Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de febrero de 2015

JAVIER COMA. LAS CANCIONES DEL GRAN HOLLYWOOD
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que un miércoles más os ofrece una nueva recomendación de lectura desde Radio Universidad de Salamanca. Mi sugerencia de hoy viene vinculada al universo del cine, con la excusa de la reciente ceremonia de entrega de los Oscars correspondientes al año 2014, celebrada en Los Ángeles hace un par de días, en la madrugada española del 22 al 23 de febrero. Se trata de un libro, un magnífico libro, excepcionalmente editado, muy voluminoso, cerca de quinientas páginas repletas de muy valiosa información y con centenares de ilustrativas fotografías, en el que Javier Coma, uno de los mayores expertos cinematográficos de nuestro país, analiza, con profundidad y de manera exhaustiva, el casi inabarcable -aunque la impresionante obra desmienta el adjetivo- universo de las canciones de las películas, los temas musicales que tan destacado papel desempeñaron en el cine de la época dorada de Hollywood, contribuyendo incluso -más allá de un mero rol subsidiario de acompañamiento emocional o fondo sonoro de las tramas de los filmes- a complementar el desarrollo de las historias descritas -con una función y un objetivo, pues, auténticamente narrativos- en múltiples largometrajes, además de los específicamente musicales. Las canciones del gran Hollywood es el título de un volumen que en una edición, como digo, desbordante, monumental y bellísima, publicó la especializada editorial Notorius en 2010.
 
Javier Coma es bien conocido en nuestro país -y no sólo en él- por contar con una ingente bibliografía sobre el cine, el cómic, la novela negra, o las diferentes combinaciones de los distintos géneros. Con cerca de cincuenta libros publicados, algunos de ellos inexcusables obras de referencia, clásicos ya -pienso ahora en el imprescindible Diccionario del cine negro o en un para mí germinal Luces y sombras del cine negro que desde el inicial 1981 se ha reeditado más de una vez, aunque la última ocasión fue en un ya lejano 1990-, Coma, gran amante del jazz, se adentra por primera vez -que yo sepa- en el ámbito musical, con este Las canciones del gran Hollywood que está llamado a ser -lo es ya en sus escasos cinco años de vida- el título canónico sobre el tema objeto de su estudio.
 
Y llegado a este punto, y de un modo que probablemente os parecerá insólito por lo que -quizá- pueda suponer de cómodo expediente por mi parte, cierro aquí mi aportación personal a esta reseña, limitándome a ofreceros a continuación el texto casi íntegro del explicativo y clarificador preámbulo con el que Javier Coma (del que, formulado taxativamente, podríamos decir que ha visto todo y lo sabe todo y lo recuerda todo del cine, independientemente de lo que se supone una formidable labor de documentación) presenta el objeto, la intención, la estructura, el enfoque y las características principales de su obra. Son tan esclarecedoras sus palabras, reflejan de modo tan preciso el contenido del libro -y lo esencial de su espíritu-, que, creedme -lo comprobaréis tras su lectura-, sobra cualquier intento de glosa o aportación personal por mi parte. Tras dicha completa introducción, cómo no, una canción de las cerca de quinientas que se recogen en el texto. He elegido One for my baby (and one more for the road), en la versión que interpretó la exuberante Jane Russell en Macao, la no tan conocida película dirigida en 1952 por Josef von Stenberg, por infinidad de razones: por aparecer -obviamente- citada en el libro, por ser mencionada también por Joan de Sagarra en su entusiasta prólogo, por su condición de clásico indiscutible, y, claro está, por su propia belleza y también la de su intérprete.
 
Con la promesa de volver sobre este inagotable Las canciones del gran Hollywood en más de una emisión de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, os dejo ya con el extenso y muy interesante texto con el que Javier Coma abre su libro.
 
 
John Ford nunca rodó un musical. Pero su producción cinematográfica está repleta de canciones, y a lo largo del sector óptimo de su obra florece la trascendencia interna de abundantes melodías en cuanto ingredientes determinantes. Himnos, marchas y baladas han ofrecido además en el irrepetible mundo fordiano una red de apasionantes sugerencias y acotaciones donde a veces unos films conectan con otros y siempre brotan complementarios motivos para disfrutar en profundidad las propuestas del gran cineasta.
 
Pese a tan evidente realidad resulta muy poco frecuente que los estudios acerca de aquél incidan en los temas musicales con inscripción en sus películas. Y si eso sucede respecto a las mismas no es de extrañar que ocurra también, y aún en mayor grado, con relación a infinidad de films donde una u otra tonada exhibe sustancial rol en plena lejanía del cine musical. El presente libro intenta suplir la común carencia de atención, por parte de los historiadores y críticos cinematográficos, hacia las canciones insertas con objetivos narrativos en múltiples largometrajes valiosos. Parece claro, en contra del actual desinterés, que innumerables cintas con nítidos nexos con el antedicho género asignan a canciones específicas importante misión en lo referente a los significados del relato.
 
Conviene, tal vez, proponer algunos ejemplos como ilustración de la vigorizante presencia de canciones en películas no musicales. Así, el tema que Cary Grant y Katharine Hepburn cantan al leopardo de La fiera de mi niña, la marcha militar con energético efecto en el Séptimo de Caballería conforme avanza Murieron con las botas puestas, la melodía en boca del pianista negro en Casablanca, las frases entonadas por el hombre al que se ha emborrachado para facilitar la imprescindible amputación de una pierna en el bote de Náufragos, el alegre recurso de James Stewart y Donna Reed a un añejo motivo cuando regresan de la fiesta estudiantil de ¡Qué bello es vivir!, la tonada exhibida como particularmente propia por Rita Hayworth en distintas secuencias de Gilda, la balada que suena en off durante Solo ante el peligro, la pieza que Marilyn Monroe hace poner en el tocadiscos y ella misma interpreta poco después de arrancar Niágara, la copla marinera con emisión por Kirk Douglas prácticamente al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino, el himno religioso que Robert Mitchum reitera en La noche del cazador, la desesperada tentativa musical de Doris Day para recuperar al hijo secuestrado en las cercanías del desenlace de El hombre que sabía demasiado, el canto espiritual a cargo de Mahalia Jackson en la ceremonia fúnebre de Imitación a la vida, los coros que saludan el final del año en cinco casinos de Las Vegas mientras se realiza el quíntuple robo de La cuadrilla de los once, la composición ofrecida por Audrey Hepburn en la escalera de incendios de Desayuno con diamantes...
 
A simple vista se observa que las películas citadas -ninguna de John Ford- remiten a vertientes tan dispares entre sí como la comedia humorística, el western militar, el melodrama bélico, la comedia sentimental, el film noir, el western urbano, el suspense trágico, el cine de aventuras, el drama simbólico, la intriga de espionaje, el melodrama racial y la comedia satírica, sin presencia, por consiguiente, de género musical. Y no resulta difícil hallar ejemplos como los del párrafo previo fuera de esa última corriente cinematográfica; no hubo vínculos con la misma en las cintas que albergaron las canciones agraciadas con el Oscar entre 1950 y 1961 Mona Lisa (1950), High Noon (1952), Three Coins in the Fountain (1954), Love Is a Many-Splendored Thing (1955), Whatever Will Be, Will Be (1956), High Hopes (1959), Moon River (1961). Precisamente dicha etapa englobó un enorme auge del uso de piezas melódicas con expresión verbal en tendencias como el melodrama, el western, el film noir y el cine de aventuras.
 
Todo ello no quiere decir, por supuesto, que se omita en el texto aquí prologado el cine musical, a menudo cuna y hogar de tonadas merecidamente famosas. Pero subraya, en primer lugar, la dispersión de melodías por todas las áreas temáticas con cultivo en Hollywood y, en segundo término, la dedicación del presente libro a las canciones que adquirieron la condición de cinematográficas con independencia de aparecer o no en cintas musicales. Dado que la época fílmica en desfile por las siguientes páginas es la generalmente cualificada como la clásica del cine americano, la selección de tonadas a comentar se ha llevado a cabo según la norma de que las elegidas hubieran surgido, cantadas, en la pantalla entre los comienzos del sonoro y los años sesenta. Con vistas a la coherencia del universo resultante, se ha optado además por restringir el campo de piezas musicales a las americanas de nacimiento y de adopción y se ha excluido, en consecuencia, composiciones que, utilizadas por Hollywood, han mantenido identidad en consonancia con un origen en otros países y por medio de un idioma diferente del inglés: se prescinde, así, de melodías mexicanas, cubanas, y brasileñas en cuanto afecta lares latinoamericanos, y de piezas francesas e italianas en lo que atañe a zonas europeas.
 
Circunscribir el estudio, desde la perspectiva relacionada con el cine, a las décadas superlativas de Hollywood brinda, desde luego, la ventaja de poderse referir el discurso frecuentemente a brillantes secuencias de films memorables y a un entorno creativo de carácter global al que se considera la edad de oro de la cultura y de las artes en Estados Unidos. De ahí se desprende, inevitablemente, la percepción de refulgentes lazos entre los cineastas y los coetáneos autores de canciones: muchos de los últimos, como es sabido, trabajaron en mayor o menor grado para la pantalla y dejaron en la misma huellas indelebles. Ahora bien, resulta obvio que la industria fílmica no sólo se benefició de las piezas musicales que nacían al compás de la evolución del cine sino que usufructuó también, e incluso con más dilatado alcance, todo el amplísimo cosmos constituido por las canciones acumuladas en la tradición del país desde la guerra de independencia. En consecuencia, la historia de los temas melódicos se alza, por su propia extensión, como eje principal del presente libro.
 
Sin embargo, se ha pretendido introducir a lector en el mundo de la canción por medio de composiciones tan populares que surgen con asiduidad en la existencia cotidiana gracias a sus nexos con festividades, rituales, y épocas del año; además, se añade una primera visita, de cariz complementario, a determinadas baladas de índole amorosa. Así se despliegan los cuatro capítulos iniciales, componentes de la parte titulada la vida. Con un enfoque similar aunque con miradas específicas a Estados Unidos se desarrolla la segunda parte, denominada la nación en cuanto incluye la rememoración de himnos, marchas y tonadas que conciernen a la patria, a sus distintos territorios y a sus ciudades.
 
Tras estas dos secciones que cabría considerar como inaugurales, se afronta en la tercera, el pasado, la heterogénea tradición del siglo XIX, compuesta primordialmente por los himnos religiosos, las melodías de los juglares profesionalizados, las marchas de la guerra civil y las baladas propias de la colonización en sus diversas rutas. Por supuesto, la estructura del libro encauza el recuerdo al uso de dichas piezas musicales en el cine sonoro, lo que también ocurre durante una cuarta parte, la bella época, que atiende a las canciones con orígenes en Tin Pan Alley -como industria del ramo- y en el teatro neoyorquino -como privilegiada zona de difusión- durante los primeros decenios del siglo XX; con relación a los felices años veinte, se agrega una nueva visita, exigida por el aire de los tiempos, a las piezas asociadas con la realidad del amor.
 
El capítulo 16 abre una quinta parte, la revolución, donde cine sonoro y canción popular caminan en paralelo y con múltiples conexiones, lo que se produce también, a lo largo de los años treinta, respecto a Broadway e incide de modo particular en los senderos del período bautizado como la era del jazz. La sexta sección, los recodos, comienza con un capítulo acerca de los ligámenes entre las piezas musicales y la segunda guerra mundial; y en este terreno de temáticas específicas aparecen los inmediatos apartados, sucesivamente sobre París -musa de baladas y de secuencias cinematográficas- y en torno de las obras melódicas que obtuvieron el Oscar hasta 1961. Una parte postrera, los géneros, dirige la visión básicamente a la postguerra y a las vertientes fílmicas con superior relevancia en lo concerniente al empleo de canciones por Hollywood. Seis anexos materializan el cierre del volumen y aportan informaciones complementarias de interés evidente: se establece una lista esencial de biografías cinematográficas, se detallan numerosos doblajes de estrellas de la pantalla en escenas de canto, sigue un doble diccionario de compositores y letristas y, precediendo a la bibliografía, aparece un índice de los cinco centenares de canciones tratadas en el texto.
 
En lo que refiere a la selección de estas últimas, resulta necesario hacer constar que se ha recurrido a diferentes fundamentos, desde la calidad de las composiciones y letras hasta la trascendencia de la función narrativa en determinadas películas, sin olvidar acentuadas representatividades y significaciones. El enfoque del historiador ha prevalecido, por tanto, sobre un análisis regido estrictamente por los conceptos técnicos de la musicología, y en la rememoración ha predominado el ánimo de llevar a cabo un hermoso paseo por un universo fílmico-musical repleto de placeres poéticos; allí convivía el arte de los cineastas con el de los autores de canciones a lo largo de décadas bañadas por una excelsa creatividad y por un colosal auge de la cultura en Estados Unidos.
 
(...)Volvamos a John Ford, quien condujo con más palpable tenacidad y mayor lirismo la canción popular al cine no musical. Y clausuremos esta introducción al libro con unos pocos, pero muy elocuentes, recuerdos de comparecencias de tonadas en obras del fulgurante cineasta. El adiós musical de Shirley Temple a Victor McLaglen cuando éste agoniza en La mascota del regimiento. El baile de Henry Fonda y Jane Darwell, con la enunciación por el primero de palabras de la melodía en Las uvas de la ira. Los himnos espirituales berreados por la grotesca viuda de un predicador a lo largo de La ruta del tabaco. Las interpretaciones colectivas de los jinetes uniformados mientras cabalgan por la llanura durante Fort Apache y La legión invencible. Las baladas irlandesas que corean los habituales del bar de El hombre tranquilo. La canción en off que abre y cierra, respecto al errante personaje de John Wayne, Centauros del desierto. Y, con versión únicamente orquestal, el desfile de marchas ofrecido por la banda de West Point en homenaje al hombre que ha fundido su vida personal con el rumbo de la academia militar y que preside la emocionante conclusión de Cuna de héroes.
 
Qué bello resulta vivir y revivir estos compases, idóneos para revelar la profunda musicalidad del verde valle de Ford.
 

miércoles, 18 de febrero de 2015

JAVIER PÉREZ ANDÚJAR. LOS PRÍNCIPES VALIENTES; CATALANES TODOS
 
Hola, buenas tardes. Como todos los miércoles, aquí estamos en Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura que os ofrece semanalmente Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo la última novela -aunque como viene siendo costumbre últimamente en nuestro espacio, cada vez estoy menos seguro de la adscripción de una obra a tan dúctil género; en este caso, además, cabe dudar incluso de si se trata, en realidad, de una última obra- de Javier Pérez Andújar, un autor que, pese a presentar un currículum bastante notable con diversas publicaciones literarias y ensayísticas, y múltiples y variadas colaboraciones en los medios de comunicación, era para mí desconocido hasta que en 2008 presentó Los príncipes valientes, editado por Tusquets. Su más reciente obra, Catalanes todos, divertidísima e interesante, continuadora en cierto sentido, como luego explicaré, del espíritu de aquélla, apareció, también en Tusquets, hace unos meses.
 
Los príncipes valientes es, en una primera instancia y en esencia, una novela de iniciación, de iniciación a la vida y a la literatura, protagonizada por un chico, hijo de emigrantes, en la Cataluña de mitad de los setenta. Un chico, casi un niño, que empieza a dejar atrás su infancia e incorporarse a su juventud, en Sant Adrià, una ciudad industrial en la periferia barcelonesa. Pero en la novela hay muchas más cosas que esa quizá tópica evocación de una infancia perdida que la literatura permite recuperar entre recuerdos nostálgicos y remembranzas poéticas. Permitidme una enumeración apresurada de algunas otras facetas de la novela de Pérez Andújar por las que, sin duda, merece ser leída: la descripción de la áspera vida en los suburbios de aluvión en las grandes ciudades; la fotografía del paisaje industrial de una sociedad que crecía al ritmo frenético y desordenado de un desarrollismo caótico y brutal, con las fábricas grises, las chimeneas humeantes, las autopistas incipientes, las fantasmales torres del tendido eléctrico (el autor ha señalado, en alguna entrevista, que para él, sería más terrible que se desmantelaran las torres de la Fecsa que las de la Sagrada Familia), unas torres que reaparecerán -como mero telón de fondo aparentemente anodino- en un fragmento de Catalanes todos; el homenaje a los emigrantes que desde los años sesenta hicieron crecer a Cataluña, siendo, quizá, olvidados por ella en estos tiempos de nacionalismos rampantes, tan eficaces en la reescritura de la Historia; la recreación de la vida cotidiana en los setenta, con la magia de la televisión, cuando su relativa novedad la dotaba de un aura de misterio y ensoñación, los álbumes de cromos, la inevitable y algo sórdida escuela, los profesores anodinos y mediocres; el nacimiento de la conciencia política, con la alargada, y algo tétrica aún, sombra del franquismo y los mutilados de la guerra y la guardia civil, pero también las actividades clandestinas, las huelgas y las octavillas y las manifestaciones y las ansias de libertad en un barrio, en una ciudad, en una España, definitivamente grises y algo tristes y como cansados…
 
Y en medio de estos escenarios ‘externos‘ tan fácilmente identificables, pues constituyen también el marco de nuestras propias vidas, se narra la vida interior de este niño, cuyo retrato tiene mucho de la autobiografía del autor, y me atrevo a decir, de las de muchos de los que vivimos nuestra infancia o nuestra adolescencia en aquella época. El fluir de la conciencia interna de ese niño es el principal logro de la novela, más aun, a mi juicio, que la espléndida recreación de esos años y esos territorios urbanos. El relato del protagonista nos pone en contacto con sus sueños, con sus incertidumbres, con sus aspiraciones, con su natural evolución hacia la edad adulta. Y el vehículo a través del cual ese relato se desarrolla nos lleva, de nuevo, a la descripción, lírica y sin embargo fidedigna, de la época. Ese niño despierta a la vida mediante la fascinación de la lectura, de los tebeos, de los libros de quiosco, del cine de barrio, de las series televisivas. Y así, entre las páginas de la novela vemos aparecer, en un recorrido interminable y evocador, a Ivanhoe (Ivanoe, como pronunciábamos entonces), y Tarzán, al Capitán Trueno y King Kong, a Buster Keaton y al Capitán Nemo y a Kojak con su perenne chupa-chup y a Starsky y Hutch y sus coches vertiginosos y al teniente Colombo, sobre todo al Teniente Colombo, con una presencia esencial en la novela, siempre desgalichado y con su gabardina raída… y también a Pinocho y a la familia Ulises y a tantos otros… ¿recordáis aquella genial canción de Jaume Sisa, Qualsavol nit pot surtir el sol? La dejo como cierre a esta reseña para que la disfrutéis los más jóvenes de entre vosotros y para que lloréis un poco los más talludos.
 
En fin, un gran libro este Los príncipes valientes; cierto que especialmente interesante y conmovedor para aquellos que ya tenemos más de cuarenta años, pero igual de atractivo para cualquiera que desee encontrarse tanto con un magnífico retrato de aquella época previa a la muerte de Franco como con una historia llena de emoción y melancolía sobre el paso a la edad adulta.
 
Estas connotaciones de sentimiento y poesía, de ternura e introspección de Los príncipes valientes no afloran en Catalanes todos que guarda, sin embargo, muchas semejanzas con la novela hasta aquí comentada, singularmente la espléndida recreación de una época -aunque esta vez poniendo el foco en otros sectores sociales- y la crítica al falaz y desleal y egoísta y cínico y manipulador nacionalismo (Patria es una manera épica de llamar a la caja registradora, puede leerse en el texto). La peripecia editorial del libro merece un comentario previo. Pérez Andújar, encontró -al parecer- hace algún tiempo en Les Encantes -el rastro barcelonés- las colecciones completas correspondientes a los años 40 y 50 de la revista Hola. Repletas de crónicas de sociedad, abundantes en fiestas y celebraciones, bodas e inauguraciones, aniversarios y despedidas, pobladas de los protagonistas de la vida social de la Barcelona de aquellos años del franquismo, todo aquel material pedía a gritos una reelaboración literaria. Y así, publicó en 2002 la primera edición -que era también su primera obra editada- de este Catalanes todos, en donde, con el significativo subtítulo de Las 15 visitas de Franco a Cataluña, glosaba esas frecuentes apariciones del dictador en la capital catalana dando cuenta de una versión de la historia -por desgracia para el actual poder dominador en la comunidad autónoma, cruda y despiadadamente real- muy distinta a la que quiere hacer pasar por auténtica el imperante “movimiento” nacionalista; una historia en la que la burguesía local, los grandes nombres que generación tras generación llevan conformando el “cogollito” de la sociedad catalana y, por supuesto, las enfervorizadas masas -las mismas que hoy se manifiestan multitudinariamente a favor de la independencia-, aclamaban al generalísimo en calles y despachos, fábricas y oficinas, clubes sociales y organismos públicos. Doce años después, en 2014, cuando la desmemoriada soberbia nacionalista monopoliza la opinión pública, Pérez Andújar reescribe -con una no pretendida intención provocadora (y eso que a su juicio el lema del libro podría ser: Si oyes la palabra patriotismo sal corriendo)- aquella obra originaria y nos la ofrece -también en Tusquets- en dos grandes apartados seguida de una algo insólita nueva creación.
 
El primero de ellos, que conserva el título original, Catalanes todos, se articula sobre aquellas crónicas de las mencionadas visitas de Franco a Cataluña, aunque esta vez sobre una base novelesca, desarrollada en torno a un puñado de personajes de ficción cuya evolución, desde 1939, cuando las tropas franquistas “liberaron” Barcelona (incluso desde antes, desde la represión republicana tras el alzamiento faccioso del 36), hasta 2013, con la gran cadena humana independentista que cruzó la comunidad (en una nueva muestra de la facilidad con la que quien gobierna -sea cual sea su signo- moviliza a las masas), sirve de hilo conductor para “fotografiar” setenta años de la realidad de esa Cataluña aparentemente voluble -o peor aún: supuestamente sojuzgada por una España represora- en la que, sin embargo, las mismas familias llevan detentando el poder, gozando de sus privilegios e imponiendo su voluntad a sus conciudadanos desde hace décadas.
 
Con una tenue línea argumental y una trama novelística endeble, que parece una mera excusa construida para “colocar” los reportajes sobre las visitas de Franco, engarzándolos de un modo más o menos coherente, esta primera parte del libro resulta, sin embargo, excelente en lo que tiene de documentado retrato de la época -con multitud de referencias, como en Los príncipes valientes, entresacadas de la cultura popular-; de crónica fidedigna de la evolución de la sociedad catalana en aquellos años; de sonrojante constatación de los turbios negocios, del estraperlo, de los fraudes inmobiliarios, de las oscuras -y copiosas- fortunas hechas a partir de la connivencia con el régimen franquista de industriales y empresarios, de aristócratas y menestrales que abrazaron sin vergüenza -“cambiando de chaqueta” en muchos casos- la sangrienta causa del franquismo para medrar y enriquecerse (significativo, a este respecto, y desconocido hasta ahora para mí, el relato del trato de favor que recibió el Barça -cuyos directivos son ahora adalides del “movimiento” catalanista y entonces folklóricamente franquistas- por parte de las autoridades de un Franco que en la novela se nos muestra como un arraigado culé); de revelación de las maniobras que para perpetuarse en el poder acometieron esos mismos destacados representantes de la burguesía hoy día nacionalista y entonces entregada a Franco -los Trías, los Ramoneda, los Vila San Juan, los Samaranch (Samaranch es la escoria de la burguesía catalana, ha manifestado Pérez Andújar, en una entrevista reciente), los Pujol, los Ramonet, los Porcioles, los Godó, los Milá, los Sagnier, los Tusquets, los Rivière, los Senillosa, los Amat, los Sert, entre otros muchos apellidos de persistente reiteración en los actos sociales celebrados en Barcelona durante décadas, inmunes a los cambios de gobierno y aun de régimen-; de desvelamiento de la mixtificación nacionalista y de la falacia de un sobrevenido independentismo fundado en una disparatada lectura de la historia.
 
El segundo apartado, La dimisión, es una obra de teatro o, más exactamente, al decir del autor, un vodevil, una parodia desopilante que gira sobre el discurso en el que Adolfo Suárez comunica al pueblo español su dimisión en aquel ahora lejanísimo 1980. El propio Suárez y su mujer, Amparo Illana, el Rey, Santiago Carrillo, algunos de los principales ministros de UCD -Arias Salgado, Martín Villa, Fernández Ordóñez, Rodríguez Sahagún, Pío Cabanillas-, personajes “famosos” de la época, caso de Manuel Santana, Félix Rodríguez de la Fuente o Sancho Gracia en su encarnación como Curro Jiménez, así como figuras alegóricas como “El espíritu de la transición”, pululan por un escenario delirante en el que salen a la luz, entre diálogos surrealistas y referencias explícitas a Jardiel Poncela y los hermanos Marx, los conflictos que provocaron la dimisión de Suárez y la “autodestrucción” del partido entonces en el Gobierno. Estamos, obviamente, ante textos humorísticos -con un enfoque más sutil, más escondido en Catalanes todos, y abierto y desbordante en La dimisión- en los que la risa y en muchas ocasiones la carcajada nos obligan a interrumpir la lectura.
 
En fin, no hay ya tiempo para más comentarios. Os recomiendo francamente -si es que el adverbio es admisible en este caso- la lectura de ambos libros, Los príncipes valientes y Catalanes todos, con la coda de de este último, La dimisión, escritos por Javier Pérez Andújar y publicados por Tusquets. Os dejo, tal y como ya anticipé, con Qualsavol nit pot surtir el sol?, el clásico -al menos para los que eramos jóvenes en los años setenta- de Jaume Sisa.
 
 
Junto a la enciclopedia está el Quijote, y tiene las tapas rojas y duras, con el título impreso en letras doradas de un oro popular y de quiosco, y lleva la Q de su título acolchada y dibujando un yelmo o un baciyelmo. Ha llegado a casa dibujado, tebeizado en fascículos y, en el primer fascículo, lo que se ve pintado es a Don Quijote viejo y muy flaco que se pelea a espadazos con sus fantasmas. Es un Quijote muy bien caricaturizado, que ha sabido captar lo que tienen de sutil caricatura los personajes del libro. Desde antes que este Quijote en tebeos, y desde antes que uno mismo, hay en nuestra casa otro Quijote en un volumen, de tapas verdes y surcadas, y que es el Quijote que va a leerme mi madre en voz alta, y en el que va a enseñarme a mí a leer con el apremio de quien cree en la cultura como medio de progreso y prosperidad. Lee los capítulos del Quijote con voz de mujer de pueblo, y también con voz de niña que ha ido a la escuela republicana, y que luego se la han quitado. Mi madre lee el Quijote con la voz de los personajes del Quijote, que es la voz de la gente que conversa con quien le sale al paso en un camino o en un trayecto de autobús, y lo lee también con voz ligera de molino de viento, y con voz pausada de mula con manta, y con voz de queso y carne magra de quien ha pasado mucha hambre de pan, queso y carne, y asimismo con la voz llena de las claras ondas del viento del pueblo que avanza peinando lomas y barrancos, y con voz de azada que tropieza con los terrones y que tropieza con los renglones de cada párrafo, y con voz de serón viajero de quien se ha visto obligado a abandonar para siempre el sitio donde vive, y con voz digna y rústica de albarda, y cuando sale la palabra albarda en el Quijote, mi madre deja de leer y me pregunta: ‘¿Sabes lo que es una albarda?’, y entonces me lo explica, más para que lo vea que para que lo entienda, y prosigue leyendo.

miércoles, 11 de febrero de 2015

RICHARD DAVID PRECHT. AMOR. UN SENTIMIENTO DESORDENADO
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana quiero hablaros de un interesante libro que, a diferencia de nuestra pauta habitual, no pertenece al terreno de la narrativa propiamente dicha, ni al de la poesía que a veces también comparece en esta sección, sino que se trata de un ensayo, un texto divulgativo, profundo y también ameno, complejo pero asimismo asequible, erudito y sin embargo fácilmente asimilable para cualquier lector con una cultura mínima. Me refiero a Amor. Un sentimiento desordenado, que con un explícito y significativo subtítulo: Un recorrido a través de la biología, la sociología y la filosofía presentó en 2011 en nuestro país el filósofo, periodista y escritor alemán Richard David Precht, en una edición ofrecida por Siruela en su colección El Ojo del Tiempo en traducción de Isidoro Reguera. Una obra especialmente apropiada para sobrellevar con inteligencia y espíritu reflexivo estos días en los que nos asalta por doquier el empalagoso reclamo del estomagante y mercantilista San Valentín.
 
El amor es el tema preferido de los seres humanos. Novelas sin amor existen pocas; películas sin amor, menos. Aun cuando no siempre hablamos sobre el amor, siempre es importante para nosotros. Posiblemente no siempre fue así en la historia de la humanidad. Pero parece que así están ahora las cosas. Ningún desodorante deambula sobre el mostrador de una tienda sin una promesa de amor, y a ninguna canción pop se le ocurre otro tema importante.
El tema del amor es inmenso. Abarca casi todo. Desde “¿por qué existen siquiera hombre y mujer?” hasta “¿qué he de hacer para salvar mi matrimonio”. Y no tiene fronteras. Se puede amar a mujeres de ojos crepusculares o noches de luna llena en la taiga. Se pueden amar las propias costumbres y a hombres que presionan ordenadamente los tubos de pasta de dientes. Se pueden amar gatos siameses y filetes sangrantes, el carnaval de Colonia y la quietud de los monasterios budistas, la modestia, un coche deportivo y cada uno a su propio Dios. Todo esto puede amarse por separado. O paralelamente. E incluso varias cosas a la vez.
 
Así, de este modo tan sugerente, comienza el libro que hoy os comento. Y es que, en efecto, el amor es, quizá, el tema esencial de nuestra época. Y esta omnipresencia del sentimiento amoroso en tantos ámbitos de nuestra vida -tanto privada como pública- es el desencadenante que hace nacer la fascinante aventura que propone Precht en su obra. Su voluntad de desentrañar las principales claves que explicarían un fenómeno tan complejo y sutil, tan confuso y versátil, tan poliédrico y profundo, tan intenso y a la vez tan trivial, tan excepcional y sin embargo tan común, tan precioso y tan vulgar, tan real y simultáneamente tan quimérico, impulsan un ensayo en el que el autor se topa, de entrada, con la dificultad de escribir sobre un tema lleno de lugares comunes inexplicados, de sobreentendidos, de ideas recibidas no siempre plausibles, de tópicos populares -y también científicos- muchas veces infundados y, consecuentemente, rodeado de aristas, de perplejidades, de dudas, incluso de abismos insondables y enorme desconocimiento, pese a estar en boca de cualquiera de nosotros en miles de ocasiones en nuestras vidas.
 
Precht constata -como digo- en el prólogo a su libro esa dificultad de escribir sobre el amor, y ello opera como un acicate que estimula su investigación: A mí mismo me resultaba curioso explorar una galaxia y sondear un universo que nos resulta tan familiar y tan extraño a la vez. Pues, en primer lugar, el amor tiene que ver ante todo con nosotros mismos, en todo caso siempre más que con cualquier otro. Y, en segundo lugar, parece que pertenece al amor que se oculte en cierto modo al amante mismo. El amor no juega con las cartas al descubierto, y eso es bueno, naturalmente. Nuestro entusiasmo y obsesión, nuestra pasión y nuestra disposición sin compromiso al compromiso no florecen a la luz del día. Siempre necesitan la oscuridad que rodea al amor.
¿Cómo escribir un libro sobre ello? ¿Sobre algo tan privado, velado, maravillosamente ilusorio como el amor? Quede claro que de este libro no van a aprender nada que mejore sus habilidades en el dormitorio. Tampoco les ayudará en caso de dificultades de orgasmo y ataques de celos, penas de amor y pérdida de confianza en el compañero. No elevará su atractivo. Y no contiene sugerencia alguna y apenas buenos consejos para la convivencia diaria en pareja. Aunque quizá pueda contribuir a que usted se vuelva más consciente de unas cuantas cosas que antes le resultaban poco claras; a que tenga ganas de sondear con mayor exactitud este reino loco en el que (casi) todos queremos vivir. Y posiblemente piense usted conmigo un poco en las reacciones que ha consolidado como normales y supuestas. Quizá tenga ganas de proceder en el futuro de forma un poco más inteligente; aunque, naturalmente, sólo si quiere y cuando usted quiera.
 
Dentro de esta complejidad que supone el acercamiento al controvertido asunto del amor, la diversidad de enfoques -y, consiguientemente, la confusión que de ello se deriva- desde los que se ha analizado “académicamente” la cuestión constituye otro de los presupuestos desde el que se cimientan las tesis del libro. Biólogos genetistas y filósofos, sociólogos y químicos, científicos de la naturaleza y científicos del espíritu -en definitiva: “todo el mundo ilustrado”- han escrito sobre el amor, encarando de manera radicalmente opuesta las principales manifestaciones del fenómeno amoroso: fidelidad y compromiso, fluctuaciones sentimentales, fascinación mutua de los géneros, diferencias entre sexos, emociones y sexualidad, vinculación y dependencia, apego y procreación, promiscuidad y deseo, afectividad y pertenencia y compromiso y libertad. En Amor. Un sentimiento desordenado, el filósofo alemán se abre paso entre esta maraña de visiones diferentes ofreciéndonos algo de luz sobre las respectivas cuotas de razón y mixtificación que presenta cada una de ellas.
 
Y ese análisis de Precht, elaborado a partir de su formación filosófica, se hace desde una perspectiva ecléctica confesada de principio: Se puede decir: me intereso por el espíritu desde la perspectiva científico-natural y por la naturaleza desde la científico-espiritual. Me agradan igualmente el sobrio afán de claridad de las ciencias de la naturaleza y el inteligente “no obstante...” de las ciencias del espíritu. No pertenezco a ningún grupo y no tengo a nadie que defender. No creo que haya sólo un acceso privilegiado a la verdad. No soy un naturalista que considere que el ser humano es explicable desde una perspectiva científico-natural, ni un idealista que piense que se puede prescindir del saber de las ciencias de la naturaleza. Creo que se necesitan ambas cosas: la filosofía sin la ciencia natural está vacía. La ciencia natural sin la filosofía está ciega.
 
Partiendo de esta muy estimable libertad de criterio, Pretch construye su obra estructurándola en tres grandes bloques. En el primero (Mujer y hombre) se investigan los fundamentos de las teorías biológicas que con una enorme popularidad en nuestros días se ofrecen como explicación de los comportamientos amorosos. Así, en los cinco capítulos que integran esta parte se analizan, respectivamente, el origen (¿cifrado en nuestra “animalidad” primigenia, en nuestra evolución en el Pleistoceno, en nuestra cultura actual?) de las diferencias de género, el peso de la herencia genética en los papeles que desempeñan los distintos sexos en el fenómeno amoroso, las características que definen los modos de actuación sexual de hombres y mujeres, las diferencias cerebrales entre sexos y su pretendida repercusión en el modo de encarar el amor, y, por último, el peso de la cultura y de las construcciones sociales de la modernidad en la configuración de los roles vinculados al género.
 
La segunda sección de la obra (El amor) se centra directamente en el tema que da título al libro. Partiendo de la base incuestionable de que no siempre el amor es simplemente una emoción, el autor se interroga: Pero ¿qué es entonces? ¿Qué sucede en realidad en nuestro cerebro cuando amamos? Y ¿qué cambia cuando el enamoramiento se transforma en amor? En el primer capítulo de esta parte, se analizan ciertos aspectos biológicos de la “inefable” emoción estudiando, entre otros ejemplares animales, las prácticas amorosas de los campañoles de la pradera y los de sus parientes de los montes, de los caballitos de mar y de las ratas, de los grillos mormones y las ranas flecha venenosa panameñas para concluir afirmando que no es la preferencia sexual simplemente biológica (…) la que decide sobre la reproducción sexual del ser humano, sino un manojo de sentimientos fuertes. Ellos nos diferencian de los animales inferiores “por el influjo del amor y los celos, por el reconocimiento de lo bello en el sonido, en el color o en la forma y por el ejercicio de una elección”. Con el amor aparece una cualidad completamente nueva en el mundo. Ella sería el motivo seguramente más importante de que el ser humano no se reproduzca según la lógica de los criadores de ganado vacuno. Y así, “redimensionando” la componente biológica del amor, en el resto de los apartados de esta sección se constata, en capítulos sucesivos, que las diferencias más importantes entre hombres y mujeres tienen que ver menos, en definitiva, con la química que con las ideas de sí (…) y con las antiguas huellas de la niñez, aprendiendo con ello que el deseo de amor no sólo manifiesta proximidad y ligazón, sino también agitación e incluso a veces distancia; que el amor, por tanto, no es completamente desinteresado y es algo totalmente diferente al mero compañerismo, que el amor concita muy diferentes anhelos y representaciones, que en el trato diario adquieren el formato de un «código» bastante fijo, siendo así el amor un juego con expectativas o, más exactamente, con expectativas esperables y por eso también esperadas.
 
Por último, en la tercera parte del libro (El amor hoy) se analiza la multitud de implicaciones, tanto personales como sociales que afectan al amor en nuestros días. En capítulos encabezados por rúbricas muy sugerentes: “¿Enamorado del amor? Por qué siempre buscamos más amor y encontramos menos”, “Comprar amor. Romanticismo como consumo”, “La querida familia. Qué queda de ella y qué cambia”, “Sentido de la realidad y sentido de la posibilidad. Por qué el amor sigue siendo tan importante para nosotros”, Precht estudia diversos aspectos que conforman la vivencia amorosa en nuestros días, como, por ejemplo, la infinidad de expectativas -la principal de ellas la de la autorrealización- que hoy depositamos en el amor; la desmesurada exigencia por la que nos imponemos la compulsiva búsqueda de la pasión y el sentimiento amorosos; la dimensión mítica, religiosa, que adjudicamos al no siempre desinteresado sentimiento en nuestras sociedades actuales; la conversión del amor en una “emoción” de consumo que, consecuentemente, opera como un elemento de distinción y reconocimiento social; la omnipresencia de la sexualidad en los distintos escenarios de nuestra sociabilidad con sus inevitables corolarios de banalización e indiferencia; la proliferación de nuevos modelos familiares (las familias patchwork) y su coexistencia con la nostálgica añoranza de una familia clásica que, en realidad y al decir del autor, “nunca existió”; la necesaria aceptación del carácter intrínsecamente desordenado del amor y, por ello, de su complejidad y contradicciones: Cualquier estado de ánimo intenso provoca su contrario. En nuestra vida todo recibe su valor de esa contraposición: no hay sentimiento de fusión sin sentimiento de soledad; no hay romanticismo sin saber de la rutina y lo profano; no hay alegría de vida sin saber de la pena y el dolor; no hay bienaventuranza sin mortalidad.
 
Ante tal sentimiento desordenado y confuso, naturalmente paradójico, las preguntas seguirán acosándonos por muchas aproximaciones teóricas que hagamos al asunto: ¿Sabemos siquiera nosotros mismos lo que queremos, lo que realmente es bueno para nosotros? Y, cuando nos perfumamos y estilizamos y caracoleamos en los modernos arrecifes de coral de la vida nocturna, con sus peces payaso y percas del paraíso, morenas reticuladas y tiburones martillo, ¿realmente nos buscamos a nosotros mismos, o más bien, como afirma Umberto Galimberti, “a otro, que fuera capaz de romper nuestra autonomía, cambiar nuestra identidad y convulsionar sus mecanismos de defensa”.
La respuesta es de doble filo y contradictoria. El animal con la vida sexual y emocional más extraña, del que se ha hablado en este libro, la mayoría de las veces busca todo y lo contrario de todo. Cariño y lejanía, cercanía y distancia, emoción y tranquilidad, fuerza y debilidad, conmoción y afirmación.
 
Y por ello, en definitiva, tras casi cuatrocientas páginas (que incluyen una exhaustiva bibliografía, infinidad de notas y un extenso índice onomástico) de razones y argumentos, de erudición y teoría, de inteligencia y ciencia, Amor. Un sentimiento desordenado sólo puede cerrarse con la constatación del carácter inefable del amor. Por un lado, en la bellísima anotación -transcrita por Pretch en las últimas páginas del libro- que hace Franz Kafka en su diario, el 22 de octubre de 1913, reflejando el encuentro azaroso con una joven suiza en un viaje al sur: La dulzura de la tristeza y del amor. Recibir de ella una sonrisa en el barco. Esto fue lo más hermoso de todo. Siempre sólo el deseo de morir y el mantener-se-aún; únicamente eso es amor. Por otro, en uno de sus párrafos postreros, casi un haiku que no respetara las condiciones métricas: La mano de mi esposa está ya en el cerco de la puerta. Tras la ventana es tarde-noche de domingo. Un atardecer sobrehilado en oro. Nubes en el cielo invernal; un trozo de Antártida en el camino a casa. Mi mujer sonríe, vamos a salir a cenar. Acabo. ¿Qué más decir?
 
Como complemento musical a mi reseña, una canción espléndida que, cómo no, habla del amor: Wicked game, de Chris Isaak. Un clásico que permite, además, celebrar de manera especialmente emotiva esta significativa edición, la número doscientos, de Todos los libros un libro.
 
 
 
La basílica de San Marcos de Venecia es un edificio famoso. Construido en los siglos XIII y XIV en estilo bizantino, cinco poderosas cúpulas campean sobre la capilla del palacio de los Dogos de Venecia, más tardía. Más de quinientas columnas antiguas de mármol, pórfido, jaspe serpentino y alabastro guarnecen la fachada y el interior. Pero lo más espectacular realmente son los numerosos mosaicos sobre fondo dorado. A ellos se debe el nombre de «basílica dorada», que se adjudica a San Marcos. Año tras año la visitan cientos de miles de turistas.
 
En 1978 se personaron en ella dos visitantes muy especiales: los biólogos evolucionistas estadounidenses Richard Lewontin y Stephen Jay Gould. Al contemplar las numerosas arcadas de columnas de la cúpula, se encendió su interés. Pero no se interesaron por las arcadas mismas, sino por el espacio entre ellas. Se encuentren donde se encuentren dos arcadas, siempre aparece un triángulo apoyado sobre un vértice. Los historiadores del arte llaman a ese triángulo «tímpano», en inglés spandrel. Desde el punto de vista arquitectónico los tímpanos son un producto colateral, no intencionado pero necesario, del modo de construcción de arcos. En San Marcos están ricamente decorados con mosaicos, pues, ya que necesariamente habían de estar ahí, se utilizaron ornamentalmente con profusión.
 
Cuando Gould y Lewontin estaban ante los tímpanos se les abrió una luz: en arquitectura hay cosas que no son intencionadas pero a pesar de ello son imprescindibles. ¿No podría suceder exactamente lo mismo en biología? ¿No era ésa la clave que explicaba por qué en la naturaleza hay una profusión de formas tan increíble? ¿No puede un gen transportar una información provechosa, o sea, el arco de medio punto, y de paso uno o varios tímpanos a la vez? Ambos biólogos acuñaron un nuevo concepto científico. Tras Gould y Lewontin se llama spandrels a las propiedades, aptitudes y características no necesarias biológicamente para la supervivencia.
 
Lewontin y Gould utilizaron ese concepto no sólo para órganos innecesarios u ornatos sin función en la naturaleza; lo aplicaron también a los seres humanos. Su ejemplo más importante es la religiosidad. Es muy difícil ver una ventaja evolutiva en que alguien crea en Dios. Pero desde un determinado grado de inteligencia y sensibilidad los seres humanos fueron capaces evidentemente de producir rendimientos que supuestamente no necesitaban para nada. Produjeron spandrels a raudales, como adehala de otras adaptaciones, por decirlo así. De este modo, es de suponer que el conocimiento de la propia mortalidad y el miedo ante la muerte surgieran como consecuencias de la capacidad de autorreflexión. La capacidad de autorreflexión pudo haber sido ella misma un spandrel, surgido de la capacidad, necesaria para la supervivencia, de inteligencia social en el grupo étnico. Eso significa: dado que entendían tanto, nuestros antecesores comprendieron un día también que eran mortales. Y esta desazón había que combatirla, y lo hicieron por medio de la religión. En otras palabras: la propia fe que produjo la basílica de San Marcos con sus tímpanos es, pues, un spandrel.
 
Lewontin y Gould no aplicaron su teoría (por lo que yo sé) al amor. Pero si es correcto que la capacidad de amor surge de la relación madre-hijo, entonces es posible que cualquier otro uso sea asimismo un spandrel. La sensibilidad y la inteligencia pudieron llevar a los seres humanos a extender su círculo de acción emocional más allá de la familia más cercana. Puntos de partida para ello ya existen, según Jane Goodall, en los chimpancés y otros antropoides: los animales cultivan relaciones individuales entre ellos. La capacidad de amor se extendió a otros miembros del grupo, a «amigos» y también, efectivamente, al otro género.
 
Si esto es correcto, el amor entre hombre y mujer no sería nada más que un «residuo lógico» de la relación madre-hijo en grupos familiares y étnicos sensibles e inteligentes. La relación madre-hijo es el arco, el amor entre hombre y mujer el triángulo. En ese sentido nuestra capacidad de amor entre los géneros sería, es cierto, el resultado de una adaptación, pero de una adaptación que no era estrictamente necesaria. En sentido genético-evolutivo, el amor genérico sigue siendo una «gratuidad inocua». ¡Pues sin amor también las cosas funcionan entre hombre y mujer!
 
Que el amor sea un spandrel, como la religión, explicaría también por qué ambas cosas van tan a menudo y de modo tan grato estrechamente unidas. El amor a Dios, a Jesús, a María, a la fe, a una única verdad: apenas hay una disciplina que demande tanto acopio de amor como la religión cristiana. En el islam no es completamente diferente. Psicológicamente, tanto la religión como el amor satisfacen la misma necesidad de felicidad, afirmación, orientación, confianza, desahogo anímico y cobijo; necesidades que sobrevinieron al ser humano en el momento en que aprendió a reflexionar con éxito sobre sí y sobre su lugar vacilante en el mundo.
 
Una vez que existió, el amor de género se reveló como una importante superficie de proyección de la necesidad de seguridad y estabilidad interior. Los amantes, da exactamente igual que se trate de amigos, hermanos o de una mujer u hombre queridos, buscan cosas que compartir. Sensaciones compartidas proporcionan seguridad. Es muy posible que esa seguridad buscada y proyectada en el acto de compartir se convirtiera en algún momento en un motor de la evolución. Cuanto más crecía la sensibilidad y más se implicaba en su radio de alcance y esfera de acción, más impresionante y diferenciado se hizo el comportamiento social. Ningún ser vivo dispone de tantas fuentes de empatía y amor como el ser humano.
 
Después de todo esto resulta absurdo discutir sobre si el amor de género es biológico o cultural, pues ¿dónde estaría exactamente el paso? La cultura es la continuación de la biología con medios propios, pero los medios mismos fueron en algún momento biológicos. Así pues, el problema es sólo una cuestión de perspectiva: ¿los sonidos de un tambor son causados por el tamborilero o por el tambor?
 
Es falso desde un punto de vista biológico ver en el amor sólo una treta de la naturaleza para engendrar, mediante la sexualidad, la mejor descendencia posible. Pues también sin amor se pueden tener hijos hermosos, que no necesariamente se tienen con amor. Muchos que se quieren no mantienen una sexualidad especialmente satisfactoria. Y a veces experimentamos algún momento de sexo grandioso con seres humanos a los que no queremos. Quizá el ser humano busque en ocasiones, efectivamente, lo mejor para sus genes. Pero, esencialmente, lo que hace más a menudo es buscar con su compañero un hobby o deporte en común, un gusto semejante para la televisión, el cine o la música, los mismos lugares de vacaciones y los mismos restaurantes preferidos; y todo eso no tiene valor alguno desde el punto de vista biológico-evolutivo. El amor entre hombre y mujer es más que la suma de sus componentes. Es una magnitud propia sin función biológica clara, un spandrel ornamental de complejidad y belleza impresionante.
 
Desde una perspectiva biológico-evolutiva, el amor no es, pues, un sentimiento ordenado, sino «desordenado». Y ese desorden, como veremos, no es sólo biológico-evolutivo. Además, el hecho de que en el uso cotidiano del lenguaje incluyamos el enamoramiento y el amor a largo plazo (a veces incluso el deseo sexual) en una misma y única palabra, «amor», convierte a éste en un asunto tan confuso como desordenado. ¡Puesto que cada uno de ellos se da también sin el otro! Deseo, enamoramiento y amor no crecen juntos. Es verdad que podrían coincidir en nosotros en una relación con una persona amada, ¡pero no siempre lo hacen y la mayoría de las veces tampoco por mucho tiempo!
 
Ya a nivel hormonal, deseo, enamoramiento y ligazón son tres asuntos completamente diferentes. Por lo que se refiere a la química corporal son tan extraños entre sí como gentes que se conocen muy fugazmente. Pero precisamente eso plantea algunas cuestiones fundamentales sobre cómo se relaciona propiamente todo ello: emociones y química, sentimientos e ideas. En otras palabras: ¿Cómo la química del cerebro se convierte en algo tan inconcebiblemente complejo como una idea de amor?

miércoles, 4 de febrero de 2015

JAVIER CERCAS. EL IMPOSTOR
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana mi propuesta es un tanto superflua, pues se centra en un libro que ha sido tan publicitado, tan vendido, sobre el que se ha escrito tanto, tantas reseñas, tantos artículos, tantos reportajes televisivos, tantas crónicas en otras emisiones radiofónicas que, a estas alturas, no sólo no queda nada por decir de él sino que incluso cualquier nueva mención a su particular planteamiento literario, a las conexiones e interdependencias con otras obras de otros autores, a los entresijos de su interesante estructura, a los detalles de su trama argumental o siquiera a su título puede resultar consabida y hasta enojosa por la sobresaturación a que nos hemos visto condenados hace unos meses, cuando se publicó en nuestro país. Con estos antecedentes tan disuasorios, os diré que me permito, sin embargo, afrontar esta reseña y aconsejaros su lectura (la del libro; mi comentario podéis obviarlo) porque, al margen del interés intrínseco de la obra -ya suficientemente ponderado en tantos ámbitos-, mis palabras sobre él me darán la ocasión de hablaros además de algunos otros títulos con los que guarda muchos paralelismos y que son también excelentes. Pero vayamos ya con la referencia, pues se está haciendo de rogar con tanta introducción. Se trata -quizá lo habéis adivinado- de El impostor, la por ahora última publicación de un Javier Cercas de cuya exitosa trayectoria literaria destacan la “inaugural” Soldados de Salamina y la muy vendida Anatomía de un instante, dos novelas -¿lo son?- con muchas concomitancias con esta de la que ahora os hablo.
 
La historia que se cuenta en El impostor es bien conocida. Cercas nos relata la insólita trayectoria vital de Enric Marco, el anciano español que durante tres décadas en las que en infinidad de congresos, conferencias, entrevistas, apariciones televisivas, presentaciones en medios de comunicación, comparecencias ante organismos públicos e instituciones había paseado por el mundo entero su condición de deportado en la Alemania de Hitler, de superviviente de los campos de concentración nazis (esta reseña aparece, además, muy oportunamente, pocos días después de que se hayan conmemorado, en Auschwitz, los setenta años de la liberación de este otro siniestro territorio del horror), de presidente -durante tres años- de la gran asociación española de los supervivientes, la Amical de Mauthausen, fue desenmascarado en 2005, gracias a la labor comprometida y paciente del historiador Benito Bermejo que reveló no solo su inventada estancia en los campos sino la completa fabulación, el enorme fraude en que había consistido su vida entera. Javier Cercas, interesado en el personaje desde que se divulgó su singular experiencia y lo falso de su imagen real, ya había escrito algún artículo sobre él y, ahora, con una mezcla de curiosidad y escepticismo, de interés y rechazo, de fascinación y repulsa, se adentra en El impostor en la investigación del enigma de su compleja y aparentemente inconcebible personalidad.
 
A partir del desvelamiento público de su notoria y principal mentira, la indagación en la vida del octogenario comienza a revelar infinidad de otras invenciones, embustes, engaños y simulaciones (Marco es básicamente un pícaro, un charlatán desaforado, un liante único, maestro en generar confusión y en manejarse dentro de ella). Enric Marco miente hasta en la fecha de su nacimiento (el 12 y no el 14 de abril de 1921, cifra que elige para dotar a su biografía, ab initio, de una casual pero significativa pátina republicana), miente en su nombre, que cambia varias veces a lo largo de su existencia, miente en el hecho de su deportación a Alemania tras la guerra civil, miente en lo referido a su detención por las autoridades de Hitler, miente en su supuesto confinamiento en los campos, miente en su pasado de comprometido militante antifranquista, miente a sus mujeres, a sus amigos, a sus allegados, a sus supuestos compañeros de padecimientos en la forzada -e inexistente en lo que a él respecta- esclavitud nazi, miente al resto de españoles, miente al mundo entero. La historia entera de Marco es inventada o, siendo más preciso, parcialmente recreada a partir de su vida real, cuyos datos se entreveran con la ficción de su relato de modo que contribuyan a reforzar la verosimilitud de su versión impostada. Y así, su vida imaginaria, según la cual había escapado clandestinamente a Francia al final de la guerra civil, había sido detenido en Marsella por la policía de Pétain y luego entregado a la Gestapo, había sido deportado a Alemania y confinado en el campo de Flossenbürg, cerca de Múnich- [se entrelaza] con la historia verdadera -según la cual había ido a Alemania, sí, aunque como trabajador voluntario en el marco de un convenio entre Hitler y Franco, y había pasado varios meses encarcelado, sí, aunque en un penal común y corriente de Kiel, al norte del país. O como más abiertamente señala Cercas en otro momento del libro: Para ocultar su propia realidad (o para ocultarse a sí mismo), a lo largo de su vida Marco se reinventó muchas veces, pero sobre todo dos. La primera vez lo hizo a mediados de los años cincuenta y lo hizo a la fuerza: entonces cambió de oficio y de ciudad, cambió de mujer y de familia y hasta de nombre; dejó de ser viajante y recuperó su empleo de mecánico, abandonó Barcelona por Hospitalet, dejó a Anita Beltrán y los Beltrán por María Belver y los Belver, dejó de ser Enrique Marco y se convirtió en Enrique Durruti o Enrique el mecánico. La segunda gran reinvención de Marco se produjo a mediados de los años setenta, cuando Franco acababa de morir y empezaba a abrirse paso la democracia, pero esta vez Marco se reinventó porque quiso y sobre todo se reinventó mejor. La razón fundamental es que descubrió el poder del pasado: descubrió que el pasado no pasa nunca o que por lo menos el suyo y el de su país no habían pasado, y descubrió que quien domina el pasado domina el presente y domina el futuro; así que, además de cambiar de nuevo y por completo todas las cosas que había cambiado durante su primera gran reinvención (su oficio y su ciudad y su mujer y su familia y hasta su nombre), decidió cambiar también su pasado.
 
Como puede suponerse a partir de esta somera aproximación a la excepcional existencia de Enric Marco, el personaje, por sí solo, es lo suficientemente poliédrico y ambiguo, complejo y subyugante, como para que la mera transcripción -aun aséptica y neutra- de sus “peripecias” revistiera una innegable y poderosa fuerza literaria. Sin embargo, el principal interés del libro no reside tanto, a mi juicio, en la propia historia, sin duda apasionante, del impostor cuanto en la “construcción” que a partir de ella elabora un inspirado Javier Cercas.
 
Al igual que hiciera en sus dos anteriores libros mencionados, Soldados de Salamina y Anatomía de un instante (que también os recomiendo fervientemente), el autor mezcla realidad y ficción, combina experiencia personal y datos objetivos, inserta a familiares, amigos y conocidos entre el elenco de personajes de sus libros, se inmiscuye él mismo en la novela como un protagonista más, utiliza recursos literarios y enfoques narrativos de géneros diversos, levanta una extensa trama de relaciones y vínculos entre el objeto de su estudio y otros libros, otros autores, otros personajes literarios, y todo ello para -con las mentiras de Enric Marco como potente metáfora- reflexionar acerca de la impostura, la aberración moral y la necesidad de comprender el mal, las relaciones entre verdad y literatura, la finalidad, el objeto y el sentido de la escritura, la memoria histórica, nuestra transición, el estado de la democracia, el narcisismo, individual y colectivo, como signo de los tiempos y su correlato natural, la funesta prevalencia de lo kitsch, de la falsificación en las sociedades contemporáneas, hasta llegar, incluso, a explicar la convulsa situación actual de este nuestro país sumido en una crisis institucional y de identidad -de consecuencias más graves que la meramente económica- sin precedentes. Y es todo este juego de conexiones e interdependencias, de planos y frentes y enfoques diversos por los que se desarrolla el libro, lo que -en una enésima y consabida ya, aunque pese a ello interesante, ampliación del territorio de la novela- convierte a El impostor en una brillante muestra de las enormes posibilidades que ofrece el género, en estos días un verdadero “contenedor” capaz de acoger en su seno infinidad de propuestas disímiles y heterogéneas, colindantes -como demuestra singularmente el libro de Cercas- con la historia, el documento periodístico, la biografía, la autobiografía, el ensayo, la investigación de corte detectivesco y, por supuesto, la pura ficción.
 
Aunque no se trata, tan sólo, del planteamiento teórico desde que el autor encara su obra, porque esta opción “rompedora” del esquema convencional de la novela -que por un lado la diluye en otros géneros y a la vez amplía sus fronteras hacia ellos- es también una cuestión de estilo. Frente al modelo canónico -si es que tal estricto e incontaminado concepto ha existido alguna vez- de la novela tradicional del siglo XIX, con su narrador omnisciente, la trama fluyendo nítida desde la libérrima creación de su autor, los personajes como marionetas en sus manos, Cercas maneja un estilo que acentúa esta sensación de ruptura de la novela convencional, un estilo en el que sobresalen las repeticiones, los recursos para poner distancia entre el narrador y lo que se cuenta, los “dice” constantes que denotan de manera simultánea el alejamiento del narrador de la voz de su protagonista y la permanente duda acerca de la verosimilitud de sus palabras, los frecuentes cambios en el plano temporal, la disposición alternativa de los capítulos (aunque sólo en la primera parte de la obra): los pares dando cuenta de la vida “histórica” de su personaje y los impares en los que el propio Cercas relata su trayectoria en la escritura del libro.
 
Pero la peculiar apuesta novelística de Javier Cercas se fundamenta sobre todo, como digo, en la permanente imbricación entre realidad y ficción. Y así, el relato de la vida de Enric Marco va avanzando entre constantes “apariciones” de Vargas Llosa, Fernando Arrabal o Claudio Magris (que aparecen en el espíritu de sus obras literarias y en sus palabras y su “encarnación” reales), citas y glosas del Quijote, menciones a Primo Levi o Tristan Todorov, referencias a Emmanuel Carrère o Truman Capote, autores que en su obra han ilustrado la confrontación entre la rígida -y en el fondo imposible- sujeción a la verdad histórica y la libre invención de la “mentira” literaria, convirtiendo sus libros -algunos también “biografías”- en un permanente juego de espejos entre la realidad y ficción. Pienso -y aprovecho mi reflexión para recomendaros también todos estos otros títulos- en Limonov (ya comentado aquí) o El adversario de Carrére; pienso en A sangre fría de Capote; pienso en las tres breves -y geniales- aproximaciones biográficas que hace Jean Echenoz a las vidas de Maurice Ravel (Ravel), el atleta Emil Zátopek (Correr) o el ingeniero e inventor Nikola Tesla (Relámpagos); pienso en la reciente -y espléndida- última novela, Como la sombra que se va, que escribe Antonio Muñoz Molina, a partir -entre otros motores de su libro- de la peripecia vital de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King; pienso también -aunque el planteamiento es algo distinto- en Marcos Ordóñez y su Big time: La gran vida de Perico Vidal, del que os hablaré dentro de algunas semanas.
 
Y si abrimos la lista de influencias e interdependencias de la obra de Cercas a aquellos autores que se han colocado ellos mismos como personajes de sus propios libros, dando cuenta en ellos -a la vez que del avance de la trama que narran- del desarrollo de su proceso creador, nos encontramos con más de un nombre esencial en el fecundo crecimiento de la novela -frente a quien se obstina en darla por muerta- en los últimos tiempos: la formidable saga autobiográfica de Karl Ove Knausgård, seis libros (de los cuales los dos primeros, Mi padre y Un hombre enamorado, ya se han publicado en nuestro país y serán objeto de una de mis reseñas en los próximos meses); El balcón en invierno, de Luis Landero, que también aparecerá aquí próximamente; el propio Marcos Ordóñez, con su formidable Un jardín abandonado por los pájaros; la recreación de la infancia, adolescencia y juventud de Coetzee en su trilogía sudafricana, Infancia, Juventud y Verano; la obra entera de Sebald, impregnada de su poderosa e inteligente presencia; y hasta el último Javier Marías, insertando episodios de la vida de su propio padre en su más reciente novela, Así empieza lo malo.
 
En fin, no hay ya tiempo para más. Cierro aquí mi comentario de esta semana recomendándoos con pasión no sólo El impostor, el inteligente -y controvertido (no dejéis de leer la demoledora crítica de José Luis García Martín en su blog)- texto de Javier Cercas, sino la obra de los muchos autores citados -y tantos otros que no he podido mencionar- que con sus novelas se replantean y cuestionan la naturaleza del género, contribuyendo a expandir sus límites de una manera muy sugestiva y fecunda. Os dejo con una pieza musical, muy ajustada al tema del libro reseñado, Everybody lies a little, Todo el mundo miente un poco, de B.B.King.
 
 
¿Qué es entonces Enric Marco? ¿Quién es Enric Marco? ¿Cuál es su enigma último?
 
En las charlas y entrevistas de su época de la Amical, mientras contaba su falsa vida heroica, emocionante y aventurera, Marco se presentaba a sí mismo como una encarnación de la historia de su país, como un símbolo o un compendio o, mejor, como un reflejo exacto de la historia de su país; tenía razón, aunque por razones exactamente opuestas a lo que él pensaba.
 
Marco fue un joven obrero anarquista en la Barcelona de la Segunda República, cuando la mayor parte de los jóvenes obreros de Barcelona eran anarquistas, y siguió siéndolo en la Barcelona del principio de la guerra, cuando triunfó en la ciudad una revolución anarquista. Marco fue un soldado cuando la mayoría de los jóvenes españoles eran soldados, durante la guerra civil. Marco fue al final de la guerra civil un perdedor que, como la inmensa mayoría de los perdedores, aceptó a la fuerza la derrota y trató de escapar a sus consecuencias disolviéndose en la multitud, escondiendo o enterrando su pasado bélico y anarquista y sus ideales juveniles. Marco escapó al servicio militar, que era lo que casi todos los jóvenes de su edad deseaban hacer, y durante la segunda guerra mundial se marchó a Alemania, que por entonces era un país de oportunidades, el país que, según decía todo el mundo en aquellos años, iba a ganar la guerra. Marco volvió de Alemania cuando ya todo el mundo estaba seguro de que Alemania iba a perder la guerra. Marco vivió el franquismo como lo vivió la inmensa mayoría de los españoles, creyendo que el pasado había pasado, sin rebelarse contra la dictadura, aceptándola implícita o explícitamente, aprovechándose en lo posible de ella para llevar una vida lo mejor posible, a ratos la vida de un marido y padre de familia común y corriente, a ratos la vida de un pícaro y un vividor, a ratos pasando apuros económicos y a ratos, sobre todo a partir de los años sesenta, disfrutando de la prosperidad burguesa de coche, casa propia y apartamento en la playa de la que entonces tanta gente empezó a disfrutar. Como casi todo el mundo, Marco comprendió en los años sesenta que el franquismo no iba a ser eterno y que el pasado no había pasado del todo, y empezó a explotar, inventándola, su olvidada o aparcada o enterrada juventud republicana, y a la muerte de Franco, cuando rondaba los cincuenta años de Alonso Quijano, celebró como la mayoría de la gente el retorno de la libertad y se dispuso a disfrutar de ella y se politizó a fondo y se reinventó por completo falsificando o maquillando o adornando su pasado, se dio un nuevo nombre y una nueva mujer y una nueva ciudad y un nuevo trabajo y una vida nueva. Y en los años ochenta, como tanta gente una vez pasada la transición de la dictadura a la democracia, Marco se despolitizó y sintió de nuevo que el pasado había pasado y que ya no podía explotar el suyo y, mientras la democracia se asentaba y se institucionalizaba, regresó como tanta gente a la vida privada y canalizó su actividad o sus inquietudes sociales y políticas no a través de un partido político sino de una organización cívica. Por fin, en la primera década del siglo, el pasado volvió con más fuerza que nunca, o al menos lo pareció, y, como mucha gente, Marco se lanzó a la llamada recuperación de la llamada memoria histórica, se sumó con entusiasmo a ese gran movimiento, usó la industria de la memoria y la fomentó y se dejó usar por ella, buscando en apariencia afrontar su propio pasado y el de su país, exigiéndolo en realidad, cuando en realidad no estaban haciendo, él y su país, más que afrontarlo sólo en parte, lo justo para poder dominarlo y no afrontarlo de verdad y poder usarlo con otros fines. Así que, en el fondo, Marco tenía razón al decir en sus charlas que la historia de su vida era un reflejo de la historia de su país, pero no la tenía porque la historia de su vida guardara la más mínima relación con la historia que él contaba —una historia poética y rutilante, llena de heroísmo, de dignidad y de grandes emociones—, sino porque era sobre todo la historia que él ocultaba —una historia prosaica y vulgar, llena de fracasos, indignidades y cobardías—. O, dicho de otro modo, si Marco hubiera contado en sus charlas su historia verdadera, en vez de contar una historia ficticia, narcisista y kitsch, hubiera podido contar con ella una historia mucho menos halagadora que la que contaba, pero también mucho más interesante: la verdadera historia de España.
 
Así que eso es lo que es Marco: el hombre de la mayoría, el hombre de la muchedumbre, el hombre que, aunque sea un solitario o precisamente porque lo es, se niega por principio a estar solo y siempre está donde están todos, que nunca dice No porque quiere caer bien y ser amado y respetado y aceptado, y de ahí su mediopatía y su feroz afán de salir en la foto, el hombre que miente para esconder lo que le avergüenza y le hace distinto de los demás (o lo que él piensa que le hace distinto de los demás), el hombre del profundo crimen de siempre decir Sí. De modo que el enigma final de Marco es su absoluta normalidad; también su excepcionalidad absoluta: Marco es lo que todos los hombres somos, sólo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizás es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se le han quitado todas las capas de piel y ya no es nada, un lugar donde confluyen todos los significados, un punto ciego a través del cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución, un misterio transparente que sin embargo es imposible descifrar, y que quizás es mejor no descifrar.