Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de noviembre de 2019

RICHARD STERN. LAS HIJAS DE OTROS HOMBRES

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo una novela de un autor norteamericano, Richard Stern, publicada por primera vez en su país de origen en 1973 y presentada en España en este 2019 por la siempre solvente editorial Siruela. Su título es Las hijas de otros hombres y ha visto la luz en nuestro idioma en la traducción de Laura Salas. 

Yo no conocía a Richard Stern antes de leer su libro, y sigo sin conocerlo -su personalidad en la vida “real”- más allá de la breve nota biográfica que proporciona su editorial: nacido en 1928 y muerto en 2013, impartió clases en la Universidad de Chicago durante más de cuarenta años y fue amigo de Borges, Beckett y Pound y admirado por John Cheever, Saul Bellow, Bernard Malamud, Joan Didion o Flannery O’Connor. Autor casi de culto, no demasiado divulgado, ni por tanto popular, en España, es sin embargo muy valorado por críticos y escritores que lo tienen como uno de los grandes nombres de la literatura estadounidense, siendo Las hijas de otros hombres reconocida como su gran obra maestra en su no muy larga producción que incluye novelas, cuentos y ensayos. 

El libro nos sitúa a finales de la década de los sesenta en el muy particular mundo de los intelectuales y profesores de la Universidad de Cambridge, Massachusetts. El doctor Robert Merriwether, médico fisiólogo, tiene cuarenta y dos años y está casado desde hace veinte con Sarah, que en su momento abandonó su prometedora carrera docente en la universidad para centrarse en sus cuatro hijos. Su vida, pese a una frialdad y un distanciamiento crecientes con su mujer, es relativamente idílica, desenvolviéndose en una apacible normalidad familiar y una fecunda y prestigiosa dedicación profesional como profesor e investigador universitario -especializado en la dipsología, el estudio de la sed-, desempeño que compatibiliza con un trabajo parcial en su consulta médica. En el verano de 1969, cuando su mujer y sus hijos están de vacaciones en Duck Isle, en Maine, la joven Cynthia Ryder, una estudiante veinteañera en el esplendor de su lozanía y belleza juveniles, llega a su consulta, se enamorará de él y lo hará ostensible y descaradamente partícipe de su sentimiento. Robert, pese a sus reticencias iniciales, acabará por entregarse a una pasión que lo arrastrará y removerá los aparentemente sólidos cimientos sobre los que se fundamenta su vida entera. 

Resumida así de modo somero una trama argumental nada excepcional y más bien consabida (el amor entre un adulto y una joven, entre profesor y alumna, el romance veraniego, el adulterio perturbador, la pasión que ilumina y destruye, que crea y que rompe y distorsiona, entre tantos otros lugares comunes que confluyen en una historia muchas veces recogida, con distintos matices, en la literatura y en el cine) hay que decir no obstante que lo sobresaliente en Las hijas de otros hombres es su desarrollo -la novela entera, pues-, que constituye una prodigiosa disección, desde todas sus perspectivas y en todas sus etapas, del enamoramiento, de la pasión, de la infidelidad, de la ruptura de una familia por causa de un romance adúltero. El libro es una excepcional descripción y un lúcido y exhaustivo análisis, detallado, riguroso y profundo, de las dudas, la culpa, las decepciones, la ilusión, el estremecimiento, la intensidad, la alegría, el desencanto, el arrepentimiento, el dolor y la felicidad -entre otras muchas emociones- que conlleva la pasión amorosa cuando brota irrefrenable rompiendo un matrimonio, una experiencia a la que casi nadie escapa -para bien y para mal- en la vida (y quizá exagero, extrapolando mis propias vivencias individuales). 

El magistral “bisturí” de Stern se adentra en el proceso entero de ese vendaval amoroso, permitiendo que el lector aprecie sus fases. En primer lugar, la normalidad de la plácida existencia previa de Merriwether, los muchos motivos de satisfacción que le proporciona su tranquila vida familiar, el altamente estimulante ambiente intelectual de Boston y su principal universidad, el confortable refugio que todo ello -familia y trabajo- ofrece frente a un mundo que afuera, convulso, cambia de modo acelerado. Más adelante, en una segunda instancia, los efectos de la impetuosa irrupción del amor, tanto los benéficos: la exaltación, la energía, la vitalidad, la fuerza, el desbordamiento, la desatada libertad, el frenesí, el deseo, la ternura, la exacerbación de los estímulos, la aventura; como los destructivos: la impaciencia, la ansiedad, el desorden, la neurosis, la montaña rusa emocional, las suspicacias, la incertidumbre, la desmedida exigencia. Luego -y los planos no siempre se suceden en el tiempo, sino que se imbrican y superponen, se mezclan y confunden- los problemas que ocasiona el arrebato enamorado cuando lleva consigo la disolución de una pareja, de una familia y de, en el fondo, varias vidas: los cambios, el sufrimiento infligido, los hijos desguarnecidos, la pérdida del hogar, el pasado borrado o arrumbado en los recuerdos, la devastación del “lugar en el mundo” que hasta entonces se ocupaba. Y todo ello presentado con un telón de fondo también dibujado con precisión, un escenario “sociológico”, el de la “década prodigiosa”, los años sesenta del pasado siglo, que no solo “ambientan” la trama, sino que forman parte de ella, en un continuo que une la peripecia íntima de los protagonistas con la dimensión social y pública de la que, en cierto modo, sus vivencias personales son consecuencia. Quiero comentar brevemente cada uno de estos notables frentes de la novela. 

La aburrida normalidad de Merriwether -que se esboza de modo magistral con unos pocos apuntes en las páginas iniciales- es, sin embargo, fecunda y objeto de la admiración de sus amigos y colegas. Emblema vivo de la culta intelectualidad universitaria norteamericana (en el libro hay citas o menciones a Maquiavelo, Shakeaspeare, John Locke, Balzac, Maine de Biran, Rémy de Gourmont y Stendhal, T. S Elliot, Freud, Dante, Montaigne, Emerson y Thoreau, Vermeer, Gershwin, Cole Porter, Safo, Muriel Spark, Josef Von Sternberg, Robert Lowell, William James, Virgilio, Homero, H. G. Wells, Goethe, Matisse, Renoir, Manet, Monet, Maupassant, Chaplin, Jane Austen, Kate Millet, Germaine Greer, Gloria Steinem, John Galsworthy, Colette, Bach, Schubert, Dickens, Saikaku, Madame de Lafayette, Mérimée, Aubrey Beardsley, Virginia Woolf, Henry James, la Biblia, el Bhagavad-Gita, en una enumeración desordenada; los personajes “leen” Macbeth, Cimbelino, Cuento de invierno, Las afinidades electivas, La plenitud de la señorita Brodie o Lolita, entre otros; y hay disquisiciones sobre la etimología del nombre Cynthia, sobre los comerciantes griegos del siglo V, sobre las escrituras sagradas orientales, sin contar las muchas reflexiones de carácter científico), profesor hasta la médula, con una personalidad segura que rezuma sabiduría y que transmite conocimiento (no dejaba de instruir, de señalar, de «aclarar»), la investigación es el centro de su vida, en concreto los estudios sobre la sed, un patrón vital primigenio, metáfora en cierto modo de la vida que, así, no sería otra cosa que una sed gigante en sí misma (y esta afirmación, que leemos apenas abierto el libro, nos pone en antecedentes, de modo sutil y elegante, sobre lo que vamos a encontrarnos en él: el amor, una sed gigante). Sin embargo, su feliz dedicación profesional empieza a registrar ciertas grietas: la férrea disciplina y las costumbres que lo “articulan” se tambalean (Las costumbres te conducen a lo largo de la vida, no a su núcleo), los nuevos proyectos -ha publicado más de cien artículos en su exitosa carrera- ya no lo fascinan, y, en definitiva, deja de tener los cinco sentidos puestos en su investigación

Otro tanto ocurre en el ámbito familiar. En una “escena” inicial que parece sacada de una ilustración, entrañable y también algo empalagosa, de Norman Rockwell, y que os dejo como cierre a esta reseña (el texto y no la imagen, obviamente), Stern perfila la felicidad del núcleo familiar de los Merriwether en el agradable y tradicional Boston universitario: la casa señorial, con noventa años a sus espaldas, bien situada, el pequeño jardín, el salón caldeado por el fuego de la chimenea, los buenos muebles desgastados por el uso frecuente, los retratos de las paredes, la acogedora decoración transmitiendo la seguridad acomodada del orden burgués, la confortable atmósfera de recogimiento e introspección propia de un entorno cultivado, intelectual, los poderosos lazos afectivos uniendo al grupo, y en ese escenario idílico, los personajes: Albie, el hijo mayor, leyendo a Maquiavelo; la guapa Priscilla interesada en unos folletos de la NASA -quiere ser astronauta-; la adolescente Esmé, una belleza en potencia, soñadora aún, abismada en las páginas de Glamour; el pequeño George que, precoz, corrige el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether; y también Sarah, la esposa, en segundo plano, ocupándose de los hijos y de la casa, de sostener -ahora, tras veinte años de matrimonio, ya a regañadientes- esa estabilidad, dejando de lado su profesión, interesándose durante dos décadas por las investigaciones de su marido, por sus logros, por los cotilleos del departamento, y también haciendo la cena y la limpieza, y la colada, mientras los niños crecían y se iban, y alimentando de un modo casi imperceptible un resquemor, un hastío y, con posterioridad -cuando la infidelidad de Robert aflore- un odio hacia todo ese ficticio equilibrio que empieza a creer construido sobre una injusticia. 

Pero, en apariencia -y más allá del educado rechazo de su mujer, que se traduce, entre otros “síntomas”, en la larga ausencia de relaciones sexuales-, Merriwether ha encontrado en ese entorno una muy conveniente estabilidad, disfruta allí de una seguridad ancestral. Bebe un buen vino, se relaja releyendo un Shakespeare menor y olvidado, se adormece con el calorcillo de la chimenea, se deja llevar por la serena calma del hogar. La simplicidad de sus cómodas rutinas constituye una defensa frente a un mundo que, más allá del amparo de sus protectoras cuatro paredes, avanza y cambia a velocidad de vértigo, con la libertad en las formas, el hippismo, las nuevas costumbres, las modas atrevidas, la liberación femenina (Cynthia llegará a su consulta buscando una receta para la píldora anticonceptiva), las protestas juveniles en las calles, el rechazo a la guerra del Vietnam, la exaltación narcisista de la propia personalidad como emblemas de una época que será germinal: «¿De qué va todo esto?», se asombraba el doctor Merriwether mientras caminaba absorto hacia la clase, el laboratorio, su casa o el centro de salud de Holyoke. ¿Por qué esta desesperada necesidad de parecer especial? ¿Es tan difícil ya ser uno más? ¿Por qué tanto ruido? ¿Por qué exigíamos tantísimo de los demás? ¿Era porque había tanta expresión en el mundo que uno se veía obligado a ir más allá, y aún más allá, para poder pensar siquiera en sí mismo como persona? Parapetado en su “refugio”, al abrigo de las convulsiones que se están produciendo en las costumbres sociales, contempla perplejo y aturdido la libertad reinante: El pobre Merriwether no era capaz ni de mencionar una necesidad tan simple, tan fisiológica; se limitaba a apretar los labios mientras contemplaba las piernas desnudas de las muchachas en las librerías, los pechos bamboleantes, las barrigas al aire, y luego se iba a casa a desentrañar el significado de todo aquello. Su casa, su armadura, el ámbito “higiénico” donde la realidad no daña, su defensiva trinchera frente a la transformación de la sociedad, su hospitalaria “cajita”: El domingo fue difícil para Merriwether. Al día siguiente volvería a su propio rectángulo: casa-clase-laboratorio-club. La vida en cajitas. Aunque no vacías. Cajitas que contenían a sus hijos, su casa, sus libros, su trabajo, y, como los premios de los cereales, cenas, chistes, músicas, películas

Una vida buena, equilibrada, afortunada. Una vida buena, equilibrada y afortunada, pero que, últimamente, tampoco le deja conforme, ni llega a sentirse colmado con ese bienestar superficial: El salón, los chisporroteos del fuego, los minúsculos tintineos y repiqueteos que llegan de la cocina al preparar la cena, y la belleza y seriedad momentánea de sus hijos diluyen la ansiedad que lleva meses atenazándolo. La satisfacción, la ¿felicidad?, descritas con maestría en esos leves pero muy atinados y reveladores esbozos del capítulo introductorio del libro, se vienen abajo con la aparición de Cynthia Ryder, una joven por la que está casi dispuesto a abandonar los miles de fórmulas que componen este hermoso momento humano. Y la descripción de ese abandono, incluido ese “casi” tan significativo, constituye el segundo extraordinario eje de interés de la novela. 

El precio de su bienestar hasta entonces ha sido su insensibilidad, una suerte de narcótica indiferencia ante los sentimientos (A sus cuarenta y dos años, era emocionalmente un feto. —Ya es hora de que sienta algo más que hambre a la hora de cenar. No es que no hubiese sentido ternura, tristeza, pasión, amor, incluso desesperación, pero si le hubiesen preguntado si había experimentado los sentimientos de la gente sobre la que había leído, oído hablar o visto en los noticiarios de la guerra, habría respondido: «Por supuesto que no») que se quiebra de repente con la sacudida del amor. El amor, una fuerza que lo desestabilizaba todo, el formidable impulso natural común a los animales, los estímulos que ponen al rojo vivo el transmisor genético, la hiperestesia, la sensibilidad a flor de piel, el irrefrenable deseo, el desbordamiento emocional, el “hambre” de vida, se describe en toda su tentadora atracción, que alcanza su punto culminante en el episodio que constituye la segunda parte del libro, en la que los amantes, refugiados en el palpitante verano -un verano que opera como metáfora inequívoca de la vida brotando imparable- de Niza, a donde Robert se ha desplazado por razones de trabajo, vivirán la rebosante riqueza de esa existencia libre a la que siempre aspira la experiencia romántica: el sol ardiente, la naturaleza exultante, las noches estrelladas, la ausencia de obligaciones, de responsabilidad, de culpa, el eterno presente, el tiempo suspendido, inexistente, el éxtasis amoroso, la plenitud de los cuerpos, el arrebato sensorial, el sexo inocente y colmado, la comida sencilla y primordial, el frescor del vino, la embriaguez perfumada de las flores, el suave acompañamiento musical de los insectos en sus cortejos… la ansiada felicidad (de la que se contagia, algo envidioso, el lector, ese lector identificado con el protagonista, y por tanto emocionalmente alterado y transportado por la novela a ese paradisíaco escenario de gozo intenso). 

Y sin embargo, en el seno de esa alegría casi edénica, Merriwether experimenta también la faceta sombría de esa venturosa pulsión abrumadora que nos deslumbra y -también- “entontece”: la ansiedad por la ausencia, la impaciencia antes de cada nuevo encuentro, el miedo a la pérdida, la zozobra por la abismal diferencia de edad, la incompatibilidad de caracteres, de intereses, de motivaciones, de experiencias, de valores incluso, la terca racionalidad dictando su ley: es imposible, no puede progresar, no conduce a nada, las aceleraciones y deceleraciones de una sentimentalidad exacerbada, el insoportable desorden vital al que la pasión conduce, la neurótica adicción, la dependencia enfermiza. Todo ello cae también bajo la implacable mirada de un autor que no deja de escudriñar con minuciosidad de entomólogo en cuanta faceta aparece de la vivencia amorosa, romántica, erótica… 

Y luego -tercer ámbito del libro- está la singularidad del amor cuando viene para romper la estabilidad matrimonial. Aquí Stern vuelve a ser ejemplar en su exhaustiva profundización en las inquietudes, las dudas, los miedos y las culpas de su protagonista, impulsado hacia adelante por la frenética potencia de su pasión y a la vez renuente a abandonar un pasado, pese a todo, rico y productivo. Así, en la novela comparecen el vértigo por la previsible desaparición de todo lo conocido (Aquella habitación se venía abajo, todo se venía abajo); la angustia por la pérdida (Se sintió como si estuviese viendo un accidente por el retrovisor; la vida de ambos quedaba allí detrás, aplastada); el terror por la aniquilación de los cimientos sobre los que se fundamenta una existencia construida durante décadas (En su mente, visiones de una vida arruinada, sin niños, sin casa, sin dinero. Despojado de todo); el dolor por el daño causado a los hijos (Merriwether miró la pequeña habitación, las paredes empapeladas con las figuras alargadas de dibujos animados del Yellow Submarine y con pósteres de jugadores de fútbol americano. El banco de herramientas, los juegos, los libros. George. ¿Es que había algo en el mundo que mereciese causarle pena a una persona tan querida?); la culpa ante la conciencia del desequilibrio y la injusticia de su matrimonio con Sarah (magistrales las páginas en que ésta da rienda suelta a su insatisfacción de décadas y esgrime, con odio pero en sordina, su largo memorial de agravios); la añoranza de su felicidad retrospectiva y quizá ficticia, inventada en el recuerdo (Aun ahora, el doctor Merriwether podía ver que había echado por la borda a la mujer decente, honrada y de buen humor con la que se había casado; una mujer que no se quejaba nunca, jamás, que nunca pedía nada; y que además contaba con una virtud excepcional. Él había adorado su decencia, su aspecto, sus dones, los poemas franceses que se retorcían en su boca. Había conformado un espacio literario para él; nunca había disfrutado tanto los poemas como cuando ella se los leía en voz alta. Ni la música. Sin ser una virtuosa, tocaba con gusto y sensibilidad. Mientras él estaba arriba, marcando sus revistas, algo que ella tocaba abajo le rompía el corazón con su belleza), la nostalgia de una vida a dos, regida por el plural marital; la desconcertada perplejidad ante el torbellino emocional y vital que lo zarandea (Pero ¿qué fuerzas eran las que hacían que el amor creciese y muriese?); la turbadora e inexplicable conmoción que produce lo acelerado del cambio (A las doce menos diez era un profesor comedido de mediana edad suavizado por la vida estadounidense y la flor y nata de Harvard que se inclinaba para coger el correo, y a las doce menos cinco era de nuevo el burgués clandestino, apasionado por una muchacha un año mayor que su hijo, poetizado, transfigurado, destinado a desordenar lo que hasta aquel momento había regido su ordenada vida, un viejo verde grotesco, un personaje típico de historia); las dudas ante la irreconciliable contradicción entre su universo de hormiga productiva, habituado a la edificación de refugios protectores, y el “cigarrismo” de su joven amante, que disfruta la vida sin freno, sin futuro (Hormigu-ismo. La fourmi, que no deja de aprovisionar para los inviernos perpetuos. Yo esperaba convertirte al cigalisme, es decir, al cigarrismo. Lema: ahora es invierno. Pasémoslo en grande, y no detrás de las sombras. Acéptate); la lacerante sospecha de que la vorágine pasional está llamada naturalmente a una extinción que conduce al vacío por agotamiento o, si las cosas funcionan, al levantamiento de una nueva estabilidad, que a su vez será asediada por un nuevo ciclón amoroso, romántico o sexual, y así una y otra vez, hasta llegar a la indiferencia -¿la serenidad?- final (Nunca será capaz de satisfacer a nadie; nadie podrá satisfacerlo nunca. El prurito es innato en la carne humana. Cynthia y él no se pondrán nunca de acuerdo en cómo complacerse el uno al otro, Sarah y él duraron tanto a causa del propio silencio que acabó por separarlos); la desasosegante convicción de que la vida, cualquier vida, está condenada -por imperativo biológico- a ser una sucesión continuada de estos procesos convulsos: el crecimiento, la muerte, la construcción, la descomposición, el amor, la pérdida, la infancia, los recuerdos, la transmisión, la evolución, la hermosa y triste historia del ser humano. 

Excelente novela, pues, Las hijas de otros hombres, de Richard Stern. No dejéis de leerla. Como ilustración musical de mi comentario os dejo con Get Togheter, un himno de los Youngbloods, un grupo que suena en una escena significativa del libro.

En aquel cálido salón, plateado y lleno de rincones, padres e hijos habían formado una media luna irregular alrededor del fuego. Albie, el mayor, que ha vuelto a casa desde Williams, está estirado en un sofá leyendo los Discursos de Maquiavelo. Es corpulento y desgarbado; su rostro es anguloso, con ojos suaves, miopes y de un marrón profundo. En política es conservador —se opone con serenidad a todas las tendencias apreciables—, y sus modales destacan por una oblicua ironía. Priscilla le dice que parece moderno pero apesta a medieval. Priscilla se halla a menos de un metro del enrejado de la chimenea. Lleva un chaleco de ante verde y unos pantalones que forman anchas campanas alrededor de sus pies desnudos. Las llamas levantan virutas doradas en su largo cabello castaño y chispas doradas en sus ojos verdes. Está leyendo unos folletos sobre fatiga de materiales que le ha enviado la NASA. Ha pasado años manteniendo correspondencia con ellos porque pensaba hacerse astronauta, ha estudiado los ejercicios, las matemáticas y la ingeniería que le indicaban sus especialistas en educación, y, aunque últimamente es la poesía lo que ocupa la mayor parte de su tiempo, tiene la cabeza todavía en órbita. 

Junto al retrato del abuelo Tipton está sentada Esmé. A punto de alcanzar una belleza mayor que la de Priscilla, es una tabla alta que termina en botas de presentador de circo. Por los botones desabrochados del escote de una basta camisa azul se distingue un pequeño sujetador. Es más rubia que Priscilla y tiene los rasgos más definidos que ella; también es más soñadora, y está leyendo la revista Glamour. 

El pequeño, George, tiene un flequillo que le llega hasta las cejas, los ojos azules de su padre y la complexión robusta de su madre. Lápiz en mano, está corrigiendo el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether que ya ha dedicado un libro «a mi meticuloso crítico, G. M.». 

 

Richard Stern. Las hijas de otros hombres

miércoles, 20 de noviembre de 2019

ROBERT SEETHALER. TODA UNA VIDA

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura, elegida siempre con criterios de calidad y confiando en que pueda interesaros. En el caso de hoy os traigo un libro espléndido que viene avalado por algunos reconocimientos literarios (finalista del Man Booker en 2017) y el apoyo de millones de lectores en todo el mundo desde su publicación originaria en 2014. Se trata de Toda una vida, su autor es el austríaco Robert Seethaler, y en nuestro país vio la luz el pasado 2017 en la traducción del alemán de Ana Guelbenzu. Aprovecho para recomendaros también El vendedor de tabaco, un libro anterior del mismo autor, publicado en España el pasado 2018, también en Salamandra y también con Ana Guelbenzu como traductora. Ambientado en la Viena de finales de los años 30, con la anexión de Austria por las tropas del Tercer Reich como telón de fondo, la novela, muy tierna y emotiva, conmovedora y algo triste, sigue al joven Franz Huchel en su paso de la adolescencia a la edad adulta, en los días en que, llegado a la capital desde su pueblo, entrará a trabajar en un estanco, dejando atrás a su madre y sus días de infancia y abriéndose a las intensas aunque desoladoras experiencias del primer amor, del sexo incipiente y, sobre todo, del dolor y de la pérdida, del sufrimiento y de la muerte, ejemplificadas en las primeras manifestaciones de la persecución nazi a los judíos. En uno de los aspectos más singulares del libro, Franz se hará amigo de un anciano Sigmund Freud, en el que buscará inútilmente la respuesta a los grandes interrogantes vitales que empiezan a salir a su encuentro en su perpleja y forzada iniciación a la madurez. Una novela bellísima (que ha sido trasladada al cine en 2018, en una película del mismo título dirigida por Nikolaus Leytner y que ayer mismo podía verse en el ciclo de cine en versión original que organiza, un años más, nuestros cines Van Dyck), como lo es también esta Toda una vida que ahora os presento.

La historia que nos narra Toda una vida se corresponde con lo muy descriptivo de su título. Seethaler nos cuenta en apenas ciento treinta páginas, con prosa aparentemente sencilla, de modo muy austero y despojado aunque rezumando sensibilidad, la vida entera de su protagonista, desde que nace muy a finales del siglo XIX hasta su muerte casi ochenta años después. Con una estructura en cierto modo circular que mantiene, en lo principal, un desarrollo cronológico lineal pero con abundantes elipsis e incorporando numerosas vueltas atrás y adelante en el tiempo, su relato nos permite conocer los principales “acontecimientos” de una vida corriente, del paso por la existencia de un hombre común y sin especial relevancia como, casi sin excepción, en última instancia lo somos todos. Ese hecho, el reflejar en la peripecia vital de su protagonista lo esencial de la condición humana, más allá de las circunstancias concretas que a cada uno nos haya tocado vivir, es una de las muchas cualidades de una novela por muchos otros motivos extraordinaria.

Andreas Egger nace en 1898. Siendo apenas un chiquillo, un día del verano de 1902 lo bajaron del carro de caballos que lo había llevado al pueblo desde una ciudad al otro lado de las montañas. Egger pasará prácticamente toda su vida en ese pueblo, una aldea perdida en los Alpes, sin más horizonte que las enormes montañas cubiertas de nieve la mayor parte del año. El pequeño Andreas vivirá en la casa del granjero Kranzstocker, que con su severa -casi fanática- concepción religiosa del mundo se ha visto “obligado” a acogerlo en tanto hijo de una de sus cuñadas, fallecida como consecuencia de lo que para su estricta visión del mundo fue una vida “disipada”. Destinado desde muy niño a las ingratas -y a esas edades, brutales- tareas del campo, uncido a un yugo para bueyes, con la vista permanentemente clavada en el suelo, trabajará para el granjero entre palizas constantes que corrigen el menor error, propinadas con una dura vara de madera de avellano. Uno de esos salvajes castigos le provocará una cojera que le acompañará toda su vida.

Desde esos recuerdos iniciales, y tras pocos años de colegio, su juventud y su vida adulta se desarrollan en ese desolado, gélido y sin embargo bellísimo entorno. Familiarizado con sus cumbres y sus valles, trabajará en la construcción de los numerosos teleféricos que la Compañía Bittermann e Hijos instalará en la región, talará árboles y ayudará a levantar enormes pilares de acero, cavará fosas y perforará las rocas para la instalación de explosivos, casi siempre solitario en riscos a miles de metros de altitud. Se enamorará de Marie y será correspondido. A finales de 1942 será llamado a filas, tras haberse presentado voluntario y descartado por su minusvalía cuatro años antes. Destinado al frente oriental del ejército nazi, pasará ocho años en Rusia, la mayor parte de ellos recluido en un campamento soviético de prisioneros de guerra en Voroshilovgrado, al norte del mar Negro. Volverá al pueblo y tras la quiebra de la Compañía e imposibilitado, pues, de reincorporarse a sus tareas habituales en ella, se reconvertirá en guía de turismo para acompañar por la zona a las multitudes de visitantes que el progreso ha llevado a la región. Debiendo abandonar incluso, a causa de los estragos de la edad, esa labor de orientación a excursionistas, morirá en su pueblo, en el mísero caserón al que se había retirado en soledad en los últimos años de su vida.

Sin entrar en más detalles que desvelarían aspectos relevantes de la “trama” -si podemos llamarla así- de la novela y que deben conocerse, creo, a medida que se avance en su lectura, así puede sintetizarse la ordinaria y hasta cierto punto anodina existencia de nuestro protagonista, un resumen que la voz en tercera persona que oímos en el libro proporciona también, casi a su término, de un modo poético y muy bello que no me resisto a transcribir a pesar de la extensión de la cita: Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y no había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía a dónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro. Toda una vida, simple y sin una significación especial, como se ve, condensada con emoción y belleza en veinte escasas líneas.

Pero, como sucede muy a menudo en las grandes novelas y tantas veces se ha repetido aquí, la breve descripción de un argumento no permite trasladar ni una pálida muestra de lo que la obra encierra. Quiero resaltar ahora, de modo sucinto, algunos de los temas más importantes que desde mi punto de vista afloran en el libro y que lo hacen muy estimable y altamente interesante. En primer lugar, Toda una vida es una reivindicación de la naturaleza (aunque el propio autor niega esa condición “combativa”, al afirmar en distintas entrevistas que he podido leerle que no sostiene ninguna tesis y sólo expone hechos, sólo cuenta una historia para que el lector, si quiere, saque conclusiones), una naturaleza que se nos muestra en su doble consideración, como acogedor refugio y como oscura amenaza. Los parajes alpinos que constituyen el escenario por el que transcurre la biografía de Andreas son una presencia primordial, intensa y sobrecogedora, representando una suerte de pureza original que conecta con lo más auténtico y genuino del ser humano. La inmensidad de los valles, las cumbres nevadas, las verticales paredes de roca helada, la aridez de la tierra, el suelo endurecido por el hielo, los riachuelos congelados, la nieve incesante y espesa, y el frío atroz que definen el rudo panorama invernal; los primeros balbuceantes y quizá sólo intuidos brotes de vida bajo el hielo, los picos de las crías de golondrina asomando en sus nidos bajos los canalones de los aleros, la nieve derritiéndose en primavera; y poco después, en verano, el aire cristalino, el cielo azulísimo o estrellado, el sol refulgente y cálido, los henales mullidos, los prados roturados, los frondosos bosques, las flores explotando entre los tocones de los árboles talados o arrancados por los aludes, la calidad del aire, transparente y límpido, terso y sin mancha, en definitiva, toda esa naturaleza, extrema y áspera, simultáneamente inclemente y benéfica, puntea las vivencias de Andreas y alcanza la dimensión de personaje sustancial en la novela encerrando -transmitiendo- una verdad elemental e irrefutable.

En ese contexto de primaria y terrible y atrayente inocencia del paisaje -y casi, podría decirse, del cosmos- asoma la colosal figura de Andreas Egger, con su austeridad, con su silencio, con su soledad, con su sencillez, con su lentitud, con su aceptación -conformista o estoica- de lo que la vida -la dura vida- le depara, con su nobleza, también con su perplejidad, con su desconcierto, con su melancolía, con su -infrecuente- iracundia. Andreas pasa por el mundo humildemente, sin exigencias, sin reclamar nada a nadie. Las desgracias, las calamidades, los motivos para la queja, para el desánimo o la protesta, para el descontento o la desesperación, se multiplican: la infancia sufriente, su discapacidad, la precariedad de sus hábitos cotidianos, la insoportable “aventura” rusa, la inconcebible pérdida del amor, lo limitado de sus horizontes, lo restringido de sus experiencias, son vividos por él con una aquiescencia, una conformidad, una imperturbabilidad propia del santo Job (alusión que he visto reflejada en alguna crítica al libro). Su actitud resignada ante los golpes de la vida encierra tanto una sabiduría primitiva y noble que le lleva a reconocer la insignificancia del hombre ante los implacables designios del destino (había tenido un amor y lo había perdido, resume, sin más énfasis ni especiales preocupación o lamento) como una suerte de conformismo ignorante, una renuncia acrítica a cuestionar su lugar en el mundo, una dejación en la que encajaría el hecho de su postulación como voluntario para integrar el ejército de la Wehrmacht en la segunda guerra mundial, ajeno a lo que sucede en su país, ajeno a las consecuencias de sus actos, ajeno, pues, a ese mundo que no entiende.

Otro tanto ocurre (¿profundo conocimiento atávico o negligente inconsciencia?) en relación con su trabajo desbrozando el monte para allanar el camino a los teleféricos y con ellos a las grandes empresas encargadas de su construcción y también, en consecuencia, a las hordas de turistas y visitantes que invadirán y desnaturalizarán el privilegiado entorno cambiando la apariencia del valle. Aceptando sin rechistar las órdenes de los responsables de la Compañía, y sin vislumbrar las consecuencias de su entrega incondicional, llega a concebirse, incluso, como partícipe de un proyecto mayor, de esa máquina gigantesca que llamaban progreso: Una extraña sensación de plenitud y orgullo henchía su corazón. Se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades (incluida su imaginación) y que, a su entender, llevaría el progreso no sólo al valle, sino en cierto modo a la humanidad entera.

Esa inocencia primaria aflora en muchas otras ocasiones de su vida, pudiendo “leerse” como insondable sensatez casi ancestral, como hondo conocimiento de la existencia, como voluntad consciente de recluirse en unos hábitos y un modo de vida genuino y puro o como meros desconcierto y perplejidad ante lo absurdo de un universo que sus limitadas vivencias no le permiten comprender. En general el tiempo lo desconcertaba, dice. El pasado serpenteaba en todas direcciones, y en la memoria las historias se sucedían desordenadas y formaban imágenes y se compensaban siempre renovadas de un modo peculiar. Andreas no puede entender lo poco que entrevé de ese mundo que le resulta ancho y ajeno, como le ocurre con la literatura (escucha la historia que le lee Marie, entresacada de un cuaderno de lectura -único “libro” de su vida- que había encontrado en la taberna en que aquella trabajaba, con una mezcla de repugnancia y fascinación) o el cine (la aparición de Grace Kelly en el televisor de la posada lo hace temblar de emoción: Egger se estremeció al pensar que esa melena y ese cuello no fueran una invención, sino que en algún lugar de este mundo tal vez había alguien que lo había rozado con los dedos o quizá incluso lo había acariciado con la mano entera). En general, los cambios en las formas de vida lo confunden y ofuscan -como a todos los ancianos, de ahí ese valor universal del libro al que ya me he referido, más allá de la peripecia concreta de su protagonista- (Llevaba tanto tiempo en este mundo que lo había visto transformarse, y cada año parecía moverse más deprisa; se sentía como un vestigio de una época perdida tiempo atrás, una hierba espinosa que se estiraba desesperadamente hacia el sol) y, en particular, lo solivianta la arrogancia de los turistas -lo irritaban esas gentes- que pretenden explicar al tosco e ignorante guía cómo funciona el mundo tras pisar la montaña por primera vez en sus excursiones de fin de semana, sin saber que son ellos los perdidos: Por lo visto, las personas buscaban en la montaña algo que creían haber perdido mucho tiempo antes. Nunca averiguaba de qué se trataba exactamente, pero con los años cada vez estaba más convencido de que en fondo los turistas no caminaban tras él, sino en pos de un anhelo desconocido e insaciable. El libro admite así otra lectura como metáfora del conflicto entre naturaleza y cultura, entre una suerte de utopía adanista y el inexorable y destructor progreso (aunque la primera, en su descarnada elementalidad, puede encerrar mucha barbarie y el segundo, muchas veces, puede ser -es- fecundo y creativo y emancipador y vital).

Pero, más allá de sus contradicciones o de las dudas que pueda suscitarnos su proceder -nos parezca sereno y lúcido o tibio e indiferente-, es la personalidad de Andreas, en lo que tiene de genuinamente elemental -usado el término sin sus posibles connotaciones negativas- lo que más atrae al lector de Toda una vida, dando pie a la dimensión de la novela que deja una huella más profunda en él. Así, resultan muy sugestivos su soledad; su reclusión casi (A veces se sentía solo ahí arriba, pero no consideraba su soledad un defecto. No tenía a nadie, pero tenía todo lo que necesitaba y con eso le bastaba); su consiguiente silencio -horas, días, años sin apenas hablar con nadie-, acorde con el de la inmensidad que le rodea (Como no tenía con quien hablar, conversaba solo o con los objetos que lo rodeaban) y con un temperamento sosegado y discreto (Quien abre la boca, cierra las orejas, comenta, pues prefiere escuchar a hablar); la morosidad con la que encara sus acciones; la lentitud (Pensaba despacio, hablaba despacio, caminaba despacio, pero cada pensamiento, cada palabra y cada paso dejaban un rastro justo donde, a su juicio, debían dejarlo); y en definitiva, la sencillez de su existencia, que nos enseña que cualquier vida es plena, que no es necesaria la banal y consumista acumulación de grandes acontecimientos, ni las experiencias insólitas o las vivencias inusitadas, ni los viajes, ni los libros, ni los miles de contactos, ni el acopio de posesiones, ni la aceleración o las prisas, ni las novedades o el ansia de aventuras, que para todos el proceso vital es idéntico -se nace, transcurre un tiempo y llega la muerte, la Dama Fría, y dejamos de existir- y que no importa tanto la cantidad de los momentos “almacenados” sino, fundamentalmente, su calidad, nuestro modo de vivirlos, de sentirlos, de pensarlos, también de recordarlos, de, en realidad, “conocerlos”.

La novela resulta así, por fin, extraordinariamente triste y melancólica, desesperanzada incluso. La vida pasa, nacemos y morimos. En el medio, si hay suerte, surgen el amor, algunas ilusiones, ciertas expectativas; pero las expectativas se truncan, las ilusiones se apagan, el amor acaba. Egger sintió que la tristeza se apoderaba de su corazón. Pensó que podría haber hecho más en su vida, probablemente mucho más de lo que imaginaba. Una percepción que todos hemos experimentado en nuestras vidas, lo que demuestra, una vez más, el hondo alcance -su capacidad para tocar los aspectos más íntimos y verdaderos de nuestras almas- de esta novela de Robert Seethaler que esta tarde he querido recomendaros con entusiasmo y pasión.

Como complemento musical a mi reseña os dejo con una canción que recrea esa suerte de bucolismo que encontramos en las montañas. Se trata de Tiger Mountain Peasant Song, un tema de Fleet Foxes de 2008.


Una vez por semana bajaba al pueblo para comprar fósforos, pintura o pan, cebollas y mantequilla. Hacía tiempo que sabía que la gente hablaba de él. Cuando emprendía el camino de regreso a casa con las compras en el trineo que había fabricado él mismo, en primavera armado con unas ruedecitas de goma, veía con el rabillo del ojo como juntaban las cabezas a su espalda y se ponían a cuchichear. Él se daba la vuelta y les lanzaba la mirada más maligna de la que era capaz. En realidad, la opinión y la indignación de los vecinos del pueblo le eran indiferentes. Para ellos únicamente era un viejo que vivía en un agujero, hablaba solo y por la mañana se ponía en cuclillas junto a un arroyo helado para lavarse. Sin embargo, él consideraba que había conseguido salir adelante, y por lo tanto tenía motivos para estar contento. Aún podría vivir un tiempo del dinero que había ganado durante su época como guía turístico, tenía un techo, dormía en su propia cama y cuando se sentaba en el pequeño taburete delante de la puerta podía dejar la mirada hasta que se le cayeran los ojos y la barbilla se le hundiera en el pecho. Como todos los seres humanos, a lo largo de su vida había abrigado en su interior ilusiones y sueños. Algunos los había cumplido por sí mismo, otros le habían sido regalados. Muchos habían permanecido inalcanzables, o se los habían arrebatado cuando apenas los había logrado. Pero él seguía ahí. Y cuando, los primeros días tras el primer deshielo, caminaba por la mañana sobre el rocío de los prados empapados delante de su cabaña y se apoyaba en una roca plana de las que había diseminadas, notando la piedra fría en la espalda y en la cara los primeros rayos cálidos de sol, tenía la sensación de que no le había ido tan mal.



Robert Seethaler. Toda una vida

miércoles, 13 de noviembre de 2019

LAURENT GAUDÉ. EL SOL DE LOS SCORTA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el semanal y espero que confortable reducto en el que Radio Universidad de Salamanca acoge las recomendaciones literarias que, elegidas siempre con criterios de interés y calidad, os llevamos proponiendo desde hace ya diez temporadas. Cuando la llegada del invierno, con sus días tan cortos, se atisba ya en el horizonte -y en los centros comerciales, capaces de estrenar la decoración navideña y vendernos turrones en el mes de septiembre, al paso que vamos-, en nuestro espacio queremos acomodarnos a la brevedad de las jornadas que se avecinan con una serie de sugerencias, que se extenderán a lo largo de algo más de un mes y hasta las vacaciones, que comparten también con las jornadas de la inminente y gélida estación la cortedad, pues son textos concisos, que raras veces sobrepasan las doscientas páginas, propicios pues, para “devorarlos” en un par de fugaces tardes refugiados en nuestras casas, apaciblemente protegidos de la lluvia y el frío. Todas, las cinco que os ofreceré en este singular ciclo, coinciden, además, en que no son novelas “rabiosamente” actuales -me horroriza el adverbio, tan tópicamente periodístico- sino que cuentan, en la mayor parte de los casos, con algunos años a sus espaldas y, recuperadas de lecturas de entonces o leídas recientemente, afloran ahora debido a su encaje en la citada constricción autoimpuesta vinculada a la estrechez y condensación de los tiempos invernales. 

Este es el caso de El sol de los Scorta, una novela de 2004, publicada en España en 2006 en la editorial Salamandra, en traducción del francés original de José Antonio Soriano Marco. Su autor, Laurent Gaudé, es un escritor galo, graduado en Letras modernas, novelista y prolífico autor de teatro, que obtuvo con el libro del que ahora quiero hablaros un inusitado éxito tanto de público, con cientos de miles de ejemplares vendidos en todo el mundo, con traducciones a decenas de idiomas, como de crítica, pues en ese 2004 en el que vio la luz en Francia ganó el prestigioso premio Goncourt, quizá el más destacado del medio literario del país vecino. Desde esa fecha, Salamandra ha dado a conocer entre nosotros parte de su obra novelística, con títulos como El legado del rey Tsongor -que en puridad apareció un año antes-, Eldorado, La puerta de los infiernos y el último, de 2010, Una noche en Mozambique. La página web del escritor registra cuatro o cinco novelas más editadas desde entonces, las cuales, al parecer, no han sido traducidas al castellano. Yo no he leído ninguna de ellas, ni las “españolas” ni las francesas, salvo esta formidable, conmovedora, emotiva y bellísima (también algo tópica) El sol de los Scorta, que ahora os recomiendo con entusiasmo. 

El libro se abre -tras una reveladora cita de Cesare Pavese, con la soledad, la locura y el silencio como núcleo, en un significativo avance de lo que se nos ofrecerá a continuación-, con un trágico episodio, inaugural en un doble sentido, pues con él no solo se inicia la “acción” novelesca sino que el acontecimiento es también el origen de lo que podríamos llamar la saga de los Scorta, una sucesión de generaciones cuya existencia estará marcada por la dramática intensidad, el irracional desgarro, la desolada pasión -que marcarán el tono que impregnará la obra entera- de ese acto primigenio. Estamos en 1875, en Montepuccio, un pequeño pueblo blanco, de casas apiñadas sobre un alto promontorio que dominaba la profunda calma de las aguas, en la región de Apulia (o Puglia, en su idioma original), en el extremo suroriental de Italia (el tacón de “su” bota). Hasta el desolado lugar llega, montado en su asno y bajo el inclemente sol de la primera hora de la tarde en la que el calor ciega hasta a los gatos, Luciano Mascalzone, sucio y cubierto de polvo, avejentado a sus solos cuarenta años tras haber pasado los últimos quince en prisión a causa de su carrera de malhechor. Luciano había sido toda su vida un bandido. Vivía de depredar, robar ganado, desvalijar viajeros, también había matado, perseguido y acosado a mujeres. Detenido cuando estaba a punto de violar a Filomena Biscotti, una muchacha cuya belleza lo trastornaba, regresa al pueblo después de los muchos años en la cárcel alimentando su monotemática obsesión, para cumplir -con criminal y largamente “cocinada” premeditación- con su deseo brutal, con su destino animal: poseer a Filomena. De ese acto salvaje -aunque no exento de alguna nota de humanidad, por razones cuyos detalles no quiero revelar, pese a que se nos dan conocer en las diez primeras páginas del libro- y de consecuencias fatales (pues Luciano morirá lapidado por sus vecinos tras su crimen) nacerá Rocco Scorta Mascalzone. Y de éste, Giuseppe, Domenico y Carmela, que a su vez dará a luz a Donato y Elia, padre de Anna, a la que veremos, más de cien años después, como último vástago de la estirpe. 

El libro da cuenta del transcurrir de estas cinco generaciones, a través de los pormenores de las existencias de esos, por muchos motivos, memorables personajes -y de algunos adyacentes, como la Muda, Raffaele -“el cuarto hermano”-, don Giorgio y don Salvatore, curas del pueblo en distintas épocas, o la bella y corajuda María, una guapa y decidida muchacha que enamorará a Elia y acabará por ser la madre de Anna- unidos por ese pasado sangriento y por décadas de sufrimiento y penurias, de odios, afrentas y luchas, de pasiones, esperanzas y deseos, de pobreza, ilusiones y secretos, en un entorno abrasador y primitivo, árido, despojado e inhóspito, desgraciado y adverso, rudo, inhumano y aciago (aunque mitigado en parte por el mar cercano), ese sur de Italia tan a menudo representado en el movimiento neorrealista del cine de aquel país. 

La novela se estructura en dos planos, uno primero más o menos lineal y cronológico que se narra en tercera persona y que, desde ese 1875 germinal y con calas en 1890, 1934, 1936, 1946 y 1980, por citar sólo las fechadas expresamente en el texto, da cuenta de los avatares de los miembros de la familia Scorta a lo largo de un siglo (con intensas vicisitudes varias marcadas todas por la irrenunciable y fatigosa lucha por la vida: la fantasmal huida a Nueva York, el reflejo tangencial de las guerras, los proyectos empresariales, el contrabando, la lamentable inmigración actual en el Mediterráneo); y uno segundo, que aflora al final de cada uno de los nueve capítulos -todos menos el décimo y último- en el que se “escucha” la voz de la anciana Carmela que, al borde de la muerte (e incluso después de ella, en un rasgo -y no es el único- de una suerte de realismo mágico -menos barroco, más despojado que el caribeño- que rezuma a lo largo de todo el libro), rememora, en primera persona y ante la atenta escucha del cura don Salvatore, algunos de los más decisivos momentos de su atribulada existencia y revela ciertos secretos hasta entonces ocultos incluso para sus hermanos e hijos. En ese doble frente, al lector le interesa no sólo la narración de los hechos, atractivos en sí mismos en tanto recorren un siglo entero con sus profundas transformaciones, con su eterna lucha entre la tradición y las raíces a conservar, por un lado, y los acelerados cambios que impone la modernidad, por otro; sino también por cuanto describen un universo fascinante, con ribetes mitológicos o legendarios, hecho de tragedia y épica, de excesos y venganzas, de fuerzas arrebatadoras y profundo lirismo, y en el que apuntan, como muy sugerentes hilos a seguir, temas como el destino, lo atávico, el peso de la comunidad y el valor de la familia, el caluroso sur como metáfora, la crudeza de la naturaleza, el sol abrasador y paralizante pero que, a la vez, exacerba lo sanguíneo, la dureza, el despojamiento y la austeridad, la condena inmemorial -la maldición- del trabajo a la postre estéril, el instinto primordial de supervivencia, la atracción de la tierra, una tierra seca, yerma e infértil -los fecundos olivos el único rastro de vida-, lo ancestral, las tradiciones, las fiestas populares, la superstición, los rituales mágicos, la Iglesia y la religión, las enseñanzas que se transmiten de generación en generación, los secretos, el fracaso y las frustraciones, la búsqueda de la felicidad, los pequeños detalles que justifican unas existencias por lo demás inexplicables, el sentido (o el sinsentido) de la vida, el sudor, la lucha, el valor de los recuerdos, la memoria de la salvífica infancia, el paso del tiempo, la nostalgia, la importancia del contar, del relato, de las historias. 

La atmósfera general de tragedia está presente en el libro desde su inicio y a través de numerosas referencias -no solo implícitas- que acercan la novela al universo temático de los grandes dramas griegos desarrollados con el telón de fondo mediterráneo. Ya desde el violento acto fundacional de la estirpe afloran el sufrimiento, la muerte, el dolor, la predestinación, el sometimiento a luctuosas fuerzas que habrán de conducir irremediablemente a un final funesto. Soy Luciano Mascalzone, y escupo al destino que se burla de los hombres, dirá el despiadado malhechor al entrar en Montepuccio. Y también, en un tono enfático en el que se subrayan los rasgos de adversa fatalidad presente en el primer teatro griego: El destino ha decidido burlarse de mí. ¿Quién puede luchar contra eso? No está en mi mano invertir el curso de los ríos ni apagar la luz de las estrellas. Soy un hombre. Y he hecho todo lo que puede hacer un hombre: ir allí, llamar a la puerta y tomar a la mujer que me abrió... Yo sólo soy un hombre. En cuanto a lo demás... Si el destino se burla de mí, no puedo hacer nada. Soy Luciano Mascalzone y sigo hundiéndome en la muerte para no oír los rumores del mundo, que se ríe de mí... Y de un modo aún más revelador: Así fue como nació el linaje de los Mascalzone. De un error. De un malentendido. De un canalla, asesinado dos horas después del acto carnal y de una solterona que se entregaba a un hombre por primera vez. Así surgió la familia de los Mascalzone. De un hombre que se equivocó. Y de una mujer que aceptó esa mentira porque las piernas le temblaban de deseo. De ese día de sol abrasador debía nacer una familia, porque el destino tenía ganas de jugar con los hombres, como a veces hacen los gatos cuando zarandean a un pájaro herido

Las sucesivas generaciones de los Scorta aceptarán ese irracional mandato de no se sabe qué oscuro sino, ese designio inescrutable de algunos despiadados dioses que marcará sus vidas, condenadas a recaer, una y otra vez, año tras año, década tras década, y al margen de su voluntad, por otro lado poderosa, en los mismos terribles y fatales abismos. 

La ineludible atadura de los Scorta a las insuperables fuerzas del destino se refleja en la “sumisión” a la casta, al linaje, a su desgraciada progenie, a su negra sangre, a la mancha original de la que nacen. Surge así otro tema esencial en la obra -tan mediterráneo también, tan italiano-: el de la familia. El vínculo que crea la pertenencia a la familia constriñe, pues somete la libertad individual a un ineludible destino superior a la voluntad de cada miembro, y a la vez libera, pues las distintas generaciones encuentran un propósito común, la pertenencia; un objetivo de mayor entidad que da valor a los sufrimientos, a las privaciones, a la limitación de cada mediocre existencia. En virtud de esta ancestral afiliación, los Scorta relegarán el interés individual en beneficio de la pervivencia de los valores familiares: Tú no eres nada, Elia, afirmará su tío Domenico, Y yo tampoco. Lo que cuenta es la familia. Sin ella, ahora estarías muerto y el mundo seguiría girando sin enterarse siquiera de tu desaparición. Nacemos y morimos. Y en el intervalo sólo cuenta una cosa. Tú y yo, por separado, no somos nada. Pero los Scorta... los Scorta sí son algo (…) El apellido de los Scorta pasa a través de ti. La familia, pues, como clan, como núcleo cerrado e inexorable a cuya irradiación centrípeta no se puede escapar, como -una vez más- destino. Un destino funesto, pues los Scorta siempre serán, aunque el paso de los años y la conducta de los descendientes atempere esta terrible consideración, los hijos de un criminal. Esa peculiaridad de origen del linaje se vincula a la fuerza de la tierra, a lo primigenio; la familia es -metafóricamente- el sur, el sol que abrasa (la estirpe de los comedores de sol. Hacía suyo ese apetito insaciable. Nada sacia a los Scorta. El eterno deseo de comerse el cielo y beberse las estrellas), las pasiones primitivas (Mi madre me ha transmitido la negra sangre de los Mascalzone. Soy un Scorta. Que quema lo que ama), la memoria de un pasado doloroso y terrible (Al ver pasar el ataúd, todo el pueblo tuvo la sensación de asistir al final de una época. No se enterraba a Raffaele; se enterraba a todos los Scorta Mascalzone. Se enterraba el viejo mundo. El que había conocido la malaria y las dos guerras. El que había conocido la emigración y la miseria. Se enterraban los viejos recuerdos. Los hombres no son nada. Y no dejan rastro), la energía generadora y destructiva a la vez. Y, como se ve, a ojos de sus conciudadanos la familia aparece también revestida de este magnetismo ambiguo e irracional (Eso les confería una especie de halo que los volvía intocables a los ojos de la mayor parte de sus paisanos). 

Destino y familia, el sur, la tierra seca y el sol tiránico, primitivismo y rudeza (Tenía la rudeza de la tierra del Sur y la mirada dura de los hombres sin miedo), un poderoso hilo conductor, plagado de simbolismo, que cruza la novela entera: Cuando el sol reina en el cielo y hace crujir las piedras, no hay nada que hacer. Amamos demasiado esta tierra. No da nada, es más pobre que nosotros, pero cuando la calienta el sol, ninguno de nosotros podría dejarla. Hemos nacido del sol, Elia. Llevamos su calor dentro. Ha estado ahí desde que nuestros cuerpos tienen memoria, calentando nuestra piel de recién nacidos. Y no cesamos de alimentarnos de él, de masticarlo con todos los dientes. Está ahí, en la fruta que comemos. Los melocotones, las aceitunas, las naranjas. Es su aroma. Se desliza por nuestra garganta con el aceite que tomamos. Está en nosotros. Somos comedores de sol. Y en ese contexto durísimo, “prosperan” los Scorta, generaciones enteras [condenadas] a no ser más que destripaterrones que padecen y mueren bajo el sol, en una tierra donde un olivo tiene más valor que un hombre

Y conectado con ese significativo marco metafórico, aparece también todo un mundo de referencias -antropológicas, podríamos decir- que describen con precisión la cultura, las tradiciones y hasta los valores de esa Italia atávica, hecha de magia e irracionalidad, de pulsiones bárbaras, de supersticiones y sortilegios, de oscuros rituales y opresivas creencias, de fanatismo; con la omnipresencia de la Iglesia y de la religión, con la pervivencia de las fiestas populares, de las antiguas leyendas, de mitos que hunden sus raíces en la noche de los tiempos: los mandamientos que perduran desde hace siglos, los secretos familiares (de padres a hijos, los Scorta se “comprometen” a “contar”, pues sólo el relato -Lo que se cuenta de ti, la historia que se te supone, es lo que vale- resulta a la postre liberador: Los Scorta aceptaron. Sí, que así fuera. Que todos hablaran al menos una vez en la vida. A un sobrino o una sobrina. Para contarle lo que sabía antes de desaparecer. Hablar una vez. Para dar un consejo, para transmitir lo que sabe. Hablar. Para no ser simples animales que viven y mueren bajo el silencio del sol). 

Pero, pese a lo que pudiera parecer -las referencias trágicas, el escenario tosco y despojado, cruel y apenas humano, la violencia “constituyente”, el sometimiento al brutal poder de la naturaleza y a la ciega fatalidad, las fuerzas genesíacas fecundas y exterminadoras a la vez- la novela rezuma lirismo y belleza por doquier. Una poesía que aflora en las constantes alusiones nostálgicas a una infancia perdida (El olor a tomates secos en casa de la tía Mattea. Las berenjenas rellenas de la tía Maria. Las peleas a pedrada limpia con los chavales de otros barrios. Donato había vivido todo aquello, lo mismo que él. Podía recordar aquellos años lejanos con la misma precisión y la misma nostalgia), en las numerosas y emotivas menciones a “los hechos del mundo” y los muy duros tiempos que los protagonistas, Montepuccio y ,en general, el sur de Italia, vivieron en ese siglo atroz: la pobreza y el primitivismo del siglo XIX y primeras décadas del XX, las enfermedades y la austeridad, las guerras mundiales, la miseria, el hambre, la emigración a América, el tristísimo desplazamiento -en cualquier época- de millones de desheredados, de gentes sin nada en la vida, apenas sin esperanza tampoco, de desfavorecidos de la fortuna, de desharrapados, presentes hoy también -y el vínculo se subraya con delicadeza aunque de modo diáfano- en tantos pobres seres -albaneses, iraníes, nigerianos- luchando por sus vidas en el Mediterráneo; en la constante evocación de los sueños, los deseos, las esperanzas, los anhelos de felicidad. 

Y es en esta dimensión conmovedora y, podríamos decir, romántica y sentimental, quizá también algo sensiblera, del libro donde, en mi particular lectura, El sol de los Scorta resulta más apreciable. Las noches de los Scorta se poblaban de sueños alegres y ávidos; unos sueños a menudo imposibles, irrealizables, frustrados (La historia de su familia se le antojaba una lamentable sucesión de existencias fallidas. Ninguno de aquellos hombres y mujeres había llevado la vida que quería), de modo que sus vidas pasan envueltas en un halo de melancólica tristeza (Una tristeza inmensa se iba apoderando de él) que contribuye a dotar a la narración de una atmósfera de leve pesadumbre, de amargo desengaño, también de ensueño y de nada enfática ilusión, una suerte de tibio goce y profundo desencanto, un tono general de ternura y sensibilidad, que resulta muy dulce, muy sugestivo. Todos los personajes se preguntan por su felicidad -¿Cuándo hemos sido felices nosotros?; ¿Había sido feliz? Rememoró todos aquellos años. ¿Cómo se pesa la vida de un hombre?- y luchan, de modo estéril, por ella a lo largo de las décadas. 

Aunque debo desdecirme, su brega, su “sudor”, no son, en el fondo, estériles, porque el “mensaje” último que los Scorta -y su creador- envían al lector es el de la importancia de esa lucha, del trabajo, del afanarse en la tarea cotidiana, del noble cansancio tras la entrega diaria al margen de los logros obtenidos, de la relevancia de la tarea (Nadie puede decir si ha sido feliz hasta el último día de su vida —aseguró—. Hasta entonces hay que intentar maniobrar la propia barca lo mejor que se pueda). Que cuando tras una vida como todas, condenada a extinguirse como todas, absurda y sin sentido como todas, hecha de decepciones y fracasos como todas (No hemos sido ni mejores ni peores que los demás, Elia. Lo hemos intentado. Eso es todo. Con todas nuestras fuerzas. Toda generación lo intenta. Construir algo. Consolidar lo que posee. O aumentarlo. Cuidar de los suyos. Cada uno trata de hacerlo lo mejor que sabe. No se puede hacer otra cosa. Pero no hay que esperar nada al final de la carrera. ¿Sabes lo que hay al final de la carrera? La vejez. Nada más), agotemos nuestro paso por el mundo y nos encaminemos a la muerte, lo que nos quedará serán los recuerdos de esos afanes y los de los pequeños detalles, los privilegiados momentos en que, con frecuencia sin saberlo siquiera, fuimos felices, tal y como puede comprobarse en el texto que os dejo al cierre de esta reseña. 

Hay dos imágenes, que operan como metáforas, en las que diferentes miembros de la familia cifran esa enseñanza primordial de nuestras vidas: la de los cigarrillos y la de las aceitunas. No me resisto a transcribir, para terminar, las dos citas que las reflejan y que concentran, de un modo esclarecedor y muy bello, lo esencial del libro, en fondo y forma: 

Sí. Mi vida queda atrás. Una vida de cigarrillo. Todos esos cigarrillos vendidos, que no son nada... Sólo viento y humo. Mi madre sudó, mi madre y yo sudamos sobre esos paquetes de hierba seca que se volatilizaron entre los labios de los clientes. Tabaco convertido en humo. A eso se parece mi vida. Volutas de humo que se desvanecen en el aire. Todo eso no es nada. Es una vida extraña a la que los hombres han dado rápidas y ansiosas chupadas o profundas y tranquilas caladas durante las noches de verano. 

Las aceitunas son eternas —aseguró—. Una aceituna no permanece. Madura y se estropea. Pero las aceitunas se suceden unas a otras, de forma infinita y repetitiva. Son todas distintas, pero forman una larga cadena que no tiene fin. Tienen la misma forma, el mismo color, maduran al mismo sol y saben igual. De modo que, sí, las aceitunas son eternas. Como los hombres. La misma sucesión infinita de vida y muerte. La larga cadena de los hombres no se rompe. Pronto me llegará el turno de desaparecer. La vida se acaba. Pero todo continúa para otros semejantes a nosotros. 

Como colofón musical a mi reseña, mi intención era ofreceros una referencia musical de libro, una canción popular de la Apulia que suena en un episodio significativo del mismo, la boda de Elia, y del que sólo conocemos un par de líneas, muy evocadoras, preciosas: Aïe, aïe, aïe, domani non mi importa per niente, questa notte devi morire con me. Lo infructuoso de mi búsqueda en internet me lleva a elegir otro tema, vinculado más al espíritu que al texto de la novela, aunque en una de las escenas más “raciales” de la obra, más impregnada de ese realismo mágico -austero y seco, no exuberante como el hispanoamericano tropical- al que aludía con anterioridad en mi comentario, se baila una tarantela que tiene, más allá de la danza, un carácter iniciático y con connotaciones taumatúrgicas. La tarantela -danza de la tarántula, de la araña- es el baile tradicional de la Puglia, que sirvió en su origen de exorcismo y cura para los males del cuerpo y del alma. Así, con ese significado mítico lo recoge Gaudé, con una viejecilla medio bruja como protagonista de un momento fundamental de El sol de los Scorta. Os dejo ahora, elegida al azar y, como digo, sin mención directa en la novela, con una anónima tarantella pugliese, llena de ecos mediterráneos. 


—Desde que murió Mimi, no paro de darle vueltas a una cosa. 
Giuseppe había hablado en voz baja, sin levantar los ojos. Raffaele lo miró, esperando la continuación de la frase, y, al ver que Giuseppe no se lanzaba, le preguntó con suavidad: 
—¿A qué? 
Giuseppe todavía permaneció indeciso unos instantes, pero acabó dando rienda suelta a su angustia: 
—¿Cuándo hemos sido felices nosotros? 
Raffaele miró a su hermano con algo muy semejante a la compasión. La muerte de Domenico había sacudido a Giuseppe de un modo inesperado. Desde el día del entierro, había envejecido a ojos vistas, perdiendo su aspecto de toda la vida y que le brindaba un aire juvenil incluso en la edad madura. La muerte de Domenico había dado el pistoletazo de salida, y ahora Giuseppe parecía estar preparándose, como si supiera instintivamente que sería el siguiente. 
—¿Y cuál es tu respuesta a esa pregunta? —lo animó Raffaele. 
Giuseppe guardaba silencio como si tuviera que confesar un crimen. Parecía dudar. 
—Pues ahí está el asunto precisamente —dijo al fin con timidez—. He reflexionado. He intentado hacer una lista de los momentos de felicidad que he vivido. 
—¿Y son muchos? 
—Sí, muchos. Bueno, eso creo. Bastantes. El día que compramos el estanco. El nacimiento de Vittorio. Mi boda. Mis sobrinos. Mis sobrinas. Sí. Unos cuantos. 
—Entonces, ¿por qué pones esa cara tan triste? 
—Porque cuando trato de quedarme con uno, con el más feliz de todos, ¿sabes cuál me acude a la cabeza? 
—No. 
—Aquel día que nos invitaste a todos por primera vez a tu trabucco. Ese es el recuerdo que se impone a todos los demás. Aquella comida. Comimos y bebimos como benditos. 
—¿Pancia piena?—preguntó Raffaele riendo. 
—Sí. Pancia piena —repitió Giuseppe con lágrimas en los ojos. 
—¿Y qué tiene eso de triste? 
—¿Qué pensarías tú de un hombre que al final de su vida declarara que el día más feliz de su existencia había sido el de una comida? ¿Es que no hay alegrías más grandes en la vida de un hombre? ¿No es señal de una vida miserable? ¿No debería avergonzarme? Sin embargo, te aseguro que cada vez que lo pienso, ése es el recuerdo que sobresale. Me acuerdo de todo. Hubo un risotto de marisco que se deshacía en la boca. Tu Giuseppina llevaba un vestido azul celeste. Estaba preciosa y no paraba de ir y venir entre la mesa y la cocina. Me acuerdo de ti sudando en el horno como un trabajador en la mina. Y del pescado crepitando en la panilla. Ya ves. Después de toda una vida, ése es el recuerdo más hermoso de todos. ¿No me convierte eso en el hombre más miserable del mundo? 
Raffaele escuchaba a su hermano, enternecido. Las palabras de Giuseppe le habían hecho revivir aquella comida. También él había vuelto a ver la alegre reunión de los Scorta. Los platos de mano en mano. La felicidad de comer todos juntos. 
—No, Peppe. Tienes razón. ¿Quién puede presumir de haber vivido un momento tan dichoso? No somos muchos. ¿Y por qué íbamos a despreciarlo? ¿Porque estábamos comiendo? ¿Porque olía a fritura y teníamos la camisa salpicada de salsa de tomate? Dichoso el que ha disfrutado de una comida así. Estábamos juntos. Comimos, charlamos, gritamos, reímos y bebimos como hombres. Unos al lado de los otros. Fueron instantes preciosos, Peppe. Tienes razón. Y daría lo que fuera por saborearlos de nuevo. Por volver a oír vuestras poderosas risas envuelto en el aroma del laurel. 

  
Laurent Gaudé. El sol de los Scorta

miércoles, 6 de noviembre de 2019

E. L. DOCTOROW. CÓMO TODO ACABÓ Y VOLVIÓ A EMPEZAR

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro, un miércoles más, con una propuesta de lectura con la que cerramos una especie de serie, de perfiles algo difusos aunque suficientemente identificables, que a lo largo de cinco semanas hemos dedicado a libros centrados, de uno u otro modo, en el Oeste americano. La épica de Butcher’s Crossing, la investigación de Los asesinos de la luna, los planteamientos de novela total de Ahora me rindo y eso es todo, y los relatos primordiales y muy cinematográficos de Dorothy M. Johnson, tienen ahora su complemento y su redonda clausura (que enlaza con el comienzo, en una suerte de movimiento circular, al mantener el primero y el último libro de la serie indudables concomitancias) en este Cómo todo acabó y volvió a empezar, del norteamericano Edgar Lawrence Doctorow, una edición de Roca Editorial, publicada el pasado 2013 en su sello Miscelánea en traducción de Antoni Pigrau. Doctorow, uno de los nombres mayores de la literatura de su país, muerto hace cuatro años y en vida eterno candidato al Nobel, autor de novelas muy destacadas, alguna de ellas objeto de popular traslación cinematográfica como Billy Bathgate o Ragtime, ya apareció en nuestras emisiones hace ahora ocho años con Homer y Langley, otro libro espléndido. Cómo todo acabó y volvió a empezar es su primera novela, escrita en 1960 y de una rara perfección para tratarse de un debut literario. De título original, más representativo del espíritu del libro, Welcome to Hard Times (Bienvenidos a Tiempos difíciles), la obra ya había visto la luz en España hace casi cuarenta años, en 1981, en la editorial Grijalbo en la misma traducción y bajo otra rúbrica, El hombre malo de Bodie

La novela interesa desde dos puntos de vista esenciales, los dos ejes más notables sobre los que se desenvuelve su lectura (un doble frente en el que reside lo principal del paralelismo con Butcher’s Crossing antes mencionado). Hay un plano “realista”, podríamos decir, interesante en cuanto describe, con rigor y precisión casi documentales, la dura vida cotidiana, en unas fechas indeterminadas del siglo XIX, de un pequeño poblacho perdido a los pies de las colinas de Dakota; un relato lineal y subyugante en el que se reconocen todos los tópicos -dicho sea sin la menor connotación peyorativa- de la aventura del Oeste. Nos acercamos así, una vez más -el cine y la literatura nos han dado muchas muestras de ello- a la arriesgada aventura, hecha a partes iguales de atrevimiento y miseria, de coraje y cobardía, de esfuerzo y azar, de valentía y explotación, de ilusiones y mezquindad, de unos hombres y mujeres comunes que, con su iniciativa y -sobre todo- sus padecimientos, forjaron la historia de su inmenso país. Pero hay también otra dimensión, ésta metafórica, en la novela, pues la maestría de Doctorow, pese a tratarse de su opera prima, no se limita a contar una historia apasionante, a situarla en un entorno bien reconocible y definido con rasgos verosímiles y fidedignos, ni siquiera a dotar a su narración de un arrebatador magnetismo que atrapa al lector como sólo lo hacen novelas de autores más experimentados y de más dilatada trayectoria en el oficio, sino que es capaz de abrir su aparentemente convencional relato a infinidad de connotaciones simbólicas, tanto “sociológicas”, vinculadas a la conquista del Oeste: el conflicto entre civilización y barbarie, entre naturaleza y progreso, entre la ley y lo salvaje; como de índole filosófica o metafísica: la absurda esperanza y los sueños estériles, la ilusión y los engaños, los inútiles afanes, el destino y la fatalidad, la responsabilidad individual y la dificultad de construir proyectos en común, la valentía y el miedo, el omnipresente mal, la angustia existencial, la imposibilidad del amor, el sinsentido de la vida, el profundo desaliento, la irremisible soledad y el frío desamparo que casi siempre conlleva nuestro paso por el mundo… en un muy atractivo catálogo de temas que amplían la repercusión de este por tantos motivos magnífico libro. 

La trama argumental de la novela es, reducida a su esqueleto, muy poca cosa. Estamos en un pueblo perdido del estado de Dakota rodeado en tres de sus lados por interminables y desérticas llanuras, y situado, en su cuarta “pared”, al pie de unas colinas en las que unas minas de oro agotan sus últimas reservas. En una breve “escena” inaugural, un fragmento de cuyo relato os dejo al término de este comentario, la llegada de un brutal asesino -al que conoceremos como el Hombre de Bodie o el Hombre Malo- provoca, en un episodio sangriento y atroz, la muerte de la mayor parte de sus habitantes y la destrucción -comidas por el fuego- de las escasas y precarias construcciones del lugar. Entre los escombros sobrevivirán el dubitativo y algo pusilánime Blue, que funge como alcalde -sin título para ello- y que narrará la historia algunos años después; Jimmy, un muchacho apocado, hijo del carpintero del pueblo también cruelmente asesinado; Molly, una prostituta irascible, que salvará la vida pero será víctima sufriente de terribles quemaduras, recriminando al mundo entero, en particular a Blue, a quien odia, su cobardía cómplice ante los desmanes del despiadado forajido, y John Bear, un indio pawnee, sordomudo, que vive aislado de la comunidad, envuelto en su silencio y sus rituales ancestrales. 

En ese escenario, un pueblo perdido sin pasado -la cicatriz de la antigua calle como recordatorio de la devastación originaria- y sin futuro, más allá de las escasas expectativas de dinero y movimiento y vida que proporcionan los mineros que, de vez en cuando, descienden de las montañas en busca de un solaz y una diversión que aligeren la solitaria precariedad de sus existencias, y una diligencia que, cada cierto tiempo, trae consigo la promesa, siquiera simbólica, de un “mundo real” ajeno al de ese infierno, los supervivientes, movidos por la por otro lado no demasiado firme voluntad de Blue, intentarán reconstruir la vida del pueblo -primero una cabaña, luego un molino de viento, más tarde el saloon, una tienda de campaña que operará como elemental restaurante, un establo-, en un esfuerzo denodado y sin demasiadas posibilidades de éxito por dejar atrás la insoportable herida que, en cierto modo, los constituye. De las muy reducidas esperanzas de los dolientes “fundadores” (éramos solo unas cuantas personas, pero unas personas que comenzaban a echar raíces en una tierra donde no había más que tumbas unos pocos meses antes) y de su derrotismo consustancial da cuenta el bautismo del pueblo, obra del temeroso Blue: de pronto, me di cuenta de que ya tenía un nombre para el pueblo, un nombre que no le haría correr ningún riesgo. Lo llamaríamos Hard Times, tiempos difíciles. Tal como lo habíamos llamado siempre

Blue tenía cuarenta y ocho años -casi un anciano, para la época- cuando había llegado, tras una vida de desorientada errancia, totalmente cansado de mirar, de buscar, de no parar de ir de un lado a otro y de querer no sabía qué, al primitivo e inhóspito lugar. Compra un cuarto en la única calle del pueblo, compra un libro de cuentas a un viajero, compra un escritorio y otros enseres a un abogado que se iría al poco tiempo a trabajar en las minas, y empieza a escribir los nombres de quienes pasan por el pueblo, de los pocos que se asientan en él, de las propiedades de unos y otros. Esta espontánea labor de registro lo convertirá en alcalde oficioso a ojos de sus vecinos y, suponemos, constituirá la base de su incipiente condición de narrador. La reconstrucción del lugar tras su primitiva debacle (Cómo todo acabó y volvió a empezar) se desarrollará durante año y medio, y aún pasará un año más desde que se decida a contar la historia hasta su final -que obviamente no voy a revelar-, en un relato lleno de dudas en el que se mezclan la cruda descripción de los hechos con las conjeturas, los arrepentimientos, la culpa y las reflexiones sobre el absurdo transcurrir de la existencia (un permanente hacer y deshacer condenado al fracaso), en una doble vertiente de la novela, una suerte de tenue (no surge más que en muy escasos momentos) efecto metaliterario hecho de la presentación simultanea de lo que se cuenta y de la voz que lo cuenta; una voz que, en ocasiones, aflora, interpelando al lector, llamando su atención, pidiendo su comprensión: He tratado de escribir lo que sucedió, pero es un trabajo difícil, lleno de anhelo. Los hechos de mi pasado comienzan a escaparse de mi memoria, y la forma que el recuerdo da a las cosas crea su propio tiempo y guía mi pluma por derroteros en los que no confío. Ante los ojos de mi mente, hay un arco de soles que multiplican el cielo… o una larga y fluctuante noche de una sola luna que da vueltas una y otra vez en su oscuridad. Sé que esto es un recurso narrativo, pero no puedo dejar de escribirlo

Junto a Blue, centro gravitatorio de la novela, aparece un amplio elenco de seres desamparados, perdidos en una realidad que los desborda y zarandea, los originarios supervivientes y algunos otros pobres hombres y mujeres que irán llegando al villorrio con posterioridad, un grupo humano en el que yo he creído encontrar cierta conexión con el puñado de memorables protagonistas de La diligencia, el clásico de John Ford. Están, en primer lugar, los supervivientes de la destrucción original: la irlandesa Molly, la quejosa prostituta que no puede olvidar el sufrimiento padecido y que ansía, a la vez, la venganza y la huida; el joven huérfano Jimmy, perplejo y aterrado, un animalillo inocente necesitado de cariño y protección, de ternura y de pautas de comportamiento, desguarnecido ante el mundo por la desaparición de sus padres; y también John Bear, el indio pawnee sordomudo que nos hacía de médico, que vive aislado en su precaria choza, capaz -gracias a la sabiduría tradicional de su pueblo- de adaptarse a las circunstancias, a la penuria, cultivando sus escasas hortalizas, preparando sus “remedios” seculares, siendo objeto de la desconfianza -y desconfiando a su vez- de todos. Y cuando, tras los primeros esfuerzos de este cuarteto por recuperar algo similar a un entorno habitable para guarecerse y poder seguir con vida, la población empieza a crecer, conoceremos a El Zar, un ruso extravagante y cínico, aprovechado y avieso, que llega con su escueto cargamento de mujeres, bien consciente de dónde está el negocio en el Oeste: Vine al Oeste para labrar la tierra…, pero, de pronto, aprendí, me di cuenta…, los labradores se mueren de hambre…, solo los que venden cosas a los labradores, tierra, alambre de espino, semillas, herramientas…, solo esa gente se hace rica. Y pasa lo mismo con todo lo demás… No son los mineros los que tienen oro, sino los vendedores de burros, de picos, palas y gamellas… No son los vaqueros los que tienen dinero, sino los dueños de los saloons que les venden las bebidas, y los jugadores de ventaja que juegan con ellos al golfo… No son los que buscan el dinero los que lo tienen, sino los que abastecen a los que lo buscan. Esos hacen dinero… Así que yo vendí mi rancho… y pensé… ¿qué necesidad de esa gente voy a llenar?… Más que picos, palos y gamellas, más que semillas, más incluso que el whisky y el jugar a las cartas, lo que necesitan son mujeres. Y fue entonces cuando conocí a Adah, dueña de una tienda de campaña… Y así me metí en el negocio. El Zar montará un saloon, y por él revolotearán, ofreciendo sus servicios a los contados parroquianos, sus “chicas”, la señora Adah con su fino bigote; la larguirucha Jessie, de larga quijada; y la regordeta Mae, de gordos carrillos, también una silenciosa y frágil muchacha china. Y aparecerá Jenks, que en realidad no era más que un estúpido, obsesionado con jugar con su pistola día tras día, avezado tirador, esperanza única de todos ante la amenaza constante de retorno del Hombre de Bodie; y llegará el timorato y ventajista Isaac Maple, que arriba al pueblo en busca de su hermano Ezra, desaparecido tras la tragedia inicial, y que acabará por abrir una General Store, en otra referencia bien conocida al paisaje del western; y Bert Albany, el pobre chico granujiento, inocente y enamorado de la “chinita”, como todos la llaman; y un hombrón corpulento, El Sueco, que pasa por el lugar en busca de compatriotas y que terminará por instalarse en él para, con su mujer Helga, dar de comer a propios y extraños en un cambiante e inestable restaurante, cuatro elementales tablones cubiertos por una enorme lona; y cada cierto tiempo se presentará Alf Moffet guiando su diligencia, que poco a poco va recuperando sus visitas periódicas al pueblo, en tanto éste crece y necesita avituallamientos y comunicación con el resto del mundo; y los agotados mineros, sedientos de whisky, diversión y mujeres, que deambulan por la única calle, borrachos y adormecidos, fantasmales, cuando bajan de las colinas con dinero fresco tras su a la postre estéril (lo poco que ganan lo dilapidan en sus ciegos excesos los fines de semana) búsqueda en la minas… Todos ellos componen el paisaje humano de la novela, que se ajusta, como se ve, a la consabida “fotografía” divulgada por el cine y la literatura sobre esos primeros momentos de la conquista del Oeste. 

Todos ellos, también, viven con el permanente temor al regreso de los Hombres Malos, una suerte de peligro con indudable base real en ese territorio regido por la violencia y la perpetua violación de las normas (cuando las había), pero de naturaleza sobre todo metafísica, que inunda el pensamiento de los indefensos pobladores de Hard Times, los cuales no dejan de evocar su tenebrosa presencia, con connotaciones de leyenda: era una buena ciudad, sí, señor, el término de un ramal del ferrocarril. Tenían dos…, tres establos para caballos y carruajes, dos grandes almacenes, muchísimas y estupendas casas de madera, una cárcel de ladrillo, algunos salones finos y un hotel de dos pisos. Pues bien: cierta primavera llegó un hatajo de esos Hombres Malos; estuvieron allí tres días. Mataron a veinte personas. Destruyeron el hotel, destrozaron los almacenes. Enladrillaron las puertas y ventanas de la cárcel, la convirtieron en un horno y en él asaron vivo al sheriff. La ciudad nunca renació, se contarán unos a otros a propósito de otro lugar, quizá inventado, semejante al suyo. Y esa difusa amenaza, intangible pero igualmente capaz de provocar la preocupación y el miedo, desplaza el “centro” del libro desde el plano que he llamado realista, documental, histórico o hasta sociológico, muy estimable, hacia su otra dimensión, simbólica, un componente que da a la obra un mayor alcance literario que el de una convencional novela del Oeste. Aquí, desde este punto de vista, el recuerdo que asalta al lector es el de otra película excepcional, Solo ante el peligro, capaz también de superar una previsible narración sobre sheriffs, forajidos y ciudadanos aterrorizados para ofrecer al espectador una excepcional obra maestra cargada de resonancias filosóficas. 

Intercalados en la narración del día a día de los esforzados habitantes de Hard Times, de sus voluntariosos y a la vez desganados afanes por sacar adelante al pueblo, por el libro aparecen, pues, una serie de ideas que el narrador va desgranando en sus a menudo amargas reflexiones. Está, en una primera instancia, el escenario moral de la aventura constituyente de la nación americana, la “depredadora” conquista -con sus rasgos épicos y sus ribetes de indigno exterminio- de los territorios del Oeste del muy vasto país. Una gran y controvertida empresa cargada de significado simbólico: el conflicto entre el afán civilizatorio de los pioneros y la barbarie destructiva que su objetivo conllevaba; la omnipresencia, hasta cierto punto constitutiva y fundacional, de las armas (Suele decirse que Sam Colt, al inventar su revólver, hizo a todos los hombres iguales. Pero si fuera verdad, nuestro pueblo no habría ardido. Si fuera cierto, el Hombre Malo habría recibido sepultura con los debidos honores y se habría remitido a la Oficina Territorial el informe pertinente. Habría muerto con un agujero en el pecho, o en la espalda, y el que lo hubiera liquidado habría sido invitado por Avery a tomar un trago, tal vez, incluso, con la acogedora sonrisa de Flo y Molly. Colt dio un revólver a cada hombre, pero a cada cual le toca apretar el gatillo por su cuenta); la complejidad -la imposibilidad- que supone la construcción de un proyecto común que supere y mejore nuestro interesado e irresponsable egoísmo (No había razón alguna para que el pueblo estuviera allí. Su existencia no tenía sentido. La gente tiene tendencia a juntarse dondequiera que se encuentre, pero ¿es esto suficiente? Con la misma naturalidad, podemos pensar en muchas razones para vivir solos); la violencia y el mal; la libre apropiación de los territorios sin dueño en pro de la difícil construcción social (Cada vez que alguien se planta en algún lugar de este territorio, me llama el gobernador y me envía a buscar la nueva población. No importa que sufra reumatismo o que ya no tenga edad para viajar a lomos de un caballo. Cuando un hombre reclama un terreno que pueda rendir, allí hay un pueblo. Cuando encuentra un poco de hierba, allí hay también un pueblo. ¿Perfora un pozo? Otro pueblo. ¿Se detiene en algún sitio para vaciar la vejiga? Otro. Varias veces al año surgen pueblos en esta tierra, y mi tarea es la de ponerlos todos en el mapa. ¿Y para qué? La reclamación se vuelve agua de borrajas, la hierba muere, el pozo se seca, y todos se marchan a otro lugar, a forjar un pretexto que me haga viajar de nuevo. Nada se queda quieto en esta maldita tierra. La gente es empujada de un lado a otro a cada soplo de viento. No puedes llevar la ley a un montón de piedras, no puedes conseguir que los coyotes se establezcan en ninguna parte, no puedes formar una sociedad solo con arena. A veces, pienso que somos peores que los indios…); la eterna confrontación entre la ley y el orden impuestos y la natural tendencia del individualismo humano a despreciar los límites que marcan las normas; el auge destructivo del comercio y la importancia primordial que tuvo -y tiene- lo mercantil en la “definición” de los Estados Unidos, y en realidad, en nuestros días, del mundo entero (Todos nos beneficiábamos de la viva actividad comercial del momento; y más explícitamente: Las páginas de mi libro están llenas de tratos); la lucha a vida o muerte con la naturaleza más veces enemiga -el clima inclemente, los veranos de sol ardiente, los largos inviernos de frío gélido- que acogedora -la belleza de la primavera, las llanuras floreciendo-; la historia del enorme país dibujada a partir de un continuo encadenamiento de ilusorios afanes, tan nobles como mezquinos: los colonos avanzando hacia el Oeste (Le dije que un hombre podía gastar todo su dinero y la mayor parte de su vida buscando algo o a alguien en el Oeste sin encontrarlo), la quimera del oro, el sueño de California, la esperanzadora ruta 66, la conquista del espacio, para llegar al actual y deplorable make America great again; el origen “mestizo” de los Estados Unidos, inexplicablemente olvidada hoy (de nuevo la ignorante sombra de Trump viene a nuestras mentes): irlandeses, suecos, rusos, chinos, indios aborígenes… 

Pero, más allá de esta estricta circunscripción a la realidad estadounidense, Cómo todo acabó y volvió a empezar resulta atrayente porque se abre de continuo a hilos de reflexión -teñidos de un sombrío pesimismo- que conectan con algunas de las preocupaciones fundamentales de los seres humanos: nuestro desatinado empecinamiento en proyectos condenados al fracaso (Solo un loco habría podido llamar «lugar» a cualquier punto de aquella tierra y decir que se podía viajar a él desde cualquier otro sitio; también, ¿Acaso no estaremos hechos para creer en nuestros propios fracasos?), lo inútil de la búsqueda de la perfección y la felicidad, sólo posibles en nuestros sueños (Se esperaba, como una promesa, que pronto llegara un año de recuperación, sería perfecto. Sin embargo, a mi modo de ver, lo único que adquiría cierta perfección era el malestar. Era una perfección como la que yo había conseguido con Molly, en cierto modo; me estremecí con solo pensar en ella. Era una perfección que ya había pasado, que había llegado y había desaparecido enseguida; solo había durado un instante en la hora oscura de un solo día. Cualquier incauto capaz de esperarla tal como la había soñado no sabía lo que era la vida); la necesidad de ilusiones y engaños para sostener nuestra deplorable existencia (Mientras llegó la nómina, Blue, seguimos cavando las rocas. Pero yo sabía, desde hace varias semanas, que lo que extraíamos no era mineral. Solo lo parecía, por el color. Igual que el Oeste, igual que mi vida: el color nos deslumbra, hasta que nos damos cuenta, demasiado tarde, del fraude que representa, de que todo es pura ficción); lo fantasmagórico de nuestras esperanzas, sustentadas en indicios a menudo inventados (No hay peor tonto que un tonto del Oeste: puede llegar a engañarse hasta el punto de no saber que todas sus posibilidades han muerto, sin darse cuenta de que todas sus esperanzas son solo fantasmas); el radical sinsentido de la vida (Incluso los actos más comunes de cada día no tenían objeto alguno; Uno siempre intenta disponer de la propia vida para algún propósito, incluso cuando parece no haber ninguno). Y, en consecuencia, el desaliento (me convencí de que si no se marchaba a la mínima ocasión que tuviera era porque en ningún otro lugar podría saborear tan bien el desaliento de su vida), la soledad (cada uno de nosotros estaba solo consigo mismo) y el desamparo (Ni siquiera podía preocuparme que algún día llegáramos a quedarnos sin nada para comer o para alimentar el fuego; había una amenaza peor: sentirse tan perdido en aquel lugar, ser una criatura viviente en una tierra sin vida) que nos acompañan en nuestra estéril existencia. 

La novela está así impregnada de un oscuro y desesperanzador fatalismo, que irrumpe cada poco en los decepcionados pensamientos del narrador: Se apoderó de mí una terrible sensación de desamparo. En medio de aquella ruina y desolación, noté en mis huesos el peso y el dolor de todos mis años. Me sentía con ganas de sentarme donde estaba y quedarme allí hasta que se me acabara la vida. ¿De qué podía servir cuanto siguiera haciendo? Y también: Por supuesto, ahora, al narrar los hechos sobre el papel, veo que estábamos acabados ya antes de empezar; nuestro final estaba en nuestro comienzo. O aún más nítidamente: Pero nunca podemos estar preparados para nada. Nada queda nunca sepultado, la tierra rueda por sus propios caminos sin ir jamás a ninguna parte; nunca cambia. Solo la esperanza se transforma, como el día se trueca en noche, solo nuestros anhelos tienen un amanecer y un crepúsculo. ¿Por qué ha de presentársenos prometedor el futuro antes de la destrucción? Un inexorable destino rige nuestros pasos en la tierra y no nos queda más que soportar el rumbo que unas fuerzas más poderosas que nosotros mismos han dispuesto para nuestras frágiles existencias (no hacíamos otra cosa que soportar nuestras propias vidas, aunque cada uno a su manera), condenados a padecer el infausto proyecto que alguien o algo ha dibujado para nosotros (Nunca podemos comenzar de nuevo, llevamos sobre nosotros toda la carga del pasado: lo único que crece son los problemas, lo único que aumenta son los desastres, y eso es todo). Hay, por tanto, en la novela, una abrumadora y opresiva atmósfera de angustia existencial (No era dolor lo que yo sentía en aquel ambiente, sino cierta angustia constante, como si una mano me oprimiera suavemente el corazón. Aquella mano nunca lo soltaba), que trasciende -ya se ha dicho- la mera peripecia del western para abrirse a ecos que resuenan en lo más profundo del alma humana. 

Hay también, aunque de un modo muy leve y frágil frente a la contundencia de los negros nubarrones que nos circundan, algunos estrechos resquicios por los que se cuela alguna ligera expectativa de salvación (Una persona no puede vivir sin buscar presagios a su alrededor): los voluntariosos afanes por levantar de nuevo el pueblo, la pervivencia de los recuerdos como modo de mantener viva la llama de la felicidad perdida, la conciencia de que solo la valentía, la integridad y la responsabilidad individual pueden ayudarnos frente al mal. Ligeros motivos de esperanza a los que agarrarnos para soportar una existencia casi siempre sembrada de golpes e infortunios… 

En fin, interesantísima novela, esta Cómo todo acabó y empezó de nuevo, con la que cerramos este inusitado ciclo sobre el Oeste en Todos los libros un libro. Como acompañamiento musical a mi propuesta de esta tarde os dejo con Wand'rin' star, el tema principal de La leyenda de la ciudad sin nombre, el film de 1969 de Joshua Logan, un espléndido western musical ambientado también en un pueblo minero. Su intérprete, Lee Marvin, era también uno de los actores de la película junto a Clint Eatwood y Jean Seberg. 



El Hombre de Bodie se echó gaznate abajo media botella del mejor whisky que tenían en el Sol de Plata; así se limpió de polvo la garganta y se sintió más dispuesto a sonreír cuando Florence, la pelirroja del lugar, avanzó hacia él por la barra. Sí, se volvió y sonrió a la chica. Estoy seguro de que Florence jamás había visto un hombre tan alto y corpulento. Antes de que ella pudiera decir la primera palabra, el recién llegado alargó el brazo, metió la mano en el cuello de su vestido y se lo rasgó hasta la cintura, con lo que surgieron de un brinco sus pechos, desnudos bajo la luz amarillenta. Todos echamos hacia atrás nuestras sillas y nos levantamos a un tiempo: ninguno de nosotros había tratado ni mirado nunca de aquella manera a Florence, a pesar de que ella era lo que era. El saloon estaba lleno porque habíamos estado observando largo rato al tipo antes de que llegara al pueblo y entrara allí. 

El pueblo pertenecía al territorio de Dakota, y en tres de sus lados —este, sur y oeste— solo había millas y millas de llanuras. Por eso pudimos verlo llegar. Lo que más solía verse en aquellas extensiones era el movimiento del polvo en el horizonte de levante a poniente: caravanas de carretas que mellaban los confines de las llanuras con sus ruedas y dejaban detrás de ellas una larga nube de polvo, como una masa de excrementos sobre el borde de la tierra. Cuando un hombre cabalgaba hacia nosotros, levantaba en el aire un abanico que se ensanchaba cada vez más. Hacia el norte se alzaban colinas rocosas, y los filones que en ellas había eran un pretexto para la existencia del pueblo, aunque no un pretexto muy bueno. En realidad, no había otra excusa para que el pueblo estuviera en aquel lugar más que la natural necesidad de la gente de vivir acompañada. 

Así pues, cuando él entró en el Sol de Plata, varios de nosotros estábamos allí esperando para ver de quién se trataba. Era una insensatez porque, en esta tierra, es orgullo de todo hombre el no prestar atención a nada; por tal motivo, cuando el tipo le hizo aquello a la chica y se volvió para sonreírnos entre dientes, miramos hacia otro lado, tosimos o nos sentamos. Flo, entretanto, no podía creer lo que había sucedido; se había quedado boquiabierta y con los ojos de par en par. Entonces él le cogió la mano con que se apoyaba en la barra, le agarró de pronto la muñeca y le retorció el brazo hasta el punto de que se volvió y se doblegó a causa del dolor. Después, como si la chica fuera un osito domesticado, la obligó a andar delante de él en dirección a la escalera y, por ella, hacia una habitación del segundo piso. Cuando esta se hubo cerrado de un portazo, nos quedamos mirando hacia arriba, para oír finalmente los gritos de Florence, y nos preguntamos qué clase de hombre sería aquel para hacerla gritar de tal modo.

 
E. L. Doctorow. Cómo todo acabó y volvió a empezar