Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de diciembre de 2016

T. C. BOYLE. MÚSICA ACUÁTICA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión de Todos los libros un libro de este año 2016. Como sabéis nuestros más asiduos oyentes, nuestro espacio ha venido dedicando los programas del mes de diciembre a recomendaciones de libros “viajeros”, obras que despiertan en el lector el espíritu aventurero, el ansia de conocer nuevos países, la voluntad y el anhelo de explorar territorios exóticos, bien sea porque en algunos de los textos elegidos las tramas argumentales se desenvuelven en lugares muy alejados de los de nuestra cotidianidad y por ello altamente sugestivos, estimulando así en nosotros el afán por partir a conocerlos -casos de Vietnam, Australia y los Polos, escenarios de las novelas comentadas aquí los tres miércoles precedentes- e invitándonos a experimentar casi en paralelo lectura y vida (si es que cabe tal distinción), bien sea porque, como ocurre con mi propuesta de esta tarde, el propio libro, al tener como centro una historia de expediciones y descubrimientos, al narrar las peripecias de exploradores y aventureros, contiene expresamente una invitación al viaje, conminando al lector, con la aparentemente inapreciable pero poderosa fuerza persuasiva de la buena literatura, para que abandone todas sus ocupaciones y corra de inmediato a seguir los pasos de los heroicos protagonistas que el autor ha presentado ante sus ojos. Ello ocurre, sin duda, con este Música acuática, que fue la primera novela (publicada en 1981) de T.C. Boyle y que, presentada anteriormente en España en ediciones ya inencontrables de La otra orilla y Galaxia Gutemberg, ha vuelto a ver la luz este 2016 en la Editorial Impedimenta, en traducción de Manuel Pereira.

Confieso abiertamente, de entrada, que a lo largo de estas últimas décadas han sido varias las ocasiones en que tuve en mis manos libros de Tom Coraghessan Boyle (así de impronunciable es su nombre completo) sin decidirme nunca a comprarlos y leerlos. Autor de cerca de treinta novelas y libros de relatos, algunas de sus obras han sido trasladadas al cine, conociendo con muchas de ellas un considerable éxito de ventas. En España, sus libros han sido publicados por editoriales de prestigio -Anagrama, Mondadori o la citada Galaxia Gutemberg-, en cuyos fondos yo “bebo” con asiduidad. Y sin embargo, por alguno de esos extraños impulsos -en absoluto racionales- que nos llevan a elegir o desechar posibles títulos para nuestras bibliotecas, nunca me había decidido a adentrarme en su, como digo, profusa obra narrativa…

… Hasta hace unos meses, en que la pulida edición de Música acuática en la editorial Impedimenta (que acoge en su sello dos o tres novelas más del norteamericano) atrajo mi atención y, tras sustraerme de nuevo varias veces a su influjo, a su irradiación desde los expositores de más de una librería, acabé por ceder a su tentadora atracción y me lancé a comprarlo, leerlo, disfrutarlo apasionadamente, para, pocos días después, entregarme con entusiasmo a la lectura del resto de sus novelas. (PD.- He leído ya otra novela espléndida, Mujeres, también en Impedimenta, sobre las relaciones del arquitecto Frank Lloyd Wright con cuatro de sus esposas/amantes/parejas. No os la perdáis).

Música acuática cuenta, en paralelo -aunque no desvelo nada esencial si anticipo que ambas tramas acabarán por confluir, hecho que cualquier lector avezado intuye desde el inicio-, las historias de dos personajes formidables, uno histórico y con existencia real, Mungo Park, el explorador y naturalista británico que, a caballo de los siglos XVIII y XIX, se lanzó -con una pasión y una entrega rayanas en la obsesión- al descubrimiento de las fuentes del Níger, el legendario río, de enigmático curso, que atraviesa gran parte del territorio del África occidental que bordea el golfo de Guinea, y otro de ficción, Ned Rise, una libre e imaginativa creación del autor, un individuo marginal, estafador, ladrón de cadáveres, un proscrito, un buscavidas que se mueve en los límites de la legalidad en un Londres desolador, absolutamente dickensiano, que padece en sus calles y en sus gentes los peores efectos de la revolución industrial, en esos años finiseculares en los que el mundo conocido perece mientras nace un nuevo orden mundial.

Mungo Park fue, como he señalado, un atrevido aventurero escocés que con veintipocos años, y auspiciado por la muy british Sociedad Africana para la Promoción de la Exploración, se lanzó, remontando el río Gambia y atravesando el Senegal, en pos de la resolución del misterio del río Níger, cuyo curso, desde Plinio y León el Africano, había sido objeto de especulaciones sin cuento durante siglos. Nadie sabía a ciencia cierta dónde desembocaba el Níger -había incluso algunas dudas acerca de si iba o no a dar a la mar. Una camarilla (…) insistía en que el Níger ni perdía fuerza en el Gran Desierto ni corría hacia el lago Chad. Si eso era así, la expedición se quedaría varada en medio del continente, sin ninguna posibilidad de retornar contra la corriente y enfrentada a largas y peligrosas caminatas por un territorio inexplorado -una perspectiva que olía a muerte, una inversión desastrosa y pésima-. Otros, sin embargo, opinaban que el Níger era en realidad el afluente superior del Nilo o del Congo, en cuyo caso la expedición podrá con toda seguridad -tal vez incluso festivamente- dejarse llevar por la corriente hacia el mar. Mungo estaba seguro de que esto último era cierto, e insistía en que tan pronto llegaran a la desembocadura del Congo sería muy fácil tomar un barco negrero con destino a Santa Elena o las Antillas. Obligado a abandonar esa primera expedición, fracasado su proyecto por la dureza de las condiciones meteorológicas, la hostilidad de la naturaleza y los constantes ataques de los lugareños, y de vuelta a Inglaterra, Park dará cuenta de sus andanzas en Viajes a las regiones interiores de África. 1795-1797. Diez años después, en 1806, retomará su sueño para, entre padecimientos indecibles y calamidades sin cuento (A finales del siglo XVIII, la costa de África occidental -desde Dakar hasta el golfo de Benín- tenía fama de ser el lugar más pútrido y pestilente del mundo. Con aquellos calores y humedades, con sus diluvios y las galaxias de insectos, era una especie de monumental cado de cultivo para las más exóticas y mortíferas enfermedades. “Cuidado con el golfo de Benín —decía una cantinela de marineros—, sólo uno de cada cuarenta sale de allí con vida.” Las fiebres acompañadas de erupciones: el pián, el tifus y la tripanosomiasis, prosperaban allí al igual que los gusanos con la boca en forma de garfios, el cólera y la peste. Había gusanos planos de bilharziosis y gusanos de Guinea en el agua potable, así como filarias en la saliva de mosquitos y tábanos, y los afilados incisivos de murciélagos y lobos transmitían la hidrofobia. Bastaba con salir al exterior, darse un baño, beber agua o comer cualquier cosa para que todos ellos -bacilos, espirilos y coccidios, virus, hongos nemarodos, tremarodos y amebas- te carcomieran la médula y los órganos, enturbiándote la visión, destrozándote los nervios, desvaneciendo tus recuerdos de la misma manera que un borrador en su vaivén sobre la pizarra pulveriza una oración), confirmar lo acertado de sus hipótesis, resolver la incógnita del legendario río (que efectivamente desarrolla sus más de cuatro mil kilómetros avanzando, desde sus fuentes en Guinea Conakry, primero hacia el este, atravesando Malí, para, más adelante, girar hacia el sur y descender por Níger, Benín y Nigeria hasta desembocar en las aguas del Golfo de Guinea) y perder finalmente la vida entre sus procelosas aguas tras combatir infructuosamente con hordas de airados indígenas.

Sobre esta base histórica, bien documentada, cimenta Boyle este primer eje de su libro, dibujando un Mungo Park poliédrico, que se debate entre su impulso viajero y la devoción y el cuidado de su familia (espléndido el perfil de Allie, la abnegada y a la vez atrevida esposa de Park, una feminista avant la lettre). El joven “héroe” aparece descrito como un soñador, muy firme sin embargo en su propósito, que vive atrapado por su quimérico objetivo (Lo oigo en sueños, lo oigo por la mañana cuando me despierto y los pájaros trinan en los árboles -un susurro, un retintín-, un sonido musical. ¿Sabes qué es? Es el Níger. Precipitándose, cayendo, arrastrándose hacia su ignota desembocadura, corriendo hacia el océano. Eso es lo que oigo, Allie, noche y día, día y noche. Música), incapaz de acomodarse a su feliz -pero incompleta- vida hogareña en su casa en Yarrow, Escocia, tal y como se deduce de la carta en que comunica a su mujer que volverá a África: El Yarrow es aburrido, la vida es aburrida. Más allá de eso hay otros prodigios, otras maravillas esperando al hombre capaz de arriesgarlo todo para descubrírselas al mundo. Yo soy ese hombre, Allie, yo soy ese hombre.

En Música acuática Mungo Park es un hijo de la Ilustración, un científico que lucha contra el escepticismo y la mistificación, contra la ignorancia y el desconocimiento. Dice un personaje: Toda nuestra historiografía, empezando por la que nos legaron los griegos hasta la de nuestro fallecido colega Gibbon, es, en el mejor de los casos, una mezcla de rumores, informes de tercera mano, intencionadas distorsiones y ficciones inventadas para el autoengrandecimiento de los partícipes y sus partidarios. Y, por si fuera poco, resulta que además esa mezcolanza de tergiversaciones y desatinos se va aún más distorsionada por el punto de vista del mismo historiador. Y más adelante: El primer hombre blanco que llega hasta aquí y cuenta esto tal como es. Un destructor de mitos, un iconoclasta, que toma nota escrupulosamente de los hechos de la realidad. Si usted no es absolutamente riguroso, hasta el más mínimo detalle, entonces es un farsante (…) Igual que Heródoto y Desceliers y todos esos héroes de gabinete que exploran el interior de África entre las cuatro paredes de sus estudios atestados de libros.

Pero, simultáneamente, y contrariando este eje “racional” y hasta científico, el libro nos traslada a un África de leyenda, en una narración abigarrada y delirante, imaginativa y repleta de excesos, un relato formidable, desmesurado, pleno de inventiva, que alberga multitud de historias fantásticas, de personajes al borde de lo mitológico, y que transcurre en un paisaje de fábula, poblado de animales sorprendentes, de presencias, de voces, de espíritus. Boyle explicita lo singular de su proyecto narrativo -la artificiosidad, la originalidad, la constante recreación de los géneros, la infinidad de citas -muchas de ellas explícitas-, la reinvención, los anacronismos, la parodia, la metaliteratura, el exotismo, el humor, en definitiva, la inmensa, la ilimitada libertad de la ficción- a través de la voz de su personaje: Por supuesto que tomo nota de los hechos. Apunto todas mis observaciones sobre la geografía, la cultura, la flora y la fauna. Desde luego que lo hago. Para eso estoy aquí. Pero ¿atenerme a los hechos y nada más?... Eso es algo que los lectores ingleses nunca aceptarían. Si quieren hechos, pueden leer las actas oficiales de los debates del Parlamento británico. O la sección necrológica del Times. Cuando ellos leen algo sobre África, lo que quieren es aventura, quieren quedarse atónitos. Quieren cuentos como los de Bruce y Jobson. Y eso es lo que yo me propongo darles. Cuentos.

Y cuentos, deslumbrantes historias hay también en la presentación del segundo gran protagonista del libro, el desgraciado Ned Rise, cuya figura no tengo tiempo ya para glosar. Vapuleado por la vida desde su nacimiento, sobreviviendo apenas a una niñez depravada, abriéndose paso entre la abigarrada fauna de desheredados que puebla el Londres industrial, trapicheando en mil y un negocios fraudulentos, salvando a duras penas su pellejo en un ambiente de miseria y falta de esperanzas, su existencia es una sucesión de episodios desgraciados, de embustes y estafas, de asuntos turbios, de persecuciones y engaños, de huidas y golpes y condenas y cárceles. Tras un inacabable -y a menudo hilarante- rosario de episodios vividos entre los bajos fondos londinenses, Rise acabará por acompañar a Mungo Park en su última aventura para, en su transcurso, descubrir que su insulsa existencia hasta el momento, su baqueteado paso por el mundo sin propósito ni razón, carece de sentido. Súbitamente iluminado al contemplar la locura del explorador (Mungo Park podía ser un engreído, un loco ambicioso, un egoísta, un ciego, un inepto, un vanidoso, pero por lo menos tenía una meta en la vida, una razón de vivir (…) arriesgar su estúpido pellejo con el fin de dilatar los mapas y dejar su nombre inscrito en los libros de historia) encontrará un nuevo enfoque para su propia existencia (No bastaba simplemente con sobrevivir. Un perro puede sobrevivir, una pulga. Tenía que haber algo más), en un giro final sorprendente -bastante fiel, al parecer, a los hechos reales acaecidos- y que no puedo, obviamente, revelar.

Leed, no lo dudéis, este Música acuática de T.C. Boyle, un manantial inagotable de buena literatura que os proporcionará numerosas horas de intenso placer. La referencia del título de la novela a la composición de Haendel -con una presencia indudable en el libro, con el Támesis, contrapunto del Níger, como protagonista- facilita mi recomendación musical de esta semana. Os dejo con la Suite nº 2 de esa obra, deseándoos un feliz fin de año y un estupendo comienzo de 2017.


Y silenciosamente fluye el Níger

Adentrarse en el río es como recorrer por dentro una anatomía humana, como navegar a través de las venas y las arterias y lo órganos que gotean, como explorar las cavidades del corazón o extender la mano para tocar el alma impalpable. Tierra, bosque, cielo, agua: el río resuena con el ritmo de la vida. Mungo lo siente, tan constante y omnipresente como el tictac de un reloj sobrenatural, lo siente durante los abrasadores días sin viento y las noches impenetrables que resbalan precipitándose al borde del vacío. Ned Rise también lo siente, y hasta M’Keal. Es una presencia. Un misterio. La sensación de comulgar con lo eterno que lo empaña todo, reduciéndolo al silencio, haciendo que callen los pájaros de cuellos largos, los hipopótamos, las chicharras, los cocodrilos, las fochas, los martinetes y las agachadizas, los grandes peces plateados que saltan en el agua sin salpicar. Es como si todos estuvieran hechizados, el explorador y sus hombres; como si la sangre que palpita en sus venas fluyera al compás del río, como si el Níger los estuviera limpiando de toda culpa, librándolos del horror y las vicisitudes del viaje por tierra. Persuasiva, suave, la corriente que los empuja durante esas primeras semanas de profundo silencio obedece a una fuerza y a una lógica completamente propias.

Pero de repente, una mañana, la tripulación despierta bajo un cielo ensangrentado y es como si les hubieran destaponado las orejas. Los sonidos resuenan brutalmente, insoportables, desde el chirrido de la caña del timón hasta el crujido de las pieles de buey vapuleadas por un viento cruel y tórrido que se ha levantado durante la noche. Los buitres nubios y los grandes grifos reales describen círculos sobre el Joliba, a tan baja altura que los hombres pueden oír el revoloteo de sus alas. Los hipopótamos resoplan como cañonazos y los cocodrilos ladran como perros. De repente todo el universo les está gritando.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ALICIA KOPF. HERMANO DE HIELO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo de este mes de diciembre nuestro programa os trae diversas invitaciones al viaje formuladas a partir de las reseñas de libros que se desenvuelven, en todo o en parte, en territorios ajenos a los de nuestra consabida normalidad, en lugares, regiones y países lejanos y con un punto de exotismo, de tal manera que, en todos los casos -al menos así me ha sucedido a mí-, adentrarnos en sus páginas supone simultáneamente tanto un disfrute desde el punto de vista de la literatura, pues se trata de novelas muy estimables, como una casi irresistible llamada a abandonar nuestras vidas acostumbradas, a menudo anodinas y sin especiales alicientes, para lanzarnos a la aventura, atravesando mares y continentes en busca de las intensas experiencias que los insólitos escenarios de los libros prometen.

Y así, en estas cuatro emisiones del mes “visitaremos” Vietnam y Australia (en donde hemos estado en las dos semanas precedentes), el África central que baña el río Níger (a donde nos desplazaremos dentro de siete días) y, en nuestra edición de hoy, los cada vez más surcados parajes de los polos, la inconmensurable blancura, desolada pero atrayente, del Ártico y el Antártico. El libro, ciertamente singular, que nos transportará a tan gélidos enclaves, es Hermano de hielo, la primera novela, escrita originariamente en catalán y traducida por ella misma al castellano, de Alicia Kopf, el nombre “artístico” de Inma Ávalos, una polifacética creadora que, pese a su juventud -no llega a los treinta y cinco años-, ya cuenta con una relevante obra en distintos campos como el videoarte o las performances. Hermano de hielo que, sobre todo en Cataluña, ha conseguido una extraordinaria repercusión, obtuvo este mismo año el Premio Llibreter, un prestigioso galardón que otorga el Gremio de Libreros catalán.

El libro, editado por Alpha Decay,  es un volumen misceláneo en el que, aunque sea de un modo ligero, pueden atisbarse algunas de las facetas en las que se desenvuelve la multidisciplinariedad de su autora. Hay en él, obviamente, narración, un relato novelesco, pero también fragmentos de investigación histórica, de reportaje periodístico, de crónica documentada, salpicado todo ello de fotografías, diagramas e imágenes, enlaces a páginas web, copias de entradas de blogs, fotogramas de películas, recortes de artículos de prensa, transcripciones de textos literarios o científicos, que complementan el discurrir de una exposición (algunos de cuyos capítulos habían sido anticipados por la autora en otros ámbitos, incluso en su propia bitácora personal) que carece propiamente de trama argumental aunque sí fluye con soltura y agilidad interesando en todo momento al lector. Esta condición heteróclita del libro de Kopf, ese carácter misceláneo, a caballo de diversos géneros, se reconoce de modo expreso, subrayando así el carácter consciente, voluntariamente pretendido del proyecto de su autora, en este fragmento de la obra que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir, pues recoge varias de las claves de Hermano de hielo:

Las imágenes se adelantan siempre al pensamiento y contienen a menudo la respuesta a muchos enigmas. Antes de que supiera en qué se convertiría este proyecto, una de las primeras imágenes que recogí para la documentación fue el mapa de Islandia con la espiral de la artista Roni Horn. Ahora la visita a ese lugar se perfila como el punto final de un proyecto que ha incluido diversas exposiciones pero que es, en esencia y antes que nada, narrativo.
En este proceso, primero abordé la investigación histórica sobre el imaginario de los exploradores polares de principios del XX creyendo que redactaba una tesis doctoral. Hasta darme cuenta de que lo que me interesaba era precisamente el enigma de la fascinación por esas imágenes, imágenes que me devolvían preguntas sobre mi propia identidad y que planteaban cuestiones que convergían en aquellos documentos polares. A partir de ahí la exploración debía ser interior, debía ir hacia adentro para encontrar el origen de aquellos glaciares. En las diversas perforaciones a través de los estratos del hielo, llegué al origen más primario de todos nosotros, la familia. Desde ese momento la investigación histórica pasó a parecerme una distracción, la creación visual, ambigua, y la introspección, insuficiente. 
Las nuevas exploraciones removieron fundamentos e hicieron tambalear algunas paredes maestras de mí misma en una deconstrucción que me ha hecho sentir frágil durante unos meses. Un proceso que ha ido acompañado de la iluminación de zonas ocultas hasta entonces, y en paralelo, quizá en consecuencia, la pérdida de puntos de apoyo que creía importantes en mi vida. Todo ello con el telón de fondo de una familia en permanente estado de reconstrucción.
Islandia, entre las dos fallas de los continentes europeo y americano, con su actividad volcánica, sus géiseres, hielo, campos de lava -elementos que relaciono con algunas zonas de mi paisaje familiar-, me espera. Y si esta isla es el punto de unión de los dos continentes, su geografía refleja el rol que todos desempeñamos como resultado de la unión de identidades diferenciadas. Sus inestabilidades, fuerza geotérmica y estallidos son el resultado de esta fricción, cuando las fallas son profundas. Y me declaro islandesa, de ahora en adelante. Poniendo fin así a un proceso que no quiere ser permanente sino sólo una fase del viaje: me enfrento ya no librescamente sino físicamente al imaginario que me ha ocupado en los últimos años.
Lo polar, como lo tropical, es siempre utópico; convención, mitología. No quiere tener nada de épico ni exótico este viaje, tampoco pretende ser una evasión. Al contrario: es un viaje muy íntimo que hago sola hacia el volcán que conduce al centro de la Tierra, para confrontar una serie de metáforas con la realidad. Y como recomendó el profesor Lindenbrock a su discípulo Axel en la conocida obra de Verne, me dirijo hacia la península de Snæfellnes y hasta la boca del Snæfellsjökull para tomar una lección de abismo. Espero encontrar así el cierre de una narración de la que no veo aún el final. Después, el sol de Stromboli.

Y, en efecto, en el texto precedente apuntan las principales líneas de fuerza del libro, de las que yo ahora quiero comentaros con un cierto detenimiento aunque de manera breve tres de ellas.

Cuando el lector se adentra en las páginas de Hermano de hielo se encuentra, de entrada, con una serie de “viñetas” protagonizadas por algunos de los más conocidos aventureros polares. Las peripecias de Peary y Cook, de Shackleton, de Scott, de Amundsen, las rivalidades entre ellos, sus competitivas carreras -en ocasiones amañadas- en pos de un logro que no solo otorgaba la gloria -y un nombre en los libros de Historia- a quien lo alcanzara sino a quien lo hiciera en primer lugar, protagonizan esas primeras páginas y salpican, intermitentes, el resto de la obra que derivará, poco después, hacia otras ramificaciones del “fenómeno polar”, desde la atracción por los polos, la recurrente pulsión del ser humano por la conquista de territorios nunca hollados y la fascinación por los paisajes nevados, resplandecientes en su deslumbrante blancura, hasta casi cualquier otro aspecto vinculado a la gelidez y el hielo. Y así, en fragmentos generalmente muy breves, aparecen las raíces etimológicas de las palabras “ártico” y “antártico”, relacionadas con la existencia o no de osos; algunas novelas que “visitan” esos parajes -Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Poe, o La Esfinge de los hielos y Viaje al centro de la tierra, del indispensable Julio Verne-; la encantadora presencia de los pingüinos; un acercamiento “técnico” a la muerte por congelación o muerte blanca; el sueño del zepelín que sobrevoló el Polo Norte en 1926; el blog del científico español Carlos Pobes, “residente” en la estación polar Amundsen-Scott; un sustancioso artículo sobre el origen y la popularización de las bolas de cristal con nieve en su interior, con la inevitable mención a la que deja caer en el momento de su muerte el personaje que interpreta Orson Welles en Ciudadano Kane, mientras musita el ya legendario Rosebud; notas sobre la estructura y la formación de los copos de nieve y la creación de nieve artificial; reflexiones acerca de la omnipresencia del agua -el deshielo polar como referencia última- en nuestras vidas, también en nuestros cuerpos; el interesante pregón de Pepita Castellví, prestigiosa oceanógrafa catalana, en las fiestas de la Mercè de 2007, coincidiendo con el Año Polar Internacional; el fundamento científico que explica el valor del hielo como paliativo del dolor; y, en fin, las nubes australes, el vórtice polar, el ice blink, los icebergs y los organismos microscópicos que los habitan y colorean y tantos otros fenómenos curiosos que pueden verse en esos espacios imposibles.

Y de continuo, como ya se ha resaltado, aparecen intercaladas infinidad de curiosas anécdotas sobre los hombres -y también una destacada mujer, Louise Boyd, que con sesenta y ocho años sobrevolaría en avión el Polo Norte, en una vida repleta de muchos otros viajes árticos- que protagonizaron la edad heroica de las expediciones polares (aunque de su condición de héroes o antihéroes, hay una sugestiva reflexión a propósito de Fitzcarraldo, la estupenda película de Werner Herzog), de cuyo encantamiento y poderosa vis atractiva da cuenta esta significativa cita de Ernest Shackleton, que Alicia Kopf recoge en el libro: Las regiones polares dejan una impresión en los que han luchado por ellas, cuya profundidad no se explican fácilmente los hombres que no han salido del mundo civilizado.

Pero inmediatamente, con el transcurrir del texto, lo polar, la nieve y el hielo dejan de presentarse en sus aspectos más materiales, más realistas y pasan a usarse como expresivas metáforas, sobre todo en relación con la vida del hermano de la narradora (el Hermano de hielo del título), cuyo autismo, el frío aislamiento al que lo condena su discapacidad, enlaza simbólicamente con el motivo central del libro, tal y como se revela en el largo fragmento que os dejo como cierre a esta reseña.

Y por entre ambos planos, que no se plantean de modo autónomo y en compartimentos estancos, sino que surgen imbricados entre sí, alternándose uno y otro indistintamente en distintos momentos de la obra, irrumpe un tercero, el relato de la vida de la autora. La novela toma entonces otra deriva y se completa con episodios de la existencia de la propia Alicia Kopf (o de su trasunto ficcionado, que no parece diferenciarse demasiado del “real”), que acaba por ocupar la segunda parte del libro convirtiéndose en su núcleo central. Conocemos así, entre otros muchos elementos cotidianos (trabajos, clases, exposiciones, estudios, ejercicio físico, papeleos varios), el proceso creativo de la autora -en un indicativo capítulo titulado Matrioska o teoría de la narradora hueca-, sus lecturas, el sentido de su nombre “de guerra” -ese seudónimo con el que firma sus libros-, la relación con su hermano, con sus padres -que viven separados-, y, sobre todo, su intensa vida sentimental, que incluye ligues, amantes y novios, en una sucesión de experiencias de muy escaso relieve literario y, en su “normalidad”, reducido aliciente humano.

Esta vertiente de la novela -a mi juicio, como puede intuirse, la que me parece menos lograda, muy lejana en interés y calidad del eje estrictamente “polar”- fluye entre una profusión de elementos en los que el valor metafórico del hielo abre la narración a significados más ricos y que trascienden la mera descripción de los hechos. Así, los amores platónicos y los deseos insatisfechos viven “sepultados bajo el hielo”; la espera del amado remite a la mujer del explorador que aguarda su vuelta; el hundimiento emocional de alguna etapa de la vida recuerda al quebradizo hielo que se rompe tras una ligera pisada; la valerosa épica del expedicionario se asocia a la lucha necesaria para superar una crisis personal; el fecundo aislamiento creativo y la frustrada soledad sentimental de la narradora propician la presencia de la acogedora imagen del iglú; el atrevimiento y el riesgo que implican las conquistas polares pueden equipararse a la experiencia creativa, a la ardua labor narrativa, el escritor, al igual que el atrevido aventurero, descubriendo siempre territorios inexplorados, su tarea siempre en el límite, siempre al borde del fracaso; incluso el postrero viaje de la escritora a Islandia, que se describe con detalle en los capítulos finales, no se reduce a la dimensión estrictamente personal, sino que alcanza un valor “artístico”, como cierre del círculo que, en cierto modo, es Hermano de hielo, la verificación tangible, material, de la ficción, de la construcción literaria.

En fin, leed este Hermano de hielo tan interesante (pero solo eso, interesante, una calificación algo fría -cómo no, dado el contexto-; mi valoración no llega al apasionado entusiasmo con el que el libro ha sido recibido por lectores y crítica. Hunter, un tema de la islandesa Björk (otra artista espléndida aunque, muy a menudo, desesperadamente glacial) que se menciona en la novela, cierra por hoy este comentario.


EL HOMBRE DE HIELO

Mi hermano es un hombre atrapado en el hielo. Nos ve a través de él. O, más exactamente, en su interior hay una fisura en la que a veces hay hielo. Él está y no está. Se hace más presente durante algunas épocas en las que sus contornos se ven definidos; a veces se sumerge durante un tiempo en algún lugar. Su percepción puede estar a diez mil metros de altura (le gusta observar el paso de los aviones) o, en los períodos en los que el hielo es más grueso, a diez mil metros de profundidad. Además de los aviones, le interesan los trenes, los coches y los animales. Nosotros tomamos las decisiones por él, puesto que aunque a menudo no reconoce su propio cuerpo, este sigue presente.
—¿Debo comer?
En su aspecto no hay ningún indicio de lo que le ocurre. A falta de señales externas, se genera cierto extrañamiento en los desconocidos cuando se le acercan y él responde tartamudeando. Por suerte vive en una ciudad pequeña, en el barrio lo conocen y la gente en general cuida de él si se lo encuentra parado, dudando si cruzar o no la calle para ir a tirar la basura, en uno de los pocos momentos del día, si no el único, en los que sale solo.
La discapacidad se suele entender como aquello que impide a un individuo ser autosuficiente y, por lo tanto, tener destrezas por las que los demás —la sociedad— quieran pagar. Aunque viéndolo así, en el sentido económico, muchos nos podríamos incluir en esa categoría. También hay gran cantidad de discapacitados que cobran nóminas muy abultadas; discapacitados emocionales severos, cretinos de distintos niveles que dirigen empresas y países. Así que la discapacidad por uno u otro motivo parece una característica bastante extendida entre la mayor parte de la población, incluida yo misma, si nos atenemos al hecho de que nadie es totalmente independiente y funcional del todo. La diferencia más radical se halla en que la dependencia que implica la discapacidad intelectual o física severas, tal y como se entiende vulgarmente el término, conlleva una vulnerabilidad por parte de quien la sufre y un trabajo constante por parte de los que rodean a la persona afectada: cuidados que proporciona gente cuya labor a menudo no se reconoce, y por lo tanto no se retribuye como debería. Del mismo modo, las funciones que pueden ejercer las personas con supuesta discapacidad no carecen de valor por el mero hecho de no ser remuneradas.
Visto esto, puedo decir entonces que mi hermano tiene otras capacidades y ejerce otras ocupaciones: controlador aéreo freelance, observador atento de la fauna local, acompañante silencioso pero presente.
—¿Qué tal? —le pregunto.
—Bienmuybien.
(Lo dice todo junto, es lo que suele responder.) 
M tiene un catálogo de respuestas que le ayudan a afrontar las situaciones sociales. Es así como ha aprendido a integrarse en el mundo de los demás, un mundo al que se ha adaptado como un extranjero en un país lejano y de idioma extraño. Sabe que si todo el mundo se ríe, él tiene que reírse, y que si todo el mundo está serio, hay que estarlo también. Sólo interrumpe las conversaciones para preguntar las cosas que le son urgentes y básicas, cosas que repite cada día a la misma hora:
—¿Voy al baño? —Justo antes de las comidas.
—¿Bebo agua? —En la mesa, antes de comer.
Tener un hijo así, no nos engañemos, es duro para mi madre aunque ella nunca se queje. Pese a que el origen del problema es incierto, creo que a veces se siente culpable. Entre los dos, ella y mi hermano, que ahora ya es mayor y peludo pero conserva la candidez de la infancia en la mirada, se ha generado una cierta interdependencia. Desde que se separó de mi padre, ya hace más de veinte años, no ha tenido ninguna relación seria. Así pues, mi madre es una exploradora polar, y arrastra a mi hermano en su trineo.
De pequeño aún no se sabía qué le pasaba; en el parvulario sólo lo veían algo retrasado en el aprendizaje con respecto a sus compañeros. Sus dificultades se fueron revelando progresivamente a medida que aumentaba la exigencia escolar. Con mucha ayuda y empeño de mi madre consiguió acabar la primaria en la escuela pública del barrio, la misma a la que asistí yo, después de repetir dos cursos. Cuando la terminó, mis padres le buscaron distintas ocupaciones en un periplo en el que recuerdo a menudo a mi madre luchando para que le aceptaran en una u otra actividad o taller manual. Los cursos favoritos de mi hermano eran los de cerámica, de los que aún conservamos bonitos jarrones y figuras en casa; si le dan instrucciones claras, M es un artista meticuloso, que refleja su mundo desde la perspectiva arcaica que se traslada a todo aquello que hace. No habiendo aún ningún diagnóstico que pudiera darle carnet de entrada a centros especializados, centros que por otra parte escaseaban, y a los que al principio mis padres se negaban a llevarle por la dificultad para aceptar la situación, fue de un sitio a otro hasta que entró en una fundación para trabajadores con discapacidad intelectual donde se lavan coches y se realizan tareas de jardinería y limpieza de calles. Le recuerdo durante toda mi adolescencia con su uniforme, un mono verde, saliendo muy pronto por la mañana en bicicleta hacia la fundación. Al cabo de unos años le resultó difícil seguir adaptándose a las exigencias de un trabajo retribuido donde su tutor tenía que tomar muchas decisiones por él, así como respetar sus tiempos —mi hermano puede tardar una hora en salir del baño si nadie lo avisa—, y eso en un lugar concurrido puede generar problemas. Más tarde el médico encontró un remedio: un reloj de cocina que suena al cabo de cinco minutos y al que llamamos Manolo. A mi hermano ese aviso le permite desencallar su estado temporal de congelación y volver a la normalidad.
Después de unos años, y no sin gran pesar de mis padres, que tuvieron que aceptar que M no podía realizar ya una actividad laboral adaptada, pasó al taller de día de la misma fundación, donde se llevan a cabo manualidades y distintas actividades de carácter terapéutico, exentas del matiz laboral.
Desconocemos el origen de lo que le pasa, si se debe a una complicación en el parto —lo sacaron con ventosa, ¿le faltó oxígeno?— o si se trata de algo genético. Esta posibilidad me angustia por si el día de mañana quiero tener hijos. No hay constancia de ningún otro caso en la familia. Algunas investigaciones dicen que el aumento del autismo en los años sesenta y setenta se puede relacionar con el uso de fertilizantes, pero es posible que ese aumento se deba simplemente a que fue entonces cuando se empezó a diagnosticar. Los estudios sobre el tema no dejan nada claro, y los médicos saben muy poco. Hay casos de gemelos genéticamente idénticos criados en el mismo entorno: uno es autista y el otro no. Aún se desconoce la importancia de los factores ambientales o genéticos involucrados, y no hay indicadores biológicos que sirvan para detectar la presencia de este trastorno durante el embarazo. Eso me ha hecho desconfiar de la ciencia: durante años los médicos han dado nombres distintos a mi hermano, de-pendiendo de la moda patológica del momento. Primero fue borderline, de borderline pasó a Asperger, de Asperger a autista, y ahora, como este problema engloba casos tan distintos, se lo llama «trastorno del espectro autista» (tea). Esta etiqueta tan vaga me parece un camino de vuelta a la indefinición; las diferencias de comportamiento y de aspecto entre los distintos casos son tan grandes que unos y otros suelen tener poco en común.
Así pues, cuando llegué al mundo él ya estaba ahí, y durante muchos años fue un enigma, una cosa sin nombre. A mi hermano mayor lo diagnosticaron cuando tenía treinta años. Agradecí poder dar nombre a eso, aunque no fuera el más acertado. Creo que desde entonces he podido hablar más de ello. Es muy importante que las cosas tengan nombre, si no, no existen.
Que el nombre hace la cosa es muy cierto.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

RICHARD FLANAGAN. EL CAMINO ESTRECHO AL NORTE PROFUNDO

Y después, nadie se acordará realmente de ello. Tal como sucede con los grandes crímenes, será como si nunca hubiese ocurrido. El dolor, las muertes, la pena, la abyecta y mísera futilidad de un sufrimiento tan inmenso padecido por tantos; puede que todo ello solo exista entre las páginas de este libro y en un puñado de libros más. Es posible encerrar el horror en un libro, darle forma y significado. Pero en la vida el horror carece de forma, tal como carece de significado. El horror es y punto. Y mientras reina, es como si no hubiera nada en todo el universo que no forme parte de ese horror.

La historia que hay detrás de este libro arranca el 15 de febrero de 1942, con la caída de Singapur, mientras un imperio agoniza y otro despunta. Sin embargo, en 1943, Japón se halla al límite de sus fuerzas, sufre una gran escasez de recursos y está perdiendo la guerra, por lo que la necesidad de construir ese ferrocarril se vuelve acuciante. En China, los aliados suministran armamento al ejército nacionalista de Chiang Kai-shek a través de Birmania, y los estadounidenses controlan los mares. Para poder interrumpir esa crucial línea de suministro al enemigo chino y conquistar la India a través de Birmania –tal es el sueño descabellado de sus líderes–, Japón debe fortalecer el frente birmano por vía terrestre mediante el envío de efectivos y material. Pero no dispone del dinero ni la maquinaria necesarios para construir la línea ferroviaria que tanto necesita. Ni del tiempo.

La guerra, sin embargo, alimenta su propia lógica. El imperio japonés cree que vencerá gracias al indómito espíritu nipón, ese espíritu del que Occidente carece, llamado y considerado la voluntad del emperador. Ese es el espíritu que, según el imperio, prevalecerá hasta su victoria final. Y, para sustentar tan indómito espíritu, para fortalecer esa fe, el imperio tiene la buena fortuna de contar con esclavos. Cientos de miles de esclavos asiáticos y occidentales. Entre ellos veintidós mil prisioneros de guerra australianos, la mayoría de los cuales se había rendido en Singapur por razones estratégicas antes incluso de haber entrado en combate. Nueve mil de esos soldados serán enviados a trabajar en la construcción del ferrocarril. Cuando, el 25 de octubre de 1943, la locomotora a vapor C 5631 se convierta en el primer tren que recorra el trazado completo del Ferrocarril de la Muerte, remolcando en sus tres vagones a dignatarios japoneses y tailandeses, lo hará sobre infinitas capas de huesos humanos, incluidos los restos de uno de cada tres de esos soldados australianos.

Hoy, la locomotora a vapor C 5631 se exhibe con orgullo en un museo que forma parte del gran monumento extraoficial a los caídos de Japón, el santuario Yasukuni de Tokio. Además de la locomotora a vapor C 5631, el santuario alberga el Libro de las ánimas. En él se recogen los nombres de los más de dos millones de nombres que murieron sirviendo al emperador de Japón en los conflictos bélicos que se produjeron entre 1867 y 1951. La inscripción en el Libro de las ánimas que se conserva en este lugar sagrado conlleva la absolución de todos los pecados cometidos. Entre esos nombres se hallan los de 1.068 hombres condenados por crímenes de guerra y ejecutados tras la Segunda Guerra Mundial. Y entre esos 1.068 nombres de criminales de guerra ejecutados se cuentan algunos de los que trabajaron en el Ferrocarril de la Muerte y fueron declarados culpables de malos tratos a los prisioneros de guerra. La placa que preside la locomotora C 5631 no recoge una sola mención a estos hechos. Tampoco se menciona el horror que supuso la construcción del ferrocarril. Ni los nombres de los cientos de miles de hombres que murieron en el empeño. Tal vez no sea de extrañar, puesto que ni siquiera existe consenso en torno al número de personas que perdieron la vida en el Ferrocarril de la Muerte. Los prisioneros de guerra aliados –cerca de sesenta mil hombres– no eran sino una pequeña parte de los que trabajaron como esclavos en esa empresa faraónica. Junto a estos había doscientos cincuenta mil tamiles, chinos, javaneses, malayos, tailandeses y birmanos. O más. Algunos historiadores sostienen que cincuenta mil de estos trabajadores forzados murieron y otros cifran esa cantidad en cien mil, pero hay quienes la elevan incluso a doscientos mil. Nadie lo sabe, en realidad.

Y nadie lo sabrá jamás. Sus nombres ya han caído en el olvido. No hay ningún libro para sus ánimas perdidas. Suyas sean estas líneas.

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que hoy os recibe así, con este impactante texto, un concentrado pero explícito resumen de la obra que quiero presentaros, una novela espléndida, ganadora el pasado 2014 del Man Booker, el más prestigioso premio de la literatura británica. Se trata de El camino estrecho al norte profundo, escrito por el australiano, nacido en Tasmania, Richard Flanagan, y publicado en nuestro país en el sello editorial Literatura Random House este 2016. La traducción de Rita da Costa permite la ágil lectura, pese a alguna “inconveniencia” menor, como un excesivo uso de las expresiones “los mismos”, “las mismas” como pronombres en lugar de “ellos”, “ellas”; un fallo, por otra parte, muy habitual hoy en día en documentos oficiales y artículos periodísticos que, con inusitada frecuencia, nos asaltan con una redacción pobre y desmañada.

Richard Flanagan es, al parecer, autor de una decena de libros, entre ensayos y novelas, algunos de los cuales habían sido presentados en España, pero yo no lo he llegado a conocer hasta la publicación de esta su obra más destacada, premiada y reconocida mundialmente, objeto también de innumerables traducciones a muy diversas lenguas.

El primero de los dos grandes ejes en torno a los cuales se organiza el libro es la historia de La Línea, ese Ferrocarril de la muerte al que se alude en el interesante texto que encabeza esta reseña, una línea férrea levantada por Japón en la Segunda Guerra Mundial, que debería unir -con intenciones bélicas- Bangkok, capital de Tailandia, entonces Siam, y Rangún, que lo es de Birmania, hoy Myanmar, atravesando centenares de kilómetros de intrincada selva, punteada por bloques de montaña y caudalosos ríos. La construcción de la línea (Una línea legendaria, nacida de la desesperación y el fanatismo, compuesta de mitos y fantasía en la misma medida en que lo estaría de madera, hierro y los miles de vidas que su construcción habría de costar) constituye uno de los episodios más ignominiosos de una contienda por otro lado repleta de ellos, una muestra no demasiado conocida de la brutalidad humana, ejercida en este caso por el ejército japonés, que empleó, durante los muchos años que necesitó el proyecto -a partir de junio de 1942, cuando se inició, y hasta el final de la guerra, tres años después; aunque la estructura básica se liquidó en poco más de un año-, a cerca de trescientos mil prisioneros, sobre todo asiáticos pero también europeos, norteamericanos y, lo que resulta relevante de cara a la obra que os comento, en torno a veinte mil australianos, todos ellos hacinados en infectos campos de concentración y obligados al trabajo en un inhumano régimen de esclavitud. La insensata y desmesurada tarea, una locura que exigía sobreponerse a un clima infernal, con una lluvia torrencial y permanente que convertía cualquier terreno en un lodazal impracticable, y a una naturaleza desbocada y hostil, salvaje e indomeñable, una selva húmeda, oscura e impenetrable, agobiante y opresiva, que albergaba una profusión de amenazantes animales, miríadas de insectos portadores de todo tipo de enfermedades: la pelagra y el cólera, la malaria y el botulismo, llevó a la muerte a miles de hombres -las distintas estadísticas difieren entre sí, según las fuentes, pero las más benévolas nunca bajan de cien mil vidas perdidas-, fallecidos en distintas etapas de la delirante empresa (Esa absurda sucesión de terraplenes, zanjas y cadáveres, de tierra destripada, tierra amontonada, roca reventada y más cadáveres, de bamboleantes puentes de caballete hechos de bambú, traviesas de teca y más cadáveres, de incontables placas de anclaje e inexorables raíles de hierro, y un cadáver tras otro, tras otro, tras otro), a causa no tanto de las muy adversas condiciones “naturales” como, sobre todo, de la ferocidad y la violencia despiadadas con que se desempeñaron los responsables nipones. (Hace unos meses vió la luz en nuestro país, editado por Capitán Swing, otro interesante libro -este un ensayo-, La violación de Nankín, escrito por Iris Chang, que nos da a conocer otra manifestación igualmente abominable del salvajismo genocida del ejercito japonés en la segunda gran guerra: la masacre cometida por las tropas imperiales niponas en la ciudad china de Nankín, con entre doscientos y trescientos mil muertos y varios miles más de víctimas de torturas, violaciones, mutilaciones y muchas otras depravadas formas de bestialidad. Además, un clásico del cine, El puente sobre el Río Kwai, que dirigió Richard Lester en 1957, resulta igualmente un atractivo complemento a la novela de la que hoy os hablo, al centrarse también -aunque desde una perspectiva más optimista y luminosa- en la oscura peripecia de la apertura de la siniestra línea férrea).

Richard Flanagan, cuyo padre participó en la insoportable tarea y fue uno de los afortunados supervivientes, decidió dar cauce literario a los numerosos relatos que su progenitor le había transmitido en relación a la aciaga experiencia vivida en su juventud, y con ese contingente de narraciones estructura el esqueleto central de su novela (cuya última página escribió, cuenta Rodrigo Fresán, horas antes de la muerte de aquel). Para ello, inventa el personaje de Dorrigo Evans, un cirujano militar australiano, tasmano más exactamente, como el propio autor, que, prisionero también de los japoneses, asume tanto por su posición jerárquica -coronel- como por su cualificación profesional y sus indudables cualidades humanas, el papel de representante y, más aun, protector del millar de hombres a su cargo.

Con una estructura compleja, que va y viene en el tiempo -desde un presente en el que el personaje está a punto de cumplir los ochenta años hasta los primeros días de su infancia-, que da voz también a distintos protagonistas -singularmente a algunos de los despiadados oficiales del Japón-, e incluyendo en su centro una emotiva, intensa, conmovedora, romántica e inolvidable historia de amor imposible vivida en su juventud por Dorrigo Evans, poco tiempo antes de su movilización militar, que se narra en la segunda sección del libro pero que acabará permeando todas las demás, incluyendo en ellas los memorables capítulos -el núcleo principal de la novela- dedicados a contar su espantosa estancia, una espeluznante y sobrecogedora vivencia, en el campo de prisioneros de La Línea, El camino estrecho al norte profundo presenta muchos motivos de interés desde este punto de vista casi “documental”. La minuciosa y fidedigna descripción de la vida en el campo de concentración, la exactitud al mostrar las altas dosis de brutalidad y violencia que inspiraban la actuación de los mandos japoneses, el crudo y en algunos casos insoportable inventario de atrocidades perpetradas sobre los prisioneros -pienso en el apaleamiento hasta la muerte de Moreno Gardiner, un soldado cuya figura encierra, de modo muy sutil pero relevante, una de las claves, menor pero significativa, del libro-, la exhaustiva narración -que, muy bien fundamentada, alcanza, sin perder su condición novelesca, la categoría de crónica- de la devastación física y moral de los hombres, de los golpes, las torturas, el cansancio y las enfermedades, del hambre y la suciedad, de las penalidades y la miseria, de sus sucintos harapos, de sus llagas, de sus tribulaciones, de su, en definitiva, deshumanización (Cuando llegara su turno, también él -ese muchacho de mirada tierna que sostenía una lámpara- mataría brutalmente y moriría del mismo modo), constituye uno de los logros del libro y nos permite conocer, como digo con rigor y verosimilitud cercanos casi a los del documento histórico, un vertiente de la barbarie de la que ha llegado a ser capaz el ser humano (Creyó artisbar la verdad de un mundo espeluznante en el que era imposible escapar al horror, en el que la violencia era eterna, la única y grna verdad, mayor que las civilizaciones que creaba, mayor que cualquier dios al que adoraran los hombres, pues era el único dios verdadero. Era como si el hombre existiera con el solo fin de transmitir la violencia necesaria para perpetuar la supremacía de esta. Pues el mundo no cambiaba, su violencia siempre había existido y jamás sería erradicada, los hombres seguirían muriendo bajo la bota, los puños y el horror de otros hombres hasta el fin de los tiempos, y toda la historia humana se reducía a una historia de violencia), de una dimensión similar a la que afloró en los campos de concentración nazis, de los que, sorprendentemente por cuanto la acaecida en Asia no es apenas conocida, la infame tragedia del Ferrocarril de la muerte era contemporánea.

Especialmente emotiva, más allá de la convincente “ambientación”, es, en esta misma vertiente del libro centrada en el sudeste asiático, la construcción literaria de los personajes que penan en aquel infierno. El citado Moreno Gardiner, Jack Raimbow, Chiquitín Middleton, Mick Green, Jackie Mirorski, Gitano Nolan, el joven Lenny (casi un niño, que muere entre delirios, clamando por su pueblo natal en donde esperan los brazos de su madre), Conejo Hendricks, Cangrejo Burrows, Gallito MacNeice, Lagarto Brancusi, Gallipoli von Kessler, Compadre Fahey, Toro Herbert, Cabeza de Oveja, Bonox Baker, Jimmy Bigelow (conmovedora, hasta provocar las lágrimas en el lector, la terrible escena con la trompeta del regimiento en uno de los innumerables funerales), son caracterizaciones vivas, creíbles, muy humanas y profundas pese a su papel poco menos que episódico en la trama. Gentes del común, individuos normales y corrientes, casi todos muy jóvenes, condenados por los azares de la vida a vivir y morir en aquel dantesco escenario. Dorrigo Evans no es un australiano típico, como tampoco lo son ellos, voluntarios de las periferias, barriadas y tierras de nadie de su inmenso país: arrieros, tramperos, estibadores, cazadores de canguros, oficinistas de medio pelo, cazadores de dingos y esquiladores de ovejas. Son empleados de banca y profesores, dependientes, taladores y corredores de apuestas de poca monta, receptores del magro subsidio de desempleo, cantamañanas, matones de barrio, gamberros, buscavidas, pobres diablos sin demasiadas luces, curtidos por las penas, marcados a fuego por una depresión que los había obligado a criarse en chabolas y chozas privadas de electricidad, cuyos padres habían vuelto muertos, lisiados o enajenados de la Primera Guerra Mundial, cuyas madres se las arreglaban para seguir tirando a base de aspirinas y esperanza, que malvivían en asentamientos militares, precarios campamentos gubernamentales, míseros arrabales y barriadas en un mundo decimonónico que se había plantado a trompicones en pleno siglo XX.

Y por encima de todos, Dorrigo Evans, un héroe cívico, un hombre de éxito apreciado y reconocido por sus conciudadanos, que valoran en él su brillante trayectoria como cirujano y su comportamiento ejemplar en la guerra, y que, casi octogenario y con la muerte ya cercana, relativiza sus logros vitales y recuerda tan solo la intensa, fugaz e inacabada historia de amor con Amy, la joven esposa de su tío, a la que había conocido con veintitantos años, cayendo ambos bajo la poderosa atracción del prohibido amor. El amor que nos sobrevive, su recuerdo lo único que nos salva, son, a mi juicio, las claves últimas de esta novela magistral que alcanza en esas cien páginas en las que se desarrolla la apasionada relación sus momentos más sensibles, conmovedores, arrebatadores, palpitantes e inolvidables (aunque parte de la crítica las ha despreciado por considerarlas menores, triviales concesiones a un romanticismo fácil o manifestaciones simplistas de impostura, incluso).

En fin, leed esta espléndida novela, El camino estrecho al norte profundo (título extraído de un haiku de Matsuo Bashō, citado, entre otros muchos, en la obra), estoy seguro de que no os decepcionará. Waltzing Matilda, la conocida canción folclórica australiana, su himno nacional oficioso que ha conocido infinidad de versiones. En esta ocasión os las ofrezco en la interpretación -sin demasiada emoción; buscad, pese a no ser australiano, la desgarradora creación de Tom Waits- de Slim Dusty, un cantante australiano.


¿Y qué fue de la Línea? Con el sueño de un imperio global japonés reducido a polvo radiactivo, el ferrocarril perdió su razón de ser y y sus valedores. Los ingenieros y guardias japoneses responsables de la obra fueron encarcelados o repatriados, los esclavos que se habían quedado para mantener la Línea fueron liberados. Pocas semanas después del fin de la guerra, la Línea empezó a abrazar su propio fin. Los tailandeses la abandonaron, los ingleses la la desmantelaron, los pueblos locales la despedazaron y vendieron.

Y al cabo de cierto tiempo la Línea empezó a torcerse y combarse. Sus terraplenes se vinieron abajo, sus taludes y puentes se vieron arrastrados por el agua, sus zanjas volvieron a llenarse. El abandono dio paso a la metamorfosis. Allí donde la muerte había acechado, regresó la vida.

La Línea abrazó la lluvia y el sol. Las semillas germinaron en las fosas comunes, entre cráneos, fémures y mangos de pico rotos; los zarcillos vegetales rodearon placas de anclaje y clavículas, abriéndose paso con determinación hasta cubrir traviesas de teca y tibias, escápulas, vértebras, peronés y fémures.

La Línea abrazó la hierba que tapizó los terraplenes que los esclavos habían levantado acarreando tierra y piedras en sus canastos de bambú trenzado, abrazó las termitas que devoraron las vigas de los puentes caídos que los esclavos habían cortado, transportado y construido, abrazó la herrumbre que carcomió los raíles que los esclavos habían llevado a hombros en largas filas, abrazó la podredumbre y la ruina.

Solo quedaron el calor y las nubes cargadas de lluvia, e insectos y pájaros y animales y vegetación que nada sabían y a los que nada importaba. Los humanos son tan solo una de tantas cosas, y todas esas cosas anhelan vivir, y la forma de vida más elevada es la libertad: la de un un hombre para ser hombre, una nube para ser nube, el bambú para ser bambú.

Habrían de pasar décadas. Quienes creían que convenía preservar el recuerdo habrían de desbrozar unos pocos tramos de la vía, transformados con el tiempo en extrañas piernas sin tronco, lugares turísticos, lugares sagrados, lugares de exaltación nacional.

Pues la Línea se había roto, como todas las líneas antes o después. Todo había sido en vano, y nada y nada de todo aquello permaneció. Los hombres seguirían empeñados en dotarlo de sentido y esperanza, pero los anales del pasado son un relato enmarañado que solo habla del caos.

Y sobre esa colosal ruina, infinita y soterrada, se extendió la solitaria jungla, allanándolo todo a su paso. De sueños imperiales y hombres muertos, solo la alta hierba quedó.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

MINH TRAN HUY. EL VIAJERO INVOLUNTARIO

Mientras las azafatas se pasean por el avión ofreciendo bebidas, me vuelve a la memoria la foto de mi primer documento de identidad. Tengo un flequillo, un collar de perlas de colores y un vestido rosado con volantes. Miro hacia abajo, no hacia el suelo sino a mi padre, del que se distinguen los brazos y las manos en mis caderas: me levanta para que el aparato automático pueda fijar en la película otra cosa que no sea aire por encima de mí. Mis dedos están agarrados a las mangas de su traje como si mi vida dependiera de él. Es la época en que creo que mi padre y yo formamos una sola y única entidad. “Creer” no es la palabra exacta: para mí es un hecho tan natural como la caricia del sol en mi mejilla, por las mañanas, cuando mi abuela abría las cortinas de mi habitación, o como las gotas de rocío en la hierba del jardín, en primavera y en otoño. Creo que mi padre siente siempre todo lo que yo siento, que ha vivido las mismas cosas, que ha sentido las mismas necesidades, los mismos deseos, los mismos enfados; soy una extensión de él y él de mí. Pasarán varios años antes de que se me hagan evidentes nuestras diferencias, que el instinto ceda a la reflexión y pueda considerarnos como personas distintas.

Tomé conciencia de ello un día preciso: cuando mi padre evocó por primera vez su vida anterior; antes de mí, de mi madre, antes de Francia. Me había llevado a una tienda de animales del muelle de Mégisserie, en París, para regalarme unas minúsculas tortugas de Florida que yo había pedido por mi séptimo cumpleaños, y entonces me contó que él no había crecido en una ciudad sino en una granja del norte de Vietnam, rodeado de animales muy diferentes a los que veíamos entonces Él no tuvo como compañeros de juego a hámsteres y conejillos de indias, sino grillos con sus élitro que había que afrontar con una zapatilla, gorriones que criaban en cajas de leche condensada Nestlé, libélulas que atrapaba con ayuda de trampas de pegamento que permitían conservar intacto el frágil encaje de sus alas azuladas. Y que su mejor amigo era el búfalo de la granja.

No jugaba con los Lego, ni siquiera con los sofisticados artefactos científicos que me regalaba por Navidad, fiesta todavía desconocida para él en aquella época, como los museos de arte que tanto le gustaría recorrer más adelante. Jugaba con trompos de madera tallados y cometas que le fabricaba su primo Sun, aquel por quien sentía una admiración desmesurada. No se cansaba de mirarlo confeccionar finos ensamblajes de bambú y seda a los que añadía un trozo de madera tallada como un silbato, para que cuando el viento lo elevara en el cielo, emitiera un sonido tan puro y límpido como un río de montaña. Sun había ayudado a cada niño del pueblo a construir una cometa, con una forma y un motivo singular, dibujo, banderín de color o guirnalda de follaje. Los días de fiesta, todos partían en pequeños grupos a las colinas. Cada cometa emitía su propia nota y cuando, a una señal convenida, los lanzaban hacia las nubes, se oía resonar en todo el delta un canto tejido por esas diversas tonalidades que se difundían y reverberaban de manera distinta según donde estaba, variando al sol del crepúsculo como un trozo de brocado reluce bajo la luz.

Más tarde, cuando la guerra empezó a llevarse a los hombres del pueblo, esa costumbre se transformó en un rito: para saludar a los difuntos y guiar sus almas más allá del limbo, por la noche se improvisaban conciertos a los que los niños aportaban su gesto y su voz, como si el canto de las cometas pudiera conjurar el dolor de la pérdida, calmar brevemente la pena de las familias, convencerlas de que no estaban solas para recordarlos y despedirse de ellos, que no estaban solas en esa oscuridad que caía poco a poco, que no estaban solas porque esas frágiles construcciones de bambú y seda flotaban a su alrededor, envolviéndolos en un velo de suavidad y consuelo.


Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo de diciembre, y jugando con la promesa viajera que siempre encierran las vacaciones escolares, en este caso los dieciocho dilatados días que se nos prometen a alumnos y profesores en las próximas navidades que ya empiezan a vislumbrase en el esperanzado horizonte, quiero proponeros cuatro libros que nos trasladan a destinos lejanos -y en algunos casos hasta exóticos- de tal manera que avanzando en sus páginas no solo disfrutamos del placer literario intrínseco a la lectura de unas obras muy estimables, sobresalientes incluso, sino que, además, aprendemos sobre costumbres y culturas y paisajes y entornos muy distintos a los nuestros habituales y, de modo simultáneo, avivamos en nosotros -al menos en aquellos de nosotros especialmente poseídos por el veneno del viaje- el deseo de partir, de ampliar los límites de la casi siempre rutinaria cotidianidad, de ir más allá de nuestras fronteras -y no solo las geográficas-, de conocer gentes insólitas, de explorar territorios casi ignotos, de, en definitiva, dejar atrás nuestro pasado -como si ello fuera posible- y abrirnos a un prometedor futuro lejos de casa.

Y así, Vietnam, Australia, los dos polos y los misteriosos parajes surcados por el río Níger en el corazón del África occidental, son los escenarios de cuatro espléndidas novelas que aparecerán en los programas de cada uno de los miércoles de este mes. En el caso concreto de la emisión de esta tarde es un Vietnam romántico y emotivo, pero también trágico y hasta brutal, el que comparece, como habéis podido comprobar en el precioso texto con el que he abierto el espacio, en El viajero involuntario, la delicada y conmovedora novela, llena de sensibilidad y belleza, de Minh Tran Huy, una joven escritora francesa, aunque de raíces en el país asiático, que presentó a principios de este año Navona Editorial en traducción de una experta profesional, Susana Peralta, a la que, sin embargo, se le pueden achacar algunas inconsistencias menores, como fallos de concordancia (por ejemplo, entre otros, este de la página 157: Creía que la acumulación de cosas no dichas, ejerciendo una presión insoportable, habían roto…) o traslaciones demasiado literales -los llamados “falsos amigos”- del francés (como ejemplo significativo, en la página 159, un “destinación” -en lugar de ir en coche a mis destinaciones de provincias…- que, aunque admitido por la Academia, suena demasiado afrancesado); pequeños errores que, no obstante, no entorpecen la siempre agradable lectura.

Line es una mujer francesa, aunque con orígenes vietnamitas -en un primer rasgo autobiográfico de los muchos que uno cree entrever en la novela-, que ha recalado en Nueva York durante unos días, un desplazamiento de los muy abundantes que conlleva su profesión: es grabadora de sonidos para una agencia de creación sonora, unos sonidos que luego aparecerán, apenas apreciables, en anuncios publicitarios, telefilmes, películas, emisiones radiofónicas… En su recorrido por las salas de un extraño museo, antiguo instituto de secundaria de Queens, se topa con una instalación, de título Homenaje a Albert Dadas, que le hace interesarse por el para ella desconocido personaje. Una ficha que acompaña el montaje le proporciona una primera información y despierta en ella la fascinación por el singular individuo. Obrero gasista francés, Albert Dadas, nacido en Burdeos en 1860 y fallecido en 1907, sufría de dromomanía o “locura del fugitivo”. Incapaz de controlarse, incurría con frecuencia en comportamientos extraños consistentes en entrar en unos como estados de trance durante los cuales, casi sonámbulo, dejaba todo lo que estuviera haciendo en ese momento -así era el fenómeno en muchas ocasiones, instantáneo- para viajar frenéticamente, a pie, sin propósito definido ni objetivo premeditado ni destino preconcebido. Al poco tiempo se “reencontraba” con su conciencia en lugares extraños, sin bienes, sin dinero, perplejo ante su nuevo hábitat y sin poder dar cuenta de su presencia en esos territorios ajenos. Bastaba una mera mención incidental, en el curso de una conversación, a una ciudad o un país, para que el compulsivo mecanismo se pusiera en marcha y, con fruición e indiferente a los hábitos adquiridos, a los compromisos vitales contraídos, a las obligaciones profesionales o sentimentales en las que en ese tiempo estuviera involucrado, Albert se lanzara a los caminos en una serie de “aventuras” que acababan con sus desconcertados huesos en Argelia o Polonia, Rusia o Turquía.

Deslumbrada ante tal excéntrica personalidad, Line indaga en su sorprendente vida. La primera parte del libro corre así en paralelo a esa “investigación”, en la que conocemos la historia de Albert y sus insólitas peripecias. Pero, tras esas primeras páginas que parecen dibujar la línea principal que seguirá la novela, esta cambia poco a poco, para convertirse -sin perder el referente del inefable y sufrido Dadas- en otra cosa. Porque, la fugitiva compulsión del aparente protagonista del libro (y solo aparente, porque el francés resulta ser una suerte de McGuffin, aquel espléndido recurso de Hitchcock para “desviar” la atención del espectador hacia una trama secundaria, mientras, por otro lado, daba cuenta de su relato central) es solo la excusa para ofrecernos, en una segunda instancia, las vivencias de otros viajeros involuntarios, obligados también -por la enfermedad o las circunstancias políticas, por las guerras o los azares nunca inocentes de la vida- al extrañamiento, a abandonar sus hogares renunciando a familiares y amigos, a parejas e hijos, a las estables coordenadas, consabidas y amadas, de sus lugares de origen.

Conocemos así a Thinh, primo hermano del padre de Line, un personaje estrafalario, brusco y descoordinado, desastrado y permanentemente ausente, hundido en una especie de ensimismada y nebulosa ensoñación, perdida la memoria, silencioso y ajeno al transcurrir del mundo, encerrado en un obstinado mutismo tras el que se esconden los terribles recuerdos de su doloroso pasado y su destino de guerras y persecuciones, de violencia y brutalidad, de desamparo y final sinrazón. La narradora evoca también la hermosa y a la vez atormentada existencia de Samia, la joven etíope entusiasta del atletismo, que logra sobreponerse a un entorno hostil, hecho de precariedad y pobreza, de hambre y violaciones, también de muertes cercanas y combates en su pueblo natal, para lograr su participación -de un modo modesto y casi simbólico, como esos nadadores sudaneses o guineanos que, esforzados y rebosantes de dignidad, acaban las pruebas en los campeonatos mundiales de natación varios minutos después que el resto de sus competidores y que al día siguiente de su heroica hazaña, acaparan las portadas de los medios de comunicación por su noble y digno logro- en los Juegos Olímpicos de Pekín, un efímero atisbo de esperanza en una vida que, a su retorno al país de origen tras la competición, volverá a ser miserable y durísima (por haber nacido en el lugar erróneo, en el momento equivocado) y provocará su huida desde Libia (a donde ha logrado escapar de su ominoso entorno) hacia Italia, en un barco sobrecargado, una atestada patera que se hundirá en las trágicas aguas mediterráneas, a pocos metros de su ilusionante destino europeo, su clandestino sueño, finalmente fatal, de El Dorado. Y está también Hoai, otra pariente lejana de la chica, que elige -por amor- permanecer en Vietnam cuando a sus familiares se les presenta la oportunidad de huir de las luchas encarnizadas que asolaban su país en los años setenta, para acabar perdiendo a su amado y al hijo de ambos y perderse ella igualmente en Estados Unidos, adonde llega tras una espantosa travesía y en donde desaparece sin dejar rastro alguno, uno más de los pobres seres que se apagan, que esfuman, que se difuminan, que se diluyen tenue y silenciosamente, tan inadvertidos en su muerte como lo fueron en su anónima vida. Y leemos también la sórdida historia del juez Tâm y el joven Linh, su indecible sufrimiento en el conflicto entre revolucionarios y ocupantes franceses, primero, y entre comunistas del norte y demócratas del sur, en la ya internacionalizada guerra de Vietnam, sus crueles estancias en campos de concentración del Vietcong, su dolor, su muerte. Y tras esas existencias desdichadas vislumbramos también -de un modo más ligero y sin comparación con el dramatismo de las vidas de los demás personajes-, el propio desarraigo de la narradora que, aunque nacida en Francia, como se ha dicho, crecida en un entorno seguro y confortable, y perfectamente integrada en la sociedad gala, no deja de ser también otra expatriada.

Pero, sobre todo, a medida que Minh Tran Huy nos va poniendo en contacto con esas infortunadas gentes -viajeros involuntarios todos, exiliados, desarraigados, emigrantes, desplazados, refugiados, como tantos en estos días padecen en los caminos y los mares de Europa-, va aflorando la figura del padre de Line, el cual, a la postre, y de manera sutil pero poderosa, acaba por ser el centro inicialmente inadvertido de la novela. Porque, de manera muy leve, los recuerdos del padre -de entrada renuente a hablar de su pasado- van brotando, y progresivamente vamos conociendo (en pasajes intercalados en la narración de la hija, presentados con una grafía distinta, en cursiva) su historia, también triste, pero llena de ternura, de emoción, de sensibilidad, de amor.

El padre es un ingeniero informático asentado en Francia y con la nacionalidad francesa desde hace años, pero encierra en su silencioso transcurrir por el mundo, recuerdos de una infancia y una juventud terribles, aunque, en una prueba de ese mágico milagro que siempre es la niñez, también felices. Y de este modo van apareciendo en el libro, nebulosos, retazos de ese pasado: los paisajes del bello pueblo natal; las acogedoras calles de Thai Binh, de Hanoi y Saigón; la emotiva historia de Búfalo, el espléndido animal “compañero” de la infancia; las dulces jornadas -evocadas en el texto que abrió esta reseña- en las que los niños hacían volar cometas; el descubrimiento apasionado de las novelas de capa y espada chinas por parte del inteligente e inquieto muchacho; los cariñosos padres, los entrañables abuelos y bisabuelos, los inolvidables amigos, las guapas niñas que despiertan los primeros amores; el aprendizaje del sutil arte de andar en bicicleta y los alegres paseos por Hanoi, zigzagueando peligrosamente entre infinidad de viandantes y vehículos, y tantas otras nostálgicas sombras de un grato y lejano ayer. Pero también vamos siendo conscientes del dolor y el miedo, del hambre y la miseria, del sufrimiento y la pérdida: leemos la descripción de las amenazas, la violencia, los ataques y los saqueos constantes llevados a cabo por miembros de las distintas facciones en lucha en la guerra de su país y sufridos por el padre de la narradora siendo un niño; las brutales muertes de los queridos parientes; las mil y una amargas vicisitudes de un tiempo atroz, lleno de crueldad y aflicción; y, por fin, los desplazamientos y las huidas, el viaje permanente, una vez más el extrañamiento y el desarraigo: un ser extraño ya en todas partes, como todos los demás personajes, como los pobres migrantes de nuestros días, perdido ya, desaparecido para siempre en ellos, el menor rastro de un hogar. Y al final, la melancólica y dulcísima, la sensible y amorosa presencia del padre acabará por “llenar” el libro, constituyéndose en su centro último, la novela entera entendida como un diálogo pospuesto, siempre diferido pero por fin cumplido, aunque solo sea en la escritura, entre padre e hija.

En fin, lectura conmovedora la que proporciona este El viajero involuntario de Minh Tran Huy que hoy os recomiendo como inicio de esta serie de viajes que Todos los libros un libro transitará en este mes de diciembre. Os dejo, como complemento a mis comentarios, con, cómo no, música vietnamita. El guitarrista Nguyen Le y la cantante Huong Thanh interpretan la muy delicada Fragile Beauty.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

FERNANDO SAVATER. LA INFANCIA RECUPERADA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a esta nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os propone una sugerencia de lectura elegida siempre con criterios de interés y calidad. Hoy quiero presentaros un libro de un autor excepcional, un escritor prolífico, un formidable narrador, un divulgador genial, un apasionado y penetrante filósofo, un catedrático universitario poco académico, un agudo ensayista, un polemista temible, un muy influyente pensador, una persona admirable por su valentía y su coraje cívico, capaz de enfrentar el terror, la violencia y las amenazas de muerte con inusual firmeza e insobornable sentido del humor, un ejemplo modélico de implicación social y compromiso político más allá de su adscripción a uno u otro partido, un faro moral y ético, un intelectual sobresaliente por su inteligencia y por la amplitud de sus intereses, por su lucidez y por una infrecuente capacidad de cuestionar los tantas veces cómodos y a menudo inexactos lugares comunes en los que nos instala la pereza o la complacencia o la cobardía, por lo atinado de sus análisis y la clarividencia anticipatoria de sus propuestas, una inexcusable referencia en la conformación del gusto estético y literario de nuestra sociedad y, en definitiva, una figura esencial en el panorama de la cultura española del último medio siglo. Estoy hablando, quizá algunos de vosotros ya lo habéis adivinado, de Fernando Savater, que llega dentro de pocos meses a los setenta años y de cuya obra quizá más representativa, La infancia recuperada, publicada en 1976, se cumplen este diciembre cuatro décadas, razón por la que quiero traerla aquí, “reavivando”, en la modesta medida que permite esta limitada plataforma, el interés por su lectura.
 
Yo empecé a leer a Savater en los primeros años setenta, en aquellos libros, de contenido filosófico pero muy alejados de la abstrusa jerga profesoral, de la editorial Taurus: Nihilismo y acción, La filosofía tachada, Ensayo sobre Cioran (Savater fue el introductor en España de la obra del pesimista pensador rumano). Más adelante, me interesó -exigencias de la juventud- su vertiente ácrata y libertaria, en la órbita de Agustín García Calvo, reflejada en títulos como Panfleto contra el Todo o en el breve pero sustancioso librito Para la anarquía (un texto que llevé conmigo, en la “acogedora” edición de Tusquets, cuando, al terminar la carrera, pasé unos meses viajando por Europa en auto-stop). Desde entonces, y sin apenas interrupción ni, por supuesto, merma alguna de la inmensa admiración intelectual que siempre ha despertado en mí, he seguido con puntualidad su polifacética obra, incluso en sus derivaciones más alejadas de mis propios intereses: los caballos, la ciencia ficción, el teatro, el cómic o las novelas “de aventuras”. En su pensamiento, siempre agudo y atinado, expresado -más allá de sus libros- en periódicos y revistas, en entrevistas y artículos, en conferencias y coloquios, encontré siempre el criterio esclarecedor, las ideas oportunas y luminosas, las aclaraciones pertinentes, los enfoques acertados, hasta el punto de que, con frecuencia, esperaba sus pronunciamientos sobre cualquier asunto para, en cierto modo, averiguar a través de su interpretación cuál era mi propia posición sobre los temas respectivos. Su independencia intelectual, capaz de desvelar las falacias de las “ideas recibidas” y aceptadas acríticamente por todos -en especial por una izquierda en cuyo caudal teórico bebíamos tantos en la época-, me ha deslumbrado de continuo y mostrado siempre un ejemplo a seguir. Durante décadas he compartido sus aficiones, he disfrutado de su gozosa alegría, de su entusiasmo y su ironía, y también me he rebelado, me he indignado, compartiendo su irreprochable -y arriesgada- denuncia de la miseria moral no ya del despiadado terrorismo, sino de quienes cobardemente lo sostenían, ese nacionalismo de baja estofa (valga la redundancia) que recogía las nueces cuando otros agitaban el árbol. Recientemente, la muerte de su mujer, que le ha sumido en una tristeza muy perceptible en sus manifestaciones públicas -y notablemente en su último libro, Aquí viven leones, publicado tras su desaparición- ha vuelto a reforzar un estrecho vínculo sentimental -a distancia y anónimo- con Fernando Savater, sus lágrimas y su dolor también los míos. De su muy extensa obra, hoy quiero hablaros, como ya he señalado, de un libro, La infancia recuperada, que es, de los suyos, el para mí más querido, además de ser, objetivamente, uno de los más representativos del pensamiento y la posición moral, de los valores y de la sensibilidad de su autor.
 
La literatura es la infancia al fin recuperada. Con esta cita de Georges Bataille -muy sugestiva y suficientemente explícita de lo que a continuación se nos va a ofrecer- se abre este libro en el que Fernando Savater, en una exaltada declaración de amor, reivindica sus lecturas de adolescente, unas lecturas que hace cincuenta, sesenta, setenta años (y probablemente ya no signifiquen lo mismo para generaciones posteriores), constituían la diversión y el solaz, y también el acercamiento a la vida y el primer aprendizaje moral de muchos niños, fascinados, literalmente encantados, por la magia de unas narraciones en las que -sin vomitivas coartadas ideológicas o culturales o pedagógicas- sobresalían, ante todo, las aventuras, las experiencias intensas, la existencia en plenitud, los azares del destino, la vida. En un clima intelectual -el de los primeros años del posfranquismo- en el que prevalecía la roma -y maniquea- visión del mundo de una izquierda biempensante y pacata, que solo admitía aquellas manifestaciones culturales austeramente racionales, “progresistas”, experimentales, “comprometidas con la realidad”, políticas (en el más restrictivo sentido del término) y abiertamente militantes -con un rechazo furibundo, por consiguiente, al “escapismo pequeño burgués” que representaban el fútbol, los toros, la literatura mal llamada “de evasión”, las novelas policiacas-, la defensa que hacía Savater -en este libro pero también en sus intervenciones públicas- de las narraciones puras, las que tienen por objeto central el mar, las peripecias de la caza, las respuestas de astucia o energía que suscita el peligro, el arrojo físico, la lealtad a los amigos o al compromiso adquirido, la protección del débil, la curiosidad dispuesta a jugarse la vida para hallar satisfacción, el gusto por lo maravilloso y la fascinación de lo terrible, la hermandad con los animales, su desprejuiciada reivindicación del simple contar historias, del gozo y la felicidad de la lectura arrebatada, del impulso ilusionado de la infancia, de la atrevida y algo alocada aventura, de la desobediencia del pirata o el proscrito, de las búsquedas de tesoros, de las expediciones arriesgadas, de las luchas contra monstruos, de las sagas mitológicas, de los acertijos detectivescos y la investigación policial, de, en definitiva, las narraciones intemporales que siempre han encandilado a los niños (Quede claro, pues, que a mí me gustan esos narradores por las mismas razones que a los niños, es decir: porque cuentan bien hermosas historias, que no conozco razón más alta que ésta para leer un libro, y que en literatura me paso siempre que puedo de sociologías y psicoanálisis, para que el hígado no se resienta), constituía, por un lado, una agradable sorpresa y un reconfortante consuelo para quienes, como él, habíamos disfrutado -cuidándonos mucho de exteriorizar nuestras preferencias en aquellos jibarizados ambientes “progres”, en las asambleas universitarias, en los círculos políticos- de esos mismos relatos, de idénticos libros, de esa literatura fundacional y en cierto modo iniciática, que de un modo inocente y -ya se ha dicho- sin apriorismos ideológicos y de ningún tipo, había llenado de felicidad tantas horas de nuestra adolescencia; y, por otro, una cierta provocación -necesaria y oportuna, como siempre que aflora este vena “combativa” en Savater- contra el pensamiento políticamente correcto (tan vivo entonces como en la actualidad, aunque en nuestros días hayan cambiado algunos de los motivos de la “santa indignación” de los adalides de la pureza ideológica y aumentado la cursi mojigatería de los difusos “guardianes de las esencias éticas”).
 
Defendiendo, pues, tanto el retumbar escrito de las grandes narraciones como, ante todo, la disposición de ánimo que las busca y las disfruta, junto con la huella gozosa que su lección deja en la memoria, el libro repasa, en capítulos autónomos, una serie de “hitos” de la literatura juvenil desde el siglo XIX hasta nuestros días (La isla del tesoro, El viaje al centro de la tierra, Las aventuras de Guillermo, El mundo perdido, El Tigre de Mompracem, Los primeros hombres en la luna, El diablo moteado de Gummalapur, El peregrino de la estrella, La caída de la casa Usher, El señor de los anillos -¡¡¡defendido anticipatoriamente… hace cuarenta años!!!- o El asesinato de Rogelio Acroyd, entre decenas de otros títulos fruto de la invención y el talento literario de Salgari, Conan Doyle, Daniel Defoe, Julio Verne, Tolkien, Stevenson, Melville, Karl May, Zane Grey, Edgar Rice Burroughs, Jack London, H.G.Wells, Lovecraft, Kenneth Anderson, Agatha Christie… y hasta Jorge Luis Borges, por citar solo alguno de los más representativos autores estudiados en la obra), evocando en ellos su formidable potencia narrativa, su capacidad para instalarnos en el asombro, en el prodigio, en lo maravilloso, y arrastrarnos con su aliento universal para hacernos ampliar el territorio de nuestra imaginación, pero ofreciendo a la vez en todos los casos una profunda e inteligente lectura filosófica, moral y ética, sustentada en la defensa de algunos valores intemporales que definen al universal héroe literario -y en el pensamiento “savateriano” también cívico-: la astucia y el coraje, el arrojo, el entusiasmo, la alegre osadía que no ignora el miedo y pese a ello es capaz de dejarlo de lado, el desenfadado atrevimiento, la apacible locura que nos lleva a perseguir los sueños, la ausencia de ataduras que no sean las que exigen el honor y la conciencia, la rectitud y la piedad, la integridad y la nobleza, la fuerza, la insurrección frente a la tiranía de la necesidad y la muerte, la sabiduría y la bondad, la insobornable libertad, la fidelidad, la brega esperanzada, la búsqueda de la verdad, la exaltación del compañerismo, el fecundo cultivo de la amistad, la digna aceptación de la ineludible soledad.
 
De todos los atractivos personajes que pueblan un libro apasionante y delicioso es Guillermo, la imperecedera creación de la deslumbrante escritora, de vida aparentemente anodina, Richmal Crompton, el que concita en mí el mayor entusiasmo y la más grande identificación con el propio Savater. Mi infancia y adolescencia están repletas de tardes emocionantes transcurridas en un suspiro, inmerso, enajenado, en las aventuras de aquel niño terrible, genial, incomprendido, rebelde, bueno, malo, pirata, atareado, gánster, detective, amable, luchador, buscador de tesoros, explorador, revolucionario, por citar solo algunos de los calificativos con los que se adornaba su inabarcable figura en los títulos de aquellos magníficos libros de tapas duras en la editorial Molino, que contaban además con las espléndidas ilustraciones de Thomas Henry, algo que se echa en falta en las actuales reediciones, por otro lado vulgares y sin el encanto de los “cálidos” volúmenes de mi infancia (muchos heredados de mis tías, también fervorosas idólatras del culto “guillermiano”; aunque ya en mi madurez he ido completando por mi cuenta la colección en librerías de viejo y ferias del libro antiguo y de ocasión).
 
Para cerrar mi reseña de hoy os dejaré un fragmento del capítulo dedicado a Guillermo en La infancia recuperada, un texto en el que afloran la encendida pasión de Savater por el personaje, su vibrante defensa de ese tipo de narración feliz y libérrima que hemos venido comentando y, sobre todo, la extraordinaria inteligencia del filósofo para encontrar en el arriscado chaval un emblema de todos los valores que han constituido el norte de su propia larga vida -y ojalá que lo sea mucho más-: el compromiso y la libertad, la magnanimidad, el vigor, la valentía, el júbilo del descubrimiento, la riqueza pasional, el derroche, la aspiración a la infinitud de lo posible, la fuerza, la huida del aburrimiento, la lealtad incondicional, la entrega generosa, el temple indesmayable, el sacrificio por las nobles causas, por decirlo con algunos de los términos que maneja el autor. Guillermo es -y nos enseña a ser- sufrido, pero no ascético; fantástico, pero con lógica; romántico hasta donde esta enfermedad es compatible con la ironía, el pragmatismo y la afición a los buñuelos de crema. Su figura se mueve entre la acogedora ternura de la familia y la libre camaradería de los amigos, entre los poderes de la fantasía y las exigencias de la lógica, entre la disponibilidad de la teoría y la necesidad de la práctica, entre la piedad y el coraje, entre lo que conserva y lo que intensifica, siendo capaz de conciliar cada uno de estos tan inicialmente disímiles extremos. En la lectura de Savater, Guillermo representa todo lo que las fuerzas conservadoras -también de izquierdas- aborrecen: No faltan nombres a los idiotas para envilecer la punzada abrasadora de la rebelión contra el tiempo, para justificar como «normalidad» la decadencia de la carne y del alma, el pacto con la resignación y el acomodo al espanto, la dimisión de la vocación de riesgo, de la opción por la hermandad, la entrega al prestigio abstracto de lo irremediable, la traición a la generosidad, es decir, todo aquello a lo que el ímpetu liberador del valeroso Guillermo apunta: No hay que privarse de nada, no hay que renunciar a nada.
 
Aunque solo fuera por el magistral capítulo sobre Guillermo Brown deberíais leer este soberbio La infancia recuperada (eso sí, habiendo devorado antes la serie entera protagonizada por el jefe de los proscritos), ese, entre otras muchas cosas, ardiente alegato en favor del inmenso placer de la lectura. Una canción de la época con la segunda guerra mundial como fondo -aunque los libros de Guillermo se escriben entre 1920 y 1970, son los de las tres primeras décadas de ese segmento los, a mi juicio, más logrados-, acompaña esta reseña. Se trata de We’ll meet again y está interpretada por Vera Lynn.
 
 
Siempre que encuentro alguien más o menos de mi edad, de gustos teóricos o éticos semejantes a los míos, alguien, en suma, que entiende la vida como yo (es decir, que no la entiende en absoluto), no tengo que bucear mucho tiempo en lo más íntimo y congenial de sus recuerdos para que aparezca, nimbado de gloria, Guillermo Brown. Es nuestro punto de referencia común, el único precedente necesario, de cuyo ejemplo vibrante no sabríamos prescindir: es el eslabón perdido por el que permanecemos unidos a una dicha tan lejana que ya parece imposible. ¡Guillermo Brown! Nadie, ni Tarzán, ni Sandokan, ni siquiera Sherlock Holmes nos es tan vinculante, nos explica tan profundamente. A los demás se les puede releer, se les puede cariñosamente desmitificar, se puede volver sobre ellos de un modo u otro, por el pastiche afortunado o la recreación cinematográfica: pero Guillermo no necesita segunda vez, no hay que hacer esfuerzo alguno para mantener vivo su culto. Basta con haberle conocido a tiempo, cuando teníamos esos once años incorruptibles que él eterniza, para conservarle siempre sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz. Sería blasfemo considerarle sencillamente como un acierto literario, lo que, indudablemente, también es; pues ante todo, Guillermo es la esperanza misma de que nunca nos faltará ánimo para salir del hoyo, el nombre del ímpetu que libera de lo irremediable, la voz del clarín que nos reclama para la liza y nos convoca a la victoria. Extra Guillermo nulla salus: tal es la divisa de quienes juramos por el único anarquista triunfante que los tiempos han consentido, el capitán indiscutible de los proscritos.
 
Yo creo que parte del éxito de Guillermo estribaba en el lamentable aspecto de la señora de mediana edad, amiga de nuestra madre, que nos regalaba el primero de sus libros. Uno tenía, naturalmente, el más profundo y justificado desprecio por esa insulsa monstruosidad, tan grata a los mayores, conocida como «un libro para niños», libelo que solía mezclar en amalgama detestable un argumento capaz de asquear al oligofrénico peor dotado, algún consejo moral, derivado de la más rastrera idiotez o del sadismo, y unas ilustraciones cuyo mérito artístico consistía en aunar nefastamente los colores más chillones y el dibujo más relamido. Ése era, precisamente, el tipo del libro que uno esperaba de la señora de marras, y cuando en alguno de nuestros diez primeros cumpleaños nos ponía en las manos el paquetito, diciendo: «Te gustará mucho, pequeño, es un libro muy bonito para ti», la inmediata y más lógica reacción era tirar el sospechoso obsequio a la basura. Pero, afortunadamente, no lo hicimos. Rasgamos el papel y allí estaba Guillermo, ni más ni menos. Al principio, su aspecto confirmó nuestras peores previsiones: ¡vaya, eran las historietas de un niño! Es preciso hacer notar que lo más infame de los «libros infantiles» eran los niños que, invariablemente, los protagonizaban: obedientes hasta la esclavitud o traviesos hasta el crimen, afortunados o desdichados sin haber llegado a merecer ninguno de estos destinos, pacientes de la furia ejemplar de unas Tablas de la Ley que habían decidido ilustrarse a su costa, propensos a las más vacuas ocupaciones y a los juegos menos atractivos, rematadamente estúpidos por decirlo todo de una vez... ¡Ah, cuántas veces tuvimos luego ocasión de reírnos por haber podido pensar que Guillermo pertenecía a esa deleznable piara! ¡Y cuánto disfrutamos con el trato que el gran proscrito reservaba para los alevines de monstruo, vagamente emparentados con los usuales protagonistas de los libros para niños, que tenían la desgracia de cruzarse en su camino! La sorpresa que la lectura de Guillermo nos deparó multiplicó, de salida, nuestro entusiasmo por él: era el sol que sale por occidente cuando más lo necesitamos, lo improbable realizándose a nuestro favor... ¿Qué afortunadísimo error, qué ironía secreta de los dioses pudo incitar a la perfumada y latosa señora, cuyo gusto, en todos los campos del espíritu, no podía ser verosímilmente peor, a regalarnos aquella inusitada maravilla? Era como si un policía regalase ganzúas, como si un vampiro se ofreciese voluntario para donar sangre... Pero luego aprendimos, leyendo las aventuras de Guillermo, precisamente, que el mundo está lleno de estrafalarias señoras, tras cuyo alarmante aspecto se esconde la buena suerte, esperando que la dejemos acercarse a nosotros. ¡Salve, vieja dama indigna, hada madrina —hoy ya lo sabemos— que nos trajiste un día de improviso a Guillermo, como para advertirnos de que lo más precioso llegará siempre así, sin esperarlo, sin que casi seamos capaces de creer que realmente ha llegado! ¡Vuelve cuando quieras, pero no dejes de volver! ¡Que un día, tras el dulce que ya empalaga a la fatigada caricia, en esa hora de la que ya nada esperamos, salvo hastío, surja de nuevo el prodigio y resucite el milagro, tal como en aquella lejana ocasión un desesperado «libro para niños» se convirtió en la refulgente leyenda de Guillermo Brown! No deja de asombrar la facilidad con la que uno se introducía en las circunstancias vitales de Guillermo que, a fin de cuentas, eran francamente distintas a las de un niño español de mi generación. El mundo afelpado y verde de una pequeña ciudad inglesa, más pueblerina que urbana, con sus cottages, su vicario y señora, sus enredos de peniques, guineas y medias coronas, sus invernaderos, sus absurdos tés benéficos, todas las constantes referencias a una historia y una cultura extrañas, el aire antañón de los por otro lado excelentes dibujos de Thomas Henry, cada una de estas cosas y su conjunto debieran habernos distanciado soberanamente de las peripecias de Guillermo, haciéndonoslas poco menos exóticas que si ocurriesen en el Congo o en Indonesia. Lo cual no tendría ninguna importancia si Guillermo fuese un personaje literario, al que le fuese lícito e incluso recomendable lo inopinado o lo folclórico, pero podría ser fatal al compañero por antonomasia, al gran director de juegos al que acudíamos cada tarde para que encabezase nuestra pandilla y cuya principal virtud, el mérito básico que justificaba su excepcionalidad, era ser, indudablemente, como uno de nosotros. Precisamente porque era de los nuestros podíamos admirar su espléndida peculiaridad; el hecho de que compartiese nuestros gustos, nuestros deberes y nuestras limitaciones nos permitía gozar, como propios, de sus triunfos. Todo lo que le alejase de nuestra cotidianidad le debilitaba, tendía a hacerle un fenómeno propio de tierras remotas. Mowgli era asombroso, pero había que tener en cuenta que era indio y había sido criado entre lobos; Ivanhoe era inolvidable, pero no todo el mundo tiene la suerte de haber nacido caballero de la Corte hurtada a Ricardo Corazón de León. Con estos personajes se podía soñar o incluso imitarlos, pero salvando siempre las distancias: las aventuras de Guillermo estaban hechas para ser vividas plenamente, sin mediación alguna. Con Guillermo no había distancias, nada nos separaba del modelo: era un evangelio sin énfasis ni intervenciones sobrenaturales que dificultasen la identificación con el salvador. En una ocasión, Francois Mauriac, preguntado al final de su vida quién hubiera querido ser, repuso: «Moi méme, mais réussi». Guillermo era lo mismo, pero completamente logrado, yo en mi mejor momento, en la plena crecida de mi vigor y de mi suerte. Si no hubiera sido así, todo se habría quedado en simple literatura. Guillermo no era un ideal más o menos inalcanzable, sino el cumplimiento gozoso de la mejor de mis posibilidades. Su primera y quizá su mayor hazaña fue borrar todas las diferencias entre su ambiente y el nuestro, es decir, conservarlas como peculiaridades concretas de la aventura, pero no como rasgos exóticos que disipasen sus contornos o circunstancias en su verosimilitud. Y así todos buscamos nuestro viejo cobertizo en la villa veraniega o intentamos infructuosamente destilar esa hidromiel fabulosa, el agua de regaliz. No se trataba de «jugar a ser Guillermo», como se jugaba a ser Tarzán o Sitting Bull: se trataba de jugar con Guillermo y, en homenaje a los aditamentos habituales de sus hazañas (aditamentos innecesarios, pues los nuestros hubieran valido tanto como ellos, pero simpáticamente reconocibles), bebíamos agua manchada con regaliz a la salud de los proscritos.