionalización “incompleta” de Israel, disponiendo de los documentos oficiales pero sin poder llamarse judío ante sus conciudadanos por su “cambio” de religión, su contacto con gentes de todo tipo y condición, de creencias y visiones del mundo diversas-, lo convirtieron en la más genuina representación de la tolerancia, la misericordia, el amor al prójimo, la sencillez y la bondad frente a los dogmas, frente al poder y la fuerza y los totalitarismos de todo signo, defendiendo al débil, al desamparado, al que nada tiene, al que sufre -en un “radical” cumplimiento del mensaje cristiano más original y verdadero- por encima de razas, de credos, de ideologías, de iglesias, de reduccionistas “pertenencias”. El fragmento que os dejo como cierre a esta reseña recoge algunas de estas vertientes del pensamiento del monje. 

Y ese “dibujo” de Stein como personaje “a contracorriente”, protagonista directo de alguno de los más terribles momentos del siglo pasado, permite a la autora permear su texto de innumerables ideas y motivos de reflexión de índole, como se ha dicho, filosófica, moral, antropológica y, como es natural, religiosa o teológica. Entre otros, en un repaso a vuelapluma, el recurrente tema del mal, de su proliferación y su banalidad, asunto que siempre aflora al hablar del nazismo y su espejo, el estalinismo; la existencia o no de Dios (Por qué Dios, si existe, ha creado el mal, y si no existe, cuál es el sentido de la vida); la necesidad de la memoria, pues si decidimos borrar el pasado de nuestros recuerdos y protegemos la memoria de nuestros hijos de los horrores de esos años, estaremos faltando a nuestro deber para con el futuro; el problema de la identidad de los pueblos y la lacra del nacionalismo; la cuestión judía, en un debate que va desde el deseo que mueve al personaje de escribir una historia de Yiddishland, el sufriente pueblo judío diseminado entre Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Rusia, Letonia y Lituania, y el aborrecimiento de todo cuanto suponga un privilegiado “mirarse el ombligo”: ¡Odio la cuestión judía! (…) Es la cuestión más repugnante de la historia de nuestra civilización, preguntándose la autora si es que esa preocupación egocéntrica se debe a que Dios ha maltratado a los judíos más que a otros pueblos; las dificultades y contradicciones inherentes a la creación y el desarrollo del estado de Israel; las absurdas disputas de religión (tantas iglesias, tantos altares); o, en un elenco aportado por la propia autora, el valor de una vida reducida a barro bajo los pies; la libertad que parece necesitar muy poca gente; Dios, que cada vez está más ausente en nuestra vida; los esfuerzos por hacer emerger a Dios con palabras arcaicas, toda la basura eclesiástica y la vida encerrada en sí misma… 

Frente al carácter “intelectual” -podría decirse- de Daniel Stein, intérprete, una novela “de pensamiento”, lo que no excluye su notable potencialidad narrativa, Sóniechcka, mi segunda recomendación de esta tarde, sin carecer de estos atributos de reflexión y raciocinio, de análisis de ideas y exposición argumentativa, es, sin embargo, un libro más emotivo, más “sentimental”, presidido por la dulzura, la sensibilidad y una suerte de melancólico romanticismo. La novela, muy breve -escasas cien páginas-, nos cuenta la pequeña historia de una vida, la de una mujer normal, que atraviesa la existencia sin demasiado énfasis, sin momentos o acontecimientos notables, una vida común, como lo son, en último término, casi todas. Conocemos a Sonia Iósifova cuando es una niña grande, feúcha y desgarbada que, desde los siete a los veintisiete años, se refugia en la lectura de modo compulsivo para escapar de la negativa percepción de su propia insignificancia y de su correspondiente incapacidad para desenvolverse con soltura en el mundo. Sóniechcka no parece distinguir entre ficción y realidad, en una huida obstinada al reino de la fantasía donde todo lo que quedaba fuera perdía el sentido y la sustancia. El carácter sagrado que para ella tiene la escritura le permite sobrellevar las humillaciones que los otros adolescentes le infligen a causa de su “rareza”. Obtiene el título de bibliotecaria y empieza a trabajar en la biblioteca de Sverdlovsk (la actual Ekaterimburgo). Allí conocerá a un pintor, bastante mayor que ella, Robert Víktorovich, que ha paseado su condición de artista por la Europa bohemia y que acaba de liberarse de varios años de confinamiento en un campo de reclusión soviético. Y surgirá el improbable amor y se casarán y vivirán en Bashkiria y se instalarán luego en Moscú y tendrán una hijita, Tania, y la joven idealista amante de los libros se transformará en una pragmática ama de casa, y apenas será consciente de su felicidad, y pasarán los años, y Robert se enamorará de una chica joven, y Tania abandonará el hogar, y Robert ha muerto, y la vemos ahora ya vieja, por la noche, colocándose unas ligeras gafas suizas sobre su nariz en forma de pera (mientras) zambulle la cabeza en profundidades deliciosas, alamedas umbrías y aguas primaverales. Por fin, puede volver a los libros. 

Como puede verse, nada notable, nada especial, nada demasiado relevante, tan solo una vida. Pero una vida que se nos muestra con enorme sutileza, de un modo tenue y delicado, con meras pinceladas, con atención a los detalles, con lirismo y poesía, en un relato intenso, rebosando emoción y sensibilidad, también una dulce tristeza, que nos habla -entre guiños literarios y con un telón de fondo por el que transcurre la Rusia entera del siglo XX- de la familia, el amor, la infidelidad, la maternidad, la amistad, los sueños, el paso del tiempo, las esperanzas, las decepciones. Un libro altamente recomendable para adentrarse de una manera apacible y encantadora en la obra de Liudmila Ulítskaia. 

Os dejo ahora con Lomir Ale Eeynem, una pieza clásica del folklore judío, compuesta en 1911 por el lituano (de Vilna, precisamente) Mordkhe Rivesman. El tema, que se “canta” en Daniel Stein, intérprete, suena aquí en la voz de George Zvyagin, un cantante judío (de Ekaterimburgo, precisamente). 



¡Feliz cumpleaños, querido Alon! Has cumplido dieciséis y has realizado tu primer acto adulto yéndote de casa para irte a vivir con tu hermana. Tarde o temprano todo el mundo deja la casa de sus padres, pero tú lo has hecho de una forma un tanto particular, no porque te hayas casado y decidieras formar una familia ni porque fuera preciso por trabajo o estudios. Te has ido porque creías que tus padres no te entienden y porque no compartes la manera en que ellos ven el mundo. ¿En qué situación has puesto a tu hermana? Ella te quiere, por supuesto, te ha dado un lugar donde quedarte, pero se encuentra en una situación incómoda con respecto a tus padres. Parece como si ella te hubiera animado a hacerlo. 

¿Sabes una cosa? Tienes razón. Es difícil vivir con una familia que no te comprende. Pero el tema, querido Alon, es que es un proceso mutuo. Ellos no te comprenden a ti y tú no les comprendes a ellos. En nuestro mundo hay muchos problemas debido a la incomprensión. Por lo general, nadie entiende a nadie. Pero incluso diría que muy a menudo las personas no se entienden a sí mismas. ¿Podrías explicar, por ejemplo, por qué dijiste a tu madre que solo era capaz de entender a las gallinas de la granja? ¿Por qué dijiste a tu padre que tenía una comprensión mecánica de la vida, limitada a la estructura de los carburadores y las cajas de cambios? ¿Era necesario decir semejantes tonterías? Sí, Milka entiende a las gallinas. Sí, Milka sabe lo que necesitan. Cuando hubo una epidemia en el distrito murieron todas, ¡pero las suyas sobrevivieron! Durante siglos la gente creyó que solo la brujería podía proteger a los animales de estas epidemias, pero tu madre, gracias a su comprensión, salvó a cinco mil aves. El tipo de comprensión que tiene Milka es un don escaso. 

¿Y los carburadores y las cajas de cambios? Son mecanismos complejos y tu padre los conoce en profundidad. Incluso ha inventado gran cantidad de mecanismos pequeños, ¡todos esos dispositivos extraños que instala en sus tractores! Si fuera un comerciante y supiera venderlos, hace tiempo que sería rico. Tiene una mente aguda para las cuestiones técnicas y parece que tú piensas que carece de importancia. Con este entendimiento los humanos nos vinculamos con el mundo de las plantas y de los animales e incluso con el universo. ¡Es una comprensión de primer orden, no de segunda categoría! 

Para serte sincero, me has dado donde más me duele. Me he pasado la vida preguntándome por qué hay tanta falta de comprensión en el mundo, a todos los niveles. Los mayores no comprenden a los jóvenes, los jóvenes no comprenden a los mayores, los vecinos no se entienden entre sí, los profesores no comprenden a sus alumnos, los superiores no comprenden a sus subordinados, Estados no comprenden a sus pueblos o los pueblos a sus dirigentes. No hay comprensión entre clases. Fue Karl Marx quien se inventó la idea de que unas clases están destinadas a odiar a las otras. La realidad es que no se entienden. ¡Incluso las personas que hablan el mismo idioma! ¿Y cuándo hablan lenguas distintas? ¿Cómo puede un pueblo comprender a otro? La gente se odia por falta de comprensión. No te pondré ejemplos, me ponen enfermo y estoy cansado de ellos. 

El hombre no comprende la naturaleza. (Tu madre es una excepción… ¡Entiende a las gallinas!). El hombre no comprende el lenguaje con el que la naturaleza le está diciendo lo más claramente posible que está lastimando la Tierra, hiriéndola, y antes de que se dé cuenta ya la habrá destruido por completo. Y lo más importante, el hombre no comprende a Dios, no comprende lo que trata de inculcarle mediante los textos que todos conocemos, mediante los milagros, las revelaciones y los desastres naturales que periódicamente azotan a la humanidad. 

No sé por qué es así. Tal vez porque al hombre moderno no le importa tanto “comprender” como “conquistar”, “poseer”, “consumir”. Al fin y al cabo, la confusión de las lenguas se produjo cuando los hombres decidieron construir una torre hasta el cielo: a todas luces no habían comprendido que se habían obcecado en una empresa inútil, equivocada e imposible…



Liudmila Ulítskaia. Daniel Stein, intérprete

miércoles, 6 de marzo de 2019

KATE CHOPIN. EL DESPERTAR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, y con el inminente 8 de marzo en el horizonte, abrimos aquí una serie que se desarrollará durante cuatro emisiones, todas las del mes, dedicadas a festejar el día internacional de la mujer, con otras tantas sugerencias centradas en la literatura femenina. Libros escritos y protagonizados por mujeres que, en la mayor parte de los casos, dan cuenta de los sentimientos, las emociones, las preocupaciones y, en general, la condición de la mujer a través de diversos enfoques, de muy distinto propósito e intención, nacidos de geografías, épocas y planteamientos teóricos también muy heterogéneos. 

En el caso de esta tarde os aconsejo la lectura de una novela espléndida, de cuya publicación se cumplen este 2019 los ciento veinte años, un texto de finales del siglo XIX que, pese a lo crudo y hasta lo hostil de su recepción por parte de sus contemporáneos, ha llegado a nuestros días rezumando frescura y mostrando una vigencia, una actualidad y una pertinencia en sus propuestas que lo hacen extraordinariamente atractivo para el lector de hoy. Os hablo de El despertar, el título de la norteamericana Kate Chopin, que presentó el pasado año la editorial Mármara en su colección La balsa de piedra, con traducción de Esther García Llovet y un ilustrativo epílogo del poeta, profesor, crítico y también traductor Jorge Urrutia. 

El despertar ya había sido objeto de anteriores ediciones en nuestro país. Especialmente destacada es la de Cátedra de 2012, una versión presentada por Eulalia Piñero Gil, profesora de clara militancia feminista, que acompaña su traducción de un interesante estudio -marcado por su “adscripción ideológica”- sobre la autora, su tiempo y su obra. También merece la pena la publicada en 2011 por Alba Editorial, en un volumen titulado El despertar y otros relatos que incluye diecisiete cuentos más y cuenta con la solvente traducción de Olivia de Miguel que, a su vez, había ofrecido una primera versión del texto en 1986, en la editorial Hiperión. Podéis buscar en internet un más que curioso trabajo de la propia de Miguel -una traductora de reconocido prestigio- en el que se “disecciona”, con rigor y meticulosidad, cada una de sus dos distintas "recreaciones" del texto, con explicaciones acerca de las opciones elegidas para -con veinticinco años de diferencia entre ambas- trasladar al castellano el original de Kate Chopin, en un estudio que imagino debe constituir un auténtico deleite para quien se dedique profesionalmente a la traducción. 

La presente edición de Mármara, muy agradable como objeto, aparece en un acogedor y muy manejable formato de bolsillo que, casi minúsculo, hace honor, en efecto, a su nombre y puede llevarse en la americana o el abrigo y “esconderse” -casi- en el hueco de las manos. El encanto “exterior” no se corresponde, sin embargo, con la falta de pulcritud formal de la que adolece el texto, plagado de errores tipográficos cuando no directamente de faltas de ortografía. La ama de llaves (en una alternativa algo errática, pues en otros pasajes se dice, adecuadamente, el ama de llaves); ¿qué noche le biene mejor? (hasta el corrector de Word refunfuña cuando transcribo el salvaje barbarismo); dieron rienda suelta a un buen humor y alegría que no decayó en toda la noche (una concordancia incorrecta); cualquier comienzo, en especial los de un universo propio, son siempre imprecisos, confusos, caóticos, y extremadamente perturbadores (otro poco disculpable error de correspondencia); no le gustaba que el olor a humo y a vino permanecieran en la sala (de nuevo, un inexplicable fallo en la concordancia), cuando una noche Arobin la llamo (una tilde que se esfuma), son, entre otros muchos, algunos de los disparates que trufan el texto e incomodan su pleno disfrute. El recurrente descuido no es achacable en exclusiva, pienso, a la traductora, pues aflora también en el epílogo del profesor Urrutia: en una en el fondo jocosa errata allí se habla de una relación extramatrimonial que se hace púbica (lo cual, si se me permite el inciso sarcástico, es a lo mínimo a lo que debe aspirar una relación adúltera que se tenga por tal). 

Kate Chopin nació en 1850 en St. Louis, Missouri, aunque pasó una parte esencial de su vida en Louisiana, en concreto en Nueva Orleans. Esta condición de “sureña”, de miembro de una sociedad mestiza, se percibe en su novela, centrada en ese espacio algo híbrido -en razas y lenguas, en costumbres y valores- del territorio criollo del golfo de México. Formando parte -por nacimiento y por matrimonio- de los círculos más relevantes de la sociedad, sus ideas, siempre independientes y libérrimas, se alejaron del “tono” conservador, religioso y hasta puritano de su entorno, a cuyo moralismo pacato se opuso con rebeldía. Feminista adelantada a su tiempo, su negativa a aceptar el papel subsidiario de la mujer en una sociedad encorsetada por las convenciones sociales y sometida a unos rígidos esquemas morales que ahogan su individualidad la lleva a adoptar una postura vital que trasciende su existencia cotidiana (bastante convencional y mundana, aunque tras la muerte de su marido, con cinco hijos y solo treinta y cuatro años, se alejará del mundo recluyéndose en la lectura y la escritura) y que aflorará en El despertar, como luego veremos. 

La breve novela que ahora os traigo es la gran obra maestra de su, como se ha dicho, controvertida carrera literaria. Resumiendo hasta el esquema su trama argumental, el relato narra un año de la vida de Edna Pontellier, una joven mujer -solo veintinueve años- casada con un rico y algo anodino comerciante de Nueva Orleans, que un verano, en su estancia con su marido y sus dos hijos frente al mar de Grand Isle -un enclave de vacaciones que la propia Kate Chopin frecuentaba-, se enamorará de Robert, hijo de una amiga, madame Lebrun, y avezado y presumiblemente frívolo amante de mujeres casadas. La descripción de la pasión amorosa, de los encontrados sentimientos -ardor y culpa, anhelos y frustración- que durante un año -el círculo de la historia referida se cierra un verano después- atenazan a la joven, la exposición del encantamiento y las dudas que acompañan su “despertar” a una vida que se abre a la emoción sentimental, al deseo y la ilusión, rompiendo los aburridos límites de una cotidianidad insustancial, constituye uno de los dos ejes principales de un libro que tiene en el feminismo, en las, por así decirlo, “tesis” sobre el papel de la mujer, sobre su liberación frente a un rol conyugal y social, intelectual y sexual restrictivo, otro de sus núcleos esenciales. 

El despertar al que de modo explícito alude el título y que Edna experimentará es, pues, doble: el de las emociones y los sentimientos, el de la sexualidad y el deseo, por un lado; y el del pensamiento y la conciencia, el de la inteligencia y las ideas por otro, en una propuesta de mayor ambición y complejidad que los consabidos folletines románticos de la época, quizá más simples, más romos, que solían limitarse a la mera descripción del arrebato amoroso. 

La protagonista vive, desde esos primeros días de intensa sensibilidad estival, una suerte de descubrimiento y apertura a una realidad nueva que hasta entonces le resultaba desconocida y, por ello, le estaba negada. El texto recoge en numerosas ocasiones la mención a esta epifanía profana a través de metáforas inequívocas, distintas aunque compartiendo un campo semántico directa o indirectamente conectado con la “revelación”: una voz que surge en su interior y le habla de otra vida posible; una presencia que, casi literalmente, la despierta de un sueño de largos años sin sentido; la acuciante necesidad de que algo, no se sabe qué, ocurra, un suceso, algún hecho, una aparición, que rompa la insulsa monotonía de sus planos días conyugales. 

El elemento decisivo, el desencadenante que propicia esta revelación es, claro está, el amor, que de un modo inicialmente tímido y casi imperceptible, acaba por convertirse en una pasión romántica de irrefrenable potencia. Habituada casi desde jovencita a distintos enamoramientos apasionados -que nunca la habían hecho, sin embargo, perder su compostura- Edna se ve ahora, tras los años de gris matrimonio, envuelta en un marasmo de emociones, arrastrada por las pasiones como las olas lo hacían al encontrarse con su espléndido cuerpo, en una de las muchas referencias marinas del libro, al operar el mar, con su calidez y su peligro simultáneos, acogedor y amenazante a la vez, como metáfora de la locura de un amor que, ciego, atrae y atemoriza, seduce y amedrenta a la par. Un mar que por todo ello será, en un segundo plano no obvio, uno de los “personajes” esenciales de la novela. 

Cualquiera que haya experimentado en su vida -siquiera una vez- la impetuosa vivencia del impulso amoroso, sobre todo cuando este se produce en circunstancias difíciles o con obstáculos que entorpecen su libre desenvolvimiento (“barreras” materiales, distancia, oposición familiar, rechazo, prejuicios u hostiles convenciones sociales, diferencias de clase o de edad, relaciones adúlteras, etc.), identificará en El despertar los síntomas de ese dulce padecimiento, pues Edna los sufre todos, sin excepción, y Kate Chopin los describe con sutileza y precisión, con elegancia y belleza, tanto los más gratos, los que tienen que ver con la exaltación y el fervor, con el hechizo y el deleite, con el deseo y la plenitud que acompañan siempre a ese “torbellino” amoroso, como los menos amables, los que generan sufrimiento y dolor: las dudas, el miedo, la confusión, la culpa. Así, la protagonista pasará por las distintas fases de ambos “frentes emocionales”. En el primero de ellos, podemos observar su nerviosismo e inquietud al coincidir en público con el amado (aún no “reconocido” como tal); su difuso anhelo -ni siquiera formulado- ante la posibilidad de un nuevo encuentro; la añoranza y nostalgia en su ausencia; los episodios de una tenue obnubilación mental, con la imagen de Robert “colonizando” su cerebro cada minuto del día; su necesidad -con manifestaciones físicas de la adicción: ahogos y lágrimas- de su presencia constante; sus repentinos raptos de deseo; y tantos otros ejemplos -siempre expresados de un modo contenido y sutil, como corresponde a la época y la clase social del personaje- del ansia amorosa cuando esta se presenta en circunstancias que hacen complicada su realización. 

Igualmente, la vemos -en especial al inicio de la novela- desorientada y revuelta, desazonada y perpleja, consciente (aunque no acobardada por ello) de las graves consecuencias, matrimoniales, familiares, económicas y sociales, a las que la conduce su pasión: el miedo a perder la confortable placidez de una vida en el fondo lograda, el terror de lo prohibido, el vértigo del abismo, la culpabilidad ante un marido cariñoso y entregado, ante unos hijos de los que, sin embargo, la separa un cierto creciente desapego. Atracción y rechazo, deleite y pavor, inclinación y huida, ilusión y temor, disfrute y arrepentimiento pueblan, pues, el universo emocional de una protagonista que conmueve por cuanto nos reconocemos en su humanidad, en sus ambivalentes y a menudo contradictorios sentimientos. 

Pero esta ambivalencia en el fondo no es tal, pues más allá de su sorpresa y ofuscación iniciales, Edna comprende pronto cuáles son sus auténticas necesidades, cuáles sus convicciones más genuinas, cuál su voluntad esencial, y esas certezas, en tanto aluden al rechazo de las convenciones y la reivindicación de la propia individualidad, convierten El despertar en una novela de una vigencia y una actualidad palpitantes, en estos tiempos en los que la causa feminista copa las portadas de los periódicos impregnando la vida social entera. 

La protagonista vive el deslumbramiento amoroso como una especie de liberación, comienza a darse cuenta de que la sujeción a las pautas que la sociedad ha creado para ella -en realidad para ellas, las mujeres todas- es un pesado lastre que debe dejar atrás si quiere ser feliz. El “hechizo” del amor opera como un filtro que le desvelará la auténtica realidad de su entorno gris, el cual, gracias a la transformación que el deseo induce, se coloreará y avivará vislumbrando a través de él la posibilidad de una existencia plena, fecunda, alegre, lograda. Kate Chopin describe con verosimilitud ese tortuoso proceso de cambio, ese despertar a la conciencia de una protagonista que, arrebatada por la impetuosa energía de su pasión, cuestionará los principios y valores admitidos, prescritos y normalizados por la sociedad burguesa, en relación con el amor, el matrimonio y la familia, las relaciones conyugales, la fidelidad y el adulterio, la maternidad, la sexualidad y el deseo femeninos, y, en definitiva, con el papel que las mujeres deben desempeñar en el mundo. 

Así, avanzando más y más en su determinación con el transcurrir del tiempo, Edna empezará por experimentar en su interior una fortísima sensación de independencia, ahogada por los estrechos límites de su reducida existencia. Más adelante, cuestionará y rechazará -todavía en su fuero interno- los códigos -sociales, económicos, sentimentales, familiares, sexuales- que ha heredado y que marcan sus días. Por último, en este acelerado curso de aprendizaje vital, en este arduo parto a una nueva vida, acabará por hacer suyas, en la práctica, las decisiones fruto de la profunda reflexión suscitada por su turbulenta vivencia: Había tomado la firme decisión de no volver a pertenecer a otra persona jamás en la vida, leemos. 

La joven y convencional muchacha que encontramos al inicio de la novela, sumisa, sometida, plegada de modo inconsciente a los dictados que imponen los valores de su tiempo, se convertirá al término de la obra -para bien y para mal (y no puedo profundizar en un análisis que me llevaría a desvelar un elemento esencial de la trama)- en una mujer que adquiere la plena condición de individuo sin limitaciones; una mujer que gobierna su vida, que ya no necesita las opiniones o la estimación ajena, que dice lo que piensa sin miedos, sin frenos impuestos, que abandona el ridículo disfraz con el que hasta ese momento debía presentarse ante el mundo; una mujer que domina, que vuela alto, que no necesita de nadie, que es dueña de su propia conciencia, que lleva las riendas en su atribulado paso (cuáles no lo son) por la existencia, que acabará incluso por trasladarse a un domicilio particular, independiente, dejando atrás la casa conyugal (en busca de una “habitación propia”, la misma, desde un punto de vista abstracto y general, que la que reivindicará Virginia Woolf treinta años más tarde). Una mujer que, también en el terreno sexual, accede a su más radical emancipación: Yo ya no soy una posesión del señor Pontellier de la que pueda disponer a su antojo. Yo me entrego a quien yo decida

Desde su nueva posición, Edna se compadece de aquellas otras mujeres, sus amistades de apenas unos meses atrás, que todavía no han “despertado” -y quién sabe si lo harán alguna vez- ni, por tanto, conocido esa feliz metamorfosis que ella experimenta: Sintió lástima -pensará- por madame Ratignolle, conmiseración por una existencia gris que nunca iría más allá de la ciega conformidad, una vida en la que ningún momento de angustia perturbaría su alma, en la que nunca conocería el salvaje sabor del delirio

Pero su atrevimiento, su valiente apuesta tiene riesgos. Edna será feliz en su “liberada” condición recién adquirida, pero también sufrirá la incomprensión de su mundo, de su marido, de sus amistades, y conocerá el aislamiento social y la soledad. En consecuencia, su estado emocional oscilará entre extremos casi radicalmente opuestos: la alegría exacerbada y el desánimo con ribetes de depresión: Había días -reflexiona- en que era muy feliz sin saber por qué. Feliz de estar viva, de respirar (…). Otros días se sentía triste sin saber por qué, cuando no merecía la pena estar alegre o animada, viva o muerte, cuando la vida no le parecía más que un grotesco sinsentido y los seres humanos gusanos sin más objetivos que luchar inútilmente contra la aniquilación final

Del mismo modo, la propia Kate Chopin será objeto, en su vida real, de numerosas críticas descalificadoras por parte de quienes veían en El despertar un ataque a la tradición, a la moral, a los principios y valores establecidos. Tachada de transgresora, de subversiva -también de “feminista”, escandalosa y hasta obscena-, el libro fue retirado de las bibliotecas públicas y su autora proscrita en los círculos sociales que frecuentaba. La novela no sería reeditada hasta algunos años después de la muerte de Chopin, con una extraordinaria recepción. Sólo en los años setenta El despertar obtendría el reconocimiento que actualmente se le prodiga, considerándose desde entonces una de las grandes obras de la literatura norteamericana del XIX. 

Ya para terminar quiero llamar la atención sobre el estilo, una escritura que rezuma belleza literaria, sencillez y elegancia, expresividad, delicadeza y emoción, en una narración que consigue transmitirnos, con sutileza y sensibilidad, la ensoñación y el deleite que embriagan a la joven mujer, también su fortaleza y su convicción, su decisión y su fuerza. La presencia metafórica del mar, ya apuntada; las escenas en la playa, en las que es imposible no encontrar referencias -no explícitas, no pretendidas- a la pintura impresionista; la descripción del entorno, los balnearios, las flores, los actos sociales, los conciertos; la importancia de la música, que puntea las escenas más dramáticas, las más románticas y sensibles también, convierten la lectura del libro, más allá de la valoración que suscitan sus distintas propuestas “intelectuales” -psicológica, política, social-, una experiencia deliciosa. 

Mademoiselle Reisz, una anciana pianista, un personaje secundario pero muy relevante en El despertar, interpreta un Impromptu de Chopin en una escena fundamental del libro. Ante la imposibilidad de saber -el texto no lo menciona- cuál es de entre los cuatro compuestos por el músico polaco, os ofrezco ahora la pieza Fantasía Impromptu, Op. 66 como complemento musical a mi reseña, en la interpretación de Valentina Igoshina. 


—Si yo fuera joven y estuviera enamorada —dijo mademoiselle, girándose en el taburete y apretando sus manos sarmentosas entre las rodillas mientras miraba a Edna, que estaba sentada en el suelo leyendo la carta—, creo que tendría que ser de un hombre de un grand esprit; con ambiciones superiores y el talante para llevarlas a cabo, un hombre por encima de sus pares, lo bastante como para llamar la atención. Creo que si yo fuera joven y me enamorase, no sería de un hombre de un calibre inferior a la devoción que le dedicara. 

—Ahora es usted quien miente y pretende engañarme, mademoiselle, o es que nunca se enamoró y no sabe nada del amor. Si no, dígame —prosiguió Edna, agarrándose las rodillas y levantando los ojos, mirando la cara torcida- ¿por qué cree usted que una mujer sabe el motivo de amar? ¿Cree que escoge a quien ama? ¿Cree que se dice a sí misma: “¡Adelante! He aquí un distinguido caballero, un futuro presidente, voy a enamorarme de él”, o “voy a entregar mi corazón a este músico tan famoso que está en boca de todos”, o “voy a enamorarme de este financiero que controla el mercado mundial”? 

—Está usted tergiversando mis palabras, ma reine. ¿Está enamorada de Robert? 

—Sí —dijo Edna. Era la primera vez que lo admitía y su rostro se iluminó hasta el rubor. 

—¿Por qué? —preguntó su compañera—, ¿por qué lo ama si no debería? 

Edna se dejó resbalar hasta el suelo donde acabó de rodillas frente a mademoiselle Reisz, quien tomó su cara radiante entre sus manos. 

—¿Por qué? Porque su pelo es castaño y su frente despejada, porque abre y cierra los ojos, porque tiene dos labios y la barbilla cuadrada y un meñique que no puede enderezar porque se lo dobló jugando de niño, porque... 

—Porque sí, en resumen— rio mademoiselle—. ¿Qué piensas hacer cuando vuelva? -preguntó. 

—¿Hacer? Nada. Alegrarme y ser feliz por estar viva. 

Ya se encontraba feliz por estar viva con la sola idea de su retorno. El cielo húmedo y gris, tan deprimente hacía un rato, le parecía ahora vibrante, estimulante; mientras volvía a casa empapada de lluvia. 

Se detuvo en una confitería para encargar una gran caja de bombones para sus hijos, que estaban en Iberville. Les escribió una nota mandándoles miles de besos y todo su amor. 

Por la tarde, antes de cenar, escribió una encantadora carta a su marido en la que le comunicaba sus intenciones de mudarse temporalmente a la casita de la esquina, y su idea de dar una cena de despedida. Se lamentaba de que él no fuera a estar ahí para compartir el momento, ayudarla con el menú y entretener a los invitados. Su carta era de un entusiasmo contagioso.

  
Kate Chopin. El despertar