Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

JONATHAN FRANZEN. LIBERTAD

Hola, buenos días. La propuesta de lectura que hoy quiero haceros es, pienso, superflua y redundante. Superflua porque es tal el éxito de la novela de la que voy a hablaros, ha sido tan grande su repercusión mediática, son tantos los comentarios, las reseñas, las críticas que se han publicado sobre ella, que todo está dicho ya, no se necesita ninguna aportación adicional, el libro está analizado exhaustivamente, escudriñado hasta el último resquicio, desentrañadas sus claves más escondidas, descritas sus influencias, explicadas sus propuestas, examinada su estructura, estudiados sus personajes, aclaradas sus implicaciones, investigadas sus referencias. Y por ello mismo, todo cuanto pueda deciros ahora sobre él resulta redundante, pues ¿qué podré aportar yo, un lector convencional sin los recursos de tantos críticos y comentaristas que se han ocupado de la obra, de novedoso u original sobre ella? No sé, literalmente, qué decir. Y es por ello que la angustia ante el papel en blanco, que tantas veces me acomete cuando empiezo a escribir una de estas reseñas, es ahora acuciante. Y no será porque Libertad, la última novela del estadounidense Jonathan Franzen, publicada el pasado 2011 por la editorial Salamandra en estupenda traducción de Isabel Ferrer, no dé motivos, con sus seiscientas sesenta y siete páginas, con sus tres intensos y complejos protagonistas principales, con el relato de varias décadas de la vida de una familia media norteamericana, con los muchos temas que toca y la cantidad de ramificaciones hacia las que se abre, no ofrezca “motivos” para infinidad de apreciaciones. Pero, creedme, esa opresión en el pecho -en el cerebro, en realidad- que a menudo uno siente ante el folio aún inmaculado, está causada, muy a menudo, y de manera paradójica, por la gran cantidad de aspectos que se agolpan en mi mente esperando ser reflejados, convenientemente sistematizados, en mi modesta crónica. ¿Cómo seleccionar, cómo discriminar, cómo elegir? El siempre agudo Iñaki Uriarte, de cuyos diarios os hablaré dentro de algunas semanas en estas páginas, escribe en una de las entradas correspondientes al año 2005: Escribir es como descomprimir un archivo “zip”. Son las cinco y media de la tarde y me instalo ante el ordenador sin una idea clara de lo que voy a hacer. Tal vez anotar algo sobre las dos últimas líneas apuntadas en el cuaderno: “El príncipe de Ligne visita a Voltaire” y “Cita en Kierkegaard”. Como estoy tranquilo, antes de nada, me preparo un café. Recostado en el asiento, pongo los pies encima de la mesa. Y ahora tardaré al menos una hora en descomprimir y poner por escrito lo que me ha pasado por la cabeza en dos minutos, mientras bebía el café con la mirada distraída en las hojas del ficus. Pues bien, he ahí -con las salvedades y diferencias inevitables- la perfecta descripción de la posición de la que parto en el momento en que encaro la elaboración de esta reseña. Cierto que Uriarte habla de tranquilidad mientras que mi estado anímico en estas situaciones es de angustia, pero ello es debido a los muy distintos temperamentos de cada uno porque, en esencia, el fenómeno es, creo, similar en ambos: ¿cómo “descomprimir”, cómo sintetizar, resumir, dar salida de un modo organizado y con una estructura clara y ordenada a la infinidad de ideas, impresiones, sensaciones, que han circulado, erráticas, difusas, aparentemente inaprensibles por mi pensamiento mientras leía la novela y sus múltiples críticas posteriores?
 
En fin, Libertad es, empezaré por lo que a mi juicio resulta más evidente, una novela magnífica, deslumbrante, capaz de atenazarte, de atraparte entre su escritura arrebatadora. En las numerosas reseñas del libro que he releído estos días se repite la por otro lado obvia deuda que Franzen tiene con los escritores del siglo XIX, con esas novelas torrenciales en las que habitamos durante las semanas que dura su lectura; se habla, en particular, de Tolstoi y su Guerra y Paz, que lee alguno de los personajes. Como ocurre con las obras de los clásicos rusos, de Flaubert o Stendhal, de Victor Hugo o Zola, uno se adentra, durante días, enfebrecido, en las aparentemente interminables páginas de la novela confiando en que de verdad lo sean, que no tengan fin, que podamos seguir con sus protagonistas muchas horas más, entregados a ellos, conviviendo con ellos, seducidos por la potencia narrativa de la prosa del autor.
 
Lo sustancial del libro, a mi juicio, el elemento, el rasgo que mejor describe la esencia de esta desbordante Libertad, son los dos planos -uno íntimo, más subjetivo, más claramente inventado, inequívocamente adscrito al territorio de la ficción literaria, y otro objetivo, “externo”, más “real” (¡¡con qué cuidado hay que utilizar el resbaladizo vocablo!!), más documental o incluso político- que se imbrican y alimentan e interrelacionan y se impregnan el uno en el otro hasta resultar casi indiscernibles (en el fondo lo son, son la misma cosa) en el muy fluido relato de Franzen.
 
Por un lado, la trama argumental de la novela se sustenta en la descripción de la vida de los Berglund, una familia típica del Medio Oeste americano, que parece trasunto de la del propio Franzen y cuyo estereotipo tantas veces hemos visto representado en las películas y las series de televisión estadounidenses, con sus idílicas casas en las áreas residenciales, sus amables relaciones de vecindad, los coches aparcados con las llaves puestas en la rampa de acceso al garaje, los niños correteando en bicicleta por las amplias calles arboladas, toda esa clásica representación -esa felicidad de calendario a lo Norman Rockwell, tan fácilmente envidiable- del sueño americano. Pero la estampa así dibujada no se queda, en el minucioso y exhaustivo, en el profundo retrato que hace el novelista, en la mera imagen superficial, sino que vemos también los conflictos del matrimonio, las problemáticas relaciones con los hijos que crecen, las dificultades de la amistad, los estragos que provoca el paso del tiempo, las crisis existenciales y de pareja, las pesadillas de la infancia, los sueños rotos, el éxito y el fracaso, esos temas tan “made in USA”. American beauty, la espléndida película de Sam Mendes, ha estado revoloteando en mi cabeza durante la lectura del libro. También, aunque ésta sólo en otro plano, meramente formal, Mujeres desesperadas, la exitosa ficción televisiva de la que confieso no haber visto más que algún episodio aislado (aunque suficiente como para encontrar los paralelismos con ese mundo de urbanización residencial que tan bien nos narra Libertad).
 
El núcleo central de esta familia “emblemática” lo constituyen Patty y Walter, un matrimonio de mediana edad (en el momento en que nos encontramos con ellos, al comienzo de la novela; aunque conoceremos su vida desde sus respectivas infancias, y aun antes, a través de las historias de sus antecesores, y los acompañaremos hasta su entrada en la vejez), y sus hijos, Joey y Jessica. Walter, estudiante aplicado y responsable en sus años universitarios, es ahora un abogado comprometido, entregado a la defensa de causas (casi) perdidas. Patty, sobresaliente jugadora de baloncesto en su juventud, es ama de casa, campa con eficacia y resolución por su dominio residencial de Ramsey Hill, la casa de los Berglund, y aparece, si la observamos de modo neutro, como el entomólogo a sus insectos, desde fuera de las fronteras de ese espacio idílico, aparece, digo, como un ejemplo luminoso de la perfección conyugal, familiar y hasta social, un prototipo “modélico”, la alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable, con su solidaridad y preocupación por los vecinos, su progresismo no demasiado ostensible, su implicación sin embargo algo enfática en la mejora del mundo. El adolescente Joey es un chico problemático, o al menos lo es desde la perspectiva de sus padres, pues muy pronto, a los quince años, abandona el hogar familiar para instalarse en la casa aledaña con Connie, la jovencísima hija, casi una niña, de los envidiosos vecinos. A la natural preocupación de los padres por esta temprana deserción se une el espanto y el rechazo porque el chico abraza además las detestables y reaccionarias -para ellos, ostensiblemente demócratas- ideas republicanas. Jessica, la hija, brillante intelectualmente, tiene, quizá por su carácter menos complicado, una muy reducida participación en la trama. El elenco de caracteres principales se completa con Richard Katz, un bohemio e independiente músico de country y rock. Mujeriego y solitario, Richard es el mejor amigo de Walter desde sus años universitarios, cuando compartieron habitación, y acompaña -con vivencias muy significativas, primordiales para todos los afectados, que no puedo, que no quiero, contar aquí- a la pareja protagonista a lo largo de toda su vida.
 
Estas tres existencias principales -cuatro, si contamos a Joey- se muestran en el libro, como digo, no sólo desde una visión más o menos ligera o superficial, describiendo tan sólo los aspectos externos de sus vidas, los acontecimientos, los sucesos, los hechos. Muy al contrario, la maestría de Jonathan Franzen nos permite penetrar en el territorio más íntimo de esas personalidades. Se trata, e insisto en que aquí está uno de los grandes logros de la novela, de un ejercicio de indagación espiritual, podríamos decir, de profundísima inmersión, hasta extremos abisales, en los más hondos recovecos del alma de Patty, Walter y Richard. Sus miedos, sus anhelos, sus deseos, sus sueños, sus ansias, sus pasiones, sus opciones vitales, sus arrepentimientos, sus frustraciones, sus inseguridades, sus culpas, sus errores, en suma la agudísima conciencia de cada uno de ellos que les lleva a analizar sus propias vidas, sin lenitivos edulcorantes, sin paliativos, sin coartadas, descarnada y sinceramente, fluyen a lo largo de la obra en una especie de autopsia metafórica que nos permite contemplar el núcleo más recóndito y auténtico de los personajes. Veamos algún ejemplo de esta descarnada introspección en esos sentimientos. El narrador observa a Walter, que se cuestiona sus proyectos vitales, las ideas que han sustentado su existencia, y que se debate entre la fidelidad a su esposa y el amor de su secretaria, Lalitha: No sabía qué hacer, no sabía cómo vivir. Cada cosa nueva con la que se cruzaba en la vida lo impulsaba en una dirección que lo convencía plenamente de que era la correcta, pero de pronto surgía ante él otra cosa nueva y lo impulsaba en la dirección opuesta, que también se le antojaba correcta. No había en su vida una línea argumental, se veía a sí mismo como la bola puramente reactiva de una máquina del millón, en un juego cuyo único objetivo era seguir vivo por el mero hecho de seguir vivo. Echar a perder su matrimonio y seguir a Lalitha le había parecido irresistible hasta el momento en que se había visto a sí mismo personificado en el maduro compañero de trabajo de Jessica, como otro americano blanco que consumía en exceso y se creía con derecho a más y más y más: vio el imperialismo romántico presente en el hecho de enamorarse de una mujer joven y asiática, una vez agotadas sus provisiones nacionales. Lo mismo podía decirse de la trayectoria que había seguido durante dos años y medio con la fundación, convencido de la solidez de sus argumentos y la rectitud de su misión, para acabar pensando, esa mañana en Charleston, que no había hecho más que cometer errores garrafales. Y lo mismo podía decirse de la iniciativa de la superpoblación: ¿qué mejor manera había de vivir que acometer el reto más crítico de su época? Un reto que le parecía falso y estéril cuando pensaba en su Lalitha con las trompas ligadas. ¿Cómo vivir?
 
Con capítulos en los que la narración se centra en uno u otro de los protagonistas, con episodios que se reiteran, aunque contemplados desde los distintos puntos de vista de quienes los han vivido, con una inteligente combinación de pasado y presente, de saltos en el tiempo, con partes del libro narradas en una convencional tercera persona y otras -a mi juicio las mejores, las más convincentes, emotivas, elocuentes y conmovedoras- en las que Patty escribe su autobiografía, en una suerte de ejercicio terapéutico recomendado por su psicoanalista, esta dimensión “privada” de Libertad es magnífica, apasionante, fuertemente adictiva.
 
Pero no hay tal dimensión privada, en sentido estricto, en la novela, o sí la hay pero, como he dicho, indiscernible de su vertiente “pública”. Porque las vidas de los personajes de Libertad se desarrollan en un contexto social, político (de la política interna norteamericana y por extensión de la mundial), que no es un mero telón de fondo de la trama, sino que resulta muy relevante en su no siempre fácil -y a veces torpe y confundido- deambular por el mundo. Y así, en la novela cobran un protagonismo capital los atentados del 11 de septiembre, la invasión y la guerra de Irak (y con anterioridad la de Vietnam), las políticas de Clinton y Bush y luego Obama (antes las de Nixon, mencionado en alguna de las frecuentes ocasiones retrospectivas del libro), los enfrentamientos entre republicanos y demócratas, entre conservadores neo-cons e izquierdistas liberales, todo ello en el ámbito estrictamente estadounidense. Y en una dimensión más universal, en Libertad se nos habla -a veces de un modo quizá excesivo, quizá tedioso, rompiendo, quizá, el natural discurrir de la narración (pero de ocurrir es de modo muy ligero, no molesto y casi irrelevante)- de los problemas derivados de la globalización, singularmente los relativos a la superpoblación del mundo y sus casi inevitables corolarios: el exceso de consumo, la codicia insensata y destructiva de los políticos, las emisiones de carbono, la expansión urbanística y la degradación del medio ambiente (con especial énfasis, en Estados Unidos, en la saturación de las zonas residenciales, lo que constituye otro ejemplo de cómo ambos planos, el de la vida personal de los protagonistas y el de la política, se superponen), la sobreexplotación pesquera de los océanos, la destrucción de los bosques, la desaparición de innumerables especies animales, la dependencia del petróleo. E igualmente hay referencias al genocidio y la hambruna en África, a los cien millones de pobres en el Paquistán nuclear, a los asentamientos ilegales en Israel, a las clases marginadas radicalizadas en el mundo árabe. Y esas menciones a todos estos problemas no son, insisto, meras alusiones circunstanciales o accesorias, sino que, como he dicho, interesan, preocupan, condicionan y hasta forman parte de la vida de los personajes.
 
En particular, es en el personaje de Walter en el que podemos encontrar lo esencial de este juego de frentes interrelacionados. Walter, instalado con solidez aparente en su cómoda normalidad laboral y familiar, acaba convirtiéndose en un comprometido activista de una fundación, presumiblemente altruista pero en el fondo de una dudosa moralidad, una muy oscura financiación y unos propósitos nada nobles (pero él, idealista, lo desconoce), que bajo la pretendida y bienintencionada voluntad de salvación de una rara especie de ave, la reinita cerúlea (el propio Franzen es un extraordinario conocedor y amante de los pájaros), de su más que previsible extinción, encubre ávidos e inconfesables y millonarios intereses mercantiles. Y tal y como puede deducirse de modo tenue en el fragmento anteriormente transcrito, los conflictos existenciales del hombre maduro se mezclan con las implicaciones políticas y sociales de su labor militante y corren en paralelo a la crisis de fondo de la sociedad norteamericana y del mundo actual. Y en todos los casos -también con los otros protagonistas- el sentido último de la noción de libertad aparece cuestionado, el autor nos hace que nos planteemos una y otra vez en el curso de la novela qué se esconde realmente tras ese ambicioso concepto, cuáles son sus límites, cómo es constantemente malbaratado y utilizado en beneficio propio por los individuos y los distintos círculos sociales, por los grupos de interés y de presión, por los políticos y hasta las naciones. La libertad es un coñazo -dice un personaje, algo cínico, relativizando pro domo sua la importancia del trascendental valor universal-, y por eso es tan importante que aprovechemos la oportunidad que se nos ha presentado (...). Conseguir, por cualquier medio a nuestro alcance, que una nación de personas libres se desprenda de su lógica defectuosa y se adhiera a una lógica mejor.
 
En fin, no puedo extenderme más. Gran novela, esta Libertad, de Jonathan Franzen, que edita Salamandra. No deberíais perdérosla. Disfrutaréis de unas intensas jornadas de lectura apasionante, ampliará vuestra perspectiva del mundo, os ayudará a conocer mejor el alma humana. No parece poco, en estos tiempos de ligereza y superficialidad. Os dejo también con Shady Grove, un clásico del folklore norteamericano que el atractivo y siempre algo melancólico Richard Katz interpreta en un momento de la novela, y que aquí escucharemos en la versión de David Holt y Doc Watson.
 
 
Cogió Guerra y paz y se fue al montículo cubierto de hierba, con la vaga y antigua finalidad de impresionar a Richard con su cultura, pero estaba atascada en un pasaje militar y no paraba de leer la misma página una y otra vez. Un pájaro melodioso cuyo nombre Walter había intentado enseñarle hasta la desesperación, un zorzalito, o algo por el estilo, se acostumbró a su presencia e inició su canto en un árbol justo encima de ella. Sus trinos eran como una idea fija que no podía quitarse de su cabecita.
 
Se sentía así: como si una partida de combatientes de la resistencia, bien organizada e implacable, se hubiese reunido al amparo de la oscuridad de su mente, y por tanto era absolutamente vital impedir que el foco de su conciencia iluminara cualquier sitio cerca de ellos, ni siquiera por un segundo. Su amor por Walter y su lealtad hacia él, su deseo de ser buena persona, su comprensión de la eterna competencia entre Walter y Richard, su valoración sobria de la personalidad de Richard, y sencillamente la total mezquindad implícita en el hecho de acostarse con el mejor amigo del esposo de una: estas consideraciones superiores estaban listas para aniquilar a los combatientes de la resistencia. Y por eso debía mantener las fuerzas de la conciencia distraídas. Ni siquiera podía plantearse cómo iba vestida -tuvo que apartar al instante de ponerse una prenda sin mangas especialmente favorecedora antes de llevarle a Richard el café y las galletas de media mañana, tuvo que descartar la idea en el acto-, porque el menor asomo de coqueteo normal y corriente atraería el haz del reflector, y el espectáculo que éste iluminaría sería demasiado repulsivo y vergonzoso y deplorable. Aun cuando a Richard no le causase repugnancia, se la causaría a ella. Y si él lo notaba y le llamaba la atención al respecto, tal como lo había hecho en cuanto a la bebida: desastre, humillación, lo peor. Ahora bien, su pulso sabía -y se lo revelaba con su aceleración- que probablemente no surgiría otra ocasión como aquélla. No antes de que ella estuviese ya claramente cuesta abajo en el sentido físico. Su pulso registraba la conciencia encubierta y nítida de que al campamento de pesca de Saskatchewan sólo podía accederse mediante biplano, radio o teléfono por vía satélite, y que Walter no la llamaría en los siguientes cinco días a menos que hubiese una urgencia.
 
Dejó la comida de Richard en la mesa y se fue a la cercana aldea de Fen City. Vio lo fácil que era tener un accidente de tráfico, y se abstrajo tanto en imaginarse a sí misma muerta y a Walter llorando junto a su cuerpo mutilado y a Richard consolándolo heroicamente, que estuvo a punto de saltarse el único stop de Fen City; apenas oyó el chirrido de los frenos.
 
¡Todo estaba en su cabeza, todo estaba en su cabeza! Lo único que le daba esperanza era lo bien que ocultaba su agitación interior. Había estado un poco ensimismada y nerviosa los últimos cuatro días, pero se había comportado infinitamente mejor que en febrero. Si ella misma era capaz de mantener ocultas sus fuerzas oscuras, en buena lógica cabía pensar que quizá existían en Richard las correspondientes fuerzas oscuras que él conseguía ocultar igual de bien. Pero ése era ciertamente un mínimo atisbo de esperanza; era la manera de razonar de las personas dementes absortas en fantasías.
 
Se detuvo ante la exigua selección de cervezas nacionales de la cooperativa de Fen City, las Miller y las Coors y las Budweiser, e intentó tomar una decisión. Cogió un pack de seis en la mano como si pudiera juzgar por adelantado, a través del aluminio de las latas, cómo se sentiría si las bebiera. Richard le había dicho que debía aflojar un poco con la bebida; ebria, él la había encontrado desagradable. Volvió a dejar el pack en la estantería y se obligó a alejarse hacia zonas menos tentadoras de la tienda, pero resultaba difícil planear la cena con ganas de vomitar. Volvió a la estantería de las cervezas como un pájaro que repite su canto. Las diversas latas tenían distintas ornamentaciones, pero todas contenían la misma bebida barata y de baja graduación. Le pasó por la cabeza ir hasta Grand Rapids y comprar vino de verdad. Le pasó por la cabeza volver a la casa sin comprar nada de nada. Pero ¿en qué situación estaría entonces? La invadió una sensación de hastío mientras permanecía allí inmóvil, vacilante: una premonición de que ninguno de los posibles desenlaces inminentes le proporcionaría tanto alivio o satisfacción como para justificar aquella desdicha que le aceleraba el corazón. En otras palabras, vio qué implicaba haberse convertido en una persona profundamente infeliz. Así y todo, la autobiógrafa ahora envidia y compadece a esa Patty más joven que estaba allí en la cooperativa de Fen City y creía inocentemente haber tocado fondo: que, de una manera u otra, la crisis se resolvería en el transcurso de los siguientes cinco días.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

RUY CASTRO. BOSSA NOVA. LA HISTORIA Y LAS HISTORIAS

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Desde aquí, desde el 89.0 de Radio Universidad de Salamanca, os traigo cada miércoles una nueva recomendación de lectura, seleccionando para vosotros un libro, siempre de calidad, que según mi personal criterio pueda ser de vuestro agrado. Parto de la presuntuosa base, permitidme esta pequeña confidencia, de que los libros que a mí me gustan pueden interesar también a cualquier persona. No me considero alguien con un especial conocimiento literario, no soy un crítico, ni un experto, ni un profesional de la literatura, soy un aficionado a la lectura, un entusiasta devorador de libros, como probablemente lo seáis muchos de vosotros, y por ello estoy persuadido de que las novelas, los poemas, los cuentos, los ensayos que a mí me apasionan, me seducen, me conmueven o me emocionan, necesariamente deben -en la mayor parte de los casos- produciros a muchos de vosotros los mismos benéficos efectos.
 
Hoy quiero presentaros un libro de difícil adscripción en esa casi siempre algo reduccionista catalogación por géneros, pues se trata de un texto que, siendo de manera principal una obra divulgativa, es, a la vez, un exhaustivo y muy documentado reportaje periodístico; es una crónica histórica, modesta pero fidedigna, de una época muy relevante de la vida de un país, Brasil, en las décadas de los 40, 50 y 60 del pasado siglo; es un ensayo, ligero y nada denso, pero instructivo y revelador, sobre un estilo de la música brasileña, la bossa nova, que no sólo ha cambiado el modo de hacer música en el país sudamericano, sino que ha impregnado la escena musical en el mundo entero, de Estados Unidos a Japón, y todos los géneros, del jazz al pop; es, por último, una narración apasionante, que se lee como una novela, pues nos cuenta las vidas de unas decenas de personajes que protagonizaron hace ahora cincuenta años un cambio fundamental no sólo en el arte sino también en la vida y las costumbres de toda una nación.
 
Pero vayamos con el libro, que con tanto prolegómeno aún no os he dado cuenta de su referencia. Se trata de Bossa Nova. La historia y las historias, su autor es el periodista brasileño Ruy Castro y aunque su primera edición en Brasil es de 1990, y la más reciente, también en dicho país, de 2001, ha sido publicado en España, con traducción de José Antonio Montano, por la Editorial Turner el pasado 2008, coincidiendo con el quincuagésimo aniversario de la aparición de Chega de saudade, la canción de Joâo Gilberto que, de manera unánime, pasa por ser el origen de ese movimiento musical que convulsionó la sociedad brasileña a partir de 1958: la bossa nova. Con esa misma intención conmemorativa dejadme apuntaros también otra referencia del mismo autor, esta no traducida aún al castellano. Se trata de Ela é carioca, una completísima enciclopedia, con decenas de sugestivas entradas, centrada en A Garota de Ipanema, La chica de Ipanema, la legendaria creación de Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim, que este verano cumple también cincuenta años. En los pasados días veraniegos me he acercado al original en portugués; espero daros cuenta aquí de sus muchos puntos de interés si llega a traducirse en España.
 
Chega de saudade vio la luz en el año 1958, primero, en abril, en la versión de Elizete Cardoso, y meses después, en agosto, en un LP (no sé si todavía os dice algo esta denominación), con la interpretación genuina de su autor, Joâo Gilberto. Ruy Castro recoge en su libro las circunstancias, los acontecimientos, las historias, las peripecias, las anécdotas que desembocaron en esa canción y ese disco que inauguraron la bossa nova. Remontándose a 1948, el autor nos sitúa en Juazeiro, un pequeño pueblo de Bahía, de donde era originario el compositor. Y desde ahí, y con una desbordante profusión de datos, de referencias, de informaciones, Ruy Castro cuenta la vida no sólo del propio Joâo Gilberto, sino de una innumerable multitud de músicos, compositores, artistas, editores, jóvenes estudiantes, locutores de radio, presentadores de televisión, cantantes, instrumentistas, fervorosos fans, periodistas, que protagonizaron una etapa de una formidable efervescencia cultural en Río de Janeiro y en Sao Paulo. Unos personajes que forman parte ya de la historia musical del siglo XX: Antonio Carlos Jobim, Vinicius de Moraes, Astrud Gilberto, Chico Buarque, Nara Leâo, Sylvia Telles, Roberto Carlos… Pero aparecen también, aunque sólo sea de manera tangencial, otros destacados exponentes de la cultura, la política y la vida social brasileñas, como el arquitecto Oscar Niemeyer o el presidente Juscelino Kubistcheck o el poeta Carlos Drummond de Andrade o tantos otros.
 
El libro rastrea los orígenes musicales del fenómeno, los conflictos con los músicos tradicionales, el intento de alejamiento de formulas sonoras arcaicas, la influencia del samba, del samba-canción (este énfasis en el matiz resulta muy interesante para quien, como yo, es profano en la materia, un mero aficionado), de la música popular brasileña, del jazz (aparecen músicos como Stan Getz, Barney Kessel, Ella Fitzgerald, Sara Vaughan), también de los crooners norteamericanos, singularmente Frank Sinatra o Nat King Cole, el descubrimiento y el significado del término bossa nova, ‘nueva manera’, ‘nuevo ritmo’. Se ilustra con profusión de anécdotas la peculiar técnica guitarrística y vocal de los músicos que fraguó en la aparición de la bossa nova; genial, en este sentido, la historia de Joâo Gilberto, cantando desde el descansillo exterior de su piso, por ver si desde una habitación interior llegaba a ser escuchado, en su afán de cantar cada vez más suavemente, de un modo más íntimo, más tranquilo … lo que conferiría a la bossa uno de sus rasgos distintivos, esa delicadeza, esa cierta languidez que caracterizan a los mejores exponentes del movimiento. Ruy Castro, aunque más joven que los protagonistas, parece haber vivido a su lado esa época, porque da cuenta de interioridades, conversaciones, cotilleos, borracheras, discusiones, chascarrillos... que sólo habiendo estado presente parece posible relatar. Ello da idea de la excelente labor periodística del autor, de la ingente documentación manejada, de las muchas entrevistas llevadas a cabo para acabar en un fresco tan enorme, que recoge veinte años (el libro nos lleva hasta finales de los sesenta) de la vida carioca y, en menor medida, también paulista. Además, en el volumen se incorporan otros materiales también muy interesantes que facilitan esta labor de recreación de una época: mapas de Copacabana e Ipanema, en Río, y de Sao Paulo, señalando en ellos los bares, los clubes nocturnos, los lugares que albergaron la efervescencia del movimiento musical y social. Hay también una muestra de más de sesenta carátulas de discos, e infinidad de fotografías de personajes y lugares, y folletos y entradas de conciertos y carteles… El libro se cierra con una fundamental discografía que recoge los discos esenciales del género, llegando hasta el año 2001. Y todo ello trufado de canciones, centenares de piezas musicales, muchas de ellas auténticos clásicos, como Corcovado, Desafinado, Se todos fossen iguais a vocé, Aguas de março o La chica de Ipanema, por citar sólo unos cuantos, que os aconsejo que suenen como acompañamiento mientras os adentráis en el libro.
 
Una lectura fascinante, muy entretenida, llena de humor, la de este Bossa Nova. La historia y las historias, del periodista brasileño Ruy Castro, publicado en España por la Editorial Turner. Os dejo con un fragmento muy revelador del libro que describe la importancia de Chega de saudade. Antes, y como no podía ser de otra manera, la excepcional canción en la versión de su autor, Joao Gilberto, con su hija, una jovencísima y todavía muy verde Bebel. Espero que disfrutéis de ambos, libro y música.
 
Charlton Heston descendiendo del monte Sinaí con los Diez Mandamientos bajo el brazo: ésa fue más o menos la sensación de los que escucharon ‘Chega de saudade’ con Joâo Gilberto por primera vez. Incluso los que ya consideraban a Jobim moderno por ‘Foi a noite’ y ‘Se todos fossem iguais a vocé’ sufrieron un shock. En menos de dos minutos, estas canciones se habían quedado tan antiguas como ‘Ninguem me ama’: reliquias del romanticismo noir de los hombres de más edad, que tenían amantes y no novia y cuya alma estaba tan llena de humo como las boîtes en las que ahogaban sus cuernos. ‘Chega de saudade’ fue una patada a la ‘era boleral’. La nueva manera de cantar y tocar de Joâo Gilberto lo iluminó todo; mucho más que ‘Copacabana’, con Dick Farney, doce años antes. (Sólo hacía doce años, pero parecía que hubiera sido en el tiempo de los pterodáctilos).
 
‘Chega de saudade’ les ofrecía, por primera vez, un espejo a los jóvenes narcisos. Los muchachos podían verse en aquella música tan bien como en las aguas de Ipanema, mucho más claras que las de Copacabana. Entonces no eran conscientes de eso, pero después se sabría que ningún otro disco brasileño despertaría en tantos jóvenes el deseo de cantar, componer o tocar un instrumento. Concretamente, la guitarra. Y, de paso, acabó también con aquella tétrica manía nacional por el acordeón.
 
Una obsesión común unía a los chicos de 1958: librarse de los acordeones y pasarse a la guitarra, la cual, por otro lado, tenía mucho éxito entre las chicas. Todos creían que sus oportunidades aumentaban considerablemente con ellas si lograban ejecutar con la guitarra todo aquello que escuchaban en ciertos discos que escuchaban hasta perforarlos: ‘Dans mon île’, del francés Henry Salvador; la sensual y torrida ‘Fever’ de Peggy Lee; ‘Cry me a river’, con Julie London. Todas eran canciones extranjeras, pero, ¿qué iban a elegir? Representaban lo joven y moderno y, para ellos, nadie hacía nada parecido en Brasil. Hasta que les presentaron a Joâo Gilberto con ‘Chega de saudade’ y, a partir de ahí, sus vidas ya no serían las mismas.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

AUDUR AVA ÓLAFSDÓTTIR. ROSA CANDIDA

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una nueva recomendación de lectura con la intención de orientaros, de un modo modesto y sencillo, en el inabarcable mundo de la producción editorial. El libro del que hoy quiero hablaros es una novela encantadora que no sólo me ha entretenido e interesado y hasta emocionado en algunos pasajes, sino que, más allá de mi juicio personal, ha convencido y despertado la admiración de la crítica y el público en los distintos rincones del mundo en los que ha sido publicado, con numerosos premios literarios, de toda índole, académicos y otorgados por lectores, en Islandia, de donde procede su autora, y también en otros países, Canadá y Francia singularmente. De un modo significativo, varios de estos galardones están especializados en literatura femenina, como el muy prestigioso Premio Fémina, o son concedidos por un público lector compuesto principalmente por mujeres, lo que da idea de la naturaleza de la obra, a la que, sin dudarlo, le resultan de aplicación términos como delicadeza, sensibilidad, encanto, ligereza, quizá “naturalmente” vinculados al universo femenino. Sé que esta última afirmación mía quizá haya sonado demasiado alejada de los postulados más estrictos de la corrección política, pero dejadme recordaros que entre las razones para la concesión de alguno de estos premios se ha aducido que la novela destaca “por la creación de un nuevo paradigma masculino” a través de la figura del joven personaje principal, en el cual se concitan también bastantes de las características supuestamente femeninas que acabo de destacar.
 
Pero vayamos ya con la referencia de mi recomendación de esta semana. Se trata de Rosa candida, la tercera novela escrita por la autora islandesa de nombre impronunciable, Auður Ava Ólafsdóttir. El libro vio la luz en la editorial Alfaguara el pasado 2011 y lleva ya un buen número de ediciones en nuestro país. En estos días se publica en España, también en Alfaguara, su nuevo libro, La mujer es una isla, que aún no he podido leer.
 
Arnljótur Pórir (debe pronunciarse Átnlioutur Zóurir, pues, al parecer, así es cómo suena en su islandés originario el inextricable nombre del protagonista del libro) es un chico de veintidós años que, tras haber pasado cuatro meses trabajando entre desechos de pescado en un barco en alta mar, decide abandonar el hogar y despedirse de su familia, compuesta, tras la muerte de su madre en un accidente de tráfico, por su cariñoso padre, de setenta y siete años de edad, y su hermano gemelo Jósef, autista y entrañable. Lobbi o Dabbi, como lo llama su padre, desatiende los sensatos consejos paternos y resuelve encaminar su vida hacia su ostensible vocación, la jardinería, en la que coincidía con su madre. ¿A qué se debe -le pregunta alguien en un momento de la obra- este interés tuyo por las plantas? Prácticamente he crecido en un invernadero -dice. Me siento comodísimo entre plantas.
 
El libro se abre con la cena de despedida familiar, tras la cual, el chico coge sus escasas pertenencias y comienza su viaje en busca de una nueva vida que acabará desarrollándose en los jardines de un viejo monasterio en un pueblo perdido de un país, cuyo nombre no se menciona de modo expreso pero que muy probablemente es uno mediterráneo, en el que se dedicará a su gran sueño, ocuparse de las plantas, singularmente de las rosas, y más en particular de la Rosa candida, una variedad de ocho pétalos y sin espinas que cultivaba su madre y que el joven transportará amorosamente a su destino, algunos esquejes raquíticos que incorporará a su escueta mochila envueltos en hojas húmedas de periódico. Yo no soy como papá, que es esposo de nacimiento, no va nunca sin corbata al garaje, y el destornillador de estrella y la llave inglesa nunca están lejos. Yo no soy un manitas como los hombres de familia, que entre todos saben hacer de todo: poner aceras, conectar un cable eléctrico, fabricar puertas para los armarios de la cocina, hacer escalones de cemento, reforzar un dique para que no se raje y cambiar ventanas, trabajar con una maza sobre un cristal doble, todo lo que debe saber hacer un hombre. Yo también podría hacer alguna de esas cosas, probablemente, e incluso todas, pero nunca me divertirían. Yo podría colgar estanterías, pero no convertiría en hobby colgar estanterías, no perdería las tardes y los festivos en ese tipo de cosas. No me veo atornillando una librería mientras el electricista que tengo por padre hace una extensión de la corriente, posiblemente mi suegro sería un maestro en poner suelos de linóleo y entonces se dedicarían a ello los dos consuegros juntos, cada uno con su tazón de café encima de mi librería. O lo que sería aún peor, papá y yo estaríamos solos y él me hablaría de esas tareas como si yo fuese su aprendiz. Cuanto más pienso en la posibilidad de fundar un hogar, tanto más claro veo que eso no es para mí. Otra cosa sería el jardín, podría pasarme tardes y noches enteras yo solo en el jardín. Disculpadme el largo párrafo citado (habrá bastantes más en mi reseña de hoy), pero resulta muy significativo para describir los planteamientos vitales del bueno de Arnljótur, una visión del mundo que lo aleja de la confortable y previsible normalidad familiar y le encamina hacia su pasión.
 
El muchacho, que tiene una hija recién nacida, Flora Sol, fruto de un encuentro sexual esporádico con Anna, una amiga de un amigo, un encuentro que, como dice él mismo, se limitó a una cuarta parte de una noche -una quinta parte se acercaría aún más a la realidad-, busca, perplejo e inocente, bondadoso y desconcertado, su lugar en el mundo. No sé aún lo que quiero, hay tantas cosas que quiero probar y tantas cosas que quiero entender, dice, y a lo largo del libro, en el transcurso del viaje que lo lleva a su destino en el perdido monasterio, irá creciendo, irá descubriendo el sentido de su existencia, irá madurando, hasta el punto de afirmar, al término de su aventura (que no es más que el comienzo de una nueva vida, menos titubeante, más elegida, más adulta): yo mismo, hace año y medio, soy como un misterio insondable, como un desconocido.
 
Nuestro buen chico vive con tres grandes preocupaciones existenciales. Soy un hombre de veintidós años de edad, y varias veces al día he de enfrascarme en pensamientos sobre la muerte; en segundo lugar, sobre el cuerpo, tanto el mío propio como el de otros; y en tercer lugar, sobre rosas y otras plantas. Naturalmente existe variación de un día para otro en la posición que ocupa cada una de esas tres cosas. Y esos tres temas, la muerte, el cuerpo y las rosas, impregnan toda la novela, son los tres núcleos centrales en torno a los cuales se articula, junto a alguno accesorio, algo más indirecto y secundario, el libro entero. Su interés, su obsesión por estos tres asuntos lo llevan incluso a rastrear obsesivamente su presencia en una Biblia que encuentra en su cuarto en el monasterio. Se menciona el cuerpo -dice- en ciento cincuenta y dos lugares de la Biblia, la muerte en doscientos cuarenta y nueve pasajes, y las rosas y otras plantas de jardinería en doscientos diecinueve.
 
La muerte comparece en la novela principalmente a través de la figura evocada de la madre, cuyo recuerdo acompaña al chico en todo momento, y cuya trágica desaparición se narra en algunos fragmentos conmovedores. El cuerpo, las preocupaciones que suscita el deseo, los desvelos adolescentes que provoca el amor, se revelan en la historia a partir de la relación del joven con la casi desconocida, en un principio, madre de su hija y, sobre todo, en la ternura y la cariñosa entrega y la apasionada devoción que el chico va sintiendo, progresivamente acrecentadas a medida que el contacto entre ambos se hace más intenso y estrecho, por la pequeña Flora Sol. La pasión por la jardinería constituye el leitmotiv principal del libro y aflora -y el término no puede ser más exacto- desde su mismo inicio, ya en el título de la obra, en el nombre floral de la niña, concebida en un invernadero, en los esquejes que el chico transporta en su viaje y, sobre todo, una vez llegado al monasterio, en sus intensas vivencias en el legendario jardín. La aldea -describe el chico- está construida sobre una elevación rocosa y mis ojos descubren el monasterio inmediatamente en lo más alto del roquedal; ciertamente parece inverosímil que allí arriba pueda haber un jardín que se lleva mencionando desde la Edad Media en todos los manuales de cultivo de rosales. La descripción del entusiasmo, de la alegría, del fervor con los que Arnljótur vive su vocación jardinera constituye uno de los motivos de interés más destacados del libro. El despertar matutino provocado por el tañido de las campanas, el frugal desayuno previo al trabajo, las actividades cotidianas, la poda de los rosales, la austera sopa de verdura del monasterio interrumpiendo la labor al mediodía, las múltiples variedades de plantas, la ilusión y el encantamiento que generan en el chico las largas y agotadoras jornadas entre arbustos y matorrales, entre flores y setos, el amigable y paternal trato de los frailes con el joven, los problemas del hermano Martín con las plantas trepadoras, la alergia al polen del hermano Esteban, la preocupación por los bichos del hermano Jacobo, las confidencias con el padre Tomás, el inicialmente tímido y luego algo más desenvuelto trato con los escasos lugareños, que de la extrañeza inicial pasan al abierto aprecio al joven jardinero -y todo ello enmarcado en la atmósfera plácida e intemporal, como de otra época, del mínimo pueblo escondido-, nos trasladan a otro mundo, un mundo frágil, entrañable, delicado y dulce, un mundo plácido, pleno de belleza, repleto de hermosura, como surgido de un encantamiento o una ensoñación.
 
Un mundo éste, el del jardín del monasterio, que remite de modo obvio a los lentos y apacibles modos de vida mediterráneos, a la existencia frugal pero excelente que asociamos al esplendor contenido de los conventos medievales y, sobre todo, al austero refinamiento de las culturas clásicas; uno piensa, durante la lectura, en la Toscana o en Grecia. En este sentido, resulta reveladora también la presencia, lateral pero significativa en el libro, de la comida, de la maravilla de una cocina hecha de simplicidad, tres tomates, tres cebollas, tres pimientos y tres piezas de una cosa violeta que no estoy seguro si es verdura o fruta, como afirma desconcertado el bárbaro del norte ante la brillante rotundidad de las berenjenas. Un mundo, pues, exultante, cálido, vital, solar, que se contrapone en la novela y en el sentimiento de su protagonista a la frialdad y la aridez, a la desolada sequedad volcánica de sus originarias tierras islandesas. Así se aprecia, por ejemplo, en el siguiente párrafo, que recoge las reflexiones del joven antes de su periplo, aún en su Islandia natal: Sé, más que verlo, que todo se apelmaza como huevas de pescado prensadas; la negra lava, las amarillentas superficies llenas de henasco, los ríos lechosos, las rugosas extensiones de lava cubierta de hierba, las ciénagas, los pálidos campos de lupino, y por todas partes la roca infinita. ¿Y qué es más frío que una roca?, ¿podría crecer alguna vez una rosa en una grieta en medio de una roca? Sin duda, ésta es una tierra inmensamente bella, y aunque amo su gente y sus lugares, donde mejor queda es en los sellos. O también en este otro, igualmente significativo: Sigo las indicaciones y recorro el camino y cruzo un claro del bosque, de un desvío paso a otro, los carteles están hechos a mano, parecen obra de un niño jugando a los tesoros. Aunque mi conocimiento de la lengua es mediocre, me doy cuenta de que a una palabra le falta una letra. Lo primero que veo es la torre de la iglesia, luego se distingue mejor el camino y por fin veo la iglesia empequeñecerse y alejarse hasta que es como un cubo de un juego de construcción en el espejo retrovisor. Me encuentro en mitad del bosque, los árboles me rodean literalmente por todas partes y no tengo ni la más mínima idea de dónde estoy. ¿Puede alguien que haya crecido en la espesura de un bosque, donde hay que abrirse camino entre la infinidad de troncos para llevar una carta al correo, comprender lo que es tener que esperar toda la infancia para que crezca un solo árbol?
 
En definitiva, gran libro este Rosa candida de Auður Ava Ólafsdóttir publicado por Alfaguara y que os recomiendo vivamente. Os dejo ya con un largo fragmento en el que se describe esa pasión jardinera del protagonista y se desvelan algunas de las claves principales de la obra. Tras él, y como parece obligado, música islandesa. Todo está lleno de amor, un título muy apropiado para trasladar el espíritu del libro. All is full of love en la voz de Björk.
 

Me he convertido en jardinero de los monjes y preveo que tendré trabajo de sobra para los próximos dos o tres meses, y hasta entonces no habrá necesidad de darles más vueltas a mis planes de futuro ni a lo que haré después, si volveré a casa o me quedaré más tiempo aquí. Pero me parece bastante probable que dentro de dos o tres meses no haya conseguido llegar a ninguna conclusión sobre mi vida. Me siento bien en el jardín, es agradable gozar la soledad entre los macizos de flores para reconocer los propios deseos y las propias aspiraciones; silencioso sobre la tierra, ni siquiera tengo que hablar el idioma. También estoy exonerado de todos los rezos, no soy más que un jardinero. Hay que organizado todo de nuevo, elaborar un nuevo plan sobre la base de lo que queda y de lo que pueda encontrar en los libros antiguos.
La primera semana me dedico a limpiar las malas hierbas y a abrir un camino entre los rosales enmarañados, en realidad entre los espinos: así podré conocer el jardín entero. A veces paseo unos momentos descalzo sobre la fresca hierba, pero por regla general llevo puestas las botas azules.
No sé cada cuánto debo informar al padre Tomás, que es mi enlace principal en el monasterio; dice que, por lo que a él respecta, tengo las manos libres y que debo confiar en mis intuiciones y mi conocimiento de las rosas, eso creo que me dijo también. Cuando le explico mis ideas, las mejoras y los cambios que tengo pensados, muestra su acuerdo inclinando la cabeza y el asunto queda resuelto en un instante.
-Estamos muy contentos de tenerte aquí -me dice, y parece contento con todo lo que le propongo, también con la idea de reconstruir el parterre con sus bancos. Como me explicó personalmente, sus intereses están en el cine y la lingüística, mientras que el hermano Matías y casi todos los demás están enfrascados en los libros y lo que les interesa es ordenar debidamente la colección de manuscritos.
Estoy descubriendo constantemente nuevas especies en la parte sin cultivar, rosales arbóreos, rosales arbustivos, rosas trepadoras y enredaderas, rosas enanas y rosas silvestres, grandes flores aisladas en largas ramas o agrupaciones de flores, distintas formas, colores y aromas. El aroma del jardín es casi asfixiante y la riqueza de colores no tiene igual: azul violáceo, lila, rosa, blanco, gris, amarillo, naranja y rojo, naturalmente habrá que ordenar mejor los colores y recolocarlos. Será bastante trabajo crear espacio para todas las rosas, dentro de dos semanas habré individualizado y anotado más de doscientas especies.
Los monjes me dejan tranquilo en el jardín, pero en la segunda semana ya empiezan a salir para observar los progresos y aspirar el aroma de las rosas. Han dejado de tirar las colillas a los macizos y no ahorran alabanzas al ver los cambios. Reconozco que para mí significa muchísimo que les guste lo que hago. Me pregunto si el hermano Jacobo quedará satisfecho con un rododendro en vez de las plantas trepadoras.
Estoy constantemente pensando en el jardín, también dedico un tiempo considerable a pensar sobre el cuerpo mientras trabajo con la tierra. Incluso soy incapaz de reprimir esos pensamientos en mis reuniones diarias con el padre Tomás: los cuerpos parecen invadir ciertas partes de la mente cada veinte minutos, más o menos, aunque no exista en el entorno motivo alguno que los convoque. Da igual que yo haya venido aquí con el único y exclusivo deseo de trabajar con las flores e incluso para encontrarme mejor con mi propia vida.
Cuando estoy dedicado a la gramática, el cuerpo no está en primer plano, pero en cuanto me concentro en formar palabras, el cuerpo vuelve a aparecer, como una mancha que se transparenta desde el otro lado de una tela blanca. Tengo también cierto miedo de que el padre Tomás pueda leer mi mente como un libro abierto, tiene cara de estar a punto de echarse a reír en esos momentos.
-¿Qué dices de eso?
-¿De qué?
Me mira extrañado.
-De lo que estábamos comentando. De la rosa trepadora.
No logro entender el motivo por el que estos monjes están siempre felices y contentos y se echan a reír con tanta facilidad, a pesar de su abstención de las pasiones corporales. Mentalmente intento ponerme en su lugar y, aunque de momento yo también practico la castidad, no hay forma de verme como uno de ellos, vestido con su hábito blanco: por mucho que intente sentirme uno más, el hábito me queda siempre demasiado pequeño o demasiado grande.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

SEBASTIÀ SERRANO. EL REGALO DE LA COMUNICACIÓN

Hola, buenos días. Sed bienvenidos un miércoles más, un curso más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, para comenzar la nueva temporada del programa, os traigo tres libros del mismo autor y unidos por un idéntico nexo común. Son libros de ensayo, de divulgación, alejados pues de la tónica narrativa, de la novelística en concreto, que es el género literario que comparece con más asiduidad en nuestra sección. Se trata de El regalo de la comunicación, El instinto de seducción y Los secretos de la felicidad; han sido escritos por Sebastià Serrano y publicados en 2004, 2005 y 2008, respectivamente, por las editoriales Anagrama, los dos primeros, y Alienta, el tercero.
 
Sebastià Serrano es Catedrático de Lingüística General en la Universidad de Barcelona. Es, además, experto en semiótica, filosofía, poética, lingüística y teoría de la ciencia y fundamentalmente disciplinas vinculadas al ámbito de la comunicación. Probablemente a muchos de vosotros, aunque universitarios, la mención de tan abstrusas materias científicas pueda resultaros disuasoria y haceros desatender y aun huir de mis recomendaciones de esta tarde, en un verano -aún no finalizado- que parece pensado para lecturas más ligeras, más cómodas, más “digeribles”. Pero haríais mal, porque los tres libros (y mi consejo es que os leáis los tres, en el orden natural de su publicación) son formidables, muy interesantes, están magníficamente escritos, con una prosa poética muy clara y nítida, con una escritura que sin rehuir la profundidad y el rigor reclama para sí las mejores cualidades del discurso divulgativo. Y es por todo ello por lo que los libros resultan altamente atractivos, sugerentes y, sin exageración, auténticamente fascinantes.
 
Una de las claves del interés de esta trilogía reside, obviamente, en la importancia que tiene la comunicación en nuestras vidas. No ya en profesiones que literalmente viven de la palabra, como el periodismo o la enseñanza, la política o la abogacía y, en general, en una sociedad que se desenvuelve mayoritariamente en el sector terciario, en los servicios, en todas aquellas actividades que implican el trato con los demás, clientes, proveedores, pacientes, compradores, público; sino que, más allá del desempeño profesional, el ser humano se comunica incesantemente, hablamos, contamos, expresamos, decimos, narramos, imprecamos, explicamos, notificamos, advertimos, avisamos, dialogamos, “chateamos”, siempre lo hemos hecho, desde que abandonamos nuestro reducido espacio de primates y articulamos nuestro primer sonido gutural, pero sobre todo y de continuo e incesantemente en este siglo de internet, de televisión, de móviles, de video conferencias, de sms, de twitter, de correos electrónicos.
 
El hilo conductor de los tres libros es, pues, la comunicación. El autor analiza el fenómeno desde perspectivas muy diversas y complementarias, muy atrayentes en cualquier caso. En ellos os encontraréis tanto elevadas pero muy instructivas reflexiones antropológicas sobre el ser humano y su evolución como, incluso, ‘recetas’, podríamos decir, para mejorar vuestras capacidades comunicativas, vuestras destrezas expresivas.
 
En el primer libro, El regalo de la comunicación, Serrano amplía el contenido de una conferencia dictada a profesionales de la enfermería y de la medicina, cuya labor profesional se desarrolla en el ámbito de los cuidados paliativos, un espacio en el que la comunicación, la cercanía física, el contacto, la empatía, resultan esenciales. El autor defiende que los secretos de la comunicación son los secretos de la felicidad y desde esa perspectiva analiza en capítulos monográficos el olor, el tacto, la voz, las caras, la mirada, la expresión corporal, lo no verbal o el saber escuchar como elementos básicos de esa comunicación. En el segundo, El instinto de seducción, estudia la evolución de los instintos, cómo el hecho de tener que perpetuar la especie ha ido desarrollando en hombres y mujeres refinadísimos instrumentos de seducción. Cómo la ruta de la vida provocó la eclosión de la conciencia y del lenguaje, cómo fue conformando el cerebro del hombre y de la mujer y creando en ellos una suerte de sutilísimos mecanismos de comunicación y contacto, una original, delicada, compleja y muy eficaz gramática que propicia la atracción y el encantamiento, la creatividad y los afectos, la emotividad y el placer, la búsqueda, la aventura, el encuentro, los infinitos rituales de seducción, en suma. El tercer libro, Los secretos de la felicidad, lleva un significativo subtítulo, El maravilloso poder de la conversación y se centra en la expresión de las emociones, de los afectos. El volumen comienza con una anécdota narrada por Darwin en su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales. Al parecer, el naturalista, un día, preguntó a un niño de cinco años qué significaba para él ser feliz. Y el niño le contestó, contundente y sin ningún reparo en su inocencia: Hablar, reír y dar besos. Sebastià Serrano parte de esa muy acertada respuesta para hablar de la importancia de las emociones en la familia, el trabajo, la pareja. Necesitamos emociones como el aire que respiramos, ése es el principio inspirador de este magnífico librito, muy asequible, lleno de consejos prácticos, de reflexiones atinadas, de propuestas sugestivas.
 
No lo dudéis, pues, acercaos a estas tres sencillas, muy modestas, pero extraordinarias maravillas de Sebastià Serrano, El regalo de la comunicación, El instinto de seducción y Los secretos de la felicidad. Disfrutaréis, aprenderéis, os entretendréis, reiréis, os emocionaréis. Como ilustración musical de la temática expuesta en los libros, os dejo una canción inequívoca y redundantemente centrada en la comunicación: el grupo Talk Talk canta Talk Talk. Hasta la semana que viene.
 
No resulta nada osado afirmar que la queja más universal en todos los espacios de la comunicación interpersonal, es la de ‘no me escuchas’, y tampoco habría de resultarlo nada afirmar que el signo más visible de una buena competencia comunicativa radica precisamente en la capacidad de escuchar. Quien sabe escuchar pone un signo de calidad a las relaciones. Y saber escuchar quiere decir ser capaz de hacerlo con todos los sentidos, con los ojos, la cara, los oídos, las manos y todo el cuerpo, y significa darse cuenta de todas las expresiones corporales, faciales y vocales de la persona con la que conversamos. Implica saber poner los cuerpos en sincronía y quiere decir, ni más ni menos, saber mostrarse interesado o interesada. Y no creemos que sea la actividad más fácil de llevar a cabo, hasta el punto de que a menudo nos resulta mucho más cómodo hacernos los interesantes que los interesados. Saber escuchar constituye el primer peldaño de lo que denominamos escucha activa, una verdadera herramienta estratégica en el camino de la excelencia comunicativa. Camino que pasa por saber hacer preguntas empáticas, por saber parafrasear las expresiones del interlocutor, por saber alimentar la circulación del flujo informativo, por saber impulsar el diálogo, por saber dar al otro la oportunidad de mejorar, corregir u ofrecer aquello que desee. Por poner la conversación, la entrevista o la negociación en las buenas manos de la lógica y de los afectos. Por establecer, y sobre todo, mantener las buenas relaciones.