Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de enero de 2014

SAM SAVAGE. FIRMIN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os hacemos una propuesta de lectura, os recomendamos un libro con la intención de ofreceros una pista que pueda resultaros útil y fiable para abriros paso en el maremágnum en el que se ha convertido nuestro mercado editorial, con doscientos nuevos títulos publicados cada día. Hoy os traigo un librito que es la primera novela de su autor, el sin embargo nada joven Sam Savage. Su título es un escueto y aséptico Firmin, aunque el subtítulo, Aventuras de una alimaña urbana, ya os ofrece alguna pista sobre su contenido. El libro ha sido publicado por la editorial Seix Barral, traducido, de manera libre, imaginativa y eficaz, por el también escritor Ramón Buenaventura y cuenta con una serie de graciosas ilustraciones de Fernando Krahn. Con posterioridad a esta primera novela han visto la luz en España, ofrecidas por la misma editorial, otras dos obras del autor, El lamento del perezoso y Cristal.
 
Empecemos por el principio. Desvelemos la clave esencial del libro, presente ya desde la misma portada, no temáis, no os destripo nada: Firmin es una rata, una rata macho, no un ratón escuchimizado y ágil, simpático e hiperactivo, de esos ratoncillos que despiertan la simpatía de los niños y sus padres en las películas de estética Disney; no, Firmin es una rata, insisto, una rata macho: feo, bajito, ancho de cintura, peludo y sin barbilla, con ojos oscuros y protuberantes, nariz puntiaguda, dientes amarillos, un monstruo, como él mismo se define tras la primera ocasión en que se contempla ante el espejo. Firmin nace en el sótano de una ruinosa librería, condenada -como todo el barrio en el que se ubica- a la depredadora picota de la especulación inmobiliaria, en el Boston de los años 60. Desde el principio de su vida, antes incluso de poder acceder a la leche materna, preterido por sus otros doce hermanos, Firmin se alimenta de libros, del papel y de las palabras de los miles de libros que pueblan la librería en la que vio la luz. Y así, por efecto de sus innumerables lecturas, Firmin se convierte en un ser sensible, inteligente, lúcido, solitario, culto, melancólico, que deambula por los cuatro calles de su reducido universo y que narra su peripecia vital encerrado en su limitada naturaleza animal, pero con un cerebro, con un espíritu, con unas aspiraciones, con una imaginación, con unas emociones, con unos deseos, con unas ensoñaciones, con un alma… absolutamente humanos…
 
Y ese es uno de los encantos del libro, uno de los muchos elementos que nos atraen y nos permiten la identificación con el personaje principal: porque, ¿quién no se ha sentido oscuro y diminuto, solitario y fracasado ante la inmensidad de la carga que la vida nos impone?, ¿quién no ha anhelado nunca lo imposible?, ¿quién no ha soñado con ser otro, más realizado, más logrado, más capaz?, ¿quién no ha visto sus deseos más auténticos, más gozosos, más nobles, más humanos, desmentidos por una realidad prosaica y chata, mediocre y vulgar?, ¿quién no ha imaginado una existencia plena, intensa, la que nos muestran las novelas, la que intuimos en un poema, la que vislumbramos en las películas, en el arte o en la música, ésa que se nos escapa entre los dedos en el día a día, ahogados en una rutina desesperanzada y mezquina? Firmin es, pues, como dice con acierto Rosa Montero, que recomienda el libro con pasión, una fábula sobre la naturaleza humana en la que todos nos podemos reconocer.
 
Aunque Firmin es mucho más. Es también la historia de una amistad imposible entre la rata y los seres humanos, que no ven en él su íntima condición de ser inteligente: la relación con el librero Norman, que acaba -como tantas en la vida- en decepción y alejamiento; la convivencia con el caótico escritor -muy años 60- Jerry Magoon, que finaliza también con la soledad de Firmin, tras la muerte de aquél después de una caída por las escaleras.
 
Pero Firmin es, sobre todo, un delicioso alegato, repleto de ternura, humor y melancolía, en favor de la lectura, del poder transformador de los libros, de la capacidad de la literatura para ampliar nuestros horizontes, nuestras expectativas, para estilizar nuestras aspiraciones, para superar nuestras frustraciones. Firmin es un intento, algo nostálgico y desesperanzado, de mostrar cómo, gracias a los libros, nuestras vidas pueden ser mejores, cómo la mente humana puede soñar paraísos y construirlos y habitarlos, cómo nuestra existencia se ve potenciada por la lectura, cómo los prodigios que vislumbramos en los libros pueden sostener una peripecia vital que sin ellos sería quizá tan sólo neutra biología, frío determinismo, primarias células en funcionamiento maquinal. Decía el poeta alemán Friedrich Hörderlin que el hombre es un Dios cuando sueña. Firmin trasciende su naturaleza, se convierte en un Dios, en un ser humano, gracias a su pasión por los libros, y ésa es una enseñanza que a también nos interesa a nosotros, pobres humanos, y especialmente aquí, en Todos los libros un libro, en donde creemos en la necesidad, en el carácter esencial y liberador de la lectura.
 
Os dejo ya con un fragmento de este excelente librito (tiene poco más de 200 páginas) que describe el origen de la existencia de Firmin, y en el que podréis encontrar algunos atisbos de lo que es el libro entero.
 
Como complemento musical a mi reseña, y jugando libre y algo frívolamente con la condición roedora del protagonista del libro, os ofrezco Rat in mi kitchen, interpretada por UB40.
 
Como tantas otras cosas que empiezan siendo pequeños placeres ilícitos, masticar papel no tardó en hacerse un hábito con sus imperativos propios, para luego trocarse en adicción, en un hambre mortal cuya satisfacción resultaba deliciosa. Estoy convencido de que esas páginas masticadas aportaron la base de lo que modestamente denominaré mi insólito desarrollo mental, o quizá incluso lo provocaran. Imagínense: la historia del mundo en cuatro partes, fragmentos de filosofía, psicoanálisis, lingüística, astronomía, astrología, cientos de ríos, canciones populares, la Biblia, el Corán, el Bhagavad Gita, el Libro de los muertos, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa, cientos de insectos, rótulos de calles, anuncios, Kant, Hegel, Swedenborg, tiras cómicas, canciones infantiles, Londres y Salónica, Sodoma y Gomorra, la historia de la literatura, la historia de Irlanda, acusaciones de crímenes inenarrables, confesiones, desmentidos, miles de juegos de palabras, decenas de lenguas, recetas, chistes verdes, enfermedades, nacimientos, ejecuciones… Todo eso, y mucho más, me lo metí yo en el cuerpo.

miércoles, 22 de enero de 2014

FERDINAND VON SCHIRACH. CRÍMENES. CULPA. EL CASO COLLINI

Jim Jarmusch dijo una vez que prefería hacer una película sobre un hombre que sale a pasear con su perro que sobre el emperador de China. A mí me pasa lo mismo. Escribo sobre procedimientos penales, en los que he actuado como abogado defensor en más de setecientas ocasiones, pero en realidad hablo del ser humano, de sus fracasos, de su culpa y su grandeza. Uno de mis tíos era juez presidente de un tribunal de jurado. Esta clase de tribunales son los encargados de juzgar delitos contra la vida: homicidios y asesinatos. Nos contaba casos que nosotros, de niños, éramos capaces de comprender. Siempre empezaban con la misma frase: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”.
 
Tenía razón. Perseguimos las cosas, pero son más rápidas que nosotros y nunca logramos darles alcance. Yo cuento las historias de asesinos, traficantes de drogas, atracadores de banco y prostitutas. Todos tienen su historia y no son muy distintos de nosotros. Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ése es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte.
 
Mi tío el juez sirvió durante la guerra en la marina, y una granada le cercenó el brazo izquierdo y la mano derecha. Pese a ello, durante mucho tiempo no se dio por vencido. Dicen de él que fue un buen juez, humano, un hombre íntegro y con un gran sentido de la justicia. Le gustaba salir de caza y tenía un coto pequeño. Una mañana se adentró en el bosque, se llevó el doble cañón de su escopeta a la boca y apretó el gatillo con el muñón del brazo derecho. Llevaba puesto un jersey negro de cuello alto; había colgado la chaqueta en una rama. Se voló la cabeza. Muchos años después tuve ocasión de ver las fotografías. Dejó una carta breve para su mejor amigo, en la que decía que simplemente estaba harto. La carta empezaba con estas palabras: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”. Sigo echándolo de menos. Todos los días.
 
Este libro trata de personas como él y de sus historias.
 
 
Hola, buenas tardes. Esta semana, en Todos los libros un libro, os traigo dos excelentes propuestas de lectura que, en realidad, son una sola, pues aunque se trata de dos obras diferentes que han aparecido de modo sucesivo en 2011 y 2012 se deben al mismo autor y presentan la misma temática e idénticos propósito, estructura y planteamiento literario, hasta el punto de que la segunda es, sin duda, continuación de la primera y las dos hubieran podido editarse conjuntamente sin que pudiéramos percibir la más difusa frontera, más allá de algún detalle no demasiado relevante en el que quizá pueda sustentarse una pretendida diferencia entre ambas (quizá la mayor brevedad o una menor truculencia en las historias narradas en el último libro frente a las del que abre la serie). Crímenes y Culpa son las dos recopilaciones de relatos escritos por Ferdinand von Schirach publicadas, con una notable repercusión, por la siempre magnífica editorial Salamandra, en traducciones de Juan de Sola y Mª José Díez Pérez respectivamente. Esta última traductora es la responsable, también, de la versión en castellano de El caso Collini, la primera novela de este autor, recientemente editada en nuestro país -igualmente en Salamandra-, un libro formidable, una apasionante historia criminal -pero no sólo- que participa de los principales rasgos estilísticos de la obra de von Schirach de los que a continuación os hablaré.
 
Debo decir, de entrada, que, como tantas otras veces, estos libros llegan a mí a través de la recomendación, siempre oportuna, siempre sugestiva, siempre tentadora, del genial Jacinto Antón, el deslumbrante periodista de El País. Es tanta la convicción con la que redacta sus crónicas, tanto el entusiasmo, la erudición nada pedante y sí muy fecunda, el sutil sentido del humor que rezuma cualquiera de sus reportajes literarios -casi siempre centrados en los fascinantes mundos de la aventura, los viajes, las expediciones geográficas y los descubrimientos arqueológicos, las historias bélicas y militares- que uno se ve compelido, una vez terminada la lectura del artículo de turno, a salir a la librería más cercana y procurarse sin demora el libro tan apasionadamente reseñado, ya se trate de una novela sobre las guerras zulúes o sobre la batalla de Waterloo, sobre las misteriosas tumbas de los faraones o sobre las peripecias vividas por las distintas tribus indias en su confrontación con los colonos protagonistas de la conquista del Oeste. Así ha sido también en este caso y el resultado, como de costumbre, no sólo no defrauda sino que responde con creces a las expectativas despertadas por el excepcional periodista. Quede aquí, una vez más, el reconocimiento a su indudable talento y, sobre todo, el agradecimiento por su contagiosa energía, por su alegre y optimista y vital modo de entender -y de ofrecérnosla a sus lectores- la literatura y, en realidad, la existencia. Dentro de unas semanas os ofreceré aquí mis reseñas de algunas de las obras de Jacinto Antón, altamente recomendables.
 
Ferdinand von Schirach es un criminalista alemán, con una trayectoria reconocida en un prestigioso bufete berlinés, cuyo acontecer profesional se centra -tal y como él mismo señala en el breve prólogo de Crímenes, con cuya lectura he comenzado hoy mi comentario-, en las labores de abogado defensor en causas penales, algunas muy notorias y de considerable repercusión pública, muchas de ellas centradas en crímenes violentos y terribles, que horrorizan a cualquier alma medianamente sensible. De entre los más de setecientos casos que ha defendido en su vida nos ofrece cerca de una treintena en sus dos libros. Podría pensarse, por ello, que Crímenes y Culpa, las dos obras que os comento, al narrar hechos que han tenido lugar, que han, efectivamente, acontecido, no son más que un exhaustivo elenco de oscuros casos examinados con la distancia y la precisión de un frío y ecuánime abogado en su despacho, de un aséptico científico del derecho en su bien esterilizado laboratorio, una panoplia de neutras descripciones de la espantosa depravación a la que tan proclive es a menudo el ser humano, un relato documental, escrito con alejamiento sociológico, que recogiera los extremos de horror a los que pueden llegar nuestros congéneres, un estudio, pues, de carácter ensayístico o divulgativo. Pero nada más lejos de ello: he hablado de relatos para referirme a las piezas que integran los libros. Y ello es así porque partiendo de esa base real -la extraída de la propia experiencia de su autor en los diferentes procesos penales- von Schirach “literaturiza” de un modo magistral esas historias terribles y las convierte en una excepcional obra de ficción que, como ocurre con la literatura digna verdaderamente de ese nombre, se constituye en un muy fiel retrato del alma humana con una hondura, una significación, una trascendencia, una emoción y una belleza inigualables. Porque pese a lo monstruoso de muchas de las experiencias narradas -recorridas por torturas sobrecogedoras, asesinatos terroríficos, violaciones salvajes, agresiones brutales, delitos crudelísimos y delincuentes despiadados, hombres y mujeres explotados, niños y ancianos vejados, sometidos a violencias indecibles-, pese a lo, por lo tanto, aparentemente “infrahumano” del “material” del que parte, el talento literario del autor y, sobre todo, la piadosa comprensión de su mirada, nos permiten entender -en cierto modo, y sin dejar de compadecer a las víctimas- los motivos que han llevado a los criminales a cometer sus espantosos actos, los impulsos que nos llevan, en fin, a los hombres a, en momentos excepcionales, comportarnos de un modo aparentemente irracional.
 
Y es que, en muchos de los relatos, el lector -guiado por la experta mano del escritor- sospecha, e incluso llega a sentir, que él mismo, puesto en la misma situación que se le narra, no sería capaz de obrar de manera distinta a la del asesino o el delincuente cuyas bárbaras acciones tan dramáticamente se le están refiriendo. Von Schirach, que reconoce el carácter dual de nuestra personalidad -todo el mundo tiene un lado oscuro y otro luminoso-, muestra una formidable habilidad para, sin ocultar los aspectos más despiadados de la naturaleza maligna de algunos de nuestros semejantes, penetrar en la mente, en el espíritu de sus protagonistas, y para, desde allí, hacernos entender -y en ocasiones hasta justificar- las razones, pues casi siempre las hay, de sus crímenes. Y ello lo logra el autor con una sobresaliente economía de medios, con un estilo sencillo y claro, con frases cortas y párrafos breves, aparentemente sin tomar partido, describiendo de un modo neutro, objetivo, distanciado, los hechos, la brutalidad de unos hechos cuyos minuciosos detalles ha conocido en su propio acontecer profesional. Pero no es solo eso, sino que más allá del horror, sobreponiéndose a la salvaje realidad narrada, la literatura del escritor alemán, dotada de un sutilísimo pero muy notable sentido del humor, rezuma ternura, bondad, delicadeza, sensibilidad, dulzura y comprensión por las flaquezas y debilidades del ser humano.
 
Así por ejemplo, en Fähner asistimos a la sobrecogedora experiencia de un hombre que, atado por su fidelidad al juramento del matrimonio, sufre durante años el implacable carácter de su mujer, para explotar al fin en una cruenta y a la vez contenida escena de mortal violencia conyugal. En El violonchelo el emotivo amor entre dos hermanos aflora en un relato en el que el dolor, la desgracia, el suicidio y, en general, la muerte, lo impregnan todo con una pátina de belleza tristísima. En Verde el macabro descubrimiento de una serie de ovejas degolladas, con los globos oculares arrancados, sirve de fondo a la conmovedora historia de Philipp, un joven solitario, triste y temeroso, asiduo paciente de clínicas psiquiátricas. En El etíope, Michalka, que ya desde niño, abandonado en una palangana ante una iglesia y adoptado por una familia alemana, se había mostrado reservado, taciturno, inseguro y conflictivo, es incapaz de integrarse en la “normalidad” social y lleva una vida de delincuencia y marginalidad, de alcohol, palizas y detenciones, hasta que con el fruto de uno de sus robos compra -sin criterio definido alguno- un billete de avión para Etiopía. Allí se casa y tiene una hijita, encuentra el sentido de su vida en una aldea perdida en la que todos lo respetan y valoran por su trabajo, entrega y dedicación a la comunidad, lo que no impide que por un problema burocrático sea devuelto a Alemania y, con sus antecedentes penales y habiendo cometido un nuevo delito, encarcelado e imposibilitado de volver a su felicidad africana. En Niños, la vida de Holbrecht, un ejemplar y honrado padre de familia, que lleva una existencia apacible y acomodada con su mujer, enamorados ambos, cambia radicalmente al ser acusado de “abusar de una menor en veinticuatro ocasiones”. Sustentada tan solo en el testimonio de la joven víctima, la sentencia del juez condena a Holbrecht, que se ve obligado a cumplir tres años y medio de prisión. Con su vida destrozada, divorciado de su mujer -que, horrorizada, le manda los papeles de la separación a través de un abogado-, abandona la cárcel a los cuarenta y dos años para llevar una existencia solitaria trabajando de hombre anuncio para un restaurante. El desvalimiento y la tristeza de su vida se ponen de manifiesto y adoptan las formas de la venganza el día en que se cruza por azar en una calle con la niña -ahora una joven desenvuelta a la que acompaña su novio- que injustamente lo denunció. En Amor, Patrick intenta vanamente contener el impulso caníbal que le lleva a devorar a las mujeres que ama. El recuerdo de Issei Sagawa, el japonés que, en un caso muy conocido y con extraordinaria repercusión pública en la época, se comió a su novia -porque “la quería demasiado”- en París en 1981, está presente en el relato, con un final inquietante. Por fin, en Soledad, Larissa, una mujer adulta, casada y con dos hijos, recuerda quince años después, y con paradójica nostalgia, al hijo, fruto de una brutal violación a manos de un vecino de su padres, que perdió en el sórdido sótano de su hogar familiar.
 
Espero que estos breves y significativos ejemplos de algunas de las historias recogidas en Crímenes y en Culpa, los dos magníficos libros de Ferdinand von Schirach, os puedan servir, más allá del horror que contienen, como muestra de la extraordinaria literatura que ambos volúmenes nos ofrecen. Así ocurre también con Anatomía, que os dejo en su integridad al término de esta reseña. Y no os perdáis tampoco el deslumbrante El caso Collini, el último libro del autor alemán publicado en nuestro país, una novela que trasciende la historia criminal que sustenta su trama para convertirse en una agudísima, inteligente, comprometida y polémica denuncia acerca del funcionamiento de la Justicia en Alemania y del ambiguo papel del poder judicial de ese país a la hora de afrontar las consecuencias de la complacencia o, al menos, la tolerancia, de muchos de sus ciudadanos ante la barbarie nacionalsocialista.
 
Como complemento musical a mi comentario de esta semana os ofrezco Nebraska, una canción que habla, claro está, de horrendos crímenes y que interpreta su autor, un en este caso muy sensible Bruce Springsteen.
 
 
Anatomía
 
Estaba sentado en el coche. Se había quedado traspuesto, no se había dormido profundamente, tan sólo había dado una cabezada en la que no había soñado, unos segundos. Esperó y bebió de la botella de aguardiente que había comprado en el supermercado. La arena que arrastraba el viento tamborileaba contra el coche. Allí había arena por todas partes, unos centímetros bajo la hierba. Conocía todo aquello, había crecido en ese lugar. Ella acabaría saliendo de la casa y se dirigiría a la parada de autobús. Quizá llevara otra vez un vestido, uno vaporoso, a ser posible el de flores amarillas y verdes.
 
Recordó cómo la había abordado. Recordó su cara, su piel bajo el vestido y lo alta y guapa que era. Ella casi ni lo había mirado. Él le preguntó si quería tomar algo. No estaba seguro de si ella lo había entendido. Se rió de él. “No eres mi tipo -le dijo a gritos, ya que la música estaba demasiado alta-. Por desgracia -añadió.” Él se encogió de hombros, como si no le importara. Y sonrió. Qué otra cosa podía hacer. Después volvió a su mesa.
 
Ese día no se burlaría de él. Haría lo que él quisiera. Sería suya. Se la imaginó presa del miedo. Los animales que había matado también habían tenido miedo. Él lo había visto. Olían de manera distinta poco antes de morir. Cuanto más grandes eran, mayor era su miedo. Los pájaros eran aburridos; los gatos y los perros, mejores, sabían cuándo iban a morir. Pero los animales no hablaban. Ella hablaría. La cuestión sería hacerlo despacio para sacar el mayor partido posible. Ése era el problema: había que evitar apresurarse. Si se ponía demasiado nervioso la cosa se torcería. Como le pasó con el primer gato: después de amputarle las orejas, no pudo contenerse y le clavó el cuchillo demasiado pronto, al tuntún.
 
El estuche de disección le había costado caro pero era completo, incluía tijeras, separadores, bisturís y sondas. Lo pidió por internet. Se sabía casi de memoria el atlas de anatomía. Lo había escrito todo en su diario, desde el primer encuentro en la discoteca hasta el día actual. Le había sacado fotos a escondidas y había pegado su cabeza en fotografías porno. Había dibujado las líneas que quería cortar. Con trazos discontinuos negros, como en el atlas de anatomía.
 
Ella salió por la puerta. Él se preparó. Cuando la portezuela del jardín se cerró, se dispuso a bajar del coche. Ésa sería la parte más complicada. Tenía que obligarla a que se fuera con él, y sin chillar. Había apuntado todas las variantes. Más tarde la policía encontró en el sótano de la casa de sus padres las notas, las fotos de la joven, los animales muertos y cientos de películas gore. Los agentes registraron su caso cuando descubrieron en su coche el diario y el estuche de disección. En el sótano también tenía un pequeño laboratorio químico: sus intentos de fabricar cloroformo habían fracasado.
 
Cuando se bajó del coche, el Mercedes le dio con el lado derecho. Salió despedido por encima del capó, se golpeó la cabeza contra el parabrisas y quedó tendido a la izquierda del automóvil. Murió camino del hospital. Tenía veintiún años.
 
Yo defendí al conductor del Mercedes, condenado a un año y seis meses de libertad condicional por homicidio involuntario.
 

miércoles, 15 de enero de 2014

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ. EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, fiel a su cita de los miércoles con vosotros, aquí en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, la primera en que nuestro programa sale al aire en 2014, os traigo un libro muy interesante, muy emotivo también, lleno de poesía, y muy apreciable desde el punto de vista de la escritura. Es cierto que la Literatura -con mayúsculas- no suele estar demasiado presente en el peculiar universo de los certámenes literarios, pero este El ruido de las cosas al caer, escrito por el colombiano Juan Gabriel Vásquez y que obtuvo el cada vez más reconocido premio Alfaguara en el pasado 2011, es una novela muy estimable, cuya lectura os recomiendo hoy con verdadero entusiasmo. Hace un par de meses se publicó en nuestro país el último libro de este autor, Las reputaciones, que aún no he podido leer.
 
El ruido de las cosas al caer se mueve en dos grandes planos muy imbricados entre sí y, a la postre, casi indiscernibles, pues, en cierto modo, son uno solo y el mismo. Hay una primera narración de índole personal, que se adentra en la vida y las emociones, en los sentimientos de sus protagonistas, y hay, simultáneamente, una historia objetiva, la de los últimos cuarenta años de la sociedad colombiana, teñidos por la atroz experiencia del narcotráfico -de cuyo inicio y desarrollo se da buena cuenta en la novela-, que corre en paralelo a las existencias de los personajes y las condiciona, e influye en ellas y las transforma. De manera que en el libro hay un vaivén constante entre la intimidad subjetiva, la evolución individual de esos personajes, sobre todo la de Antonio, la voz que narra, y las dramáticas circunstancias de la vida de su país, una Colombia en la que los negocios, los crímenes y las muertes derivados del tráfico de drogas han alterado trágicamente la vida de más de una generación de ciudadanos.
 
Antonio Yammara es un joven profesor, casado y con una hija pequeña, de vida más o menos anodina y en cualquier caso alejada de grandes acontecimientos, que coincide por azar, en sus reiteradas visitas a unos billares a los que acude -aún soltero- para paliar su soledad, a Ricardo Laverde, un hombre callado y algo enigmático, que acaba de abandonar la cárcel tras veinte años de estancia en ella por motivos que todo el mundo -el poco mundo que lo trata- desconoce. La existencia misteriosa de Laverde, la ausencia de explicaciones, de información sobre su pasado oculto, despiertan la curiosidad del profesor, que se aproxima al hombre con interés, cimentando algo parecido a una amistad, de corta duración aunque de consecuencias muy duraderas. Los breves días de relación entre ambos -en los que, sin embargo, el joven no logra explorar el aparentemente atormentado pasado, los secretos que parece proteger con su mutismo su amigo- se ven truncados por una ráfaga de metralleta disparada desde una moto en marcha -un atentado cuyo modus operandi es común entre los sicarios de los cárteles de la droga- que acaba con la vida de Laverde y hiere gravemente en la cadera a Antonio.
 
Desde ese momento de comunión en la tragedia, averiguar la desconocida trayectoria vital del muerto, a cuyo recuerdo ha quedado unido para siempre por el trágico episodio, se convierte en una especie de obsesión para Yammara que, años después, a punto ya de cumplir los cuarenta, rememora su vivencia de aquellos tristes hechos y da cuenta de la investigación que realizó para conocer las circunstancias que rodearon la muerte -y sobre todo la vida- de su amigo. En el curso de su pesquisa conocerá a Maya, la hija de Laverde, que aportará información sustancial -aunque también incompleta y fragmentaria, recubierta por un halo de misterio- sobre su padre.
 
En este plano de la novela, en esa dimensión subjetiva, el relato se mueve, en un enfoque dual, desde el presente en el que se desenvuelve la vida de Antonio, sus conflictos de pareja con Aura, desgraciadas secuelas del atentado -el carácter modificado desde entonces-, con la presencia, como emotivo y sutil y muy tenue telón de fondo, de las responsabilidades y los afectos de padre primerizo que le despierta su hijita Leticia, y, por otro lado, el pasado de la vida evocada de Ricardo, sus amores con quien acabará siendo su mujer, la comprometida -hoy la llamaríamos cooperante- Elaine Fritts, una joven norteamericana que acude a Colombia a trabajar en labores humanitarias en los algo controvertidos Peace Corps, y el desgraciadamente muy fugaz contacto con su hijita Maya que es la que, desde el presente de Antonio, dará cuenta de sus escasos recuerdos de su propio padre con el apoyo de documentos, cartas y recortes de periódicos de la época.
 
Antonio irá así, llevado de la mano de la hija de Laverde, conociendo las circunstancias de la vida de su amigo, su historia familiar, su vinculación al mundo de la aviación desde dos generaciones atrás -su abuelo un héroe nacional, destacado en diversas hazañas bélicas; su padre desfigurado para siempre por la inesperada explosión de un avión en una ceremonia de exhibición aérea-, las razones de su larga estadía en la cárcel y, en definitiva, las probables causas de su inexplicable y absurda muerte. Perdido en una hacienda en el interior del país, a donde lo lleva, recién casado, la labor humanitaria de su mujer, Laverde aprovecha su condición de avezado piloto para realizar el bien pagado transporte de marihuana, inicialmente, y cocaína después, desde la selva colombiana a territorio estadounidense, episodios -con una base real- que Vásquez aprovecha en la novela para hacer una recreación fidedigna de los inicios y el desarrollo del lucrativo negocio del tráfico de drogas en Colombia.
 
Y es aquí, en esta abrupta y decisiva irrupción del narcotráfico, donde aflora la segunda dimensión del libro: el propósito del autor -que se manifiesta las más de las veces en forma de someros apuntes en la trama, como mero marco en el que se desarrolla la historia principal, pero en todo caso revelado de modo explícito e inequívoco y “sustancial”- de ofrecernos un recorrido por la historia reciente de su país, indagando, de modo indirecto, en las causas que provocaron -y aún provocan, aunque en menor medida- la violencia que padece aquella sociedad devastada por la acción de los cárteles de la droga. El relato de las vidas de Antonio Yammara y Ricardo Laverde está salpicado de referencias a crímenes, atentados, secuestros y asesinatos con los que los grandes grupos del narcotráfico -singularmente los dirigidos por Pablo Escobar, con una presencia decisiva en el libro- pretendieron eliminar a políticos íntegros, a periodistas honestos, a gobernantes combativos con la corrupción; una delirante espiral de locura criminal que convulsionó al pueblo de Colombia, dejando huella en su moral colectiva e impregnando de desesperanza y pesimismo, de resignación y desencanto las vidas de sus gentes. Y, sobre todo, de miedo, un miedo omnipresente en el libro y que Vásquez erige en el sentimiento determinante de las vidas de su generación. Maya, casi coetánea de Antonio, en su primer año universitario y con ocasión del atentado fallido contra César Gaviria, más tarde presidente del país, una bomba que estalló en un vuelo Bogotá-Cali que debía contar entre sus pasajeros -aunque finalmente no viajó- con el entonces jovencísimo político -azote de las mafias de la droga-, es consciente del miedo que atenaza a sus conciudadanos y a ella misma. [Caí en la cuenta] de que esa cosa que me daba en el estómago, los mareos de vez en cuando, la irritación, no eran los síntomas típicos del primíparo, sino puro miedo. Y mamá también tenía miedo, claro, tal vez más que yo. Y luego vino lo demás, los otros atentados, las otras bombas. Que si la del DAS con sus cien muertos. Que si la del centro comercial equis con sus quince. Que si la del centro comercial zeta con los que fuera. Una época especial, ¿no? No saber cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. Saber dónde está el teléfono público más cercano para avisar que uno está bien. Si no hay teléfonos públicos, saber que en cualquier casa le prestan a uno el teléfono, que uno no tiene sino que llamar a la puerta. Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendiente de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos. Y ese clima de ominoso terror permea la vida de los personajes, que constantemente se expresan aludiendo a la destructiva situación del país: Cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra o por lo menos una guerra convencional, si es que semejante cosa existe. Eso me gustaría saber, cuantos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuantos sintieron al salvarse que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad que se incendiaba, declara Antonio en un momento del libro. O, más adelante: Mi vida contaminada era mía solamente, mi familia estaba a salvo todavía: a salvo de la peste de mi país, de su atribulada historia reciente: a salvo de todo aquello que me había dado caza a mí como a tantos de mi generación (y también de otras, sí, pero sobre todo de la mía, la generación que nació con la Guerra de las Drogas). Y en el mismo sentido, este otro fragmento en el que vemos cómo el narrador, en su reflexión personal, se ve obligado, para poder explicarse su vida, para poder entenderla, a adentrarse en el terreno de la política, de lo sociológico: La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado. Y esas conversaciones suelen comenzar con Lara Bonilla, ministro de Justicia. Había sido el primer enemigo público del narcotráfico, y el más poderoso entre los legales; la modalidad del sicario en moto, por la cual un adolescente se acerca al carro donde viaja la víctima y le vacía una Mini Uzi sin siquiera reducir la velocidad, comenzó con su asesinato. Y tras ella, infinidad de muertes más que llenan de congoja y miedo las vidas de los colombianos; muertes previsibles, anunciadas, finalmente absurdas, que comparecen en el libro acompañando las existencias de sus protagonistas.
 
Y todo ello, la narración de las vidas de los personajes y la de la sociedad colombiana en la que se desenvuelven, narrado con un tono poético muy hermoso, con citas de versos de poetas locales, con un estilo muy literario, introspectivo, melancólico, hecho de evocaciones y reminiscencias y repeticiones, con un leitmotiv recurrente, conmovedor y finalmente explicativo del sentido último de la obra, encerrado en su título: la explosión de otro de estos aviones -cuyos detalles concretos no puedo desvelar para no desentrañar la historia- que se erige en cierto modo en el centro del libro: Hay un grito entrecortado, o algo que se parece a un grito. Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha. Y hay también referencias literarias, García Márquez en particular, y un tono -muy tenue, muy larvado, muy poco explícito- como de realismo mágico envuelve el relato, con la fantasmagórica presencia de los animales -jirafas, elefantes, rinocerontes, pájaros inmensos de todos los colores, un canguro que da patadas a un balón, hipopótamos de leyenda- del fastuoso zoo que el narco Pablo Escobar se había hecho construir en su inaccesible y blindado reducto, un Xanadú en el trópico, deambulando por la selva -tras la muerte de su dueño- destruyendo cultivos, invadiendo abrevaderos, atemorizando a pescadores.
 
Estupenda novela, interesantísima novela esta El ruido de las cosas al caer con la que Juan Gabriel Vásquez ganó el Premio Alfaguara en 2011 y que os recomiendo muy vivamente. Os dejo, para complementar esta reseña, con una narcobalada, canciones -muy populares en Colombia- que hablan, generalmente en términos laudatorios y ensalzándolos, de los narcotraficantes. Se trata de Uriel Henao y su Corrido del cocalero.
 
 
La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que vaya a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida -a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino. Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos. Siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona que nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.

miércoles, 8 de enero de 2014

WILLIAM OSPINA. URSÚA. EL PAÍS DE LA CANELA. LA SERPIENTE SIN OJOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy comienza con una declaración abierta de impotencia. Y es que, debo confesarlo, no sé cómo encarar la reseña de la obra que ahora quiero presentaros. No se trata sólo de que resulte casi imposible dar cuenta de la cantidad de personajes, lugares, paisajes, peripecias, acontecimientos, que se narran en Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos, los apasionantes libros que configuran la trilogía que ha escrito el colombiano William Ospina y que ha publicado en España Mondadori, aunque yo leí los dos primeros en su inicial edición en La otra orilla, un sello editorial ahora desaparecido. Lo que me abruma, paraliza y casi me impide la escritura es, sobre todo, lo desbordante de la narración, lo torrencial de una prosa que no puede ser descrita sino con harto dolor de corazón, pues cualquier resumen, cualquier síntesis, cualquier glosa que se intente empalidecerá forzosamente ante el deslumbrante dominio de la lengua del autor y de su apabullante recreación de un mundo ya de por sí inabarcable.
 
Nunca fue más cierto el aserto según el cual la forma es el fondo. La historia que nos cuentan estos libros no existe más allá del modo de contarla. Mientras disfrutaba entusiasmado de las más de mil páginas de esta obra colosal, y pensando en la imposible tarea de esbozar siquiera una breve presentación para los oyentes de Todos los libros un libro, me asaltaba de continuo la tentación (en la que aquí incurriré) de transcribir párrafos enteros, páginas completas, capítulos íntegros, maravillado por la exuberancia de las descripciones, lo exaltado de la narración, lo asombroso de las enumeraciones, el abigarrado caudal de un texto inagotable que fluye sin pausa envuelto en una melodiosa musicalidad, el resplandor de cientos de inspiradas metáforas, la profusión y la brillantez en la adjetivación, la desmesurada relación de animales y plantas y lugares y barcos y ropajes y armas y escenarios que pueblan este fascinante relato de la conquista, de la brutal y heroica, cruel y legendaria, salvaje y mítica conquista de los territorios de las Indias, sobre todo la de la actual Colombia y la del inmenso Amazonas, por parte de un puñado de aventureros españoles, poseídos por la fiebre simultánea del oro y la razón, de la barbarie y la civilización.

Y, reconocida esta limitación de base, esta radical imposibilidad de hablar de una obra excesiva e inabarcable, sólo me queda empezar por lo más elemental, por contar la mera trama argumental de los tres libros, por explicar a grandes rasgos la esencia descarnada, el desnudo núcleo central de las historias narradas en esta formidable trilogía.

El Ursúa que da título al primero de los libros es Pedro de Ursúa, un joven navarro, fuerte y hermoso, que aún no cumplidos los diecisiete años se embarca en 1543 hacia el Nuevo Mundo, hacia la Ciudad de los Reyes de Lima, hacia unas tierras en las que un pariente cercano, su tío Miguel Díaz de Armendáriz, ejerce de juez de cuatro gobernaciones; unas tierras que la imaginación del muchacho puebla de sueños y quimeras, de esperanzas y promesas, de hazañas y aventuras, de fantasías y ambiciones: descubrir un océano, ser el primero a las puertas de una ciudad incomprensible, destrenzar las serpientes enormes para llegar al tesoro escondido, ver los dragones o los gigantes de un mundo nuevo, someter pueblos feroces, dominar a los reyes del río y del trueno. Cinco años después, el adolescente es ya gobernador en las regiones de ultramar y está embargado hasta la obsesión por la fiebre del oro. Arrebatado por la irrefrenable pasión de la búsqueda del tesoro dorado de la leyenda indígena, Ursúa atraviesa montañas heladas, penetra selvas inmensas pobladas de bestias y de misterios, surca ríos interminables, cruza llanos ardientes, libra guerras, combate enemigos, sojuzga pueblos y castiga sin piedad a sus jefes, profana milenarios templos de piedra, somete tribus en una sucesión de enfrentamientos sangrientos y crueles, destruye ciudades y funda otras nuevas, extiende el imperio de Carlos V y de la Iglesia Católica, y en su periplo de violencia y muerte, de tortura y brutalidad y barbarie, curtido por la sangre y la batalla, endurecido por las penalidades y los desafueros, sometida su razón por la fatal atracción, por el irracional delirio de la dorada quimera, pierde progresivamente su ingenuidad, su carácter inocentemente soñador, convirtiéndose en un hombre cansado y perseguido, desesperado y codicioso, un general poderoso y sombrío, despiadado y bestial.

En El país de la Canela, Ospina relata la expedición de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1542, abriéndose paso por primera vez a través de un desconocido Amazonas, desmesurado y asombroso, en busca de un territorio legendario, el maravilloso país perfumado, envuelto en el aromático exotismo de la canela, un producto, rodeado de un aura mítica, que los sacerdotes de Egipto utilizaron para embalsamar cadáveres y para agravar hechizos, pero las gentes ricas de España usan para aromar los alimentos que tienden a dañarse, cuando no para fabricar jabones y ungüentos, o pócimas que dan energía sexual. En su enfebrecida aventura, los “conquistadores” avanzan a duras penas por un río devorador, en una selva amenazante, poblada de árboles de estatura mitológica, enredaderas interminables, cerradas bóvedas vegetales que impiden el paso de la luz, carnívoros peces insaciables, pájaros desconocidos de colores vistosos, tortugas escondidas en inmensos caparazones, bandadas de loros, islas de monos en aguas tortuosas, delfines rosados, insólitas dantas -una especie de tapires pleistocénicos-, anacondas gruesas como el torso de un tigre, lagartos voladores, caimanes asesinos, jaguares que hablan, extraños especímenes que parecen reír, adentrándose en una maraña de la que brotan flechas envenenadas, aguijones sangrientos, cientos de tentáculos irritantes, miles de fauces hambrientas, y miasmas y calor torturante y una humedad que repta por los sueños y pesada niebla y nubes de mosquitos y gusanos y charcos podridos y aullidos inexplicables y zumbidos estremecedores y pesadillas sin fin. Una jungla ominosa y virginal que induce en sus asombrados violadores delirios en los que se mezclan las exuberantes y amenazadoras magnitudes del río y de la selva con, perdido ya todo vestigio de racionalidad, leyendas fabulosas surgidas de la imaginación de los indios y alimentadas, a causa, en parte, del imposible trámite de la traducción al castellano de las opacas lenguas indígenas, por la fantasía y la febril fabulación de aquellos hombres obligados a interpretar sin referentes la desmesura de la realidad asombrosa y como mágica que les salía a su paso. No le bastó haber hablado de las amazonas que montan en tapires y someten a los pueblos de las orillas. Habló de pueblos de gigantes, que utilizan como macanas árboles grandes como torres; nos mencionó hombres perros, que están gobernados por un jaguar que habla; habló de pigmeos a los que llamaba jíbaros, cuyo oficio era cazar indios en las selvas para cocinar sus cabezas y convertirlas en miniaturas feroces; habló de los delfines rosados del río, que cada mes se convierten en hombres y raptan muchachas en las aldeas para llevárselas al fondo del agua; habló de peces carnívoros que convierten en huesos una danta en instantes, pero esos sí eran verdaderos; habló de un país de viejos de la selva, que se sientan a esperar a que el tiempo los convierta en árboles; habló de la serpiente que reina en el corazón de la selva, y de cómo la piel desastrada que abandona se la llevan en vuelo los pájaros; habló de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas.

Y arrastrados por el río, sometidos a penalidades sin cuento, los expedicionarios descubren que, al fin, como en casi toda aventura humana, su destino ha sido sólo una quimera inalcanzable, un sueño enloquecido y delirante del que apenas queda el recuerdo. Disculpadme de nuevo la extensa pero esclarecedora cita: Hay días en que vuelvo a recordar el País de la Canela, porque de tanto pensar en él, de tanto buscarlo, es como si hubiera estado allí. Vuelvo a verlo en la imaginación, con sus extensas arboledas rojas, sus casas de madera y de piedra, sus ancianos sabios y fuertes, que nadan en los ríos turbulentos y cazan peces con largas jaras de laurel; siento en el viento un perfume de canela y de flores; veo cruzar, montadas en sus dantas inmensas, a las valientes amazonas de un solo pecho, que llevan enormes arcos y aljabas llenas de flechas con punta de hueso y de pedernal; veo las murallas enormes de las ciudades de la selva, los cestos para pescar y las jabalinas, los pueblos vestidos de colores y los ejércitos diademados de oro preparándose para más crueles guerras, y hasta sueño que alguna vez he vivido allí, que yo fui uno de ellos.

Y el País de la Canela, con sus riquezas inmensas, con sus plantas medicinales, con sus ciudades saludables, con sus multitudes que peregrinan para adorar los ríos, con sus ancianas que descubren bajo la luz del atardecer entre las masas de árboles cuál de ellos es santo y debe convertirse en sitio de peregrinación y de rezo, se va transformando para mí en el símbolo de todo lo que legiones de hombres crueles y dementes han buscado sin fin a lo largo de las edades: la belleza en cuya búsqueda se han destruido tantas bellezas, la verdad en cuya persecución se han profanado tantas verdades, el sitio de descanso por el cual se ha perdido todo reposo.

En medio de su atrocidad, algo bello han tenido estas búsquedas, y si me preguntaran cuál es el más hermoso país que he conocido, yo diría que es ese que soñábamos, que buscamos con frío y con dolor, con hambre y con espanto tras unos riscos casi invencibles. Y es que esos riscos eran soportables porque el radiante País de la Canela estaba atrás, porque entonces no sabíamos que era un sueño. Hay tantas cosas que la humanidad nunca habría hecho si no la arrastrara un fantasma, hechos reales que sólo se alcanzaron persiguiendo la irrealidad. El sueño era bello y tentador, y no justificaba tantos horrores, pero creíamos en él. Duro y cruel para mí sería volver ahora, cuando sé que ya no está el país maravilloso esperando en parte alguna. ¿Qué podrías ofrecerme que justifique tantas privaciones, tanta incertidumbre? Vuelves a hablar, loco como de luna, de la ciudad de oro con la que estás soñando desde niño. El cóndor de oro en las laderas de nieve, el puma de oro en los valles sagrados, la serpiente de oro allá abajo, en las selvas ocultas.

Más bien yo diría que hay algo en el hombre que quiere volver al dolor, que se complace en ceder al peligro y en entregarse de nuevo al demonio que ya una vez estuvo a punto de atraparlo. Has escapado a la muerte tantas veces que crees que ella se ha olvidado de ti, has tatuado tantas cicatrices en tu cuerpo, que piensas, como los guerreros de la selva, que cada cicatriz es apenas una mancha más para el tigre. Algo en mi sangre me dice que lo que destruimos era más bello que lo que buscábamos.

Pero tal vez, ahora que lo pienso, la búsqueda de la ciudad de oro, la búsqueda de las amazonas y de las sirenas, de los remos encantados y las barcas que obedecen al pensamiento, la búsqueda de la fuente de la eterna juventud y del palacio en el peñasco que rodean cascadas vertiginosas, es sólo nuestro modo de cubrir con una máscara algo más oscuro, más innombrable, que vamos buscando y que inevitablemente hallaremos.

Por fin, en el tercer tomo, Ursúa vuelve a ser el protagonista. El navarro se lanza de nuevo en la persecución de su sueño de El Dorado, que ahora intuye, trastornado, tras la desbordante naturaleza del río -La serpiente sin ojos del título- del que ha sabido por el apasionado relato del viaje de Orellana que se nos narró en la novela anterior. Acompañado por Inés de Atienza, la belleza mestiza por cuyo amor se entregará a una tarea insensata y por fin a la muerte, y arropado por un ejército de hombres temerarios y brutales, enfermos, locos, monstruos y demonios, que acabarán por traicionarle, con el enajenado Lope de Aguirre al frente de la conspiración -un Aguirre, cólera de Dios, cuya desquiciada y extrema personalidad le ha hecho objeto de numerosas aproximaciones literarias y cinematográficas-, Ursúa lucha contra una selva de proporciones mitológicas, inabordable y finalmente invencible, y de su demencial intento, de la magnitud de su fracaso, William Ospina nos da cuenta en una novela también formidable.

Pero, más allá de la trama, y como ya he señalado, lo primordial en estos libros, como en toda buena literatura, es la narración misma, barroca y de un lirismo sobrecogedor, recargada y magnífica, excesiva y emotiva, conmovedora y profundamente poética, inagotable y bellísima. Y como dar cuenta de ella resulta -ya lo he dicho- tarea condenada al fracaso, pues me vería abocado a transcribir aquí literalmente decenas de capítulos, cientos de párrafos, miles de frases, me limitaré a comentaros para cerrar esta reseña imposible dos aspectos que me resultan especialmente relevantes en la colosal obra de Ospina y a dejaros tras ellos con una más enfática que nunca recomendación de lectura.

En primer lugar quiero resaltar lo que algo pomposamente podríamos llamar “el juego metaliterario”. Las tres novelas nacen de la voz de un narrador, un personaje de ficción al que la maestría del autor hace aparecer con rasgos, siempre difusos y algo elusivos, que podrían asociarlo a un ser histórico. Al parecer, las distintas investigaciones concluyen que hasta tres de los miles de arriesgados expedicionarios españoles que viajaron en aquellos años a las Indias en busca de un sueño colectivo o, tantas veces, de su propio medro personal, pudieron coincidir en las distintas peripecias que se relatan en las diferentes novelas, de manera que la voz omnisciente que nos cuenta las historias bien pudo ser la de uno de aquellos hombres reales. Sin embargo, y más allá del recurso a este personaje inventado y sin embargo extraordinariamente verosímil, muy plausible en su encarnación histórica, las novelas hablan de individuos que existieron, cuentan episodios efectivamente producidos, describen experiencias auténticas y están basadas en documentos verdaderos, en crónicas y narraciones escritas y publicadas y conocidas. Singularmente, la figura de Juan de Castellanos, poeta, sacerdote y autor de unas anticipadoras Elegías de varones ilustres de Indias, el poema más largo en español -113.609 versos que cantan el emocionante y terrible encuentro entre dos mundos y que constituyen la fuente primordial de la trilogía-, impregna toda la obra, y la coloreada y cambiante voz del narrador, un español, pero también un mestizo o quizá un nativo americano -así son de ambiguos sus perfiles-, su subyugante melopea, su relato ebrio y sonámbulo, deben mucho a los endecasílabos del singular cronista. También, el autor menciona expresamente las crónicas de Fray Pedro Simón, Lucas Fernández Piedrahita, Pedro Cieza de León y sobre todo de Gonzalo Fernández de Oviedo y Fray Bartolomé de las Casas y su Breve relación de la destrucción de las Indias, un clásico de lectura apasionante que también os recomiendo. Por todo ello, la vasta obra de Ospina se mueve constantemente en este juego entre la realidad histórica y la ficción literaria, hasta el punto de que no sabemos dónde termina la verdad y dónde empieza lo inventado. Pero es que, además, muchas veces, la voz que relata no se corresponde con la de un protagonista directo de los hechos descritos, sino que, con frecuencia, es la de un mero intérprete, un traductor de las experiencias de otros, un eco que recoge lo que ha escuchado a lo largo de sus cincuenta años de aventura “indiana”, o lo que le han contado quienes, a su vez, han recogido lo narrado por terceros, de modo que el inconmensurable caudal de palabras que fluye en los tres libros aflora con una resonancia amplísima que remite a un espacio de leyenda, mítico, en el que se diluyen las fronteras de la verdad y la invención para convertirse en un río -otra vez la forma y el fondo resultan indiscernibles: el tumultuoso Amazonas es también el formidable torrente verbal de la narración- en el que flotan las insinuantes voces del camino, las inclasificables de la selva, las rudas y también piadosas de los conquistadores, las poéticas y mágicas de los pueblos indígenas, las pretendidamente “científicas” de los cronistas e historiadores, las de la propia capacidad fabuladora de William Ospina, en un rumor de voces desconocidas que no siempre se entienden y que envuelve a las novelas de una atmósfera irreal que seduce y entusiasma, que inspira y arrebata, que embriaga y deslumbra e inquieta y excita y exalta y turba y apasiona.

En segundo lugar, quiero dejar aquí un breve apunte referido a los muchos dualismos que, de un modo implícito -recordemos que se trata de novelas, no de ensayos históricos; las tesis defendidas lo son siempre de un modo subyacente y no flagrante-, se emparejan en los libros, en un enfrentamiento intelectual muy fecundo y sugestivo, aunque ello haya llevado a algunos críticos a hablar de una obra maniquea. La trilogía entera muestra numerosas muestras de significativos contrastes entre dos formas de vida, entre dos concepciones del mundo, entre dos visiones de la historia, entre dos interpretaciones de la conquista o el descubrimiento (la palabra que se elige ya prefigura una determinada lectura de los hechos) de América, entre dos versiones de la verdad, la de los hechos “reales” y la que recrea la literatura.

Ya he hablado del juego recurrente entre historia y ficción literaria. Resultan aquí oportunas -para cerrar mis reflexiones sobre el tema- las palabras del escritor en una entrevista reciente: El historiador tiene una gran limitación y es que le está prohibido casi del todo imaginar. Se ve obligado a sujetarse a los documentos, está limitado para la especulación. El novelista, por el contrario, tiene el privilegio de nutrirse de las investigaciones históricas y completar el cuadro con su imaginación. Sabe que en la realidad llueve y que los caballos relinchan, que el viento sopla, que las muchachas suspiran, que los hombres estornudan y escupen. Sabe que introducir esas cosas no sólo no traiciona el relato, sino que lo hace vívido. Para el hombre común, la verdadera historia es la novela histórica, que aspira al rigor pero que no anhela la verdad sino sólo la verosimilitud.

Pero, también, en las novelas el lector se ve lanzado de continuo a la reflexión sobre el conflicto entre la racionalidad originaria que inspira la conquista (el descubrimiento de nuevas tierras, la ampliación de los límites del mundo conocido, la extensión del imperio secular de Carlos V y del espiritual de la Iglesia romana) y las connotaciones mágicas, irreales y por tanto delirantes que el magno proyecto va adquiriendo en contacto con la insospechada realidad indígena (el país de la canela, la leyenda del dorado, los pueblos de gigantes caníbales y los de los hombres mínimos reductores de cabezas, las esforzadas y terribles amazonas, los animales mitológicos y tantas otras quimeras que, con una tenue base real, colonizaron las mentes y las almas, los espíritus y las vidas de los conquistadores).

Y del mismo modo, en el texto se contrapone la edénica libertad -dibujada con un punto de inocencia- de un paraíso natural en el que los indígenas habitaban felices hasta la llegada de los blancos barbados, y la destrucción y la enfermedad, la desolación y la violencia, el terror y la violación y la muerte -algunos intérpretes hablan, con un enfoque algo discrónico, de genocidio- que estos traen consigo. E igualmente aflora el orden pretendidamente avanzado que los conquistadores quieren aportar, su impulso creador, sus leyes y encomiendas, su ordenancismo y su arquitectura, sus acueductos y sus ciudades planificadas, su literatura y sus rezos, sus sabios y sus juristas y sus frailes y sus poetas, que chocaría contra un supuesto estado de naturaleza salvaje y amoral, primitivo y bárbaro de las sin embargo muchas veces refinadas civilizaciones precolombinas. Y está la visión realista de la existencia que representan los españoles y que prefigura el rigor de la incipiente ciencia del renacimiento, y su dimensión mítica, encarnada en las fabulosas narraciones indígenas, sus relatos primordiales, sus crueles divinidades, sus sacrificios despiadados e irracionales. Y también se enfrentan el reflejo fidedigno de la realidad circundante, que aparece en la extraordinaria y meticulosa capacidad de observación que reflejan las crónicas de Indias y, por otro lado, la inabarcable profusión de relatos orales con los que muiscas y gualíes, muzos y zenúes, tayronas y tupinambaras, brasiles, guanebucanes y tantos otros pueblos que pululan, casi anónimos, casi sin historia, por las inextricables selvas, transmiten sus leyendas fundadoras de generación a generación. Y, por sobre todo este riquísimo contraste de visiones del universo, la primitiva y la civilizada -por resumir en una aproximación reduccionista-, la trilogía de Ospina resalta el asombro de unos y otros, el descubrimiento recíproco de dos mundos, ignotos e inexplicables, sorprendentes y aterradores, dos mundos que suponen, simultáneamente, esperanza y opresión, aspiración y fracaso, vida y destrucción, para conquistadores y conquistados.

En fin, no puedo, insisto en mi recurrente sonsonete de esta tarde, hacer más intentos por abarcar este universo desbordante y lujurioso, desmesurado y feraz -tanto como la selva, tanto como el río- que es esta magnífica trilogía de William Ospina, Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos, sobre las expediciones españolas en los territorios de Indias en el siglo XVI. Leedla, dejaos llevar por su inagotable arrebato verbal, disfrutad de la maravilla de una obra maestra de la literatura en español.

Como correlato musical os dejo una pieza de música colombiana. Se trata de Oye manita, un canción interpretada por Toto la Momposina, quizá la principal embajadora de la música tradicional de aquel país.


Cincuenta años de vida en estas tierras llenaron mi cabeza de historias. Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte. Muchos saben relatos fingidos y aventuras soñadas, pero las que yo sé son historias reales. Mi vida es como el hilo que va enlazando perlas, como el indio que veo animando al metal en ranas y libélulas, en collares de pájaros, en grillos y murciélagos dorados. Tengo historias de perlas y de esmeraldas. Sé cómo perdió su ojo Diego de Almagro en la desembocadura del San Juan y cómo perdió el suyo fray Gaspar de Carvajal junto a las playas del gran río. Sé cómo escondió Tisquesusa en las cavernas del sur el tesoro que perseguía en vano el poeta Quesada, y sé cómo los incas llenaron de piezas de oro una cámara grande de Cajamarca para pagar el rescate del emperador. Conozco el misterio de las esferas de piedra enterradas en las selvas de Castilla de Oro y el origen de las cabezas gigantes que tienen musgo en las pupilas. Conozco la historia del hombre que fue amamantado por una cerda en los corrales de Extremadura y que tiempo después se alimentaba de salamandras en las islas del mar del sur. Sé de los doscientos cuarenta españoles que remontaron los montes nevados y cruzaron los riscos de hielo llevando cuatro mil indios con fardos y dos mil llamas cargadas de herramientas, dos mil perros de presa con carlancas de acero y dos mil cerdos de hocico argollado, para ir a buscar el País de la Canela, y conozco la historia del primer barco que bajó de las montañas brumosas de los Andes y navegó ocho meses entre selvas desconocidas que crecían. Sé quiénes descubrieron el mar del sur, quiénes exploraron la montaña de plata, quiénes descubrieron la selva de las mujeres guerreras. Conozco las penas de los que construyeron el primer bergantín en los ríos encajonados de la cordillera, de los que convirtieron centenares de viejas herraduras en millares de clavos. Conozco historias de herraduras de oro con clavos de plata. Sé el relato del hombre que después de tragarse un sapo enloqueció para siempre, y el del capitán que repartió entre sus soldados como alimento un caimán descompuesto. Conozco la guerra en la que se enfrentaron dos viejos amigos, y que terminó con uno de ellos ahorcado lentamente por doce conjurados. Puedo contar la historia de los diez mil hombres desnudos que remontaron diez años el curso de un río para buscar en las montañas el origen de un barco. Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero ésa es mi desgracia. En estas tierras ya nadie sabe oír las historias que cuento. Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos, aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé. Otros hablan mil lenguas distintas y no entienden la mía. Y a otros no les gustan las narraciones de hombres de guerra, ni de barcos perdidos, ni de batallas libradas en los mares estrechos de Europa, ni de conventos aferrados a las paredes de las serranías. Pero también conozco otras historias: de animales que caminan por el cielo, de árboles que piensan y de magos que se transforman en jaguares. Sé de la enfermedad de la belleza y sé de la canción para curar la locura, sé del modo como llegaron los hijos de las águilas y sé del modo como los embera se cubren el cuerpo de nogal y de achiote para celebrar sus alianzas con el río y el árbol. Mis historias son tantas que ni el más hondo cántaro podría contenerlas.

Ahora quiero contar sólo una: la historia de aquel hombre que libró cinco guerras antes de cumplir los treinta años y de la hermosa mestiza que hizo palidecer de amor a un ejército. Es la historia asombrosa del hombre que fue asesinado diez veces, y del tirano cuyo cuerpo fue dividido en diez partes. Y tal vez pueda entonces enlazar las historias, una detrás de otra como un collar de perlas, y anudar en su curso una leyenda de estas tierras, la memoria perdida de un amigo muerto, los desconciertos de mi propia vida, y una fracción de lo que cuenta el río sin cesar a los árboles. Contar cómo ocurrió todo desde el momento en que el hombre amamantado por la cerda abandonó la isla de las salamandras para ir a saquear un país de niebla, hasta el momento de crueldad y de alivio en que la cabeza triste del tirano se ennegreció en la jaula.