Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de febrero de 2014

JOSÉ LUIS GARCI. NOIR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura. Esta tarde, y coincidiendo con la inminente ceremonia de entrega de los Oscars correspondientes a 2013, que este año llegan a su octogésimo sexta edición, mi propuesta se centra en el mundo cinematográfico a partir de un libro que se ocupa de uno de los géneros, el del cine negro, más atractivos y también más prolíficos, más representativos y para mí más interesantes de los inventados por la inagotable y mágica fábrica de sueños. Hoy quiero hablaros de Noir, significativo y explícito título de una obra miscelánea, escrita por José Luis Garci, que al final del pasado verano vio la luz en una segunda edición revisada que ya ha sido objeto de varias reimpresiones. La publicación, en una presentación no muy cuidada -con erratas y despistes varios- aunque repleta de excelentes fotografías y en conjunto muy recomendable, se debe a Notorious Ediciones.
 
José Luis Garci es un personaje controvertido, lo suficientemente conocido como para que necesite ahora de mi presentación. Guionista, productor, presentador de televisión, crítico cinematográfico, su desempeño profesional más relevante es el de director de cine, y como tal ganó el primer Oscar a una película española en 1982 con su notable, aunque un punto empalagosa, Volver a empezar. Pese a que la literaria es una faceta menos destacada en su biografía, Garci ha escrito una docena de libros, de desiguales enfoques, propósitos e interés, destacando entre todos ellos las series “de cine” (Morir de cine, Beber de cine, Latir de cine, Querer de cine, etc.), en los que, con un tema monográfico que se anticipa ya desde el título, rastrea, con erudición y conocimiento, su presencia en el vasto universo cinematográfico.
 
Este Noir que hoy os presento se sitúa, por planteamiento y estilo, en la línea de estas anteriores publicaciones. Estamos ante un libro misceláneo, de cuya estructura os hablaré más adelante, centrado en el territorio de los thrillers, del cine negro, de las películas de detectives y gánsters, que han fascinado durante décadas a los espectadores con un mínimo de interés por el séptimo arte y que han teñido de nostalgia y pasión, de encantamiento y melancolía, de felicidad y entusiasmo la vida del propio Garci, furibundo frecuentador del género. Un género poblado de ciudades oscuras, calles siniestras, austeras oficinas, apartamentos destartalados, muelles neblinosos, solitarias estaciones de metro, negros automóviles surcando la noche, alcohol a raudales, perdedores eternamente acodados a la barra de un bar, investigadores honrados y policías venales, boxeadores sonados, confidentes viscosos, periodistas íntegros e irreductibles frente a los tejemanejes del poder, políticos corruptos, mafiosos de baratillo y capos imperturbables, fracasados varios, muchos crímenes por resolver y, sobre todo, infinidad de mujeres. Las mujeres son, para Garci, el gran emblema del noir; mujeres casi siempre perversas, casi siempre fatales, aristócratas en apuros que usan la influencia de su clase para resolver sus problemas cargándole el muerto al primer desgraciado que las mira embobado; lolitas de porcelana, mosquitas muertas que con una caída de ojos te condenan al infierno de por vida; rubias falsamente ingenuas que destrozan la existencia de enamorados y algo idiotas padres de familia, condenados por su influjo a infringir una ley que siempre han respetado; morenas despampanantes, atrevidas y sin escrúpulos, capaces de someter con sus encantos al más viril facineroso hasta convertirlo en un tímido perrito faldero; “gatitas crueles que logran hasta que desconfíes del amor que sientes por ellas mientras las besas y abrazas”… y tantas otras. Mujeres -así reducidas a un estereotipo algo simplista y quizá anacrónico- que han encarnado en el cine “divas” de la altura artística de Bette Davies, Joan Crawford, Barbara Stanwyck, Lana Turner, Rita Hayworth, Virginia Mayo o Gene Tierney.
 
En ese universo opresivo y a la vez subyugante, amenazador y sin embargo poderosamente atractivo, el estilo cercano, desenfadado, en apariencia espontáneo (aunque a mi juicio rezuma “pose” por todos los ángulos), muy suelto, del autor, encuentra su ideal caldo de cultivo. Garci hace ostentación de una escritura que pretende fluida y libre, nacida sin ningún tipo de cortapisa estilística o literaria, transcrita en una especie de automatismo que él valora como inocente y primordial desde su cerebro en ebullición a su clásica máquina de escribir Olympia, una escritura surgida, en un rapto que su humilde narcisismo (valga el oxímoron) presenta como desenfadada inspiración, tal y como si estuviera conversando con amigos en un club nocturno con uno de sus muy apreciados Dry Martini en la mano.
 
De esta manera, la considerable erudición y el inmenso conocimiento cinematográfico -ya reseñados- del cineasta, el aluvión de datos, de citas, de referencias, de pasajes de películas, de frases, de personajes, de actores y actrices, de directores que afloran por doquier en Noir, no aparecen revestidos del aura del saber académico (tantas veces aburrido), sino que saltan aquí y allá en un relato, más autobiográfico que crítico, en el que Garci nos da cuenta de su muy longevo historial de amor por el cine negro. Y al personalizar cada página de su texto, al imbricarlo en su experiencia íntima de “chico sensible y romántico sumido en la melancolía que provocan los sueños inalcanzables” (quizá el gran tema de las películas del género, de cualquier película en realidad; en cualquier caso, el gran tema del director), el libro gana en sensibilidad y emoción, sin duda, pero corre el riesgo -si el “personaje Garci” no nos resulta “apetecible”- de que tras sus casi quinientas páginas aborrezcamos al entrometido individuo que asoma la cabeza tras cualquier comentario, por alejado que parezca este de la doliente personalidad de nuestro protagonista. El significativo prólogo que os transcribo íntegro al cierre de este comentario constituye una buena prueba de estos no siempre fácilmente soportables excesos estilísticos de nuestro singular director.
 
Pero no es sólo por ello, por su sentimentalismo tópico -y a veces barato-, por lo que Noir no pasará ciertamente a la historia de la literatura. El desenfado existencial de Garci se traduce en una escritura desmañada en general (¡¡¡ese alardear de no corregir los textos y de darlos a la imprenta directamente salidos de su “mitológico” artilugio predigital!!!), repleta de fallos en la ortografía, la sintaxis y la puntuación. Un desaliño formal inconcebible en una segunda edición que, se supone, ha podido ser revisada.
 
No obstante, insisto, la inagotable memoria del autor, su -en general- buen gusto cinematográfico, su nostálgica (y algo machacona y obstinada y reduccionista) evocación de un mundo ya desaparecido -el de las películas, sobre todo hollywoodienses, de los años 40 y 50 del pasado siglo-, se constituyen en alicientes extraordinarios en un libro de consulta indispensable para quien no conozca el género y altamente sugestivo para los que, ya entregados a la “noble causa” del cine policial, decidan “revisitarlo”.
 
Noir es un libro misceláneo, en el que la propia estructura de la obra, dispersa, fragmentaria, presentada como aluvión de textos heteróclitos -la mayor parte ya conocidos y publicados con anterioridad-, corre en paralelo al carácter informal de la prosa “garciana”.
 
Tras la obligada presentación a la que antes me he referido, el lector se encuentra con Boul’ noir, un interesante texto del año 2000, en el que se sientan las bases del género y se explicitan sus parámetros definitorios; siempre, claro está, desde la sentimentalmente irreprochable aunque discutible u objetable en el plano intelectual lógica del autor.
 
En Noir city (El crack), la segunda sección del libro, se reproduce una larga nota, escrita en 1981 para su difusión publicitaria, de presentación de El crack, el más explícito homenaje al cine negro de la filmografía del director, con Alfredo Landa en el papel de detective protagonista. En el interesante texto, de nuevo repleto de remembranzas personales de su autor, Garci adelanta su peculiar taxonomía, que distingue entre películas y films, en la que se concentra su particular visión no sólo del cine sino de la existencia. Películas: puras, limpias, espontáneas, directas, sinceras, sencillas, sin pretensiones artísticas, artesanales, sin aditamentos de autor ni florituras intelectuales, repletas de “verdad”; films: productos de carácter documental, rebosantes de intenciones sociológicas, con voluntad de reflejar un momento histórico, de denunciar injusticias, de mover conciencias, de cambiar la sociedad, llenos de “ideas”. Ni que decir tiene que nuestro romántico empedernido se decanta ostensiblemente por las primeras.
 
Dossier noir, el siguiente apartado del libro, es también un muy atractivo escrito que se presentó en 2010 como introducción a un reportaje de Víctor Areta sobre el cine negro.
 
En Gimlet (El trago noir), que vio la luz originariamente en 1994, Garci reflexiona, con gran saber y considerable emoción, sobre el cóctel, tan cinematográfico, que da nombre al artículo y que, siempre al decir del autor, “te permite vislumbrar el deseo, la violencia, el odio, la belleza, el rencor, el arte, la vida, la muerte y esa anestesia llamada amor”.
 
El texto más “redondo” del libro es, a mi juicio, Perdido en Perdición, un largo e inspirado trabajo, de 2011, sobre Double Indemnity (Perdición en su versión española), una de las más grandes películas de la historia del cine negro, con una inconmensurable Barbara Stanwyck que en la trama devora -en casi todos los sentidos- al enorme “tiarrón” -y a la postre insulso pelagatos- Fred McMurray. Para quienes no la hayáis visto: ¡¡¡Billy Wilder dirige la genial e inolvidable película, además de escribir el guión con Raymond Chandler, a partir de una novela de James M. Cain!!!
 
La penúltima sección del libro, Dos relatos noir, la integran dos breves y nada excepcionales cuentos de temática policial escritos por Garci: Goodbye baby, de 1985, y Gun Moll (A Hollywood story), de 1995. (Aunque a veces se lee Gun Molls, en una prueba más del desbarajuste que caracteriza la edición).
 
El núcleo central de la obra es, tras todos estos textos fragmentarios, Abecedario noir, cerca de trescientas apretadas páginas en las que se estudian, por orden alfabético, como indica el título, las personalidades y las obras de unos ciento veinte directores cinematográficos con filmografía dentro del género que nos ocupa.
 
El libro se cierra con una serie de listados -Mis listas negras-, esos decálogos más o menos “ortodoxos” que se enmarcan dentro de las convenciones habituales en el periodismo o la crítica cinematográfica, y que, en este caso, revelan las singulares y casi siempre atinadas preferencias de José Luis Garci: Noir classics, Noir color, Directores, Actores (Guys), Actrices (Dolls), Guionistas y Fotográfos.
 
Un excepcional y exhaustivo índice onomástico con más de 1.500 entradas entre películas, directores, etc… pone fin a este Noir que, como digo, resulta -pese a la personalidad de su autor- de lectura muy estimulante.
 
Os dejo con una canción emblemática del cine noir: Put the blame on mame. Rita Hayworth hace playback (¡¡¡y a quién le importa!!!) mientras canta Anita Ellis.
 
 
Un prólogo gris marengo
 
[A principios del siglo XX no era de recibo que se publicara un libro sin prólogo. Cada novelista o ensayista -sobre todo el nuevo, el que se acercaba a la literatura por primera o segunda vez- buscaba que un gran prócer de las letras le escribiera uno de esos prólogos que “colocaban” al principiante, más aún, que le “consagraban” ante los editores, los críticos y los intelectuales de los cafés literarios. “Un libro sin prólogo es como un carnaval sin caretas”, decía el genial Gutiérrez- Solana, unos de mis escritores y pintores preferidos. Y es que tanto en los cuadros de Solana (“Los caídos”, “Regreso de la pesca” o el del torero “El Lechuga”), como en sus textos (“La España negra”, “Madrid callejero”), se encuentra ni más ni menos que la conciencia del 98, una época especialmente noir. Así que no perdamos de vista en este prólogo a Solana, un Zola de los madriles, un Nietsche del Rastro y las verbenas, un personaje de París, bajos fondos, en fin, otro Munich que describió locos que pintaban relojes con carbón en el yeso de la pared de los manicomios y se pasaban todo el santo día moviendo sus agujas fantásticas, locos que no dormían, preocupados con la hora que marcaban aquellos relojes de húmedos tabiques].
 
Casi todas las palabras que aparecen en esta miscelánea titulada Noir -mi madre habría dicho batiburrillo- han sido escritas a mano, tachadas varias veces para ser reemplazadas por otras, o no, con lápiz, bolígrafo o mi Mont Blanc gorda. Por cierto, las plumas se deslizan peor en el papel reciclado, que es el que yo utilizo desde hace años, que por el satinado de antes. Bien. Es el momento de felicitar a Pili Hernández por adivinar mis párrafos. Pili entiende mi letra de médico mejor que yo mismo. Todo lo que le doy en Níckel Odeon, garabateado a mano, lo transcribe sin un fallo. Es como uno de los genios que tenían los ingleses en la II Guerra Mundial, cuando “The Man Who Never Was” de Montagu, capaz de despejar cualquier clave o consigna secreta de los nazis. Love, Pili.
 
(Únicamente los renglones que se refieren a mi película El crack fueron tecleados en mi Olimpia, tac tac tac, prácticamente de un tirón, la madrugada del 24 de febrero de 1981. Recuerdo que la fase de montaje de El crack, estaba casi terminada y mi amigo Miguelito Sinde y yo preparábamos las mezclas. Me había comprometido con la Distribuidora a entregar unos comentarios para el Press-book en esa fecha. Y cumplí. Porque a eso de las dos de la tarde de aquel gozoso e histórico día de invierno, le entregué los folios acordados a mi querido Esteban Alenda en su oficina de la calle Trujillos, donde ya esperaban los de la imprenta).
 
Puedo jurarles por Jacques Tourneur que cada una de las impresiones agavilladas de estos comentarios sobre el cine negro (más autobiográficos que críticos) han sido apuntadas con el máximo entusiasmo, palabra que etimológicamente me parece que viene de éxtasis, y cumpliendo a rajatabla aquello que aconsejaba el maestro Umbral: nada de levantarse para consultar datos. (Es algo que vengo haciendo desde que me lo recomendó Paco durante una cena en casa de Sisita Milans del Bosch, allá por los primeros noventa).
 
A pesar de mi buena memoria, me es difícil precisar cuándo arranca mi fascinación por el cine de policías, detectives, rubias explosivas y crímenes en cadena, ese cine que luego, a partir de los años sesenta, comenzamos a llamar negro. De chico leí montones de novelas del género en la mítica Biblioteca Oro de la editorial Molino, que estaba en Barcelona, calle Urgel, además de fisgonear prácticamente todas las películas españolas (aparte de las de Hollywood que se filmaron en los años cincuenta con temática si no negra, al menos gris marengo. Películas en blanco y negro, con mucho grano, como Apartado de Correos 1001, de Julio Salvador, con Elena Espejo y Conrado San Martín, que a ratos parecía de Bassin; Brigada criminal, de Iquino, estupenda; Relato policíaco, de mi admirado Antonio Isasi, juraría que su ópera prima, magnífica; Me dejó boquiabierto Los ojos dejan huella, de, pasados los años, mis amigos Sáenz de Heredia y Carlos Blanco, con Ralf Vallote, Elena Varzi y Fernando Fernán Gómez, una joya; ¿Crimen imposible?, de César Ardavín, me gustó tanto como El Lazarillo de Tormes, con la que obtuvo el Oso de Oro en Berlín. Y sigo creyendo que Un vaso de whisky, de Julio Coll, con Arturo Fernández, Muerte al amanecer, de José María Forn (autor de La piel quemada, de lo mejor del cine español de los sesenta), o A tiro limpio, de Pérez Dolz, fueron formidables exponentes de la sombría y noir vida española de “cuando entonces”, y lo fueron mucho más que los alambicados films pretenciosamente “sociales” que abanderaban el “realismo crítico”. Pero, siendo sincero, tengo que decir que jamás me gustó, de todas estas películas que acabo de citar, lo mal que le caían los sombreros a nuestros actores. Y es algo que sigue pasando. No tiene solución. A los españoles no nos sienta bien en los thrillers, ni en el cine de época, ninguna clase de sombrero. (En mis películas, cuando no ha habido más remedio, he pedido a los intérpretes que lo llevaran en la mano). Además de estar enganchado a las novelas y películas policíacas, era un radioyente -así se nos denominaba- infatigable. Hacia 1955 o 1956, yo tendría 11 u 12 años, recuerdo que la SER nos ofreció un programa maravilloso “a través de su gran cadena de emisoras propias y asociadas” llamado El criminal nunca gana. Eran relatos -guionizados para las ondas- de media hora, con crímenes, secuestros, atracos, que se desarrollaban en París, Nueva Cork o Londres, e interpretados por aquel inolvidable cuadro de actores de Radio Madrid. Antes de empezar cada episodio, el narrador (Julio Varela o Teófilo Martínez), nos advertía: “Por muy hábil que sea el criminal, por mucho que intente borrar sus huellas, tarde o temprano caerá sobre él todo el peso de la Ley, porque… EL CRIMINAL NUNCA GANA”, y entraba la música. También me gustaba El detective Fosglutén, aunque ya era un espacio de humor, en la línea de lo que luego sería el inspector Clouseau de La pantera rosa.
 
Si todo viene de la infancia, la mía, parafraseando a don Antonio, son recuerdos de un patio de butacas -en realidad, el entresuelo- de los cines de mi barrio. Allí padecí una cinefilia precoz, contagiosa e incurable, devorando cientos de películas, miles. En 1966, al irme a la Mili, deduje (al terminar la instrucción, no tenía otra cosa que hacer que pensar en bobadas como esta) que había visto más programas dobles que muchos acomodadores jubilados; y lo grande es que aún recuerdo todos, principalmente los formados a base de westerns en color y policíacas en blanco y negro llenas de delincuentes con mala suerte y chicas tan atractivas como malvadas. Desde entonces me fascinan los tipos desnortados, los polis y jueces corruptos y las pelirrojas sexys y enigmáticas.
 
En contra de lo que afirman los comunicólogos, y los sociólogos de cercanías, la gente que fuimos mucho al cine siempre hemos vivido en el presente, esa poderosa divinidad. El cine es presente de indicativo -que a veces, es cierto, no indica gran cosa-; pero todo sucede en pantalla por vez primera. Los cinéfilos estamos hechos de recuerdos; y los kinephilos clásicos, de recuerdos y Hollywood. Quizá por ello, a buena parte de mi generación se la ha acusado con frecuencia de mirar hacia atrás. Mi hermano Manolo Alcántara, con el que llevo compartiendo innumerables Dry Martines y amaneceres desde hace más de cuarenta años, repasando la izquierda de Cassius Clay o un poema de Borges, afirma que mis libros y mis películas están envueltos en una “nostalgia jubilosa”. Algo que no sucede, me dice Manolo, con otros cineastas, poetas, novelistas o filósofos de mi reemplazo, cuya nostalgia es apenada y sombría. Me encanta. ¡Ojalá sea verdad! Eso no tiene nada que ver para que algunos miembros de la intelligentzia sigan incluyéndome en la tribu de los acusados, por mi independencia militante, lo que también me encanta. Pero confieso que sé, desde hace tiempo, que hay algo antagónico en mis párrafos y en mis escenas para mucha gente. Es normal. Les pasa a quienes escriben o filman, o pintan o actúan. No puedes gustarle a todo el mundo (serías un producto, una marca, y no una persona).
 
Otros de mis problemas (y el de muchos de los de mi banda) es que el cine que me gusta ver ya se ha hecho. Y entre Paul Thomas Anderson y Terrence Malick, los nuevos gurús de la Politique des auteurs, me quedo con Raoul Walsh, Billy Wilder, Preminger o Minelli, que siempre me rejuvenecen y me dan una vida de repuesto. Creo que el cine de Murnau, Renoir, Buñuel, Mizoguchi, Dreyer o Rossellini; considero, digo, que las películas de Ford, Hitchcock, Lang, McCarey, Berlanga o Lubitsch, son Arte, y que, como el verdadero Arte, ni nos dan respuestas ni soluciones, pero, y de eso se trata, nos abren infinidad de caminos. El cine de Hollywood de la Edad de Oro -similar al siglo de Pericles, tan parecido a nuestros dorados años de Cervantes, Lope y Quevedo-; insisto, el cine que hicieron esos gigantes que acabo de citar, más Ozu, Chaplin, Stroheim, Welles, etcétera, es único e irrepetible, como la vida. Ese cine, el que me gusta, el que ya se ha hecho, cada vez me recuerda más los cuadros de Van Gogh, Rembrandt, Goya, Picasso, Velázquez, Zurbarán, Valdés Leal, Caravaggio o Vermeer; porque también son obras que aportan vida y te llevan a buscar otros atajos siempre enriquecedores; estoy refiriéndome a películas y cuadros que nos hacen más receptivos con las personas, con los países, con las ideas, que consiguen, en suma, que comprendas más y mejor. “El Papa Inocencio”, de Velázquez, que parece que se va a levantar de un momento a otro para echarnos una bronca, está más vivo que Benedicto XVI cuando sale en el Telediario. Lo maravilloso de Woody, además de su humor, es que te obliga a sentir, a pensar, a recordar, a reflexionar. Y qué decir de Billy Wilder. Billy, como el resto de los muchachos, te da futuro. Es curioso, hoy veo las películas de Chaplin como una mezcla perfecta a base de Woody y Bergman. Menuda combinación.
 
Nada de esto que digo lo he visto yo en Maldición, de Bela Tarr; ni en Magnolia, Pozos de ambición, La delgada línea roja o El árbol de la vida, todas ellas desvaídas imitaciones de Tarkovsky o Kubrick. De los “nuevos”, me quedo con Nolan, Fincher, Tarantino, Lynch, Affleck, Soderbergh, Rian Johson, la Bigelow, la Campion y por ahí.
 
Un gran triunfo del cine negro es que logró que las mujeres no fueran nunca más víctimas de ninguna experiencia desagradable. Se acabaron lo jefes que metían mano a las secretarias. Las chicas serán ya sus propios jefes. Y últimamente, desde hace ya bastantes películas, otras mujeres noirs pueblan las pantallas, emigrantes ilegales, drogadictas, polis, analistas financieras, publicistas, ejecutivas, todas con blogs. El cine negro ha hecho muchísimo más sexy a la mujer, más inteligente, más independiente. Hablo de mujeres dispuestas a cumplir todos sus propósitos profesionales, todas sus fantasías en la cama, con o sin ligueros, con o sin picahielos. Hablo de mujeres que ya no hacen caso de su alma ni de su inteligencia, solo escuchan su instinto. Lo de las flores y los mimos, les trae sin cuidado. Gauguin se largó a la Polinesia en busca de chicas exóticas, con pezones de cristal, las mismas por las que regresaron a la isla los de la Bounty, y no porque estuvieran hartos de Blight. Esas chicas, con promesas de amor salvaje en la mirada, nos las ofreció el film noir en carne viva antes que nadie; en gris, primero; después, en color.
 
En el buen cine negro, en el mejor, la vida se nos aparece confusa, empañada, como los espejos del cuarto de baño tras la ducha caliente. Y es que la vida real es así, nada de nítida, ambigua a más no poder. Otra virtud del noir es el apoyo constante que ha ofrecido (y ofrece) a la mujer para desembarazarse del hombre. Docenas de extraordinarios escritores anónimos -la mayoría sepultados tras las listas negras de McCarthy y sus secuaces- son los verdaderos responsables de que las chicas también hayan llegado finalmente a comprenderse a sí mismas, aunque sea a medias. Algo que los hombres aún no hemos logrado. El cine negro, en fin, nos descubrió que el adulterio es agotador.
 
Según vas cumpliendo películas, sobre todo películas negras, te das cuenta de que mujeres y hombres no estamos hechos los unos para los otros. Cosa distinta es que nos necesitemos. Pero no existe feeling, entendimiento entre nosotros desde que habitábamos las cavernas. Y, desde luego, jamás nos descifraremos de verdad en el terreno sentimental, si acaso algo en la fase del enamoramiento, durante el Big Bang, cuando el acontecimiento nos eclipsa el cerebro y modifica momentáneamente nuestro egoísmo. En cambio, sí podemos formar con las chicas un buen equipo en el mundo artístico -celos aparte- o, mejor aún, en el tenis, o incluso en el ámbito de la amistad.
 
En el noir he aprendido que lo que le contamos los hombres a las mujeres casi siempre es mentira, porque solemos decirles lo que ellas quieren escuchar. Por otra parte, lo que comentan las chicas con las otras chicas tampoco es verdad, porque normalmente repiten lo que nosotros les hemos dicho.
 
Y nada más. Basta de sermones. Este libro contiene algunos de mis primeros recuerdos noirs, deshilvanados, así como dos o tres de mis pequeñas -pequeñitas- convicciones. No tengo duda, por ejemplo, de que el film noir siempre va a estar de actualidad, porque en el mundo nunca dejará de haber crisis, sociales y personales. El cine negro levanta las alfombras, pone a la vista la podredumbre de la sociedad, desenmascara la corrupción de los gobiernos, de todos los gobiernos, y nos muestra la falta de escrúpulos de la Justicia y de la Policía. Al Capone, con su doble contabilidad, es desde hace años la asignatura más estudiada en Económicas. Por si fueran pocos argumentos, las rubias apenas piensan en uno y los amigos te traicionan. ¿A quién no se le ha roto el corazón, al menos una vez cada diez años? ¿Y no has tenido más remedio que recoger los pedazos en la bolsa de la basura, juntarlos y seguir tirando? Cine negro. Voy a terminar ya este prólogo que, sospecho, ha salido más gris topo que gris marengo. En un futuro, me propongo abandonar los textos “no narrativos” por otros en los que trataré de contar “historias”. Intento escribir lo mejor que puedo, lo más sincero, aunque nunca lo consigo. En fin. Está cayendo el día. El sol añade un tono canela al mar, allá lejos, y veo el lucero de la tarde en el cielo anaranjado, muy arriba. Me voy a preparar una copa. El Dry Martini es al crepúsculo lo que el saso -¿o es el sexo?- a la noche. Un verdadero alivio.
 
Lege feliciter, eso es lo que deseo: que lo leas a gusto.
 
J.L.G. Guadalmina, agosto, 2012
 

miércoles, 19 de febrero de 2014

WILL GOMPERTZ. QUÉ ESTÁS MIRANDO

Hola, buenas tardes, bienvenidos a un nuevo programa de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura escogida con criterios de calidad y con la pretensión de proporcionaros una muestra de libros de géneros, estilos, enfoques y planteamientos variados que puedan llegar a interesaros. El libro cuya lectura os aconsejo esta tarde, y hablar de lectura en este caso es limitar considerablemente, como veréis, la infinidad de posibilidades a las que el texto induce, es ¿Qué estás mirando?, un formidable y muy asequible ensayo divulgativo escrito por Will Gompertz que, con el subtítulo de Cien años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos, presentó hace unos meses la editorial Taurus en traducción de Federico Corriente Basús.
 
¿Qué estás mirando? es un libro sobre el mundo del arte, y es por ello que su “degustación” va más allá de su mera lectura y exige la consulta, la visión, el análisis y el examen detallado de las muchas obras, más de cuatrocientas, mencionadas a lo largo de su introducción y sus veinte apretados capítulos. Puedo anticiparos -y sugeriros, además, que sigáis la misma pauta de conducta que yo mismo he observado, pues enriquece extraordinariamente la experiencia lectora- que he avanzado por la obra con lentitud y sosiego, con un ritmo tranquilo, demorado y hasta premioso, descargándome de internet todas las piezas, cuadros, esculturas, instalaciones, fotografías, citadas en el texto, estudiándolas, observándolas minuciosamente, apreciando los detalles que el autor sabiamente va sugiriendo, disfrutándolas en suma.
 
Gompertz es un gran experto en arte contemporáneo que dirigió durante siete años la Tate Gallery de Londres, siendo actualmente director de arte de la BBC. Es, sobre todo, un extraordinario conocedor de los entresijos, no sólo profesionales sino también económicos y hasta políticos, en los que se desenvuelve el muy sorprendente mundo de la creación artística en nuestros días, fruto, este dominio de la materia objeto de su estudio, aparte de su formación y su interés originario, del hecho de que en función de su cargo visitó los mejores museos del mundo y las colecciones menos conocidas que no aparecen en los recorridos turísticos más célebres. He estado -afirma- en las casas de muchos artistas y he examinado las colecciones privadas de los ricos, he visitado talleres de conservación y he sido espectador de subastas millonarias de arte contemporáneo.
 
Armado de este arsenal de conocimientos sobre el arte actual se decide a escribir su libro a partir de una experiencia que lo tuvo como protagonista en el Fringe Festival de Edimburgo en 2009. Gompertz había escrito un artículo en el periódico inglés The Guardian en el que defendía el uso de las técnicas de la stand-up comedy, los monólogos de humor que tanto éxito tienen en nuestro país -y fuera de él-, para explicar el arte moderno de un modo que resultara atractivo y claro. Para poner en práctica su teoría, y tras matricularse en un curso de monólogos, presentó en el Fringe, el afamado y rompedor festival de teatro de la capital escocesa, un espectáculo que se llamaba Double Art History en el que explicaba de modo desenfadado su peculiar visión de la historia del arte de los últimos ciento cincuenta años. Como señala el propio autor en el prólogo del libro, la experiencia pareció funcionar: el público a veces se reía, participaba y, a juzgar por los resultados del “examen” al que lo sometía al final, aprendía bastante sobre arte moderno.
 
Animado por los brillantes resultados de su propuesta se atrevió a trasladar el experimento al papel, ofreciendo su personal historia del arte en un libro a la vez plagado de anécdotas y divulgativo, que narra cronológicamente la historia del arte moderno desde el impresionismo hasta nuestra época. Mi cometido -apunta el autor al comienzo de su obra- ha sido escribir un libro repleto de información y vivaz, no una obra académica. No hay notas a pie de página ni largas listas de bibliografía o fuentes e incluso, de cuando en cuando, me dejo llevar por la fantasía: por ejemplo, imaginando una escena en la que los impresionistas se encuentran en un café o en la que Picasso es el anfitrión de un banquete. Estas escenas se basan en lo que otros han contado (los impresionistas se reunían en un café concreto y Picasso celebró algún banquete), pero ciertos detalles de las conversaciones son imaginarios. El enfoque es -y este es uno de los grandes aciertos del libro-, muy fresco y accesible, en un planteamiento altamente pedagógico, rezumando sencillez, didactismo y humor. Escuchamos de nuevo al autor: Abordo el arte moderno en tanto periodista y presentador televisivo. El gran escritor David Foster Wallace comparaba sus escritos de no ficción con una empresa de servicios en la que a una persona que tiene una inteligencia razonable se le daba la posibilidad de investigar sobre asuntos en los que la mayoría de la gente no tiene tiempo de detenerse. Espero, aunque sea a pequeña escala, poder proporcionar esa clase de ayuda al lector.
 
La tesis del libro, el núcleo esencial a partir del cual se construye toda la obra, tiene que ver, a mi juicio, con dos de las grandes cuestiones que el arte contemporáneo nos lanza a la cara -y uso el verbo consciente de su agresividad pues no en vano la provocación, la agitación de las conciencias, sigue siendo uno de los elementos determinantes (la razón de ser, muchas veces) de toda obra artística-, con las que nos interpela a quienes frecuentamos, con cada vez más crecientes perplejidad y asombro, los museos, las galerías y las salas de exposiciones: su inteligibilidad y su valoración. Cuando, escépticos aunque a la vez fascinados, visitamos Arco, la ya algo añeja feria madrileña que abre sus puertas estos días en una nueva edición, para toparnos con una infinidad de incalificables y extravagantes propuestas que se reclaman artísticas: una fregona en un cubo dejados ambos a un aparente azar en una esquina de los pabellones de exposición o un vestido de un verde metálico, hiriente a la vista, resultado de la minuciosa conjunción de los élitros de miles de insectos o una lata de conservas que contiene, supuestamente “merda d’artista”; cuando el Pabellón español en la última Bienal de Venecia se llena de toneladas de piedras formando montículos como si se tratara de escombros o de las consecuencias de un reciente derrumbe (en eso consistía, simplificando, la obra de Lara Almarcegui, nuestra muy afamada representante en la muestra veneciana); cuando los telediarios nos dan cuenta de que la penúltima propuesta de Damien Hirst (un tiburón de tamaño natural conservado en formol en un gigantesco tanque o una cabeza de vaca, recién cortada, que se va pudriendo durante los días de su exhibición y desaparece al fin comida por las moscas, por citar sólo dos de los “grandes éxitos” del británico) ha sido subastada por varios millones de euros, al profano le asaltan esas dos dudas en las que se resumen decenas de otras cuestiones relativas a la experiencia artística. La primera: “¿y todas estas obras -el común de los mortales no es tan benévolo y exclama: “todas estas mamarrachadas”- qué significan, qué expresan, qué quieren decir?”. Y también: “si muchos de estos ingeniosos ‘artefactos’, los chafarrinones y las performances, las instalaciones y los collages, los puede perpetrar un niño de tres años, ¿cuál es su valor?, ¿por qué son “arte”?, ¿por qué se pagan millonadas por ellos?
 
El libro de Gompertz es un bienintencionado, muy instructivo y a la postre exitoso intento de explicarnos, de ilustrarnos y, por ello, de persuadirnos y convencernos de que todas estas manifestaciones aparentemente disparatadas del universo artístico actual no son banalidades inanes urdidas por sagaces mercaderes que pretenden lucrarse de la ingenuidad y el papanatismo ajenos, sino que tienen un propósito, “significan”, obedecen a criterios justificados, razonados, estimables, valiosos, y que, en consecuencia, si conocemos esos criterios, si nos adentramos en los planteamientos teóricos que subyacen tras las diferentes obras, lejos de criticarlas en tanto supercherías seudointelectuales, las entenderemos, comprenderemos el lugar que ocupan en las tradición de la historia del arte, y, por lo tanto, seremos capaces de disfrutarlas. Contribuyendo a aumentar, como una vez más indica el autor en el prólogo del libro, la sensibilidad y los conocimientos de los lectores sobre el arte moderno, ¿Qué estás mirando? permite que podamos no ya reverenciar -a tanto no ha llegado en mí la influencia de la notable capacidad persuasiva de Gompertz- pero sí respetar, comprender, valorar y, sobre todo, deleitarnos con la visión de estas ahora -tras la lectura del apasionante libro- ya no tan excéntricas propuestas.
 
Para lograr su propósito, el autor recorre, como os avanzaba, en una sustanciosa introducción -que os ofrezco íntegra en el texto final que cierra esta entrada- y en una veintena de muy interesantes capítulos, la historia entera del arte contemporáneo, desde el preimpresionismo hasta nuestros días. Por el libro desfilan todos los movimientos significativos de las quince últimas décadas del arte occidental. A partir de un capítulo inicial, titulado La fuente (una fuente metáforica, en el sentido de origen, pero también real, para referirse al muy famoso urinario que Marcel Duchamp presentó provocadoramente en 1917 y que el autor del libro reconoce como el momento clave, inspirador y decisivo, revolucionario y genesíaco, en la evolución del arte contemporáneo), Gompertz examina, desmenuza, disecciona, a partir de decenas de nombres y obras muy relevantes, cuya mera mención resumida resulta imposible en este espacio, los diferentes “ismos” que hemos conocido en estos ciento cincuenta años del último arte contemporáneo: el preimpresionismo (1820-1870), el impresionismo (1870-1890), el posimpresionismo (1880-1906), Cézanne, como figura tutelar del arte moderno, y por ello merecedor de un capítulo monográfico (1839-1906), el primitivismo (1880-1930), el fauvismo (1905-1910), el cubismo (1907-1914), el futurismo (1909-1919), el orfismo, el jinete azul y Kandinsky (1910-1914), el suprematismo y el constructivismo rusos (1915-1925), el neoplasticismo (1917-1931), la Bauhaus (1919-1933), el dadaísmo (1916-1923), el surrealismo (1924-1945), el expresionismo abstracto (1943-1970), el pop art (1956-1970), el arte conceptual, el grupo Fluxus, el arte povera y las performances (de 1952 hasta nuestros días), el minimalismo (1960-1975), el posmodernismo (1970-1989) y, por fin, en un capítulo postrero, abierto y lleno de expectativas, el arte de hoy (de 1988 hasta hoy mismo).
 
 No dejéis de leer, más aun, de estudiar, con pasión y entusiasmo este ¿Qué estás mirando?, el magnífico ensayo escrito por Will Gompertz editado por Taurus. Estoy seguro de que disfrutaréis con él. Os dejo, a propósito de arte contemporáneo, una canción de Peter Gabriel, Fourteen black paintings, inspirada en los catorce cuadros que Mark Rothko pintó para una capilla fundada por el matrimonio de Menil, en Texas, en 1967, una obra emblemática también analizada en el libro.
 
 
En 1972 la Tate Gallery de Londres compró una escultura llamada Equivalent VIII, de Carl Andre, un artista minimalista estadounidense. Obra de 1966, estaba compuesta por ciento veinte ladrillos refractarios que, unidos según las instrucciones del artista, formaban un rectángulo de dos ladrillos de altura. Cuando la Tate la exhibió a mediados de los década de 1970, suscitó cierta polémica.
 
Aquellos ladrillos de color claro no tenían nada del otro jueves: cualquiera podría haber comprado cada una de las piezas por unos pocos peniques. La Tate Gallery pagó dos mil libras por ellos. Los periódicos pusieron el grito en el cielo: “¡Malgastan el dinero del Estado en un montón de ladrillos!”. Hasta el Burlington Magazine, una respetable publicación periódica dedicada al arte, se preguntó: “¿Se han vuelto locos en la Tate?”. ¿Por qué -se preguntaba una publicación- había dilapidado la Tate el precioso dinero público en algo que “se le podría haber ocurrido a cualquier albañil”?
 
Aproximadamente treinta años después la Tate volvió a comprar una obra de arte poco común. Esta vez decidieron adquirir una fila de personas. Realmente, esto no es así. No compraron a la gente per se (hoy en día eso es ilegal), sino que compraron la fila. Para decirlo con más precisión, un trozo de papel en el que el artista eslovaco Roman Ondák había escrito las instrucciones para una performance que consistía en contratar a un grupo de actores para que formaran una fila. Se especificaba en dicho papel que los actores creaban una fila artificial ante una puerta o dentro de una exposición de arte. Una vez en formación, o “instalados” en lenguaje artístico, tenían que adoptar un aire de paciente expectación, como si estuvieran esperando que algo fuera a suceder. La idea era que su presencia provocaría intriga y atracción en los que pasearan por allí y que, a su vez, podían sumarse a la fila (cosa que, por lo que pude ver, hacían a menudo) o caminar junto a ellos, con el ceño fruncido por la perplejidad y la concentración, preguntándose qué era aquello de lo que no se estaban enterando.
 
Es una idea magnífica, pero ¿es arte? Si un albañil podía ser capaz de producir el Equivalent VIII de Carl Andre, también podríamos considerar la parodia de fila de Ondák como una broma de las que se ven en Jackass. Lo lógico era que los medios de comunicación se volvieran locos.
 
Sin embargo, no se levantó ni un murmullo: ni crítica, ni indignación, ni siquiera unos cuantos titulares mordaces por parte de los más agudos miembros de la prensa amarilla: nada. La única cobertura que se le dio a la adquisición fueron un par de frases laudatorias en los medios artísticos más consagrados al mercado del arte. ¿Qué había pasado en el transcurso de estos treinta años? ¿Qué había cambiado? ¿Por qué el arte moderno había pasado de ser visto por lo general como un chiste de mal gusto a convertirse en algo respetado y reverenciado en el mundo entero?
 
Algo tiene que ver el dinero en esto. En las últimas décadas, en el mundo del arte había entrado una buena cantidad de efectivo. Se habían gastado con generosidad grandes sumas de fondos públicos para poner al día museos anticuados y construir otros nuevos. La caída del comunismo y la liberalización de los mercados condujeron a la globalización y al surgimiento de una clase de megarricos internacional, y al arte en su inversión favorita. Mientras los mercados bursátiles caían en picado y los bancos quebraban, el valor del top-ten del arte moderno no hacía sino crecer, al igual que el número de gente que acudía a este mercado. Hace unos años, la casa de subastas internacional Sotheby’s afirmó que para una de sus mayores subastas de arte moderno tenía clientes interesados de tres países distintos representados en la sala. Hoy en día son cuarenta los clientes, entre los que se cuentan coleccionistas nuevos y ricos procedentes de países de Sudamérica, de China o la India. Esto significa que la economía de mercado ha entrado en el juego: es un caso de oferta y demanda y la segunda sobrepasa a la primera. La cotización de obras de célebres artistas muertos (y por tanto ya improductivos), como Picasso, Warhol, Pollock y Giacometti, continúa subiendo sin parar.
 
El precio lo ponen los banqueros solventes y los oligarcas que operan en la sombra, así como ciudades de provincias ambiciosas y países orientados al turismo que quieren “convertirse en un Bilbao”; esto es, mejorar su fama y aumentar su caché a través de un centro de arte contemporáneo comisionado que resulte atractivo. Todos han llegado a la conclusión de que comprar un edificio o construir un museo dedicado al arte de ahora es lo fácil, pero llenarlo de obras medianamente decentes que hagan que los visitantes acudan no lo es: por eso no hay tantos.
 
Si ya no queda en el mercado mucho arte moderno “clásico” y de calidad, entonces hay que acudir al arte moderno “contemporáneo”: la obra de artistas vivos. También en este caso, los precios de los artistas del top-ten han ascendido inexorablemente: por ejemplo, el artista pop norteamericano Jeff Koons.
 
Koons es célebre por haber producido un gigantesco Puppy (1992) hecho de flores y varias figuras de cómic realizadas en aluminio que parecen compuestas por globos. A mediados de la década de 1990, se podía adquirir una obra de Koons por unos pocos cientos de miles de dólares. En 2010 sus esculturas de color caramelo se estaban vendiendo por millones. Se ha convertido en una marca y los que lo conocen identifican su trabajo al instante, como si fuera el logo de Nike. Es uno de los muchos artistas que se han hecho muy ricos en un corto espacio de tiempo a causa del boom del arte.
 
Artistas que antes eran pobres son ahora tan multimillonarios como las estrellas de cine: amistades famosas, aviones privados y una atención continua de los medios de comunicación para dar cuenta de todos y cada uno de sus glamurosos movimientos. El sector en alza del papel couché de finales del siglo XX se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a construir la imagen pública de esta nueva generación de artistas que sabían manejar los medios. Esas imágenes de individuos creativos y pintorescos que posaban junto a sus obras de vivos colores, expuestas en espacios deslumbrantes creados por diseñadores, en los que se juntaban ricos y famosos, se convirtieron en una especie de celebraciones visuales y voyeurísticas que los lectores aspirantes a sumergirse en ese mundo devoraban ansiosamente en las páginas de las revistas: incluso la Tate Gallery contrató al publicista de Vogue para su revista de socios.
 
Estas publicaciones, al igual que los suplementos a color de los periódicos, crearon un público nuevo, atento a la moda y cosmopolita, para un arte y unos artistas nuevos, también atentos a la moda y cosmopolitas. Se trataba de una generación a la que aburrían las viejas y marrones pinturas que veneraba la generación anterior. No, los que acudían ahora a las galerías y centros de arte querían un arte que hablara de su tiempo. Un arte fresco, dinámico y excitante: el arte que trataba sobre el aquí y el ahora. Un arte que fuera como ellos: modernos y deseables. Un arte que tuviera un poco de rock ’n’ roll: ruido, rebeldía, entretenimiento y actitud enrollada.
 
El problema al que se enfrenta este público -el problema al que se enfrenta todo público- tiene que ver con la comprensión. No importa que se sea un marchante de arte bien establecido, un académico de renombre o un comisario de museo: todos ellos se pueden sentir algo desorientados si se enfrentan a una pintura o una escultura recién salida del estudio de un artista. Incluso sir Nicholas Serota, el internacionalmente respetado jefe del imperio de la Tate Gallery de Gran Bretaña, se encuentra de vez en cuando en ese estado de confusión. Una vez me dijo que se sentía un tanto “amedrentado” cada vez que entraba en el estudio de un artista y veía por primera vez una obra nueva. “A veces no sé qué decir. Intimida”, me decía. Se trata de una declaración bastante sincera realizada por un hombre que es una autoridad mundial en arte moderno y contemporáneo. ¿Qué margen nos deja eso a los demás?
 
Pues al menos un poco, creo yo. Porque no pienso que la cuestión de fondo resida en juzgar si una obra nueva de arte contemporáneo es buena o mala: el tiempo se encargará de eso. Es más importante comprender de qué modo y por qué encaja en la historia del arte moderno. Nuestro amor por el arte moderno contiene una paradoja: por una parte, visitamos por millones museos como el Pompidou de París, el MoMA de Nueva York o la Tate Modern; por otra, la respuesta más frecuente que recibo cuando doy comienzo a una conversación sobre el tema es: “Lo siento, no sé nada sobre arte”.
 
Esta confesión de ignorancia no obedece a una falta de inteligencia o de inquietud por la cultura. Se la he escuchado a escritores célebres, a exitosos directores de cine, a políticos importantes y a académicos prestigiosos. Todos ellos, por supuesto, están equivocados. Sí tienen conocimientos sobre arte. Saben que Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina y saben que Leonardo es el autor de la Mona Lisa. Con casi toda seguridad saben que Rodin fue un escultor y, en la mayoría de los casos, pueden nombrar una o dos de sus obras. A lo que se refieren es a que no saben nada sobre arte moderno. De hecho, lo que realmente quieren decir es que pueden saber algo sobre arte moderno (por ejemplo, que Andy Warhol creó una obra de arte que estaba compuesta por latas de sopas Campbell), pero no lo entienden. No pueden hacerse a la idea de que algo que podría haber hecho un niño sea una obra maestra. Sospechan, en el fondo de sus corazones, que es una farsa, pero que, como las modas han cambiado, no es de buen tono decirlo en público. Yo no creo que sea una farsa. El arte moderno, que se extiende desde 1860 hasta 1970, y el arte contemporáneo (que suele considerarse el que producen los artistas vivos) no es una prolongada broma gastada por unos pocos a un público crédulo. Es cierto que muchas de las obras que se producen actualmente (a decir verdad, la mayoría) no superarán la prueba del tiempo, pero, del mismo modo, habrá muchas que han pasado desapercibidas que algún día serán consideradas obras maestras. Lo cierto es que las obras de arte excepcionales que se crean en nuestra época, así como las que se han creado en los últimos cien años, se cuentan entre algunos de los mayores logros del hombre moderno. Solo un estúpido rechazaría el genio de Pablo Picasso, Paul Cézanne, Barbara Hepworth, Vincent van Gogh o Frida Kahlo. No hace falta ser músico para saber que Bach era capaz de escribir música o Sinatra de interpretarla.
 
En mi opinión el mejor modo de empezar a apreciar y a disfrutar el arte moderno y contemporáneo no es decidir si es bueno o no, sino entender que ha evolucionado desde el clasicismo de Leonardo a los tiburones en escabeche o las camas deshechas de hoy en día. Como sucede con la mayoría de las cuestiones aparentemente impenetrables, el arte es como un juego. Todo lo que se necesita saber son las reglas básicas para que el que antes estaba desconcertado comience a entender algo. A pesar de que el arte conceptual tienda a ser visto como la regla del fuera de juego del arte moderno (esa que nadie puede llegar a comprender o explicar con una taza de café delante), es sorprendentemente sencillo.
 
Todo lo que se necesita saber para manejar lo básico se puede encontrar en esta historia del arte moderno que cubre los ciento cincuenta años en los que el arte ha ayudado a cambiar el mundo y el mundo ha colaborado en la gestación del cambio que se ha producido en el arte. Cada movimiento, cada “ismo”, está intrincadamente ligado a los demás: uno conduce al otro como los eslabones de una cadena. Todos, eso sí, tienen sus propios modos de abordarlos, distintos estilos y métodos para hacer arte, que son la culminación de una amplia variedad de influencias: artísticas, políticas, sociales y tecnológicas.
 
Es una historia apasionante que espero que sirva para que la próxima vez que acuda a una galería de arte moderno se encuentre un poco menos intimidado y un poco más interesado. Empieza poco más o menos así…

miércoles, 12 de febrero de 2014

AURORA BERNÁRDEZ Y CARLES ÁLVAREZ GARRIGA. CORTÁZAR DE LA A A LA Z

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el breve espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os propongo la lectura de un libro -escogido de entre mis muy variopintas (y no siempre tan amplias como me gustaría) lecturas-, que os ofrezco desde aquí con la doble voluntad de compartir mis “entusiasmos” literarios y de descubriros, modestamente, nuevos motivos de “disfrute lector”.

Este 2014 se celebra una doble efeméride relativa a uno de mis escritores favoritos. Tal día como hoy, hace treinta años, el 12 de febrero de 1984, fallecía en París Julio Cortázar, el carismático escritor sudamericano. El celebrado autor de Rayuela murió a punto de alcanzar la setentena, pues había nacido el 26 de agosto de 1914, razón por la que este año en curso conmemoramos también su primer centenario.

A quienes seguís habitualmente nuestro espacio no necesito recordaros -pues ya ha sido puesta de manifiesto en este blog- la importancia que en mi propia vida tiene la figura del escritor circunstancialmente nacido en Bruselas aunque inequívocamente argentino. Mi juvenil, inexperimentada y deslumbrada lectura de Rayuela me abrió innumerables focos de interés vital hasta entonces desconocidos, estimuló mi imaginación, alteró mis convencionales esquemas mentales, alimentó -y en algunos casos hasta despertó- mis sueños, cambió mi manera de percibir la existencia, reformuló mis valores e incluso, en cierto modo, contribuyó a conformar mi personalidad en unas pautas radicalmente distintas a aquellas en las que se había desenvuelto en mi primera juventud. Si es cierto el aserto según el cual hay libros que te cambian la vida, la influencia de la gran novela de Cortázar en mi existencia es una buena prueba de ello. Sabéis, además, por si fuera insuficiente esta impúdica declaración de amor -Queremos tanto a Julio-, que Todos los libros un libro es un título de inequívoca huella cortazariana (uno de sus más afamados cuentos se llama Todos los fuegos el fuego), y que la primera entrada de este blog la dediqué, en un gesto de inevitable y agradecida “justicia poética”, a la obra de nuestro entrañable cronopio.

Pues bien, siguiendo esta poderosa influencia personal y rompiendo una vez más la regla autoimpuesta que me impide comentar en este espacio obras de autores que ya hubieran aparecido en él, dedico de nuevo esta semana mi reseña a Julio Cortázar, aunque bien es cierto que no os propongo ahora un libro “de” sino “sobre” el inmenso escritor. Se trata de Cortázar de la A a la Z, una obra miscelánea, muy interesante tanto para los profanos cortazarianos, pues supone un acercamiento forzosamente fragmentario aunque muy completo a la obra y la vida del autor, como para quienes, ya conocedores de su singular universo, nos sentimos vinculados a él desde el punto de vista sentimental. Su viuda (no en sentido jurídico, pues sólo estuvo casada con el escritor hasta 1967 y Cortázar volvió a contraer matrimonio por dos veces tras esa fecha), albacea y heredera universal Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, doctor en filología y experto en la obra de nuestro invitado de esta tarde, presentan la edición, un volumen bellísimo, repleto de fotografías, manuscritos, postales, cartas, objetos y muchas otras variadas muestras del paso por el mundo de Julio Cortázar. El libro, con un diseño muy atractivo -que casa muy bien, y enfatiza, las componentes lúdicas de la personalidad y el talante juguetón del niño grande que fue Cortázar- obra de Sergio Kern, ha visto la luz hace pocas semanas en la Editorial Alfaguara, en la que aparecen desde hace años las múltiples reediciones de su literatura que la mucha aceptación que sigue teniendo el genio artístico del argentino continúa provocando.

¿Por qué un álbum biográfico?, se pregunta Carles Álvarez Garriga en el prólogo del libro. Os transcribo su larga, aunque esclarecedora respuesta, que explica el sentido último de la publicación: Porque no podíamos esperar más. La Internacional Cronopia reclamaba ya con demasiada insistencia una nueva aproximación al escritor y al hombre. Lo previsible era otra biografía, pero cómo olvidar lo que dijo en una entrevista en 1981: “No soy muy amigo de la biografía en detalle, de la documentación en detalle. Eso, que lo hagan los demás cuando yo haya muerto”. Frente a tanta tristeza pensamos en la enorme diversión de sus libros-almanaque y decidimos intentar un volumen afín a su espíritu anticonvencional, antisolemne.

¿Recuerdan que a fines de los 40, tímido y desconocido, se dejó empujar por un amigo hasta las puertas del British Council de Buenos Aires donde un señor extraordinariamente parecido a una langosta recorrió con aire consternado un capítulo de Imagen de John Keats en el que Keats y Cortázar se paseaban por el barrio de Flores hablando de tantas cosas, y le devolvió el manuscrito con una sonrisa cadavérica? “Fue una lástima porque era un hermoso libro, suelto y despeinado, lleno de interpolaciones y saltos y grandes aletazos y zambullidas, un libro como los que aman los poetas y los cronopios”. ¿Por qué no intentar algo parecido? ¿Un diccionario biográfico ilustrado?, ¿una fotobiografía autocomentada con retratos de todas las épocas y las primeras ediciones de todos sus libros?, ¿una antología de textos acompañada de objetos y cuadros que fueron suyos, con reproducciones de manuscritos y mecanuscritos originales y algunos inéditos?

El alfabeto, ese invento griego que apenas ha cambiado en 3.000 años y que los niños aprenden con facilidad pasmosa, nos pareció el mejor modo de ordenar/desordenar los materiales. Nada de pautas cronológicas o temáticas; que las palabras marquen su propio ritmo, que el libro sea a su manera muchos libros pero que pueda leerse sobre todo de dos modos: en la forma corriente (de la A a la Z) o de manera salteada, siguiendo la espiral de la curiosidad y del AZar. Que quien mire las imágenes y lea las palabras que siguen, sepa -como la invitación que es su obra, como fue su vida- abrir las puertas para salir a jugar.

Pues bien, eso es Cortázar de la A a la Z, un recorrido apasionante -una guía sentimental y literaria, como escribe Juan Cruz en su presentación del libro en El País- por algunas de las claves de la existencia y de la literatura del argentino, una guía presentada con esa ya referida voluntad de juego y el inmenso sentido del humor que caracterizaron la personalidad del escritor. Un juego que irrumpe desde el mismo título, que encierra evocaciones múltiples (la “a” y la “z”, inicio y fin del abecedario, que aparecen “escondidas” en el nombre del autor, al igual que el “azar”, tan estimado por la acusada vertiente lúdica del carácter de Cortázar). Y así, en el libro, un conglomerado heteróclito muy del gusto del escritor, aparecen textos entresacados de sus novelas, fragmentos de algunos de sus cuentos, poemas, dedicatorias, extractos de su copiosa correspondencia, reflexiones teóricas y vivencias personales, recuerdos de la infancia, infinidad de fotografías familiares, escritos propios y ajenos, privados y públicos, portadas de libros de su biblioteca y de traducciones de sus obras, noticias de prensa, artículos periodísticos, múltiples entrevistas, dibujos, papelitos y anotaciones, títulos, diplomas, carnés y otros documentos administrativos, carátulas de discos, cuadros y objetos diversos vinculados a la vida de Cortázar, evocaciones del escritor hechas por sus amigos, y tantas y tantas curiosidades más.

Las entradas, agrupadas con ese criterio alfabético ya mencionado, son muy interesantes, pese a su aparente arbitrariedad -reforzada por el desorden con el que ahora os presento algunas de ellas y que quiere reflejar el espíritu que impregna el libro-: abuela, policiales, elogio del tres, anteojos, Circe, casas y casamientos, política, Fantomas, juventud, jazz, hombre nuevo, leer, discos, cerezas, India, mirar, mitología, infancia, animales, soñar, habanos, París, Poe, Lezama, Octavio Paz, Susana Rinaldi, Rayuela, el Libro de Manuel, Robinson, viajar, mate, teléfonos, pipa... por citar sólo unas cuantas de las muchas sugerentes propuestas que encierra este volumen casi mágico, esta inacabable y sorprendente caja de Pandora cortazariana que no deberíais perderos.

Precisamente una de estas “voces”, la D de Doble, clausura por hoy esta reseña. Tras su lectura, Louis Amstrong, “enormísimo cronopio”, como lo llama Cortázar, pone el acompañamiento musical a mi comentario de esta tarde. On the sunny side of the street es el título de la pieza elegida con la que nos despedimos hasta dentro de siete días.


Doble

Una vez yo me desdoblé. Fue el horror más grande que he tenido en mi vida, y por suerte duró sólo algunos segundos. Un médico me había dado una droga experimental para las jaquecas -sufro jaquecas crónicas- derivada del ácido lisérgico, uno de los alucinógenos más fuertes. Comencé a tomar las pastillas y me sentí extraño pero pensé: "me tengo que habituar".

Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe -sin animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi lado; algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de un golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado.

El doble -al margen de esta anécdota- es una evidencia que he aceptado desde niño. Quizás a usted le va a divertir pero yo creo muy seriamente que Charles Baudelaire era el doble de Edgar Allan Poe. Y le puedo dar algunas pruebas, en la medida en que se puede dar pruebas de este tipo de cosas.

Primero hay una correspondencia temporal muy próxima, lo que no es muy importante pero de todas maneras tiene su sentido: porque no tiene mucha gracia imaginar que su doble haya sido un ateniense del Siglo IV, ¿verdad? Lo que le da calidad dramática a la a situación es que su doble esté ahora en Londres o en Río de Janeiro.

Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto que la famosa traducción que hizo fue un tour de force extraordinario, ya que no era nada fuerte en inglés y en la época no había diccionarios con modismos norteamericanos.

Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma. Y todo esto lo he podido comprobar porque cuando traduje a Poe al español siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire.

Pero hay más: si usted toma las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone juntas, notará el increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro.

Y además: una coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los mismos problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de poeta.

Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito- que Poe y Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas.
 

miércoles, 5 de febrero de 2014

MARTIN AMIS. LA CASA DE LOS ENCUENTROS

Hola, buenas tardes. Aquí estamos una semana más, como todos los miércoles, en Todos los libros un libro, ofreciéndoos desde Radio Universidad de Salamanca una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo una novela de un autor magnífico, uno de los grandes escritores británicos contemporáneos que, sin embargo, nunca había aparecido en nuestro programa. Se trata de Martin Amis, cuya obra es muy conocida en España, publicada casi íntegramente en la editorial Anagrama. Una editorial que presentó también, en 2008, esta interesante novela, la muy atractiva y polémica, como lo es su autor, La casa de los encuentros, en traducción de Jesús Zulaika. En el mismo sello editorial vieron la luz, en 2011, La viuda embarazada, que a mí me pareció decepcionante, y Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, que llega estos días a las librerías y que, obviamente, no he podido leer aún.
 
La casa de los encuentros debe su carácter controvertido a que en ella, como en otro de sus libros anteriores, Kobe el temible, Martin Amis describe, analiza y ofrece sus reflexiones sobre los últimos setenta años de la historia de Rusia, presentándonos su visión, además, sin ningún tipo de prejuicio o de anteojeras ideológicas, como tan habitual ha sido desde ámbitos presuntamente de izquierdas pero a menudo conniventes con los aspectos más terroríficos del socialismo real. A casi nadie le cabe duda alguna, sea cual sea la opción ideológica o política que uno elija para situarse en la vida, cuando se trata de repudiar la experiencia nacionalsocialista hitleriana, hasta el punto de que hoy en día existe una absoluta unanimidad sobre la indiscutible realidad del horror nazi, sin que quepa debate sobre el asunto en los ámbitos científico, académico o teórico, en los que se acepta como incontrovertible la verdad de un genocidio suficientemente probado, con evidencias, testigos, documentos que dan fe y acreditan la horrenda realidad de los inhumanos campos de concentración; una unanimidad que no desmiente sino que confirman algunos minoritarios y extremistas grupúsculos de entidad escasamente relevante. Sin embargo, no ocurre otro tanto con la experiencia estalinista de la Unión soviética. Todavía el marxismo, dice Martin Amis, citando con distancia y evidente desprecio a José Saramago, sigue gozando de un inexplicable prestigio intelectual, incompatible con la devastación y el horror y la abyección y la tortura y las violaciones y los asesinatos y los millones de muertos debidos a Stalin y su frío terror organizado. Unos episodios todavía no suficientemente descritos en la literatura, un silencio sorprendente, y sospechoso, dada la magnitud de la aberración y la barbarie.
 
Pues bien, uno de los planos esenciales de La casa de los encuentros es este que nos adentra en la realidad de los campos de internamiento soviéticos, en los más sórdidos y fríos sótanos del gulag. El telón de fondo de la historia de Rusia durante y a partir de la segunda guerra mundial, constituye uno de los elementos destacados de la novela, que trasciende así su condición de mera ficción para convertirse en un documento, en un texto de historia, una historia nada complaciente, como os digo, nada sumisa, y por ello polémica y hasta denostada, con las mentiras del poder.
 
Con ese telón de fondo, sobre ese telón cuya intensa presencia impregna la novela, Martin Amis construye el triángulo amoroso que configura la trama central de La casa de los encuentros. A lo largo de varias décadas, el narrador sin nombre, que cuenta desde el presente y en retrospectiva la historia a su hijastra Venus, una joven norteamericana, y su hermano Lev; uno orgulloso, enfermo moral, despiadado, brutal, demente casi, veterano de guerra, criminal, eterno superviviente, y el otro tímido, sencillo, inocente poeta, frágil, se disputan el amor de Zoya, una chica judía. Llegados en distintos momentos y encerrados en el campo de concentración de Norlag en Siberia, un verdadero campo de esclavos, que Amis describe con detalle, con precisión y verosimilitud, los hermanos sobreviven a aquel mundo sin alma, entre sevicias continuas y torturas sin cuento.
 
El título de la novela, La casa de los encuentros, alude al lugar, dentro del campo de concentración, en el que, en ocasiones, eran toleradas las visitas conyugales a los presos. Unas visitas que suponían desplazamientos de las mujeres durante semanas, en condiciones durísimas, con un clima inclemente, con unas circunstancias personales, económicas y sociales muy difíciles, sometidas a vejámenes; una humillación más, también para los propios presos, a la que doblegarse por el dudoso privilegio de un encuentro de una noche al cabo de años de separación, de dolor, de olvido, de miseria.
 
Leed esta impresionante novela; impresionante es la historia personal de sus protagonistas, impresionante también y no demasiado conocida, la barbarie estalinista que con rigor de historiador nos cuenta Martin Amis. Os dejo ya con dos extractos de la obra: su introducción, que centra el contexto del libro, y un significativo fragmento que concentra el significado esencial de La casa de los encuentros.
 
En el apartado musical, la obra de un compositor exiliado del estalinismo, Igor Stravinsky. Una pieza, La adoración de la tierra, de su obra mayor, La consagración de la primavera, en versión de la Verbier Festival Orchestra, dirigida por Kent Nagano.
 
 
Querida Venus:
 
Si lo que dicen es cierto y mi país está agonizando, tal vez yo pueda decirles por qué. Ya ves, chiquilla, la conciencia es un órgano vital, y no un aditamento como las amígdalas o las vegetaciones.
 
Mientras tanto, mi enhorabuena. Ahora te unes a un numeroso contingente de jóvenes: el de todos aquellos condenados a ofrecer a la venta las purulentas memorias de un viejo familiar. Pero tú no tendrás que ir lejos: sólo hasta Gagarin Press, en Jones Street. Y preguntar por el señor Nosrin. No te preocupes: no voy a hacer lo que aquel pobre tarado del que leímos que mandó a revelar a One Hour Photo carretes enteros de sus trabajos manuales. Lo he arreglado con Nosrin: no se le debe nada, todo está pagado. Además, es compatriota mío, así que lo entenderá. Quiero una tirada de un solo ejemplar. Y es tuyo.
 
Siempre me has preguntado por qué nunca "me abría", por qué me resultaba tan difícil "dar salida" y "liberar presión" y ese tipo de cosas. Bien, con un pasado como el mío, vives en gran medida para esos ratos en que no estás pensando en ello -y está claro que el tiempo que pasas hablando de ello no es de ningún modo uno de esos momentos. Y había una inhibición aún más oscura: el miedo abiertamente neurótico de que no me creyeras. Imaginé que me dabas la espalda, imaginé que apartabas la cara y sacudías despacio la cabeza agachada. Y la perspectiva me resultaba insoportable. He dicho que este miedo era neurótico, pero sé que lo comparten muchos hombres con historias parecidas. Son neurosis compartidas, ansiedades compartidas. Emoción de masas: tendremos que volver una y otra vez al tema de la emoción de masas.
 
Al principio, cuando empecé a juntar los hechos ante mí, palabras negras sobre una hoja blanca, me sorprendí mirando fijamente a un pequeño montón informe de degradación y de horror. Así que he tratado de darle a todo esto un poco de estructura. Ya que cuando lograba darle cierta apariencia de pauta o forma me sentía menos aislado y podía percibir la ayuda de fuerzas impersonales (algo que necesitaba de forma imperiosa). Esta impresión de unidad era quizá engañosa. La patria es eternamente pródiga en antiiluminaciones, en epifanías negativas, pero no en unidad. En mi país no hay unidades.
 
En la década de 1930 hubo un minero llamado Alexéi Stajánov que -según algunos- sacaba más de cien toneladas de carbón -la cuota era de siete- en un solo turno de trabajo. De ahí el culto a los estajanovistas, o trabajadores "de choque": llenadores de barrancos, aplanadores de montañas, bulldozers y excavadoras humanas. Los estajanovistas, con mucha frecuencia, eran obvios fraudes; con mucha frecuencia, también, eran colgados por sus compañeros, que odiaban las normas sobre altos rendimientos... Había también escritores "de choque": los sacaban de las fábricas a millares y los ponían a escribir propaganda disfrazada de narrativa. Mi objetivo es diferente, pero será mejor que me veas de ese modo: como un escritor estajanovista o "de choque" que está diciendo la verdad.
 
La verdad va a resultarte dolorosa. Me viene a las mientes una vez más (en forma de laceración sutil, como cuando te cortas con un papel) que el acto más deshonroso lo perpetré no en el pasado remoto, como casi todos los demás, sino en el espacio de tu vida, y unos cuantos meses antes de que me presentaran a tu madre. Mi fantasma espera censura. Pero que sea personal, Venus; que sea tu reprobación y no la de tu grupo y tu ideología. Sí, me estás oyendo, joven dama: tu ideología. Ya, es una ideología suave, estoy de acuerdo (la suavidad es su única idea). Nadie se va a hacer saltar en pedazos por ella.
 
Tu asimilación de lo que hice va a exigirte, en cualquier caso, una gran dosis de valor y generosidad. Pero creo que hasta una retribucionista estricta (que no eres) se sentiría razonablemente feliz con la forma en que las cosas acabaron resolviéndose. Podría objetarse -y yo no lo discutiría- que no merecía a tu madre. Tampoco he merecido tenerte en casa durante casi veinte años. Y tampoco es que ahora tenga un miedo enorme a que me excomulgues de tu memoria. No creo que vayas a hacerlo. Porque entiendes lo que significa ser un esclavo.
 
Venus, siento que te fueras preocupada por que no te hubiera dejado que me llevaras a O'Hare. "Es lo que siempre hacemos", me dijiste: "Nos llevamos y nos traemos del aeropuerto." ¿Te das cuenta de lo raro que es eso? Ya nadie lo hace. Ni siquiera los recién casados. De acuerdo: fue egoísta por mi parte no dejarte que lo hicieras. Dije que era porque no quería decirte adiós en un sitio público. Pero creo que lo que me mortificaba realmente era la asimetría del asunto. Tú y yo siempre nos hemos llevado al y nos hemos traído del aeropuerto. Y no quería ese al cuando sabía que ya no iba a haber un del.
 
Estás tan preparada como cualquier joven occidental podría soñar estarlo, y no te falta de nada: una buena dieta, un generoso seguro médico, dos licenciaturas, viajes internacionales, idiomas, ortodoncia, psicoterapia, propiedades y capital. Y tu piel es de un color precioso. Mírate..., mira el bruñido de tu tez.
 
 
 
 
Teniendo en cuenta la variedad e intensidad del sufrimiento que casi siempre causaba, me dejaba perplejo cuán anhelada y perseguida seguía siendo aquella casita de la colina. Yo fui un estudioso atento de aquel rito de paso (aunque bastante irreflexivo, he de admitir, sobre todo al principio). Para los maridos, la visita conyugal significaba el afeitado de cabeza, la desinfección, el largo chorro con la manguera de incendios. Salían de las duchas irreconociblemente restregados, escocidos, alertados, con ropas tiesas no por la suciedad sino por el efecto de los detergentes feroces. Luego, como la viva estampa del apetito y el brío, flanqueados por una pequeña escolta, se encaminaban con prisa hacia La Casa de los Encuentros. Y al día siguiente, viéndolos bajar uno por uno, tambaleantes, hechos auténticas ruinas o apariciones, yo solía sorprenderme pensando: lo pedíais a gritos, luchamos por ello, ¿qué os pasa ahora?