Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de enero de 2024

GONZALO TORRENTE BALLESTER. LA SAGA/FUGA DE J.B.

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una propuesta singularísima, unida a la actualidad por un aniversario al que hemos llegado en estos días. El 27 de enero de 1999 -el pasado sábado se cumplieron, pues, veinticinco años- moría en nuestra ciudad Gonzalo Torrente Ballester, una de las figuras más destacadas de la literatura española del último siglo. Hace ya algo más de tres años, en noviembre de 2020, y con ocasión entonces de los ciento diez años del nacimiento de Torrente, os había hablado aquí de otra de sus novelas mayores -y sin duda la más popular y conocida- Los gozos y las sombras, rúbrica bajo la que se agrupan tres libros, El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste, aparecidos en 1957, 1960 y 1962, respectivamente. 

Ahora, transcurrido un cuarto de siglo de su muerte, y como homenaje al escritor gallego, que tantos vínculos tuvo con Salamanca, mi sugerencia de esta semana se centra en el que, sin duda, es el libro más importante de la muy copiosa obra -sobre todo novela, pero también teatro, ensayo o crónicas periodísticas- del ferrolano. Se trata de La saga/fuga de J. B. publicado en 1972 y objeto desde entonces de numerosas reediciones en diferentes sellos editoriales. Yo lo leí en la primera edición de Destino de abril de ese año y he vuelto a hacerlo, hace unos meses, en la que presentó con un enjundioso prólogo de Andrés Barba, Alianza Editorial en 2019, de formato y tipografía mucho más acogedores para mis desgastados ojos que los que rodeaban -letra mínima, interlineado apretado- al sin embargo entrañable volumen de la legendaria colección Áncora y Delfín del venerable y prestigioso sello catalán. Quiero destacar también la edición crítica -que incorpora quinientas cincuenta citas y una copiosa bibliografía- publicada por Castalia en 2010, con un muy interesante estudio preliminar -de lectura imprescindible para la cabal comprensión del complejo texto novelístico- de dos expertos: Antonio Jesús Gil González, doctor en filología por la Universidad de Salamanca y profesor de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Santiago de Compostela, autor de diversas publicaciones en torno a la figura literaria de Gonzalo Torrente Ballester, y especialmente, Carmen Becerra Suárez, doctora en filología española por la Universidad de Santiago de Compostela y profesora titular del área de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Vigo, fundadora y directora de la revista La Tabla Redonda. Anuario de Estudios Torrentinos, iniciada en 2003, y que publicó hasta 2020 dieciocho números dedicados a la obra del autor ferrolano, siendo el primero de ellos, el inaugural de 2003, un extenso y formidable monográfico sobre la novela que hoy comento, con interesantes artículos, que exploran las inagotables vertientes de la novela, a cargo de críticos, escritores y académicos de renombre como, entre otros, José Saramago, Alfredo Conde, Víctor F. Freixanes, Manuel Rivas, José María Merino, Darío Villanueva, Rafael Conte, Ángel Basanta, José Antonio Pérez Bowie, Juan José Guirado, Stephen Miller, Manfred Tietz, José Antonio Ponte Far y, obviamente, los propios Becerra y Gil González. 

Resulta innecesario, a estas alturas, y por tantos motivos, hacer una presentación de Gonzalo Torrente Ballester. Nacido, como he adelantado, en Ferrol, en 1910, cursó estudios en disciplinas diversas -Derecho, Filosofía, Ciencias-, licenciándose en Filosofía y Letras en Santiago de Compostela. Fue profesor de Historia en la Universidad de Salamanca y, en lo que constituiría el núcleo central de su desempeño profesional a lo largo de su vida, catedrático de Literatura Española en bachillerato. Miembro de la Real Academia de la Lengua, galardonado con todos los premios literarios imaginables, singularmente el Nacional de Literatura, el Príncipe de Asturias y el Cervantes, doctor honoris causa por distintas universidades, Torrente fue poeta, novelista, dramaturgo, crítico, prodigándose en decenas de títulos, novelas, ensayos, obras de teatro, artículos periodísticos y libros misceláneos. Su biografía se vio afectada por una controvertida trayectoria ideológica. Afiliado inicialmente al Partido Galleguista, en 1934, cercano al anarquismo a través de su colaboración en el madrileño diario La Tierra, se incorporará a la Falange tras la guerra civil, colaborando en revistas e instituciones falangistas (Jerarquía, Escorial, Arriba, cabeceras de inequívoca y reaccionaria adscripción política), mantuvo más adelante una postura de un cierto distanciamiento con el régimen franquista, con reiterados problemas con la censura, lo que no le hizo perder su enorme repercusión pública, con premios, homenajes y reconocimientos constantes -¡llegó a ganar el Premio Planeta, en 1988!-, aunque siempre desde una posición excéntrica en cualquier ámbito: cercano al régimen para los intelectuales antifranquistas, heterodoxo y disidente para la autoridad imperante. Su larga vida, con estancias como profesor en Galicia -Santiago, Pontevedra, Vigo-, Madrid o Albany, en Estados Unidos, finalizó en Salamanca, en donde se jubiló como catedrático de secundaria en un instituto de nuestra ciudad. 

La saga/fuga de J.B. es un libro difícil. Más es la gente que lo compró que la que lo leyó. Son muchos los que me han dicho francamente que no han podido pasar de la página treinta. Lo siento por ellos, pero me lo explico. Hay libros que pueden leerse en la cama o de viaje, porque no requieren gran atención; pero hay algunos lectores que si ésta los prende, corren el riesgo de pasarse del destino o de no dormir esa noche. También cuento con ejemplos de ambos casos, y también se lo agradezco. Lo correcto, sin embargo, debe situarse entre ambas exageraciones: leer un poco y dejarlo para más tarde, o para el día siguiente. Es inútil, sin embargo, que lo haga quien no se sienta interesado por lo que acontece en Castroforte do Baralla, por lo que le pasa a José Bastida y a todos los demás J. B. No son cosas corrientes. Tampoco los J.B. son gente corriente, sino más bien insólita, en el caso bastante dudoso de que se sepa a ciencia cierta lo que son. Me inclino a creer que ni yo mismo lo sé, aunque lo barrunte como lío o como laberinto, según (el laberinto es racional; el lío, no). De esta manera, como es o como yo creo que es, lo ofrezco. No se hallarán en él los ingredientes al uso: violencia, pornografía, moralidad o inmoralidad, sino solo diversión o, mejor dicho, juego. Pero no se olvide que todo jugador juega con instrumentos reales, a veces con su propia vida. Permítaseme esta larga cita, entresacada del prólogo que el propio Torrente escribió para la edición de la novela en el Círculo de Lectores, en 1988, la última en vida del autor, como aviso para navegantes. Y es que, en efecto, las casi setecientas cincuenta páginas del libro -en la edición de Alianza-, se organizan en una estructura muy densa en la que, entre un no demasiado extenso Incipit y una breve coda final, se desarrollan tres largos capítulos en los que se recoge, sin apenas puntos y aparte, un arrebatador, desbordante, lujurioso y exuberante flujo narrativo hecho de infinidad de historias que se entremezclan, surcado por multitud de personajes cuyos perfiles se confunden, que hace “sonar” a una pluralidad de voces que se imbrican y superponen, que se desenvuelve en distintos planos -realista, “ficcional”, histórico, mítico-, que salta adelante y atrás en el relato de los acontecimientos con constantes idas y vueltas en el tiempo, en una “acción” que se enmaraña, hasta el punto de hacerse ininteligible -o de difícil entendimiento- al entrecruzar diversos hilos argumentales, abrirse a constantes digresiones (ya que me he visto en el trance de cometer digresión, afirma, explícito, el narrador, para, a continuación, justificado ya en su propósito, lanzarse a una de las numerosas e intrincadas divagaciones que atraviesan el texto), intercalar episodios, lances, sucesos paralelos, comentarios, crónicas, leyendas, informes, reproducciones de entrevistas, citas, incisos, gráficos y tablas, listados, excursos, desviaciones y añadidos, todo ello contado en las tres diferentes e intercambiadas personas del verbo. Al lector le asalta de continuo (al lector que yo soy ahora; no recuerdo las circunstancias ni el efecto de mi remota primera lectura de la novela, más allá de un fervoroso entusiasmo juvenil) la sensación de encontrarse perdido, desorientado, incapaz de introducir una cierta coherencia, un determinado orden, unas pautas estables en las que incardinar ese profuso, excesivo, caudaloso “torrente” verbal -el vínculo entre el apellido del autor y su vigorosa y rebosante prosa es resaltado por todos los críticos- al que se ve arrastrado desde que abre la primera página de La Saga/fuga de J.B. No sorprenden, por tanto, las palabras del propio autor en el párrafo que acabo de transcribir, que advierten -y hasta los prevén- del posible desapego inicial del lector, de su desánimo posterior y, quizá, del abandono final del libro. Los términos de “lío” o “laberinto” que emplea Torrente Ballester para calificar su texto aparecen también, y más de una vez, en el curso de la novela, en la que ante lo enrevesado de determinados hechos o situaciones o peripecias que surgen en la narración, se remarca de manera expresa su complejidad, como si el narrador/autor (una de las claves interpretativas del libro: la identidad última de ambas voces) quisiera hacer un guiño a quien sigue, paciente, abriéndose paso en aquel por momentos indescifrable dédalo. Véanse, entre otros muchos, los siguientes ejemplos: 

No, amigos míos. No un lío, sino todo un laberinto. El laberinto es la razón que se ríe de sí misma y desarrolla las posibilidades de oscuridad que su naturaleza le permite. A primera vista, claro. (…) Quiere decir que el genio no está al alcance de todas las conciencias. 

A primera vista, resulta un galimatías, aunque solo por la oscuridad engendrada por los seudónimos. Pero el galimatías se organiza y la oscuridad se aclara si convertimos en personajes de la narración a Rogelio Barallobre, al Vate Barrantes y a Ifigenia Heliotropo. 

Como, por otra parte, en las cartas se cuentan, no una, sino varias historias, según se ordenen los distintos fragmentos narrativos y según la clave que apliquemos a los seudónimos, el lío resultante es monumental. Lo mejor será que los exponga y que después procedamos conjuntamente a ordenarlos e interpretarlos. 

Es más, en algún momento de su enrevesada “marea” verbal quien narra se adelanta al previsible cansancio del lector y le aconseja, en una nota a pie de página: Recomiendo al lector apresurado saltarse unas cuantas páginas y reanudar la lectura aquí (2) [y la nota lleva a unas cuántas páginas más adelante] Pierde el resumen y parte del texto del discurso de Don Torcuato, pero no es una gran pérdida. 
 
Anticipémoslo, pues, la lectura de La Saga/fuga de J.B. es compleja, ardua y, por momentos, trabajosa, exigiendo una paciente y perseverante tarea por parte de quien ha decidido, aun a costa de ese esfuerzo, recorrer sus rebosantes e intrincadas páginas (activaba su singularidad al mismo tiempo que singularizaba su actividad, y aunque activamente singularizase, singularmente activaba, y la singularización de la activación, si bien no del todo equivalente a la activación de la singularización, podía confundirse con ella merced a la doble apariencia de actividad singularizada o de singularidad activada que ofrecía el conjunto, lo cual, como es obvio, le permitía moverse dentro de tal construcción dialéctica bien inclinándose y, por decirlo así, prefiriendo la singularidad, bien concediendo a la actividad algo de su singularidad y de su tiempo), en la confianza -y creedme cuando afirmo que a la postre no defraudada- de disfrutar de los placeres (y serán muchos, de superarse los obstáculos referidos) de una novela en todos los sentidos inmensa. Pero he de admitir -y de ahí esta advertencia preliminar apelando a una cierta prevención lectora- que todo eso, el empeño, la insistencia, la tenacidad, la constancia, el ánimo, el afán indesmayable, no son precisamente las cualidades más comunes en estos tiempos actuales, marcados por la ligereza, la comodidad, la inmediatez, la facilidad, la gratificación instantánea, la satisfacción urgente, el pronto placer que no admite la demora en el goce, el aplazamiento del disfrute y la postergación del logro. A mí mismo me ha costado sortear las dificultades y no ha sido hasta haber “lidiado” con las primeras doscientas páginas, más o menos, cuando he podido entregarme a la delicia de su lectura, ya a partir de ahí exultante. Porque lo que aflorará tras esa lectura -“durante” ella, si logramos resistir a los fáciles y engañosos cantos de sirena que nos piden abandonar el libro y entregarnos a otros menesteres menos exigentes- es una experiencia apasionante, muy fecunda y gozosa, en contacto con una novela compleja, sí, pero deslumbrante, de una enorme imaginación, desorbitada, excesiva, surrealista en muchos pasajes, con una inventiva desaforada, repleta de historias, rezumando humor, ironía, magia, drama, rigor y disparate, erotismo, rebosante de experimentos, juegos de espejos, construcciones lúdicas, referencias múltiples, diagramas, listas, cuadros, desdoblamientos, injerencias, invenciones, decenas de personajes, delirios, parodias, mitos, leyendas, poemas, crónicas periodísticas, con calas en asuntos políticos, filosóficos, literarios, históricos, religiosos, metafísicos, con una Galicia muy presente en el ambiente “realista” -los lugares, los hechos, los personajes- y también en el espíritu y la atmósfera neblinosa, evanescente que envuelve el relato (La niebla cubre la tierra y al hacerlo le niega, en parte, su realidad, se funden lo onírico y lo real, lo pasado y lo presente, como señala Andrés Barba, en su prólogo a la edición de Alianza, dando con otra de las claves -la niebla real y metafórica- del libro). Una genialidad estilística, formal, temática, una aventura alucinada, insólita, distinta a la mayor parte de las novelas que se escriben -y se han escrito-, narrada con un lenguaje magnífico, en diferentes registros lingüísticos, con cambios en el punto de vista, con saltos en el espacio y el tiempo, en la voz narrativa; escrita, como confesaba el propio Torrente, a lo largo de seis años, en Pontevedra, Estados Unidos y Madrid, en una suerte de estado de trance, dejándose llevar el autor por una fuerza narrativa que se apoderó de él (Yo escribí la Saga/Fuga en sentido material, me fue dictada por una voz despectiva y admirable, una voz convencida de su superioridad y recibida por mí con la más humilde pasividad del mundo, con la más absoluta sumisión, declararía en una entrevista) y lo arrastró en un aluvión de historias que fluían imparables, al ritmo de su muy fértil imaginación, que avanzaba arrebatada en un texto interminable que crecía y se complicaba, llegando a quemar hasta cuatrocientos folios, para volver a empezar impetuoso, dando fin a una suerte de inabarcable historia universal. Una novela mágica, compleja, misteriosa, imaginativa, fantástica, razones todas por las que, insisto, bien merece la resistencia obstinada a las triviales tentaciones del acomodamiento. 

Con lo dicho resulta fácil de colegir que dar cuenta del argumento de esta obra frondosa e inagotable es tarea absolutamente imposible. En un intento condenado de antemano al fracaso podría resumirse diciendo que se trata de una crónica con aires de leyenda en la que conocemos la historia de Castroforte del Baralla, un pueblo nebuloso -ya se ha dicho- y algo etéreo (parece de piedra pómez incandescente), capital de una supuesta quinta provincia gallega, que teniendo, en apariencia, una existencia real -¿qué querrá decir este término en la delirante novela de Torrente?-, con sus calles, sus plazas, sus edificios, sus instituciones y, sobre todo, sus habitantes, carece de tal condición objetiva, pues no figura en los mapas ni en los documentos administrativos ni en las indicaciones de las carreteras ni en la conciencia del resto de ciudadanos y organismos españoles. Todo ello a causa, al parecer, de una voluntaria omisión del poder central que, desde la Restauración decimonónica, se habría obstinado en negar el estatuto de realidad a un pueblo que en distintas épocas históricas se había manifestado en rebeldía frente a las diferentes autoridades nacionales, sobre todo tras el significativo hito de la declaración, en 1864, del Cantón Federal e Independiente de Castroforte del Baralla. Pero es que, por si no fuera suficiente con su irrealidad, Castroforte “goza” de otra llamativa peculiaridad, su recurrente propensión a levitar y suspenderse en el aire, desgajándose de la tierra, cuando sus habitantes se ensimisman, unánimes en algún pensamiento o alguna preocupación. La “acción” se desencadena en el Incipit que abre el libro, una docena de páginas memorables en las que ya están, apuntadas pero explícitas, todas las claves y, sobre todo, la atmósfera entera que envuelve la novela, y en el que se nos da cuenta del robo del Cuerpo Santo (¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!), un pilar esencial sobre el que se fundamenta la historia, mítica, legendaria, histórica, inventada, real -quién sabe cuál es el adjetivo conveniente- de la ciudad. El cuerpo santo es el de santa Lilaila de Éfeso, mártir de los iconoclastas, que de modo milagroso recorrió durante doscientos años las cambiantes sendas del mar desde Éfeso, en la costa de Asia Menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, para ser rescatada de las aguas hace más de mil años, en una epopeya que se narra en la Balada incompleta y probablemente apócrifa del Santo Cuerpo Iluminado que se transcribe como cierre a ese inolvidable preámbulo. A partir de ese acontecimiento, el libro recrea la existencia de las muchas generaciones que pueblan los varios milenios de historia de Castroforte (que fue fundado, dos mil años antes de Cristo, por Argimiro el Efesio, en una de las distintas genealogías fantaseadas en el libro) todas ellas unidas por algunos vínculos comunes. Hay siempre un J.B. (Jacinto Barallobre habría sido el valeroso autor del rescate de las reliquias de la santa, y desde él se suceden los Jerónimo Bermúdez, obispo, Jacobo Balseyro, canónigo y nigromante, John Ballantyne, almirante, Joaquín María Barrantes, poeta, Jesualdo Bendaña, full-professor, José Bastida, desgraciado cronista oficial del pueblo y quien, presuntamente, narra la historia; entre otros muchos), situado del lado de la rebeldía, de la independencia del lugar, de la preservación de su singularidad, de la libertad y del progreso. Frente a ellos hay siempre, también, un religioso, cura, deán u obispo, cuyo nombre empieza por A (Asclepiadeo, Asterisco, Amerio, Apapucio, Acisclo) y que encarna los valores tradicionales, regresivos, reaccionarios, cercanos a las autoridades locales y el gobierno central. Hay, igualmente, cruzando las épocas históricas y para completar el “juego” alfabético (solo uno de los innumerables elementos lúdicos de una novela llena de ellos), una Lilaila (Lilaila Obispada, Lilaila Armes¬to, Lilaila Barallobre, Lilaila Souto y Julia, una indudable Lilaila sin el nombre), amantes de los respectivos J.B. y a las que los clérigos persiguen con la puritana y fanática intención de liberarlas de sus vidas de pecado, redimiéndolas por el categórico expediente de recluirlas en un convento. Los enfrentamientos se reproducen también en otros ámbitos, Castroforte contra su vecina centralista Villasanta de la Estrella; los nativos castrofortinos ante los “godos” extranjeros; los miembros de la Tabla Redonda frente a los representantes de las fuerzas vivas del pueblo; las “Calientes” frente a las “Gaviotas”, apelativos de las mujeres locales en función de su más o menos fogosa actividad erótica; los dioses monóculos frente a los binóculos; los nombres de los órganos sexuales masculinos frente a las denominaciones de los genitales de las mujeres; las aguas del Mendo, lentas, densas, opacas, frente a las del Baralla, rápidas y alborotadas, ligeras y transparentes (en un reparto de adjetivos que da pie a los estudiosos a una sustanciosa discusión sobre la puntuación de las frases que los califican en las distintas ediciones del libro); las lampreas contra los estorninos; los bendañistas contra los barallobristas; los vendidos a las fuerzas ocupantes napoleónicas frente a los que apoyan a los ejércitos ingleses; en un esquema de confrontaciones duales que se repite en el libro, siendo la más obvia de ellas, claro, la que ¿distingue? entre historia e invención, entre realidad y ficción. 

En un presente que puede situarse en los años posteriores al fin de la guerra civil española, quizá los primeros de la década de los cincuenta del siglo pasado, y en un relato que constantemente salta de uno a otro de los múltiples planos temporales que marcan la azarosa trayectoria del pueblo, José Bastida, un feo, pobre, solitario, muy humilde y modesto profesor de Gramática, que sobrevive a duras penas, recién llegado a Castroforte desde Madrid, represaliado por sus ideas, y en el que podemos ver -o no, como todo en el libro, tan gallego- la figura del propio Torrente Ballester, lleva las riendas de la narración (aunque es difícil hablar de sometimiento a brida o sujeción alguna en un relato tan desaforado, libre, inconmensurable, desmesurado, como el de esta novela desmedida), en cientos de páginas en las que se suceden infinidad de acontecimientos insólitos que afloran en la evocación/recuerdo/invención (en la novela todo es y no es, o es una cosa y su contraria) de este José Bastida, quien en estado de trance o de ensoñación ha presenciado o imaginado una representación y la narra en tiempo pasado a su enamorada (Julia) con quien está compartiendo lecho, como apunta el profesor Pérez Bowie, antiguo Catedrático de Literatura de nuestra Universidad, en un estudio sobre el libro. Para añadir, a continuación, en el mismo ensayo: Recuérdese que este personaje, el “héroe” de la novela, es una especie de archinarrador que asume las voces de los diversos personajes (los J.B.) en los que se desdobla continuamente transformándose en “un híbrido de diversas voces, perspectivas e identidades” a través de un proceso de invención que “se describe irónicamente en términos de un trance mágico, en el límite metafórico del fraude y la mentira”

Así, el lector asiste simultáneamente asombrado y perplejo, impresionado y confuso, a un encadenamiento (y el término es singularmente oportuno, pues no hay, como ya he señalado, ni siquiera puntos y aparte que establezcan una mínima frontera o pausa en la profusa corriente verbal) de historias a cuál más admirable, más sorprendente, más desconcertante, más pasmosa y original. En una enumeración heteróclita y desordenada: los funcionarios de los organismos locales de Castroforte, supuestos policías espiando para el poder central; los heterónimos que habitan en el alma de José Bastida: Bastidoff, Bastideira, Monsieur Bastide y Míster Bastid, cada uno con sus personalidades; el loro parlanchín que almacena los recuerdos de la ciudad desde su fundación y que repite el discurso de sublevación por la independencia del pueblo en cuanto suena la Marcha Turca de Mozart; las peripecias de los miembros de la Tabla Redonda en la que, bajo los nombres míticos de Merlín, Tristán, Lanzarote, Galván, Bohor y el Rey Artús, se esconden los conspiradores castrofortinos rebeldes ante la opresión estatal; la dificultad de encontrar candidata idónea para cubrir la vacante de la Reina Ginebra, toda vez que, según el mito artúrico, habría de ponerle los cuernos al propio rey, con los problemas de celos que ello ocasionaría entre los actuales “caballeros”; las vicisitudes de la guerra contra las tropas napoleónicas y su repercusión en el pequeño pueblo; la creación del Palanganato, una reunión de solteras, locas y viudas sin consuelo, alucinadas por la esperanza de que un nuevo J.B. viniera a fecundarlas, que comparten la terapéutica del baño de asiento, y ciertas ideas, quizás algo confusas, pero muy profundamente sentidas, sobre la palingenesia y la transmigración de las almas; la historia de la rivalidad milenaria entre Castroforte del Baralla y Villasanta de la Estrella; el delirante Homenaje Tubular al Sistema Métrico y también Fantasía Matemática de Tuberías Proliferantes y Polimorfas, un interminable engranaje, de ignota significación simbólica, hecho de tubos que acaban por invadir el edificio en que habita su impar inventor; la extraña época de los Envenenamientos Atípicos, en la que se multiplican las muertes por venenos letales; las variadas leyendas sobre los difusos orígenes de Castroforte y la incierta autenticidad del Cuerpo Santo de Santa Lilaila de Barallobre; el destacado papel de las lampreas en la Historia y en el presente del pueblo, animal cuya condición mítica permea la novela entera, en particular en las referencias a La Oda anacreóntica a la lamprea, en la magistral recreación de la legendaria guerra entre los estorninos y los enigmáticos peces o en su consabida presencia depredadora (Siempre que alguien desaparece, en Castroforte se dice: «¡Lo habrán comido las lampreas!»), entre otras muchas manifestaciones; la extravagante balada en que se cuentan los amores de un tornillo del doce y de una tuerca del siete, un idilio imposible, de irrealizable consumación; la persistente participación de las mujeres en la cosmogonía local, en muchas etapas una ginecocracia representada en el sorprendente Culto al Vaso Idóneo, un desenfreno de las integrantes de la Logia Santa Lilaila de Barallobre, que cultivaban la esperanza y al parecer el místico contacto con el Varón Liberador mediante un ritual profético, orgiástico y lustral que enaltece al diablo -al decir de las autoridades- en forma de miembro viril (un «Rico pirulí de La Habana» clavado en una patata y envuelto todavía en el papelín colorado (…) simbolizaba al Varón Libertador); la Cueva oculta en el interior de la Colegiata, que guarda los secretos de la raíz mítica de Castroforte, que han de ser preservados y transmitidos por las mujeres de generación en generación; los excursos “europeos”, con calas en Viena o París, ciudades en las que algunos personajes relatan sus experiencias en distintas épocas; las múltiples manifestaciones del babélico fenómeno de la invención de idiomas imposibles, con poemas, que con frecuencia se intercalan en el texto, escritos en lenguas inexistentes, que se recrean en sus variaciones, sus inflexiones rítmicas, sus léxicos ininteligibles (a modo de ejemplo, estos versos: Lasculavi tebafos can moldeca / divilán voricer malagoscía; / arconta latilós debalatía / ormelabán orcalitán zos teca, que según el modo en que se agrupen sus sílabas o se dispongan sus acentos pueden significar tanto Ha quedado en el aire una luz demorada, / un poco gris y un poco púrpura, siento / que mi voluntad se demore también, aunque / en medio de la niebla, como No seas cretino. ¿Qué más da que las nubes / sean grises, que el aire sea claro, / que los vencejos atraviesen el cielo, / mientras estés hambriento?, o incluso, en una tercera opción Escúchame. No llores más. Aún queda / una esperanza. No estás tan sola como / crees. Todas las noches pienso en ti / y me entristezco, porque eres bella y yo feo); los rituales de otro culto más o menos esotérico, el que venera los mínimos genitales, las diminutas partecitas de quien de adulto llegaría a ser el Vate Barrantes; los muy realistas recorridos por las calles de Castroforte del Baralla, esa reconocible Pontevedra literaria (el color verde-dorado de los sillares, los jaramagos y verbenas que crecen en los aleros; las losas grises, gastadas, del pavimento; las calles empinadas, la curva plateada del Mendo en las noches de luna, el silencio oscuro de la Colegiata vacía, la hoz del Baralla y, sobre todo, la Plaza de los Marinos Efesios, donde iba a pasear en soledad sus murrias); la desopilante conversación de uno de los personajes con Dios, en la que éste se burla, al borde de perder la paciencia, de la estulticia de su interlocutor; la agria disputa entre quienes proclaman el Cantón Independiente de Castroforte del Baraña acerca de la conveniencia de expulsar o no a los curas; la elogiable consecución, por parte de la Tabla Redonda, del indudable logro que permitió que las muchachas nativas rechazasen el cortejo de los funcionarios godos que Madrid se empeñaba en seguir enviando; el episodio del Estornudo Gigante, según otras versiones el Magnífico Estornudo, tan sonado que a la Plazuela del Aire, en donde se produjo la expansión del señor Castiñeira (otro de los innumerables personajes del libro), se la acabó denominando Plazuela del Estornudo Seismopoion, por cuanto que el ruido que produjo fue tan súbito, redondo y estentóreo, que todo el mundo quedó en silencio, como en espera de consecuencias mayores. Que llegaron, es lo cierto, pero al día siguiente y en forma de noticia de que un tifón de fuerza incalculable, un tifón de tamaño tan grande que los más grandes de la mitología resultaban, a su lado, chiquitos, había devastado las costas del Japón, con más de cincuenta mil muertos en Yokohama y aldeas próximas (y por ello el señor Castiñeira se vio compelido por su honestidad a escribir una carta al Mikado declarándose responsable, pidiendo perdón y ofreciéndose a cumplir en las prisiones japonesas los años de condena que los jueces estimasen oportuno); la insólita petición, publicada en el periódico local y formulada por una comisión de damas de las que ejercen en el Pasaje de la Violada la antigua y acreditada industria de proporcionar a los varones paraísos efímeros a precios accesibles, dirigida a un ciudadano local, famoso por su ciencia y por el calibre y potencia de fuego de su artillería, para solicitar del muy bien dotado individuo su indispensable contribución para solucionar el problema de una de las mujeres, apodada la Estrecha, por razones obvias de su constitución vaginal; las diferencias ostensibles entre los paupérrimos hábitos amatorios de los godos -pobres, monótonos, rutinarios, reprimidos- y los muy libres e imaginativos talentos eróticos de los castrofortinos; el apasionado torneo intelectual para solventar el intrincado problema de cuál de los órganos sexuales, el masculino o el femenino, conoce un mayor número de vocablos alusivos; las numerosas calas, todas ellas discutibles, en la fantasiosa historia de Castroforte del Baralla (la llegada, un día remoto, de Argimiro el Efesio, con sus birremes (o trirremes, ¿quién sabe?); la posterior de cierta tribu ártabra disidente y fugitiva, y la primera destrucción de Castroforte por Celso Emilio el Romano: tres acontecimientos que un ara marmórea, el dolmen que la cobija y las huellas de un incendio formidable pueden probar a quien esté dispuesto a admitirlos como prueba. Porque la cita de Tito Livio es vaga; la de Orosio, inconcreta, y el texto de Hesíodo en que Amoedo hace más hincapié, pertenece a un fragmento de atribución dudosa); los misterios de la escopetástasis, inefable práctica que alude tanto a la política como al sexo: Unas veces quiere decir, un poco a la letra, restauración por la escopeta, revolución; pero otras significa claramente éxtasis por la escopeta. ¿Orgasmo?; el revelador pero nunca del todo entendido Concierto del Humo; la lucha entre los Dioses monóculos y los binóculos, cuyas vicisitudes se retrotraen hasta el Neolítico; los embarazos insólitos (Lilaila quedó encinta del espíritu de Ballantyne, que era íncubo); el fundamentado informe de los ingenieros de la Triangulación Geodésica asegurando la inexistencia de Castroforte; la sorprendente hipótesis según la cual el corredor de Maratón no habría muerto inmediatamente después de haber culminado su hazaña y transmitido su mensaje, como quiere el mito, sino que su fallecimiento se habría producido justamente a mitad del camino, pero tal era su prisa, era tal su obsesión por llegar pronto, que no se dio cuenta; la disparatada historia del Tren Ensimismado, al que se induce un estado mental de ensimismamiento, mediante la construcción de una vía especial, un trayecto circular, cerrado sobre sí mismo, del cual el tren, una vez dentro, no puede salir, de tal manera que, dado su estado de suma concentración, una vez retirada la vía se logra que circule por el aire: el tren pita, sale, adquiere velocidad, entra en el círculo, la incrementa, y empieza a recorrer incansablemente el mismo camino, con la misma prisa que si fuera al infierno. Y ya está. Desde abajo, se retira uno de los arcos, y el tren no se da cuenta. Se retira otro, y otro, y el tren sin enterarse. Hasta que se retiran todos. Si el tren, gracias a su velocidad, ha logrado que todas las moléculas que componen su masa tiendan unánimes hacia adelante, continuará corriendo por el aire indefinidamente, o, por lo menos, hasta que se le acabe el combustible; las sesiones de espiritismo, capaces de traer a Hitler o Goebbels a los recónditos predios gallegos; las muy chocantes apariciones de Unamuno, Cela, Wenceslao Fernández Flórez, el propio Torrente o un Julio Cora Borraja (trasunto obvio de Julio Caro Baroja), mencionados en distintos momentos del relato; las disquisiciones gramaticales y filológicas; el augurio de la muerte de los distintos J.B. de la historia con ocasión de los Idus de Marzo, previsión conocida a través de una determinada conjunción astral que, misterios del Universo, se reproduce en la disposición de unos lunares en las nalgas de una de las Lilailas; los cinco recurrentes mitos de Castroforte del Baralla, de cuya génesis y desarrollo temporal se hace eco la narración de Bastida: el Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Efeso, y las figuras supuestamente históricas del Obispo Bermúdez, del Canónigo Balseyro, del Almirante Ballantyne y del Vate Barrantes; los innegables vínculos entre la historia fundacional del pueblo y las leyendas sobre el Apóstol Santiago (¿Y no se le ocurre a usted que, estando como estamos en tierras jacobeas, la historia que se cuenta en esas piedras sea la del Cuerpo del Apóstol Santiago? Las señas coinciden: barca, ataúd, traslado, bosque...); la concurrencia de otros mitos galaicos: la isla de San Brandán, la sirenas que encandilan a marineros, los sueños que duran siglos, los pajarillos “porteros” del más allá; los procesos medievales contra brujas, nigromantes, herejes y practicantes de la alquimia, todos ellos acostumbrados a los pactos con el diablo; el exhaustivo catálogo de gatos, en un desternillante pasaje en el que Bastida intenta persuadir a uno de estos felinos, indiferente por naturaleza a toda cuestión medianamente espiritual, como la respuesta a la Triple Acuciante Interrogación: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?, de la conveniencia de hacer frente a tal sustancial pregunta (que todo Gato sensible debe plantearse al menos una vez en su vida); los Murciélagos gigantes, cuyos cuerpos son personas desnudas, acopladas, que vuelan de dos en dos; las escenas de la guerra civil, en las que el narrador es detenido por los soldados de ambos bandos tras los sucesivos y azarosos cambios de un lado a otro de las trincheras; los vuelos sobre un tapiz mágico; el indescriptible don Benito Valenzuela, godo activo y singular, que trabaja para el Departamento de Limpieza Pública y Similares, y que atraviesa el libro con su recogedor de basuras o, en su defecto, con maletas, bolsas, carretillas, cajas de sombreros, maletines o carritos en los que deposita todo cuanto va arramblando en su acelerado deambular y que consigna en su escrupulosa estadística (107 Llaves inglesas, 16 Tornillos, 13 Sombreros de señora, 9 Paraguas de caballero, 99 Cometas de papel, 568 Suspiros (que son aire y van al aire), 45 Restos minerales, 1 Niño recién nacido, 75 Zapatillas de brujas desaparejadas, 3 Aerolitos, 12 Proyectos de Reforma Agraria, 9 Cartas de amor y 7 Hojas del árbol caídas); los angustiosos transportes provocados por torbellinos vertiginosos, vórtices helicoidales que difuminan los límites espacio temporales; las manadas de bisontes furiosos montados por emplumachados indios, seguidos de coyotes en manada, solo concebibles a través de los surcos que dejan en la niebla; la modesta y humilde y muy tierna historia de amor entre la pobre, desvalida, sufriente y cariñosa Julia y su feo, desmañado y muy romántico “Joseíño”; entre otras innumerables y descabelladas historias. 

Pero más allá del contenido de todas estas narraciones en el libro destaca la excepcional forma literaria, el modo en que el talento y la indudable facundia de Torrente Ballester, su imaginación exuberante (El riesgo de la literatura española, confesará, es el realismo, el querer copiar la realidad), su indudable y muy perceptible “galeguidade”, su peculiar interpretación del relato oral, mítico y folclórico gallego, nos dan cuenta de esas historias, en un texto muy complejo y también muy completo, que admite lecturas variadas, que se mueve en diferentes dimensiones y se ocupa de frentes diversos alusivos a la historia, la cultura, la escritura, la política, las incontables referencias literarias y culturales, la metaliteratura, los elementos metaficcionales, lo fantasioso, los planteamientos estilísticos, los registros lingüísticos (Realismo, costumbrismo, fantástico, lo onírico, lo surrealista) la oralidad, los escenarios, los tiempos, el humor, lo lúdico, el erotismo, la identidad (Yo no soy nadie. ¡Oh, si fuese alguien, me atrevería a poner mi nombre entero al pie de estas cuartillas, mi nombre con mi apellido, caray, que lo tengo como cualquiera, hijo legítimo que soy, aunque modesto!, escribe Bastida, narrador y personaje en busca de autor), los límites entre realidad y ficción (la pretensión visible, bien de que lo imaginario pasase por real, bien de que lo real se viese inmediatamente introducido en una serie imaginaria, confiesa Torrente a través de la voz que cuenta), el azar, los paralelismos fortuitos, las correspondencias y concomitancias aleatorias. Los profesores Becerra y Gil González, en el mencionado prólogo a la edición de Castalia, y el escritor Andrés Barba, en el de la de Alianza, exploran estas y otras vertientes de la inagotable novela. 

Así, por ejemplo, las influencias, explícitas algunas, veladas muchas más: Cunqueiro, Joan Perucho, el territorio mítico gallego (cita Barba al pintor Urbano Lugrís: pinto en gallego, no puedo ser realista), el Quijote, el ciclo artúrico, obviamente, García Márquez y sus Cien años de soledad, el Ulises de Joyce, la prosa desmesurada de Rabelais, la literatura barroca de Quevedo o de Gracián, Jonathan Swift y sus viajes de Gulliver, con la isla de Laputa también suspendida en el aire, el Tristram Shandy de Sterne, que tan admirablemente tradujo entre nosotros Javier Marías, los elementos burlescos, satíricos, paródicos y alegóricos de Melville, Steinbeck, Faulkner (A ratos me parece reconocer el recitativo de un Moby Dick galleguizado, afirma de nuevo Barba). 

También el erotismo, de presencia abundante, manifiesta y expresa, lo cual puede resultar sorprendente teniendo en cuenta el puritano rigor del franquismo. Ha pasado ya a la cuestionable historia de la censura el dictamen con el que el funcionario de turno dio el plácet al libro (afirma Torrente que no pudo tener tiempo de leerla, pues se la devolvieron al día siguiente de haberla entregado para su eventual corrección): De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una sarta de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación, la denegación no encontraría justificación y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone que se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO»

A destacar también el juego de planos temporales, que se entremezclan y confunden (a propósito de la difícil ubicación temporal de la mayor parte de los lances narrados, de la imposibilidad de conocer la anterioridad o posterioridad de alguna escena, la profesora Becerra cita, con buen criterio y mejor humor, el fragmento de Les Luthiers: No recuerdo si fue antes o después, no, no, fue después… lo que no recuerdo es después de qué). Así, en primer lugar, el pasado legendario de Castroforte, los mitos fundacionales que sitúan su origen en una difusa colonia griega o romana, más adelante el obispo Bermúdez y la represión de la herejía priscilianista, la contrarreforma inquisitorial, las guerras napoleónicas y el cantonalismo republicano del XIX. En este sentido, por este detenerse en una perspectiva poco convencional de la Historia, no sorprende que Gonzalo Torrente Ballester fuera el prologuista de Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España, de Fernando Sánchez Dragó, que, publicado en 1978, obtendría el Premio Nacional de Ensayo un año después, tras haber sido presentado, por el propio autor, en un acto inolvidable en el que Dragó compareció “arropado” por Dámaso Alonso, Fernando Savater, Julio Caro Baroja, Fernando Arrabal, Luis Racionero y Agustín García Calvo; un libro muy original y controvertido en el que se defendía una visión alternativa, ancestral, heterodoxa de nuestra historia, muy presente también en la inflamada imaginación que rezuma La saga/fuga de J.B. En segundo lugar aflora el presente de la ciudad, en la posguerra, con un José Bastida, cronista oficial de Castroforte, que parece escribir desde esa realidad “actual”. Y, por último, el tercer nivel, el muy libre flujo de la conciencia interna del narrador. De entre los muchos pasajes en que se muestra ese entrelazamiento de tiempos, hay uno, prodigioso, en el que se narra un lance de la batalla de Brunete, que se imbrica con otro de un episodio de un combate naval protagonizado por el Almirante Ballantyne, y todo ello bajo la mirada reflexiva del narrador, que se inmiscuye por entre ambas historias. 

En fin, no hay tiempo ni espacio para más. Un libro difícil, complejo, exigente, pero también muy atractivo y estimulante, este La saga/fuga de J.B., la magna obra de Gonzalo Torrente Ballester que he querido presentaros en estos días en los que recordamos el escritor gallego/salmantino en el vigésimo quinto aniversario de su muerte. Os dejo con un breve texto en el que podremos apreciar uno de los nebulosos ascensos a los cielos de Castroforte del Baralla. Tras el fragmento, la conocidísima Marcha Turca de Mozart, que en la novela desencadena el furor discursivo del loro de Reboiras. Aquí suena en la interpretación al piano del talentoso Lang Lang. 

Alejándose imperceptiblemente de su asiento, la ciudad con su niebla se columpiaba en el aire limpio de la madrugada, se mecía como un péndulo lento, como un barco que navegase en un espacio quieto. Si al despegarse había hecho ruido — si la tierra se había quejado—, los ecos del ruido o de la queja habían emigrado ya por encima de la mar, a aquella hora tiernamente azulada: un gran silencio lo arropaba todo y lo colmaba, como si aquella luz creciente del crepúsculo fuese silencio-luz. Hasta que, de repente, sentí un rumor continuo e invariable, no de música, de furia: un rumor que ascendía y se acercaba. Miré hacia abajo. En la mitad del aire, equidistando de Castroforte y la llaga sangrante de la tierra, corría el tren aéreo que yo mismo había inventado. Corría bastante cerca, por sus raíles circulares, aunque tan rápidamente que la sucesión de los vagones se fundía en un solo vagón continuo como el cuerpo de una sierpe, con locomotora en la cabeza y furgón en la cola: tan próximos entre sí, que una vez cada vuelta la locomotora abría las fauces para tragarse el furgón, y al no poder alcanzarlo, le lamía los topes con su lengua de fuego. Presiento que este conjunto veloz, que este fuego voraz entrañaban un importante simbolismo, aunque no supiese bien de qué.

 
Videoconferencia

Gonzalo Torrente Ballester. La saga/fuga de J.B.

miércoles, 24 de enero de 2024

BERNARD MINIER. LUCÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde el comienzo de nuestras emisiones, en octubre de 2010, he mantenido, sin excepciones significativas, una pauta común en mis reseñas: ocuparme aquí de libros que me han parecido de calidad, valiosos e interesantes, en la creencia de que aquellas obras que han podido concernirme, agradarme, atraerme, conmoverme, hacerme reflexionar, cautivarme o entusiasmarme, también pueden provocar esos efectos en muchos de nuestros oyentes. Ese modo de proceder se resume, en definitiva, en mi voluntad de plantearos críticas solo positivas, dejando fuera del foco de mi mirada aquellos libros en los que mis comentarios hubieran de concitar más objeciones que aspectos destacables. Cierto es que, incluso siguiendo un criterio tan optimista y “constructivo”, no he hurtado a nuestros seguidores, cuando así lo he creído oportuno y conveniente, el subrayado de aquellos elementos de los libros reseñados que han podido parecer menos logrados o abiertamente endebles, deficientes, desafortunados o erróneos, pero en el balance final, lo estimable siempre se ha impuesto a lo negativo. ¿Por qué desaprovechar el esfuerzo, la dedicación y el tiempo dedicados a elaborar mi reseña, a emitirla y pasarla al blog, a intentar que llegue a algunos lectores u oyentes, si lo que se pretende es cuestionar una obra literaria señalando que su lectura no (me) ha merecido la pena? Son tantos los libros que el hoy disparatado mercado editorial pone a nuestro alcance y tantos también los que resultan medianamente interesantes, al menos para mi acepto que benevolente juicio, que carece de sentido ocupar nuestra emisión en resaltar los que, siempre desde este personal y subjetivo punto de vista, me han parecido fallidos. Si algo caracteriza Todos los libros un libro es, eso creo, la pasión con la que intento transmitir mi atracción o mi preferencia por un determinado libro, hasta el punto de pretender y desear compartirlo con más gente; y es difícil que pueda haber pasión sin encantamiento o admiración previos. 

Sin embargo, este principio que, insisto, sin excepciones de relieve me ha guiado desde hace trece años, los que dura la ya dilatada vida de Todos los libros un libro, se va a romper en parte en la emisión de esta tarde, pues quiero hablaros de un título que, en cierto modo, “debe” leerse por un par de razones que justificaré a continuación, pero que, pese a ello, acumula más de un motivo para que lo desechemos sin siquiera abrirlo en virtud de infinidad de reparos que a mí mismo me han asaltado a medida que iba avanzando en sus páginas. Debo decir también, antes de empezar con la explicación de las muchas debilidades y las escasas fortalezas de la obra escogida para centrar la emisión de esta tarde, que mi “evaluación” negativa surge a contracorriente de las opiniones mayoritarias de crítica y, sobre todo, público, que se han decantado fervorosa y casi unánimemente por los elogios al libro. 

En marzo de 2022, Bernard Minier, un reputado escritor francés de novela negra, presentó en su país Lucia (así, sin tilde, en la versión original) con un inmediato éxito de lectores, previsible dada la rutilante carrera literaria previa de su autor. El libro, titulado ya Lucía, con la preceptiva tilde en español, se presentó entre nosotros en mayo de ese mismo año en la editorial Salamandra y con traducción de Dolors Gallart, a la que se le escapa un erróneo “de cuclillas” (lo correcto es “en cuclillas”) y un catalanismo muy reiterado entre los hablantes de dicha lengua (“ya le iba bien”) y que no suena “natural” en nuestro idioma (“le venía bien”, parece más ajustado e idóneo). 

Bernard Minier, nacido en Béziers en 1960, pasó su infancia en Montréjeau, en la región de Haute-Garonne, en la vertiente francesa de los Pirineos oscenses. Su madre, llegada a Francia a la edad de ocho años, era originaria de Graus, un pueblo del Alto Aragón que desempeña un papel importante en la novela de la que ahora os hablo. Los vínculos de Minier con España no se limitan a la genealogía y la cercanía de su domicilio, sino que en 1982 vivió un año en nuestro país, coincidiendo con la eclosión de la “movida” (en la biografía que incluye en su página web resume la experiencia con un esclarecedor “Sexo, drogas y San Miguel”), no alejándose nunca del todo de este vínculo español. En 2011, con más de cincuenta años, publica Bajo el hielo, el primer libro de la serie del inspector Martin Servaz, que obtendrá varios premios de literatura policiaca, se convertirá en una celebrada serie televisiva y será aclamada por la crítica, además de contar con una extraordinaria acogida entre los lectores. El círculo, No apagues la luz, Noche y Hermanas, son el resto de novelas de la serie publicadas en España, las dos primeras en la editorial Roca y el resto en Salamandra, todas en traducción de Dolors Gallart (hay otras tres que siguen inéditas entre nosotros), ninguna de las cuales he leído pese a que también han logrado una sobresaliente repercusión, con ediciones en una muy larga treintena de países (en Lucía el autor se despide de sus lectores de esta guisa, algo presuntuosa: A mis lectores españoles, y también a mis lectores alemanes, americanos, árabes, australianos, austriacos, belgas, búlgaros, canadienses, checos, coreanos, daneses, eslovacos, griegos, holandeses, húngaros, indonesios, ingleses, israelíes, italianos, japoneses, latinoamericanos, letones, noruegos, polacos, quebequeses, rumanos, rusos, serbios, sudafricanos, suizos, taiwaneses, turcos, ucranianos, vietnamitas, y, sobre todo, a mis lectores franceses, cada vez más numerosos: gracias). La nota editorial con la que Salamandra presenta el libro nos habla de más de cinco millones de ejemplares vendidos de su obra, y lo califica de “referencia imprescindible del thriller francés y europeo” (una vez más, en el apunte biográfico que Minier, poco modesto, incluye en su página web recoge que la prensa italiana lo ha calificado de Il più grande giallista europeo, y que El País lo ha denominado El nuevo rey del thriller). 

Y, pese a ello, esta Lucía, que esta tarde comparece en Todos los libros un libro, no está la altura, como luego veremos, de estas encomiásticas opiniones ni de estos antecedentes triunfales. Hay que decir, de entrada, que en Lucía Menier cambia de protagonista, abandonando temporalmente a su “favorito” y ya consolidado como referencia del género Martin Servaz para presentarnos a Lucía Guerrero, una teniente de la UCO, la Unidad Central Operativa, el cuerpo de élite del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil. Con ella se abre, al parecer, un nuevo ciclo de novelas del que ya se anticipan próximas entregas y en las que no solo el foco se desplaza a la impulsiva y algo ruda policía española, sino que se dejan atrás los escenarios frecuentados por el comandante de Toulouse para saltar a nuestro país, en una trama argumental con frentes en Madrid, Segovia, Benalmádena, Graus (en la comarca de Ribagorza, en Huesca) y, principal motivo de mi elección del libro para la recomendación de esta semana, una Salamanca universitaria presente en muchas de las páginas de la novela y de importancia capital en el desarrollo de su intriga. 

Estamos en noviembre de 2019. En una tempestuosa y oscura tarde de relámpagos, truenos y lluvia desmesurada, en la cima de una pequeña colina que despunta sobre un descampado a treinta kilómetros al noroeste de Madrid, en un monumento, tres grandes cruces negras, que representa la crucifixión los guardias civiles destacados al lugar, entre ellos la teniente Guerrero, alertados por la llamada de un supuesto testigo, se encuentran con que en una de las cruces, la de la derecha del Cristo, la estatua del ladrón, que yace en el barro cercano, ha sido sustituida por un cuerpo “real”, un hombre, desnudo y lívido, con los brazos en cruz y la cara vuelta hacia el cielo, con un destornillador clavado en el corazón, varias veces y con una violencia extrema, pues hay indicios de enseñamiento, y que flota como “suspendido” en el aire, al habérsele embadurnado de cola la espalda, las nalgas, las pantorrillas, la parte de atrás de los brazos, las manos y la cabeza, y pegado el cuerpo al pilar en tan dramática composición. Se trata de Sergio Castillo Moreira, un sargento del Instituto armado, treinta y cinco años, casado, padre de dos niñas y compañero -y ocasional amante- de la propia Lucía. Este es el desencadenante de la novela -la escena descrita se nos muestra en sus tres primeras páginas- que, en síntesis sencilla, dará cuenta de la investigación que llevará a cabo la teniente -doblemente implicada, por su condición profesional y por el vínculo personal con el asesinado- para descubrir al culpable de la espeluznante muerte. 

En su búsqueda, que se lleva a cabo en un frenético lapso de apenas doce días, surgirán extrañas conexiones, reaparecerán crímenes antiguos no resueltos y perpetrados con un modus operandi similar, la acción de desplazará de uno a otro punto de España, se incorporarán a la indagación un catedrático universitario salmantino de Criminología y un grupo de sus estudiantes, informáticos que han desarrollado un programa -con ayuda de la Inteligencia Artificial- que detecta coincidencias entre miles de crímenes registrados, se cruzarán personajes diversos -guardias civiles retirados, el consejero de Educación de la Junta de Castilla y León, profesores de la Universidad, familiares de la investigadora-, complicándose la pesquisa en derivaciones e “hilos” inesperados, en un relato intenso, que atrapa al lector y se lee en un par de arrebatadas tardes, como suele ocurrir con los mejores exponentes del género. Esta capacidad para captar la atención del lector, para estimularlo, seducirlo e implicarlo intelectualmente en la resolución de la intriga, para sorprenderlo y provocarlo con la dosificación de nuevas e inquietantes ramificaciones de la trama, para inducir su irrefrenable avance por entre las páginas de la novela, para impedir que pueda abandonar la lectura, cautivado por las diversas y sorprendentes vicisitudes de su desarrollo, es, sin duda, la razón fundamental por la que merece la pena dedicar unas horas de nuestras vidas a compartir las experiencias de la tenaz, rebelde e independiente teniente Guerrero. Un buen libro de entretenimiento, subyugante en la sucesión de peripecias, inteligente en su planteamiento y que, además, permite variados niveles de lectura a partir de la multiplicidad de referencias culturales, literarias y artísticas que incluye. 

Lo es también, causa suficiente para leer Lucía, sobre todo quienes accedan al libro desde una vinculación previa con Salamanca, la fuerte presencia -y también precisa, detallada, aunque algo tópica- de la venerable ciudad universitaria, como marco muy relevante en el desenvolvimiento argumental de la novela. Salamanca está presente, desde antes del comienzo de la narración, en el plano inicial (hay otro, de Segovia, al final del libro) obra de un incógnito Noël Meunier (mis también algo detectivescas búsquedas en internet no han logrado encontrar rastro alguno de su existencia); en sus calles (las muy añejas y significativas calles Libreros, Compañía o Doctrinos, pero también la anodina Avenida de los Maristas, entre otras muchas); en sus espacios, tanto los más actuales (la librería de viejo La Galatea, otra librería, más moderna, Letras corsarias, el Camelot, el Gatsby y otros locales de copas, el campus Miguel de Unamuno, su biblioteca, las aulas de la Facultad de Derecho, el Hospital Virgen de la Vega) como los históricos (el Liceo, la Plaza Mayor, el edificio histórico de la Universidad, con su fachada y su paraninfo, las aulas Dorado Montero, Unamuno y Fray Luis de León, la simbólica escalera con su bajorrelieve del siglo XVI, la formidable Biblioteca General, los vítores); en sus personajes (profesores, catedráticos, la directora de la Biblioteca Francisco de Vitoria, alumnos; en los agradecimientos finales Menier menciona, con nombres y apellidos, a algunos de los que le han ayudado o servido de inspiración en determinados aspectos de la novela: Eduardo A. Fabián Caparrós, catedrático de Derecho Penal; Eduardo Hernández Pérez, responsable de biblioteca; Mariate Soria Alonso, directora de la Francisco Vitoria, entre otros); en la atractiva atmósfera estudiantil, aunque descrita de modo algo previsible, como cuando, en un evocador y melancólico paseo nocturno (La noche de Salamanca era una noche con varios siglos de antigüedad), el narrador comenta ante la mucha gente en las calles: Casi todos eran jóvenes. Casi todos, estudiantes. Casi todos, estudiantes borrachos. El diploma de juerguista era sin duda el que más se entregaba en Salamanca. Los estudios y la fiesta habían convivido siempre en armonía en la ciudad; y, sobre todo, en su noble tradición universitaria reflejada en su insuperable pasado académico, en sus ocho siglos de antigüedad, en su prestigio cultural y humanístico, en su entrega al saber, a la erudición, al conocimiento, en su monumentalidad “viva” (esta ciudad está llena de imágenes, de símbolos), en la solemnidad de sus ceremonias (una “escena del libro” nos lleva a la inauguración del curso académico 2019-2020). Solo por esta “inmersión” en la realidad salmantina -junto con, ya se ha dicho, el interés intrínseco a la trama detectivesca- la novela merece una “oportunidad”. 

Una oportunidad que, sin embargo, deberá sobreponerse a muchos obstáculos en su contra, pues son innumerables las razones por las que, siempre a mi juicio, estamos ante una novela fallida, fundamentalmente por la acumulación de tópicos, lo forzado de muchas de las situaciones descritas y lo inverosímil de la trama. Intentaré dar cuenta de todo ello sin destripar en demasía la intriga que constituye el núcleo central de la historia, sobre todo en lo que tiene que ver con las causas, los motivos y los responsables del crimen inicial y, ya lo anticipo, de los que lo seguirán en el curso del relato. 

Empecemos el interminable recuento de desaciertos deteniéndonos en la construcción del personaje principal. De todos los lugares comunes del género negro que Minier ha querido reunir, en densa aglomeración, en su novela, son quizá los que afloran en la caracterización de la teniente Guerrero los más burdos. De entrada, su perfil remite a un estereotipo ya bien conocido (y desgastado por el muy frecuente uso en libros, películas y series; pienso, por ejemplo, como arquetipo de esa “tipología”, en Lisbeth Salander, la “antiheroína” de Stieg Larsson a la que muy obvios intereses editoriales están haciendo perdurar mucho después de la muerte de su creador) de la mujer fuerte, decidida, implacable, algo arisca y rebelde, que no respeta las convenciones, ni siquiera los códigos de su propia profesión. Con treinta y pico años, atractiva físicamente (Una cara bonita, resultado de la mezcla de genes de su ADN, rusos por parte de madre y españoles por parte de padre… Ojos castaño oscuro moteados de oro, pestañas largas y una melena negra y reluciente con un flequillo recto hasta las cejas, como si llevara una cortina en la frente), su presencia impone, pese a su delgadez y sus reducidos 1.62 metros de altura, por su “hábito”: vestida de negro de pies a cabeza (Vaqueros negros, camiseta negra, cazadora de cuero negro) y con su cuerpo surcado por trece tatuajes que, pese a su discreción -ninguno es fácilmente visible cuando viste el uniforme, como es preceptivo-, resultan improbables, por su profusión y sus características, en un miembro de la Guardia Civil: una calavera de doce centímetros en el bíceps izquierdo, recuerdo de unas vacaciones en México, una rosa con espinas ensangrentadas cerca del pubis, unos bailarines de tango en una pantorrilla, una brújula con la aguja apuntando al corazón bajo el pecho izquierdo, frases, cifras, estrellas, símbolos. Además, en la espalda tenía un tatuaje inmenso que iba desde los omoplatos hasta la zona de los riñones. Se trataba del perfil de una silueta con los brazos abiertos. Pero no era un Cristo. O, mejor dicho, se trataba de su Cristo particular. De este Cristo personal (como puede apreciarse, es este detalle, la “postura” del cadáver encontrado y la imagen de la espalda de la policía, el primer vínculo inusitado, la primera coincidencia de las muchas que, sin demasiada consistencia, aparecen en el texto) hablaremos más adelante. Pero no es solo el aspecto físico lo que resulta previsible en el retrato de la protagonista. Su “composición” psicológica incide en los rasgos más consabidos en este “tipo” de investigador de novela. A lo largo del texto se la describe como alguien con mucho carácter, impulsiva (ese tipo de reacciones impulsivas las que le habían destrozado la vida), inestable, violenta e incontrolable, individualista e incapaz para el trabajo en equipo, fastidiosa, con tendencia a saltarse las reglas, generadora de complicaciones para los compañeros, irascible (estuvo a punto de estampar el teléfono contra la pared), terriblemente testaruda, poco dada a limar asperezas, cabezota insoportable, nada sumisa, poco proclive al halago gratuito y a hacerle la pelota a nadie, escasamente sociable y celosa de su privacidad, no apta, en definitiva, para estar en la UCO, como señala alguno de sus colegas. Pese a ello, su independencia, su tenacidad y su competencia la han hecho merecedora de una impresionante hoja de servicios

Pero aún hay más. Para completar la muy convencional estampa y en otra de las derivadas más previsibles en esta vertiente del género negro, no podían faltar en Lucía las muestras de una personalidad conflictiva y un alma torturada, que se manifiestan en el enfado constante, la irritación, la soledad, el desapego. Aquí comparecen el complejo y a menudo airado trato con su expareja Samuel; los tórridos, clandestinos y adúlteros encuentros sexuales con el compañero fallecido; el amor teñido de culpabilidad por su hijo Álvaro, que vive con su padre y al que ella descuida a causa de las exigencias de su profesión y lo singular de su temperamento; el cuidado de su madre viuda y enferma, tampoco suficientemente atendida por ella; la esporádica, fría, distante y también espinosa relación con Adrián, su amante circunstancial aunque duradero (más de un año de contactos relativamente subrepticios); y, sobre todo, el profundo lastre que supone en su carácter la muerte de su hermano menor Rafael, a quién Lucía estaba muy unida desde que ambos eran niños y que acabaría suicidándose tras una adolescencia tortuosa (sensibilidad enfermiza, esquizofrenia, peligrosos coqueteos con los abismos de las drogas). Su hermano Rafael, destruido por la droga. Rafael… su Syd Barrett particular; en una de las varias y algo impostadas referencias musicales de la novela. Rafael, grabado para siempre en su piel, es el doliente Cristo que lleva en su espalda, un tatuaje, el primero, que se hizo pocas semanas después de su muerte. 

Tópica es también, y tediosa por reiterada, la enésima incursión en los procelosos territorios del mal, de la oscuridad, de la noche, de lo dark y lo gótico, de lo sombrío y lo demoníaco, de lo tenebroso y lo siniestro a los que ya apuntan la vestimenta y la idiosincrasia de la protagonista y, claro está, lo pavoroso del crimen inicial y de los que lo siguen (o preceden, como luego se entenderá). Ya en las citas iniciales de Swinburne (La noche, sabueso negro/persigue al cervatillo blanco del día), de El estudiante de Salamanca, de Espronceda (Era más de media noche,/antiguas historias cuentan,/cuando en sueño y en silencio/lóbrego envuelta la tierra,/los vivos muertos parecen,/los muertos la tumba dejan./Era la hora en que acaso/temerosas voces suenan/informes, en que se escuchan/tácitas pisadas huecas,/y pavorosas fantasmas/entre las densas tinieblas/vagan, y aúllan los perros/amedrentados al verlas) y del grupo de Jared Leto, Thirty Seconds To Mars, en su canción 100 Suns (Yo no creo en nada: ni en el día ni en las tinieblas), se nos anticipa esa atmósfera opresiva y aterradora en la que se va a desenvolver el libro. Y a partir de ellas, se suceden los leitmotivs habituales de esta vertiente del “noir” (nunca más a propósito la denominación): horrendos crímenes en serie; asesinos de inteligencia extraordinaria y desafiantes que envían mensajes anónimos a la prensa o a la policía para retarlos a que los detengan; soportables -afortunadamente- dosis de gore; alusiones más que explicitas al slasher, con la impostada y, al término, defectuosamente explicada presencia de un depredador sexual asaltando estudiantes en la noche salmantina; conveniente y muy políticamente correcto feminismo à la page, ostensible tanto en la figura de la “empoderada” protagonista como en la subrayada denuncia de los feminicidios; investigadora díscola e insubordinada que se enfrenta por sí sola y bordeando peligrosamente los límites de la legalidad (si no traspasándolos de modo abierto) al Mal absoluto; perversas redes de pederastas; persecuciones por los tejados; puertas chirriantes anticipatorias de peligros innominados; sótanos lóbregos, escenarios de torturas escalofriantes; infantiloides universitarios de películas de serie B que se implican en la investigación policial con un talante que recuerda a las bienintencionadas ingenuidades de “los cinco” de Enid Blyton; trastornos extremos de comportamiento, personalidades múltiples, identidades disociadas; obligada presencia de psiquiatras; sobreabundancia de explicaciones psicologistas superficiales y demasiado forzadas, simplistas, para resolver las causas de los crímenes (traumas infantiles, crueldad hacia los animales y hacia los otros niños, rechazo a la autoridad, familia desestructurada, padre violento y maltratador, relación fusional de amor/odio con una madre [cuyo adulterio flagrante presencia el niño en la infancia] a la vez idealizada y odiada (…). A los diez años el asesino clavó la punta de un compás en la frente de uno de sus compañeros de clase porque se había burlado de su baja estatura; ergo, décadas después te conviertes en asesino en serie). 

Pese al aparente refinamiento del recurso, la exquisitez pretendida y la pátina de inteligencia de la que el autor parece querer presumir, tosca es igualmente -y escasamente original a estas alturas de la evolución de la novela policial, con, al menos, una decena de detectives e investigadores criminales en la literatura de cada país que han agotado toda cuanta ramificación de los elementos del género pueda concebirse (y aun las inconcebibles)- la ya tediosa vinculación de los crímenes con algún hilo conductor externo, más o menos cultural: los siete pecados capitales del Seven de David Fincher, los versos de Edgar Allan Poe en El poeta, de Michael Connelly, la “excusa” del asesino del Zodíaco y tantos otros casos similares de asesinos “intelectualizados”, a los que se une ahora el responsable de los crímenes cuyos enigmas pretende desentrañar Lucía Guerrero, inspirado, eso se nos cuenta, en tres cuadros -Píramo y Tisbe, de Jean-François de Troy, Céfalo y Procris, de un artista anónimo, y La muerte de Jacinto, de la escuela italiana- basados en la Metamorfosis de Ovidio, los cuales, una vez identificados tras el también tópico rastreo de los investigadores por los muy raros ejemplares que custodia la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, acabarán por permitir el desenmascaramiento del asesino. 

En este sentido, en lo que tiene que ver con las “coartadas culturales” de los crímenes, recurso, como digo, ya cargante por su escasa originalidad, Minier fatiga al lector -y lo lleva, al menos en mi caso, al límite de la exasperación- con lo que se percibe como una evidente impostura, un intento, a todas luces, forzado, de salpicar su relato con referencias literarias, musicales o cinematográficas “elevadas”. De tal manera que la constante interpolación de citas, alusiones o “píldoras” culturales acaba por ser vista como una irritante manifestación de la aparente narcisista necesidad del autor de dejar constancia -subrayándolas en demasía- de su sabiduría y su erudición. Y ya no son solo, por tanto, los muy artificiosos vínculos con las Metamorfosis de Ovidio y con sus interpretaciones pictóricas, sino que el libro está cruzado por menciones -a menudo superficiales, como metidas con calzador- a las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, El desierto de los tártaros, la metafísica novela de Dino Buzzati, San Agustín, Shakespeare y su Ricardo III, Las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade, la Elektra de Richard Strauss, las bergmanianas Fresas salvajes y El último sello, la autora de thrillers Natsuo Kirino (que hace años os traje a Todos los libros un libro, con su muy interesante Out), Simenon, Agatha Christie y Vázquez Montalbán, el Laurence Olivier de Marathon Man y el Robert Mitchum de El cabo del miedo o las fotos de Cristina García Rodero, que, siendo magistrales en sí mismas, su utilización por Minier resulta artificiosa, un enfático y fracasado intento de enlazar los crímenes de su relato al tópico de la España negra, bárbara, irracional y atrasada que tan bien refleja la obra de la genial fotógrafa manchega: Era la España de los años sesenta y setenta, la España profunda, ancestral, la que permanecía oculta y lejos de los circuitos turísticos, la de Franco y la fe católica. El aliento de la vida y la pulsión de la muerte. El misticismo, lo sobrenatural y el masoquismo. El sentimiento de lo sagrado, de lo religioso, mezclado con las fuerzas vitales más turbias y obscenas

La recurrente utilización de lugares comunes por parte del escritor francés alcanza cotas insoportables en la descripción del entorno del Departamento de Criminología que colaborará con la teniente Guerrero en el esclarecimiento de las escalofriantes muertes. Para empezar, el “retrato” de su responsable, Salomón Borges, un catedrático de Criminología y de Criminalística en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, de 62 años, y de su actividad docente, resulta inconcebible: viudo, solitario, añorando a su compañera de vida -habla con ella, con sus fotos, en las vastas dependencias de su casa salmantina en la céntrica calle Zamora-, canturreando el Yesterday de los Beatles como recuerdo permanente de su amor imperecedero. Su caracterización es, de nuevo, enfática, poco creíble, ficticia: un individuo entrañable y bonachón, con su aura melancólica, su colección de soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas, con los que disfruta como un niño (aunque Minier no puede dejar de mostrarse trascendente: Aquellas figurillas petrificadas en pleno movimiento le recordaban todas esas guerras de los siglos anteriores que podían resumirse en una sola: la guerra que eternamente perdía la humanidad contra la muerte), sus inenarrables clases, de un colegueo infantiloide estomagante, su increíble -literalmente- capacidad de seducción, que lo lleva, en un inciso delirante, a convertir un encuentro casual en una plaza con una docena de jóvenes que habían salido del bar de al lado y seguían bebiendo en plan botellón en una interesante clase de todo punto imposible. A primeras horas de la mañana, y ante una audiencia de chicos resacosos tras la noche interminable, dicta su lección: Ya lo veis, el ser humano es un animal social y un animal violento por excelencia. No se puede remediar: es así. Y al igual que ocurre con los animales más evolucionados, la violencia más brutal no se da entre individuos, sino entre grupos. Pongamos, por ejemplo, los gorilas de las montañas de África Central. No tienen nada que ver con King Kong. Dian Fossey, que los estudió durante dos décadas, los describió como los animales más pacíficos de la tierra, aunque se vuelven feroces cuando dos grupos se encuentran cara a cara. El setenta y cuatro por ciento de los machos observados tienen marcas provocadas por las profundas heridas infligidas durante los enfrentamientos entre los distintos grupos de la zona). Y los jóvenes embebidos: Parecían apasionados por lo que les contaba. Minier aún se atreve a escribir: —¡Cuéntenos otra historia! —pidió un chico. ¿Alguien puede creer en la verosimilitud de la escena? En fin, impostura y artificio ilusorios a los que resulta difícil sobreponerse. 

Y otro tanto ocurre con el elenco de sus “privilegiados” alumnos, a los que dirige en el proyecto DIMAS, una base de datos supuestamente muy innovadora (una antigualla, dados los tiempos que corren) capaz de cruzar la información de los diferentes archivos de la policía y la Guardia Civil para encontrar pautas entre miles de crímenes, sin importar dónde y cuándo se han producido, facilitando así a los investigadores su resolución. El tratamiento de este “hilo” del relato es también superficial y acorde a lo tantas veces ya representado, sobre todo, en el cine: un puñado de jóvenes, nerds en distintos grados, que desde su ordenadores encuentran las claves de difíciles casos de asesinatos cuya clarificación se les escapa a los profesionales, al modo en que, en otros ámbitos, unos jóvenes que habían empezado haciendo bricolaje en un garaje ahora estaban lanzando naves tripuladas al espacio, creaban aplicaciones que utilizaban miles de millones de personas y fabricaban criptomonedas que no tardarían en sustituir a las monedas oficiales. Si Jobs, Zuckerberg y Bezos, desde esos inicios, habían sido capaces de crear Apple, Facebook o Amazon, entonces, nos dirá con ingenuidad sonrojante Minier, ¿por qué no podían crear algo extraordinario unos estudiantes de la USAL? 

En este caso, además, la nómina de doctorandos que dirige el bueno de Salomón responde a otra de las evidentes debilidades del libro, la insufrible corrección política, ya mencionada a propósito de las gotas de feminismo “canónico”, y patente también en la crítica no tan velada a la homosexualidad reprimida públicamente por los prejuicios sociales, y presente aquí en las indispensables dosis de diversidad (de todo tipo) entre los miembros del grupo: Haruki Tanizaki, de Osaka, que pone la cuota asiática; Cordelia Blixen, de Copenhague, especializada en Lingüística Forense; Assa Diop, francesa de origen africano, de raza negra, por supuesto, y muy “cómoda” en su conveniente rol de “rebelde” con causa; Ulysses Joyce, inglés de Bath, alto y espigado como un gato flaco, con orejas prominentes y granos de acné algo tardíos, incurriendo Minier, sin recato alguno, en la muy manida representación del informático friki; Alejandro Lorca, de Linares; Verónica Gaite, salmantina y de la que por toda descripción (escuetas y banales en cada uno de los casos) se nos dice que porta un tatuaje en el antebrazo derecho que representaba el baile de los protagonistas de Pulp Fiction, su película favorita, aspecto sin duda trascendental para la completa caracterización psicológica del personaje. Nótese, por cierto, la burda -una vez más- maniobra de dotar a las intelectualmente imberbes (valga el despropósito de imagen) luminarias criminalistas de apellidos ostensiblemente relacionados con escritores: el Borges del propio “cabecilla”, Joyce (¡de nombre Ulysses!; ¿no quieres caldo?, ¡toma dos tazas!), Haruki (como Murakami) Tanizaki (como Junichiro, el clásico japonés), Lorca, Gaite, Blixen o el, entre nosotros menos conocido, senegalés Diop. Absolutamente patético y hasta risible. 

La impresión que asalta al lector, una y otra vez, es que Minier ha intentado meter todos los posibles tópicos del género en un único relato, con las presumibles e inevitables consecuencias de haber convertido su libro en un pastiche, en la categórica acepción que del término hace la Real Academia de la Lengua española: Imitación o plagio que consiste en tomas determinados elementos característicos de la obra de un artista [un género literario, en este caso] y combinarlos de forma que den la impresión de ser una creación independiente. Si a eso le añadimos la cantidad de personajes supuestamente relevantes pero de paso fugaz por el libro (el amante, el exmarido, la madre y el hijo de la protagonista, algún profesor universitario, los chicos de Dimas, el testigo y principal acusado del crimen inicial); las muchas tramas episódicas que se abren a digresiones superfluas, sin tratamiento consistente, y que se agotan al poco de iniciadas, sin aportar nada y haciendo que, en consecuencia, el lector las olvide para siempre, tras constatar su irrelevancia y despistarse una y otra vez del hilo conductor central (el juicio por el caso del Asesino del Martillo; Japón y la yakuza; la aparatosa operación de la UEI, la Unidad Especial de Intervención, en el domicilio del clan de los Lozano, notorios narcotraficantes; el trastorno de personalidad de un sospechoso; la doble vida del Consejero de Educación castellano-leonés; las agresiones sexuales en la Universidad, -¿crees que podría tener algo que ver con nuestro caso?- se pregunta, sorprendida, la policía y el lector comparte su extrañeza mientras piensa: “¿a qué vendrá esta historia paralela?”; la explicación de los pormenores de la escalera de la Universidad salmantina, con la mención a la oposición entre el Bien y el Mal; incluso las derivaciones del crimen de Graus, tres décadas previas al comienzo de la trama de la novela); los guiños demasiado evidentes de un autor que parece hacer ostentación de su inteligencia ante un lector al que supone tonto; las muy improbables coincidencias que “explican”, en teoría, las claves de los crímenes (a modo de ejemplo: el programa DIMAS lleva el nombre del buen ladrón bíblico, en una remisión supuestamente sutil al asesinato que desencadena la acción novelesca. ¿Sutil? Minier no puede dejar de manifestar su voluntad de que el lector sea consciente de su ingenio incorporando en un pasaje la -una vez más- pedante explicación: DIMAS, también conocido como Dismas, Desmas o Dumachus, del griego dysme, «crepúsculo», patrón de los ladrones, era el nombre que habían elegido para su programa «ladrón de datos»); la imposibilidad material de llevar a cabo tantas acciones descritas, tantos episodios, tantos desplazamientos -Huesca, Benalmádena, Segovia, Madrid, Salamanca- una y otra vez, de aquí para allá, con los viajes en coche, los correspondientes protocolos de actuación, los interrogatorios, el cotejo de pruebas, la consulta de documentos en archivos y bibliotecas, las persecuciones, los disparos, los levantamientos de cadáver, etc…. ¡¡en tan solo doce días!!; lo improbable de la relación, cercana, familiar, casi íntima -sin connotaciones sentimentales o sexuales, obviamente- entre el veterano catedrático y la arriscada policía; la poco exigente jornada de trabajo “oficial” de la policía, que campa a sus anchas por el relato sin someterse a obligación laboral alguna; la sobreabundancia de coincidencias inverosímiles (un contrato de alquiler que alguien firma, en un descuido imperdonable, como Naso -siendo Publius Ovidius Naso era el nombre completo de Ovidio- y que pone a los investigadores sobre la pista del sospechoso; un doble fondo en un armario encontrado inopinadamente, en un caserón con múltiples habitaciones e infinidad de muebles, y que constituye la apertura exclusiva a uno de los tenebrosos escenarios de los crímenes; el hallazgo imposible de un diario, que resolverá un delito, y que aparece por azar, sin buscarlo -pues no se tenía noticia de su existencia-, en una vasta biblioteca poblada por miles de libros); y, por último, una explicación final en la que, supuestamente, deberían quedar aclarados todos los hilos sueltos pero que deja al lector sumido en el desconcierto, la confusión y la perplejidad. Ante tanto dislate junto, el dictamen último no puede ser otro que el que nos hallamos ante una obra inconsistente, endeble, claramente fallida, poco creíble y, en algunos aspectos, rozando el disparate. 

Leed, no obstante, esta Lucía. El paseo literario por Salamanca y las horas empleadas en seguir la intriga policiaca pueden, quizá, merecer la pena. De no ser así, no desesperéis porque la semana que viene volveré con nuevas recomendaciones, sin duda más estimulantes. Ahora os dejo con un fragmento del libro, en el que se recrea la figura de Ovidio en la explicación del inefable Salomón Borges. Tras él, 100 Suns, la canción de Thirty seconds to mars parte cuya letra se recoge en una de las citas iniciales del libro.


En cuanto a Ovidio, el hecho más conocido de su vida es su exilio lejos de Roma, y aun así se trata de una de las cuestiones más misteriosas de la Antigüedad. Ovidio era un poeta adulado y famoso. En esa época, en Roma, los poetas gozaban de tanta popularidad como los actores de hoy en día. Sin embargo, en el año 8 de nuestra era fue desterrado de manera fulminante por orden del emperador Augusto, y no a cualquier sitio, sino a los confines del mundo conocido, a Tomis, una aldea siniestra, oscura y glacial, donde la gente no hablaba latín y era mucho menos refinada que los romanos. Tomis se encontraba en lo que hoy en día es el este de Rumanía, en la costa del mar Negro. De la noche a la mañana Ovidio debe, pues, abandonar a su esposa, su familia y sus amigos, dejar atrás todos sus bienes y sus propiedades, su agradable vida romana y su carrera, y marcharse en un barco con destino a esos territorios lejanos en los límites del imperio. Nunca regresó a Roma. Murió en el exilio, solo, lejos de los suyos y de su casa, como un perro. Allí escribió unas cartas que se cuentan entre las más conmovedoras y desgarradoras de toda la literatura. Están reunidas en dos recopilaciones, las Tristes y las Pónticas, porque la remota región donde estaba desterrado se llamaba por aquel entonces Ponto Euxino. 

Fijó la vista en el fondo de su taza. Lucía advirtió que estaba emocionado, como si, después de tantos siglos, siguiera conmoviéndole el terrible castigo infligido por el emperador Augusto al desdichado poeta. 

—Esas cartas son gritos de dolor, de desesperación. Son también súplicas, porque en ellas suplica a sus antiguos amigos que lo ayuden a recuperar el favor de Augusto, para regresar a Roma o, al menos, para lograr que el emperador lo destierre a un lugar menos horrible. En Tomis los inviernos son largos y rigurosos, los ríos quedan helados, la nieve… que lo romanos apenas conocen… cubre los techos y las murallas. El comportamiento de sus gentes es violento y la guerra con las hordas bárbaras vecinas es incesante y llega incluso a las puertas de la ciudad. En resumidas cuentas, para Ovidio Tomis era un verdadero infierno. 

Se la quedó mirando un momento. 

—El exilio de Ovidio es uno de los acontecimientos más enigmáticos de la Antigüedad. ¿A qué se debió semejante castigo? Oficialmente fue para castigarlo por la inmoralidad del Arte de amar, pero este poema elegiaco había sido publicado siete años antes sin suscitar el menor problema. En realidad se cree que quizá no fue ésa su única falta, que debió de haber incurrido en otra mucho más grave a ojos del emperador para merecer tal castigo. No obstante, dicha falta se mantuvo en el más estricto secreto. El único rastro que se ha conservado es la alusión que el mismo Ovidio hace en sus cartas a esa segunda falta, más grave que la primera pero involuntaria, y que sería según él el verdadero motivo de su exilio. Lo que escribió fue más o menos esto: «Me castigan porque mis ojos vieron algo sin querer y mi único error es haber tenido ojos.» Sin duda tenía que ser algo relacionado con el emperador Augusto… El misterio que envuelve este asunto acumula desde hace dos mil años un sinfín de conjeturas entre los especialistas de la Antigüedad, incluidos los de la USAL… 
 
Videoconferencia
Bernard Minier. Lucía

miércoles, 17 de enero de 2024

HÉCTOR RUIZ MARTÍN. ¿CÓMO APRENDEMOS? 

Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a disfrutar con nosotros de una nueva propuesta de lectura, hoy no estrictamente literaria, ya que mi sugerencia es de índole ensayística, alejada, por tanto de los territorios habituales de la Literatura -la narrativa y la poesía-, en los que se desenvuelve habitualmente nuestro espacio. Porque esta tarde, siendo el curso académico el marco de referencia temporal que delimita nuestro calendario radiofónico, me acojo a esa circunstancia y, como tantas otras veces en estas fechas en las que se reanudan las actividades escolares, tanto en secundaria como en la Universidad, quiero aconsejaros la lectura de un libro que tiene a la educación como protagonista central. Un libro que deben leer, sin duda alguna (soy categórico), todos los que, como yo mismo, se dedican profesionalmente a la docencia (se trata de una obra con un destacado componente técnico) pero que interesará también a cualquiera que se preocupe por esa esencial dimensión de la vida humana y que tiene que ver con el aprendizaje y la enseñanza. Se trata de ¿Cómo aprendemos?, su autor es Héctor Ruiz Martín y vio la luz en 2020 en la editorial Graó, un sello que cuenta en su catálogo con una amplia variedad de publicaciones pedagógicas. 

Vasta es también la trayectoria investigadora y editorial de su autor. Héctor Ruiz Martín es director de la International Science Teaching Foundation. Biólogo e investigador en los campos de la psicología cognitiva de la memoria y el aprendizaje, ha sido profesor tanto en educación secundaria como en la universidad. Su carrera científica, desarrollada en centros de investigación de Estados Unidos como la Universidad de Washington y el Jet Propulsion Laboratory (NASA) de California, se ha centrado en el desarrollo de recursos educativos fundamentados en la evidencia científica en torno al aprendizaje, habiendo escrito varios libros sobre la materia: Aprender a aprender, Aprendiendo a aprender, Los secretos de la memoria, entre otros; así como la obra que hoy os traigo. Se ha desempeñado también como asesor de diversos gobiernos e instituciones educativas en España, Asia y Latinoamérica. 

¿Cómo aprendemos? se presenta con un muy elocuente subtítulo, revelador del contenido que nos vamos a encontrar entre sus páginas: Una aproximación científica al aprendizaje y la enseñanza. En su capítulo introductorio, Ruiz Martín deja claros el objetivo y el planteamiento de su libro, que parte del presupuesto de que los procesos por los que se aprende y, por tanto, se enseña, pueden ser analizados bajo la lente del método científico. En consecuencia, las evidencias a las que ha llegado la investigación científica sobre estas materias pueden -y deben- emplearse para tomar decisiones -tanto las individuales en tanto docentes o estudiantes, como las colectivas, que afectan a las políticas educativas de los gobiernos- que ayuden a unos y otros a mejorar las prácticas educativas. El autor es consciente de los aspectos organizativos y económicos que condicionan la enseñanza, y tampoco desconoce -ni quiere obviar- las componentes de arte y hasta de intuición que encierra la labor docente, pero, dada su formación académica y su experiencia como científico, quiere centrar su estudio en las investigaciones significativas, comprobables y potencialmente objeto de transferencia a las aulas, que permiten un mejor entendimiento de los procesos de aprendizaje, tanto a nivel neurológico como psicológico. Y este es, precisamente, el fin último del libro: contribuir a divulgar, en especial entre los docentes, lo que la investigación ha revelado sobre cómo se produce el aprendizaje y qué factores tienen mayor impacto, para promoverlo en el contexto académico

Adelanta también Ruiz Martín las premisas desde las que fundamenta su ensayo: voluntad de comunicar de manera amena y asequible, incorporando por ello al texto abundantes ejemplos clarificadores; respeto absoluto al rigor científico y consiguiente aceptación de los consensos indiscutibles alcanzados sobre el objeto de su estudio; cautelosa pretensión de objetividad; profunda consideración de las fuentes, incluyendo en su texto las referencias a los artículos científicos que respaldan cada una de sus aseveraciones (recogidos en una extensa bibliografía final que incluye cerca de seiscientas entradas); prudencia intelectual ante los postulados de una ciencia tan inexacta como esta; valentía y ausencia de prejuicios a la hora de desmontar ideas preconcebidas, mensajes falsos, modas pedagógicas o mitos pseudocientíficos; deliberado empeño en huir de recetas, soluciones fáciles, explicaciones categóricas, postulados simples y carentes de matices; énfasis en los fundamentos teóricos aunque sin desdeñar sus posibles repercusiones en el aula, pese a la complejidad que supone la transferencia entre teoría y práctica; abierta confesión de la posición intelectual de la que se parte, situada en el dominio de la psicología cognitiva, que no solo estudia la forma en que el cerebro obtiene, manipula, almacena y utiliza la información que le llega en primera instancia a través de los sentidos, alimentándose sobre todo de las investigaciones en laboratorio, sino que examina también el aprendizaje en su contexto real, sirviéndose de estudios en escenarios cotidianos como las aulas ([la psicología cognitiva] es el puente más directo entre la investigación básica y su contexto de aplicación real). Todo ello en aras de una ambiciosa pretensión: conocer cómo los estudiantes pueden alcanzar aprendizajes significativos, duraderos y transferibles, y de cómo pueden mejorar su rendimiento académico (…) No en vano, estos son los dos grandes objetivos educativos que la ciencia ha investigado en mayor profundidad

Como puede deducirse de esas pautas iniciales, el libro es ambicioso y apasionante. Organizado en cinco bloques, dieciocho capítulos y un interesante y provocador anexo, el análisis de Ruiz Martín se abre con el estudio del modo en el que la ciencia investiga en el ámbito de los procesos de aprendizaje y enseñanza y, en consecuencia, de la conveniencia y la necesidad de seguir las prescripciones que derivan de sus hallazgos en vez de dar por buenas las creencias arraigadas o los estereotipos consolidados por la inercia o la costumbre. En general, a la hora de encarar los problemas con los que se encuentran en su práctica docente, los profesores, sostiene Ruiz Martín, juzgan, opinan y toman decisiones basándose en meras intuiciones, sin ninguna base contrastable y solvente más allá de los conocimientos y creencias sobre la educación que nacen de la experiencia personal de cada uno, primero como alumnos y luego, claro está, como profesores. Pero la validez de esas percepciones o “vislumbres”, teñidas de subjetividad, no está probada y no debiera por lo tanto permitir que se “levantara” a partir de ellas una teoría con pretensiones de servir de modo objetivo y general ni de asegurar la eficacia de los métodos pedagógicos basados en tales vagos e imprecisos presupuestos. Con el título de La ciencia de cómo aprendemos, esa primera sección del libro recoge algunos de los principales sesgos cognitivos que condicionan nuestros juicios y, como es obvio, también los de los docentes. Nuestro cerebro opera habitualmente manipulando la información sensorial y modificándola. Esto es, no percibimos las cosas tal como son: el cerebro procesa la información sensorial y la «ajusta» antes de situarla en nuestra consciencia. La falacia ad hominen, la falacia ad verecundiam, la falacia ad populum, el sesgo de confirmación, la disonancia cognitiva o el sesgo de arrastre son algunos de estos apriorismos que operan sobre nuestro juicio, nublándolo y limitando su capacidad de entender la realidad. Por estas razones, el neurobiólogo postula la necesidad de ir más allá de la experiencia personal y poner en juego estrategias que nos ayuden a liberarnos de nuestros sesgos y discernir entre lo que realmente «funciona» y lo que «no funciona», a partir de evidencias empíricas no alteradas por nuestra mente, una propuesta que nos lleva al obligado recurso al método científico como antídoto de los sesgos. Antes aún de adentrarse en el ámbito educativo, Ruiz considera obligada una somera caracterización de los rasgos que definen ese método: la fórmula ensayo-error, el establecimiento nítido de relaciones de causalidad y no de mera correspondencia entre dos fenómenos (revelador el gráfico que recoge la correlación entre el número de divorcios en el estado de Maine y el consumo de margarina per cápita), la validación en contextos diversos y relativamente universales de los postulados extraídos de las experiencias particulares, entre otros. Ya en el terreno de la educación, la metodología científica (sobre todo la derivada de las mencionadas neurobiología, que investiga cómo se produce el aprendizaje a nivel molecular, celular y de órganos y sistemas, y psicología cognitiva, que se ocupa, como se ha dicho, de cómo el cerebro obtiene, manipula y almacena la información) permite estudiar los procesos de aprendizaje y enseñanza en contextos reales y extraer conclusiones que puedan resultar aplicables al día a día en las aulas, debe ayudar a superar los mitos pseudocientíficos que proliferan por doquier, la poca calidad de muchos de los estudios que se citan como referencias supuestamente irrefutables, los propios sesgos de los investigadores y las contradicciones entre estudios que parecen demostrar la efectividad de un método y otros que reflejan todo lo contrario. Como conclusión de este primer bloque del libro, aflora de manera notoria la necesidad de una enseñanza basada en los principios del aprendizaje respaldados por la evidencia, cuya exposición y desarrollo constituye el núcleo central de la obra en sus cuatro bloques restantes. 

Son infinidad las cuestiones de interés que brotan por doquier en esas cuatro secciones del libro. Mis apuntes de lectura aparecen repletos de centenares de anotaciones, de las que resulta imposible dar cuenta más allá de una genérica y entusiasta invitación a leer el libro con detenimiento. Comentaré por encima alguno de esos aspectos, tarea muy complicada tantas son, a tantos frentes se abren y tan “apetitosas” resultan las reflexiones de Ruiz Martín. 

Así, el segundo módulo del libro está dedicado a Los procesos cognitivos del aprendizaje y explora el modo en que funciona la memoria humana y las implicaciones en el contexto educativo que ello supone. Y es que la memoria opera bajo unos mecanismos descifrables y modelizables, comunes a todos los seres humanos, que, siendo conocidos, pueden ser aplicados en la labor docente. Este bloque, que se articula en siete muy sugestivos capítulos, se abre con el estudio de los componentes de la memoria, partiendo de la constatación de que son múltiples las propiedades de nuestro cerebro que se engloban bajo el término memoria, de manera que este concepto no alude a una única destreza, sino un conjunto de destrezas que dependen de procesos y estructuras neurales diferentes. Así, conocemos la existencia de la memoria sensorial (y dentro de ella, la ecoica y la icónica), la memoria a corto plazo (o memoria de trabajo) y la memoria a largo plazo (en la que puede diferenciarse la memoria explícita -episódica y semántica- y la implícita). Cada una de las cuales procede de manera distinta y desempeña funciones diversas con efectos dispares en el recuerdo y el aprendizaje. La sensorial, codifica la información que recibimos a través de los sentidos y la mantiene a través de unos segundos, en un lugar de la mente ajeno a la consciencia. La memoria a corto plazo o memoria de trabajo, activa los procesos mentales que nos permiten mantener y manipular la información a la que estamos prestando atención en cada momento. A partir de ella, la memoria a largo plazo hace posible que recuperemos una información que ha sido percibida con anterioridad y a la que hemos dejado de prestar atención consciente. Las tres son, en distinta medida, esenciales en el aprendizaje, que en realidad supone que algunas informaciones lleguen del entorno, pasen a la inmediata memoria de trabajo, la abandonen en el corto plazo y “reaparezcan” tiempo después sin necesidad de una nueva consulta, habiendo “entrado”, pues, en la memoria a largo plazo. Esa capacidad de “conservar” durante largo tiempo recuerdos, experiencias, habilidades, informaciones, conocimientos es a lo que, con propiedad, llamamos memoria: El término memoria a largo plazo no solo se refiere a nuestra habilidad para guardar recuerdos y conocimientos de lo que experimentamos conscientemente; también incluye nuestra capacidad de aprender habilidades motoras —como caminar, atarse los cordones de los zapatos o montar en bicicleta— y procedimientos cognitivos —como leer o resolver ecuaciones—, así como la capacidad de generar inconscientemente asociaciones entre objetos y eventos o, incluso, de reducir o aumentar nuestra sensibilidad a estímulos del entorno. Una de sus manifestaciones funciona de manera deliberada y consciente, es explícita, plena y propiamente humana. Incluye la memoria episódica y la semántica, siendo la primera, también llamada memoria autobiográfica, la que registra los recuerdos de nuestra vida diaria y, por tanto, queda anclada a referencias contextuales (lugares, canciones, olores) mientras que la segunda, la memoria semántica, guarda los conocimientos sobre cómo es y cómo funciona el mundo y no está vinculada a acontecimientos externos (podemos saber qué es el ADN, pero no recordar necesariamente cuándo ni dónde lo aprendimos). 

Por otro lado, la memoria implícita, que compartimos con el resto de los animales, abarca todos aquellos aprendizajes que podemos realizar por medio de la experiencia, sin necesidad de intervención de la consciencia, como en la memoria procedimental, que está en juego cuando “recordamos” cómo se monta en bicicleta o cómo se atan los cordones de los zapatos, o en el condicionamiento clásico (la respuesta a la campanilla del perro de Pavlov) y el condicionamiento emocional (la reacción asociada a un estímulo vinculado a una emoción, el miedo, por ejemplo) del que hoy día conocemos que permite a nuestro cerebro activar respuestas fisiológicas y motoras unas décimas de segundo antes de que percibamos conscientemente el estímulo que las ha ocasionado

En este bloque se estudian en detalle esos distintos tipos de memoria, los procesos que conlleva aprender el tipo de conocimientos que cada una de ellas alberga, y el modo en que se desarrolla el aprendizaje de las habilidades cognitivas que son objetivo de la educación, como la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad. Hay análisis muy esclarecedores sobre cómo se organiza la memoria; sobre la teoría de los llamados esquemas, las estructuras mentales que organizan nuestros conocimientos conectándolos mediante relaciones de significado y que determinan el encaje de nuevos conocimientos; sobre, en consecuencia la importancia de los conocimientos previos para que el aprendizaje sea eficaz; sobre la necesidad de establecer conexiones que vinculen la nueva información a esos conocimientos previos; sobre, por lo tanto, la evidencia, de indispensable aceptación por el profesorado, de que solo aprendemos cuando activamos los conocimientos previos relevantes y los conectamos con el objeto de aprendizaje; sobre la certeza empírica de que aprendemos aquello sobre lo que pensamos en términos de significado; sobre la contraproducente confusión que hoy se da en relación al aprendizaje activo, asociado al learning by doing (aprender haciendo), cuando, en realidad, se trata de learning by thinking (aprender pensando), por lo que, en este sentido, y contrariando los mantras más repetidos en la actual modernidad pedagógica, una clase expositiva o leer un libro pueden ser un método de aprendizaje activo si el alumno piensa activamente sobre lo que se le explica o lo que lee; sobre la conveniencia de que el profesor incluya en su práctica docente actividades que le garanticen que los alumnos reflexionen sobre lo que aprenden; sobre la importancia de que el docente dirija, guíe y oriente el razonamiento y la reflexión de los estudiantes (lo que no excluye, antes al contrario, las explicaciones explícitas o demostrativas); sobre la necesidad de organizar actividades que activen los conocimientos previos de los alumnos, para lo cual es fundamental su evaluación y el cuidadoso diseño previo de la práctica educativa por parte del profesor; sobre la importancia de las preguntas en clase; sobre la capacidad de rescatar un recuerdo de nuestra mente, de evocar lo aprendido; sobre los tres procesos indispensables para que haya aprendizaje: la obtención de información (codificación), su conservación (consolidación y almacenamiento) y su recuperación (evocación); sobre el equivocado énfasis educativo en el tercero de estos procesos; sobre la superior eficacia de la evocación frente al “reestudio”, una evidencia que choca con los protocolos que siguen la mayor parte de los estudiantes (y profesores); sobre cómo, en el mismo sentido, parece demostrado que la práctica de la evocación no solo resulta útil para recordar datos, hechos o el texto de un poema, sino que también, y sobre todo, puede promover el aprendizaje con comprensión y la capacidad de transferencia, esto es, la capacidad de usar lo aprendido en una situación nueva, aspectos altamente relevantes en el proceso de aprendizaje; sobre la conveniencia de plantear al estudiante dificultades deseables, retos cognitivos, circunstancias que cognitivamente nos lo pongan más difícil —pero no imposible— [lo que] repercutirá en una mejor consolidación del aprendizaje a largo plazo; sobre, por lo tanto, la certeza, empíricamente probada, de que cuanto más esfuerzo cognitivo conlleva la evocación, mayor es su impacto en el aprendizaje, contrariamente a las tesis dominantes en la pedagogía actual, que en muchos casos se “contentan” con la placentera inmediatez de lo lúdico; sobre algunos métodos de fácil implementación en el aula para desarrollar esa capacidad de evocación; sobre la importancia de la evaluación de cara al aprendizaje y, en consecuencia, la relevancia de seleccionar pruebas “evaluadoras” que permitan el desarrollo de los procesos cognitivos más eficaces; sobre la conveniencia de la repetición para consolidar lo aprendido, siempre que se lleve a cabo de manera espaciada; sobre el olvido y el modo en que sucede; sobre la falsa idea, muy consolidada, según la cual la memoria es -y funciona- como un músculo, cuando, por el contrario, la memoria no es una habilidad que mejore de manera general simplemente por ejercitarla, sino que su fortalecimiento depende de la obtención de conocimientos; sobre el cambio conceptual que supone el aprendizaje de nuevas ideas, no previamente vinculadas a los conocimientos previos ni a la comprensión del mundo que tiene el alumno; sobre las estrategias de aula que pueden promover y facilitar dicho cambio; entre ellas las que potencien la autoexplicación (la práctica en que el estudiante trata de explicarse a sí mismo lo que ha aprendido, con sus propias palabras); sobre la mencionada transferencia de saberes, la capacidad para extrapolar y aplicar en otros contextos distintos al escolar los conocimientos, habilidades y destrezas aprendidos en él, pues solo hay aprendizaje si hay transferencia (cuando aprendemos, transferimos. Esto es así porque el acto de aprender implica la activación de conocimientos previos que resultan trascendentes para lo que se está aprendiendo, con vistas a conectarlos con ello. Aprender requiere aplicar lo que ya sabemos a la nueva situación que plantea la actividad de aprendizaje); sobre los factores que facilitan esa transferencia: la multiplicidad de contextos a los que se vinculan los conocimientos que se enseñan, las frecuentes conexiones entre lo abstracto y lo concreto, entre los conceptos y su plasmación práctica, la abundancia de ejemplos, la identificación de la estructura común que comparten diversos hechos, sucesos o fenómenos; sobre la dialéctica aprendizaje reproductivo/aprendizaje comprensivo; sobre la operatividad de la memoria de trabajo y la necesidad de mantener la atención para su eficacia; sobre la importancia, en este sentido, de las funciones ejecutivas del cerebro, dos procesos cognitivos superiores, tan en riesgo ante la constante tentación de los dispositivos electrónicos: la capacidad de mantener la atención en una tarea específica y no dejarse distraer por otros estímulos o pensamientos (control inhibitorio) y la capacidad de cambiar el foco de atención con rapidez (flexibilidad cognitiva); sobre la teoría de la codificación dual, de relevantes repercusiones en el aprendizaje; sobre otra teoría, la de la carga cognitiva, según la cual, la memoria de trabajo puede llegar a la saturación si su limitado espacio se puebla de informaciones superfluas o irrelevantes; sobre la indudable correlación entre dicha memoria de trabajo y los resultados académicos; sobre los métodos más eficaces para manejar la carga cognitiva; sobre lo inexacto de considerar el talento innato como premisa indispensable para poder desarrollar habilidades o desempeños, siendo así que lo que resulta más relevante desde este punto de vista es el haber dedicado importantes períodos de esfuerzo deliberado para mejorar el rendimiento en un dominio específico y, en consecuencia, lo fundamental del “entrenamiento” concienzudo y persistente; sobre los elementos que caracterizan la “expertez” (uno más de los neologismos que pueblan el libro, no demasiado cuidadoso en su expresión, por no decir abiertamente defectuoso en ese plano: las pequeñas emociones también surgen efecto, como sangrante ejemplo significativo; pero hay muchos más, como el uso reiterado de “a la práctica” en vez de “en la práctica”, locuciones como “hasta el punto que”, “punto y final”, o la poco recomendable aunque, de por desgracia, muy usada actualmente, “a día de hoy”, entre otros); sobre la riqueza y organización de los conocimientos previos como base para su eficacia a la hora de desarrollar las habilidades cognitivas superiores que tanto se valoran actualmente, como el razonamiento, la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad; sobre la falaz distinción entre conocimientos teóricos y habilidades prácticas (no podemos menospreciar la necesidad de adquirir conocimientos, pues no es posible desarrollar dichas habilidades sin ellos); sobre la trascendencia de la práctica deliberada, que aúna las dos dimensiones citadas; entre otras muchas ideas de extraordinario interés para los profesionales de la educación y aun para cualquier interesado en aprender. 

¡Y todo ello cuando aún no hemos llegado ni a la mitad del libro! Resulta imposible ya, pues, entrar en detalle en mis comentarios sobre los bloques tercero, cuarto y quinto y sobre el muy estimulante anexo final, en torno a los cuales podría estar hablándoos horas, pues son igualmente apasionantes. 

El segundo módulo gira sobre la dimensión socioemocional del aprendizaje. Frente al modelo, imperante durante largo tiempo, del cerebro-computadora, en virtud del cual el modo en que procesamos y tratamos la información se centraba en los procesos cognitivos de nuestro cerebro, en la actualidad, y a medida que el desarrollo científico ha ido avanzando, las investigaciones en todas las áreas de la cognición humana, tanto desde la perspectiva neurológica como psicológica, nos revelan que los mecanismos de la emoción juegan un papel muy relevante cada vez que realizamos cualquier tarea de procesamiento de información: desde la percepción hasta el razonamiento. La división clásica entre el estudio de la emoción y la cognición se ha revelado errónea, y, por ello, la comprensión de los procesos cognitivos, en particular los relacionados con el aprendizaje y la memoria, exigen tener en cuenta la emoción. Otro tanto ocurre con la dimensión social del ser humano, extraordinariamente influyente en los procesos de enseñanza y aprendizaje. En este bloque se repasan, cuatro apetitosos capítulos, el papel de las emociones, de la motivación, de las creencias y del marco social en el aprendizaje. 

Hay mucho mito en relación con las importancia de las emociones en el aprendizaje. En los claustros de profesores, en las Facultades de educación, en los cursos de formación del profesorado se insiste, con énfasis acrítico, en la importancia de las emociones en la enseñanza. Y siendo evidente, Ruiz Martín así lo señala (Resulta obvio que aquellas experiencias que conllevan una carga emotiva importante tienen mayor probabilidad de recordarse), que las emociones que experimentamos durante cualquier situación de nuestra vida -también en las experiencias educativas- afectan a la capacidad de recordar, bien porque intensifican dicho recuerdo, bien porque desvían la atención hacia estímulos o pensamientos superfluos, su repercusión real es más limitada. En el libro se exponen los procesos cerebrales -activación de la amígdala, implicación del hipocampo- que potencian la memoria como consecuencia de la presencia de las emociones. La sorpresa, la curiosidad, incluso las pequeñas emociones derivadas de la relación social en el aula, pueden tener un impacto en el recuerdo, en la memoria -y por tanto en el aprendizaje- de los escolares. Pero, contrariamente a los mantras que hoy campan a sus anchas entre el mainstream educativo, sus efectos dejan huella, sobre todo, en nuestros recuerdos episódicos, y no tanto en la memoria semántica, que es la que al fin y al cabo nos interesa fortalecer en clase. Por ello, cuando los estudiantes hacen alguna actividad «emocionante» en clase, al día siguiente recuerdan principalmente lo que sucedió durante la lección, pero apenas nada de lo que se supone que debían aprender. Como se pone de manifiesto en una viñeta humorística que el autor incluye en este apartado, tras el experimento lúdico en el aula, el alumno recuerda la anécdota, pero no ha interiorizado la categoría. 

Es, sin embargo, más interesante el efecto que sobre el aprendizaje tiene la motivación del alumnado, y a ello se dedican en ¿Cómo aprendemos? dos capítulos muy sugestivos repletos de ideas de aplicación práctica en las aulas. La investigación en pedagogía ha venido centrándose, tradicionalmente, en la identificación de qué es lo que nos hace aprender. Solo de manera reciente el estudio se ha dirigido también a averiguar qué nos hace querer aprender, esto es, a la motivación. En este contexto, Ruiz Martín nos habla de la importancia de los objetivos (de los académicos, dada la naturaleza del libro, pero sus tesis son, creo, extrapolables a otros ámbitos de nuestras vidas), estableciendo una taxonomía precisa de las metas que “operan” en la educación, en particular las de competencia y las de rendimiento, jerarquizándolas en función de su mayor o menor incidencia en la consecución de logros; anticipa cómo la motivación no produce efectos educativos por sí misma sino que potencia el aprendizaje porque induce al alumno a esforzarse más y dedicar más tiempo y atención al objeto de aprendizaje; advierte que la motivación no es un fin, como tantas veces ocurre en los “modernos” experimentos educativos, que la consideran núcleo central de los cambios metodológicos; sostiene, en consecuencia, que la finalidad última de la potenciación de la motivación en las prácticas educativas no puede ser pretender “que los alumnos estén más motivados”, a secas -tarea sencilla, en el fondo, y que se vincula con la opción simplista por lo lúdico y la diversión en las aulas- sino “que los alumnos estén más motivados para aprender lo que les propongamos”, que estén motivados para implicarse cognitivamente en el tipo de actividades que llevan a un aprendizaje profundo y significativo; y presenta un largo y sustancioso elenco de estrategias y métodos que incrementan la motivación, tanto porque potencian el valor subjetivo del estudio y el aprendizaje, la importancia que el estudiante atribuye a su tarea académica, como porque incrementan sus expectativas, la estimación que el alumno hace de su propia capacidad para alcanzar las metas pretendidas. Se ofrecen así algunas recomendaciones de valor probado en las clases, como facilitar la comprensión de lo que se aprende, emplear ejemplos o contextos conectados a los intereses de los estudiantes, demostrar la propia pasión por lo que se enseña (cuando el docente muestra abiertamente su entusiasmo o su pasión por lo que enseña, con sus gestos, sus expresiones, su entonación y sus palabras, esa emoción se contagia y genera curiosidad en los estudiantes. Se trata de un efecto psicológico que tiene mucho sentido evolutivamente hablando: si algo puede interesar tanto a un miembro de nuestra especie, quizás es que ese algo es realmente importante y deberíamos descubrir por qué), destacar de modo explícito la importancia de lo que se va a aprender, vincular lo que se aprende con contextos o ejemplos donde se refleje su utilidad, realizar actividades que transciendan el aula, ajustar adecuadamente el nivel de las actividades, en busca del reto óptimo, ofrecer oportunidades de éxito tempranas que permitan al alumno percibir su propios avances, facilitar claves sobre cómo afrontar las tareas, explicitar abiertamente los objetivos de aprendizaje ofreciendo plantillas o rúbricas de evaluación, que orienten al estudiante acerca de cuáles son los resultados pretendidos. Y todo ello sin caer en la confusión de lo interesante y lo divertido, fácil o sencillo: Lo que deseamos es que el alumno disfrute del proceso de aprendizaje, incluso que disfrute del esfuerzo que este requiere, no que pueda ahorrárselo (…) El cerebro aprende más cuando se esfuerza

En este mismo ámbito relacionado con la motivación, Ruiz advierte de la relevancia que tienen las creencias y las expectativas de los estudiantes en sus logros académicos, unas esperanzas, unos valores y unas metas que son subjetivos, fundamentados en las ideas que ellos mismos han desarrollado intuitivamente, en sus percepciones acerca de su capacidad para aprender, de la complejidad de las tareas y de la dificultad de las metas académicas a las que se enfrentan. Y todo ello, irreal en muchas ocasiones (Lo que realmente influye sobre las expectativas de los estudiantes no son sus experiencias pasadas en sí, sino la manera como las interpretan, y en concreto, las causas que les atribuyen), modula y condiciona su conducta en relación con el aprendizaje. Con respecto a las causas a las que los alumnos atribuyen sus éxitos o fracasos escolares, las más significativas son, a juicio del autor -que, una vez más y del mismo modo en que “opera” a lo largo de su libro, maneja las fuentes científicas más solventes-, las que aluden a la habilidad, las que aluden al esfuerzo y las que aluden a factores externos. También es extraordinariamente importante el determinar si se trata de causas estables o modificables, estando no en sus manos, en este último caso, el cambiarlas. Así, el sentido de autoeficacia del estudiante, sustancial para la mejora de su motivación y, por tanto, de sus resultados, estaría vinculada a la percepción de que las causas desencadenantes de los logros son, por un lado, las que se vinculan con factores internos y controlables por el alumno, en particular el esfuerzo, y, simultáneamente, las que son modificables. Si atribuimos los fracasos a causas fijas, externas e incontrolables, la autoeficacia se verá seriamente comprometida. En desarrollo de esta idea el capítulo se cierra con la presentación de algunas estrategias de entrenamiento atribucional que potencian la mentalidad de crecimiento del alumno frente a la mentalidad fija, anclada en etiquetas y estereotipos y, por tanto, fuertemente autolimitante. 

Hay aún, para cerrar este bloque, algún sugestivo apunte acerca de la dimensión social del aprendizaje, el modo en que nuestro cerebro aprende a partir de nuestras experiencias y, por lo tanto de las interacciones que se producen con quienes nos rodean, tanto desde el punto de vista cognitivo como emocional. Es por ello por lo que el entorno escolar, las relaciones con los compañeros, el “clima” que los profesores crean en las aulas tienen una importancia capital en el rendimiento de los alumnos. Como resulta obvio para cualquiera que haya dado clase -o la haya recibido-, los docentes que facilitan un clima emocional positivo y expresan entusiasmo por su labor proporcionan un entorno en el que los estudiantes están más motivados por aprender y más predispuestos a cooperar y participar en las clases, pues está comprobado con estudios relevantes que tanto lo que [los profesores] expresamos verbalmente como lo que transmitimos con nuestro tono, nuestros gestos y nuestra actitud es interpretado por los alumnos a la luz de sus valores y sus expectativas, y acaba repercutiendo en su motivación. A la luz de esta evidencia, Ruiz Martín analiza las repercusiones del efecto Pigmalión, la utilidad del aprendizaje colaborativo y los pros y contras del hoy tan en boga Aprendizaje Basado en Proyectos, señalando las tres premisas indispensables para que su implementación resulte exitosa -y que están muy lejos de cumplirse en la mayor parte de las prácticas docentes: que los grupos de alumnos deben ser heterogéneos en cuanto a su habilidad y conocimientos iniciales; que la evaluación de la tarea debe ser grupal, lo que conlleva que todos los miembros del grupo deben saber que recibirán la misma calificación; y que dicha evaluación no valorará el logro -el proyecto- final común, sino el aprendizaje obtenido cada miembro del grupo por separado. 

El bloque cuarto del libro se ocupa de la autorregulación del aprendizaje, otro aspecto fundamental en la enseñanza. Afirma el autor, basándose, como siempre, en consolidados estudios científicos, que la capacidad de autorregulación del aprendizaje podría ser un predictor del éxito académico incluso mayor que la inteligencia. Aprenden más y mejor quienes de manera deliberada se “obligan” a realizar las tareas indispensables para aprender, quienes son “dueños” y “llevan las riendas” de sus decisiones, quienes regulan sus emociones y modulan sus estrategias de motivación para permanecer en su desempeño y obtener éxito en él. Es por ello por lo que en esta sección se estudian, una vez más de manera apasionante, conceptos como aprender a aprender, el autocontrol (con un especial énfasis en el conocido experimento de los niños y los dulces, el test del malvavisco, y la capacidad para posponer las recompensas; tan fácilmente constatable en la práctica docente), el control inhibitorio, la gestión de objetivos, la autorregulación emocional o la resiliencia y la capacidad de perseverar (deteniéndose en el concepto -no exento de elementos criticables- del grit, acuñado por la psicóloga Angela Duckworth; la traducción literal del término es agallas, pero con él la experta quería referirse a una mezcla de perseverancia y pasión por alcanzar unos objetivos a largo plazo. De los estudios de la profesora y académica norteamericana, se deduce que las personas con un alto nivel de grit pueden mantener su determinación y motivación durante largos periodos de tiempo a pesar de afrontar experiencias de fracaso y adversidad); como habilidades que definen al estudiante autorregulado. A modo de resumen del apartado, y en relación con el primero de estos “constructos”, de nuevo tan de moda hoy día -y tan banalizado-, subraya Ruiz algo tan indiscutible como que aprender a aprender implica hacerse consciente del propio proceso de aprendizaje, monitorizar su progreso y ser capaz de tomar medidas adecuadas para mejorarlo deliberadamente, en suma, ese “llevar las riendas” de su aprendizaje al que antes me refería, una competencia que incluye procesos como la planificación de la tarea, la monitorización de los avances y la evaluación del resultado obtenido (…), la posible modificación de la estrategia elegida con vistas a mejorar el resultado o para optimizar la eficacia del procedimiento empleado (…) la reflexión sobre las propias creencias acerca del aprendizaje o con respecto a nuestra capacidad de aprender (autoeficacia). Igualmente, y a propósito del mencionado grit, me interesa resaltar una afirmación categórica que la intuición de cualquier profesor sabe cierta sin necesidad del aval científico: A partir de sus estudios, Duckworth ha argumentado que el grit es mejor predictor del éxito que el talento intelectual (coeficiente intelectual) u otros talentos, ya que el grit es un factor primordial que proporciona la resistencia necesaria para «mantener el rumbo» en medio de desafíos y adversidades, esto es, para seguir esforzándose con vistas a alcanzar las metas a pesar de los (inevitables) fracasos y contratiempos. Dicho de otra manera, el trabajo de Duckworth apoya la tesis de que el esfuerzo es más importante que el talento

La última sección del libro, más allá de su interesante anexo, al que luego me referiré, titulada Los procesos clave de la enseñanza, parte de una afirmación del economista y experto en ciencias sociales Herbert Alexander Simon: El aprendizaje es resultado de lo que el alumno hace y piensa y solo de lo que el alumno hace y piensa. El profesor solo puede promover el aprendizaje influyendo sobre lo que el alumno hace y piensa. Aceptando esa premisa, parece evidente que el papel del docente resulta esencial a la hora de facilitar y potenciar el aprendizaje de sus estudiantes. Ruiz analiza el modo en que los docentes inciden en dicho aprendizaje y cuáles deberán ser sus acciones y sus métodos de enseñanza para multiplicar la eficacia de sus clases. En concreto, se centra, a lo largo de tres capítulos sucesivos, en otros tantos procesos esenciales en la enseñanza: la instrucción directa (la práctica en que el docente expone explícitamente aquello que desea que los estudiantes aprendan y propone las actividades concretas que realizarán para consolidar su aprendizaje), el feedback o retroalimentación (que consiste en proporcionar a los alumnos información sobre su desempeño e indicaciones sobre cómo mejorarlo) y la evaluación (cuando valoramos el desempeño alcanzado). En cada uno de estos frentes se proponen estrategias que repasan y combinan ideas ya tratadas en los módulos anteriores del libro. Así, en relación con la instrucción resulta muy oportuna y esclarecedora la relativización del supuesto valor revolucionario del “aprendizaje por descubrimiento”, otro de los tópicos que, incorporado acríticamente por las nuevas corrientes pedagógicas, invade la jerga educativa actual. Hay, además, interesantes propuestas, planteadas a partir de los principios formulados por Barak Rosenshine, profesor en el Departamento de Psicología Educativa de la Universidad de Illinois, sobre prácticas como el secuenciar y dosificar el trabajo de los estudiantes, ofrecer modelos para guiar el razonamiento de los alumnos, proponer ejemplos trabajados, llevar a cabo actividades de repaso, realizar muchas preguntas durante las sesiones (se proporcionan muestras de algunas ciertamente eficaces), planificar de manera concienzuda y detallada las clases, entre otras. 

En lo que tiene que ver con el feedback, segundo capítulo del bloque, se estudian los efectos -positivos y negativos- derivados de la retroalimentación, las muchas situaciones en las que los profesores transmiten a sus alumnos, incluso inconscientemente, los juicios, valoraciones o impresiones que les merecen: al corregir tareas escolares, al calificar las pruebas de evaluación, al valorar un trabajo o proyecto, al comentar una actividad realizada por el estudiante en la pizarra o al reaccionar ante la intervención de un alumno. El modo en que cualquiera de estas acciones se lleva a cabo puede tener unas consecuencias muy diversas -opuestas, incluso- desde el punto de vista del aprendizaje. El feedback puede constituirse así tanto en un eficaz medio de instrucción, guía, orientación y encauzamiento de la enseñanza, como en una perniciosa fuente de conflicto que agudice el desinterés y la falta de motivación del alumno. Ruiz examina en detalle las tres variables que permiten una retroalimentación efectiva: el momento en que se da, la manera en que la damos y el modo en que es interpretada por los alumnos. El capítulo se cierra con sendos análisis sobre los vínculos entre feedback y motivación, sobre las ventajas e inconvenientes del feedback positivo y negativo, y sobre el impacto de las notas en la evolución del aprendizaje de los estudiantes. 

Por fin, la sección acerca de estos procesos clave de la enseñanza se cierra con el análisis de la evaluación. Una vez más, cualquier profesor sabe, por su propia experiencia, recurrente en este asunto, que la forma en que se plantean las pruebas, los diversos instrumentos de evaluación elegidos y los criterios de corrección y calificación establecidos condicionan la manera en que los alumnos abordan el proceso de aprendizaje. Es por ello por lo que, desde el punto de vista del éxito de este proceso, es conveniente analizar, con el apoyo de las investigaciones contrastadas, sobre todos esos elementos. En este sentido, en este capítulo Ruiz se detiene en estudiar las evaluaciones cuantitativas y cualitativas, con sus aspectos positivos y negativos; propone criterios para determinar la validez, la fiabilidad, la exactitud y la precisión de los distintos procedimientos de evaluación; reflexiona sobre la necesidad de eliminar -o al menos minimizar- la subjetividad, los sesgos cognitivos de quien evalúa; se plantea el interrogante, muy relevante y de difícil solución, acerca de qué miden, en realidad, las pruebas de evaluación y, en último término, las notas que reciben los alumnos; valora la importancia de diseñar pruebas que requieran de la adquisición de conocimientos significativos para ser superadas, que evalúen, por tanto, la capacidad de transferencia, la posibilidad real de aplicar lo aprendido a contextos nuevos (lo que introduce en el debate la sugestiva cuestión de la utilidad -o, por el contrario, la ineficacia- de la práctica -que, confieso, yo mismo llevo a cabo en mis clases- de que los alumnos realicen las pruebas bien “pertrechados” de apuntes, libros o material adicional). En el tratamiento de todos estos asuntos queda de manifiesto la necesidad de superar la reduccionista visión de la evaluación sumativa, que se emplea con el único propósito de emitir un juicio final, una nota, sobre el desempeño del alumno, incidiendo, por el contrario, en la evaluación formativa (una evaluación frecuente e interactiva del progreso y la comprensión de los alumnos para identificar sus necesidades de aprendizaje y ajustar la enseñanza oportunamente, en definición de la OCDE) que permita identificar el nivel de aprendizaje de un estudiante y, a la vez -y de modo principal- ofrecer pautas para su continuación y mejora. A este respecto, y siguiendo la pauta mantenida en el libro entero, se ofrecen ejemplos prácticos que permitirían una eficaz implementación en el aula de esta deseable evaluación formativa. 

Como he venido anticipando, el libro se cierra con un breve anexo final, de apenas doce páginas, dedicado a los Mitos pseudocientíficos sobre el aprendizaje o Neuromitos educativos. La tesis de Ruiz, evidente -y no quiero resultar reiterativo- para cualquiera que se desenvuelva con un mínimo espíritu crítico en el ámbito escolar, es que el encomiable interés que en los últimos años se percibe entre el profesorado por las cuestiones relativas a la investigación científica -en particular, a la neurociencia- y sus aplicaciones educativas, se ve contaminado por la ignorancia, el desconocimiento, los malentendidos, las malinterpretaciones, las ideas preconcebidas, los sesgos cognitivos, las tergiversaciones erradas, la ingenuidad y el voluntarismo (como se ve, excluyo la mala fe o la voluntad explícita de dañar) que, en general, la comunidad educativa mantiene sobre los hallazgos científicos que versan sobre el cerebro y sus procesos. Todo ello ha provocado como consecuencia notoria -y muy peligrosa- la proliferación en los claustros de profesores -y, en consecuencia, en las aulas- de mitos pseudocientíficos o neuromitos, no respaldados por las evidencias, contrarios a la mejor investigación de la que disponemos, que no solo resultan insostenibles y no mejoran las prácticas educativas, sino que, lejos de ello resultan extraordinariamente perjudiciales desde muy diversos puntos de vista pues suponen la toma de decisiones y la dedicación de esfuerzos a estrategias erróneas, pérdidas de un tiempo valioso que podría ocuparse en actividades más eficaces, desembolsos económicos en “soluciones” educativas basadas en teorías evanescentes y, claro está, muy negativas repercusiones en el aprendizaje de los alumnos. Diversos informes de la OCDE avalan la prevalencia de este fenómeno y alertan de los riesgos que ello podría conllevar. 

Es por ello que Ruiz Martín desmenuza, esclarece y revela la inconsistencia de algunas de estas ideas falsas que, pese a su falta de rigor, han tomado carta de naturaleza en gran parte de las experiencias docentes más supuestamente innovadoras: que las personas aprenden mejor cuando reciben la información en su estilo de aprendizaje preferente (auditivo, visual, cinestésico); que los entornos que son ricos en estímulos mejoran el cerebro de los niños en edad preescolar; que existen periodos críticos en la infancia después de los cuales ya no es posible aprender ciertas cosas; que ciertas diferencias en la dominancia de un hemisferio cerebral sobre el otro ayudan a explicar algunas de las diferencias que se dan entre los alumnos; o que -en dictum muy popularizado- solamente usamos el 10% del cerebro. Las falacias en las que se sustenta cada uno de ellos son desmontadas, muy certera y contundentemente, en estas últimas páginas del libro. 

Una obra altamente recomendable para cualquiera -profesor, alumno, responsable educativo- cuyo acontecer profesional diario se desenvuelva en el ámbito de la enseñanza, y también -más allá de que se trate de un libro técnico- para cualquier persona que quiera conocer los fundamentos científicos que explican cómo aprendemos. Os dejo, tras un fragmento del libro que habla, precisamente, de estos mitos neurocientíficos, con un clásico entre las canciones que se refieren al mundo educativo. The Boomtown Rats, el legendario grupo de Bob Geldorf, obtuvo en 1979 un generalizado éxito de ventas en todo el mundo con I don’t like mondays, un tema con la violencia escolar como fondo. Aquí os la ofrezco en la versión de Tori Amos incluida en su álbum Strange little girls, de 2001. 


No querría dejar de advertir sobre el peligro de confundir ciencia y pseudociencia. Desde que los avances científicos sobre cómo se desarrolla y aprende el cerebro han llegado al público general, múltiples mitos pseudocientíficos se han inmiscuido en la educación. Se llaman así porque son ideas muy extendidas que parecen avaladas por la ciencia, pero que en realidad han surgido a partir de la tergiversación o malinterpretación de los hallazgos científicos. 

Por ejemplo, el mito de que la atención solo dura 30 minutos se debe probablemente a una interpretación poco afortunada de los estudios sobre vigilancia, ese tipo de atención muy intensa que deben mantener profesionales como los vigilantes de la playa o los agentes que inspeccionan minuciosamente el contenido de las maletas que pasan por los rayos X en los aeropuertos. De hecho, el concepto de atención que maneja la ciencia es bastante distinto al significado que le damos cotidianamente. 

Los mitos pseudocientíficos son un problema porque nos confunden y nos llevan a tomar decisiones y dedicar esfuerzos en favor de prácticas que no cuentan con ninguna evidencia, mientras nosotros creemos que sí. En general conllevan un coste de oportunidad (perdemos un tiempo valiosísimo que podríamos haber dedicado a actividades más efectivas). También pueden conllevar pérdidas económicas y, en el peor de los casos, pueden llegar a tener un impacto negativo en el aprendizaje. Este último sería el caso de algunos métodos de enseñanza de la lectura, que no solo son poco efectivos, sino que además dejan atrás a los niños con menos oportunidades de aprender a leer. 

Videoconferencia

Héctor Ruiz Martín. ¿Cómo aprendemos?