Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de febrero de 2024

LEA YPI. LIBRE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hace siete días y coincidiendo con el segundo aniversario de la trágica invasión de Ucrania por parte de la Rusia del imperialista Putin os hablaba aquí de un libro espléndido, Un hogar para Dom, escrito por Victoria Amelina, la novelista ucraniana que vio truncada su prometedora carrera literaria y, sobre todo, su vida, en julio de 2023, cuando a sus cortos treinta y siete años, un misil la hirió gravemente durante un ataque ruso a Kramatorsk mientras cenaba en el RIA Pizza, un restaurante popular entre los periodistas desplazados a los escenarios bélicos. Amelina, que desde 2022 investigaba y denunciaba los crímenes de guerra perpetrados por las tropas rusas, estaba en ese momento acompañada por el escritor Héctor Abad Faciolince, el diplomático Sergio Jaramillo Caro y la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, que salvaron su vida milagrosamente mientras que ella fallecería a los pocos días a causa de las heridas sufridas a consecuencia del bombardeo. A través de la figura de un perro, el Dom del título, y de un modo muy original, la autora nos hace recorrer la historia de su país a lo largo del siglo XX, unas décadas en las que Ucrania se vio sometida a la represión estalinista, la bárbara ocupación nazi y la no menos terrible “liberación” y consiguiente opresión soviética a partir de 1945 y hasta la independencia, también convulsa, a principios de los años 90. 

Mi propuesta de esta tarde se inscribe, en cierto modo, en la estela del libro de Amelina, con el que guarda, como iremos viendo, algunos paralelismos: protagonismo de una niña, relato familiar, entorno soviético, pueblo sometido a convulsos avatares de la historia, entre otros. Se trata de Libre, una novela de la escritora albanesa Lea Ypi, en la que, bajo un muy elocuente subtítulo, El desafío de crecer en el fin de la historia, narra, en una obra claramente autobiográfica, su propia infancia y adolescencia en la aislada Albania soviética que, cuando ella contaba con apenas once años, se desmoronará de manera abrupta pasando en pocos meses de una versión extrema del estalinismo cerril a la apertura política y la desatada entrega al liberalismo más desaforado. El libro, publicado en Inglaterra en 2021, vio la luz en España el pasado 2023 en la editorial Anagrama, con la traducción de Cecilia Ceriani, alcanzando entre nosotros una repercusión y una influencia sobresalientes, como, por otro lado, ha ocurrido también fuera nuestro país, donde Libre ha sido aclamado por doquier (lo que no obsta para que, en algún caso, hayan aflorado también las críticas). Ello, la popularidad y el éxito del libro, el protagonismo de la novela en las páginas de los suplementos culturales de todos los periódicos, que han resaltado sus muchos motivos de interés, hace que, quizá, mi reseña resulte ya redundante o consabida para muchos de los oyentes y seguidores del espacio. 

Nacida en 1979 en la Albania estalinista, opresiva, secreta, aislada y cerrada al exterior que fue el país mediterráneo hasta hace pocas décadas (yo viajé a la zona -batallitas de abuelete Cebolleta- dos veces, en auto-stop, en 1979, y en coche, en 1984, y en ambos casos, la entrada estaba vedada, debiendo bordear Montenegro y atravesar Kosovo y Macedonia, cuando aún no se llamaban así y formaban parte de Yugoslavia, para poder acceder a Grecia), Lea Ypi pasó su infancia y adolescencia en Durrës, la pequeña ciudad de la costa adriática de su país, de donde salió con dieciséis años, poco tiempo después del desmoronamiento del régimen comunista en 1990, para iniciar sus estudios universitarios en Italia. Filósofa, en la actualidad es profesora de Teoría Política en la prestigiosa London School of Economics y también profesora asociada de Filosofía en la Australian National University. Especializada en marxismo y teoría crítica, es una mujer extraordinariamente inteligente, como resulta ostensible en cuantas entrevistas yo he podido consultar tras mi lectura de su libro, en las que demuestra su capacidad para desenvolverse con soltura en cinco idiomas (inglés, francés, italiano, alemán y, por supuesto, albanés; que son los “únicos” en los que la he oído hablar) y en las que la lucidez de su pensamiento, la profundidad de sus argumentos y la claridad de sus exposiciones deslumbran y fascinan. Una inteligencia que atrae y que quizá también apabulle haciendo que, en más de una ocasión, la tarea de comprenderla en toda su extensión pueda resultarle ardua o poco asequible al lector. Libre es, sin embargo, una novela magnífica que, lejos de ceñirse al ámbito académico en que su autora destaca y que, como es obvio, impregna las tesis subyacentes al libro, es, sobre todo, una obra de gran calidad literaria, punteada por sutiles muestras de humor y de lectura no especialmente difícil a pesar de esos esporádicos obstáculos ya referidos. En ella se conjugan una suerte de peculiares y entrañables memorias, que recrean sus recuerdos personales y familiares de esa primera etapa de su vida, antes de su abandono del país, con una formidable y muy detallada ambientación que permite al lector adentrarse y conocer el marco histórico en el que transcurrió el acontecer de la sociedad albanesa en el convulso siglo XX, y todo ello entreverado por las muy agudas reflexiones sociopolíticas, filosóficas e intelectuales sobre diversos asuntos, fundamentalmente el que aflora ya desde el título de la novela y que constituye el principal objeto de su investigación académica: la libertad. 

El libro se organiza en dos partes y un epílogo que, con un tono y un enfoque diferentes al resto de la obra, cierra el singular planteamiento de la autora. La primera de ellas se sitúa en los últimos meses de 1990, cuando una Lea de once años asiste al derrumbe del régimen comunista y, con él, al de todas las certezas que habían acompañado su vida hasta ese momento. Son diez capítulos soberbios en los que bajo la mirada inocente de la niña conocemos la cotidianidad de una familia sometida, como el pueblo albanés entero, a la férrea dictadura de un sistema dirigista y asfixiante en el que el Estado determina y controla hasta el más mínimo resquicio de la vida de sus ciudadanos. En la segunda sección de la novela, dividida esta vez en doce capítulos, el relato se detiene en la descripción de los cambios en la sociedad albanesa desde que alcanza su “liberación” y se produce la por entonces entusiasta apertura al liberalismo económico y a la democracia política, hasta el año 1997, cuando, con el país sumido en la confusión y la pobreza, con el caos, la violencia, los disturbios, las protestas y los enfrentamientos abocando a la guerra civil, el comienzo de la etapa universitaria de la joven la llevará a dejar atrás esa tortuosa transición, decir adiós a su padre y a su abuela (su madre y su hermano menor ya habían abandonado Albania meses antes) y cruzar el Adriático hacia la cercana Italia con el fin de iniciar allí sus estudios de Filosofía. Por fin, la tercera parte consiste en un breve epílogo en el que se abandona la condición estrictamente novelística del resto del libro para dar voz a la Lea Ypi académica, ya adulta e instalada en Londres como profesora, que reflexiona, desde una perspectiva más teórica e intelectual, sobre lo vivido y narrado, a la vez que explicita las tesis que conforman su pensamiento político. 

El primero de los ejes principales del libro es la crónica, desenfadada, optimista, alegre, familiar, de la infancia de una niña inocente y feliz, repleta de simpáticas anécdotas contadas con un tono amable, lírico y tierno. La familia que “conoce” la Lea infantil -la adolescente acabará por vislumbrar otra muy distinta- es, pese a las estrecheces, las carencias, los secretos y las ocultas insatisfacciones, entrañable. La madre, Vjollca Veli, Doli (de niña, un pariente, que decía de ella que era preciosa como una muñeca, la llamaba así, Doll, y de ahí Doli) es una mujer fuerte, decidida (rara vez se quejaba; jamás la vi llorar. Irradiaba una seguridad total y una autoridad absoluta), algo gruñona, íntimamente descontenta y disconforme con el mundo y, de manera discreta (al menos, en una primera instancia), también con el régimen comunista, entregada con fruición a las labores de la casa para ocultar -vanamente- y soportar sus desengaños (Mi madre tenía tendencia a manifestar su frustración buscándose una nueva tarea doméstica: cuanto mayor era su frustración, más ambiciosa era la magnitud de sus proyectos). El padre, Xhaferr Ypi, “atado” siempre a su inhalador para el asma, es cariñoso y cercano, simpático, muy bromista (Le gustaba burlarse de las cosas más trágicas y sus bromas sobre la política antiimperialista eran famosas entre mis amigas), relativiza, silencioso y paciente, los frecuentes arrebatos de ira de su mujer (Mi madre soltó un bufido de sorna. Abandonó la mesa y empezó a aporrear ollas y sartenes, y a arrojar los cubiertos al fregadero). Junto a ellos vive Nini (fallecida en 2006 y a quien Lea dedica el libro), la madre de Xhaferr, seria, ponderada, sentenciosa, transmitiendo con dulzura sus valores a su nieta, resignada y aceptando, en apariencia, su destino anodino en la normalidad comunista. La relación entre los padres, que marca este primer círculo de la vida de la niña, es conflictiva pero amable, siendo múltiples los motivos de discusión y muy diferentes sus esquemas de valores, como queda de manifiesto en este fragmento, por lo demás muy significativo sobre la familia y la época: 

Mi madre y mi padre tenían valores radicalmente diferentes y actitudes totalmente opuestas en casi todo: respecto al tiempo que había que seguir remendando la ropa antes de pensar en comprar una nueva; si Sacco y Vanzetti era una película superior a Lo que el viento se llevó; si los niños descansaban mejor dejándolos llorar hasta que cayesen dormidos; si se podía beber leche que estuviera un poco pasada; si se podía o no llegar tarde a una cita y, en tal caso, cuál era el retraso permitido; y durante cuántos días era posible reciclar las sobras de una comida antes de claudicar y tirarlas a la basura. Mi padre y Nini detestaban el dinero; mi madre lo adoraba; los primeros respetaban los antiguos códigos de honor; ella se vanagloriaba de ignorarlos. Mi padre mostraba un profundo interés por la política, incluida la política de lugares remotos; a mi madre solo le importaba la política si le afectaba a ella directamente. Era una gran ironía que se hubieran casado porque, en otra época y en otro lugar, es muy probable que hubieran sido enemigos acérrimos. La historia los convirtió en aliados. Ninguno de los dos parecía disfrutar del conflicto diario que generaba dicha interacción, pero ambos habían desarrollado estrategias para sobrellevarlo. Eran muy francos al expresar que no aprobaban los criterios morales del otro. Pero no tuvieron más remedio que casarse, decían. Todo fue una cuestión de «biografía». 

Pero, independientemente de que el largo texto permite conocer el clima, afectuoso pese a las diferencias, en el que se desenvuelve la familia, es esta mención entrecomillada a la “biografía”, la que encierra una de las claves de la auténtica realidad que los padres ocultan y apenas intuye una Lea inocente (Provengo de una familia a la que mi profesora Nora llamaba «de intelectuales»). Y es que la condición de ciudadanos “corrientes”, de vida gris y uniformizada en la banal cotidianidad albanesa de los Ypi, encierra un secreto -uno de los muchos ocultos o disimulados a la mirada de la niña-, que solo se desvelará cuando el derrumbe de la dictadura soviética haga desaparecer el miedo: ambas ramas, materna y paterna, de la familia tienen una trayectoria fascinante, hecha de conocimiento, cultura e “intelectualidad”, costumbres aristocráticas, hábitos refinados, compromiso ideológico en contra de los fanatismos totalitarios, desclasamiento obligado, disidencia y crítica, temor a las represalias, también asesinatos políticos y vicisitudes personales de toda índole. La abuela Nini era nieta de un pachá y segunda hija de una familia de altos gobernadores provinciales del Imperio otomano. Nacida en Tesalónica, destacada estudiante del Liceo Francés de esa ciudad, consejera con veinte años del primer ministro, conoció a su marido en la boda del rey Zog, que gobernaría Albania hasta 1939. Escribe Lea, en síntesis muy descriptiva: A los veintitrés se casaron. Él era socialista, pero no un revolucionario. Ella era ligeramente progresista. Ambos procedían de conocidas familias conservadoras, repartidas por el Imperio otomano durante varias generaciones. A los veinticuatro fue madre (…) A los veintiséis participó en las elecciones a la Asamblea Constituyente, las primeras en las que pudieron votar las mujeres y la última a la que pudieron presentarse candidatos de la izquierda no comunista. A los veintisiete, esos mismos candidatos, muchos de los cuales eran familiares y amigos, fueron arrestados y ejecutados. Mi abuelo le propuso abandonar el país con la ayuda de los militares británicos que iban a repatriar y que él había conocido durante la guerra. Ella se negó. Su madre, que había ido a Albania desde Grecia para ayudarla con el bebé, acababa de caer enferma y no quería dejarla allí sola. Cuando mi abuela tenía veintiocho años, mi abuelo fue arrestado, acusado de agitación y propaganda, y sentenciado, primero a la horca y después a cadena perpetua, sentencia luego conmutada por quince años de cárcel. A los veintinueve perdió a su madre por causa del cáncer. A los treinta la obligaron a abandonar la capital y mudarse a otra ciudad. A los treinta y dos empezó a faenar en los campos de trabajo. Cuando tenía cerca de cuarenta años, la mayoría de sus parientes habían sido ejecutados o se habían suicidado, y los que habían sobrevivido estaban en hospitales psiquiátricos, en el exilio o en prisión. A los cincuenta y cinco estuvo a punto de morir de pleuresía. A los sesenta y uno fue abuela, al nacer yo. El personaje de la abuela, pese a su presencia menor, es espléndido, una mujer de una gran dignidad y fortaleza, que no siente nostalgia de ese pasado privilegiado y feliz (No añoraba volver a aquel mundo donde su familia aristocrática hablaba en francés e iba a la ópera mientras los sirvientes que les preparaban las comidas y se ocupaban de su ropa no sabían leer ni escribir, dirá), y tampoco, como es obvio, de la vertiente convulsa y dramática de su trayectoria vital (Lo perdimos todo –dijo–. Pero nosotros no nos perdimos. No perdimos nuestra dignidad, porque la dignidad no tiene nada que ver con el dinero, los honores ni los títulos). 

Por otro lado, los progenitores son universitarios, hablan idiomas, son cultos, lectores, amantes de la música (A mi madre le encantaban Schiller y Goethe, iba a los conciertos a escuchar música de Mozart y de Beethoven). El padre es, desde niño, un apasionado de la Física, la Biología, las Matemáticas, que la madre, que fuera con veintidós años campeona nacional de ajedrez, aborrece, pero los designios del Partido los obligan, a uno a arrumbar su pasión y ocuparse de la Ingeniería forestal y a la otra, paradójicamente, a desempeñarse como profesora de… matemáticas. Y es que la “biografía” (Las biografías eran minuciosamente clasificadas en buenas y malas, mejores o peores, limpias o turbias, relevantes o irrelevantes, transparentes u oscuras, dignas de confianza o sospechosas, las que era bueno recordar y las que era mejor olvidar), el pecado original “genealógico” que impide “lucir” un pasado revolucionario impoluto, el hecho de que Xhaferr fuera descendiente del Primer Ministro albanés, destacado colaboracionista en los inicios de la Segunda Guerra Mundial (y bisabuelo de Lea) y que a los ascendientes de la madre les fueran confiscados las propiedades, las fábricas y los apartamentos que había dibujado de niña [y que] en realidad habían pertenecido a su familia antes de nacer ella, antes de la llegada del socialismo, marcarán para siempre la existencia de la familia en las largas y siniestras décadas de sometimiento soviético. Obligados por las autoridades comunistas a hacerse perdonar la “lacra” de su origen reaccionario, los padres mantendrán -en distinto grado, sumiso en la superficie el padre, un disidente nato, crítico por igual del capitalismo y el socialismo; algo más díscola y “desobediente” la madre- una fachada de asentimiento a la ideología, las costumbres y las normas imperantes. Lea crece así, inocente, rodeada de secretos, de silencios, de veladas alusiones, de sospechas, en un entorno, en una burbuja, en todo coincidente con el gris sistema vigente, con el que sus mayores la han querido preservar de los riesgos que entrañaría para ella conocer el “problemático” pasado de su familia. 

En síntesis, y por simplificar, Lea pasa su infancia y su muy primera adolescencia convencida de que el “universo” comunista en el que habita de puertas afuera de su casa y que su familia intenta mantener en los escenarios domésticos, es la única realidad existente (Yo siempre había pensado que no había nada mejor que el comunismo. Todas las mañanas de mi vida me despertaba deseando hacer algo para que llegara más rápidamente). Será pionera (su padre la llama brigadista), jurará lealtad al Partido, recogerá, tras su estancia en los campamentos veraniegos, estrellas rojas, banderitas, diplomas y medallas que acreditan su compromiso. Leerá en la escuela poemas a Stalin, cultivará la idolatría hacia la figura de Enver Hoxha, el dictador y líder supremo albanés (–¿Veis esta mano? –dijo la profesora Nora al final de su discurso mientras levantaba la mano derecha con una expresión enérgica en el rostro–. Esta mano será siempre fuerte. Esta mano siempre luchará. ¿Sabéis por qué? Porque ha estrechado la mano del camarada Enver), la enardecerá el entusiasmo por el Partido, el deseo de servir a la patria socialista, el desprecio por el enemigo capitalista (la totalidad del mundo, en esos días en que Albania está fuera de las dos grandes esferas de influencia). Rastreará, decepcionada por el fracaso de su pesquisa, en su árbol genealógico, convenientemente “podado” por su padres y abuela, la existencia de héroes de guerra, de partisanos enfrentados a los nazis, de antifascistas notables, de mártires socialistas. Escuchará entregada los discursos políticos, conmemorará emocionada las fechas clave del “santoral” soviético, celebrará los Primeros de Mayo, los aniversarios de las distintas revoluciones en el mundo. Creerá a pies juntillas las soflamas ideológicas de profesores y autoridades, su sesgada versión de los hechos históricos, discutirá en el colegio la existencia de Dios, la necesidad de abolir la religión, la secularización de iglesias y mezquitas (las iglesias se convirtieron en centros deportivos y las mezquitas, en salas de congresos). Despreciará a los elementos pequeñoburgueses y reaccionarios de su entorno escolar, repudiará, ingenuamente convencida, el imperialismo y el revisionismo, ufana de la excepción albanesa que resiste ante los cantos de sirena del Este revisionista y del Occidente imperialista. Defenderá el dogma de la sociedad sin clases, se enorgullecerá, en su candidez infantil, de vivir en una sociedad que le permite estar a resguardo de los horrores que asolaban a otras partes del mundo, donde los niños se morían de hambre, se congelaban de frío o eran forzados a trabajar. Llorará, desconsolada, con apenas seis años, la muerte del “Tío Enver”, la máxima divinidad del dictatorial culto al hombre de aquel delirio totalitario. Un ejemplo paradigmático, en fin, del lavado de cerebro perpetrado contra sus ciudadanos por un Estado autocrático y doctrinario. 

Y, más allá de la recreación de esta cotidianidad del país más cerrado e inaccesible de los del Telón de Acero (yo conocí -más batallitas- la asfixiante realidad de la Yugoslavia y Bulgaria de la época, paraísos de la libertad en comparación con la opresión albanesa, aunque con muchas concomitancias con ella, algunas de las cuales pueden verse reflejadas en la novela), una de las principales razones por las que el libro interesa, la autora presenta esa fantástica e infantil ideación de la muy crédula niña con abundantes muestras del día a día familiar, plasmadas en infinidad de anécdotas, entrañables y reveladoras, de la vida, precaria, de los Ypi y del austero entorno que los rodea. Así, es muy notable la presencia de la televisión, con su único canal albanés, adoctrinador y tedioso, lo que obliga al padre a subirse al tejado de la casa, girar la antena e intentar captar la señal de Dajti, la cordillera que rodea la ciudad y en la que se ubicaba un satélite o un repetidor de televisión que permitía alcanzar, con dificultades, la señal -intermitente y de escasa calidad- de las emisoras yugoslavas o italianas, una promesa de libertad en la irrespirable cárcel del estalinismo gubernamental («Lo vi anoche a través de Dajti» significaba: «Estuve vivo. Violé la ley. Pude pensar». Durante cinco minutos. Durante una hora. Durante un día entero. Durante el tiempo que Dajti estuvo activo). Y entonces, como por ensalmo, aparecían los partidos de baloncesto yugoslavos, la serie Dinastía, que provocaba la admiración de la familia ante la decoración de las casas “capitalistas”, el festival de Eurovisión de 1990, que ganó en Zagreb el italiano Toto Cutugno, los anuncios publicitarios, una fiesta entre los Ypi (Cada vez que mi padre veía un anuncio en TV Skopje, sobre todo si se trataba de un anuncio de higiene personal, enseguida gritaba: «Reklama! Reklama!». Entonces mi madre y mi abuela dejaban todo lo que estaban haciendo en la cocina y corrían al salón para ver la última toma de una mujer bonita con una sonrisa encantadora que te enseñaba a lavarte las manos). Y vemos las inevitables colas para conseguir artículos básicos, cada vez más largas y sometidas a unos en apariencia exigentes aunque en el fondo lábiles protocolos; las estanterías de las tiendas, a menudo vacías; los conflictos vecinales a causa de las codiciadas latas de Coca-Cola, emblema elegido, con muy buen criterio, dado su carácter simbólico, para la portada del libro (En aquella época, esas latas eran extremadamente raras. Y más raro aún era entender su función. Constituían indicadores del estatus social: si alguien tenía una lata, la exponía en su salón, casi siempre encima de un tapete bordado, colocado sobre el televisor o la radio y, a menudo, junto a la foto de Enver Hoxha. Si no fuera por la lata de CocaCola, todas nuestras casas eran iguales: estaban pintadas del mismo color y tenían los mismos muebles. La lata de CocaCola hacía que algo cambiara, y no solo en el aspecto visual); los tibios ejemplos -y pese a ello prohibidos y perseguidos- de una iniciativa empresarial individual fuera del control del Estado: la madre que compra ilegalmente cincuenta pollitos para criarlos y evitar la cola en la tienda de huevos, las niñas gitanas que montaban un tenderete sobre la acera del bulevar principal, donde vendían pintalabios y broches de pelo; el adoctrinamiento, también en la prensa oficial -la única existente-, con sus titulares de portada ocupados inexplicablemente, por mensajes de solidaridad a los huelguistas del mundo, difusos estibadores en el puerto de Róterdam, desconocidos mecánicos en British Leyland, maestros, vaya a saberse si existentes, en Perú, Costa Rica y Colombia, en una manifestación palpable del internacionalismo proletario. De las limitaciones y carencias de la vida de Lea en aquellos días es buena muestra el elenco de “descubrimientos” que la niña hará en un inusitado viaje a Grecia con su abuela, que debe acudir a su país de origen -tras el preceptivo visado que concede, no sin corruptelas, algún miembro del Partido- para solventar asuntos de una antigua y olvidada herencia. Cuenta Lea: Decidí hacer una lista de todas las cosas nuevas que veía por primera vez y las fui registrando meticulosamente: la primera vez que sentí el aire acondicionado en la palma de las manos; la primera vez que comí plátanos; la primera vez que vi semáforos; la primera vez que me puse unos vaqueros; la primera vez que no tuve que hacer cola para entrar en una tienda; la primera vez que pasé un control de fronteras; la primera vez que vi una cola formada por coches en lugar de por seres humanos; la primera vez que me senté en un retrete en lugar de ponerme en cuclillas; la primera vez que vi que la gente iba detrás de un perro sujeto a una correa en lugar de ver perros callejeros yendo detrás de la gente; la primera vez que tuve entre las manos un chicle de verdad en lugar de solo el envoltorio; la primera vez que vi edificios con diferentes tiendas y escaparates repletos de juguetes; la primera vez que vi cruces sobre las tumbas; la primera vez que contemplé paredes cubiertas de anuncios en lugar de proclamas antiimperialistas; la primera vez que admiré la Acrópolis, aunque solo desde fuera porque no teníamos dinero para pagar la entrada. Y también describí en detalle mi primer encuentro con niños turistas siendo yo también una niña turista, cuando me enteré, sorprendida, de que no sabían quiénes eran Atenea ni Ulises, y se rieron de mí porque yo no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso, llamado Mickey

Esa Albania “extraterrestre” desaparecerá de la noche a la mañana en 1990, y con ella la vida de Lea, cuyo organizado, completo, inmaculado y también fantástico e irreal mundo se derrumbará estrepitosamente. En la novela, el cambio de la sociedad corre en paralelo al adiós a la infancia de la niña, y esa vertiente es otra de las más fecundas e interesantes del libro. Los patrones que habían conformado mi infancia, las leyes invisibles que habían estructurado mi vida y mi percepción de las personas cuyas opiniones me habían ayudado a entender el mundo y darle sentido, todo eso cambió para siempre en diciembre de 1990. Sería exagerado decir que el día que abracé a Stalin [en el episodio que abre la novela, Lea, emocionada y devota, abraza una estatua del dictador mientras, muy cerca, puede oírse el alboroto de los manifestantes contra el Régimen, que ella, entonces, no es capaz de procesar] fue el día que me convertí en adulta, el día que me di cuenta de que era yo quien debía conferirle sentido a mi propia vida. Pero no sería tan descabellado decir que fue el día que perdí mi inocencia infantil. Que fue la primera vez que me planteé la posibilidad de que la libertad y la democracia no formaran parte de la realidad en la que vivíamos, sino que fueran una misteriosa condición futura sobre la que yo sabía muy poco. La descripción de este fulminante proceso de cambio -de autoridades, de ideologías, de costumbres, de valores, del “paisaje social”- (en diciembre de 1990 ocurrieron más cambios que en todos los años juntos de mi vida hasta entonces) es muy interesante y otro de los grandes logros de la novela. En lo externo, la sociedad experimenta transformaciones inimaginables: El 12 de diciembre de 1990, mi país fue oficialmente declarado un Estado multipartidista, donde se celebrarían elecciones libres. Meses antes, Ceauşescu había sido fusilado en Rumania; poco después, Polonia saldría del Pacto de Varsovia, Lituania y Letonia declararían su independencia de la Unión Soviética, las tropas soviéticas entraron en Bakú para reprimir las protestas de los azerbaiyanos, los partidos comunistas en Bulgaria y Yugoslavia renunciarían también a monopolizar el poder. En Albania se funda el primer partido de la oposición, las gentes toman las calles en defensa de la libertad (los mismos que habían participado en las marchas que celebraban el socialismo y el avance hacia el comunismo se echaron a las calles para exigir su fin. Los representantes del pueblo manifestaron que las únicas cosas que habían conocido bajo el socialismo no eran la libertad y la democracia, sino la tiranía y la coacción), se multiplican las manifestaciones, estudiantes y trabajadores protestan por las malas condiciones económicas, pero pronto el movimiento desborda las quejas iniciales para reclamar el fin del sistema unipartidista y el establecimiento de la democracia y el pluralismo político. Cambia, incluso, el lenguaje, como describe la autora en este muy elocuente pasaje, en una síntesis admirable de la profundidad de los cambios: dictadura, proletariado, burguesía. Dejaron de formar parte de nuestro vocabulario. Antes de que se desintegrara el Estado, se desintegró el propio lenguaje con el que se articulaba esa aspiración. El socialismo, la sociedad en la que vivíamos, desapareció. El comunismo, la sociedad que aspirábamos a crear, donde ya no existiría el conflicto de clases y las capacidades naturales del individuo se desarrollarían plenamente, también desapareció. No solo desapareció como ideal y como sistema de gobierno, sino también como una categoría del pensamiento. El Partido comunista se reconvertirá (El Partido se había ido, pero todavía seguía allí. El Partido estaba por encima de nosotros, pero también lo llevábamos muy dentro) para presentarse a las elecciones, y sus dirigentes, adictos al poder, asumirán los nuevos postulados democráticos imperantes. Los funcionarios de la omnipresente y poderosa y temible burocracia estatal se transforman ahora en carismáticos líderes políticos, en empresarios dinámicos, en aprovechados especuladores, en dueños de boyantes negocios. La ruina amenaza por doquier, miles de fábricas, talleres y empresas estatales al borde del cierre, el país se sume en un caos económico con recortes de plantilla, despidos, desempleo y pobreza. La explotación económica ha cambiado de fachada, pero sus víctimas siguen siendo las mismas. Los ciudadanos quieren huir de su miseria (La mayoría de nuestros amigos y parientes pasaban días, semanas e incluso meses planeando cómo marcharse del país. Existía una amplia gama de posibilidades: falsificar documentos, secuestrar embarcaciones, cruzar la frontera terrestre, encontrar a un occidental que los invitara y les proporcionara alojamiento, pedir dinero prestado), intentando escapar de la estrechez subiendo a los barcos en los puertos (con una capacidad para solo tres mil personas, el Vlora zarpó ese día con casi veinte mil) -quién, con una cierta edad, no recuerda aquellas dramáticas escenas, el rechazo en los puertos de llegada, las muertes en el Mediterráneo. En el texto final que cierra esta la reseña os dejo un fragmento del libro en el que Ypi glosa con lucidez esos episodios. 

Las costumbres sociales, los pequeños hábitos cotidianos, las usanzas, las rutinas colectivas también mutan súbita e inopinadamente: Salimos a la calle a toda prisa y vimos que mucha gente se saludaba levantando la mano y formando una V con dos dedos. Mi hermano y yo cambiamos con sorprendente facilidad el saludo con el puño apretado por aquel nuevo con los dos dedos. En el colegio, los estudiantes ya no están obligados a llevar uniforme, las chicas se maquillan en los baños del instituto, acortan el largo de las faldas, imitan a la Madonna de “Material girl”. Las camisetas con lemas comunistas y las chaquetas tipo Brézhnev dan paso a los relojes Rolex y a los trajes de Hugo Boss, por las calles se multiplican los Mercedes relucientes. 

Y tanta mudanza, tan rápida y tan convulsa, provocará, en el ámbito íntimo y personal, el resquebrajamiento de los esquemas vitales de la niña, a quien se le viene abajo el suelo firme -el social y el familiar- que con tanta solidez había soportado su infancia y adolescencia. En su relato, Lea multiplica las consideraciones sobre la perplejidad y el desconcierto en que se suceden sus días tras las explicaciones de sus padres: En aquel invierno de 1990 (…) todo lo que me rodeaba se tornó inestable, incluidos mis padres; Mis padres me revelaron la verdad, su verdad; Ahora mis padres dicen que mi familia estaba en el lado equivocado de la lucha de clases. Lea conocerá que las Universidades en que estudiaban sus familiares en el relato de sus progenitores eran, en realidad, centros de encarcelamiento y deportación, que la solícita benevolencia del Régimen, la apacible afabilidad del Tío Enver, la entusiasta convicción de los profesores y los responsables del Partido, la unánime conformidad de las gentes, ocultaban represión, violencia, asesinatos y terror, que el ex primer ministro fascista al que había despreciado toda su vida era su bisabuelo, que la realidad de su familia -sus orígenes, sus anhelos, sus ideas, su visión de la existencia- era muy distinta y hasta opuesta a la que le habían permitido ver todos esos años. Y todo ello trastoca radicalmente la identidad de la niña: empecé a preguntarme en qué clase de familia me había tocado nacer. Dudaba de ellos y, al hacerlo, empecé a dudar de quién era yo. Lea, se sume en la incertidumbre -mi familia no era [ya] la fuente de todas las certezas, sino también de todas las dudas- oscilando entre la comprensión -no del todo asimilada- del cariñoso proteccionismo familiar y la desconfianza por la ruptura del relato, embustero y falaz, que hasta ese momento había conformado su personalidad, su ideología, sus ahora por primera vez tambaleantes convicciones: Me resultaba difícil procesar el hecho de que todo lo que mi familia había dicho y hecho hasta aquel momento había sido una mentira, una mentira que habían seguido repitiendo para que yo continuara creyendo lo que me decían los demás. ¿Por qué me habían mentido? ¿Por qué no confiaron en mí? ¿Cómo podría ahora confiar en ellos? Ante esas versiones opuestas, ¿dónde encontrar la verdad? En una sociedad donde la política y la educación impregnaban todos los aspectos de la vida, yo era producto tanto de mi familia como de mi país. Cuando el conflicto entre ambos salió a la luz, aquello me aturdió. No sabía dónde mirar, a quién creer. Unas veces me parecía que nuestras leyes eran injustas y nuestros gobernantes, crueles. Otras me preguntaba si mi familia se había merecido los castigos que se les había infligido. Después de todo, si les importaba la libertad, no deberían haber tenido sirvientes. Y si les importaba la igualdad, no tendrían que haber sido tan ricos. Pero mi abuela dijo que ellos también habían querido que cambiaran las cosas. Mi abuelo era socialista; le molestaban los privilegios de los que gozaba su familia

El cambio radical de su escenario vital la lleva al cuestionamiento de los principios que le han inculcado desde muy niña. En particular, Lea se pregunta, ya a sus once años, por el sentido de la libertad: ¿por qué los manifestantes, en los postreros días del régimen, gritaban «Libertad, democracia, libertad, democracia»? ¿Qué significaba eso? Ante la enésima ocultación de los padres -que desvían la atención de su hija y dejan de contestar sus preguntas llamando hooligans a los jóvenes opositores que inundan las calles- no parará de darle vueltas al asunto: Nunca me había parado a pensar en la libertad. No hacía falta. Teníamos muchísima libertad. Me sentía tan libre que a veces percibía mi libertad como una carga y, en alguna que otra ocasión, como aquel día, como una amenaza. A partir de ese momento, sus reflexiones incluirán numerosos “apuntes” sobre la libertad: cuando tenga que decidir si volver a casa por un camino u otro; cuando piense, con sus profesores, en la necesidad de superar las supersticiones y ficciones de la religión que condicionan nuestro comportamiento; cuando, ya caído el régimen, vea a su padre, despedido y en paro pese a la libertad recién estrenada de poder elegir empleo en libre competencia; cuando observe que la libertad de la soñada democracia solo ha llevado consigo que su progenitor, aún sin trabajo y en casa, cambie su pijama por un enorme chándal amarillo y verde que le queda grande mientras agita compulsivamente el mando a distancia -la libertad- de su recién estrenado televisor; cuando discute sobre la libertad para portar y usar armas de la que disponen los estadounidenses; cuando constate que, abandonado el aislacionismo ancestral y la aspiración comunista soviética, en el nuevo sueño europeo del país aparece una muy limitada interpretación de esa ampulosa libertad: «Queremos que Albania sea como el resto de Europa». Cuando le preguntaban a mi madre que querían decir con «el resto de Europa», ello lo resumía en pocas palabras: combatir la corrupción, fomentar la libre empresa, defender la propiedad privada, promover la iniciativa personal. En definitiva: libertad; cuando, con su padre ocupando ya, en el nuevo statu quo, un puesto de responsabilidad en el puerto (llegaría a ser diputado en el nuevo Parlamento albanés), con trabajadores a su cargo, compruebe que el paso de la opresiva dictadura a la supuesta liberación democrática era eso, supuesto (Mi padre pensaba, como muchos de su generación, que la libertad se perdía cuando otros nos dicen qué pensar, qué hacer y dónde ir. Pronto comprendió que la coacción no siempre adopta una forma tan directa. El socialismo le había negado la posibilidad de ser lo que él quería, de cometer errores y aprender de ellos y de explorar el mundo a su manera. El capitalismo le estaba negando esa posibilidad a otros, a la gente que dependía de las decisiones que él tomase, a la gente que trabajaba en el puerto. La lucha de clases no había acabado. Lo estaba viendo); cuando, en definitiva, y en metáfora muy ilustrativa, concluya que cuando por fin llegó la libertad fue como si te sirvieran comida congelada. Masticamos poco, tragamos rápido y nos quedamos con hambre. Algunos se preguntaban si nos habían dado sobras. Otros dijeron que no eran más que unos entrantes fríos. Un golpe de suerte cambiará la situación económica de la familia (Un promotor inmobiliario árabe nos compró una gran extensión de terreno costero y nuestra suerte cambió de la noche a la mañana) y Lea acabará -ella también- dejando atrás Albania, su identidad ideológica, su pasado ya casi totalmente enterrado para embarcarse hacia Italia. Me prometieron [los padres] que me dejarían estudiar Filosofía y yo prometí mantenerme lejos de Marx. Mi padre me dejó marchar. Abandoné Albania y crucé el Adriático. Dije adiós a mi padre y a mi abuela mientras el barco se alejaba de la costa rumbo a Italia navegando sobre miles de cadáveres de ahogados, de cuerpos que un día albergaron almas más esperanzadas que la mía, pero que tuvieron un destino menos afortunado. Nunca he regresado

El libro cambia aquí de registro. Tras la “descripción” -bien que novelística aunque con un claro enfoque documental, de crónica histórica, de notas fidedignas- de la evolución -personal y familiar de la niña y los Ypi, por un lado, y social, económica y política de la sociedad albanesa, por otro- Libre se abre, casi a su término, a un tercer frente que, como acabo de señalar, ya ha ido impregnando las páginas anteriores, entrecruzando de continuo el relato de la pequeña: las reflexiones, de corte filosófico, sobre esa libertad que da título a la obra. Las tímidas e inocentes vacilaciones intelectuales, las intuiciones, lúcidas e inteligentes pese a ello, de la adolescente, su extrañeza, su asombro, su estupor y su desconcierto ante la nueva situación a la que se ve abocada su vida, se reformulan ahora, retrospectivamente, por la Lea adulta, académica y profesora, en clave racional y filosófica, en esa última, breve pero sustancial última parte del libro. 

El comienzo del iluminador epílogo sintetiza lo esencial de su discurso. Una vez más dejo aquí, pese su extensión, el fragmento entero, muy elocuente: 

Todos los años empiezo mi curso sobre Marx en la London School of Economics diciendo a mis alumnos que mucha gente piensa que el socialismo es una teoría sobre las relaciones materiales, la lucha de clases o la justicia económica, pero que, en realidad, trata de algo mucho más fundamental. El socialismo, les digo, es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo entender el progreso a través de la historia, de cómo nos adaptamos a las circunstancias, pero también de cómo intentamos superarlas. No solo se nos priva de libertad cuando otros nos dicen qué tenemos que decir, dónde tenemos que ir o cómo debemos comportarnos. Una sociedad que presume de permitir a sus ciudadanos desarrollar su potencial humano, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos progresen, es igual de opresora. Y sin embargo, pese a todas las restricciones, los seres humanos nunca perdemos nuestra libertad interior: la libertad de hacer lo correcto

En las cortas páginas de esta coda final se suceden las consideraciones sobre el socialismo real que ella había vivido y el utópico e inalcanzable que poblaba los sueños revolucionarios de sus compañeros de estudios y cuya aspiración había justificado las mayores atrocidades (el socialismo de mis compañeros universitarios era claro, brillante y con futuro. El mío era confuso, sangriento y pertenecía al pasado), sobre las nobles ideologías y su a menudo cruenta plasmación práctica, sobre las evanescentes categorías económicas y políticas y las personas concretas que las encarnan, sobre, en definitiva, la superposición de las ideas de libertad en las tradiciones liberal y socialista, un planteamiento que, inicialmente, Lea Ypi había pensado como tesis académica pero que acabó por tomar cuerpo como novela, representada en las vidas, palpitantes, llenas de deseos, aspiraciones, confusión, injusticias, silencios, ocultaciones, sufrimientos, anhelos, sacrificios, propósitos, ilusiones, renuncias, de tres generaciones de su familia. 

Y siendo una novela, y más allá del “contacto” con unos personajes inolvidables en los que encontramos un reflejo de nuestras propias experiencias vitales -más o menos coincidentes con las nuestras en función del cambio de contexto y circunstancias-, deja en el lector apasionantes preguntas sobre cómo construir una sociedad humana auténticamente libre; sobre la dificultad de la democracia, asediada de continuo por, de un lado, las tentaciones autoritarias, el estatalismo dirigista y, por otro, su cada vez más ostensible consideración como una mera envoltura formal, en la que una clase política ajena a la ciudadanía organiza la convivencia mediante unas leyes en cuya elaboración hay millones de personas -inmigrantes, excluidos, pobres, clases sociales con menos poder y menos dinero- que no han podido intervenir; sobre, en definitiva, la importancia filosófica y vital de la libertad. 

Una novela excepcional, cuya lectura os recomiendo con pasión. Os dejo ahora el prometido fragmento que habla de la fuga masiva de albaneses, cruzando el Adriático, en los años noventa, en busca de una vida mejor, y que pone de manifiesto también las contradicciones entre las distintas visiones de la libertad contemplada desde una u otra orilla -la capitalista y la comunista- del mundo occidental. Antes, un tema musical de una extraordinaria cantante albanesa, Elina Duni, que ha aparecido más de una vez en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Se trata de una exquisita versión del Wayfaring stranger, un clásico de Johnny Cash. Acompañada a la guitarra por Rob Luft, la canción, triste, melancólica, desgarrada, ilustra perfectamente algunos de los aspectos del libro, con una letra que habla de migración, de desarraigo, de búsqueda del hogar, de padecimientos y soledad, de lucha por la vida, de esperanza en un futuro mejor. 


En el pasado te detenían por querer irte del país. Pero después, cuando ya no estaba prohibido emigrar, no éramos bien recibidos fuera de nuestras fronteras. Lo único que cambió fue el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgábamos a que nos detuvieran, no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en nombre de otros estados, los mismos que en el pasado nos habían incitado a liberarnos. Occidente se pasó décadas criticando a Europa del Este por el cierre de fronteras, financiando campañas para reclamar la libre circulación de los ciudadanos, condenando la inmoralidad de los estados que restringían el derecho de salida. Nuestros exiliados solían ser recibidos como héroes. Ahora los trataban como criminales. 

Quizá nunca les importó realmente la libre circulación. Resultaba fácil defenderla cuando era otro el que hacía el trabajo sucio de encerrar a la gente. Pero ¿qué valor tiene el derecho a salir de un país si no existe el derecho a entrar en otro? ¿Las fronteras y los muros solo son censurables cuando sirven para impedir que la gente salga y no cuando impiden que la gente entre? Los guardias fronterizos, las lanchas patrulleras, la detención y represión de los inmigrantes que empezaron a aplicarse por primera vez en el sur de Europa durante esos años se convertirían en una práctica habitual en las siguientes décadas. Occidente, que al principio no estaba preparado para la llegada de miles de personas que querían un futuro diferente, pronto perfeccionó un sistema para excluir a los más vulnerables y atraer a los más cualificados al tiempo que defendía las fronteras para «proteger su estilo de vida». Y sin embargo, los que emigraban lo hacían porque les atraía ese estilo de vida. Lejos de suponer una amenaza para el sistema eran sus más fervientes defensores.

Videoconferencia
Lea Ypi. Libre

miércoles, 21 de febrero de 2024

VICTORIA AMELINA. UN HOGAR PARA DOM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Dentro de tres días, el 24 de febrero, se cumplen dos años del inicio de la invasión de Ucrania por las tropas del autócrata Vladimir Putin. La consiguiente guerra desencadenada, las decenas de miles de fallecidos, las innumerables víctimas, no solo mortales, entre la población civil, los desplazamientos forzados, la triste emigración a la que se han visto abocados mujeres y niños, huyendo del horror, el dolor y el sufrimiento de quienes, aún en el país, intentan vanamente mantener una cierta normalidad, padeciendo la amenaza constante de obuses y bombas, de destructivos drones, de ataques inesperados que provocan el terror indiscriminado, la insufrible incertidumbre, han conmovido al mundo entero desde entonces. 

También nuestro espacio ha sido sensible a tanta aflicción, tanta angustia, tanta congoja. Y así, un mes después de comenzada la contienda dediqué aquí un primer espacio a Ucrania, recuperando algunas recomendaciones de libros aparecidos en Todos los libros un libro en la larga existencia del programa y que tenían a la propia Ucrania o a las vastas regiones de la Europa central y oriental en las que han germinado guerras y conflictos armados en los últimos ciento cincuenta años, como protagonistas. Y así, os hablé de libros como HHhH, de Laurent Binet; Calle Este-Oeste, la obra genial de Philippe Sands; La liebre con ojos de ámbar, otra maravilla, de Edmund de Waal; la monumental Las benévolas, de Jonathan Littell; Los hermanos Ashkenazi y La familia Karnowsky, dos novelas formidables de Israel Yehoshua Singer; la autobiográfica y también descomunal La octava vida (para Brilka), de la georgiana Nino Haratischwili; el ya clásico Vida y destino, de Vasili Grossman; y la inteligentísima El orden del día, de Éric Vuillard. Todos ellos se desarrollan en Ucrania, Polonia, Rusia, los países eslavos, escenarios en los que se dirimen conflictos étnicos y políticos a través, a menudo y por desgracia, de sangrientos y espeluznantes episodios bélicos, de modo que todos ellos también giran, de manera más o menos directa, sobre el exterminio judío, sobre la ocupación violenta de los territorios de esa convulsa región de Europa, sobre los desplazamientos y el exilio de millones de personas, sobre la barbarie organizada de los regímenes nazi y soviético, también de los fascistas ultranacionalistas ucranios, sobre el genocidio y los crímenes contra la humanidad, sobre el odio y la venganza, sobre las oscuras fuerzas que han propiciado esas guerras, sobre sus devastadores efectos, sobre la difícil vida en esos países antes, durante y después de las contiendas, las explosiones, los obuses, las bombas, las violaciones, los asesinatos. Vuelvo ahora, al paso, a recomendaros la lectura de cualquiera de ellos. 

A finales de febrero de 2023, y al cumplirse un año del estallido de la guerra, y en esta misma lógica de avivar aquí el recuerdo de Ucrania y de las tribulaciones de sus ciudadanos aprovechando la innecesaria excusa de un aniversario redondo, os presenté Orfanato, del escritor ucraniano Serhiy Zhadan, una excepcional recreación novelística de la brutal, injusta y sanguinaria anexión de Crimea por el gigante ruso en 2014 y, en paralelo de la invasión del Donbás, en el oriente de Ucrania, de la que, en cierto modo, es consecuencia la guerra que ahora hace sufrir a los ucranianos y aterra al mundo; y también Zov, un relato de la actual y devastadora irrupción de las tropas de Putin en tierras de Ucrania contado desde dentro por uno de sus protagonistas, Pável Filátiev, un antiguo soldado ruso, combatiente en el frente ucranio y hoy desertor residente en Francia, donde se le ha concedido asilo político. 

Y ahora llega el segundo aniversario de la ocupación con, por desgracia, la guerra todavía activa y extendiendo sus calamidades, su rastro de muerte y desolación, a miles de seres humanos inocentes, sumiéndolos aún en la enfermedad, el padecimiento y la angustia. Y, de nuevo, quiero aprovechar esta triste fecha para poner el foco de nuestra atención en Ucrania y en sus atormentados habitantes, víctimas del espanto bélico, con, como corresponde a la naturaleza de nuestro espacio, una propuesta lectora que, además de servir de pretexto para recordar el drama atroz que sigue sucediendo días tras día, aunque ya no cope las primeras planas de los medios de comunicación, ávidas siempre de novedades, sirva también como oportuna lectura, estimulante y valiosa literariamente. Un libro que, por distintas razones, ejemplifica de manera muy significativa, la cruel tragedia que vive Ucrania. 

Se trata de Un hogar para Dom, una voluminosa novela de más de cuatrocientas páginas, de la escritora Victoria Amelina, publicada por Avizor Ediciones a mediados de 2023 en traducción de Oksana Gollyak y Frederic Guerrero Solé, que pueblan el libro de abundantes -más de un centenar- y muy explicativas notas a pie de página. Antes de hablar del libro debo hacerlo de su autora, y no por las razones comunes en mis reseñas, la conveniencia de ubicar, con algunos someros datos biográficos, al responsable de la obra que cada semana presento. En este caso, mi comentario preliminar sobre Victoria Amelina es, lamentablemente, forzado y viene impuesto, de manera terrible, sobrecogedora y muy triste, por el hecho de que la joven escritora -solo treinta y siete años- de Leópolis, la convulsa ciudad de Ucrania, centro de numerosos episodios sangrientos a lo largo del siglo XX, falleció el 1 de julio de 2023, en un hospital de Dnipró, a causa de las heridas sufridas pocos días antes en un bombardeo ruso sobre Kramatorsk, muy cerca del frente de guerra, en el Donetsk, al este de Ucrania. Cuando cenaba en un popular restaurante entre los reporteros desplazados a la región, en compañía del escritor Héctor Abad Faciolince, del diplomático Sergio Jaramillo Caro (responsable de la firma de la paz con las FARC en Colombia) y de la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, dos ataques con misiles balísticos Iskander provocaron la destrucción del local y las heridas de Victoria, que acabarían por causarle la muerte, junto con otras 12 personas, mientras el resto de sus acompañantes resultaron ilesos. 

Amelina, más allá de su prometedora y ya para siempre truncada carrera literaria, era una activista contra los crímenes de guerra, implicada en documentar las atrocidades bélicas de Rusia través de la ONG Truth Hounds. De su arriesgado compromiso con tan necesaria y noble causa da cuenta uno de sus tuits, que he podido conocer a través de una revista italiana. Ilustrando una foto de ella misma pertrechada con un casco, la escritora escribió: Soy yo en esta foto. Soy una escritora ucraniana. Tengo retratos de grandes poetas ucranianos en mi bolso. Parece que debería estar tomando fotos de libros, arte y mi hijo pequeño [deja un niño de diez años]. Pero documento los crímenes de guerra de Rusia y escucho el sonido de los bombardeos, no los poemas. ¿Por qué? 

De formación técnica, informática de profesión, abandonó su carrera como ejecutiva en una empresa tecnológica para dedicarse a tiempo completo a la escritura. Con alguna incursión previa en la literatura infantil, un rastro muy notorio en el estilo y la atmósfera que se respira en el libro que hoy os presento, Amelina, también poeta y ensayista, había escrito otra novela antes de este Un hogar para Dom que, publicado en 2017, la consagró internacionalmente (y ello pese a no estar, que yo sepa, traducido aún al inglés) y la hizo reconocedora de distintos premios, Mejor Libro del Año de Ucrania, el que organiza LitAkcent, un portal ucraniano de crítica literaria, en 2017, el UNESCO Literary Award, también en 2017, el Premio de Literatura de la Unión Europea y el Joseph Conrad de 2021, otorgado a escritores ucranianos de menos de cuarenta años. En su polifacética actividad literaria, Amelina había fundado un modesto aunque ambicioso festival literario en Niujork (que también se escribe New York), una pequeña población en la región del Donetsk de la que son originarios su marido y su familia, y cuya sede, la Casa de la Cultura, fue bombardeada y destruida también tras un ataque ruso el pasado verano. Antes de su muerte, Victoria estaba trabajando en su primer libro de no ficción en inglés dedicado a mujeres que, como ella, se ocupan de documentar crímenes de guerra. Se titula In War and Justice Diary: Looking at Women Looking at War (Diario de guerra y justicia: observando a las mujeres que miran la guerra) y se publicará póstumamente. 

Antes de entrar en mi comentario de Un hogar para Dom, quiero transcribiros aquí las últimas palabras de un emotivo artículo que Héctor Abad Faciolince, que ha escrito un sentido epílogo para la segunda edición del libro y que estaba sentado frente a Victoria en el restaurante de Kramatorsk en el momento del bombardeo, publicó en El País el 23 de julio pasado. Os recomiendo su lectura íntegra, disponible, en principio, solo para suscriptores del diario: 

En el último año, Victoria se había apartado de la ficción y se había dedicado a buscar y a documentar con detalle los crímenes de guerra cometidos por los agresores. Hay un crimen de guerra que ya no va a poder documentar personalmente: el que cometieron con ella. Yo voy a dedicar los próximos meses a escribir sobre este crimen atroz, a contarlo minuciosa y detalladamente, por encima de la propaganda y la mentira de los rusos. Es algo que le debo a la justicia, en abstracto, y a la justicia que algún día deberá hacerse por este crimen atroz cometido contra una gran colega muy valiente, una escritora de la edad de mi hija que, a su vez, deja huérfano a un niño de diez años. Al menos a ese niño se lo debo, para que dentro de otros diez años pueda saber exactamente cómo mataron a su valiente, a su brillante y encantadora madre. 

Por ahora les cuento tan solo el último instante en que Victoria Amelina tuvo conciencia. Yo estaba frente a ella en la terraza del restaurante. Como había ley seca, Victoria se había pedido una cerveza sin alcohol. Sergio Jaramillo me había llenado un vaso con hielo y algo parecido a jugo de manzana. Victoria miró mi vaso: “Parece whisky”, dijo, y sonrió. En ese momento nos cayó del cielo el Iskander, el infierno. Ahora Victoria tiene domicilio en el cielo. No en el sentido cristiano o musulmán, no. En ese cielo inmaterial y mental, muy humano, que llamamos memoria. 

Un hogar para Dom
parte de un planteamiento narrativo singular. El narrador es el Dom del título, un perro standard poodle, un caniche estándar (Soy un caniche blanco, demasiado alto, con una melena abundante y despeinada y unas garras delicadas en las patas), aunque con “taras” (Además, los pelos de mi oreja izquierda son notablemente más oscuros y tienen un color amarillento parduzco. Oí cómo lo decían cuando me compraron. “¡Es defectuoso!”). Su historia empieza en febrero de 1991 en el pequeño pueblo de Noversk (un lugar ficticio cuyo nombre, al parecer, significa en ucraniano “ningún lugar”, en uno de los muchos elementos con valor simbólico en una obra plagada de ellos), cuando pasa a ser uno de los perros de la familia ucraniano-ruso-polaco-judía del que fue jefe de contabilidad de la fábrica textil de Berdichev. Pronto vendido a Boris Andriiovich, el Amo, que pretende hacer de él un perro de caza, su ineficacia en dichos menesteres, que se narran en la breve primera parte del libro, lleva a su dueño a regalarlo a su hija Masha, que vive en Leópolis con los Tsylik, la familia de su antigua esposa, Tamara. Instalado en su nuevo hogar (el piso en el que vivirá es la casa de la infancia del escritor Stanislaw Lem, nacido en Leópolis cuando la ciudad pertenecía a Polonia; de origen judío, sobrevivió a los pogromos nazis para convertirse en uno de los más destacados exponentes de la literatura de ciencia ficción. Una reveladora cita de un texto suyo, La voz de su amo, abre Un hogar para Dom: Que el dolor, el miedo y el sufrimiento de un ser humano desaparezcan con su muerte, que nada quede después de las vicisitudes, las torturas y los placeres a los que le somete la vida, es un regalo que debemos agradecer a la evolución, y que nos pone en el mismo lugar que a los animales. Si quedara, aunque fuera un solo átomo de los sentimientos de cada persona infeliz y torturada, y esta miserable herencia creciera de generación en generación, si una sola chispa de sufrimiento pudiera pasar de una persona a otra, el mundo estaría atestado de terribles aullidos, arrancados violentamente de nuestras entrañas), Dom contará la crónica de la familia ruso-ucraniana (Aquí, en casa, viven seis personas, y sólo una de ellas es un hombre), en un relato que permite conocer a tres generaciones de los Tsylik y, por entre los entresijos de las peripecias familiares, la historia de Ucrania en el siglo XX -que llega hasta las manifestaciones proeuropeístas del Euromaidán, entre finales de 2013 y comienzos de 2014- desde una aproximación atípica y peculiar, muy curiosa e interesante. 

El núcleo germinal de los Tsylik lo constituyen el coronel Iván (también llamado Vania, el coronel o Ivanko), un viejo jubilado, inspirado en el abuelo de la propia Victoria Amelina, que sobrevivirá al Holodomor, la terrible hambruna provocada por Stalin entre 1932 y 1933, y que se convertirá más adelante en cómplice del régimen soviético, llegando a ser piloto de la aviación de la URSS, con intervención en la guerra de Corea en los años 50; y su mujer, Lilia (la Gran Ba), una mujer enorme, instalada permanentemente ante el televisor, nostálgica de su anterior plácida vida a orillas del Mar Caspio, un personaje también basado en su abuela, rusa como ella y compartiendo el nombre (en una entrevista, la autora señalaba que había cambiado ligeramente y “ficcionalizado” las biografías de sus allegados, pero no la del perro, y así lo hizo constar en la entradilla del libro: Todos los personajes de esta narración son ficticios, sólo el perro es real). Iván y Lilia son padres de dos mujeres, Tamara y Olga. Tamara -Tomka-, la mayor, es una corriente alterna de amargura y fe. Su añoranza de un mundo que se ha resquebrajado y desaparecido, su inconformismo desesperado ante la nueva realidad, su rebeldía frustrada la llevan a encontrar refugio en el alcohol, en el sueño de la huida, que acabará por materializarse en una remota España. Olga -también Olia o mamá Olia-, guapa y más conforme, a priori, con el mundo, más voluntariosa en su afán de adaptación, es profesora de Historia de Rusia y en ruso, obligada, tras la independencia ucraniana y el giro de la Historia, a cambiar el relato de sus clases, tarea para la que se verá incapacitada, lo que la llevará, más adelante, a abandonar la docencia para regentar un kiosco. Ambas son divorciadas (el marido de Olia se ha ido a Estados Unidos y el de Tamara, el inicial Amo de Dom, vive en Rusia, destacado colaborador del poder soviético) y representan en el libro dos visiones muy distintas, antagónicas, de la vida y de su país. Cada una de ellas tiene una hija, del mismo nombre, María, aunque se las diferencia por su apelativo, la citada Masha y Marusia. Muy diferentes entre sí, la adolescente Masha pronto abandonará el hogar familiar, mientras que la pequeña Marusia, a quien el lector puede reconocer como la proyección de la autora, permanecerá en el domicilio de la calle Lepkoho. La ingenuidad de la niña, con apenas seis años al inicio de la novela, su entrañable inocencia, su indefensión ante el mundo debida a su ceguera (otra circunstancia cargada de simbolismo), cautivarán al lector y, también, al caniche, conmovido por su cercanía y su cariñosa delicadeza (Nadie me había acariciado así antes. Esta niña, esta chiquilla tan extraña, es un prodigio. Es tan rara, que acaricia las paredes con la misma ternura con la que me acaricia a mí). 

En este entorno, y con un puñado de personajes secundarios que irrumpen -desde el presente (vecinos, amigos, compañeros, conocidos, parientes) y desde el pasado y los recuerdos (abuelos y bisabuelos)- en las existencias de los Tsylik, Dom cuenta lo que ve y, sobre todo, lo que huele, pues su aguzado olfato perruno capta la esencia de las personas con las que trata, con una perspicacia, una sagacidad y una clarividencia portentosas de las que la novela nos ofrece muestras constantes. Así, el coronel Iván huele a silencio, a tierra y a pan, a manzanas, a medicina para el corazón y, sorprendentemente para un anciano como él, a aceite de motor, a viento y a queroseno, y en el “retrato” está la vida entera del personaje; la Gran Ba huele a caramelo, a té fuerte, a colada, a pastillas para el dolor de garganta, a harina, a hilo y, por alguna razón, también a petróleo. Pero, ¿cómo es posible que huela a petróleo? Para mí es un enigma, y pese al misterio, el lector “conoce”, en escasas tres líneas, a la mujer; las manos de Tamara huelen a bicarbonato de sodio, como las manos de una mujer a la que le encantan los platos limpios. Y a chocolate. Seguro que le gustan los dulces. Y también a alcohol. Sí, sus manos también huelen a alcohol; Olia, además de tiza y tinta, Olga es todo libros, pintalabios, inseguridad, pero también un poco de estepa, de trenes y de carreteras. Aunque, por encima de todo, huele a su hija, la siento como madre y probablemente es así como ella misma se percibe; la pequeña Marusia sólo huele a caramelo, a ciudad, a champú de manzanilla, a madre y a amor

La sostenida y subyugante narración del muy agudo, siempre irónico y muy inteligente perro nos mostrará, en una visión lúcida, desapasionada, aunque cercana, la vida de esta familia que, como señala el editor, José Manuel Cajigas, en el prólogo a la novela, esconde con remordimiento secretos del pasado, trata de entender el presente y sufre apuros económicos insuperables para afrontar el futuro. Partiendo de este original enfoque el libro interesa por muy diversos motivos. 

En primer lugar, el carácter universal de los hechos que se nos narran, la dimensión íntima de la vida familiar, en la que, al margen de las circunstancias particulares de tiempo y espacio -que, por otro lado, son, como luego veremos, esenciales en la novela-, permiten el reconocimiento y la empatía por parte del lector: el transcurrir del tiempo, la vida común, ordinaria, que avanza, discreta, con sus afanes, lo entrañable de los personajes, su historia oculta, las esperanzas, los afectos, los miedos, las alegrías, los anhelos, las disensiones, los secretos del pasado (que el perro, con su olfato portentoso, es capaz de desvelar), el amor, la esperanza, la melancolía, la ilusión, las renuncias y las frustraciones, los sueños y los deseos -y aquí el libro abandona esa condición universal para reflejar la singularidad de la existencia de los ucranianos- de una vida verdadera sin odio, sin guerras, un hogar en el que pueda haber libertad, seguridad, tranquilidad, paz. Como ocurre tantas veces con las mejores obras literarias, el lector, a través de la lectura profunda que le permite la “inmersión” en otras realidades, comparte las existencias de los personajes, algunos intensos momentos de sus vidas, encariñándose con ellos y cuyas vivencias acaba por “sentir” como propias. Todo ello está en Un hogar para Dom, siendo, como digo, una de las grandes virtudes del libro. 

Pero, como he anticipado, la novela no nos traslada a una realidad intemporal y carente de contexto. Por el contrario, éste, el marco de referencia en el que se desenvuelven los hechos que nos cuenta el muy lúcido Dom, es el elemento central de la obra, y la voluntad de divulgarlo y darlo a conocer, ha debido ser, a mi entender, otra de las principales causas de su escritura por parte de Amelina. Así, Un hogar para Dom puede entenderse como la historia de Leópolis y, por extensión, la de Ucrania en los últimos cien años. Leópolis, la mayor ciudad de la Ucrania occidental, las más cercana a Europa y, por tanto, relativamente alejada de los frentes de guerra actuales (y el adverbio es oportuno, cuando la tecnología bélica pone al alcance de los misiles a casi cualquier lugar del mundo), tiene un pasado convulso que revelan ya, de manera inequívoca y esclarecedora, los muchos nombres con los que se la ha denominado en el último siglo (Calle Este-Oeste, de Philippe Sands es, quizá, la mejor lectura posible para conocer esa trayectoria agitada y amarga). La capital que hoy llamamos Leópolis, fue conocida indistintamente como Lemberik (en yidis), Lemberg (en alemán), Lwów (en polaco), Lvov (en ruso) y Lviv (en ucraniano), en función de su pertenencia sucesiva, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941 y, por fin, tras la “reconquista” soviética, a la actual Ucrania, de la que forma parte en nuestros días (a principios del siglo XX, leemos en el interesante prólogo, su población se componía de un 20% de ucranianos, 30% de judíos, 50% de polacos, y un 0% de rusos. En 1950 había cambiado a 50% de ucranianos, 7% de judíos, 11% de polacos, y un 32% de rusos. En 2001 eran un 88% de ucranianos, 0,5% de judíos, 1% de polacos, un 9% de rusos, y un 1,5% de otras nacionalidades, en un listado muy descriptivo de las turbulencias y los cambios políticos padecidos). Sus calles, sus edificios, también -por desgracia- sus habitantes, sufrieron -y hoy, por ahora en menor escala, siguen sufriendo- una tras otra, todas las desgracias a las que un siglo terrible, con dos devastadoras guerras de por medio, abocó a la humanidad. Esas calles de nombres también cambiantes, esos edificios, destruidos y rehechos (Hasta tiene su encanto, dice de ella Dom, con sus macizos con flores rojas al lado de los hospitales, sus Consejos de Distrito y sus Jefaturas de Policía. Las casas tienen el estilo de las polacas. No llueve muy a menudo. Las paradas de trolebús y tranvía están cerca de la casa. El tranvía de Horodotska sólo se oye a primera hora de la mañana, y luego el bullicio general se lo traga todo), esos vestigios, más o menos escondidos, de otras épocas, ese rastro de los padecimientos pretéritos y de la compleja realidad presente, afloran de continuo en el libro, como, por ejemplo, en esta heteróclita enumeración de las pertenencias con las que la familia llega a la ciudad en los años setenta: A la casa llevaron cacharros de todo tipo recolectados a lo largo y ancho del mundo socialista: gruesos rollos de alfombras azerbaiyanas y georgianas, vajillas polacas embaladas en papel del diario Pravda, lotes de libros, las obras completas de Pushkin, Dostoievski, Lenin y Shakespeare, vestidos y zapatos en un sinfín de cajas de cartón, un armario alemán blanco como la nieve, estanterías de fabricación casera, camastros de hierro, como los de los cuarteles, porque no había otros o no habían tenido tiempo de comprarlos. Colocaron sus muebles junto con las reliquias abandonadas en el piso: el baúl de hierro y una estufa con azulejos blancos agrietados y el interior negro

Pero, al modo en que la intrahistoria familiar refleja la de la ciudad, también la de Leópolis se constituye, en definitiva, en una representación a pequeña escala de la de Ucrania entera e, incluso, si abrimos el foco, de la del trágico destino que ha acompañado al continente europeo en los peores momentos de su historia. En el relato de las duras y penosas vicisitudes de los Tsylik están, de manera expresa o tangencial (y las “vemos” a través de las palabras de Dom), las etapas antes mencionadas: su pertenencia al Imperio Austro-húngaro, la Primera Guerra Mundial, la desmembración de Galitzia, la región central, en cierto modo la “almendra” de Europa, la breve independencia posterior trufada de guerras civiles, la era estalinista, el Holodomor, el genocidio que acabó con millones de ucranianos asesinados por el hambre y por Stalin, la invasión nazi y el exterminio consiguiente, la Segunda Guerra Mundial, el sometimiento a la Unión Soviética tras el triunfo contra Hitler y los cincuenta años de dictadura de Moscú hasta la Independencia de 1991 -en donde nos sitúa el comienzo de la novela- y los días revolucionarios y europeístas del Maidán, con los que el libro cierra sus páginas. No parece aventurado colegir que, sin hablar de la situación actual -algo imposible, pues el libro se escribió en 2017-, hay en la novela algo de anticipatorio, en tanto revela el clima de conflicto y enfrentamiento permanentes en que se ha visto envuelta Ucrania y, sobre todo, la búsqueda de identidad y el ansia de libertad de sus ciudadanos. 

Porque, si en muchos casos las referencias a la historia del país no son explícitas, Un hogar para Dom no deja de ser, de manera indiscutible, una novela sobre Ucrania, sobre el sentir de sus gentes, sobre sus preocupaciones y sus miedos, sobre su difícil pasado y, por encima de todo, sobre sus expectativas y deseos de futuro. Y aquí comparece el tercer frente de interés del libro, tras la descripción de las vivencias del núcleo familiar y la mención a la historia de Leópolis y Ucrania: su simbolismo, el carácter metafórico, alegórico, de muchos de los elementos que se presentan la obra, objetos, personajes, actitudes vitales, incluso el estilo y el lenguaje, que apuntan a otros ámbitos más generales que trascienden la mera recreación lineal de los hechos que se nos cuentan y que dotan a la novela de una atmósfera “especial” y la convierten en una creación literaria muy singular y original. 

De este modo, hay muchos detalles que apuntan a un tema fundamental en el libro: la identidad. Con una trayectoria política tan confusa y cambiante, con un pasado hecho de mezclas y cruces -de sangres, de ideologías, de regímenes políticos, de ocupantes y dominadores, de orígenes étnicos, de nacionalidades, de culturas, de religiones- el núcleo del conflicto de Ucrania, un país que cada poco tiempo cambia de manos, es identitario, los ucranianos -los personajes de la novela en tanto la autora pretende que sean representativos- se preguntan por quiénes son, ansían descubrir su identidad, una identidad que se presenta fluctuante, difusa, inestable. Los Tsylik son una familia ruso-ucraniana, condición compartida, por otra parte, con la propia Victoria Amelina, y en las fechas en las que se sitúa la novela, sus miembros se ven obligados -por convicción o por necesidad, por rechazo del pasado o por esperanzada ilusión de futuro- a elegir quiénes son o quiénes quieren ser. Ante un país devastado y reconstruido, de fronteras lábiles, tornadizo y mudable, los personajes buscan una estabilidad, un ámbito de pertenencia, un territorio estable, un hogar. En este sentido, Un hogar para Dom -y ello es evidente desde el título, en lo que expresamente dice y en lo que esconde, soterrado- es así un relato sobre la búsqueda de un hogar. Porque Dim dlja Doma, que así es como se llama el libro en su idioma original, incluye el vocablo “Dim”, “casa” en ucraniano, y “Dom”, diminutivo de Dominik, el perro protagonista y también “casa” en ruso. Ello abre otra línea muy notoria en el libro, cargada también de simbolismo, la del lenguaje y el “juego” con el idioma. Los personajes hablan en ruso, en ucraniano, se ven obligados a cambiar en función de las circunstancias, a la Gran Ba no la entienden cuando habla en ruso, Marusia tendrá que hacer, en un examen de admisión escolar, una prueba de ortografía en ruso, que no es su lengua habitual. A Dom, su Amo original le habla en ruso, pero el abuelo Iván lo hace en ucraniano, aunque solo cuando nadie le puede escuchar. Y el perro, al comienzo del libro, confiesa al lector: Si yo fuera una persona la habría dado mil vueltas al idioma en que contar esta historia, en ucraniano o en ruso. El conflicto lingüístico llega a nuestros días, pues tras la ocupación, muchos ciudadanos ucranianos, habituados a expresarse en ruso normalmente, se resisten ahora a aceptar la lengua del agresor, y se reflejaba también en Orfanato, de Serhiy Zhadan, en donde el “confundirse” de idioma en los territorios en los que se desarrolla la guerra puede suponer la muerte. 

Dentro de este mismo ámbito que tiene que ver con “lo simbólico” a mí me ha interesado la idea de fragilidad y de la correlativa exacerbada sensibilidad que suponen tanto su imperfección, el defecto de una de sus orejas, en el caso de Dom, como la ceguera de Marusia. Son muy perceptibles las descripciones que se hacen partiendo de los sentidos, el agudo olfato del caniche y el tacto y el oído de la intuitiva niña. Su debilidad los hace entrañables al lector, sus limitaciones apuntan a otra forma de entender la realidad, ajena a la confusión babélica de las palabras. En este sentido, Un hogar para Dom cautiva por unos rasgos que tienen que ver, desde mi punto de vista, con la trayectoria previa de la autora como escritora de literatura infantil: lo mágico, el aliento poético, la delicadeza, la emoción, el encanto, la dulzura, lo imaginativo y fantasioso (animales que hablan, objetos que cobran vida), como de encantamiento sentimental, propio de los relatos para niños, rezumando candor y ternura. 

Y en esta vertiente de leyenda, cercana a los cuentos de hadas, se inscribe, en un lugar central del libro, la presencia de un baúl misterioso repleto de desconocidos secretos. Cuando los Tsylik se mudaron a su hogar en la calle Lepkoho, un baúl solitario, dicen, esperaba a sus nuevos dueños junto a una puerta interior bien cerrada. Un gran baúl de hierro macizo, ennegrecido. Probablemente, los anteriores dueños del piso tenían prisa y no tuvieron tiempo de llevárselo. El arcón, cerrado -su llave perdida-, de peso enorme y que apenas puede moverse, permanecerá en la casa ante la indiferencia de sus habitantes, salvo Marusia y Dom, para los que es fuente de todo tipo de interrogantes. Marusia dormirá sobre el baúl, soñará con el tesoro que alberga, indagará por doquier en busca de la llave que permita el acceso a sus arcanos, confiará en que en su interior alberga libros con historias fantásticas, la visión recuperada, la promesa de una vida mejor para su familia. Solo al final de la novela tendremos un atisbo de su enigmático contenido, más prosaico, reforzando el carácter simbólico del relato. 

Y están también la aparición de numerosos perros y el protagonismo de las mujeres y la muy subrayada importancia de la educación, con la presencia de profesores, maestras, la propia Olga de truncada carrera docente y, de continuo, la transmisión de los valores que Amelina defendía en su vida, la concordia, la búsqueda de la paz, el valor de la casa, de la comunidad, la superación del horror, del sufrimiento, del dolor. 

Un libro espléndido que os recomiendo vivamente. Como lo hago también con los intérpretes de mi propuesta musical de esta tarde, el formidable grupo ucraniano DakhaBrakha, que hace una música mestiza, a caballo del folklore y el pop, entre la tradición y los ritmos más actuales, entre lo viejo y lo nuevo. Os dejo con un tema de un encanto magnético, atmosférico, envolvente, Monakh. Antes de él, un significativo texto de la novela, en el que Dom, con su voz lírica, describe con simbolismo poético la situación de esta Ucrania siempre rota y sufriente a la vez que muestra la animosa y esperanzada posición de su infortunada creadora. 


Yo creo que, en general, la gente ahora es libre y puede hacer lo que le plazca, al menos dentro de los límites espaciales que llaman “mundo civilizado”. Es libre hasta en el gran país en el que nacieron todas las personas de mi familia —el Amo, el anciano coronel y todas las mujeres, incluida la pequeña Marusia—, pues ese enorme y terrible país se desmoronó y se dispersó, como se esparce a veces la sal o la harina por el suelo. ¿O quizás no se desmoronó, sino que sólo se desbordó, como un río después del invierno? Eso lo explicaría todo. Aquel país se resquebrajó y se derramó, fluyendo en ríos y arroyos por los adoquines, como si se hubiera roto una botella de aceite comprada por una señora cualquiera en el mercado de la estación de Leópolis. Y una vez derramado el aceite, no es tan fácil limpiarlo de las calles. A medida que pasa el tiempo, los pies humanos y las patas perrunas resbalan, una y otra vez, en el aceite derramado en las vías del tranvía que se dirige al centro, bajando por la calle Horodotska. Todo alrededor es pegajoso y confuso, y ya no estás seguro de si fue la gente la que derrotó al monstruo o si, por el contrario, fue el monstruo el que venció a la gente con sus tretas. Ahora será aún más difícil deshacerse de él. Y quieres huir, volver a casa, pero resbalas, te caes, y tu pata se desliza por debajo del tranvía. —¡Corre, Dom!—. Estoy corriendo. Pero ¿no sería mejor esperar que todo se seque y luego irnos? Pero todo —las suelas de las viejas botas, los tacones demasiado altos, las ásperas almohadillas plantares— se pega por igual, no hay forma de despegarse de esta tierra. Dentro de cien años aún quedarán huellas: un olor apenas perceptible, pero característico, de algo derramado, cuyo nombre ya se habrá olvidado. Las mujeres limpian y, aunque intentarán hacerlas desaparecer, pensarán en huir de aquí a un lugar donde no haga falta limpiar esas huellas, donde no haya nada destruido, ni monstruos, ni ejércitos, ni vidas rotas. Aunque el viejo coronel ya me advirtió de que lugares como esos no existen en la Tierra. En todas partes siempre algo se resquebraja, se rompe y esparce sus huellas-trampa. Mi nariz me dice lo mismo. Estaría bien no contar mi historia con palabras, sino con olores; con el olor de las huellas que están esparcidas por todas partes, esperando ser leídas.
  
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Victoria Amelina. Un hogar para Dom

miércoles, 14 de febrero de 2024

SCOTT SPENCER. AMOR SIN FIN
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro excelente, que cuenta ya con más de cuarenta años a sus espaldas pero que no había visto la luz en nuestro país -al menos que yo sepa- hasta el pasado 2023. Se trata de Amor sin fin, la excepcional novela del estadounidense Scott Spencer, publicada originariamente en 1979 y que acaba de editarse en España, en traducción de Inmaculada Pérez Parra, en el seno de la editorial Muñeca infinita. El libro, muy popular desde su aparición, ha sido traducido a infinidad de idiomas y dado lugar también a un par de adaptaciones cinematográficas, una pasable y la otra, al parecer, lamentable, e incapaces ambas de trasladar la intensa, compleja, obsesiva, profunda y filosófica incluso, historia de amor total, extremo, descaradamente romántico y desgarrador que nos muestra el autor, para convertirla en una edulcorada y empalagosa versión de Romeo y Julieta en la adaptación de Franco Zefirelli, de 1981, con Brooke Shields y la primera, y muy fugaz, apenas tres líneas de texto, aparición cinematográfica de Tom Cruise; y en una disparatada, simplista y de todo punto olvidable “recreación”, con numerosos cambios sustanciales con respecto al texto original, dirigida en 2014 -¡y estrenada el día de San Valentín de ese mismo año, como si el “amor” de Spencer fuera el “amor” de El Corte Inglés! (y, por cierto, el hecho de que mi reseña se emita precisamente hoy, festividad del romántico santo que tanto aborrezco, en una mera casualidad)- por una anodina e irrelevante Shana Feste. No debéis dejar de leer el artículo que el propio Spencer escribió para The Paris Review en septiembre de 2013, poco antes del estreno de esta segunda versión: Me sorprendió que algo tan tibio y convencional pudiera haber sido creado a partir de mi novela ligeramente trastornada sobre la gloriosa violencia destructiva de la obsesión erótica, dirá del “caramelo” zefirelliano; para añadir, apesadumbrado, sobre el nuevo intento: Amor sin fin estaba destinado a ser un cuchillo en el corazón del lector, no en el del escritor (…) y ahora una segunda generación se está viendo envuelta en su propia masacre del Día de San Valentín

La novela cuenta la arrebatada, turbulenta, apasionada y doliente historia de amor de David Axelrod y Jade Butterfield, jóvenes de diecisiete años de Chicago. Narrada en primera persona por el muchacho, cuya voz adolescente, excesiva, a veces violenta y exagerada, a menudo ingenua e inocente, es uno de los indudables logros del libro y una de las causas del estado de encantamiento con el que el lector avanza embebido en sus páginas, Amor sin fin se abre de modo brillante con unas palabras inolvidables y destinadas a convertirse en uno de esos comienzos memorables, con el tiempo clásicos, de la historia de la literatura: Cuando tenía diecisiete años, obedeciendo los mandatos más urgentes de mi corazón, me alejé del camino de la vida normal y en un momento arruiné todo lo que amaba; lo amaba tan profundamente que, cuando el amor se interrumpió, cuando el incorpóreo cuerpo del amor retrocedió aterrorizado y mi propio cuerpo fue encerrado, a todos les costó creer que alguien tan joven pudiera sufrir de manera tan irrevocable. Pero ahora han pasado los años y la noche del 12 de agosto de 1967 todavía divide mi vida

Y es que esa noche, en el paroxismo de su obsesión, David incendiará la casa en la que vive su enamorada Jade, con ella, sus dos hermanos y sus padres dentro. Así -y el hecho ocurre en las tres primeras páginas del libro; no estoy desvelando nada esencial que pueda incomodar al lector que quiera seguir “virgen” la trama-, con esa fuerza arrolladora, empieza una novela en la que el amor, la locura y la muerte (al menos su posibilidad), tres de sus elementos fundamentales, están presentes desde la escena inicial. David es hijo único de dos estrictos simpatizantes del Partido Comunista -él un abogado que no defendería nunca a un hombre rico contra uno pobre y que no les cobraba a sus clientes tarifas exorbitadas-, progresistas que pasan los sábados ayudando a los negros a hacer un piquete en los almacenes Woolworth, nostálgicos de unos valores que sostienen de modo irreductible aunque desencantado y melancólico, conscientes de sus contradicciones, los algo añejos ideales de los círculos radicales en que se mueven, excéntricos, en el exclusivo Hyde Park en que residen. Los padres de Jade, por el contrario, son dos burgueses, formados en universidades de prestigio, miembros de “buenas familias” (sus cuerpos esbeltos y sus huesos fuertes, sus dientes derechos, su pelo liso y el tañido incurable de sus voces de clase alta), algo hippies -estamos, ya se ha dicho, en 1967, en la explosión de la contracultura y la fascinación por el underground-, de mente abierta y pensamiento alternativo, con ciertas costumbres excéntricas, habituados a experimentar -incluso en familia- con el LSD. El enamoramiento de David por la chica lo llevará a pasar cada vez más tiempo en la casa de ella, deslumbrado por esa familia singular -esa familia perfecta- y ese ambiente poco convencional, tan diferente del muy rígido entorno en el que creció. Acabará por instalarse en su casa, en donde la mentalidad tolerante de los Butterfield no solo permite su cordial acogida sino el que comparta cuarto y cama -un viejo colchón perfumado con Chanel nº 5- con Jade, profundice en la relación con sus hermanos, Keith, el mayor, y Sammy, el pequeño, y disfrute, encandilado, del atractivo encanto de la madre, Ann. Sin embargo, el padre, Hugh, que al poco tiempo percibe que la relación entre los dos muchachos, demasiado cerrada y agobiante, puede llegar a ser peligrosa para su hija, “condena” a David a un alejamiento temporal de treinta días (aunque cuando Hugh Butterfield me dijo, mientras me desterraba de su casa, que Jade y él habían decidido que no me acercara durante treinta días, tuve la sospecha -infundada, pero poderosa, de que habían maquinado una separación que quizá no fuera a terminarse nunca). Enloquecido por la súbita expulsión del centro de su vida, toma la determinación -mitad impulso, mitad reflexión, cien por cien delirio (La guerra que había emprendido contra todo el mundo desde que Hugh Butterfield me dijo en 1967 que no podía ver a su hija durante treinta días)- de prender fuego al hogar familiar en una noche en que padres e hijos se entregan, adormilados, a la plácida languidez de un viaje lisérgico colectivo. El fuego es mesiánico: gobierna sobre sus dominios con una autoridad abrasadora, totalitaria, y parece creer que toda la creación debería estar en llamas, subraya David a la vista de los devastadores efectos de su acto, para añadir, en otra reflexión que acentúa el carácter metafórico de las llamas (es continua, a lo largo del texto, la asimilación de ambos “fuegos”, el real y el simbólico; el autor ha confesado su fascinación por el fuego, habiendo sido, en el pasado, voluntario del departamento de bomberos), y su equiparación alegórica (es obvio que lo que se encendió cuando te quise sigue ardiendo) con el amor que lo domina: En la plenitud de sus fuerzas [el fuego; y el amor], completa su victoria sobre el mundo estable y todo queda a su merced. En la candorosa imaginación del adolescente, el incidente permitiría su inesperada aparición como salvador, el acabamiento de su “exilio”, la recuperación de la confortable comodidad de su hogar adoptivo y la vuelta a la exacerbada pasión que ardía -no cabe otro término- entre los brazos de Jade. 

Pero los acontecimientos se desbocan, las tímidas llamitas que el chico prendió en el porche de los Butterfield pronto escaparán a su dominio, los hechos se le irán de las manos, la casa acabará arrasada y todo acaba con David denunciado y, como condena menor, encerrado en Rockville, un hospital psiquiátrico, con la prohibición taxativa de entrar en contacto con la chica y sus familiares que, pese a la destrucción de la casa, han salido indemnes. A lo largo de quinientas sesenta páginas, Scott Spencer nos permite escuchar la voz de un David que narra más de una década de su vida tras los hechos, la terrible reclusión en la institución, su posterior salida en libertad condicional, los imprudentes intentos de desafiar su condena y localizar a Jade, a su madre o a sus hermanos, entre otros muchos episodios -encuentros inesperados, despedidas repentinas, muertes, condenas, amantes y tribunales y hospitales y cartas sin mandar y diez mil horas de terror y de duda- que no quiero desvelar (lo cual hace muy difícil aportar a mi reseña elementos significativos que puedan despertar vuestro interés por leer el libro). Un David, triste, solitario, desesperado y ascético que se niega a cualquier tipo de práctica sexual reservándose para un nuevo encuentro con su amor perdido; ocupado, las enteras jornadas, los años enteros, en rastrear las huellas de su amada, de ir en busca de ella, de su destino, incapaz de más vida que la que se desarrolla en el exaltado seno de su amor por Jade, un amor totalizador, que todo lo abarca, que lo es todo, que absorbe el mundo entero. La escuela y los estudios, el arte y la escritura, la sociedad, el trabajo, la familia, las amistades, las reglas, los valores, la cordura, hasta la biología, ceden ante este delirio apasionado que exuda dulzura y deseo, erotismo y ternura, frenesí, lujuria y sexo, ardor, ciega irracionalidad, delicioso arrobamiento y arriesgado exceso, un enloquecido amor simultáneamente fatal y feliz. Hay una escena -y su sola mención ya contiene indicios que pueden destripar parte de la trama argumental; sáltese este párrafo quien quiera evitar conocerla-, que ocupa cuarenta de las setenta y cinco páginas del intenso capítulo 14 de la novela, en la que se describe, de un modo magistral, un tórrido pero dulcísimo encuentro sexual, lleno de lubricidad y pasión, en un hotelucho de Nueva York; un episodio inolvidable que encierra la esencia de esta novela magistral. 

En un mundo como el actual, en el que el sexo a la carta, el mercadeo de cuerpos en las aplicaciones especializadas, la exacerbación del deseo, el auge de los encuentros esporádicos y fugaces, el ghosting como desenlace habitual de las muy fugaces relaciones (por cierto, ¿por qué decir ghosting en vez del castizo -y mucho más explícito y rotundo- “si te he visto no me acuerdo”?), la banalización del contacto sexual, la progresiva disolución de la pareja (¡y qué decir del matrimonio!), la siempre creciente cifra de divorcios, el cuestionamiento del amor romántico y de las uniones “para toda la vida”, el escepticismo posmoderno ante cualquier forma de vínculo duradero, todos esos signos de nuestro tiempo, constituyen la pauta habitual en que se desenvuelven las relaciones entre sexos y determinan también el cambio de paradigma amoroso en este descreído siglo XXI, un libro como Amor sin fin brota a contracorriente, como una provocación, en cierto modo. El amor incondicional, duradero, estable, fiel, imperecedero, indestructible parece relegado a añejas ensoñaciones “romanticoides”, propias de novelones decimonónicos o, tras el conveniente “aggiornamento”, de series alemanas de sobremesa dominical. El amor inflamado y enardecido -no me resisto a evitar las metáforas ígneas- es cosa de viejos verdes temblorosos ante pequeñas ninfas, de tímidos muchachos enamorados de sus maestras, de perturbados asociales, de, en definitiva, seres excéntricos, marginales, que están fuera -de un modo u otro- del “correcto” desenvolvimiento en sociedad. 

Es por ello por lo que, entre otras muchas razones, Amor sin fin resulta a la vez sugestivo y perturbador, porque nos muestra a un protagonista poseído por un sentimiento poderoso e imprudente, asocial -o más exactamente “antisocial”-, fuera de lo normal, fuera del tiempo (Todo está en su sitio. El pasado descansa, respirando apenas en la oscuridad. Ya no me abraza como solía; ahora tengo que retroceder para tocarlo. Es de noche y estoy solo y sigue habiendo tiempo, un momento más. Estoy un largo escenario negro, con un círculo de luz sobre mí, que es mi amor por ti, imperecedero. Me he escapado y -o me han expulsado- de la eternidad y he vuelto al tiempo, confesará el chico, cuando se ve obligado a alejarse de su amada). El amor entre David y Jane carece de límites; mejor dicho, quizá los tiene “objetivamente”, pero el personaje principal no los reconoce, no tiene conciencia de ellos, ni los “procesa”. David no ve otro objeto que su amor, no hay barrera que no salte para llegar a Jade. Ni las reglas sociales, ni las costumbres familiares, ni siquiera la propia voluntad de la destinataria de su amor, mucho menos las leyes constituyen un obstáculo que impida dar rienda suelta a su enérgico e incontenible sentimiento. La inconmensurable magnitud, la potencia de su afección, lo resolutivo de su proceder, son percibidos como una monomanía adolescente, narcisista, petulante, como una peligrosa provocación, si bien resultan también envidiables, contagiosos, fomentan la imitación, por lo que disuelven las prácticas tibias de quienes no están -no estamos- a la altura, en particular los adultos que, en ambas familias, los rodean, que ven como los rescoldos de necesidades, de sueños, de deseos apagados en ellos (Erais todas nuestras fantasías románticas medio olvidadas encarnadas para siempre, dirá Ann) vuelven a encenderse (¡ay, el fuego que nunca deja de arder!). David nos muestra, de modo extremo y, a la postre, trágico, la ilusión de que otra vida es posible, una quimera sin cuyo auxilio no se puede, casi literalmente, vivir. Llevar el sueño más allá de esos límites que se habían acordado como razonables, leemos, en una síntesis muy esclarecedora del propósito que guía su existencia dañada. Estamos, claro está, ante un amor adolescente, propio de la sensibilidad exacerbada, de la radical entrega, de la impasibilidad ante los obstáculos, del valiente atrevimiento (las cosas que no hice. Al final del día, eso es todo de lo que nos quejamos. Los caminos que no hemos recorrido. Las personas que no hemos tocado), de la confrontación con el mundo, de la insensata temeridad, de la irracional y desafiante voluntad de una juventud que todo lo puede (o que cree poderlo todo). Pero no se debe subestimar el amor adolescente. De hecho, explica el propio autor en otra entrevista, quería que el título fuera una especie de desafío, como si el tema de la novela desafiara a lectores sofisticados, acostumbrados a una dieta de hierro de cinismo e ironía, insistiendo en que se tomen en serio los dolores amorosos de los adolescentes. No creo que nadie pueda entender el llamado “amor adulto” sin reconocer sus raíces en nuestras relaciones anteriores. Así es; y me atrevo a apostillar: no hay amor verdadero si no es, en su fondo último, adolescente. 

El libro deja al lector rumiando acerca de si, en realidad -más allá de la ficción-, es posible el amor eterno o si, a la postre, la vida y su medida se imponen. Su inexorable medida: la muerte (Nunca pienso en la vida que me perderé después de que me haya muerto o en todo lo que me perdí antes de nacer. Es el tiempo que paso muerto durante esta, mi sola y única vida, el que me hace tirarme de los pelos). Otra lectura de Amor sin fin es la que muestra la cercanía entre la vida intensa y la muerte, la pasión y la destrucción, Eros y Tánatos. El amor de David, espiritual, delicado, emotivo y sensible, es también, ya se ha dicho, muy carnal, arrebatado, y solo es concebible envuelto en locura, violencia, aniquilamiento, infelicidad. Como recoge alguna crítica, leyendo este libro, más que literatura tienes la sensación de lidiar con carne palpitante, con un paquete de nervios y sinapsis temblando y golpeando a izquierda y derecha. Un lector que mientras pasa las páginas de Amor sin fin padecerá la lacerante envidia que despiertan tanto la atracción, la fuerza subyugante de un impetuoso deseo sexual ya definitivamente perdido, como la melancólica nostalgia por un amor adolescente que quizá nunca existió o que, de haberlo hecho, se ha olvidado para siempre. 

Es, pues, el amor, infinito, apasionado, torrencial, incontenible, exaltado, resuelto, inconmensurable, enloquecido, insólito y único en su vehemente intensidad (Es algo que pasa una vez en la vida. Odio pensarlo, pero supongo que es verdad. Es una lástima para nosotros que nuestra única vez en la vida pasara cuando éramos demasiado jóvenes como para saber manejar la situación), el centro todo del libro y la principal razón de ser de su magnética atracción para el lector. Y esta vertiente que atañe a la locura es, también, otro aspecto reseñable de la novela. La declaración de principios de David, que leemos en las primeras páginas, sobre la desaforada naturaleza de su amor, es muy buena prueba de ello: Yo pertenecía, lo supe entonces, a la vasta red de hombres y mujeres condenados: el amor había tomado un camino equivocado dentro de mí y me había empujado al caos. No era mejor que los que hacían llamadas anónimas, que los fanáticos, las alimañas enloquecidas, los que amputaban orejas, los que perpetraban extravagantes suicidios acusadores, lo que contrataban a detectives privados o que un rey medieval dispuesto a desplegar un ejército de diez mil almas para ganarse el favor de una doncella distante y quien, una vez que los campos están abrasados y los cuerpos yacen en montones bajo el sol, se golpea el pecho y dice: “Lo hice todo por amor”

El amor que retrata Scott Spencer es exaltado (Intenté concentrarme en mi impotencia, en mi incapacidad de seguir adelante con mi vida, de volver a empezar. Aunque la verdad era que no tenía ninguna voluntad ni ninguna intención de volver a recomenzar mi vida. Lo único que quería era lo que ya había tenido. Esa exultación, ese amor. Era mi único hogar verdadero, en los demás sitios solo estaba de visita. Había pasado demasiado pronto, eso seguro. Habría sido mejor, o por lo menos más fácil, que Jade y yo nos hubiésemos encontrado y descubierto lo que significaba estar juntos cuando fuéramos mayores, que hubiese pasado después de años de intentos y decepciones, en vez de ese salto inmenso y desconcertante de la infancia a la iluminación. Era difícil aceptar, y también aterrador, que la cosa más importante que me iba a pasar nunca, la cosa que era mi vida, me había pasado cuando no tenía aún diecisiete años), excesivo (Escribí cientos de cartas que no me atreví a mandar. Les escribí a Keith, a Sammy y Hugh. Le escribí más de una docena de cartas a Ann y más de setenta y cinco cartas a Jade. Escribí disculpas. Escribí explicaciones racionales y ataques contra mí mismo que habrían excedido sus impulsos más amargos. Escribí cartas de amor, una iba firmada con la mancha de sangre de la yema rebanada de un dedo. Supliqué y recordé y me comprometí con el ardor asfixiante de un exiliado. Escribí al amanecer, escribía en el cuarto de baño, me despertaba en mitad de la noche deshabitada y escribía y escribía. Escribí poemas, algunos los copiaba, otros los componía. Le dejé claro al mundo que lo que Jade y yo habíamos encontrado el uno en el otro era más real que el tiempo, más real que la muerte, más real, incluso, que ella y que yo), adictivo (El amor -¿o es solo el amor romántico?- es un psicodélico. Es la alfombra voladora, el truco de la cuerda), un estado alterado de conciencia (Con Jade siempre notaba las cosas que estaban fuera de nosotros -las grietas en la pared, el olor de los arces húmedos entrando a través de las mosquiteras- y al registrarlas lo convertía todo en parte de nosotros), una patología, una obsesión (Pienso en ti todo el rato (…). Cuando estaba en aquel puto hospital y en casa de mis padres y ahora, en mi propia casa), un delirio ajeno a la realidad (Una parte de mi ser permanecía distante de esas escaramuzas nerviosas con los días que pasaban. Consideraba esa parte la mejor y más secreta de mi ser y no la sometería a mi guerra perdida con el tiempo).

En este sentido, el protagonismo del febril padecimiento del chico “oscurece” a Jade, que, en el fondo, está ausente, es una sombra, es tan solo un objeto de deseo, el foco sobre el que se concentra el enajenado sentimiento del chico. Lo relevante en la novela -y a ello contribuye, claro está, la redacción en primera persona- es lo que el muchacho siente por ella, cómo ella lo “construye” a él, cómo su existencia repercute en su familia, en su lugar en el mundo, cómo es tener relaciones sexuales con ella, cómo el chico se siente cuando la extraña y cómo cuando la quiere; todo lo que a él le ocurre se muestra de una manera mucho más vívida que la propia presencia de Jade, borrada, aniquilada, en cierto modo un fantasma, un mero desencadenante de la obsesión de David. De hecho, hay varios personajes, sobre todo su madre, Ann, con una mayor y mucho más significativa presencia en el texto. 

Y en la novela está también, casi imperceptible, difuminado tras el impulsivo arrobamiento del muchacho, el telón de fondo “social”, el sutil retrato de la una sociedad, la norteamericana de los sesenta, que acabaría por “imponer” al mundo ese “american way of life” y que aparece reflejada -insisto, muy en segundo plano, como en sordina; aunque de manera bien perceptible- en sus rasgos más destacados: la prosperidad económica, la apertura liberal y el keynesianismo, el generalizado bienestar social, la aparentemente tranquila balsa de aceite en que se desenvuelven los ciudadanos de la primera potencia mundial, la vida confortable en las viviendas unifamiliares y, pese a ello, la crisis de la familia, los avances en los derechos civiles -el divorcio, la tolerancia cultural-, los nuevos hábitos, la experimentación con las drogas, la “naturalización” de la homosexualidad, la impetuosa segunda ola feminista, la píldora y la revolución sexual, Vietnam, la revuelta generacional, el "hippismo" con su universo de paz, música, flores y pelo largo, las protestas sociales, el activismo político, la cuestión racial, el prestigio -solo entre la clase acomodada e intelectual, no en la población- de la “Nueva Izquierda”. En este explícito marco, David aparece -sin pretenderlo- como una suerte de héroe contracultural que encarna los principales mitos de la rebeldía de los 60: libertad sin freno, autenticidad frente a la hipocresía social, rechazo a las convenciones sociales, subjetividad desaforada, reivindicación -tímida- de la locura frente a la rutinaria y castradora normalidad (Mis padres eran los modelos vivientes del orden y de los ‘buenos hábitos’. Los periódicos, si no se iban a guardar para siempre, había que tirarlos justo después de leerlos. El vaso que usabas para tomarte un zumo a media mañana, se lavaba de inmediato y se colocaba en el escurridor de plástico azul. No se dejaban las luces consumiéndose en las habitaciones vacías y ningún zapato desocupado se atrevería jamás a asomar siquiera la punta por debajo de una colcha con flecos), búsqueda adolescente de la realización personal al margen de las trayectorias diseñadas por el mundo adulto, repudio del “sistema”, énfasis en lo espiritual y despreocupación por las necesidades materiales. Pero, entiéndase, Amor sin fin no es una novela de tesis ni sociológica, en la que su autor pretende mostrar una época. Lo hace, claro está, pero -pienso- sin la voluntad explícita de su autor cuyo talento en la ambientación del “escenario” en que se desenvuelven sus personajes le permite, sin embargo, reconstruir con eficacia un segmento de la historia de su país. 

En fin, son muchos los motivos, como puede observarse, para adentrarse en esta extraordinaria novela, de lectura subyugante. Os dejo ahora con un fragmento en el que queda de manifiesto la intensidad amorosa que padece (en el amor, pasión es, claro está, gozoso apetito exacerbado, pero igualmente padecimiento y dolor) su protagonista. Tras el breve texto, una de las muchas canciones que salpican la narración, que, también a través de su formidable banda sonora (Michael, row the boat ashore, el When a man loves a woman de Percy Sledge, el Cry (If your sweetheart sends a letter of goodbye), de Johnny Ray, los Beatles, Stevie Wonder, Joni Mitchell, los Beach Boys, el Sunny de Bobby Hebb, Lola, de los Kinks, la Steve Miller Band; entre conspicuas presencias de música clásica: Vivaldi, Bach, Fauré), “dibuja” fielmente la "fotografía musical" de aquellos años. El tema elegido es Silver dagger, de Joan Baez, otra figura legendaria de aquella época. Su estrofa Don’t sing love songs. You’ll wake my mother “suena” en los episodios en los que las muy agitadas efusiones sexuales de la pareja en casa de los padres de ella, llegan a alterar el sueño de los restantes miembros de la familia. 


Si a veces me sentía solo con mi amor sin fin, no era más que por vanidad o por desánimo, pero ahora que estaba corriendo el riesgo al que me había urgido mi corazón, sentía también que no estaba solo. Si el amor sin fin era un sueño, entonces era uno que compartíamos todos, más incluso de lo que compartíamos el sueño de no morirnos nunca o de viajar en el tiempo, y si algo me distinguía de los demás no eran mis impulsos sino mi cabezonería, mi voluntad de llevar ese sueño más allá de lo que se daba por supuesto que eran sus límites razonables, declarar que ese sueño no era un truco febril de la mente, sino una realidad por lo menos igual de real que la otra, la ilusión más débil y más infeliz que llamamos vida normal. Al fin y al cabo, las imposiciones del amor sin fin seguían siendo las mismas desde hacía miles de años, mientras que la vida normal había cambiado mil veces y de mil maneras diferentes. ¿Qué era, entonces, lo más real? Enamorado y dispuesto a sacrificar lo que fuera por mi amor, me sentía conectado con todo el tiempo humano, con los esclavos que habían llorado en las tarimas donde los subastaban, con los músicos que había rasgueado sus instrumentos bajo balcones iluminados por la luna y, tanto si me quería como si no, con Jade.

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Scott Spencer. Amor sin fin