Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de junio de 2015

CÉSAR PÉREZ GELLIDA. MEMENTO MORI; DIES IRAE; CONSUMMATUM EST
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde no os traigo un libro sino tres, una trilogía seguro que ya conocida por vosotros, pues desde que vio la luz su primera entrega, en el año 2013, ha obtenido un extraordinario éxito de difusión y ventas, por lo que casi no queda nadie -o al menos eso pienso yo en mi inocente optimismo lector- que no haya oído hablar de Versos, canciones y trocitos de carne, que así se titula la serie escrita por el vallisoletano César Pérez Gellida. Se trata, en efecto, de tres novelas, pertenecientes al género policíaco -en su versión más cruenta, casi gore, aunque habrá quien objete mi calificación, por excesiva-, presentadas con los títulos respectivos de Memento mori, Dies irae y Consummatum est por Suma de Letras, un sello editorial del Grupo Prisa.

Debo empezar mi comentario confesándoos la ambivalencia “moral” (si exagero un poco en el adjetivo) con la que encaro esta reseña; una ambivalencia que se corresponde con las sensaciones encontradas y los pensamientos contrapuestos con los que he vivido la lectura de los tres voluminosos tomos de la obra de Pérez Gellida. Si hubiera de decantarme por una de las dos opciones en las que me he visto envuelto mientras me adentraba en las muchas páginas de la serie, debería resumir resaltando mi insatisfacción final, pese a los muchos logros que se encierran en los adictivos libros. Pero ello, el relato de mis simultáneos atracción y rechazo, de mis impresiones enfrentadas, de mi balance final inclinado del lado de la crítica negativa, exige una explicación más extensa que, mucho me temo, ocupará todo el tiempo del que dispongo. Pero, en fin, vayamos ya al grano, pues sólo así, dando cuenta de mis dudas -pienso- podré transmitiros lo esencial -a mi juicio- de la propuesta narrativa del muy elogiado escritor.

Por de pronto, hay que adelantar que no me gusta el género en el que se inscribe la obra que ahora os comento. Los tres tomos de Versos, canciones y trocitos de carne desarrollan su trama argumental -que se extiende aproximadamente en un concentrado tiempo narrativo de un año, aunque hay numerosas vueltas atrás hacia el pasado- en torno a las peripecias de un asesino en serie que, a partir de una primera “actuación” con su impronta -una mujer hallada muerta en Valladolid, con los párpados arrancados-, va multiplicando su sangrienta cosecha hasta llegar al fin de la obra -y creo no desvelar ningún dato relevante que os “destripe” (nunca ha sido más acertado el verbo) el encanto de la lectura- al dudoso récord de treinta y dos víctimas asesinadas violentamente, a cual con mayores dosis de crueldad y perversión. Es cierto que, sobre todo en el ámbito cinematográfico -recuerdo ahora dos joyas indiscutibles, Seven y El silencio de los corderos-, las truculencias de algunos excéntricos psicópatas se han presentado de un modo digno, atractivo e incluso formal e intelectualmente interesante. Pero más allá de esas contadas excepciones -y aun en esos casos mi sensibilidad (que admito frágil) me obliga a alejar la vista de la pantalla en múltiples ocasiones-, lo cierto es que la descripción, detallada o no, de torturas, violaciones, despellejamientos, evisceraciones, mutilaciones, estrangulamientos, emasculaciones, y otras “refinadas” formas de dar sufriente muerte a pobres -o aunque sean malvadas- víctimas, nunca me ha llamado la atención ni suscitado la menor curiosidad -y aun menos atracción- pese a las habituales coartadas con las que suelen presentarse por sus autores o sus enfervorizados acólitos: indagación en los abismos insondables del alma humana, acercamiento al tema del mal, enésima constatación de la insólita trivialidad del crimen -el soso e inane vecino, honrado padre de familia, tras el que aflora, después de la investigación policial que lo “desvela”, un sádico asesino-, retrato sociológico de una franja -minoritaria pero relevante- de la compleja “colmena humana”, etc…

Pero si, pese a tal catálogo de desagradables y macabros episodios, pese a tal exhibición (horripilante y, lo que es casi peor, en sí misma aburridísima) de sanguinolenta “casquería”, he sido capaz de leer, absolutamente transportado, en un arrebato, durante sólo diez días (en los que además, obviamente, y como suponéis, he tenido que trabajar y continuar con mi vida normal), las 1.800 páginas, las 400.000 palabras (en cómputo del propio autor) de los tres libros referenciados, es porque algo tienen estos Versos, canciones y trocitos de carne que puede explicar su contagioso éxito general y su intenso efecto sobre mis hábitos lectores en particular. Vayamos, pues, con los logros, que ya habrá tiempo de resaltar las razones en las que fundamento mi rechazo.

Es cierto que el núcleo principal de la obra se centra en las aventuras “depredadoras” de un complejo Augusto Ledesma, el muy frío asesino en serie que la protagoniza. Pero las peculiaridades del modus operandi de “nuestro” criminal rodean su cruel actividad de una muy particular parafernalia que lo dotan de una cierta singularidad y un curioso interés. Por de pronto, Augusto es un asesino ilustrado. Cada cadáver que deja a su paso aparece acompañado de unos versos -la mayor parte, a mi juicio, deleznables, pretenciosos, infatuados y, peor aun, ilegibles- que su autor ha perpetrado para burlar (en un provocador juego de aproximación y distanciamiento) a sus perseguidores, en particular a Ramiro Sancho, el obsesionado Inspector del Grupo de Homicidios de la Comisaría de Valladolid con el que el diabólico psicópata mantiene un duelo de proporciones “existenciales”. Por otro lado, el pensamiento y la expresión del asesino están salpicados de infinidad de referencias culturales, librescas, literarias, de menciones a poetas -como Neruda, entre otros-, escritores -como Goethe, uno entre muchos-, de sentencias y máximas del ámbito forense, de alusiones a mitos clásicos, así como de latinajos varios. Del mismo modo, entre las múltiples personalidades falsas que Ledesma asume para mantener su anonimato, desconcertar a la policía y preservar una impunidad que le permita nuevos crímenes, se encuentran las de, sucesivamente, Gregorio Samsa, Leopoldo Blume, Juan Pablo Castel, Javier Fumero, Conrad Kurtz, Rodión Románovich Raskólnikov, Athanasius Pernath o Widel-Jarlsberg, nombres todos de personajes -bien conocidos en su mayoría- de la obra de Franz Kafka, James Joyce, Ernesto Sábato, nuestro Carlos Ruíz Zafón, Joseph Conrad, Fiódor Dostoievski, Gustav Meyrink y Knut Hamsun. Además, los libros aparecen trufados de una ingente cantidad de refranes populares castellanos, de multitud de datos más o menos eruditos, de numerosas y bien fundamentadas descripciones de episodios históricos. Por último, y como otro de los rasgos significativos del “hacer” del patológico delincuente, que sostiene la tesis -repetida en diversas ocasiones de la narración- de una canción para cada momento y un momento para cada canción, cada crimen -y muchos otros episodios de la acción- se acompaña de la música de algún grupo o intérprete de rock “duro”, del death metal, de la música electrónica con connotaciones industriales, del punk incluso, de, en definitiva, estilos más o menos siniestros y oscuros que coquetean frecuentemente con la violencia, la letra de cuyas canciones -que se ofrece íntegra en el texto en numerosas ocasiones- constituye la inspiración para la delirante locura asesina del personaje. Héroes del Silencio, con su inefable líder Enrique Bunbury (uno de los personajes que más detesto -sino el que más, en dura competencia con Joaquín Sabina- de nuestra carpetovetónica troupe de faranduleros), o los alemanes Rammstein, son los principales exponentes de esta muy particular pasión del criminal y se constituyen en una relevante singularidad de la obra literaria, por la que circulan, aparte de los mencionados, cantantes y bandas como Vetusta Morla, Nacho Vegas, Depeche Mode, Muse, The Cure, Placebo, Smashing Pumpkins, Radiohead y muchos otros, con sus letras transcritas -como digo- íntegra y literalmente, en español, inglés y hasta alemán, conteniendo ocultas claves que explican los crímenes, sus causas, las motivaciones de su autor, las razones del “procedimiento” elegido en cada caso, y sirviendo de título a los diferentes capítulos de los libros, en un recurso, a mi parecer, tedioso e ineficaz, dada la ramplonería -de nuevo a mi juicio- e ininteligibilidad de la mayor parte de estos textos pretendidamente profundos o significativos o intensos. Debo confesar que a partir de un cierto momento -muy temprano en mi lectura de la obra- abandoné lisa y llanamente cualquier pretensión de adentrarme en aquellas crípticas -e insisto, también cercanas a la imbecilidad- letras, harto de su inanidad y cansado de buscar en ellas “pistas” ilustrativas de las intenciones del empalagoso psicópata.

Y pese a todo, parece encomiable este intento de distinguirse de la a menudo roma literatura del género, y hay que reconocer que la presencia de poesía y referencias literarias, de erudición -un poco superficial, todo sea dicho- y música, resultan logros en la propuesta de Gellida. (Versos y canciones, por cierto, que aparecen en el título de la trilogía y que se nos ofrecen, sistematizados, en un capítulo final en cada libro. Los trocitos de carne, por fortuna, se nos ahorran).

Como es también muy valorable, sin duda, la labor de documentación, intuyo que desmesurada, que ha debido realizar el autor para construir sus novelas. La complejísima y llena de ramificaciones trama argumental desarrollada a lo largo de los tres libros, se desenvuelve inicialmente en Valladolid, escenario casi único del primero de ellos, Memento mori, pero salta, en los dos últimos, a Trieste, Praga, Belgrado, Grindavik, Caracas, Viena, Bratislava, Gdansk, Zagreb, Leipzig, Munich y otros lugares de Albania, Croacia, Serbia, Eslovenia o Islandia. Y en todos los casos, los escenarios se recrean con realismo y verosimilitud, se nos sitúa en parajes descritos con precisión fotográfica, se aportan nombres de calles, de restaurantes, de bares, de monumentos, de edificios oficiales, y hasta se nos ofrecen los planos de la capital castellana, de Budapest, Trieste y Praga.

Y cuando, dadas las vicisitudes de la acción, entramos en contacto con el mundo de los falsificadores de documentos, con el de los hackers, crackers y piratas informáticos de alto nivel, con el de la delincuencia organizada, con el del tráfico de armamento; cuando la narración nos lleva al interior de las comisarías o los juzgados, y asistimos a los protocolos policiales, a las rutinas administrativas, al día a día de los investigadores; cuando se describen con todo pormenor las armas utilizadas en los distintos delitos; cuando se nos da cuenta de los monstruosos daños infligidos por el “depredador” a sus víctimas; cuando se esbozan las fundamentaciones psicológicas que intentan explicar el funcionamiento de la mente criminal, el relato es meticuloso y plausible -más aun: es “verdadero”- y nos transmite la impresión de que César Pérez Gellida es experto en equipos informáticos y pesquisas policiales, en el funcionamiento de las armas de fuego y en la impresión de documentación falsa, en Farmacología, Anatomía, Psicopatología y Neuropsiquiatría. Pero no sólo eso, porque, sea cual sea el “tema” que aflore en la historia, el conocimiento del autor sobre él se nos muestra como inconmensurable. Así, ya se trate de asuntos “triviales” o menores: las variedades de cerveza irlandesa o checa o alemana, la correcta elaboración de un gin-tonic, las diferentes marcas de whisky, las herramientas de jardinería, las peculiaridades del juego del rugby, las delicias de las distintas gastronomías locales de cada escenario de la trama, las expresiones coloquiales -pero no solo ellas- con las que los personajes se desenvuelven en ruso o serbocroata, en italiano o alemán; o ya se trate de los grandes asuntos que pueblan el enrevesado argumento: la guerra civil española, el Ejército Rojo y los niños de la guerra, las referencias bíblicas y mitológicas, la desmembración de la antigua Yugoeslavia y el doloroso conflicto en los Balcanes, las tragedias de Srebenica y Sarajevo, el perfil de los asesinos Ratko Mladić y Radovan Karadžić, la historia de Rusia y el dictador Stalin, las interioridades del KGB y de la Stasi, las vicisitudes de la Guerra fría, la política de Israel, la creación y el desvelamiento de la Red Gladio, la primera guerra mundial y, por supuesto, toda la información -exhaustiva y completísima- relativa a los principales asesinos en serie que han dejado su siniestra huella en el mundo real, en todos esos casos el autor vallisoletano da muestra de su profunda compenetracióncon el respectivo tema de referencia (si bien el precio a pagar es, desde mi punto de vista, una relativa y distanciadora frialdad en la narración).

Si a ello le añadimos que la historia está muy bien construida, y manifiesta una notable eficacia “estructural”, con una urdimbre perfecta que permite encajar sin distorsiones tantas subtramas, múltiples peripecias, infinidad de protagonistas, la enorme variedad de escenarios, la ingente cantidad de imbricaciones entre episodios y personajes, numerosos datos, las frecuentes idas y venidas en el tiempo, los flashbacks aclaratorios, las sorprendentes vueltas de tuerca y sorpresas en la narración; si le sumamos además cierto talento literario con la alternancia de voces en primera o tercera persona; si resaltamos igualmente la presencia de un núcleo central de “tipos” de poderosa entidad literaria -de los que se nos dibuja con precisión y abundancia de pormenores su personalidad, los antecedentes familiares, su carrera profesional-, destacando entre ellos el sociópata narcisista, el inteligente e inhumano Augusto Ledesma, experto en asfixias, estrangulamientos, mutilaciones y en el uso despiadado del martillo y que pretende ser el asesino en serie más importante de la historia, envuelto en sus veleidosos delirios poético-musicales, o el comisario Sancho, concienzudo y sensible, riguroso y enamoradizo, volcado obsesivamente en la tarea vital de acabar con el psicópata, entregado a su némesis, o el misterioso y genial Armando Lopategui, Carapocha -un doble de Steve Buscemi-, experto mundial en “serial killers”, o su hija Érika, doctora en Psicología y gélida ejecutora de arriesgados “encargos”, (y que, aquejada por un trastorno bipolar, con su independencia y determinación, con su furibunda soledad, con su frialdad y eficacia “profesional” con un arma en la mano, con su inteligencia portentosa, con sus tatuajes -en particular, Las tres edades del hombre, el cuadro de Klimt-, nos recuerda permanentemente -en cada una de sus apariciones- a la ya “canonizada” Lisbeth Salander, la protagonista de otra trilogía, la de Stieg Larsson, con la que se ha comparado la obra de Gellida -aunque el escritor español niega ese paralelismo a mi juicio innegable en alguna entrevista que he podido leer-), o el entrañable y borrachín inspector Olafsson, investigador islandés, o la inspectora Gallo, la atractiva colega de Sancho en la comisaría de Trieste, o tantos más; si sumamos, como digo, todos esos aciertos, entonces no queda más remedio que valorar como más que estimable la monumental propuesta del joven escritor de Valladolid. Y sin embargo…

… Sin embargo, mientras se avanza aceleradamente por las páginas de los tres libros, llevados en volandas por la maestría del autor para sumergirnos en una trama que ya he calificado como adictiva, al lector le asalta del continuo la sensación de inutilidad, de superficialidad, de irrelevancia de todo lo leído. Bien, se dice uno a sí mismo, una historia que “engancha”, que me ha abstraído, enajenado durante varias decenas de horas… ¿y ahora qué?... ¿qué me queda de todo ello? ¿Es esa la misión de la literatura, ocupar unas horas, ser un mero “pasatiempo” (literalmente)? Excelente pasatiempo, pues, este Versos, canciones y trocitos de carne, ¿pero es algo más?, ¿hay que pedir algo más a un libro?

Obviamente no estamos ante alta literatura. No se trata de menospreciar a nadie, pero salvo la presencia laudatoria de Lorenzo Silva -un escritor “de verdad”, con calidad literaria- que prologa el tercer libro, son ¡¡Michael Robinson!! (excepcional en su “territorio” pero no precisamente una referencia literaria de altura) que abre el primero, o el periodista Jon Sistiaga, que introduce el segundo, los principales valedores de la obra. Y cuando la editorial selecciona para sus elogiosas recomendaciones de las contraportadas los testimonios de afamados lectores que apoyan los libros, los elegidos son Eugenia Rico, Olga Viza, ¡¡¡Sandra Barneda!!! y, claro está, el ubicuo Juan Cruz, factótum del grupo Prisa y por tanto sospechoso de parcialidad.

Y a esa sensación de ligereza, de trivialidad, contribuye la mención en el libro de personajes de la vida “real” -de la peor vida real- de nuestro país: Paquirrín, Belén Esteban, ¡¡el joven cómico vallisoletano Vaquero!!, en unas novelas repletas de personajes de la vida -de la noche- de la ciudad pucelana, entre los que se cuenta, en otro recurso ya tópico, intrascendente, absolutamente vacuo y banal, el propio César Pérez Gellida, que aparece con su pareja Olga en un par de secuencias de la trama.

Y es que hay, a mi juicio, una deficiencia de raíz en ese planteamiento conscientemente “realista” del autor, que parece querer persuadirnos de una tesis de fondo: Los psicópatas son excepciones, individuos singulares, pero se encuentran en la normalidad, entre gentes comunes, en ciudades anodinas, entre circunstancias triviales, y entran en los bares del día a día, y hablan con personas que dicen tacos y charlan de fútbol y ven la televisión y toman copas y son nuestros vecinos. Y por tanto -y ello sería el corolario de tal enfoque- hay que recrear la vida normal, las calles habituales, los barrios reales, los registros lingüísticos coloquiales, los latiguillos populares, los escenarios acostumbrados en los que se reconozca la mayor parte de la gente. Pero claro, no todo el mundo es Galdós ni sabe captar, con inteligencia y agudeza, con altura y calidad literarias, la “verdad de la calle”.

En el caso de Gellida, esta “impregnación” de cotidianeidad en la trilogía tiene exponentes difícilmente justificables, como por ejemplo, entre otros muchos, el detalle al que da pie el hecho de que una de las víctimas del asesino trabaje en una tienda de Mediamarkt en Munich, provocando tal circunstancia el que tras suministrarnos esa sustancial información, el autor no pueda sustraerse a la “necesidad” de hacer decir a uno de sus personajes (con absoluta seriedad e integrada su afirmación en su discurso): “yo no soy tonto”. Un recurso infantil y simplemente deplorable.

Pero junto a esta voluntad de “realismo”, podríamos decir, Gellida parece pretender también, como hemos visto, dejar constancia de su capacidad para moverse con soltura en los elevados espacios de la alta cultura, y esa doble intención, la que lo inclina al naturalismo documental y la que aspira a una relativa sofisticación literaria, es percibida por el lector como artificial, como una impostura poco creíble que no va más allá del propio impulso de la trama argumental, que le hace avanzar por ella en busca de la solución a los diferentes enigmas que se van planteando y que finaliza cuando, por fin, se nos desvelan todos ellos y cerramos el tercer libro sin poso alguno en nuestras almas ni en nuestras mentes. Porque las enrevesadas tramas -bien resueltas, como he señalado- son excesivas, se abren a demasiados frentes, abarcan temas muy ambiciosos, muy exigentes, que aparecen, por lo tanto, por la imposibilidad de encararlos con profundidad, de un modo superficial (piénsese en la historia -apuntada de refilón en Dies irae- de Ana Mladić, la hija del criminal serbobosnio Ratko Mladić, objeto central de una novela formidable, de la que ya os he dado cuenta aquí, La hija del este, de Clara Usón, y metida a la ligera y con calzador por Gellida entre otras decenas de historias que tan sólo se apuntan de una manera fría, académica, en los discursos tediosos de sus personajes). Y es que cada vez que el autor quiere “colocarnos” alguna muestra de su conocimiento histórico, de los logros de su ingente labor de documentación previa, interrumpe la acción y deja que el personaje respectivo, sea Ledesma, Carapocha, la inspectora Gallo, Olafsson o cualquier otro, ponga los ojos en blanco, mire al vacío (imagino que ambos gestos, aunque metafóricos, pueden hacerse de modo simultáneo) y con un tono profesoral preñado de didactismo y formalmente idéntico -hable quien hable- nos “endilgue” una clase, aséptica, académica, narrada como se escribe un libro de texto -sin nada que ver, pues, con la pretensión naturalista explícita en otros momentos de la obra-, sobre las intrigas del KGB, las idas y venidas de políticos, militares o grupos organizados en el desastre de los Balcanes, las redes internacionales del tráfico de armas, el último pormenor de la investigación científica sobre el cerebro de los asesinos psicópatas o la detallada caracterización psicológica -sin ahorrarnos las sólitas “excursiones” por la obra de Freud- del alma de los más destacados exponentes de las distintas tipologías criminales. Y eso por no hablar de las notas a pie de página, en torno al centenar en cada una de las novelas que, en una historia de ficción con pretensiones de best-seller, nos atiborran de datos superfluos acerca del significado de oscuros platos de la comida islandesa, abstrusas siglas de grupos paramilitares de Kosovo, o traducciones previsibles de tópicas sentencias latinas. No sé cómo piensa mantener el autor todo ese bagaje “cultural” en la más que previsible traslación de las novelas a la pantalla, en manos ya de Michael Robinson los derechos cinematográficos de lo que se prevé un exitoso suceso comercial.

Y lo fallido -y a la postre desmotivador en la lectura- de este planteamiento no logrado, no bien resuelto, no debidamente integrado, entre verosimilitud realista y enjundia “científica”, histórica, académica, tiene su ejemplo paradigmático -menor pero relevante, anecdótico pero significativo- en un pasaje de uno de los libros cuando uno de los personajes -en un contexto, insisto, de criminales y drogadictos, de policías y delincuentes- “suelta” un “me hubiera defecado de la risa”, revelador de ese doble enfoque que parece guiar la obra: el urbano, cotidiano, vivido a pie de calle, y el culto, con pretensiones, homologable literariamente, al que, de modo ridículo, apunta ese inconcebible “defecado”.

En fin, os recomiendo, pese a todo, la trilogía Versos, canciones y trocitos de carne, compuesta por Memento mori, Dies irae y Consummatum est, escrita por César Pérez Gellida y presentada por Suma de Letras Ediciones. Os dejo como cierre a mi ya muy larga reseña, una canción de las recogidas en la obra. Huyendo como de la peste del insoportable Bunbury y los cuasinazis Rammstein, que hubieran resultado más representativos, me quedo con Into the mystic de Van Morrison, que suena en el tercer libro de la serie.
 

miércoles, 17 de junio de 2015

LEONARDO PADURA. HEREJES
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como todos los miércoles sale al aire en Radio Universidad de Salamanca ofreciéndoos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy os traigo un escritor cubano, Leonardo Padura, con una ingente obra publicada en nuestro país y con numerosos premios para algunos de sus libros o por el conjunto de su obra -entre ellos, no hace aún una semana de la noticia, el Princesa de Asturias de las Letras correspondiente a este año-. Padura es un autor de novela negra, creador de una serie -que cuenta con ocho títulos ya, siempre presentados en España por la editorial Tusquets- protagonizada por Mario Conde, un muy particular detective cuya compleja personalidad es -a mi juicio- uno de los principales alicientes de las historias de las que es el personaje principal. Esta tarde -en el marco de esta miniserie policiaca a la que estamos dedicando el mes de junio en Todos los libros un libro- quiero hablaros de Herejes, el octavo de la serie, no sin antes recomendaros cualquiera de los anteriores -cuya lectura no es imprescindible, aunque sí aconsejable, para la cabal comprensión de la trama de este último-, singularmente los cuatro primeros, que constituyen una tetralogía cerrada en sí misma, Cuatro estaciones, centrada, obviamente, en las distintas temporadas del año: Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño; leyéndola conoceréis los rasgos más destacados del interesante expolicía e investigador privado y podréis familiarizaros con su particular universo. Leonardo Padura es autor también de otros innumerables libros, al margen de esta serie policiaca: novelas, cuentos, ensayos o libros de viaje o de entrevistas.
 
Mario Conde, un comemierda con dos doctorados, en expresiva definición del propio personaje, es, como digo, una creación literaria muy poderosa e interesante. Con evidentes concomitancias con otros detectives literarios, Conde es un tipo melancólico, desencantado, escéptico y algo triste que, muy sobrepasados ya -ahora, en esta su nueva aventura- los cincuenta años, pasea su ausencia total de expectativas vitales -al margen de las relacionadas con la vulgar supervivencia-, la irreversible derrota de sus sueños, su abandono de perro apaleado, por las calles de La Habana, una ciudad cuyo deterioro, cuya decadencia corren en paralelo a ls del desengañado personaje. En las más recientes entregas de la serie, incluyendo Herejes, nuestro protagonista, que hace más de veinte años había dejado la policía, moviéndose en el difuso y ambiguo (sobre todo en la Cuba estatalista de las últimas décadas) territorio de la investigación privada, recurre, como tabla de salvación ante la penuria reinante, a la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano, Conde había practicado todas las modalidades en las que se podía ejecutar el negocio: desde el primitivo método del vociferante anuncio callejero de su propuesta comercial (que en una época tanto lacerara su orgullo), hasta la búsqueda específica de bibliotecas señaladas por algún informante o antiguo cliente, pasando por la de tocar a la puerta de las casas del Vedado y Miramar que, por cierto rasgo para otros imperceptible (un jardín descuidado, unas ventanas con un vidrio roto), pudieran sugerirle la posible existencia de libros y, sobre todo, de las necesidades de venderlos.
 
De su precariedad económica y su desamparo existencial lo salvan unos cuantos amigos entrañables, una amante acogedora e incondicional, algunas rutinas apacibles y la persistencia en un puñado de sueños casi todos inalcanzables.
 
Los amigos son, con una fidelidad que desafía el paso del tiempo, el Conejo, Andrés, Candito el Rojo y, sobre todo, el Flaco Carlos, atado a una silla de ruedas, del que cuida con mimo su novia Dulcita. Con ellos se reúne cada poco tiempo en unas comidas inenarrables preparadas -con un virtuosismo tanto más llamativo si se conoce la penuria en la que se desenvuelve la sociedad cubana- por Josefina, la amorosa madre del Flaco. En esos encuentros -en los que las muy propicias brumas del alcohol envuelven confidencias, recuerdos, lamentaciones y añoranzas- los amigos filosofan (hablan mierda, como se dice en la novela) sobre sus vidas y la de su país, sobre las expectativas perdidas, los sueños rotos, las existencias abocadas al fracaso. Los sucesivos perros Basura -en Herejes ya es Basura II el acompañante-, tan desangelados y solitarios y libres como su dueño, forman parte -indudablemente- de este elenco de amigos, así como los parroquianos del bar de los Desesperaos, en los que la cuadrilla se aprovisiona de bebedizos alcohólicos muchas veces intragables si no francamente nocivos para la salud.
 
La maternal amante es Tamara, que en una de las primeras novelas de la serie era la mujer de un corrupto dirigente local que muere asesinado en uno de los casos investigados por Conde. Desde entonces la casa de Tamara es un refugio al que el expolicía acude para encontrar ternura y compañía y complicidad y comprensión y algo parecido a la estabilidad y sexo ya no encendido y pasional aunque sí demorado y recogido y dulce. La relación, en la que cada uno entregaba al otro lo mejor que tenía, sin ceder sus últimos espacios de individualidad, aporta a ambos sosiego, calidez y fuerza para resistir la dura soledad del día a día.
 
Las rutinas a las que el detective se ancla para sobrellevar la devastación del tiempo, son unos cuantos libros, por encima de todos los de Salinger, también Chandler o Hemingway -del que, sin embargo, acabará “alejándose”-; algunas películas, Chinatown, El halcón maltés, Cinema Paradiso, también, en Herejes, Blade Runner; ciertas músicas de hace cincuenta años, los Beatles, Credence Clearwater Revival, Blood, Sweet and Tears, y hasta el añejo y para muchos de vosotros desconocido y absolutamente kitsch grupo español de los sesenta ¡¡¡¡Cristina y los Stop!!!! Y todo, amigos, amante y rutinas conforman una existencia en la que la constatación de la mediocre realidad -mediocre en lo individual y también en lo social; aunque de esta segunda vertiente, de la ruina económica, política, sociológica y hasta moral de Cuba os hablaré luego- sólo puede combatirse con los sueños, unos sueños que el paso del tiempo y la lucidez de los personajes acaban por convertir en quimeras inaccesibles. ¿Cuántos sueños de futuro acariciados por él y sus amigos, mientras bajaban por aquella misma calle, se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida? Demasiados…, piensa Conde en un momento del libro. O más adelante: ¿Le preocupaba que él y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años y, por descontado, la juventud? Y de entre todos sus sueños, la literatura, escribir una novela parecida a las de Salinger, es el más recurrente y escurridizo (o no tanto, pues resulta evidente que Conde es “muy” Padura, el personaje se asemeja mucho -así me lo parece- a su creador, que sí ha podido escapar de la inhóspita monotonía circundante escribiendo sus propios libros).
 
Esta descripción somera del mundo de Conde aparece reflejada en este breve y significativo fragmento de Herejes: Todavía él poseía cuatro tesoros que, en su magnifica conjunción, podía considerar los mejores premios de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños.
 
Y aquí aparece otro de los elementos muy destacados de las novelas del autor cubano: la triste y muy dura realidad del país caribeño que aflora en ocasiones de modo deliberado y que, en cualquier caso, se impone muy a menudo como telón de fondo inevitable, más allá o a pesar de la reflexión consciente del investigador.
 
Padura vive en Cuba, aunque tenga la doble nacionalidad, cubana y española, y viaje con frecuencia a congresos y encuentros de escritores, y este hecho -su asentamiento en La Habana- revela, en consecuencia (aparte de su amor por la ciudad y su belleza y por sus gentes y su afabilidad), una cierta conformidad (sin duda matizable) con la dictadura castrista, con la que colaboró abiertamente en sus inicios profesionales en los que se desempeñó como periodista en distintas revistas y periódicos afines al régimen. Sin embargo, en sus libros, la cruda realidad habanera y por extensión cubana, no se nos hurta a los lectores, que podemos conocer así -insisto, no sólo con las reflexiones del expolicía sino con las meras descripciones del marco en que se desenvuelven las tramas de las novelas- la dimensión más verdadera de la vida en Cuba. La pobreza, las limitaciones económicas, los edificios en ruinas, los jardines convertidos en basureros, las mansiones devastadas, los automóviles destartalados, la ausencia de bienes de consumo básico, la carestía de la vida, la precaria sencillez de muebles, menaje y ropa, los vetustos electrodomésticos, lo reducido de la oferta cultural (sin publicaciones literarias recientes o con menos de cuarenta años, con un cine anclado en el pasado, un acervo discográfico congelado en la década de los sesenta; con algunas contadas excepciones en cada caso), la ya reseñada ausencia de expectativas vitales, dibujan un panorama social muy alejado de la imagen que desde las jerarquías políticas quiere transmitirse del “paraíso socialista”. Pero es que, además, Conde no se frena al mostrarnos -y criticar- la corrupción, la venalidad, la hipocresía y la inmoralidad reinantes en esas mismas jerarquías que imponen a su pueblo una somera y “revolucionaria” austeridad mientras se enriquecen, disfrutan de privilegios de toda clase, acceden a viviendas, restaurantes y objetos de lujo, viajan sin limitaciones, ajenos al sufrimiento de su pueblo. Incluso, prueba significativa de esta posición crítica del autor, una de sus novelas, Máscaras, se desenvuelve en un ambiente homosexual, un entorno, como se sabe, no especialmente querido por el régimen de los Castro, que condena a la clandestinidad, la represión y la cárcel cualquier “diferencia”, también la que suponen las opciones sexuales “no convencionales” (el poder “barbudo” las califica de “depravadas” y “decadentes”). Esta contradicción entre la quimera oficial y la muy cruda realidad se explicita en un fragmento de Herejes, en que puede leerse: había descubierto hacía tiempo, con una clarividencia siempre capaz de asombrar al Conde, que el país donde vivían quedaba muy lejos del paraíso dibujado por los periódicos y discursos oficiales.
 
Ante este panorama poco esperanzador, Mario Conde se sabe integrado en un sistema que no puede cambiar, pero no escatima críticas o, cuando menos, no se priva de “fotografiar” de modo lúcido y descarnado el mundo que ve: A sus 54 años cumplidos Conde se sabía un pragmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían largado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas de algún modo para no caer en la inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera. Y, llevado sobre todo del amor a su tierra, Conde -que quizá así “explica” a su autor- opta por sobrevivir en una Cuba que, pese a todo, encierra muchos motivos -además de los personales de cada uno de sus ciudadanos- para la felicidad: aquella capacidad cubana de vivir cada situación como si se tratase de una fiesta le parecía, incluso desde la perspectiva de su ignorancia y desesperación, un modo mucho más amable de pasar por la tierra y obtener de ese tránsito efímero lo mejor que pudiera ofrecer. Allí todo el mundo reía, fumaba, bebía cerveza, incluso en los velatorios; las mujeres, casadas, solteras o viudas, blancas y negras, caminaban con una cadencia perversa y se detenían en plena calle a conversar con conocidos o desconocidos; los negros gesticulaban como si bailaran y los blancos se vestían como proxenetas. Las personas, hombres y mujeres, se miraban a los ojos. Y aun cuando la gente se moviera con frenesí, en realidad nadie parecía apurarse por nada. (...) Los cubanos afrontaban también sus propios dramas, sus miserias y sus dolores, aunque a la vez (...) lo hacían con una levedad y un pragmatismo que sorprenden al observador externo -uno de los personajes de Herejes- que pronuncia esas palabras.
 
Y delimitados ya algunos de los rasgos más significativos de la obra de Leonardo Padura, dejadme presentaros muy brevemente esta su por ahora última novela a la que también, obviamente, le son de aplicación las reflexiones precedentes.
 
Herejes, que se presenta dividido en tres “libros” -el de Daniel, el de Elías, y el de Judith- que constituyen los tres principales capítulos de la obra (hay un colofón, Génesis, que ocupa apenas quince de sus quinientas páginas), cuenta -en una síntesis demasiado reduccionista- la historia de un cuadro, una algo inusual imagen de Cristo que, pintada por Rembrandt en 1647, acaba llegando a la Cuba actual tras numerosas vicisitudes entre las que destacan los terribles acontecimientos de la Segunda Guerra mundial y sus repercusiones -algunas muy notables y dolorosas- en la isla caribeña.
 
La novela se desenvuelve así, en cada uno de sus tres capítulos (que, no obstante, entremezclan sus tramas, moviéndose con continuos saltos en el tiempo en una muy trabajada, aunque a veces algo confusa, estructura), en tres tiempos -el siglo XVII, 1939 y 2008- y dos lugares, La Habana y Ámsterdam, aunque por el medio aparecen otros focos relevantes de la “acción” como Cracovia o Miami, y otras épocas, el siglo XIX, o los muy primeros inicios del XX.
 
El libro primero, el de Daniel, tiene como protagonista a Daniel Kaminsky, enviado por su familia a Cuba, cuando aún era un niño, a principios de los años treinta del pasado siglo, para preservarlo de la amenaza nacionalsocialista, que sus padres, profesionales de vida desahogada, intuyen en el horizonte de esos días. En 1939, la familia debe volver a agruparse en La Habana, en donde reside el tío Joseph, que se ha hecho cargo del pequeño, y a donde viajan Isaías y Esther, los progenitores del niño, y su pequeña hermana Judith, embarcados en el S.S.Saint Louis, el trasatlántico que lleva a bordo 900 judíos que huyen del horror nazi, en esas fechas ya no sólo presentido en su Polonia de origen, sino tangible, constatable, desgraciadamente “real”. Sin embargo, en uno de los episodios más innobles de una época por otro lado repleta de ellos, los viajeros ven rechazada su petición de asilo por Cuba, Estados Unidos y Canadá, sucesivamente, por lo que el buque debe volver a Europa, a Amberes concretamente, desde donde sus pasajeros serán repatriados a sus respectivos lugares de origen y luego capturados, enviados a campos de concentración y, casi todos ellos -incluidos los padres y la hermana de Daniel-, finalmente exterminados. En su esperanzado y fallido viaje, los Kaminsky portaban consigo un misterioso cuadro, heredado de generación en generación por la familia, y del que en el trasiego de negociaciones y embajadas entre los viajeros del Saint Louis y las autoridades cubanas se pierde la pista. Ya en 2007, nuestro Mario Conde recibe la visita de Elías, hijo de Daniel Kaminsky que le encomienda el difícil encargo de investigar el paradero del lienzo que, sorprendentemente, ha reaparecido en el mercado internacional del arte. Del oscuro destino de la tela da cuenta este significativo fragmento del libro: Nadie sabía a ciencia cierta cómo aquella pintura, un lienzo más bien pequeño, había llegado a manos de unos remotos Kaminsky, según todo parecía indicar, por la mitad del siglo XVII, poco después de haber sido pintada. Aquella época precisa había sido la más terrible vivida por la comunidad judía de Polonia, aunque muy pronto sería superada en crueldad y cantidad de víctimas. A pesar del mucho tiempo transcurrido, para todos los judíos del mundo resultaba muy conocida la historia de la persecución, martirio y muerte de varios miles de hebreos por las hordas borrachas de sadismo y odio de los cosacos y los tártaros, una carnicería llevada hasta más allá de todos los extremos entre los años de 1648 y 1653.
 
El segundo capítulo, El libro de Elías, nos retrotrae precisamente a esas fechas y a la Ámsterdam del siglo XVII para encontrarnos con el joven pintor judío Elías Ambrosius Montalvo de Ávila, un muchacho que, apasionado admirador de Rembrandt, consigue llegar a trabajar en el taller de su maestro y convertirse así en testigo involuntario de la creación de la obra que centra la trama. En esta segunda sección del libro, deslumbrante a mi juicio, lo mejor de la novela, Padura, basándose en lo que ha debido ser un esfuerzo documental muy exigente, recrea la bulliciosa ciudad de los Países Bajos en una época de efervescencia política, religiosa, militar y cultural, con un grado tal de meticulosidad y rigor en la ambientación que a lo largo de las ciento cuarenta páginas del capítulo el lector no sólo se adentra sino que casi “vive” en las calles y entre los canales de la ciudad neerlandesa, recreada con precisión histórica y con una muy convincente aportación del rico acervo artístico de la pintura flamenca de la época.
 
Por último, en el tercer capítulo, El libro de Judith, volvemos a la Cuba contemporánea, ahora la de 2008, en la que Mario Conde se ve envuelto en la investigación de la desaparición y aparente asesinato de Judith Torres, una chica, casi una niña, que pertenece a los “emos”, una de las muchas “tribus” juveniles que, desafiando la ortodoxia de un régimen sin imaginación y nada proclive a excesos “coloristas”, pulula por las calles -sobre todo nocturnas- de la capital habanera. Esta es, por cierto, otra de las muestras de la visión crítica de Padura, que no se recata en mostrar la diversidad que subyace a la apariencia uniforme impuesta por un poder socialista -de un socialismo “soviético”, planificado y vertical. Capas, grupos, clanes, dinastías -dice por boca de su personaje- que destrozaban la presunta homogeneidad concebida por decreto político. La pesquisa detectivesca que encara nuestro expolicía para averiguar el paradero de Judy acaba haciendo que los cabos sueltos de las tres historias, de los tres capítulos, se cierren de un modo que obviamente no voy a contar aquí.
 
En los tres relatos, los protagonistas respectivos -y ese es el fin último de la obra; si es que una novela se escribe con pretensiones de contener un “mensaje”- son herejes, disidentes, judíos que abandonan su fe para salvar su vida, librepensadores que se oponen a las lecturas únicas de los textos sagrados, artistas que desafían su religión para dejarse llevar por los impulsos más íntimos de sus almas, personas íntegras que arrostran los inconvenientes -muy dolorosos en ocasiones- de enfrentarse a sus colectividades, individuos desarraigados, como el propio Mario Conde, que se mueven en un territorio propio y libre, el de la libertad de pensar por sí mismos y contra el sistema, jóvenes que buscan en sus “tribus”, en sus “sectas”, un modo de escapar de la uniformidad reinante y que son capaces también de abandonarlas cuando esos mismos círculos acaban coartando esa libertad. La novela está repleta de muestras de estos seres que anteponen la libertad personal a cualquier otro principio de raza, origen, clase, grupo o religión. Ya no hay nada en qué creer, ni mesías que seguir, se dice en un significativo fragmento del libro. Solo vale la pena militar en la tribu que tu mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Y en el mismo sentido: me enseñaron que ser un hombre libre es más que vivir en un lugar donde se proclama la libertad. Me enseñaron que ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días, contra todos los poderes, contra todos los miedos.
 
Por todos estos diversos motivos, Herejes es una novela más que estimable, que merece ser leída, como muchas otras de las de su autor. Os dejo, como ambientación musical del libro, con Smell like teen spirit, la canción más emblemática del grupo Nirvana, cuyo líder, el malogrado Kurt Cobain, es una de las referencias de Judy, la joven desaparecida en el tercer capítulo del libro.
 

miércoles, 10 de junio de 2015

CARLOS ZANÓN. NO LLAMES A CASA; YO FUI JOHNNY THUNDERS
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una propuesta de lectura, os recomendamos un libro a mi juicio siempre interesante. Hoy os traigo a un autor catalán, nacido en Barcelona, una ciudad que ocupa un lugar destacado, y no sólo como telón de fondo sino con un papel protagonista, casi como un personaje más, en sus novelas. Se trata de Carlos Zanón, que se desenvuelve sobre todo en el género policíaco, ámbito en el que ya ha presentado tres libros, Tarde, mal y nunca, que no he podido leer, y los dos de los que quiero hablaros brevemente, No llames a casa, que vio la luz en 2012, con extraordinario éxito entre lectores y críticos y habiendo obtenido significativos premios literarios, y Yo fui Johnny Thunders, el último, aparecida hace año y pico, a comienzos de 2014. En los tres casos ha sido la editorial RBA, en su colección de novela negra, la que los ha acogido en su seno.
 
Y he escrito novela negra aunque, en realidad, estamos ante muestras “raras” del género, porque en los libros de nuestro invitado de esta tarde no hay detectives, ni crímenes ostensibles, ni investigadores más o menos sagaces, ni tramas delictivas por desentrañar, como corresponde a los tópicos habituales del thriller. Hay, sí, delitos, robos, estafas, chantajes, agresiones, violencia, hay, incluso, asesinatos, pero todo ello aparece sólo de un modo difuminado, como una mera anécdota en el transcurso de la acción, pasando -casi- desapercibido en el transcurrir de la historia narrada. Podríamos decir que los atracos, las muertes, los episodios violentos, no son hechos excepcionales que rompen la norma de la pacífica y civilizada convivencia entre humanos y que por ello destacan, sobresalen, llaman la atención, sino que, muy al contrario, parecen no importar, no “contar”, el lector no los procesa en cuanto quiebras en la anodina rutina de la vida “de orden” sino, tan sólo, como episodios previsibles, como hechos esperables, como acontecimientos “naturales” -y triviales, y no remarcables, por tanto- de unas existencias que se desenvuelven en un clima general de fracaso, sordidez, marginalidad y miseria moral. Hace unos años leí en los magníficos diarios de Iñaki Uriarte, de los que ya he hablado en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en esta emisora universitaria salmantina, una interesante reflexión, recogida por el diarista vasco de la obra de Franz Kafka, en la que se incide en esta condición de “normalidad” del crimen y que me parece singularmente pertinente para interpretar los libros de Carlos Zanón: En la novela policiaca -escribía, al parecer, Kafka, según Uriarte- se trata siempre de descubrir secretos ocultos detrás de acontecimientos extraordinarios. Pero en la vida sucede exactamente lo contrario. El secreto no está escondido en segundo plano. Se encuentra, por el contrario, absolutamente desnudo delante de nuestros ojos. Es lo más evidente. Por eso no lo vemos. Lo corriente de todos los días constituye la novela de ladrones más grande que existe.
 
Lo corriente de todos los días, sí, esta parece una expresión muy ajustada para definir las novelas de las que os hablo esta tarde, unos libros en los que esta cualidad “sociológica”, esta capacidad de retratar la vida cotidiana -si bien, como luego veremos, se trata de la cotidianidad de un sector muy particular, muy reducido también, de la sociedad- constituye -junto con las virtudes literarias de su autor- uno de los principales alicientes de unas obras por lo demás incómodas y perturbadoras.
 
En No llames a casa, tres delincuentes, Bruno, Raquel y el hermanastro de ésta, Cristian- se dedican a extorsionar a parejas que viven relaciones extramatrimoniales, haciéndose con pruebas de sus infidelidades y chantajeándolas bajo la amenaza de revelar a sus traicionados cónyuges la verdad oculta de sus vidas. Las situaciones se complican y enrevesan y acaban desembocando en violencia y muerte. Yo fui Johnny Thunders nos pone en contacto con Francis -Mr Frankie-, un músico acabado que, ya cuarentón, vuelve a su barrio para intentar dar en él con un atisbo de vida digna, tras años de disipación, adicciones varias y fracaso sentimental, profesional y personal. Su padre, anciano y derrotado, su hermanastra Marisol, bellísima pero que se vende al dinero de diversos protectores a cual más desaconsejable, su hijo Víctor, perdido y viviendo con su exmujer con la que no mantiene contacto, camellos, macarras, gente del hampa local, le acompañan en su intento -frustrado intento- de recuperar una existencia pasada que la añoranza recuerda idílica, una juventud colmada en la que destaca el gran hito, que reverbera en su memoria, de una actuación como telonero de Johnny Thunders, el símbolo del punk de finales de los setenta y comienzos de los ochenta, excelente ejemplo él mismo, con su vida de alcoholismo, drogadicción y prematura muerte a los 38 años, de la realidad que describe Zanón en esta novela muy musical, plagada de referencias a canciones y grupos siempre combativos, siempre rebeldes, siempre agresivos o violentos.
 
Desde mi punto de vista la principal virtud de No llames a casa y Yo fui Johnny Thunders es la formidable capacidad de su autor para “fotografiar” con fidelidad la vida de un puñado de personajes desarraigados, y con ellos el estrato social al que pertenecen. Los mundos de la drogadicción, la marginalidad, la violencia, la prostitución, la pequeña delincuencia, el crimen de poca monta -si cabe la expresión, rozando el oxímoron-, pero también el lumpen sórdido y “cutre”, los anodinos representantes de un clase media-baja hoy aún más depauperada tras la crisis, los seres perdidos y sin esperanzas, la carne de cañón de una sociedad depredadora e injusta que, inclemente, destruye sin perdón a quienes no logran el éxito, se constituyen en protagonistas de las historias narradas, por lo demás surcadas por proxenetas, meretrices, chantajistas, traficantes, mafiosos de medio pelo, guardaespaldas siniestros, sicarios brutales, jubilados “preagonizantes”, ancianas solitarias, maridos engañados, jóvenes sin la menor formación básica movidos por instintos primarios; repletas de peleas, secuestros, ataques sexuales, palizas y agresiones salvajes; rezumantes de vómitos, sangre, alcohol, drogas, sudor y lágrimas, semen… Las noches en esta parte del mundo son torrentes desbocados de agua sucia y ella, se sincera, preferiría dejarse llevar y meterse heroína, se lee -en una descripción significativa del “universo Zanón”- en un momento de su última novela. Una panoplia de seres marginados que se revela cuando, algo más adelante, la mirada certera y precisa del autor se detiene en la “fauna” que pulula por las dependencias de los juzgados, vivo ejemplo del ámbito de la realidad que le interesa: También andaba por allí la gente justiciable, algunos con trajes y pinta de tener posibles, pero también los ciudadanos en chándal de colorines, gitanos rumanos o autóctonos con sus familias, jerséis de mercadillo, niñatas con sus héroes quinquis, gente de los desahucios, víctimas de los accidentes de tráfico, los que trapichean, los que se quieren divorciar y los que aún esperan una segunda oportunidad. Las viejas locas, los hijos de puta oscuros y los de chaleco amarillo, cumpliendo los servicios sociales.
 
Seres patéticos, perdedores, fracasados todos, porque es el fracaso, del que es espejo este contexto sórdido -verosímil y admirablemente reflejado por el autor- en el que se desenvuelven sus personajes, el gran tema central de sus novelas. Hay por doquier infinidad de líricas recreaciones de la poesía de los sueños rotos, de las esperanzas e ilusiones desvanecidas: hartos todos del fracaso, de haber llegado tarde, de no haber sido lo suficientemente listos o lo suficientemente egoístas. Hartos y desesperados de no tener dinero, de dormir en sofás prestados, habitaciones siempre enmoquetadas y muertas, los músicos sueñan con motines, atracos a bancos, regreso a Penélope. O también: Sólo quiere regresar al país donde se enamoraba como en las canciones. Donde las canciones no mentían. Donde uno era inmortal porque deseaba y era deseado y alguien a mil kilómetros de allí había escrito y cantado una canción especialmente para eso, para pasarla en tu cine particular. En el fondo de conformaría con poder regresar a la última vez que fue generoso.
 
Y sin embargo, reconociendo esta innegable capacidad que el autor posee para trasladarnos con fidelidad y convicción a ese mundo aparentemente oculto pero reconocible, a unas calles, a unos barrios, a unas gentes que no suelen mostrarse en las primeras planas de los periódicos, pese a sus indudables logros, no puedo evitar confesar -así, tajantemente- que, siendo interesantes, leer los libros de Zanón no me resulta una experiencia demasiado placentera ni agradable.
 
Es verdad que escribe muy bien (aunque hay infinidad de fallos relevantes: “acerbo indígena”, “habían rasgos”, “pudiéndolo haber matado” y muchos más, en Yo fui Johnny Thunders, y bastantes otros, algunos de los cuales ya enumeró Ricardo Senabre en su elogiosa crítica en El Cultural de El Mundo, en No llames a casa), las frases cortas y ágiles, el ritmo musical, la prosa poética; es verdad que describe con fidelidad muy estimable -insisto- un mundo muy triste y brutal, muy sombrío y oscuro, muy marginal, pero ni esa realidad es la mía ni, sinceramente, tengo demasiado interés en conocerla.
 
Y es verdad que uno avanza en las obras, en una primera instancia, con interés, movido el lector por ese afán que he llamado sociológico, de conocimiento de un universo ignoto -para mí casi tanto como si las novelas se hubieran ambientado en Corea del Norte-, pero esa estimable cualidad documental no resulta suficiente para compensar el malestar de adentrarse en ámbitos tan oscuros, tan duros. La lectura se convierte así, en muchas ocasiones, en una experiencia desasosegante.
 
Y es verdad también que los personajes de Zanón sueñan, y eso los hace cercanos, los hace -podríamos decir- humanos. Y que si nos elevamos de ese plano neutro conformado por la mera descripción fotográfica de la realidad encontraremos pautas más universales, más generales, y aparecerán algunos de los grandes temas que perturban nuestro paso por el mundo: la imposibilidad de alcanzar los sueños, el fracaso consustancial a la existencia humana, la pérdida de la inocencia, el anhelado regreso a la infancia feliz que opera como idílica Arcadia, el mito de Penélope -la madre que espera y arropa-, el deseo de ser otro, lo inexorable de un destino que reparte sus cartas y entonces unos ganan y otros pierden y otros pierden y otros pierden..., la inevitabilidad de la derrota. La vida es un largo proceso de demolición, recordad el conocido dictum de Francis Scott Fitzgerald, cuyo mundo está en los antípodas del de Zanón y que, sin embargo, coincide con él en la lúcida constatación de la condena irremisible que define nuestra existencia mortal. Y es verdad que, al final, parece vislumbrarse un ligero atisbo de esperanza: a alguien ha de importarle que los vencidos se levanten, una y otra vez, para luchar sin esperanza ni Dios, solo con su fe (…) A alguien ha de importarle la mala suerte de todos los que eligen mal. Pero esa poesía de los perdedores (Pudiste tocar el terciopelo de las nubes paro caíste y ahora ni quejarte puedes. Vamos a recordarte a todas horas que el gran pecado es la ambición de los que, al parecer, no tienen derecho ni a estar de pie. El intentarlo. El ser distinto. El no querer el mismo menú que comen los demás. El soñar a todas horas con noches y cuerpos como acordes menores, trastes y melodías titilando en el aire) se me presenta casi siempre rodeada de un malditismo soberbio, de una exaltación absurda del fracasado: fui osado mientras todos los demás se conformaron con la misma sopa recalentada, con oler a sus mujercitas con las mismas bragas apestando a col de sus mamás. Hay, en sus protagonistas, mucho dolor y mucha frustración -y ello, la vulnerabilidad, sería tolerable, sería elogiable, sería valiosa- pero yo he percibido también mucho resentimiento, mucho rencor, mucho odio. Un zombie baboso, un tipo sin casa, un mierda abandonado por todos… (y el tono, creedme, es vengativo, rezumando -como en el resto de su obra- agresividad, frustración, deseo violento, destrucción).
 
No hay mucho más tiempo para profundizar en estos dos libros, por lo demás, interesantes. Os dejo como cierre sendos fragmentos de ambas novelas en los que se pueden vislumbrar algunas de las claves de la literatura de Zanón. El marido aburrido en su cotidianeidad rutinaria que opta por el deseo y la aventura -siempre los sueños- para destruirse y fracasar en No llames a casa, y el músico acabado que repasa su juventud y constata desesperanzado su presente de perdedor en Yo fui Johnny Thunders.
 
Un Johnny Thunders que, cómo no, protagoniza nuestro cierre musical con un explícito Born to lose, mencionado en este último libro y tan descriptivo de la atmósfera general del mismo.
 
 
Te diré quién soy. Soy un tipo al que le han roto el corazón. Nada muy original. Alguien que tenía una casa, unos hijos, una mujer, un sitio donde volver y refugiarse. Un lugar en el que poder extraer las fuerzas necesarias para sentirse fuerte y digno de estar vivo. Alguien que llegaba a casa después del trabajo y sus hijos corrían por el pasillo y se colgaban a su cuello. Y una mujer con la que ya no te acostabas pero que te hablaba de sus cosas, te mecía con una rutina cariñosa y confiada. Te pedía que le arreglaras esa cerradura, que te acordaras de comprar leche y pan, que la llevaras en coche a casa de su madre. Pero también soy alguien que un día se enamoró de una mujer. Y se dio cuenta de que hay una realidad paralela en cada persona con la que te cruzas por la calle. Y amó a esa mujer y la deseó, y supo que era ella quien tenía que estar en aquella casa y ser la madre de sus hijos, pero los dados no habían venido bien. Mala suerte. De haberla conocido antes, estaría con ella. Sin duda. Así de claro. Pero ella también se equivocó y está casada. Y tiene hijos que corren por el pasillo para colgarse del cuello de otro hombre que la lleva en coche a casa de su madre, le arregla esa cerradura, le compra leche y pan. Y que igual no se acuesta con ella. Y bueno, abren una brecha en los días para vivir su amor y se refugian bajo las sábanas, donde tiempo y espacio no existen. Soy alguien que cuando entraba dentro de esa mujer entendía a Dios, entendía la vida, lo entendía todo. Alguien que, llegado el momento, eligió, y eligió el amor. Habló con el corazón, como indican las canciones y las películas. Y el precio fue quedarse solo. Y ser desdichado. Pobre como las ratas. Y ya no tuvo hijos colgados del cuello. Ni cariño, ni compasión, ni un hogar. Todo enloquecido, difícil, arrancado del hueso, ¿me entiendes? Pero cuando ella, su amante, tuvo que elegir, eligió al otro y no a él. Y fin de la historia. Ése soy yo. Un hijo de puta imbécil que se muere de rabia, de celos, de estar solo y engañado.
 
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Los recuerdos le asaltan, se le meten apelotonados en el camarote de los Marx. Si hubiera podido parar y ver y pensar, pero fue todo tan rápido. No había ni un momento para hacerlo y disfrutar. Sufrir la pérdida o, al menos, alegrarte de las victorias. O pensar qué hacer a continuación. Dinero que entraba y salía rápido. Piernas de mujeres enlazadas a tu cuello. La cohorte del Rey Loco. Noches líquidas, madrugadas blancas. Resacas, ceniceros, botellas, huidas, colores y prisa, mucha prisa. Y todo tan poco y tan lejos desde que había empezado. El típico grupo de amigos encerrados en una sala de ensayo forrada con hueveras de cartón. Viéndose a todas horas todos los días. Dibujando guitarras en libros y cuadernos. Los nombres de tus bandas favoritas en pupitres y lavabos. Robando acordes de la tele, vomitando la frustración de estar fuera de todo: de ser inglés, de ser guapo, de ser rico, de tener coche, de no ser otro. Todo cenas recalentadas, dormitorios compartidos con hermanos pequeños, padres embrutecidos por el trabajo, el fútbol por la radio y la resignación, madres frustradas, divertidas, presas y carceleras de todo y para todos. Chicas que te rompían en corazón. Chicas a las que rompías el corazón. Y el rock’n’roll como una emisora que te conectaba con todos los distintos del mundo. Que te hacía, en cierta manera, trascendente, mítico, otra cosa. El rock’n’roll que te venía a salvar. Que te mostraba cuál era tu Misión. Que con el latido en el fondo de aquellas voces arrogantes y un pelín desesperadas te decían: “Eres de los nuestros. No estás solo. No nos decepciones”. No querías trabajar como tus padres. No querías vivir como tus padres. No querías amar u odiar como ellos. No querías sus sábados, sus programas de televisión, sus vacaciones en el camping. No querías nada de ellos. Había una conspiración en el barrio. En la ciudad. Nacida en habitaciones diminutas como la tuya, con tocadiscos baratos y paredes atestadas de pósteres de tipos pálidos con consignas de Muerte o Gloria. ¿Y qué? ¿Ahora qué? No pasó nada, no sucedió absolutamente nada y ni los camareros recuerdan que hubiera revolución alguna.

miércoles, 3 de junio de 2015

ROSA RIBAS. SABINE HOFMANN. DON DE LENGUAS. EL GRAN FRÍO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a nuestro espacio, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Antes de comenzar esta primera emisión de junio quiero comentaros brevemente cuál será el “plan” de mis propuestas de lectura para estos dos meses que restan para completar la temporada de Todos los libros un libro. Y es que, con el verano ya a las puertas, con los días que se desperezan y aumentan poco a poco su extensión, con el sol que abandona su timidez y empieza a calentar suavemente, con el campo exultante de coloridas flores, con el aire cada vez más limpio poblado de pajarillos que revolotean entre trinos enamorados (y frenaré aquí mi algo cursi recreación veraniega antes de que la peor inercia poética me lleve a hablar de fragantes aromas y canícula agosteña, de coloridas mariposas e industriosas abejas), he decidido -como tantas otras veces- acomodar mis consejos de lectura a las características más notables -que son también las más tópicas- de la cálida estación que asoma por doquier. Y así, todas las obras que voy a presentaros en junio y julio, giran en torno a dos “ejes” que a mi juicio constituyen sendos rasgos significativos del estío en general y del verano lector en particular: la simplicidad y la aventura.

La estival es una etapa que “naturalmente” parece más propicia para la lectura, con sus largos días de ocio, con su ausencia de afanes y preocupaciones, con su atmósfera -no sólo climatológica- amable y serena, con sus interminables jornadas de asueto en las que casi resulta obligado el plácido aposentarse ante el mar o bajo un árbol con un libro entre las manos. Y precisamente por esta menor “densidad” de los días veraniegos, por su ligereza, por su levedad, por la invitación que contienen al relajado descanso, a la vida sencilla, al lento y tibio y apenas consciente dormitar frente a los días que pasan demoradamente, es por lo que mis propuestas del mes de junio se centrarán en un género como el policíaco que, en la mayor parte de los casos, no impone exigencias lectoras tan rigurosas como otras obras de mayor “enjundia” o profundidad, y es por ello especialmente compatible con el lento transcurrir de un tiempo que se nos aparece como placenteramente interminable. A lo largo de este mes, pues, Todos los libros un libro va a ofreceros cuatro emisiones dedicadas monográficamente a la novela negra, con la peculiaridad adicional de que en todos los casos se tratará de obras escritas en castellano.

Os anticipo igualmente que, en consonancia con el otro aspecto destacado del período vacacional -su condición de espacio favorable para el viaje-, mis últimas sugerencias lectoras del curso, las que se corresponden con los cinco miércoles de julio, os llevarán -de la mano de la literatura- a territorios que podríamos llamar “exóticos” -Nigeria, Japón, Vietnam, Ghana y China-, con la doble intención de ofreceros recomendaciones de lectura literariamente sugerentes e inducir en vosotros la pasión viajera, invitándoos a visitar los países en los que se desarrollan los libros reseñados. Pero eso será a partir del próximo uno de julio, por lo que hoy, de acuerdo con el otro de los “ejes temáticos” marcados, me centraré ya en mi primera “proposición criminal”.

En realidad, se trata de dos novelas las que esta tarde os recomiende pues las peripecias de Ana Martí, la joven periodista barcelonesa que las protagoniza, han dado ya para dos entregas, Don de lenguas y El gran frío, ambas publicadas por la editorial Siruela en 2013 y 2014 respectivamente. Sus autoras son la también barcelonesa Rosa Ribas y la alemana Sabine Hofmann, unidas en una muy peculiar experiencia de escritura “a cuatro manos”, ciertamente insólita en nuestro panorama narrativo. Ambas son filólogas -condición que aflora de un modo notorio en las novelas- y se conocieron en Fráncfort, en donde vive la española y en cuya Universidad fue docente la germana. En algunas entrevistas que he podido leer con Rosa Ribas, la novelista catalana declara que el proceso previo a la escritura es conjunto, con horas de discusiones en torno a la elección del argumento, la estructura, los personajes, la documentación previa, aunque la fase posterior, la que implica la redacción, ya la hacían en paralelo, en castellano y alemán, pues cada una escribía en su propia lengua y se encargaba de traducir a la otra su parte correspondiente. Así, no es de extrañar que los libros vieran la luz simultáneamente en España y Alemania.

Estamos en 1952. Ana Martí es una periodista principiante que en Don de lenguas se desempeña como cronista de sociedad -moda y eventos, efemérides sociales, recepciones y actos benéficos, bodas y natalicios, entrevistas a gentes del mundo del espectáculo y otros asuntos “ligeros”- en La Vanguardia, el principal diario -hoy nacionalista, entonces muy cercano a la dictadura de Franco, o tempora, o mores- de la ciudad condal. Por diversas circunstancias se ve obligada a cubrir para su periódico el asesinato de Mariona Sobrerroca, una viuda perteneciente a la clase alta barcelonesa. Tímida y un punto ingenua, aunque también inteligente, rigurosa, decidida y valiente, Ana se irá adentrando en las interioridades de un caso que la llevará desde los oscuros y siniestros ambientes policiales de la época -machistas, mezquinos, torturadores, violentos- y los reductos más sórdidos de aquella España mediocre y mísera -prostitutas desvalidas, estafadores de medio pelo, ladronzuelos de poca monta, proxenetas benévolos, porteras cotillas, derrotados varios- hasta las bienpensantes e hipócritas, a menudo corrompidas, muchas veces criminales y siempre impunes altas esferas del poder franquista, pobladas de abogados venales, jueces vendidos, fiscales conniventes con quienes mandan y ajenos a la búsqueda de la verdad, gobernadores civiles represores, falangistas viscosos, damas presuntamente respetables, personalidades taimadamente influyentes, serviles directores de periódico y altos cargos del régimen, a cual más miserable. Ana, hermana de un joven fusilado en la guerra, hija de un periodista represaliado por los “vencedores” de la contienda, deberá desenvolverse en un mundo hostil -por sus orígenes, por sus ideas, por su condición de mujer- para, con ayuda de su interesante prima Beatriz -una destacada filóloga (probable trasunto de las autoras), intelectualmente brillante, profesora reconocida en el extranjero aunque condenada también a la opacidad civil por la mediocridad reinante en el país-, intentar resolver el crimen al margen -y en contra- de la versión oficial.

En El gran frío la acción salta al invierno de 1956, y el escenario se traslada de la urbana Barcelona a un perdido pueblo del Maestrazgo aragonés, Las Torres. La chica, ya consolidada en su profesión, trabaja ahora para El Caso, el semanario especializado en sucesos, escándalos, crímenes y, en general, acontecimientos trágicos o, simplemente, insólitos, que fue tan popular y tanto éxito alcanzó (con tiradas de hasta cien mil ejemplares, una cifra considerable para la época) en la España de las décadas de los cincuenta a los ochenta. Obligada por las limitaciones ya reseñadas -mujer en un mundo rabiosamente (y el término es casi literal) masculino, hija y hermana de “rojos”, inteligente y capaz- a firmar con seudónimo -Sabino Rivas, Periquito Pérez- sus reportajes en el truculento periódico -no así en Mujer Actual, la revista en la que sus crónicas sociales sí admitían un nombre femenino-, Ana es enviada por su director a la remota aldea turolense para informarse y escribir sobre el extraño caso que el párroco del pueblo, Don Benito, ha comunicado al rotativo: los sorprendentes e inexplicables estigmas -milagrosos al decir del cura- que han brotado en pies y manos de Isabelita Castán, una niña de la localidad. Una vez más, su labor periodística la lleva -tras algunos asesinatos ocurridos durante su estancia en el pueblo, aislado por la nieve- a profundizar más allá de la mera y aparentemente simple superficie de los hechos para acabar desvelando los oscuros juegos de intereses del empalagoso cura, la egoísta madre de la niña, el no tan poderoso alcalde, los cerriles vecinos y el cultivado aunque algo siniestro cacique de la zona.

No son, no obstante, las tramas argumentales ni la resolución estrictamente detectivesca o policial de los casos los mayores logros de ambos libros. De hecho, pese a que las novelas están muy “trabajadas” para no dejar cabos sueltos y se leen con el interés y la intriga consustanciales al género, que nos hacen progresar en las páginas queriendo desentrañar los crímenes y dar con sus autores, el esquema -y ello ocurre en las dos novelas- es, a mi juicio, algo simple y hasta previsible, sin demasiada densidad, con una acción que llega a avanzar en ocasiones a partir de descubrimientos por parte de la “investigadora” aficionada que parecen ser frutos del azar, de inesperadas casualidades más que de una coherente y racional explicación de los hechos. Desde este punto de vista, pues, el relativo a los parámetros de exigencia que se le suponen a la novela policíaca, no hay nada deslumbrante ni novedoso ni reseñable ni innovador en la propuesta del tándem hispano-germano, que ofrece en cambio solvencia, buen hacer, profundidad en la creación de sus personajes principales, abundante y rigurosa documentación previa y, en definitiva, suficiente -aunque no subyugante- oficio.

Donde las dos obras de Rosa Ribas y Sabine Hofmann sí resultan sobresalientes -y hasta únicas, pioneras- es, en cambio, en la ambientación -sin duda fruto de una ingente labor de documentación-, en la descripción del mundo en el que se desarrolla la acción, esa España franquista, sórdida, mísera, clasista, tremendamente pobre, rezumando miedo y represión, violencia soterrada, prejuicios, odios latentes, mezquindades ancladas en un pasado, el de la guerra civil, que todavía en 1952 -en las ciudades- y hasta en 1956 -en el mundo rural- permanecía vivo no sólo en las memorias sino en el día a día de las gentes. El franquismo ya tiene novela negra contemporánea, ha escrito el experto Juan Carlos Galindo a propósito de los libros que ahora os comento. Y es que, en este sentido, las dos novelas contienen sendas magníficas "fotografías" -verosímiles, fidedignas, reveladoras, implacables- de la sociedad española de los años cincuenta. Ello ocurre sobre todo en Don de lenguas, en donde el tratamiento de este aspecto resulta magistral y permite al lector -así me ha ocurrido a mí mismo desde sus primeras páginas- trasladarse a la dura, cerrada, injusta, agobiante y muy triste vida de aquella época. Son abundantísimos los detalles que de un modo casi inapreciable nos permiten “vivir” la Barcelona de 1952; y ese es otro de los aciertos de las autoras, la ausencia de énfasis o subrayados innecesarios, la capacidad de transmitir el núcleo central de la realidad de aquellos días oprobiosos con un mero apunte, una simple frase, un gesto menor, una breve observación, una ligera apreciación al paso. Y así, se multiplican los elementos narrativos que “decoran” de un modo muy realista y convincente el relato de los hechos. El escenario de la acción aparece a través de menciones a los objetos de entonces, los muebles, los electrodomésticos (como la descripción de una moderna nevera a la que aspira -soñadora- Encarni, la asistenta de la prima Beatriz, para sustituir al armatoste -un cajón con hielo en su interior- que apenas refresca los alimentos de la casa), las vestimentas, los peinados, los anuncios de las calles, los tranvías que ven interrumpido súbitamente su trayecto por un corte eléctrico, habitual en aquellos años de penuria, las farolas con su luz escasa, las carteleras, los artistas de cine, los seriales y concursos radiofónicos, las canciones que se escuchan en los patios de vecindad, las revistas del momento, los premios que incluyen los botes de La Lechera, las tres pesetas de la entrada del cine, las novedades editoriales de esos días (Nada, El Jarama, la primera obra de un joven Juan Goytisolo, entre otras), las tétricas oficinas, el repiqueteo de las máquinas de escribir en las redacciones, las penumbrosas dependencias policiales, el torvo pelaje de los miembros de la Brigada de Investigación Criminal y de la Brigada de Investigación Social, dos muy cutres -pero trágicamente eficaces- puntales de la represión franquista, la sordidez del Barrio Chino -que aún no era El Raval-, el lujo algo casposo de las mansiones de la alta burguesía, los palcos del Liceo, el ambiente de los cócteles y la fiestas privadas. Incluso la reiteración en el texto de un algo anacrónico y desusado -aunque admisible para la Real Academia de la Lengua- “quilómetros” parece obedecer al propósito de las autoras de envolvernos en la atmósfera de aquel tiempo.

Y otro tanto ocurre -aunque aquí, a mi juicio, el resultado es menos logrado, cayendo más en el tópico- con la recreación del opresivo entorno rural de nuestro país en El gran frío. En el libro aflora una España primitiva, bárbara, casi medieval, salvaje, un entorno clausurado, animal, enfermizo, que reúne todas las manifestaciones de un atraso de siglos: las beatas bisbiseantes, el cura sinuoso, la religión potenciando la irracionalidad y la ignorancia, los terroríficos números de la Guardia Civil, los maquis fantasmales y huidizos, el babeante -y feliz- tonto del pueblo, el humilde maestro, el señor feudal dueño de vidas y haciendas.

Pero el interés del planteamiento de Ribas y Hoffman no reside sólo en una representación exacta y fiel pero en el fondo puramente “estética” de los aspectos externos, “ambientales”, de nuestra sociedad en los años cincuenta sino que son las interioridades más siniestras del poder franquista las que se desvelan en el curso de las investigaciones a las que se enfrenta la joven Ana. Y así, la valiente e insobornable voluntad de la periodista permite poner de manifiesto -en especial en la primera novela- las oscuras tramas de intereses delictivos que con una apariencia de legalidad favorecieron a los más desalmados de los “vencedores” y permitieron mantener un sistema basado en la iniquidad y la injusticia, la delación, las represalias, la represión y la muerte civil -y tantas veces el asesinato- de cualquier potencial “enemigo del régimen”, mientras los adictos a la causa del “Caudillo” medraban, obtenían prebendas y se lucraban a costa del esfuerzo y las vidas de sus sufrientes conciudadanos.

Un par de breves apuntes más para cerrar este ya muy largo comentario. Quiero llamaros la atención sobre otros dos aspectos destacados de Don de lenguas y El gran frío. Por un lado, la abundante utilización, como recurso que acompaña y complementa la pesquisa periodística y policial, de referencias cultas, sobre todo literarias. En este sentido, el personaje de Beatriz, la intelectualmente brillante prima de Ana, permite trufar el texto de citas de libros, versos, sentencias de autores clásicos que constituyen una aportación novedosa e interesante al género, aunque en ocasiones pueda aparecer impostada o traída por los pelos. Por otro lado, destaca -y en la condición femenina de las autoras está sin duda la causa de tal opción narrativa- el muy relevante papel que las mujeres desempeñan en las dos historias, algo más sorprendente -más positivamente sorprendente- cuando la consideración social de la mujer en aquellos años la relegaba -con escasas excepciones- a las interioridades del hogar familiar (en una de las novelas, no recuerdo ahora en cuál, se menciona el hecho -insólito desde nuestra perspectiva actual- de que la legislación de la época permitía al marido negar la posibilidad de que su mujer desempeñara un trabajo). En efecto, son femeninos los personajes más “activos” de los libros, los que toman decisiones, los que asumen riesgos, también los más complejos, los que eligen y se responsabilizan de sus actos, aquellos sobre los que recae el peso de la acción. La propia Ana, sin duda Beatriz, incluso la difunta Mariona o la malograda Encarni, en Don de lenguas; la viuda Aurelia, la niña Eugenia, incluso la criada Cándida, en El gran frío, son personajes profundos, con peso, con enjundia, con -como digo- una muy atractiva complejidad.

En fin, leed estos dos interesantes libros que os proporcionarán estupendas horas de disfrute literario junto a la oportunidad de conocer mejor una etapa de nuestra historia muy triste y desgraciada pero en la que residen las raíces de gran parte de lo que somos actualmente. Os ofrezco como cierre musical a mi reseña un fragmento de una obra que desempeña un papel primordial en Don de lenguas. Se trata de la escena final de El caballero de la rosa, la ópera de Richard Strauss, que encierra alguna clave que ayudará a explicar el asesinato de Mariona.
 
 
¿Y si el jefe se había equivocado?
Se bajó del tranvía en la Plaza de España con la certeza de que, por primera vez en los tres años que llevaba trabajando para él, el señor Rubio se equivocaba. Echó un primer vistazo a los urinarios públicos en la esquina de la calle Cruz Cubierta, hacia los que se dirigía un hombre quitándose ya los guantes.
Un error. Era un error enviarla a ella al lugar de los hechos. Ninguno de los implicados le contaría nada. No solo porque fuera mujer; tampoco nadie estaría muy dispuesto a hablar del asunto con un hombre, ni las trabajadoras de la fábrica de bombillas ni los tipos con los que la detenida les organizaba encuentros.
En los asuntos con muertos de por medio era más fácil. La muerte hace locuaz a la gente, sobre todo a los que no llega a golpear de cerca, sino solo roza desde el parentesco lejano, la vecindad o la casualidad. Como el hambre voraz después de los entierros, la presencia de un muerto provocaba ansiosas verborreas, aunque la persona con quien hablara no hubiera visto más que la punta del zapato del cadáver.
Pero en un caso como el de la lotera alcahueta todos preferirían no saber nada. ¿Acaso creía su jefe que a ella se le sincerarían las chicas de la fábrica que ganaban un dinero extra con las citas amorosas que les concertaba la enana? ¿Cómo se imaginaba que se dirigiría a ellas?
–Hola. ¿Tú eres una de las que…? Ya me entiendes, ¿no?
Tampoco podía esperar que merodeara cerca de los urinarios públicos y abordara a los hombres, a los posibles clientes, cuando se aproximaran a la puerta con mal disimulada prisa, o peor, que encarara a los que salían con paso tranquilo, alguno todavía con los últimos movimientos de cerrarse la bragueta, y aprovechara esos segundos de alivio masculino para sorprenderlos con la pregunta:
–Disculpe, caballero, ¿no será usted cliente de Paulina Sánchez?
Lo más probable sería que el hombre saliera huyendo. Unos, incómodos al verse abordados justo en ese momento por una mujer joven que preguntaba por un nombre desconocido. Otros porque, si bien era conocida como «la lotera» o «la enana de los ciegos», sabían quién era Paulina Sánchez, sobre todo sus clientes, y la tomarían por una chivata de la policía.
A la mujer la habían detenido hacía tres días por una denuncia anónima de una de las trabajadoras de la fábrica de bombillas Z, en la cercana calle México. Se sentaba todas las mañanas con sus números de lotería de los ciegos, pegada a la pared de los urinarios públicos. La llamaban «la enana de los ciegos» porque medía poco más de un metro treinta. Tenía la espalda muy encorvada; el torso parecía casi del mismo tamaño que la enorme cabeza. Apenas le llegaban los pies al suelo desde el asiento de la silla de enea.
Ana la había reconocido en la foto policial que le había mostrado Rubio. La había visto muchas veces en ese lugar, con las tiras de cupones colgadas del pecho, siempre rodeada de hombres. Ahora sabía que no se trataba de compradores de números de lotería.
Paulina Sánchez llevaba tiempo ejerciendo de alcahueta y todo parecía funcionar bien: los hombres se dirigían a ella para que los pusiera en contacto con alguna mujer de la fábrica. La lotera tanteaba las preferencias de edad, complexión o color del pelo del mismo modo que los compradores de números de lotería los pedían acabados en ocho, o impares, o que no contuvieran cincos. Ella concertaba día y hora y les daba la dirección del meublé.
Un mecanismo que había funcionado sin contratiempos hasta que, por lo visto, alguna pieza había fallado y había dado al traste con el negocio. No podían haber sido las mujeres, a ninguna de ellas le interesaba que se hiciera público, y no acababa de creerse la versión oficial de que una de las trabajadoras nuevas en la fábrica la hubiera denunciado porque se sintió ofendida cuando la lotera le ofreció sus servicios.
Aunque no esperaba poder averiguar nada nuevo para su artículo, llevaba un rato yendo y viniendo desde la esquina en la que estaban los urinarios públicos hasta el bar La Pansa. De vez en cuando miraba su reloj de pulsera para fingir que estaba esperando a una cita que se retrasaba. Algo, no sabía qué, si era el instinto periodístico, la tozudez o la experiencia que había adquirido en cuatro años de profesión, le impedía marcharse a decirle al señor Rubio que en esa ocasión pisar la calle, «mancharse los pies de barro», no había servido para nada.
No se los había manchado, pero se le estaban quedando helados por el frío. Decían los periódicos que las temperaturas de ese invierno estaban siendo las más bajas que se registraban en años. Los más exagerados hablaban de «la nueva glaciación del 56». Tal vez fuera cierto. El viento húmedo y cortante de finales de enero ya había encontrado los resquicios por los que colarse en su abrigo. «Cinco minutos más y me marcho», se repitió varias veces mientras recorría la acera de un lado a otro con los brazos cruzados. «Cinco minutos. Los últimos», se dijo una vez más. Entonces, mientras decidía si buscar una cafetería en las calles cercanas para tratar de entrar en calor delante de un café con leche o volver a su casa, distinguió a un vendedor de cupones que se acercaba por la calle Cruz Cubierta. Apoyaba la mano derecha en el hombro de una niña que le hacía de lazarillo, cuyas trenzas negras eran más gruesas que sus brazos. Caminaban a buen paso, la gente con la que se cruzaban se apartaba al verlos y la niña esquivaba con presteza todos los obstáculos en el camino, ya fueran personas, perros u objetos.
El ciego aparentaba unos cuarenta años. Si no era el padre de la niña, por lo menos tenían que ser parientes, sus brazos y piernas eran también en extremo delgados. Con el viento, los pantalones de pana raída se le pegaban a unas pantorrillas que parecían carecer de carne. La tez del hombre, curtida por la intemperie, era tan oscura que los globos oculares resaltaban como si estuvieran iluminados por dentro.
Pasaron al lado de Ana. El hombre llevaba las tiras de cupones prendidas con pinzas a la solapa del abrigo. La niña lo guio hasta la pared en la que daba el sol, el mismo lugar en el que se sentaba la enana, comprobó que llevara todos los botones abrochados y se despidió de él. El ciego le dio unos cachetes en las mejillas.
La niña se alejó. Antes de subirse a un tranvía en dirección al Paralelo, se volvió un par de veces como si quisiera cerciorarse de que había dejado al hombre en el lugar correcto.
Tal vez fuera porque habían ganado experiencia a fuerza de pisar calle, o tal vez porque los tenía helados, pero sus pies tomaron la iniciativa. La cabeza empezó a urdir el plan cuando ya casi había llegado delante del ciego.