Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de noviembre de 2013

JAUME CABRÉ. YO CONFIESO

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Mi recomendación de hoy no creo que tan sólo despierte vuestro interés, sino que tocará vuestras emociones, os hará pensar, os entretendrá, os conmoverá, os entusiasmará, pues se trata de una excepcional novela, con muy altas virtudes literarias pero con un aún mayor -si cabe- calado humano. El libro del que os hablo, cuyo título quizá ya conozcáis, pues gozó de una más que notable repercusión pública hace unos meses, con Premio de la Crítica incluido, es Yo confieso, escrito por Jaume Cabré, publicado por la editorial Destino, y traducido al castellano desde su catalán original por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
 
Vaya por delante, como tantas otras veces en casos similares, que todo intento de resumir un libro de tanta extensión, ochocientas cincuenta páginas; tanta densidad, pues el relato, aunque centrado sobre todo en las últimas seis décadas de la vida de su protagonista, se ramifica y alarga y hunde sus raíces en sucesos con varios siglos de antigüedad; tantos personajes, con más de ciento cincuenta repertoriados (vocablo no admitido por la Academia pero que me he apropiado con gozo desde que lo leí en Andrés Trapiello, que lo usa habitualmente) en el dramatis personae final; y tan complicada elaboración, ya que ha ocupado ocho años de la vida de su autor, es una pretensión condenada al fracaso. Intentaré, para evitar la frustración -leve- que me acomete en estas situaciones, esbozar sólo algunos de los rasgos relevantes de la obra, teniendo que dejar en el tintero, necesariamente, muchos otros.
 
Empiezo, pues, con un sucinto apunte de su trama argumental. Adrià Ardèvol, un humanista con conocimientos de muy variadas disciplinas, doctorado en Tübingen, profesor universitario, frecuentador de los clásicos, autor de varios libros sobre el pensamiento occidental y la historia de la cultura, capaz de desenvolverse en una decena de lenguas, algunas de ellas muertas, un sabio, en definitiva -quiero saberlo todo, lo que se sabe ahora y lo que se sabía antes. Y por qué se sabía o por qué todavía no se sabía-, nacido en Barcelona, en un gran piso del Eixample, en 1946 (casi coetáneo, pues, del propio Cabré, que es del 47; uno más de los rasgos autobiográficos del libro), se encuentra afectado, en los últimos años de su vida, por la enfermedad de Alzheimer. Consciente de su deterioro, decide escribir una larga confesión en la que repasa su vida entera. Confiteor, declara, yo confieso. Un análisis introspectivo de los sesenta años de su existencia que acaba entreverándose, en una dimensión más universal, con un repaso a cinco siglos de la historia de la humanidad. Me encuentro viejo y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil negro y, con un gesto cortés, me anima a seguir la partida. Sabe que estoy muy escaso de peones. De todas maneras, todavía no es mañana y miro a ver qué pieza puedo mover. Estoy solo ante el papel, la última oportunidad que tengo. Y más adelante: Escribo con mucha dificultad, cansado, desorientado, porque empiezo a tener lapsus preocupantes. Por lo que me da a entender el médico, cuando estas hojas estén impresas, querida mía, seré un vegetal incapaz de pedir a alguien que, ya no por amor, al menos por compasión, me ayude a dejar de vivir.
 
Estas dos vertientes principales de la narración de Adrià, la introspectiva y la “externa”, coinciden materialmente en el texto del que el libro nos da cuenta. Durante meses el protagonista escribe de modo simultáneo en las dos caras de su manuscrito. En una de ellas -la dimensión subjetiva, podríamos decir, de su inagotable torrente verbal, la confesión propiamente dicha- recoge el relato de su vida, de los hechos, de su infancia y sus estudios, de su carrera académica y profesional, de su familia y sus amigos, pero también de los propios temores, de los odios, de los juicios, de los menosprecios, de las angustias, de las añoranzas, de las cobardías... y, claro está, del amor, personificado en Sara, su gran pasión y a la que está dirigida su larga declaración. En la otra cara del papel garabateado, la vertiente objetiva -pero ambas acaban, como digo, imbricándose y coincidiendo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, me lo enseñaron en el colegio, a mí, que no estoy ni bautizado, me parece. (...) Soy culpable de todos los terremotos, incendios e inundaciones de la Historia. No sé dónde está Dios-, Adrià ensaya una reflexión sobre el acontecer de la sociedad humana a partir de la perspectiva del mal, de la barbarie, de la degradación moral a la que se ha entregado el hombre a lo largo de los siglos: la brutalidad medieval, la cruel Inquisición, el inconcebible y atroz y devastador y sanguinario “experimento” de la “limpieza étnica” nazi.
 
En el primero de los planos la infancia del protagonista ocupa un lugar destacado. El padre de Adrià, Félix Ardèvol, es un hombre autoritario, exigente y rígido. Ex-seminarista, hombre intelectualmente brillante, sólo se interesa por la dimensión académica de la vida de su hijo, por su rendimiento escolar, por una futura carrera profesional que ha de ser, inexorablemente, la que él mismo ha marcado para su vástago. También la madre del niño, silenciosa, sometida a la fuerte personalidad de su marido, aunque, tras la muerte de éste, igual de insensible ante su hijo que lo fuera en vida el padre, tiene un papel relevante en este ámbito del libro. La novela está trufada de reflexiones tanto del Adrià adulto, que mira con melancolía retrospectiva su infancia en cierto modo perdida (Comprendió que no había sido niño ni de pequeño; o también: Yo era un niño solitario e infeliz con unos padres insensibles a todo lo que no fuese mi inteligencia, y que no sabían preguntarse si yo quería ir al Tibidabo a ver los autómatas, que se movían como personas si se les echaba una moneda. Pero ser niño quiere decir tener capacidad para oler la flor que brilla entre el barro tóxico. Y quiere decir saber ser feliz con un camión de cinco ejes que era una caja de cartón de sombrero de señora; o igualmente: En esa época, el ablativo absoluto no tenía secretos para mí, pero la vida sí; o aún esta otra: Fue un error nacer en aquella familia por muchos motivos. Lo que me dolía era que mi padre sólo supiera que yo era su hijo. Todavía no se había dado cuenta de que era un niño; y sobre todo: Tengo toda la infancia en casa grabada en la cabeza como diapositivas de pinturas de Hopper, con la misma soledad pegajosa y misteriosa. Y me veo en ellas como un personaje sentado en una cama deshecha, con un libro abandonado en una silla desnuda, o que mira por la ventana o sentado junto a una mesa limpia, mirando la pared vacía. (...) Y si Hopper decía que pintaba porque no lo podía decir con palabras, yo lo escribo con palabras porque, aunque lo estoy viendo, soy incapaz de pintarlo. Y siempre lo veo como él, a través de ventanas o de puertas entornadas. Y al final sé lo que no sabía. Y lo que no sé me lo invento y también es verdad), como del Adrià niño que, en presente, se lamenta de su solitaria vida familiar (No me quieren, me calculan. Me miden el coeficiente intelectual, hablan de mandarme a Suiza, a una escuela especial, y de matricularme en tres cursos a la vez; o esta otra, esclarecedora y tristísima: es tan difícil ser niño y fingir que eres hombre y que te importa un bledo lo que, por lo visto, importa un bledo a los hombres, y darse cuenta de que importa mucho, pero es preciso disimular, porque si los demás se enteran de que no te importa un bledo, sino dos o tres, se reirán y dirán, eres un criajo).
 
En esta parte del libro (aunque, como aclararé más adelante, no existen en propiedad “partes” del libro, claramente diferenciadas, más allá de la natural división en capítulos, sino que ambas dimensiones de la narración se entremezclan en una estructura compleja muy bien ensamblada, atrevida literariamente y sin embargo de una gran belleza y una enorme eficacia), aparecen las grandes preocupaciones de la vida del protagonista, la amistad (entrañable la que mantiene con Bernat desde la adolescencia hasta el fin de sus días; problemática, pues en ocasiones linda con una relación sentimental conflictiva, la que le une a Laura), el amor (hace treinta o cuarenta años que nos conocimos Sara y yo. Es la persona que ha iluminado mi vida y por la que lloro más amargamente. Una niña de diecisiete años, con el pelo oscuro, recogido en dos trenzas, que hablaba catalán con deje francés como si fuera del Rosellón, y que no ha perdido nunca. Sara Voltes-Epstein, que ha ido entrando en mi vida intermitentemente y a quien siempre he echado de menos), la belleza, el conocimiento, la música, la escritura, el arte, y, claro, la culpa, lo que nos lleva a la otra gran vertiente de la propuesta literaria de Yo confieso, el ya mencionado asunto del mal.
 
Hay una imagen esencial que concentra lo fundamental del libro, un excepcional violín que recorre la novela de principio a fin, que engarza los dos planos de la obra y que “funciona” -asociado, en su viaje a lo largo de los siglos, a la peculiar historia universal de la infamia que el autor quiere presentar- como emblema de lo que Jaume Cabré nos cuenta. Se trata de un ejemplar casi único, un “storioni” -Laurentius Storioni Cremonensis me fecit. 1764-, que surca, en multitud de historias, la narración. Hay un pequeño monasterio medieval, Sant Pere de Burgal, y un pergamino que es el acta de la fundación de ese convento y que llega a poseer Adrià, que escribe sobre el documento: Cuando lo toco, me emociona la larga historia que simboliza. Entonces pienso en los monjes que lo recorrerían a lo largo de los siglos, en los siglos de los rezos a Dios, que no existe, en las salinas de Gerri, en los encumbrados misterios del Burgal. Y en los campesinos que morían de hambre y enfermedades, en los días que van pasando lentos, pero implacables, y en los meses y los años... y me emociono. Y está Jachiam de Pardàc, que en un bosque de abetos encuentra un arce del grosor adecuado, y percibe el canto de la madera, y que tras la tragedia de su familia, los Mureda de Pardàc, y el incendio de sus tierras en Paneveggio, llega a Cremona en 1705 con un cargamento de esa madera excepcional. Y conocemos a Lorenzo Storioni, que transforma esa maravilla de la naturaleza y la convierte en una pieza extraordinaria en el taller de los afamados Guarneri: Admiró al tacto el ritmo de lo curvatura. Lo posó encima de la mesa del taller y se alejó hasta que dejó de oler la intensa fragancia del abeto y el arce milagrosos. Un buen violín, además de sonar bien, debe ser placentero a la vista y fiel a las proporciones que le dan valor. Y sabemos también de Guillaume-François Vial que llega a asesinar en su obsesión por el violín. Y Matthias Alpaerts, con su familia borrada del mundo por el absurdo delirio nazi en Auschwitz-Birkenau, y el doctor Voigt y Konrad Budden que, con la excusa del interés científico, aplican su ciencia médica a la despiadada tortura sistemática en el campo de exterminio, y Rudolf Höss el abyecto comandante de ese lugar del espanto... Todos tienen contacto con el instrumento, sufren, luchan, compran, sobornan, traicionan, matan o mueren por él... hasta que llega a las manos del propio Adrià, que lo recibe de su padre, uno más -el nada inocente Félix Ardèvol- en la larga lista de quienes han envilecido la posesión del maravilloso violín: A lo largo de la vida he aprendido que este violín no es mío, sino que yo soy suyo. Soy uno más de los muchos que lo han poseído. A lo largo de la vida este storioni ha tenido diversos instrumentistas a su servicio. Y hoy es mío, pero yo sólo puedo admirarlo. Por eso me hace ilusión que aprendas a tocar el violín y continúes la larga cadena de la vida de este instrumento. Nuestro protagonista es consciente del valor simbólico de la pieza, de su condición de desencadenante de historias: No sé por qué no quería vender el Vial, ese violín que estaba tan cerca de las desgracias pero que me había acostumbrado a tocar cada día más horas. Puede que fuera por las cosas que me había contado mi padre, o por las vidas que me imaginaba tocando su madera. (...) A veces, sólo con pasar un dedo por la piel del violín, me voy a la época en que el árbol crecía sin sospechar que un día tomaría la forma de violín, de storioni, de Vial. No es una excusa, pero el Vial era una especie de mirador de la imaginación. El violín es en sí mismo el arte, la belleza, la limpieza del alma, la perfección, las más altas cimas del espíritu a las que puede llegar el ser humano, pero en su azarosa existencia refleja también la vileza, el horror, la abyección, lo más innoble e impuro y despiadado de lo que somos capaces los hombres. Parece mentira que las cosas más inocentes puedan dar lugar a las tragedias más impensables, se dice en el libro, repleto de reflexiones sobre la maldad inherente a la naturaleza humana -¿o mero fruto de la depravación de algunos individuos singulares?-, como algunas de las que ahora resalto aquí por su carácter significativo: El hombre destruye al hombre, pero también compone El paraíso perdido. O igualmente: Schubert es la verdad artística y para salvarnos tenemos que agarrarnos a ella. También: Si yo puedo hacer daño porque sí y no pasa nada, la humanidad no tiene futuro. O esta final, muy reveladora: Llegué a la conclusión de que si Dios Todopoderoso permite el mal, Dios es un invento de mal gusto.
 
En este sentido, Yo confieso resulta una reflexión, hoy más necesaria que nunca, imprescindible, sobre la capacidad del hombre para hacer el mal. La dramática confesión de Adrià y, en último término, la del propio Jaume Cabré, constituyen un recordatorio, trágico pero también magnífico, del horror y la iniquidad, de la depravación y la ignominia, de la bajeza, la animalidad, el envilecimiento y la ruindad del ser humano. El protagonista, y a través de él el autor, se obliga -y en cierto modo nos la exige también a nosotros, los lectores- a una misión inexcusable que no podemos -que no deberíamos- soslayar: Se impuso la tarea de recordar el mayor número posible de caras, de gemidos, de lágrimas y gritos de espanto, y se pasaba las horas inmóvil, sentado ante la mesa desnuda. Y ello pese a que escribir es revivir y pasarse años reviviendo el infierno es insoportable: murieron por haber escrito el horror que ya habían vivido. Y al final tanto dolor y tanto pánico... reducidos a mil páginas o a dos mil versos; casi parece un sarcasmo condensar tanta pesadumbre en medio palmo de papel impreso.
 
Y todo ello -la multiplicidad de narraciones, el relato biográfico de Adrià, el repaso a la histórica maldad del hombre, la infinidad de personajes- contado a través de un texto literariamente impecable, arriesgado formalmente y de resolución sin embargo perfecta, construido a partir de una estructura difícil pero precisa, muy elaborada pero magnífica en su resultado final; una obra espléndida en la que su artificio, su sutil engranaje interno, la trabajada ingeniería de su construcción no dejan apenas rastro del andamiaje que la sustenta, pues como lectores nos embebemos en sus páginas llevados de la mano de un narrador dotado de una capacidad poderosísima de subyugar con su escritura.
 
Quiero señalar, como el rasgo quizá más destacado de este refinamiento en la composición, de esta “fábrica” oculta del libro, un sólo aspecto muy significativo. Se trata de la mezcla, el aparente desorden, la supuesta confusión -supuesta, porque sólo se muestra en una apreciación superficial- de planos, de tiempos, de personajes, de voces, de perspectivas. Toda la vida -dice el protagonista- he mezclado las cosas. No lo digo con orgullo, más bien con resignación contenida. Por mucho que me lo haya propuesto, no he sabido encerrar cada cosa en un compartimiento estanco, todo se me mezcla, como ahora mismo esto que te escribo, y las lágrimas son la tinta. Y así, en el seno de una misma página, de un mismo párrafo, a veces de una misma línea -lo que exige una lectura atenta, intensa pero extraordinariamente gozosa- se mezclan las historias, saltamos del siglo quince al veinte, de la infancia del protagonista a su decadencia senil; el inquisidor Nicolau Eimeric se convierte en el director del campo de exterminio, Adrià muta en su progenitor, la joven Sara comienza una frase que termina un padre de familia judío encerrado en un tren de la muerte, un monje benedictino medieval habla y la réplica llega de un luthier lombardo del dieciocho; el amigo Bernat escucha la repetitiva perorata de un guía turístico y quién contesta es la protagonista de su nueva y fallida novela; en el curso de una conversación entre personajes humanos, de carne y hueso, aparece la voz “ficticia” del jefe indio Águila Negra o del Sheriff Carson, los muñecos de goma del niño Ardèvol; la primera persona del relato subjetivo se convierte, tras tan sólo una coma, en la tercera persona del narrador objetivo, omnisciente; los caracteres imaginados por el autor, los principales protagonistas y, obviamente, muchísimos secundarios, conviven en el relato con el historiador Isaiah Berlin, o el gobernador civil de Barcelona Wenceslao González, o el propio Rudolf Höss, entre otros individuos “verdaderos”, históricos, que han existido en la vida real.
 
Es cierto que todos estos recursos no son nuevos, que ya han adquirido plena carta de naturaleza en la literatura desde hace décadas, y que son “digeridos” con naturalidad por cualquier lector medianamente formado; es cierto que antes de Cabré existieron Faulkner y James y Vargas Llosa, cuya Conversación en la Catedral, el paradigma -a mi juicio- de la utilización de estos recursos literarios, me ha venido a la cabeza en numerosas ocasiones mientras leía Yo confieso; todo ello es cierto, pero también lo es que el dominio de Jaume Cabré en estas técnicas, sin resultar, por lo tanto, novedoso, es excepcional y dota a su libro, como he señalado antes, de una dimensión literaria -además de la inequívoca humana- extraordinaria.
 
No deberíais perderos este Yo confieso monumental. Su lectura constituirá para vosotros, sin duda alguna, como lo ha sido para mí, una experiencia inolvidable, la que siempre provocan los libros que despiertan la capacidad de fascinar al lector; de admirarlo por la inteligencia que contiene o por la belleza que genera, como leemos en un momento de la obra.
 
Para complementar con una referencia musical esta reseña que aquí termina, os ofrezco, claro está, una pieza de violín (y piano y violonchelo). Reconociendo mi ignorancia supina en los dominios de la música clásica, de modo que no sé si cito correctamente, os ofrezco el Trío n° 2, en mi bemol mayor, opus 100, de Schubert que suena en un momento destacado del libro.
 
 
A pesar de su carácter huraño, mi padre me fascinó mucho tiempo y yo deseaba complacerlo. Y, sobre todo, ansiaba que me admirase. Brusco, sí; con mal genio, también; y no me quería nada. Pero yo lo admiraba. Seguramente me está costando tanto hablar de él precisamente por eso, por no justificarlo. Por no condenarlo.
 
Una de las pocas veces, si no la única, que me dio la razón me dijo muy bien, me parece que tienes razón. Guardo el recuerdo como un tesoro en una cajita. Porque, en general, siempre éramos los demás quienes nos equivocábamos. Entiendo que mi madre viese pasar la vida desde el balcón. Pero yo era pequeño y quería ser el perejil de todas las salsas. Cuando mi padre me ponía objetivos imposibles, en principio me parecía bien. Aunque los principales no se cumplieron. No estudié Derecho; sólo hice una carrera, pero, en cambio, me he pasado la vida estudiando. No he llegado a coleccionar diez o doce lenguas con la intención de batir la marca del padre Levinski de la Gregoriana, pero las he aprendido con grandes obstáculos y porque me apetecía. Y aunque tengo deudas pendientes con mi padre, no he pretendido que se enorgulleciera dondequiera que se encuentre, es decir, en ninguna parte, porque he heredado su descreimiento en la vida eterna. Tampoco se cumplieron los designios de mi madre, siempre relegados al segundo lugar. Bueno, no es exactamente así. Hasta más tarde no llegué a saber que mi madre tenía planes para mí, pero a espaldas de mi padre.
 
Es decir, era hijo único y mis padres, ansiosos por presumir de niño inteligente, no me quitaban la vista de encima. He aquí lo que podríamos llamar el resumen de mi infancia: listón alto. Listón alto en todo, hasta en comer con la boca cerrada. Sin apoyar los codos en la mesa y sin interrumpir las conversaciones de los mayores, menos cuando explotaba, porque había día que no podía más y ni Carson ni Águila Negra lograban calmarme.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

JOSÉ ANTONIO MILLÁN. PERDÓN, IMPOSIBLE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Dejade que hoy, para empezar, os haga una pregunta, una pregunta retórica, pues es obvio que no podéis contestarme, pero pese a ello, permitidme que la formule en alta voz y permitidme también que imagine vuestra respuesta. He ahí la pregunta: ¿escribís?, ¿redactáis textos diversos, rellenáis formularios, tomáis notas, copiáis apuntes, lleváis un diario, anotáis vuestros sueños tras despertaros, pergeñáis poemas, escribís cartas, tecleáis “eseemeeses”, mandáis “guasaps”, hacéis la lista de la compra en un papelito recortado, ayudáis a vuestros hijos en sus redacciones escolares, cumplimentáis instancias, esbozáis proyectos de novelas, ponéis por escrito vuestros propósitos cada año nuevo, narráis vuestras impresiones de viaje, castigáis a vuestros parientes con postales desde vuestros destinos turísticos, enviáis correos electrónicos? Anticipo vuestra respuesta afirmativa, por supuesto que sí, claro que escribimos, todo el mundo escribe, con mayores o menores pretensiones, por motivos profesionales y de intendencia o llevados por la emoción y el deseo de comunicación, con voluntad e ilusión y propósito literarios o como desempeño laboral meramente formal... todos escribimos, pues la escritura nos hace seres humanos, la escritura, como el habla, nos aleja de nuestra animalidad más primitiva.

Pues bien, partiendo de esa base indiscutible, la de que vosotros y yo somos, en cierto modo, escritores, el libro del que hoy quiero hablaros os va a interesar especialmente. Se trata de Perdón imposible, su autor es José Antonio Millán y lo publica el sello RBA que ya ha hecho del libro varias ediciones, alguna incluso en bolsillo, lo que es prueba de su relativo éxito. Perdón imposible se presenta con un subtítulo muy elocuente y significativo que os dará pistas de por dónde se desenvuelve su original planteamiento: Guía para una puntuación más rica y consciente.

Y es que en tanto que todos escribimos en algún momento de nuestras vidas, en muchos momentos de nuestras vidas, este librito puede resultarnos de mucha utilidad, pues proporciona numerosas claves, contadas magníficamente y siempre con un poso de humor y mucha amenidad, para que la puntuación de nuestros escritos sea correcta y haga de ellos textos claros, precisos y, sobre todo, de una gran eficacia comunicadora. Y especialmente, en estos tiempos en que los informes internacionales sobre el estado de nuestra educación, con los casos paradigmáticos de PISA para los alumnos de secundaria, y PIACC para adultos, dejan claro que en las competencias matemática y lectora los españoles, adolescentes y mayores, estamos muy atrás con respecto a los países de la OCDE; en estos tiempos de mensajes telefónicos en los que proliferan grafías imposibles, sintaxis desmañadas y léxicos miserables; en estos tiempos en los que en casi cualquier seudo debate televisivo irrumpen desbocadas estas cintas móviles que en la parte inferior de la pantalla nos agreden, salvajes puñetazos a la inteligencia, con su sucesión de anacolutos y errores ortográficos brutales, de exabruptos y redacciones descosidas; en estos tiempos en los que la prosa periodística, el lenguaje de los políticos, los balbuceos expresivos de las figuras públicas, se desenvuelven en un nivel sólo un ligero escalón por encima del sonido gutural de los animales, la consulta de un texto que se detiene en estas cuestiones, sólo aparentemente menores, relativas al cuidado y el rigor en la puntuación puede parecer un lujo algo anacrónico, pero, sin duda, un lujo necesario.

El título del libro hace referencia a una simpática y muy indicativa anécdota vivida por el autor en su infancia. En sus años escolares a José Antonio Millán le contaron una historia atribuida a Carlos V, aunque luego él mismo confiesa que la ha encontrado referida a otros reyes. Al parecer, al emperador se le pasó a la firma una sentencia que afectaba a uno de sus súbditos y que decía así: Perdón imposible, que cumpla su condena. Al monarca le gano su magnanimidad y antes de firmarla movió la coma de sitio, de manera que la frase se convirtió en: Perdón, imposible que cumpla su condena. Y de ese modo, una coma cambió la suerte de algún pobre desgraciado.

A partir de esta historieta trivial pero sin embargo iluminadora de la radical importancia, de la en algunos casos vital trascendencia de una correcta puntuación, José Antonio Millán construye su libro, en el que dedica capítulos autónomos al punto, en todas sus manifestaciones, punto y seguido, punto y aparte, punto final, puntos suspensivos, a la coma, al punto y coma, a los paréntesis, a los signos de interrogación y de admiración, a las comillas, a los guiones, en fin, a otros distintos signos ortográficos. En cada sección aparecen multitud de ejemplos, referencias literarias, citas de periódicos, y todo ello, como os digo, impregnado de una sutil socarronería que nos hace avanzar por el libro de manera gozosa, aprendiendo y divirtiéndonos a la vez. Instruir deleitando, quizá algunos de vosotros recordéis aquel espléndido lema que tanto se repetía en nuestra infancia y que sin duda puede encabezar a modo de síntesis afortunada este magnífico Perdón imposible de José Antonio Millán, editado por RBA, que esta tarde os recomiendo vivamente. Os dejo con un fragmento del libro consagrado a los signos de interrogación que os va a encantar. Igualmente espero que os interese también la canción que he escogido para acompañar mi reseña. Se trata de Mala ortografía un rap -obviamente autobiográfico, a juzgar por algunas de sus “publicaciones” que circulan por internet- de Santa Rm, un “artista” creo que mexicano, incalificable frecuentador del “discursivo” género musical.
 
 

La duda

En este capítulo y el siguiente vamos a tratar algo que, en rigor, no son signos de puntuación (aunque los llamen así), sino de entonación: la exclamación y la interrogación.

Cuando un hispanohablante -o mejor dicho, hispanoleyente- se asoma por primera vez a otras lenguas, siempre se sorprende al comprobar que por ahí fuera los signos de interrogación y de admiración se cierran, pero no se abren.

En español ocurría lo mismo hasta bien entrado el siglo XIX, como en este diálogo humorístico del XVIII, muy extendido en su época:

Rey: Quién eres tú? Cuándo naciste? Y de qué tierra eres?

Bertoldo: Yo soy un hombre, nací cuando mi madre me parió, y mi tierra es este mundo.

¿Cómo saben los ingleses actuales (o los españoles de antaño) cuándo tienen que empezar a admirarse? ¿Cuándo deciden que alguien está preguntando algo? La verdad es que, en lo que respecta a la interrogación, lenguas como el inglés marcan muy bien el comienzo de una frase, mediante partículas o utilizando un verbo auxiliar. En español, sin embargo, una misma frase puede ser perfectamente enunciativa, admirativa o interrogativa sólo con que cambie el tono en que se dice. Por ejemplo: El niño va al colegio solo. ¡El niño va al colegio solo! ¿El niño va al colegio solo?

Este hecho hizo que la Academia en la segunda edición de su Ortografía, en 1754, recomendara la utilización de nuevos símbolos: la apertura de admiración y de interrogación. La elección de qué signo utilizar no fue sencilla. Decía la Academia:

La dificultad ha consistido en la elección de nota o signo; pues emplear en esto las que sirven para los acentos y otros usos daría motivo a equivocaciones, y el inventar nueva nota sería reparable y quizá no bien admitido. Por esto, después de un largo examen ha parecido a la Academia se pueda usar la misma nota de interrogación, poniéndola inversa antes de la palabra en que tiene principio el tono interrogante, además de la que ha de llevar la cláusula al fin de la forma regular.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

RAFIK SCHAMI. EL LADO OSCURO DEL AMOR 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que, como todos los miércoles, os trae una apasionada propuesta de lectura con el fin de despertar en vosotros el interés por una obra literaria de calidad. Esta semana os recomiendo una novela muy atractiva -y muy voluminosa también: más de ochocientas páginas- surgida en un ámbito literario bastante poco usual, pues su autor es de nacionalidad siria, aunque haya desarrollado toda su carrera como escritor en Alemania. Os hablo de Rafik Schami y de su libro El lado oscuro del amor que publicó la Editorial Salamandra en 2008 en traducción del alemán de Carlos Fortea. En estos días en que Siria vive jornadas dramáticas, inmerso el país en una muy cruenta guerra civil -con una aun más preocupante dimensión internacional-, traer a este espacio un texto que -más allá de su mero interés en el ámbito de la literatura; que lo tiene, obviamente, y grande- nos pone en contacto, en el transcurso de su trama argumental, con la historia, la política, las costumbres, las vivencias de sus ciudadanos, se me antoja una opción especialmente oportuna, por lo que creo -con más razones que otras veces- que el libro podrá interesaros. Mientras tanto, mientras decidís si lo leéis o no, no olvidéis la triste situación de los refugiados sirios, cientos de miles de desplazados, sobre todo niños, víctimas inocentes de una guerra cruel.
 
El lado oscuro del amor es, en una primera instancia y tal y como indica su nombre, una novela de amor, un amor prohibido, un amor aparentemente imposible, un amor condenado al sufrimiento y al dolor. Un amor, desarrollado en un país del Oriente Medio, pero con muchas afinidades con el ideal romántico que la literatura ha consagrado en Occidente, con la tragedia de Romeo y Julieta como ejemplo paradigmático.
 
Farid y Rana son dos jóvenes que se aman desde niños y que deben arrostrar los inconvenientes de ese sentimiento, pues pertenecen a dos familias, los Mushtak y los Shahin, que se odian, enfrentadas desde tiempo inmemorial. A lo largo de los años, durante décadas, los protagonistas viven su pasión de manera limitada, entre grandes temporadas de distanciamiento y clandestinidad provocados por la oposición, la hostilidad incluso, de sus respectivos clanes. Los escasos momentos de felicidad se alternan con separaciones frecuentes, con sufrimiento indecible, con violencia e incomprensión. El sometimiento a anquilosadas costumbres ancestrales, que han prevalecido hasta hace poco tiempo en Siria -y que sin duda siguen existiendo actualmente en el mundo árabe-, impedía las relaciones entre sexos basadas en el amor. Bárbaras exigencias tribales, irracionales motivos religiosos, absurdos intereses familiares, anacrónicas tradiciones ancladas en un pasado brutal obligaban a los matrimonios concertados y frustraban las manifestaciones espontáneas del amor romántico. En Europa una pareja es feliz o no, vive junta o se separa según los dictados del amor. Aquí te casas o te separas por cien motivos, y ninguno de ellos se llama amor, se lee en un momento del libro.
 
Farid es un Mushtak, una familia fiel a la Iglesia católica y romana, mientras que Rana pertenece a los ricos Shahin, que siguen la ortodoxia grecorromana, de tal manera que el conflicto que rodea a los amantes no tiene que ver sólo con ciegas rivalidades de siglos entre estirpes que presentan rasgos cercanos a la leyenda, sino también con intereses religiosos, culturales, étnicos. El autor, en el último e ilustrativo capítulo del libro, da cuenta de un suceso, vivido por él en 1962, que acabará conformando -transformado literariamente- un importante episodio de la novela, y que pone de manifiesto este sometimiento de los sentimientos al fanatismo religioso: una joven musulmana fue asesinada ante mis ojos y los de todos los vecinos -escribe- porque había transgredido los límites religiosos y se había enamorado de un varón cristiano. Y más adelante: cuando yo era un chico de dieciséis años que veía el mundo como una infinita cadena de historias, pensé que había que escribir una novela sobre todas las formas de amor prohibido en Arabia, y lo deseé con toda la ingenuidad de un amante. De manera que por el libro, en paralelo e intercaladas entre la historia principal de Farid y Rana, aparecen infinidad de historias menores -en una construcción que apunta a las teselas que conforman un mosaico- que recogen estas variantes del amor que lucha -y muchas veces pierde- contra las exigencias de “la tribu”.
 
Pero más allá de la(s) historia(s) de amor, la novela de Schami interesa también desde ese punto de vista de la multiplicidad de relatos que se entrecruzan en el libro, en un esquema narrativo -las historias dentro de historias- que entronca con la tradición literaria árabe. En este sentido, El lado oscuro del amor remite a Las mil y una noches, pues está surcado de cuentos, leyendas, mitologías, en una suerte de realismo mágico a la oriental: de nuevo el mundo como una infinita cadena de historias. La del gigantesco pene de Elías Mushtak, la de la fantástica colección de ojos de cristal, las que nacen de la desbordante fantasía con la que un hijo cuenta a su padre las películas que ve en el cine, recreándose en la atmósfera como de cuento de un fenómeno que el relato tiñe de tintes mágicos, las aventuras, siempre sorprendentes, del loco Gibrán, el encantamiento de los imaginativos juegos de los niños que se describen en un momento del libro, las fascinantes clases de caligrafía árabe, la descripción de la multitud de peripecias sexuales de los personajes, siempre risueñas y procaces, el cuento de las gallinas y su memoria, las experiencias vividas en el hammam, la historia del cadáver que aparece en una cesta, la del hombre sabio que lee impertérrito mientras los gatos suben por su cuerpo, la del chico que al saber que su abuelo ha muerto y ha sido enterrado sin sus gafas espera la muerte de su abuela para que ésta se las lleve y así pueda leer en el cielo... y decenas de ellas más en una sucesión que fluye incansable en los trescientos cuatro capítulos de una novela repleta de cuentos, de fábulas, de invenciones, de anécdotas. Capítulos que se organizan en libros: el de la risa, el del amor, el de la muerte, el del infierno, el del devenir, el de la soledad, el de la estirpe, el de los colores,... ¡¡el de las mariposas!! Libros que van surgiendo aparentemente deslavazados a lo largo de la narración, pero que ayudan a articularla, a ordenarla, a darle estructura, a dibujar en ella ocultas líneas de fuerza, secretas relaciones, hilos sutiles que enlazan las historias.
 
Pero este mundo de “fantasía”, imaginativo y colorista, se complementa con innumerables calas que la narración hace en la historia de Siria: las convulsiones, los escándalos y los excesos de la política, el poder siempre corrupto, los muchos golpes de estado, las sucesión de militares siniestros, a cual más depravado y venal, que ocupan el palacio presidencial desalojando -muchas veces de manera cruenta- al protagonista de la anterior sublevación armada mientras cuentan los días que faltan para ser depuestos a su vez por el enésimo líder iluminado que por las armas asalta las instituciones del Estado con ficticias -e insensatas- promesas de cambiar para siempre la vida de sus conciudadanos, en realidad sus súbditos. Censura, arbitrariedad política, regímenes despóticos, tortura despiadada, burocracia estatal, opositores desaparecidos, raptados o asesinados, represión sistemática, intrigas de los servicios secretos, luchas entre minoritarios grupúsculos políticos, disturbios varios, permanente enfrentamiento civil, dirigentes que amasan sus fortunas esquilmando a sus pueblos... todos los componentes paradigmáticos que definen las dictaduras y sus innobles crímenes aparecen en el libro, y no desde una perspectiva inventada sino desgraciadamente real, con personajes de existencia histórica, documentada, con nombres y apellidos que forman parte de la vida siria de los últimos setenta años, con escenarios y lugares, con calles y edificios reconocibles de un Damasco que se dibuja con colores de leyenda hasta constituirse así, igualmente, en protagonista principal del libro. Novela política, pues, también, este El lado oscuro del amor, un libro cuya lectura nos permite conocer algunas de las claves que explican el actual conflicto que vive el país árabe. Especialmente significativas, en este sentido, las páginas dedicadas a los Hermanos Musulmanes, con tanta -y tan controvertida- presencia en la crisis actual, y de cuyos orígenes, evolución y fanáticas posiciones fundamentalistas se nos da cuenta en la novela.
 
Ambas dimensiones, la íntima, sentimental, amorosa, y la objetiva, política y hasta sociológica, aparecen marcadas por un fuerte tono autobiográfico. Durante la lectura del libro todo apunta a este carácter “vivido” de las experiencias que se narran, lo cual se confirma en el -insisto- muy esclarecedor último capítulo donde Rafik Schami desvela la “cocina” de su escritura y nos da las claves del proceso creador que condujo -tras más de cuarenta años de “cocción”- a la publicación de su magna obra. Comunista perseguido por sus ideas, huido de su país ante la amenaza de tres años de servicio militar al servicio de un régimen despótico, exiliado en Alemania, la vida pública del autor -y probablemente también su personal vivencia amorosa- corre en paralelo a la de Farid, su principal personaje masculino, y los dos polos -el íntimo y el político- se anudan en un relato complejo y lleno de encanto que participa -como he señalado- de esa desbordante imaginación de la literatura árabe -sobre todo oral- que constituye el tercer pilar sobre el que se construye el libro.
 
Y todo ello con un mensaje de fondo ilustrado y progresista, democrático y liberador, un mensaje de tolerancia, convivencia y modernidad. Como se recoge en un momento del libro: En Damasco hay frases que se dicen sólo para saber si un interlocutor desconocido pertenece a la misma religión que uno. Cuando un musulmán exclama de pronto: “Que Dios bendiga a nuestro profeta Mahoma”, el otro, si es musulmán, repite: “Que Dios bendiga a nuestro profeta Mahoma”. En cambio, si es judío o cristiano, responde: “Que Dios bendiga a todos los profetas”. O, más adelante, en lo que quizá pueda entenderse como la clave central de la novela: Musulmanes y cristianos pueden luchar juntos, comerciar, guardar luto, celebrar fiestas, trabajar, vivir y morir, pero no pueden amarse. Y si una pareja se atreve, la respuesta es la muerte. Una propuesta, pues, que enfatiza las virtudes del amor, de la belleza, de la alegría, de la sensibilidad, de la comprensión, de la solidaridad, de, en definitiva, la vida, por encima de credos y etnias, de ideologías y religiones, de identidades y clanes, de culturas y estirpes.
 
Interesantes momentos de lectura, pues, los que nos depara El lado oscuro del amor, de Rafik Schami, que publica Salamandra. La ilustración musical de mi reseña de hoy la aporta Um Kulthum (en la grafía empleada en la novela; yo siempre había utilizado Om Kalsoum, aunque son muchas las versiones “admisibles” del nombre de la diva de la música egipcia), cuyas canciones escuchan los protagonistas de la novela, como podréis apreciar en el fragmento con el que cierro este entrada. Ahmad Rhami, el autor de la letra de Hagartak, la pieza que os ofrezco, escribió, enamorado, los versos de más de trescientos temas interpretados por la excepcional cantante, una figura casi mítica en el mundo árabe, sin que su amor, plasmado en tantos poemas cantados por su amada, nunca fuera correspondido. Aquí os dejo su triste y apasionada  letra, traducida del árabe a un inglés que por falta de tiempo no puedo verter al español:
 
I left you maybe I forgot your love
and say goodbye to your cruel heart
And said I can for a day pass
and get empty from the cruel love
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
My soul got angry on the loss
and your love is running in my blood
And I kept thinking of forgetting you
when forgetting have been my own rule
If your love ever came to my mind
or your shadow visited my imagination
I tried running away from the thoughts t
hat turns on the fire of my love
And I preferred and my mind is lost
in the love between my mind and heart
And leaving was to forget you
and say goodbye to your cruel heart
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
I feel sorry for your pain
after what I saw in your love
I could not forget your acceptance
the days of your longing and convenience
But what can I do
and my heart is still bothering me
I am bothered to wish
for the blessings of your love
And you watered it back from
the rejection the cup of desertion
And the days pass after you
witnessing and deprivation
And it was a wish for me to forget you
and say goodbye to your cruel heart
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
So many times I tried forgetting you
and forget the nights of your desires
And forget the beauty that I have
seen in the existence with you
I denied my soul from every community
that walked between me and you
I denied my soul from every grace
that was sweet with you in my eyes
And said that I would live without the
memories to make my heart ripe for you
I have no single idea
except that I forget to think of you
And you became between my mind
and heart lost and puzzled
I say to my soul from outsmarting t
hat I should forget the forgotten
As long as I am deserting only to forget you
and say goodbye to your cruel heart
And see my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
 
 
-¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad?
 Farid no lo preguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.
Tres días atrás, la policía secreta había asaltado y secuestrado a su amigo Amín cuando éste salía de su casa. Desde la unión de Siria y Egipto en la primavera de 1958 se había iniciado una cacería de comunistas. El año 1959 había sido especialmente malo. El presidente Satlán había pronunciado furiosos discursos contra el régimen del dictador Damián en Irak y contra los comunistas. Tampoco al terminar el año había habido un respiro; incluso en plena noche los jeeps del Servicio Secreto circulaban por las calles de la capital con sus víctimas. Las familias quedaban atrás, entre lágrimas de miedo. Se habló de "Nochevieja sangrienta". Un susurro corría de boca en boca y suscitaba aún más miedo del Servicio Secreto, que parecía tener espías en todos los hogares.
 
Ese día, para Farid el amor era algo parecido a un lujo. Había pasado unas horas tranquilas con Rana en casa de su fallecida abuela. Allí, en Damasco, cualquier encuentro con ella era un oasis en medio del desierto de su soledad. Muy al contrario que las semanas pasadas en Beirut, donde se habían escondido ocho años atrás. Allá, cada día había empezado y terminado en los brazos de Rana. Allá, el amor había sido un dulce y extenso paisaje fluvial.
La casa de su abuela aún no había sido vendida. Claire, su madre, le había dado la llave la mañana anterior.
-Pero déjate puestos los calzoncillos -había bromeado.
Brillaba el sol, pero hacía un día gélido. Una humedad mohosa le había salido al paso al entrar en la casa. Abrió las ventanas, dejó pasar el fresco y por último encendió las estufas de la cocina y el dormitorio. No había nada que Farid odiara más que el olor del frío húmedo y asentado.
Cuando Rana llegó, poco antes de las doce, las estufas ya estaban al rojo.
Ella bromeó:
-¿Estamos en el hammam o en casa de tu abuela?
Farid la vio tan arrebatadoramente hermosa como siempre, pero no consiguió librarse de la sensación de un peligro amenazador. Mientras la besaba, pensó en el indio que en una inundación había buscado la salvación encaramándose a un tejado y se había ido sumergiendo poco a poco en la húmeda muerte. Se abrazó a Rana como si estuviera ahogándose y notó el corazón de ella contra su pecho. Tenía frío, a pesar del calor, y su sonrisa sólo lo alivió del miedo durante unos segundos.
-Hoy eres un modelo de decencia -lo provocó ella cuando salieron de la casa al cabo de unas horas.-. Como si mi madre te hubiera encargado que cuidaras de mí. Ni siquiera te has quitado los pantalones...
Y rió alegremente.
-Esto no tiene nada que ver con tu madre -dijo él, y quiso explicárselo, pero las palabras se le quedaron atravesadas.
En silencio, caminó junto a ella por los callejones hasta el parque de Sufaniya, cerca de BabTuma. Cada jeep que pasaba suponía un sobresalto. De las radios de los cafés salían las palabras del presidente, que prometía una lucha encarnizada contra los enemigos de la República. Satlán poseía una voz hermosa y masculina que cautivaba a los árabes. La radio era su caja mágica. Con más de un ochenta por ciento de analfabetos, la oposición carecía de la menor oportunidad. Quien domina la radio tiene al pueblo de su parte.
Y el pueblo amaba a Satlán; tan sólo una ínfima y desesperada oposición lo temía y, tras la despiadada ola de detenciones, un extraño miedo envolvía la ciudad. “Pero pronto los damascenos lo habrán olvidado todo y volverán a ocuparse riendo de sus negocios”, pensó Farid cuando llegaron al parque.
Su miedo era una rapaz que devoraba su tranquilidad. Pensaba sin cesar en Amín, el solador, que ahora tendría que soportar los tormentos de la tortura. Amín no sólo era su amigo. También había sido el contacto entre las juventudes comunistas, que Farid presidía desde hacía unos meses, y la dirección del partido en Damasco. Apenas unos días atrás le había asegurado que se había encerrado y cortado todos los hilos que conducían hasta él. Amín era un experimentado luchador clandestino.
Hacía unas semanas, mientras tomaban café una mañana, la madre de Farid le había dicho de pronto que la muerte de sus padres, tías y tíos la dejaba a un tiempo triste y desnuda; el muro protector de los mayores desaparecía y uno quedaba más expuesto al abismo. Ahora, él mismo contemplaba desnudo ese abismo. Todo parecía tambalearse. Su amigo Josef defendía ciegamente a Satlán y despotricaba contra los “agentes de Moscú”, como el presidente llamaba a los comunistas. Farid estaba en el partido equivocado, era el único ser humano entre seres sin corazón, y ya era hora de que lo dejara. ¿Cómo podía Josef hablar así?
Rana era la mayor felicidad para Farid. La amaba tanto que casi deseaba separarse de ella para protegerla del riesgo de una persecución. Miró su oreja. Sólo por eso, por aquella pequeña e inocente oreja, tenía que amarla. Rana llevaba un buen rato en silencio. Parecía observar a los niños que jugaban en el parque, pero una chiquilla al margen del grupo le llamó la atención. La niña bailaba y giraba en círculo, se quedaba rígida de repente y luego se arrojaba al suelo, como alcanzada por una bala. Al cabo de unos instantes volvía a incorporarse y bailaba de nuevo, para volver a dejarse caer al poco.
Hacía tiempo que Damasco no disfrutaba de semejante clima: la bendición de las lluvias invernales había sido anulada por el frío primaveral; las flores y los capullos se habían helado.
Era el primer día soleado después de una eternidad húmeda. Los habitantes de la ciudad vieja salían, pálidos y tosiendo, de sus casas de adobe, que no conseguían mantener el frío a raya, y buscaban los parques y jardines fuera de las murallas de la ciudad. Los adultos hacían barbacoas, tomaban té, jugaban a las cartas, contaban historias o fumaban sus narguiles con la mirada perdida. Los hijos se entretenían con juegos bulliciosos: los chicos con pelotas, las chicas con aros de hula-hop, recién llegados de América, que habían conquistado Damasco en un abrir y cerrar de ojos. Meneando las caderas, las chicas trataban de mantener en movimiento circular los aros de plástico. La mayoría aún eran torpes, pero algunas ya lograban mover los aros durante unos minutos.
El frío parecía no importar a la muchacha que bailaba apartada de los demás. Sus movimientos tenían una extraña calma veraniega. Rana observó el cuello de la muchacha y se preguntó qué signo trazaría la sangre en el aire si realmente una bala alcanzase a la pequeña. En el caso de su tía Yasmín, el chorro de sangre había pintado en la pared el símbolo del infinito, un ocho horizontal. De eso hacía ya diez años. Yasmín, la hermana menor del padre de Rana, había regresado de Beirut, donde se había escondido durante largo tiempo de la ira de su familia junto a su esposo musulmán. Echaba de menos Damasco, su ciudad, y a su madre. Una sonrisa afloró a los labios de Rana, pero sólo para volver a perderse enseguida. Pensó: “Debe de ser el destino de la familia que todos los enamorados huyan a Beirut.”
Un día de verano, la tía Yasmín la había invitado a la famosa heladería Bakdash, en el zoco Al Hamidiya. Allí dijo, en tono alegre e intrascendente: -Desde tiempo inmemorial, la vida en Arabia se mueve entre dos enemigos irreconciliables: el amor y la muerte, y yo he optado por el amor.
Pero la muerte no aceptó su decisión.
Samuel, el sobrino de Yasmín, la mató a la entrada de un cine; su acompañante huyó sin sufrir daño alguno. Samuel no disparó sobre él, sino que se quedó de pie junto a su tía ensangrentada y gritó a los transeúntes:
-¡He salvado el honor de mi familia cristiana, porque mi tía lo había arrastrado por el barro al casarse con un musulmán!
Muchos de los presentes habían aplaudido.
Samuel, el malcriado hijo de la tía Amira, tenía por entonces dieciséis años, y no se lo consideraba mayor de edad. Pasó un año en la cárcel y luego quedó en libertad. Sus parientes lo llevaron a hombros por las calles, cantando a voz en cuello, hasta casa de sus padres. Allí, más de cien personas festejaron su acto de heroísmo hasta el amanecer. Sólo Basil, el padre de Rana, se mantuvo al margen de la celebración. Le resultaba demasiado primitiva, pero también él comprendía el asesinato de su propia hermana, quien había acarreado la vergüenza a la familia.
Tan sólo Samia, la abuela, hizo saber a Samuel y a la madre de éste que lo maldeciría todos los días al levantarse y todas las noches antes de acostarse. Yasmín había sido su hija predilecta. Probablemente por eso se murmuraba que Samuel -por encargo de quien fuere- había matado a su tía cargando con el odio de su propia madre, que siempre se había sentido relegada.
Desde entonces, Rana no había vuelto a dirigirle la palabra a su primo. Siempre que éste visitaba a su hermano Jack, ella se encerraba en su habitación. Tampoco volvió a pisar jamás la casa de su tía Amira. En cambio, la foto de la tía Yasmín colgaba en su cuartito junto a la imagen de la Virgen María.
Esa fría mañana de marzo, Rana siguió guardando silencio y apretó con fuerza las cálidas manos de Farid.
La niña volvió a caer, esta vez con enorme elegancia, y se quedó tumbada un rato, antes de que sus manos empezaran a aletear como una mariposa, como signo de que la vida había regresado al cuerpo tendido.
A lo lejos, alguien cantaba complacido unos versos colmados de melancolía y desesperación: “Me obligué a separarnos/para olvidarte.” Eran un fragmento de la última canción de la cantante egipcia Um Kulthum. Ahmad Rami, el tímido y sensible autor de los versos, en los años cincuenta había plasmado su devoción por ella en más de trescientas canciones, sin que su amor llegara nunca a colmarse.
-Necesito tiempo para encontrar una respuesta -dijo Rana.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

ROSA MONTERO. LA RIDÍCULA IDEA DE NO VOLVER A VERTE

Hola, buenas tardes, bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, seis de noviembre, con el recuerdo reciente del pasado Día de difuntos, quiero dedicar la emisión a la presentación de un libro que tiene a la muerte como protagonista (aunque su autora lo niega explícitamente en sus primeras páginas; y es cierto que en el libro comparecen también el amor, la infancia, el paso del tiempo, la soledad, el sexo, la relación entre hombres y mujeres, la aventura de la ciencia, la inmensa potencia que la literatura tiene para permitirnos encajar los innumerables golpes de la existencia, la vida en suma). Se trata de La ridícula idea de no volver a verte, un libro que presentó Seix Barral en este mismo 2013, y que está conociendo un importante éxito editorial con numerosas reediciones en los escasos ocho meses que han pasado desde su publicación.
 
Debo empezar por confesar que no me gusta Rosa Montero, su literatura, su “personaje” público. Acepto, claro, que en estas cuestiones de filias y fobias hay mucho de irracional, y así ocurre en este caso porque, de hecho, las causas cívicas por las que se mueve la periodista, sus razonables denuncias que tantas veces ponen de relieve situaciones injustas sobre las que a menudo no reparamos, sus principios morales cercanos a lo más valioso del pensamiento de izquierdas, me parecen interesantes y oportunos. Pero lo atinado de sus juicios, lo acertado de sus críticas, lo ejemplar de sus posturas ante cuestiones de interés social no impiden que haya algo en su modo de manifestarse, en su escritura, un estilo presuntamente ligero, aparentemente sencillo y sin pretensiones, que se quiere voluntariamente desprovisto de pedantería, de aderezos inútiles, pero a la vez demasiado infantil, simplón, como de recatada colegiala de internado “progresista” y cool, que me estomaga (prefiero decirlo así, abiertamente, con el verbo rotundo y, lo confieso, un poco influenciado por el léxico trivial de la escritora).
 
Es cierto que estas impresiones que admito exageradas y algo absurdas, nacidas de mi contacto habitual durante más de treinta años con la obra periodística de la escritora, no tendrían que mezclarse con la valoración de su literatura, que debería merecer un análisis neutro, aséptico, desprovisto de estos quizá infundados apriorismos, libre de prejuicios. Es por ello por lo que, armado de una voluntad de hierro, hice intentos de leer a Rosa Montero en su primeras y aclamadas novelas, acabé con esfuerzo Crónica del desamor, volví a tentar a la suerte, esta vez infructuosamente, con Te trataré como una reina, que no logré finalizar, hasta que dejé de interesarme por su producción literaria aunque seguí siendo relativamente fiel -con un seguimiento racional, objetivo, casi siempre indiferente desde el punto de vista de la emoción- a sus colaboraciones periodísticas.
 
Por desgracia, todos sus vicios literarios (o, por ser más ecuánime, los aspectos de su escritura que particularmente me desagradan) están presentes también en esta su última publicación, La ridícula idea de no volver a verte, que, sin embargo, me ha interesado y que por ello quiero recomendaros por razones que os detallaré más adelante. Y es que aunque la propia autora confiesa en su texto que sólo en su juventud había aspirado a la grandeza literaria, a escribir la gran obra sobre la condición humana, mientras que ahora sólo pretendería la libertad, una escritura liberada de las imposiciones -las ajenas y las del propio yo-, sin ambiciones, sin miedos ni dudas, sencilla y “desposeída”, el libro parece, pese a todo, nacer con elevadas pretensiones pues tiene a la muerte como núcleo central, la muerte -ni más ni menos- de la persona amada, del hombre con el que la propia Rosa Montero ha convivido durante más de veinte años, y se centra en el vendaval de pensamientos y emociones que tras esa dolorosísima desaparición la asaltan y la obligan a plantearse la existencia, el sentido de la vida, la razón última de nuestro paso por el mundo. Y el problema, a mi juicio, no es que el enfoque de partida sea más o menos ambicioso o enfático o profundo o hasta grave sino que cuando desde esa perspectiva “de altura”, algo solemne e impostada, uno se encuentra de continuo a lo largo del texto con términos como morrocotudo o periquete o cocorota, con “guauus” constantes, con expresiones como “fría como un pez”, “rechoncha cual manzana”, “se había enamorado como una becerra”, cuando se describe ese enamoramiento “becerril” de Marie Curie -que como veremos luego desempeña un papel esencial en el libro, siendo, en cierto modo, su personaje principal- con esta vergonzosa descripción: “saltaron chispas ante sus ojos, tintinearon ensordecedoras campanillas en sus orejas y las estrellas se pusieron a bailar”, cuando la obra entera está trufada de muchas otras muestras de esta cursilería repulsiva y bienintencionada, impregnada de este tono para mí insoportable de supuestas familiaridad y cercanía, de campechanía y “colegueo”, que interrumpen insistente y despiadadamente la lectura, la verdad, llamadme intransigente, pero ganas dan de abandonar todo intento de avanzar en el libro y depositarlo sin compasión en el incinerador de basuras más cercano.
 
Pero es que, además, Rosa Montero no parece tener “de verdad” una voz literaria propia... Muy a menudo da la impresión de superficialidad, de acogerse a esquemas ajenos, de “forzar la máquina” de la originalidad de un modo siempre algo impostado, muy ligero, sin autenticidad aunque en apariencia quiera dar la impresión de que se está desnudando emocionalmente. En este caso, en el caso de La ridícula idea de no volver a verte, la fórmula que la escritora parece tantear es la de la cada vez más reiterada -y por ello cada vez más falsa- novela-miscelánea, una novela cajón de sastre que admite en su interior retazos autobiográficos y reportajes periodísticos, fotos y documentos, citas literarias y anécdotas y divagaciones más allá de la trama; una trama que, por lo demás, no existe en absoluto. Las interesantes digresiones de W.G. Sebald mientras viaja por Europa en su Austerlitz, las penetrantes reflexiones, trufadas de referencias a cuadros y libros y episodios de la historia, con las que Antonio Muñoz Molina anuda su excepcional Sefarad, los vaivenes de la memoria, las peripecias de la investigación histórica, la mezcla casi indiscernible entre ficción y realidad entre los que se desenvuelve la muy reconocida Soldados de Salamina de Javier Cercas, son tres ejemplos notables de esta forma de novelar que en su momento apareció como muy novedosa y original, pero que ahora -después de decenas de epígonos de dudosa calidad- resulta algo trillada y fatigante; y es precisamente esta fórmula casi agostada -al menos en manos de escritores no demasiado dotados- a la que Montero pretende incorporarse con su libro en una nueva manifestación de su superficialidad literaria.
 
Pero -más allá de estos aspectos negativos, fundamentales pero espero que no demasiado disuasorios para quienes escucháis mis palabras- el libro tiene interés y a mí su lectura me ha aportado una experiencia valiosa. En La ridícula idea de no volver a verte se entremezclan dos “temas” principales. Por un lado está el diario que Marie Curie, la conocida científica Premio Nobel de Física junto a su marido, Pierre, en 1903, y de Química, en solitario, en 1911, escribió a la muerte de Pierre tras un desafortunado accidente en el que este fue atropellado por un coche de caballos. Los textos del diario, de poco más de veinte páginas y que se incorpora al final de la edición del libro de Rosa Montero, confluyen en el pensamiento y la sensibilidad de la autora con las emociones, aún en carne viva, despertadas por la muerte de su propio esposo, el periodista Pablo Lizcano, fallecido de un cáncer tras veintiún años de convivencia con la escritora. Como se señala en un momento del libro, la lectura del diario despierta en la periodista numerosos ecos, coincidentes con las reflexiones, las ideas que recurrentemente la asaltaban desde la desaparición de su marido y que tienen como centro a la ausencia, el duelo, la pérdida, el dolor, la soledad.
 
A partir de un encargo editorial en el que se le propone escribir el prólogo al diario de Madame Curie, Rosa Montero, atascada tras la pérdida de su pareja en la redacción de una novela que se le resiste, abandona su voluntad de avanzar en ella y se lanza a estudiar a fondo al personaje de la científica polaca, a investigar en su vida y en su obra y a dejarse llevar por el flujo de pensamientos que esa indagación le suscita; un caudal de reflexiones en el que se entreveran el análisis de la propia peripecia vital de los esposos Curie, sus descubrimientos, su carrera profesional, la cala en la personalidad íntima de Marie -repleta, esa profundización, de conjeturas aporte de la autora-, con anécdotas, vivencias, recuerdos, experiencias vividas por la escritora con su marido ya difunto. Y por entre estos dos ejes, como ya he señalado, citas, alusiones, comentarios, fotos -muchas de ellas irrelevantes, innecesarias, absolutamente prescindibles (insisto, no he podido evitar mi impresión al toparme con algunas de estas manifestaciones de lo que he llamado novela-miscelánea: “Cada vez más autores de prestigio” -he pensado, poniendo una voz ficticia a Rosa Montero, inmersa en su proceso creador- “incluyen fotos en sus libros, yo también espolvorearé unas cuantas en mi obra”)-, disquisiciones varias, poemas, noticias sobre descubrimientos científicos de dudosa relevancia (¡¡¡el tamaño de índice y anular en hombres y mujeres!!!), arrebatos feministas no demasiado bien engarzados en el discurrir de la obra, fragmentos de cartas, de otros libros, e incluso... ¡¡¡¡hashtags!!!!
 
Hashtags, sí, y siento volver a manifestarme de modo algo cáustico. Y es que cada vez que a lo largo del texto aparece un concepto más o menos “elevado”, una idea general, una noción de entidad pretendidamente “filosófica”, la autora le antepone la conocida “almohadilla”, sin una explicación que justifique la operación y sin más efectos aparentes que poder, al cierre de la obra, agrupar todos esos términos en un índice final (a no ser que uno deba entrar en internet -disculpadme mi ignorancia- para continuar allí, en un rasgo, de nuevo, de "desatada" modernidad, para continuar la novela). Términos -que desde mi punto de vista no tienen más finalidad que apuntalar la idea de la entidad última, pese a la declaración de ausencia de pretensiones “nobles”, de la altura y el “rigor” de la propuesta literaria de la autora que, a la postre, parece no haber dimitido de esa voluntad, supuestamente arrumbada en los pasados días del inicio de su carrera, de escribir la gran obra sobre la condición humana-; términos, decía, como culpa -de la mujer o a secas-, debilidad -de los hombres-, ambición, honrar al padre -y a la madre, y a ambos-, intimidad, ligereza, lugar de la mujer -y del hombre, claro; las cuotas, ya se sabe-, raros, mutantes, palabras, felicidad, hacer lo que se debe, coincidencias.
 
Y pese a todo, pese a todo este arsenal de “noñeces” seudoprogresistas, hay vida y emoción y sentimiento en este libro, y yo me he conmovido leyéndolo y se me han saltado las lágrimas en más de una ocasión; sobre todo cuando, desprovista su autora de toda pretensión “intelectual”, narra su dolor, sus momentos de ternura, el amor por su esposo, como en la delicada y enternecedora glosa a una foto infantil de Pablo, en la que, con sólo diez años, ya están todos los rasgos de su intensa personalidad adulta, o como cuando, ya en el hospital, en las horas finales, asiste emocionada a las últimas e inconscientes palabras de su marido en un capítulo, Aplastando carbones con las manos desnudas, de una belleza que estremece, y del que os dejo un fragmento como cierre de esta reseña, que pese a todo, pese a la apariencia de crítica demoledora, es favorable y pretende invitaros a la lectura de La ridícula idea de no volver a verte, el estimable último libro de Rosa Montero.
 
Os ofrezco, como complemento musical a mi comentario de hoy, una canción que también habla, claro está, de la muerte: Never dead, una preciosa pieza de Emily Jane White.
 
 
Para vivir tenemos que narrarnos; somos un producto de nuestra imaginación. Nuestra memoria en realidad es un invento, un cuento que vamos reescribiendo cada día (lo que recuerdo hoy de mi infancia no es lo que recordaba hace 20 años); lo que quiere decir que nuestra identidad también es ficcional, puesto que se basa en la memoria. Y sin esa imaginación que completa y reconstruye nuestro pasado y que le otorga al caos de la vida una apariencia de sentido, la existencia sería enloquecedora e insoportable, puro ruido y furia. Por eso, cuando alguien fallece, como bien dice la doctora Heath, hay que escribir el final. El final de la vida de quien muere, pero además el final de nuestra vida en común. Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza. Y hay que tallar ese relato redondo en la piedra sepulcral de nuestra memoria.
 
Marie no pudo hacerlo, claro está, y por eso escribió ese diario. Yo tampoco pude, y quizá por eso escribo este libro. Aunque la enfermedad de mi marido se prolongó durante varios meses, no logramos construir nuestro relato por diversas razones, entre ellas el carácter extremadamente estoico y reservado de Pablo (sé bien que detestaría este libro que ahora estoy haciendo: aunque al Pablo que me sujeta cuando tropiezo no le desagrada). Pero hay una causa que me parece esencial, y es que desde el principio ya tenía metástasis en el cerebro y terminó perdiendo por completo su maravillosa, original, inteligentísima cabeza. Y así, yo, que me he pasado toda la existencia poniendo palabras sobre la oscuridad, me quedé sin poder narrar la experiencia más importante de mi vida. Ese silencio duele.
 
Sin embargo, hubo una palabra. Una noche estábamos en el hospital, ya muy cerca del fin. Habíamos ingresado por urgencias porque Pablo se encontraba violentamente agitado, confuso, incoherente. Yo había decidido llevármelo a casa al día siguiente y eso hice; una semana después estaba muerto. Esa noche, muy tarde, tras suministrarle todo tipo de drogas, consiguió quedarse tranquilo. Me incliné sobre él para comprobar que estaba bien. Era ese momento de la alta madrugada en el que la noche está a punto de rendirse al día y hay un tiempo que parece estar fuera del tiempo. Un instante de pura eternidad. Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados brillando con un destello oscuro como de nave espacial, el peso del aire y el silencio, la soledad infinita. Éramos los dos únicos habitantes del mundo y me parecía notar bajo los pies la pesada y chirriante rotación del planeta. En ese momento Pablo abrió los ojos y me miró. “¿Estás bien?”, susurré, aunque para entonces ya resultaba prácticamente imposible hablar con él y trabucaba todo y decía esmeraldas cuando quería decir médicos, por ejemplo. Y, en ese minuto de serenidad perfecta, Pablo sonrió, una sonrisa hermosa y seductora; y con una ternura absoluta, la mayor ternura con que jamás me habló, me dijo: “Mi perrita”.
 
Fue una palabra rebotada por su cerebro herido, una palabra espejo sacada de otra parte, pero creo que es lo más hermoso que me han dicho en mi vida.
 
¡Y ahora escucha! Lo que acabo de hacer es el truco más viejo de la Humanidad frente al horror. La creatividad es justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza. El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello. Narro y comparto una noche lacerante y al hacerlo arranco chispazos de luz a la negrura (al menos a mí me sirve). Por eso Conrad escribió El corazón de las tinieblas: para exorcizar, para neutralizar su experiencia en el Congo, tan espantosa que casi le volvió loco. Por eso Dickens creó a Oliver Twist y David Copperfield: para poder soportar el sufrimiento de su propia infancia. Hay que hacer algo con todo eso para que no nos destruya, con ese fragor de desesperación, con el inacabable desperdicio, con la furiosa pena de vivir cuando la vida es cruel. Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo con la sensatez de la belleza. Aplastamos carbones con las manos desnudas y a veces conseguimos que parezcan diamantes.