Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de febrero de 2022

HIDEO YOKOYAMA. 64

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. En esta última emisión del mes de febrero quiero el ciclo "detectivesco" que hemos venido desarrollando estas últimas semanas completando el muy apetecible elenco de muestras del género que ha incluido hasta ahora, en un recorrido cosmopolita, al indio Abir Mukherjee, con su El hombre de Calcuta; a Ian Manook, el seudónimo literario del francés Patrick Manoukian, del que presenté su trilogía del comisario Yeruldelgger, ambientada en Mongolia; al israelí Dror Mishani, con Expediente de desaparición y Tres, dos títulos magníficos; y, por fin, el miércoles pasado, a la muy notable trilogía del norteamericano Colin Harrison que incluye Havana Room, Un mapa para un crimen y Manhattan nocturne. Ahora le llega el turno, en este interesante viaje repleto de exóticas escalas por el universo criminal, a una novela japonesa, 64, un best-seller internacional de Hideo Yokoyama, que vio la luz el pasado 2021 en la Editorial Salamandra. 

Hideo Yokoyama, nacido en Tokio en 1957, pasa por ser el autor con más ventas en Japón. Con 64 llegó al millón de libros sólo en la primera semana de su publicación en su país, en 2012, obteniendo al año siguiente el premio a la mejor novela negra japonesa del año. Tras su aparición en lengua inglesa recibiría también el premio Dagger de la Crime Writer’s Association. Es precisamente de la versión inglesa de la novela de la que parte la traducción de Jofre Homedes Beutnagel para Salamandra. Antes de dedicarse a la literatura policial fue redactor de sucesos en el Jomo Shimbun, un periódico regional. Confiesa el autor -así se lo he leído en alguna entrevista promocional- haber dedicado diez años de su vida, con altibajos, lagunas, interrupciones varias (una debida a un infarto) y obsesivas reescrituras, a la redacción de su ópera magna. El resultado final, 650 páginas de demorada literatura, merece desde luego el esfuerzo, pues se trata de una novela intensa, de redacción muy cuidada, inusual capacidad de penetración psicológica, acusado gusto por el detalle, magnética tensión narrativa, extraordinario talento en la captación de los aspectos más representativos de la sociedad y la cultura japonesas y formidable agudeza en la descripción de los entresijos de los organismos policiales encargados de la investigación criminal en Japón. Con una trama argumental en la que la investigación policiaca aparece muy “adelgazada”, hasta el punto de que el lector puede llegar -casi- a olvidarla, embebido, sin embargo, en los restantes planos de la obra, 64 es una novela muy original, muy distinta a las manifestaciones más habituales del género, de tal manera que, en ocasiones, una cierta perplejidad -o hasta un relativo desconcierto- acompaña a su lectura, una sensación a la que también puede contribuir el hecho de la confusión que genera la semejanza (o casi homonimia) entre los nombres propios de varios de los personajes (Mikami, Mikumo, Minako, Ikoma, Mikura, Akami, Ikoma), lo abstruso, para un lector occidental, de la mayor parte de ellos (Toshikazu Nonomura, Akikawa, Yamashina, Yoshio Amamiya, Shinji Futawatari, Michio Osakabe, Katsutoshi Matsuoka, Takeshi Tsuchigane) y la proliferación de cargos, departamentos, prefecturas, negociados policiales, órganos administrativos y medios de comunicación que se suceden en la narración obligando una y otra vez a la comprobación de la referencia respectiva. 

La novela se abre con el inspector y jefe de prensa policial de la prefectura D -una ciudad de casi dos millones de habitantes lejos de las grandes urbes niponas y rodeada de un entorno montañoso-, Yoshinobu Mikami, de cuarenta y seis años, que, acompañado de su taciturna mujer, Minako, se enfrenta a la identificación del cadáver de una joven. La única hija de ambos, Ayumi, había desaparecido tres meses atrás, huida sin explicaciones del hogar familiar tras un largo tiempo de conflictos con sus padres, en una persistente crisis adolescente que incluía el rechazo al contacto social, encierros en su habitación, noches en vela, aislamiento personal y escolar, gritos y lloros frecuentes, mutismo y enclaustramiento, autoagresiones, repudio de la figura paterna y, en definitiva, una conducta cada vez más excéntrica que obliga a sus progenitores a llevarla al psicólogo, que diagnosticará un trastorno dismórfico corporal, la imposibilidad de aceptar la propia fisonomía, exagerando de modo obsesivo los ligeros defectos físicos reales o erróneamente percibidos. Desaparecida con una pequeña mochila, unas pocas monedas y un único billete de diez mil yenes -su escaso patrimonio-, la bicicleta que usó para fugarse apareció a los cuatro días, tirada en la acera junto a la estación de tren. Los padres, reacios a aceptar la hipótesis de su muerte, acuden, sin embargo, a la morgue, de la que salen aliviados al comprobar que el cuerpo examinado no es el de su hija. 

Este incidente, que se relata en las primeras páginas, parece dibujarse como el núcleo central de la trama. Sin embargo -en una más de las “rarezas” del libro-, no es así y aunque la ausencia de la chica permea la novela entera, la investigación y búsqueda no constituyen su elemento más destacado. Y es que en la cotidianidad profesional de Mikami se abren pronto otros frentes que, en cambio, sí ocuparán el eje principal. Simultáneamente a la tragedia familiar que le aflige, el comisario deberá afrontar la reapertura del caso 64, el secuestro y posterior asesinato, ocurridos catorce años atrás, de una niña llamada Shoko Amamiya, un suceso cuyo sumario está a punto de cerrarse de manera definitiva al acercarse la fecha de su próxima prescripción. La policía aprovecha la coyuntura para revisar las actuaciones e intentar de nuevo, pese al mucho tiempo transcurrido, esclarecer los hechos. Con esa intención, la comisaría de la prefectura D, de la que Mikami es Jefe de prensa e Inspector del Departamento de Asuntos Administrativos, recibirá la visita inopinada del Comisionado general, la máxima autoridad policial del país, que rige los destinos de los doscientos sesenta mil integrantes del Cuerpo (Para la policía era como un emperador). El inspector visitará a Yoshio Amamiya, el padre de la niña asesinada, para solicitar su participación en los actos incluidos en la visita oficial del alto dirigente, y la conversación con él, doblemente apesadumbrado por la ya lejana e imposible de olvidar desaparición de su hija y por el reciente fallecimiento de su mujer, abre en Mikami la sospecha de que la investigación que se llevó a cabo en aquel momento había incurrido en deficiencias ostensibles, cuando no en negligencias, ocultamientos o irregularidades sospechosas. 

Por cierto, y a modo de muestra de los muchos ejemplos de “color local” que impregnan la novela, un extraordinario espejo de la sociedad nipona, quiero comentar que el 64 con el que se denomina el expediente de la infortunada Shoko, hace referencia al último año de la era de Hirohito. Como es sabido, en Japón, el reinado de cada emperador recibe una especial denominación, y los años por los que avanza su dominio, un número. El mandato de Hirohito abrió la era Shōwa, que se inició en 1926. Seis cuatro significa Shōwa 64, el último año de la era Shōwa, pues el longevo emperador murió el 7 de enero de 1989. A partir de ese mismo día, con el acceso al trono de su hijo Akihito, empezó el reinado Heisei, que llegó a los treinta y un años, tras la abdicación de Akihito el 30 de abril de 2019, y la sucesión de su hijo Naruhito en el trono imperial, abriendo la actual era Reiwa. Lo significativo del Shōwa 64 es que ese año sólo tuvo siete días, que, como resalta el propio Yokoyama en una reciente entrevista, desaparecieron de golpe en un extraño limbo. Me pareció una injusticia. Aunque solo hubiera durado siete días, la gente había celebrado el Año Nuevo como Shōwa 64, y había habido muertes y nacimientos. De ahí me vino la idea de resucitar Shōwa 64. Si en esos siete días perdidos hubiera habido un caso de secuestro con asesinato, habida cuenta de que en esa época los delitos prescribían en Japón al cabo de 15 años, el último antes de que prescribiera el delito en cuestión, y el último para resolverlo, habría sido 2002, aportando una esclarecedora luz sobre el título y el desencadenante de la “acción” del libro). 

La indagación de lo realmente sucedido en ese cada vez más oscuro episodio del pasado provocará las suspicacias, los recelos, las intrigas y rivalidades políticas y, a la postre, la enconada oposición entre distintos departamentos policiales, tanto en un plano interno, local, singularmente el de Investigaciones Criminales, al que Mikami perteneció años atrás y que se vio obligado a abandonar de un modo algo abrupto, y el de Asuntos Administrativos, del que ahora forma parte como Jefe de Prensa, como nacional. Los investigadores de ambas divisiones, con compañeros y amistades en un y otro bando, hacen la guerra por su cuenta, ocultan información, se debaten entre el interés personal y el respeto a la organización y a sus gerifaltes y burócratas, solo preocupados por el medro y el ascenso profesional, en un conflicto, el que se manifiesta entre la ética individual y la aceptación de la jerarquía, que constituye uno de los grandes temas de fondo de la novela. 

Por otro lado, la visita del importante responsable tokiota dispara la actividad, ya de por sí frenética, de los periodistas y reporteros locales, habitualmente enfrentados a la policía en relación con el acceso a la información sobre los delitos, crímenes, secuestros, accidentes y violaciones en curso de investigación por los funcionarios policiales. Los propietarios de los medios de comunicación “aprietan” a sus redactores y gacetilleros de sucesos para que presionen de continuo a los inspectores reclamando datos sobre los casos de mayor repercusión, en un pulso en el que el derecho a la información -teñido de tintes “amarillentos” y sensacionalistas- entra en colisión con el derecho a la intimidad de las víctimas. La “reviviscencia” del expediente 64, que, en su momento, tanta repercusión tuvo en todo el Japón, propiciará el “desembarco” en la de costumbre tranquila prefectura D de una multitud de medios nacionales, que se suman a los de por sí beligerantes periódicos locales, y exacerbará el conflicto, en el que Mikami, como Jefe de Prensa, deberá lidiar, entre los insaciables informadores que se agolpan, tumultuosos, en una estridente sala de prensa habilitada para ellos en la comisaría, y los desbordados agentes, cuyo trabajo nuestro protagonista debe proteger junto con la privacidad de los ciudadanos, impidiendo la difusión de determinadas informaciones “sensibles” y limitando, por tanto, su cobertura mediática. 

La novela avanza de manera demorada, lentísima, siguiendo estas diferentes vertientes, en una trama en la que, salvo en una cincuentena de páginas finales, no parece haber acción ni movimiento, o al menos no los derivados de la investigación policial propiamente dicha, siendo la descripción -minuciosa, detallada, cuidadosa- de las interioridades de los departamentos policiales y de sus luchas de poder, de la pugna entre periodistas e investigadores, de la tortuosa e intrincada personalidad del muy íntegro Mikami las facetas que centran la novela, de ahí que hable de la “rareza” del libro frente a las manifestaciones más consabidas de la literatura policial, marcadas por el ritmo frenético, la sucesión de descubrimientos y peripecias, la multiplicación de pistas, la aparición de nuevos cadáveres y los constantes giros “de guion”. En su lento deambular acompañando el día a día de su protagonista, Yokoyama nos presenta una serie de temas subyacentes de extraordinario interés, como son, en una muy atractiva “inmersión cultural” en la realidad del Japón, la frialdad en las relaciones personales, la cortesía y hasta la asepsia en el trato profesional, la rigurosa aceptación de la jerarquía, el respeto por las tradiciones, la difícil convivencia entre el sometimiento y la sumisión a las distintas “organizaciones” de las que se forma parte -familia, empresa, sociedad, estado- y el cultivo de la propia individualidad, entre los impulsos, las emociones, los modos de sentir y de pensar privados y las reglas, las exigencias, las directrices “convenientes” en el ámbito público. Con un alcance más universal -no circunscrito, por tanto, a las peculiaridades de la cultura japonesa-, 64 se ocupa también de los excesos del poder, de la opacidad de la información por parte de los gestores públicos, de los límites de la libertad de expresión, de los excesos las prácticas periodísticas sensacionalistas, así como del asunto -inevitable en la novela negra en general- de los rasgos que definen la personalidad “malvada”, en un país que, sin embargo, mantiene uno de los índices de criminalidad más bajos del mundo. 

Y por entre todo ello, más allá del escenario “exterior” de la novela, a Yokoyama le interesa sobre todo el interior de las personas, en particular la compleja psicología de su principal protagonista, Mikami. Sus dudas profesionales sobre los métodos de investigación policiales, su cuestionamiento de las jerarquías administrativas y políticas, su sentido cívico, que se impone por encima de los intereses personales, su conciliadora postura en la relación con los periodistas, opuesta a la sugerida por las autoridades, el drama íntimo al que le conduce la desaparición de su hija, la crisis que se cierne sobre su languideciente matrimonio, la dificultad de crear vínculos con sus compañeros y subordinados (A Mikami le gustaba cada vez menos la gente. Le daba miedo. Estaba harto), la somatización de sus preocupaciones en sus recurrentes ataques de vértigo, son circunstancias que acaban por configurar un personaje complejo y muy sugestivo, muy humano y cercano, que se aleja de los rasgos “heroicos” típicos del detective clásico de novela negra, del que, por su carácter íntegro, por sus dudas, por vulnerabilidad, por su sufrimiento, el lector puede sentirse muy próximo. 

Para la ambientación sonora de mi comentario, os dejo con Beautiful love, una pieza de jazz de un pianista japonés, Makoto Ozone, que creo que puede reflejar, aunque sea de un modo algo cogido por los pelos, la atmósfera de la novela.

Los copos de nieve danzaban en la penumbra del anochecer.

Tenía las piernas tan entumecidas que le costó bajar del taxi. En la entrada de la comisaría los esperaba un miembro de la policía científica cobijado en el abrigo reglamentario. Éste los condujo al interior. Cruzaron el despacho donde trabajaban los agentes de guardia y por un pasillo apenas iluminado llegaron a una puerta que daba al aparcamiento para el personal.

Al fondo del recinto se alzaba la morgue, un edificio aislado sin ventanas y con tejado de zinc. El ronroneo del extractor le reveló que dentro había un cadáver. El agente de la científica abrió con llave y se apartó indicándoles con la mirada que esperaría fuera como muestra de respeto.

«No me he acordado de rezar...»

Yoshinobu Mikami abrió la puerta. Las bisagras chirriaron, sus ojos y su olfato registraron de inmediato la presencia de cresol. A través del abrigo sintió en su codo la presión de los dedos de Minako. El techo arrojaba una luz de neón; la mesa de autopsias, que le llegaba a la cintura, estaba cubierta de vinilo azul. Sobre ella se reconocía una forma humana bajo una sábana blanca. Su incierto tamaño, menor que el de un adulto, pero a todas luces mayor que el de un niño, estremeció a Mikami.
Ayumi...

Se tragó el nombre temiendo que, por el mero hecho de pronunciarlo, pudiera convertir aquel cuerpo en el de su hija.

Empezó a retirar la tela blanca.

Pelo, frente, ojos cerrados... Nariz, labios... Mentón...

La cara lívida de una chica muerta apareció ante sus ojos. A partir de ese momento, el aire helado de la morgue pareció circular de nuevo. Minako apoyó la frente en su hombro. Sus dedos ya no se le clavaban en el codo con la misma fuerza.

Mikami respiró desde lo más profundo de su ser dejando que la mirada se le perdiera en el techo de zinc. No hacía falta prolongar el examen. Habían tardado cuatro horas en llegar desde la prefectura D (primero en tren bala y luego en taxi), pero la identificación duró apenas unos segundos. Una chica ahogada, posible suicidio. Salieron sin pérdida de tiempo cuando recibieron la llamada. La joven, según les dijeron, fue encontrada en un lago poco después del mediodía.

Su pelo castaño aún estaba húmedo. Tenía unos quince o dieciséis años, quizá algo más. No había estado mucho tiempo en el agua, su cuerpo aún no había empezado a hincharse. El delicado perfil de su frente y sus mejillas se mantenía intacto al igual que sus labios infantiles, como si aún viviera.

¡Qué amarga ironía! Su hija siempre había ansiado tener unos rasgos tan finos como aquéllos. Aunque ya habían pasado tres meses, Mikami aún era incapaz de recordar la escena con serenidad.
  Videoconferencia
Hideo Yokoyama. 64

miércoles, 16 de febrero de 2022

COLIN HARRISON. MANHATTAN NOCTURNE; HAVANA ROOM; UN MAPA PARA UN CRIMEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada semana os proponemos una sugerencia de lectura. Hoy llegamos a la penúltima entrega del ciclo de novela negra que, durante un total de cinco semanas, está protagonizando nuestras emisiones. 

En el caso de esta tarde quiero ofreceros una triple recomendación que pueda llenar conveniente y placenteramente las muchas horas libres que se presentan en el horizonte inmediato, con el paréntesis carnavalesco al alcance de muchos de vosotros (¡y  la Semana Santa no está tan lejos...!). Se trata, en efecto, de tres libros de un mismo autor, el norteamericano Colin Harrison, que resultan pertinentes no solo porque su extensión -casi 1.300 páginas entre los tres- los hacen especialmente propicios para las que pueden ser largas jornadas de descanso, sino también porque su temática -son thrillers de lectura irresistible- es, quizá por su mayor ligereza (en apariencia), idónea para una lectura despreocupada y más ágil, como la que reclama el tiempo de una cierta holganza vacacional.

Manhattan Nocturne, Havana Room y Un mapa para un crimen, que esos son los títulos de las tres novelas, se publicaron originariamente en Estados Unidos en 1996, 2004 y 2017, respectivamente, las dos primeras con el mismo título con el que han aparecido en nuestro país y la tercera bajo la rúbrica de You belong to me, de insólita traducción española. La peripecia editorial de las novelas en España ha tenido algunos vaivenes. Manhattan Nocturne ya se había publicado en la editorial Salamandra en 1998, y Havana Room en Mondadori en 2005, en ambos casos sin una especial repercusión ni de público ni de crítica. El lanzamiento de Un mapa para un crimen, la más reciente obra de Harrison, en 2020, ha llevado a la editorial Navona, responsable de ella, a reeditar las otras dos ese mismo año, cosechando, esta vez sí, un mayor impacto mediático. Las tres obras se presentan con idéntico prólogo del escritor y crítico literario Rodrigo Fresán, un texto interesante y muy personal, como de costumbre en el argentino. En el caso de Havana Room la editorial ha optado por dar cabida al libro en su colección Los ineludibles, muy cuidada formalmente, con su cubierta de tela y su elegante cinta marcapáginas. Las traducciones son de Eduardo Hojman, la de Manhattan Nocturne, rescatada de la versión de Salamandra; Santiago del Rey, para Un mapa para un crimen; y Aurora Echevarría Pérez, la de Havana Room, recuperada también de la edición en Mondadori, aunque en esta actual de Navona se han hecho numerosos cambios, no siempre para mejor. Así, ahora se ha optado por el uso constante de “la van” en vez de “la furgoneta”; por sustituir “zumbante” por “zumbadora”; por obviar un descontextualizado “tableado” reemplazándolo por el más oportuno “cableado”; por evitar, en una enumeración de objetos en la basura, “sandías” y preferir “restos de sandía”, por poner algunos ejemplos de las muchas y no siempre demasiado comprensibles modificaciones. Además, los años, que en la traducción primera se presentaban en letra, se pasan convenientemente a cifras; se actualizan los acentos, haciendo desaparecer las tildes en vocablos como ésas o sólo, y se retoca la puntuación. En fin, no sé si se trata de pulcritud y rigor de la editorial o de algún más oscuro criterio comercial relativo a la vigencia de los derechos de reproducción, aunque algo extraño hay en el hecho de que en el colofón del libro se haga constar que El editor no ha podido localizar a la traductora, a quien en tono caso reconoce sus derechos sobre esta versión española. ¿Se le reconocen sus derechos y se cambia su traducción? ¿Y cómo se le liquidarán esos derechos si no se la ha podido localizar? En fin, un buen caso para Sherlock Holmes. 

Colin Harrison es un escritor y editor (ha publicado a la plana mayor de la “nueva” literatura norteamericana: David Foster Wallace, Jane Smiley -que aparecerá aquí dentro de algunos meses-, Russell Banks, Jonathan Franzen, entre otros) que cuenta con ocho novelas, incluidas las hoy seleccionadas, en su haber. Todas, al parecer -yo solo he podido leer estas tres-, tienen como escenario Nueva York -protagonista esencial, sin duda, en los títulos que ahora os comento- y, en su mayoría, se inscriben en el género negro, aunque con una singular e interesante reelaboración de sus lugares comunes y sus tópicos más reconocibles. Como bien ha sabido ver Fresán en su estudio preliminar, no estamos ante un “formato” de novela detectivesca en la que un investigador de mente privilegiada es capaz de desentrañar, casi en el mero y muy abstracto plano de su pensamiento, enrevesadas tramas hiladas por inextricables lógicas, cuyo paradigma lo constituyen las aventuras del talentoso y cerebral Holmes o del agudo psicólogo Poirot, sobre los que gravitan los relatos de Conan Doyle o de Agatha Christie, en un modelo de literatura policial absolutamente ajeno al universo de Harrison. 

No nos hallamos tampoco, aunque en este segundo caso sí que hay una mayor cercanía del “prototipo” con los libros que esta tarde os presento, frente a narraciones que nos muestran a investigadores como Sam Spade y Philip Marlowe, independientes, escépticos, duros, incorruptibles, cínicos, solitarios, mujeriegos en el mejor sentido de la palabra (en estos tiempos puritanos hay que poner muchas vendas previas a las ficticias, o en el mejor de los casos minúsculas, heridas que hacen bramar a personalidades picajosas permanentemente ofendidas), en apariencia impasibles aunque con una apreciable sensibilidad, “duros encajadores”, que se mueven como peces en el agua -no sin dejar de recibir golpes de unos y otros- entre los corruptos y sórdidos ambientes de la delincuencia -de altos y bajos vuelos- en las novelas de Dashiell Hammet y Raymond Chandler. 

En el caso de los protagonistas de Colin Harrison -las tres novelas son distintas, en personajes y argumentos, pero tienen muchos nexos en común- estamos ante individuos normales, que ni están vinculados, por profesión, familia, costumbres o posición social, con el crimen, ni, mucho menos, son detectives profesionales. No hay en ellos, en principio, nada de oscuro o torturado, de siniestro o malévolo, de sombrío u opaco, nada de prohibido o proscrito; nada de “negro”, pues, en sus ordenadas realidades. Sus vidas, convencionales y hasta banales, más allá de que se desenvuelven en ámbitos económicamente más que desahogados, no rozan siquiera los difusos límites en los que, en ocasiones, legalidad e ilegalidad, orden y transgresión, decencia y delito se confunden. Un periodista, en Havana Room, y dos abogados, en las otras dos novelas, de relativamente apacible vida familiar (en Un mapa para un crimen, el personaje principal es, empero, divorciado y sin hijos), éxito profesional y más que acomodada existencia, “triunfadores”, pues, en cierto sentido, se ven envueltos a su pesar, por algún desafortunado azar, casi siempre relacionado con la aparición de una mujer (una mujer “fatal”, en otro de los tópicos del género que Colin Harrison reescribe con maestría, como luego veremos), en negocios turbios, incidentes peligrosos, crímenes truculentos, peripecias clandestinas y transacciones arriesgadas, que no solo afectarán -desmantelándolos de arriba abajo- a los parámetros en los que hasta ese momento se desarrollaba su plácida vida normal, resquebrajando carreras profesionales y estructuras familiares, rompiendo hábitos y pautas de conducta conocidas, destruyendo las referencias consabidas que los habían sostenido hasta entonces, sino que, como consecuencia de este “extrañamiento” forzoso, mostrarán resquicios ocultos de unas almas aparentemente seguras y asentadas, equilibradas y satisfechas, pero que a partir de ese inesperado acontecimiento, ese punto de inflexión desafortunado, revelarán sus debilidades, su desconcierto, sus dudas, sus inseguridades, sus miedos, su confusión, lo precario de la supuesta estabilidad, profesional, familiar, económica, moral y hasta de identidad, sobre la que sustentaban su, a la postre, frágil equilibrio vital. Debo confesar -reflexionará un perplejo Bill Wyeth, sobre el que gravita Havana Room- que mientras presenciaba cómo se escabullía cada fragmento de mi vida, mi trabajo, mi matrimonio, mi hijo, mi casa, mi dinero, mis amigos, sentía una curiosidad malsana por saber qué iba a quedar al final. Tras el brutal “impacto”, el ordenado y familiar “yo” de los protagonistas se “cuarteará” permitiéndoles atisbar el yo que desea embarcarse en un diálogo secreto con todo el mal que hay en la naturaleza humana. Este planteamiento, común, ya se ha dicho, en las tres obras (aunque de un modo más tenue y matizado en la última), las emparienta (como ha hecho ver la crítica y es evidente desde el principio para quien conozca la referencia) con La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, aunque sin el cinismo y la frivolidad superficial que tanto aborrezco en las novelas del “nuevo periodista” dandi. 

Esa explosión que trastoca sus cómodas existencias, ese descenso a los infiernos de Porter Wren, Bill Wyeth y Paul Reeves, los tres infortunados personajes centrales de las respectivas novelas, se producen a causa directa o con el concurso necesario de una femme fatale, ese arquetipo afortunado de la literatura y el cine criminales. Las mujeres de Harrison deberían presentarse, siempre, de nuevo es Rodrigo Fresán el que habla, con una señal de warning! tatuada en sus cuerpos siempre a desnudar, por lo que, claro, ya será demasiado tarde cuando se reciba esa advertencia y consejo de alejarse lo más pronto de esas zonas de catástrofe con piernas largas y mirada profunda. Muy al contrario, nuestros ingenuos y esperanzados y en el fondo desconcertados héroes se acercarán, despreocupada y peligrosamente, a esas fascinantes e irresistibles Allison Sparks, Caroline Crowley (¿Puede uno enamorarse de una creación literaria? Pregunta retórica, claro que puede, y hasta llegar al sufrimiento por su obvia inaccesibilidad; y no digo nada si quien la encarna en el cine, luego hablaremos de la película, es la irreal -en el sentido de solo concebible en la imaginación- Yvonne Strahovski) y Jennifer Mehraz (aunque en este caso, la trágica influencia femenina es más tangencial) que los atraerán, los seducirán, los harán caer rendidos a sus pies, para luego desarbolarlos y arruinar sus vidas (en casi todos los sentidos), en un esquema idéntico que, con ligeros matices, se repite en cada una de las tres novelas. Cada una a su manera -de un modo deslumbrante y arrebatador, capaz incluso de “dañar” al lector en su sillón, en el caso de Caroline Crowley-, aparecen en las tramas sin, en apariencia, ningún signo ostensible que las distinga como depredadoras mantis religiosa, para aniquilar a sus involuntarias víctimas. Y es que las mujeres de Harrison, a diferencia de otros ejemplos similares en la literatura negra, no son consciente y voluntariamente funestas. Tampoco son mosquitas muertas, cierto es. Pero se trata de mujeres relativamente normales, de belleza extrema, claro, de atractivo magnético, de encanto arrollador, que, casi sin pretenderlo, encandilan, enredan y -el fatal destino del hombre inteligente hipnotizado por la belleza- “arrasan” a su maravillado, y a esas alturas de la historia ya entregado, aunque suspicaz, admirador (no estaba entero, sólo era una colección de fragmentos que esperaban, por así decirlo, a que ocurriera algo, algo inesperado). 

Todo ello -la resplandeciente aparición de las “bellas” y el correlativo hundimiento de sus víctimas, pero también las tramas policiacas, el crimen, las investigaciones, los misterios por resolver, el encadenamiento de episodios narrados en un electrizante flujo de lances que impiden al lector abandonar las páginas de las respectivas novelas- transcurre en un Nueva York a la vez oscuro y fascinante, maravilloso y siniestro, palpitante, luminoso y febril, inquietante y seductor, fulgurante y ominoso, elitista y marginal, un abigarrado universo de contrastes (lo burbujeante y decadente de Nueva York) cuya presencia, de mucha más entidad que la de un mero telón de fondo para la acción, constituye otro de los grandes alicientes de la serie. Y esta fotografía de la ciudad, interesante en sí misma porque la refleja en toda la contradictoria variedad de mundos que alberga, es aún más importante porque se abre a lo que podríamos llamar la “dimensión sociológica” de las novelas, que nos permiten, además de sus restantes valores meramente literarios, conocer la sociedad neoyorquina (el degradado escenario que definimos como civilización urbana norteamericana) de las últimas dos décadas (o incluso de los dos últimos siglos, y no exagero, porque en un largo fragmento que os dejo en su integridad al término de esta reseña, Harrison, que demuestra conocer muy bien Manhattan, aunque viva en Brooklyn, resume en tres intensas páginas y a través de un hilo conductor vinculado al mercado inmobiliario, muy presente en las novelas, la historia entera de la gran capital del mundo). 

En las novelas de Harrison está el Nueva York del glamour, del poder, del dinero, de los negocios, de la prosperidad y la clase social alta, de la especulación y los privilegios, el mundo de la prensa, de la política -¡en Manhattan Nocturne aparece incluso, en un fugaz “cameo”, el alcalde Rudolph Giuliani!-, de los artistas, las celebridades del cine, el deporte y la televisión, de la “gente guapa”, en su universo de lujo, de apartamentos inmensos, de limusinas ostentosas, de locales exclusivos, de fiestas suntuosas, de entregado personal de servicio -chóferes, porteros, secretarios, guardaespaldas-, de esmóquines y relojes de pulsera de diez mil dólares. Pero está también el submundo criminal, los barrios de aluvión, tristes y violentos, los vecindarios obreros de casas de ladrillo adosadas, las modestas viviendas construidas por debajo del ruido y la contaminación de las autopistas elevadas, los guetos marginales en los que hasta los niños van armados, los inaccesibles círculos de las mafias de negros, portorriqueños y chinos, los solares repletos de tapacubos, envases de cartón de aceite de 10/40W, vasos de batidos, bolsas de vómito de niños mareados, gorras de los Yankees perdidas, pañales usados, colillas, botellas de cerveza, cintas de casete desechadas, condones, restos de sandías, tapas de radiador y Dios sabe cuántas cosas más que caen o arrojan los coches y camiones tras su paso, el Nueva York de la miseria y la discriminación, el de los muelles de carga, los locales de masaje, los “dormitorios” de los homeless, los inconcebibles subterráneos en donde se refugian los excluidos, los sótanos y los espectáculos de striptease, las casas de apuestas clandestinas y los fumaderos de crack (en la ciudad hay esas fisuras, profundas grietas en el paisaje por las que se cuela lo malo). Como escribirá el periodista Porter Wren, el hedor de la basura y el tintinear del oro. Y en medio de ambos mundos, la enorme masa anónima, la que llena a la hora del almuerzo el Havana Room, abogados, policías, corredores de bolsa, conductores de taxi paquistaníes, porteros de edificios, prostitutas, traficantes de espacio y corredores de deudas, mordedores de sexo y devoradores de mentiras—, en otras palabras, precisamente la gente que ha hecho siempre de Nueva York la ciudad tan espléndida que es

Y en ese bullicioso y palpitante microcosmos se desarrollan los argumentos de las novelas, que incluyen fraudes inmobiliarios, negocios oscuros, intereses económicos ilegales, escándalos periodísticos, inversores falaces, sociedades opacas, crímenes truculentos, tragedias, venganzas, delitos, perversiones, cadáveres escondidos, tórridas aventuras sexuales, en los que, indefectiblemente, se verán envueltos los desamparados protagonistas que aportan, claro está, el contrapunto moral a tanta degradación. Desamparados, hay que decirlo… y sentimentales, porque en las tres novelas pueden resaltarse apreciables matices de melancólico romanticismo, pues la sucesión de infortunios que “devasta” a los personajes está hecha de dolor, de desilusión y desesperanza, de traición, de culpa, también de redención, de algo parecido, en fin, al amor, a un desencantado amor. He mencionado antes a Tom Wolfe, pero aquí no hay rastro del cinismo y el artificio de sus personajes; los de Harrison son más humanos, más sensibles, más cercanos; con ellos cabe, más fácilmente, la identificación. Aunque en las tres novelas, como también en Wolfe, el dinero mueve el mundo, la codicia, en mayor o menor medida, la última ratio que guía los comportamientos de los individuos. 

Hundimientos vitales, mujeres deslumbrantes y aciagas, el poliédrico espacio neoyorquino, tramas adictivas y melancolía existencial, forman parte, pues, del sabroso cóctel que define la literatura de Colin Harrison, ingredientes a los que hay que sumar la habilidad de su escritura para seducir al lector, su potencia narrativa, la eficaz creación de un “clima”, la capacidad para “arrebatarlo”. Hay un uso de la primera persona que induce a la cercanía, a la proximidad. Bueno, contemplad al adúltero, nos interpela Wren; y en Havana Room un deslumbrante comienzo en tercera persona dará paso, pronto, una vez más, a la primera, con la que el narrador/protagonista propone una suerte de interlocución con el que lee, creando una atmósfera de confesión casi íntima, muy personal, de modo que resulta imposible no sentirse “implicado”, no ponerse de su parte, compartir, emocionado y solidario, sus endiablados padecimientos. 

En Manhattan Nocturne, Porter Wren es un prestigioso y reconocido redactor de un diario sensacionalista de Nueva York. La descripción de su oficio, que en síntesis consiste en explorar las calles de la ciudad buscando carnaza –morbosa o sensiblera- con que llenar las portadas, se recoge en unas cuatro primeras páginas del libro magistrales. Con una vida profesional bien asentada, una bonita casa, una mujer, cirujano de manos, a la que quiere y que le corresponde, dos pequeños hijos estupendos, una noche, en una fiesta elegante en un lujoso apartamento de Manhattan, se le acercará la atractiva y misteriosa Caroline Crowley, que, apelando al conocimiento que Porter tiene de los “submundos” neoyorquinos, le encargará una investigación sobre su marido, un excéntrico director de cine, cuyo cadáver apareció en extrañas circunstancias entre los escombros de un edificio derruido. A partir de ese encuentro inicial, atraído irrefrenablemente por la chica, su vida se complicará sumiéndolo en un imposible caos existencial. 

El esquema se repite, ya se ha dicho, en Havana Room. Bill Wyeth es aquí la víctima propiciatoria. Abogado de éxito, miembro de un acreditado bufete, con un sueldo escandaloso, en plena progresión profesional, casado con Judith, una guapa y ambiciosa mujer con la que tiene un hijo, Timothy, de ocho años. En una fiesta infantil con los amigos del pequeño, un accidente fortuito -uno de los niños morirá en un descuido de Bill, que se encargaba de cuidarlos- desencadenará la tragedia que arruinará su vida. Reclamaciones judiciales millonarias -es conocida la voracidad de los abogados norteamericanos, el delirante concepto de la responsabilidad civil, las copiosas reparaciones económicas que se exigen por el más trivial incidente-, despido en el despacho, proscripción pública, reducción súbita y considerable de ingresos, abandono de la espléndida vivienda familiar, desapego y consiguiente alejamiento por parte de su esposa, separación y pérdida del hijo y, en definitiva, desaparición de las enormes ventajas de clase, raza y sexo de las que hasta entonces había disfrutado. En su limitada y solitaria nueva vida entrará un día, por azar, en un restaurante, el Havana Room, en donde el encanto irresistible de su administradora, Allison Sparks, lo “obligará” a visitar el lugar una y otra vez accediendo así a un universo secreto que se encierra más allá de sus reservados, una existencia indescifrable y enigmática que lo alejará de su ordinaria y previsible estabilidad y lo pondrá en contacto con mafias inmobiliarias, arriesgadas prácticas gastronómicas chinas, “reaparecidos” cadáveres enterrados hace décadas y que lo llevará, en definitiva, como a Porter Wren, al más absoluto desequilibrio vital. 

Por último, en Un mapa para un crimen, el protagonismo principal -en una novela mosaico, que se abre a numerosos escenarios y personajes, presentados con detalle incluso en el caso de “apariciones” esporádicas- es Paul Reeves. Algo mayor -cincuenta años- que Wren y Wyeth, Reeves es un abogado especializado en resolver problemas de inmigración a clientes con posibles, de economía desahogada -no “rico” en el sentido de Nueva York, pero sí adinerado. Estable. Entre diez y quince millones en total, en descripción que hace su amiga Rachel, muy descriptiva del deplorable mercantilismo del universo que refleja Harrison-, con una obsesiva pasión por el coleccionismo de mapas antiguos de Nueva York (soy un patético yonqui de los mapas, un hombre de mediana edad que atesora viejos pedazos de papel), de los que posee cientos, algunos de extraordinario valor económico. En su “persecución” de piezas mayores de “caza” aún no adquiridas -el D.T. Valentine, de finales del siglo XIX, y el Stassen-Ratzer de 1766, dos mapas de “leyenda”- acabará involucrado en los asuntos amorosos de su vecina, la bellísima Jennifer Mehraz, casada con un millonario iraní nacionalizado estadounidense. La chica, seductora, le pedirá que dé alojamiento temporal a un amante que ha reaparecido en la ciudad, y desde ese momento todo serán complicaciones en una trama -menos sutil, a mi juicio, que las de las dos novelas anteriores, aunque mucho más adictiva, si cabe- que incorpora matones iraníes, sicarios mexicanos, boxeadores hormonados, exmarines desequilibrados, violencia y persecuciones, asesinatos truculentos, maquinaciones financieras, complejas triquiñuelas legales, y también -en otra recurrente “marca de la casa” Harrison- escenarios rurales, infancias felices, recuerdos nostálgicos de la inocencia perdida, sueños imposibles de una vida sin complicaciones y, claro está, el consabido cuestionamiento de su existencia por parte del protagonismo. Todo ello en un escenario múltiple que, con centro en Nueva York, en Manhattan, nos lleva también a París, Hong Kong o California. 

Un breve apunte, antes de terminar, sobre la película, Manhattan Night, basada en la primera de las novelas. Estrenada sin éxito en 2016, con un paso fugaz por las salas, desde muy pronto “desviada” al circuito de las televisiones de pago, su director es un omnipresente Brian DeCubellis, que no solo se encarga de la realización, sino que escribe el guión (con participación del propio Colin Harrison) y compone alguna de las piezas de la banda sonora, en particular la espléndida If I Never Met You, que en la película se interpreta dos veces, por Lucy Woodward y Catey Shaw. Con un excelente reparto que cuenta con Adrien Brody y la inenarrable Yvonne Strahovski en los papeles principales y con la casi legendaria (al menos para Nanni Moretti) Jennifer Beals como esposa del protagonista, la película no llega, ni mucho menos, al nivel de la novela, a su complejidad, a su hondura, a su “oscuridad”, a su fatalismo. Hay cambios en el guión, imagino que para hacer asequible la trama del libro, mucho más densa, y actualizaciones en las referencias (entre otras, la Sharon Stone de la novela se convierte en Jessica Chastain en la cinta) pero pierde bastante con respecto al texto, “aplana”, aligera, trivializa la historia. Sorprenden estas deficiencias, sobre todo porque Colin Harrison ha estado presente en la traslación cinematográfica de su obra y porque, además, también ha arriesgado su dinero (en la producción está también la propia Jennifer Beals) y no parece tener sentido que decidieran implicarse personal y económicamente en un proyecto cuyos logros finales no se hubieran, en cierta medida, garantizado. Pese a todo, a mí me ha interesado verla, quizá, no lo niego, por el intenso magnetismo que desprende Ivonne Strahovski, que ya me había arrebatado en su “puritano” papel de Serena Joy Waterford en la serie El cuento de la criada

Os dejo ahora con Catey Shaw y su versión de If I Never Met You, que suena mientras corren los créditos finales de la película. 


Adjunta: una historia abreviada del mercado inmobiliario de Manhattan: una cordillera de piedra, más vieja que Matusalén; doce mil años de glaciares pulverizados que, al retroceder a medida que empezaba a escribirse la historia, dejaron atrás una isla de lecho de roca sepultada bajo grava y arena, así como un ancho río que desembocaba en una bahía protegida; extensiones ininterrumpidas de robles, arces, olmos y castaños; infinitas ostras, almejas, peces, ciervos, castores, conejos y zorros; indios algonquinos y sus frondosos senderos; Henrik Hudson y la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; Peter Stuyvesant y su
bouierie; mejoras en la construcción de barcos de vela; el rey Carlos II y su hermano menor, el duque de York; la revuelta de esclavos negros de 1720, que aceleró la segregación de sus viviendas; el Tratado de París de 1763, por el que se cedía a Inglaterra toda América del Norte; la adopción del camino algonquino más largo como una «vía ancha» de norte a sur; un encantador plátano en Wall Street bajo el cual los hombres con sombreros de castor comerciaban con valores; Robert Fulton y su humeante barco de vapor, que mejoró el comercio río arriba; el gran incendio de 1835, que destruyó el barrio comercial; el canal del Erie, que conectaba Manhattan con el interior del continente y permitía que cantidades incalculables de madera, whisky de centeno, ganado y productos agrícolas flotaran corriente abajo hasta las entrañas de la nueva ciudad; la prolongación de Broadway hasta el final de la isla; la hambruna de 1846 por culpa de las malas cosechas de patatas, que inundó la ciudad de mano de obra irlandesa barata; la revolución fallida de 1848, que inundó la ciudad de mano de obra alemana barata; las barriadas del centro de la isla, tan infestadas de pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona para hacer un inmenso parque; la buena disposición para llenar las cuevas que había en los bancos del río Hudson de ostras, botellas, caballos muertos, balas de cañón, zapatos de cuero y cualquier otra cosa; la guerra civil, que enriqueció a los comerciantes; las mejoras en la obtención de hierro; Cornelius Vanderbilt y su ferrocarril de Pensilvania; la anteriormente mencionada purificación y el amplio suministro de aguas de la cuenca del norte de la ciudad, capaz de mantener a una gran población; la construcción de grandes muelles a ambos lados de la isla; el descubrimiento de petróleo al oeste de Pensilvania; el banquero J. P. Morgan y su enorme y colorada nariz, tan fea que asustaba a los que, de otro modo, se habrían opuesto a él; la invención en 1878 por Thomas Edison de la bombilla, que se volvió al instante irresistible y condujo al cableado de la ciudad; la conversión de las máquinas de vapor en trenes eléctricos; los prostíbulos del Lower East Side, que enardecían los apetitos sexuales de incontables jóvenes; «Boss» Tweed, quien, pese a robar ciento sesenta millones de dólares, aceleró la nacionalización de los extranjeros, entre ellos cientos de miles de italianos y judíos de la Europa del Este, muchos de los cuales vivían apelotonados en el Lower East Side y frecuentaban los prostíbulos; la invención del tren elevado electrificado que movilizó a las masas; el boom de la Bolsa; la documentación, por parte del fotógrafo Jacob Rus, de la pestilencia, el crimen y la escandalosa inmoralidad del Lower East Side; la llegada de las «especialidades medicinales», a menudo poco más que opio y por tanto tan agradables que los que las consumían olvidaban que iban a morir de disentería; el crack de la Bolsa de 1804; la caída en desuso de los barcos de vela de madera; el desarrollo de la arquitectura de hierro fundido; las mejoras en el refinamiento del petróleo crudo; la invención del motor de combustión interno; el nuevo e irresistible teléfono, que llevó al cableado de la ciudad; las mejoras en la fabricación de acero estructural; la primera guerra mundial, que inundó la ciudad de mano de obra negra barata procedente del sur y enriqueció a los comerciantes; la destrucción de Europa; la nueva e irresistible radio; la caída en desuso del caballo; el surgimiento del Harlem como centro de la cultura negra, gran parte de la cual procedía del sur; la Ley Seca y la aparición de bares clandestinos; la presencia o ausencia de un lecho de roca sobre el que podían erigirse ahora altos bloques de oficinas; el auge de la Bolsa; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos; los teatros de variedades llenos de humo, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; los nuevos e irresistibles transatlánticos; el crack de la Bolsa de 1929; la Gran Depresión, durante la cual se terminaron de construir el Chrysler Building, el Empire State, el Waldorf-Astoria y el Rockefeller Center; el nuevo e irresistible cine; la segunda guerra mundial, que enriqueció a los comerciantes; la conversión de los viejos teatros de variedades de Times Square en cines; las revueltas de los negros de 1943 en Harlem; la destrucción de Europa; la construcción del edificio de Naciones Unidas, que introdujo en la ciudad el rascacielos de paredes de cerramiento de cristal; el aumento de inmigrantes portorriqueños, gran parte de los cuales se hacinaron en el Lower East Side al marcharse los judíos e italianos; las mejoras en el refinamiento de petróleo crudo para crear un nuevo producto llamado jet fuel; la nueva e irresistible televisión; la caída del precio de los vuelos nacionales; las revueltas de los negros de Harlem de los años sesenta; el auge de la Bolsa; la construcción de redes de autopistas interestatales que impulsó la industria camionera; la quiebra de las compañías ferroviarias y la demolición en 1966 de la vieja estación de Pensilvania (que se erguía neoclásicamente espléndida, civitas capturada en piedra), que provocó un aluvión de protestas; la llegada de la heroína, tan agradable que los adictos cometerían delitos graves a diario para costearse su adicción; la conversión de los cines de Times Square en cines porno, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; el hundimiento y la supresión de los muelles medio podridos y caídos en desuso de ambos lados de la isla: la huida de los blancos de la ciudad; la caída de la Bolsa: la construcción de las Torres Gemelas de ciento diez plantas del World Trade Center; los barrios residenciales como refugios; las revueltas de gays de Stonewall en el Village; los barrios residenciales como desiertos; la llegada de la cocaína de alta calidad, tan agradable que a la gente no le importaba que le agujereara el cerebro; el auge de la Bolsa; las explosiones demográficas de Haití, la India y Pakistán; la caída del precio de los vuelos internacionales en jumbos; la llegada del crack, tan agradable que hacía que la gente chupara alegremente la pata de una silla; la desintegración de la Unión Soviética; el retorno de los blancos a la ciudad por motivos de especulación inmobiliaria y sociabilidad; el elevado y llamativamente almenado edificio producto del ego de Donald Trump; el crack de la Bolsa de 1987; la caída en desuso de los transatlánticos; la revuelta de los negros de 1904 en Howard Beach; las barriadas de Tompkins Square Park, en las que reinaba tal pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos, una oleada poscomunista de inmigrantes chinos que caminaban pisando fuerte y masticando ginseng; la nueva popularidad de internet, que condujo a un nuevo cableado de la ciudad y enardeció los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; la conversión de los cines porno de Times Square en hoteles para turistas; el auge de la Bolsa, que cobró impulso gracias a internet; los bares llenos de gente hablando de internet y de la Bolsa; la implosión posmilenaria de la Bolsa, y, por supuesto, el choque de dos jumbos contra las torres del World Trade Center que —según dirían algunos— señaló el verdadero c:omienzo del siglo veintiuno. 

Oculto dentro de esa constante metamorfosis siempre ha estado el laborioso trabajo legal de individuos y compañías que no cesan de comprar, vender, alquilar, solicitar hipotecas y redividir cada centímetro cuadrado de la isla, e incluso los derechos al aire con bruma que hay encima, en una codiciosa lucha por alcanzar sus propios intereses. Y aunque los detalles de esa codicia —los secretos amontonados y empapelados sobre quién es el dueño de los veinte o treinta mil edificios de la isla, y cuánto pagaron por ellos— podrían parecer casi infinitos, casi todos están contenidos en un solo lugar: en la sala 205 de la Corte Subrogante, en el número 31 de la calle Chambers, al sur de Manhattan.
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Colin Harrison. Un mapa para un crimen

miércoles, 9 de febrero de 2022

DROR MISHANI. TRES; EXPEDIENTE DE DESAPARICIÓN

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale a vuestro encuentro una semana más con una nueva propuesta de lectura que espero resulte de vuestro agrado. Esta tarde continuamos con la serie, que iniciamos a la vuelta de Navidades, y que por tanto llega hoy a su tercera entrega, de novelas policiacas que, además de su común inclusión en el género negro, participan de otra característica coincidente, la variada nacionalidad de sus autores y, como corolario de ello, el diverso entorno geográfico en el que se desarrollan sus tramas, por otro lado apasionantes. Tras los exóticos viajes a la India, siguiendo los pasos de Sam Wyndham, el protagonista de El hombre de Calcuta, la novela del angloindio Abir Mukherjee, y a Mongolia, escenario de la trilogía de Ian Manook, creador del muy singular comisario Yeruldelgger, hoy conoceremos el Israel de Dror Mishani, un muy interesante escritor de ese país, autor también de una serie detectivesca, que cuenta ya con varios títulos en su haber, aunque en España sólo ha visto la luz el primero de ellos, Expediente de desaparición. Pero no sólo de este libro quiero hablaros esta tarde, si no también de su segunda y última novela traducida entre nosotros, la excepcional Tres. Escrito originariamente en 2011, Expediente de desaparición, fue presentado cuatro años después en la editorial Destino, en traducción del hebreo de Marta Lapides. Tres, en cambio, apareció en 2020 en la editorial Anagrama, trasladado al español por Sonia de Pedro. Hay una película francesa, dirigida en 2018 por Érik Zonca, con Vincent Cassel en su papel principal basada en el primer libro. Y el segundo, al parecer, va a ser recreado también en la gran pantalla por los productores de la serie Homeland

El inspector Avraham Avraham, de la policía de Holon, una pequeña ciudad cercana a Tel Aviv (de donde es originario el propio Mishani), recibe la visita en comisaría de la señora Sharabi que viene a denunciar la desaparición de su hijo Ofer. Así da comienzo Expediente de desaparición, un thriller muy distinto a lo acostumbrado. El chico, de dieciséis años, salió por la mañana al Instituto, como de costumbre, pero no volvió a casa al terminar sus clases. Su madre, Hana, inquieta en principio por la extraña ausencia, preocupada después al encontrar en la habitación de su hijo su móvil, del que nunca se desprendía, abrumada además al tener que hacerse cargo sola de sus otros dos hijos, más pequeños que Ofer, pues su marido trabaja embarcado y en esos momentos navega rumbo a Trieste, decide pedir ayuda a la policía. El inspector la escucha, intenta tranquilizarla y la “despacha”, convencido -y así se lo hace saber a la mujer- de que se trata de una situación normal en un adolescente: 

Mire, señora, estoy intentando ayudarla. Su hijo no tiene antecedentes penales y usted afirma que no está involucrado en ningún asunto fuera de lo común. Los chicos normales no desaparecen. A veces no van a clase, se escapan de casa durante unas horas o les avergüenza volver porque les ha pasado algo que consideran terrible y creen que no se lo van a perdonar, aunque por lo general sea algo insignificante. Pero no desaparecen. Permítame que conjeture qué ha sucedido: su hijo decidió que hoy no iría al instituto porque tenía un examen importante y no había estudiado. ¿Sabe usted si tenía algún examen? Podría preguntárselo a su amigo. Supongamos que no estaba preparado y, como está acostumbrado a sacar buenas notas y no quería defraudar a sus padres, no ha ido al instituto y ha optado por deambular por las calles, o por meterse en un centro comercial, y al tropezarse con un profesor o algún conocido, se ha asustado, convencido de que todo el mundo sabría que había hecho novillos, y por eso no ha vuelto a casa. Es lo que les ocurre a los chicos normales. Por lo tanto, si no me oculta usted ningún dato relevante, no tiene por qué preocuparse. 

Al día siguiente, y ante la falta de noticias del muchacho, se pondrá en marcha la maquinaria policial al mando de un Avraham abatido y consternado por su aparente negligencia del día anterior, al no haber activado el protocolo desde el primer momento. El libro narra el desarrollo de la investigación de esa extraña ausencia, en un relato que me ha resultado atrayente por cuatro motivos principales: las peculiaridades de una trama que no se acomoda del todo a las convenciones del género negro; la construcción de la figura del inspector, que incide en algunos de esos tópicos, pero que, pese a ello, presenta aspectos singulares de interés; un elemento de la estructura de la novela, ciertamente original, al menos para mí; y un cierto juego metaliterario que permea un texto en el que son abundantes las reflexiones sobre la propia literatura policial. 

El desarrollo argumental no se asemeja a los más comunes en las creaciones de esta naturaleza. No hay apenas acción, ni ritmo endiablado, ni adrenalina, ni grandes crímenes, ni asesinos despiadados, ni sangre, ni sorpresas constantes en la evolución de los acontecimientos. Podríamos decir que estamos ante una historia gris, cotidiana, “hogareña”, que se desarrolla en la insulsa normalidad de una familia de clase media. Además, la investigación no parece avanzar, la actuación de la policía, y de Avraham en particular, es funcionarial, poco eficiente, muy alejada de las intervenciones inteligentes, atrevidas, eficientes y resolutivas, heroicas a veces, siempre deslumbrantes, de los detectives e investigadores de la ficción. El inspector no sabe a qué atenerse, no hay apenas pistas y, cuando surgen, no aportan datos sustanciales, las hipótesis explicativas no funcionan, e incluso -y no quiero desvelar nada relevante- el desenlace, el esclarecimiento final de los hechos es ambiguo y abierto y admitirá en su seno versiones divergentes. La perplejidad y la incertidumbre afectan también al equipo de comisarios -la inspectora jefe Ilana, una mujer de carrera y vieja amiga del protagonista, el joven, intrigante y descaradamente trepa Sharpstein, el fiel ayudante Eliahu Malul- y hay disputas y rencillas enquistadas y luchas de poder entre alguno de ellos, todo muy burocrático, convencional, aburrido. Y sin embargo, y este es el primer logro de Expediente de desaparición, la historia se sostiene, se lee con mucho interés, pese a estar construida sobre una base tan banal, vulgar incluso. En cualquier caso, que nadie piense que con estos modestos mimbres Mishani ha elaborado una novela plana, simplista y carente de complejidades. No es así en absoluto, como se verá al analizar otros de sus rasgos destacados. Debo subrayar, además, que hablo con todas las cautelas posibles pues sólo conozco la mera muestra de este primer título, que en su explícito “Continuará…” final deja abierta la prolongación de la serie, lo que efectivamente ha tenido lugar con otras dos novelas, A Possibility of Violence, como se tradujo al inglés, de 2013, y The Man who wanted to know, de 2015. Una doble continuación que, al no estar traducida en nuestro país, yo no he podido leer, de modo que no sé si este rasgo de anodina normalidad es, en verdad, definitorio del ciclo entero. 

El inspector Avraham tampoco responde a los estereotipos de la literatura negra y no tiene demasiados puntos en común con sus predecesores más destacados en el género. Con sólo treinta y ocho años, “suena” avejentado. En consonancia con la atmósfera que impregna la novela, es un individuo desesperadamente aburrido (Encendió las luces del apartamento, observó el televisor apagado y, acto seguido, se fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. ¿Ésa era su manera de celebrar su cumpleaños? Se rio para sus adentros y tardó mucho en quedarse dormido), soso (¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había salido a disfrutar de un bar o de un restaurante?), triste, melancólico, tranquilo, solitario (visita muy de vez en cuando a sus padres, un abogado y una profesora de literatura ya jubilados), ausente, al margen, en cierto modo, de cuanto acontece, recluido en su apartamento de soltero, anclado a sus rutinas, rumiando su soledad (Generalmente se levantaba a las seis de la mañana, sin despertador; se cepillaba los dientes mientras deambulaba por el apartamento iluminado por una tenue claridad, calentaba agua en la cocina y pasaba a la sala, abría las persianas, seguía cepillándose los dientes frente a la calzada oscura sin apenas tráfico, tan sólo unos coches aparcados en dos filas a los lados), pero sin que el autor enfatice la condición de “perdedor” (no sabemos si lo es, en realidad). Profesionalmente no es dinámico ni resolutivo; en “jerga” de hoy diríamos que tiende, sin demasiada convicción, a procrastinar. Parece, también, indeciso, duda de continuo, y lo vemos sumido en la desazón, la culpa incluso. Me atrevo a definirlo como detective existencialista: no es que no entienda las complejidades del caso y que las incertidumbres que presenta lo lleven al abatimiento, es el mundo entero lo que le parece inexplicable, incapaz de comprender las motivaciones, las intenciones, los propósitos, los comportamientos de aquellos a los que investiga. Está, además, aquejado de nostalgia, le asaltan recuerdos de su juventud, de las calles que conoció de niño, se sorprende de las nuevas costumbres sociales de chicos y chicas. En este sentido, y a mi juicio, no hay, más allá de la indagación en la vida familiar, una perspectiva sociológica en el libro. Así como en las novelas anteriores de la serie el telón de fondo geográfico era más que un escenario, y en Un hombre en Calcuta “conocíamos” la India, y leyendo la trilogía de Manook podíamos captar una imagen verosímil de la Mongolia actual, no hay excesivo “color local” en Expediente de desaparición

Otro elemento relevante del libro es cierta pirueta estructural algo insólita sobre la que quiero llamar la atención sin, a poder ser, destripar la novela. Y es que hay un vecino del niño desaparecido, Zeev Avni, que interferirá de manera sorprendente en la investigación. Zeev, que desde hace un año, por circunstancias personales, ha dejado arrumbada su vocación como escritor, paralela a su labor docente, acaba de retomar su afición, se ha incorporado a un taller de escritura y encara la redacción de una novela, para lo cual, para “construir” la trama de su historia, decide intervenir en el caso de Ofer, telefoneando de modo anónimo a la policía para ofrecer pistas inventadas pero plausibles en su imaginación literaria, y enviando a la familia cartas del chico, también fruto de su libre creación, en las que el muchacho interpela a sus padres y aporta, en parte, los motivos de su ausencia. ¿Cómo sabes lo que ha pasado?, le preguntará, perpleja, su mujer, Mijal, cuando su marido le cuenta la delirante conducta que, de una manera tan inconsciente, ha llevado a cabo. —No lo sé. Intento imaginármelo, ésa es la gracia. Trato de meterme en su cabeza y comprender qué pensaba, responderá él. Y ante la réplica de ella: —Pero ¿cómo puedes escribir eso sin saber lo que pasó en realidad?, Zeev contestará con un razonamiento que resume el proceso creativo de cualquier escritor de ficción: —Pues claro que puedo. No es un thriller ni un artículo de prensa. A mí no me importa lo que haya pasado. Me interesan sus procesos psicológicos o, mejor dicho, los procesos por los que yo me imagino que pasó y que desembocaron en su desaparición

Y ello me permite apuntar la presencia en la novela de esos elementos metaliterarios que antes adelantaba. En el texto comparecen a menudo especulaciones sobre los métodos y la práctica de la escritura, suscitadas por el extraño expediente “creativo” usado por el imprudente vecino, y también, reflexiones sobre la literatura policial, no en vano Dror Mishani es profesor de novela criminal en la Universidad de Tel Aviv. Así, Abraham sostiene una muy original y algo estrambótica tesis sobre la ausencia de novela negra en Israel ¿Por qué en Israel nadie escribe libros como los de Agatha Christie o Los hombres que no amaban a las mujeres? Y a lo largo de la historia leeremos algunas de sus peculiares respuestas a la cuestión: Nosotros simplemente no tenemos misterios; Esclarecer un crimen siempre es sencillo; O esta aún más jugosa: Los policías de este país tienen a su cargo investigaciones tan triviales y son tan poco listos que nadie se molestaría en leerlas o escribirlas en forma de libro. Las investigaciones importantes están en manos de los investigadores de los servicios de inteligencia, y de nosotros no se sabe nada, y quien sabe algo tiene prohibido escribirlo. 

Por otro lado, el inspector es un furibundo crítico de los argumentos, los personajes y, sobre todo, la resolución de los casos en las principales creaciones del género: Cuando leo una novela policíaca, realizo una investigación por mi cuenta, y demuestro que el detective de la novela se ha equivocado o engaña al lector deliberadamente, y que el verdadero desenlace es distinto al del libro. Al final de Expediente de desaparición parecen confirmarse -y dejo la incertidumbre en el aire para no desvelar el misterio del libro- los extraños postulados del policía: 

¿Te acuerdas de que me dijiste que siempre podías demostrar que el detective se equivocaba, que el verdadero desenlace era distinto a lo que se había descubierto? Pues a ti también te ha pasado. 
—En la vida real eso no pasa. Sólo en las novelas —dijo, pero deseó estar equivocado. 

Tres se mueve en otro contexto diferente y obedece a unas pautas bien distintas. Se trata, por de pronto, de una novela de mucha más enjundia, a mi juicio, que Expediente de desaparición, con la que coincide, sin embargo, en la aparente banalidad de los acontecimientos descritos, al menos hasta bien avanzada la primera mitad del libro; aunque una vez desencadenada la, por así llamarla, “acción”, el ritmo narrativo, que es inicialmente lento, se acelera progresivamente hasta el frenético final, en lo que resulta un logro mayor del talento literario del autor, la magistral gradación de la intensidad en el relato de los hechos. Tres es así, por tanto, un thriller psicológico espléndido y muy original, pues como digo, nada en él apunta a que estemos ante una novela del género -más allá de la información previa de la editorial con la que se presenta el libro-, pues al lector no le asalta la inquietud o la sospecha de que algo “extraño” pueda presagiarse en los sucesos referidos hasta la página 60 (de un total de 264), en la que Orna, una de las tres mujeres protagonistas, tiene una vaga intuición de que algo “no encaja” en la historia que está viviendo, sintiéndose amenazada -de modo también aparentemente irracional- por un miedo cada vez mayor, sin que ni ella misma, mucho menos el lector, pueda explicar del todo las razones de esa desazón. Por otro lado, la presencia de la policía, de algo que se asemeje a una pesquisa detectivesca, brilla por su ausencia hasta la página 188, en la que da comienzo la investigación policial para el esclarecimiento de unos hechos criminales que, una vez más, el genio literario de Mishani ha ido presentando de una manera indirecta, fragmentaria, apuntando esbozos, sugerencias, atisbos parciales que de un modo paulatino y oblicuo o colateral al relato, pero muy eficaz, siembran la intranquilidad, la inquietud y hasta la congoja y la aprensión del, ahora ya sí, desasosegado lector. 

Pese a que Tres es una novela, como ya he señalado, de mayor calidad que la anteriormente reseñada, y que se abre a aspectos que merecerían aquí un mayor desarrollo, mi comentario, sin embargo, va a ser mucho más sucinto. Y ello no sólo por la necesidad de acomodar mi crítica a los límites de espacio -en el blog- y tiempo -en la emisión radiofónica y audiovisual-, sino porque me confieso absolutamente incapaz de apuntar siquiera algún elemento de análisis sin destripar su trama y, sobre todo, sin privar a quien me lee (o me escucha), del placer de adentrarse -inocente e “indefenso”- en esa prodigiosa construcción con la que el autor va graduando sabiamente las dosis de intriga y secreto, de misterio y sospecha, con las que hace evolucionar el desarrollo de su historia. 

Me limitaré, pues, a presentar, del modo más aséptico posible, algunas generalidades sobre el libro, encareciendo a quien nos siga su lectura, a la que deberá acercarse sin más apriorismos inducidos por mi modesta prescripción que los derivados de esta afirmación categórica: Tres es una novela singularísima y excepcional, que asegura a quien se adentre en sus páginas unas horas de apasionante literatura en contacto con una obra de indudable calidad literaria. 

Pero vayamos ya con lo “contable” del libro. Dividida en tres grandes capítulos, la obra nos presenta en cada uno de ellos a una mujer diferente, de la que se nos describen ciertos episodios de sus existencias ordinarias, sin, de entrada, especiales motivos de interés novelesco. La primera en aparecer es Orna Azrán, una profesora de instituto, recientemente separada de su marido Ronén. Su vida es solitaria, algo triste y gris, con sus horas repartidas entre el trabajo y al cuidado de su pequeño hijo Erán, un niño especial, introvertido y vulnerable que, sin haber cumplido aún los nueve años y desde el divorcio de sus padres, acude a terapia con un psicólogo. Orna conocerá en una página de citas a un hombre también divorciado, con dos hijas, con el que comenzará una relación esporádica, no demasiado convencional, que la mujer ocultará parcialmente a sus allegados. Emilia es una mujer letona de cuarenta y seis años, que abandonó Riga, sin dejar atrás familiares, amigos ni conocidos, para instalarse en Tel Aviv. Cuando, tras dos años a su servicio, el anciano a quien cuida, y al que se sentía muy unida, fallece, buscará trabajo en una residencia, como asistente de otra mujer mayor, aunque el cambio la hace replantearse su vida en Israel y considerar su vuelta a Letonia. En sus gestiones para tramitar el permiso de trabajo y renovar su pasaporte entra en contacto con un abogado para el empezará a trabajar como limpiadora y con el que mantendrá algunos ocasionales y discretos encuentros sexuales. Por último, Ella tiene treinta y ocho años, está felizmente casada y tiene tres hijas, de seis, cuatro y apenas un año. La tensión derivada del cuidado de sus pequeñas, sin ayuda de su marido, un oficial en el departamento de investigación del ejército que vuelve a casa pasadas ya las nueve de la noche, la lleva a intentar “desconectar” de sus asfixiantes rutinas matriculándose en un máster en la universidad, contratando a una baby-sitter para atender a las niñas y entregándose a la redacción de una tesis doctoral sobre el gueto de Lodz entre los años 1941 y 1944, tarea en la que se enfrasca a diario, sentada ante un ordenador portátil, en una mesa de un café en Guivataim, una ciudad en el área metropolitana de Tel Aviv. Allí comenzará a hablar con un hombre, como ella casado, con el que parece surgir una tenue atracción mutua. 

Ni que decir tiene que las tres historias -y con esto ya estoy revelando más de lo que debiera- están conectadas entre sí, y que habrá algún crimen, y que entrarán en acción los inspectores de policía (entre ellos, y de manera tangencial, Ilana Lis, que en Expediente de desaparición era, como ya he señalado, inspectora jefe y ejerce ahora como directora del departamento de investigación e inteligencia del distrito de Tel Aviv), y que en unas páginas finales vertiginosas, que incluyen varios giros inesperados (alguno de una brillantez admirable), el lector respirará aliviado tras la tensión (no sólo intelectual, también física) a la que se ha visto sometido a causa del portentoso artefacto construido por Mishani. 

Además, resaltan algunos detalles técnicos interesantes, como la interlocución que hace el narrador (en la tercera parte del libro) con las mujeres que protagonizaron las dos primeras, en un cambio de registro (quien narra ya sabe que “sabemos”) que abunda en este juego metaliterario que resaltaba ya en Expediente de desaparición. Hay aquí, por otro lado, una mayor presencia del contexto, con la presencia, siquiera indirecta, de la realidad sociológica israelí, las playas, la vida urbana de la capital, el ocio nocturno, la inmigración, las festividades religiosas, la sombra aún presente del Holocausto. 

En fin, un autor, este Dror Mishani, absolutamente recomendable en cualquiera de las dos obras traducidas en España, Expediente de desaparición y Tres. Casi al final de la primera novela, en una tierna y emotiva escena “romántica” suena el Absolute Beginners, uno de los más reconocidos títulos de David Bowie, que será el tema elegido para cerrar el espacio tras un inquietante fragmento de Tres que os dejo como complemento final a mi reseña. 


Cuando entraba, no obstante, en el sitio web de contactos y miraba el perfil de Guil, casi lo hacía por pura curiosidad para ver si había algún cambio. En una ocasión, pensó incluso en abrirse una nueva cuenta con un nombre y una fotografía falsas, con el fin de ponerse en contacto con él y ver cómo reaccionaba, si intentaba entablar conversación de la misma manera y si le contaba las mismas historias que le había contado casi medio año antes. Pero supuso que él la reconocería por su forma de hablar en el chat y, además, era algo que carecía de sentido, al igual que ir a su casa –se creía capaz de encontrarla pese a que no recordaba su dirección– y hacer guardia y observar, idea que también se le ocurrió en una ocasión. Recordaba que la única vez que estuvo en casa de Guil percibió que algo no encajaba, si bien no sabría decir qué era exactamente. ¿De qué se trataba en realidad? ¿Que no era su casa? ¿Quizá que nadie vivía en ella? En la puerta de su casa no se indicaba su nombre, sino solo el número de la vivienda, y en el frigorífico no había nada de comida. Guil se disculpó diciendo que casi siempre comía fuera, aunque antes le había contado que sus hijas iban a veces a cenar a su casa. La pastilla de jabón en el lavabo del cuarto de baño estaba ennegrecida y seca, como si no se hubiese usado desde hacía semanas, y en cambio Guil se lavaba muy a menudo las manos. Y había otras cosas que ya observó entonces, como el hecho de que no hubiera rastro de la bicicleta de la que le había hablado, ni en la casa ni en el portal de la vivienda.
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Dror Mishani. Tres

miércoles, 2 de febrero de 2022

IAN MANOOK. TRILOGÍA YERULDELGGER

Hola, buenas tardes. Como todos los miércoles Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro con una nueva propuesta de lectura, escogida con criterios de interés y calidad de entre los miles de libros que inundan los anaqueles de nuestras librerías, renovándose de un modo efímero y fugacísimo a razón de más de ochenta mil nuevos títulos cada año. 

Hoy quiero presentaros -y este último término resulta sin duda bastante pretencioso, porque probablemente muchos de nuestros oyentes ya los conozcan- a un muy apreciable escritor del género negro, Ian Manook, y a su más destacada creación novelesca, el muy singular comisario Yeruldelgger, figura principal de una notable trilogía integrada por Yeruldelgger. Muertos en la estepa, Yeruldelgger. Tiempos salvajes y Yeruldelgger. La muerte nómada, los tres libros publicados por la editorial Salamandra en su colección black -de rúbrica explícita- en traducción de José Manuel Fajardo. Las novelas vieron la luz en la Francia natal de su autor en 2013, 2015 y 2016, respectivamente, y en nuestro país en ese 2016, en 2017 y en el pasado 2019, en que apareció el último de la serie. 

Ian Manook, francés de origen armenio, es el seudónimo de Patrick Manoukian. Con más de setenta años ya a sus espaldas, este licenciado en Derecho y Ciencias Políticas por la Sorbona y en Periodismo por el Institut Français de Presse, es un multifacético personaje que ha ejercido de periodista, ha viajado con profusión y publicado artículos y reportajes sobre turismo, ha sido editor y propietario de una agencia de comunicación especializada, cómo no, en autores de viajes, y es responsable de una nutrida obra escrita que incluye guiones para cómics de humor, dos libros de viajes y algunas novelas más cuya cifra crece a un ritmo frenético pues, según confiesa en una entrevista reciente, su hija Zoe le retó a "escribir dos libros por año cada uno con un seudónimo diferente y de género diferente”, tarea en la que desde entonces se ha implicado con intensidad y de la que la saga de Yeruldelgger es su primera consecuencia. Con el primer título de la trilogía que ahora os presento logró el reconocimiento mundial, obteniendo numerosos premios y siendo objeto de infinidad de traducciones a diversas lenguas. Otro tanto ha ocurrido con la segunda entrega, e idénticas trazas lleva la aún incipiente carrera de su tercera y última propuesta. 

Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen, de impronunciable nombre mongol, es, como digo, la figura central de una serie que resulta altamente recomendable por, al menos, cuatro grandes razones. En primer lugar, el personaje del comisario, eje sobre el que gravitan las obras, es una formidable construcción literaria, que bebe también de las fuentes de otros autores de la novela policial pero que presenta una bien perfilada y muy atractiva personalidad propia; otro tanto ocurre con el resto de sus colaboradores, el peculiar equipo que lo rodea, cuya presencia dota también de hondura e interés al texto y lo hace especialmente sugestivo. Por otro lado, en las tres novelas se recogen y se recrean con solvencia y originalidad (pero también con elementos merecedores de crítica, a mi juicio) los grandes tópicos del género negro: asesinatos, corrupción, negocios sucios, oscuros intereses económicos, policías venales, prostitución, contrabando, tráfico de mercancías prohibidas, personajes siniestros, mujeres espléndidas y mujeres fatales (a menudo ambas condiciones a la vez), honrados e insobornables defensores de la ley y el orden, por citar solo algunos de los más relevantes. En tercer lugar, las tramas de los libros son envolventes y adictivas (también algo confusas, como luego se verá), llenas de hilos que se desarrollan en paralelo a la línea argumental principal, abriéndose a focos de atracción alternativos, involucrando a diversos personajes y, sobre todo en las dos últimas entregas del ciclo, moviéndose en escenarios muy diferentes, elementos todos que hacen de la lectura una suerte de complejo pero apasionante rompecabezas que obliga al lector -un lector forzosamente “activo” y necesariamente atento- a “conectar” los distintos episodios, aparentemente alejados del núcleo central aunque finalmente convergentes en él. Por último, y en lo que desde mi punto de vista constituye el mayor logro de la creación de Manook, la ubicación de lo esencial de los conflictos y las investigaciones del comisario y de las pesquisas e indagaciones de su muy competente grupo en los misteriosos, fascinantes y bellísimos parajes de la Mongolia más salvaje, natural e incontaminada y de su capital, una Ulán Bator, sucia, oscura, opresiva y agobiante, permite al autor incorporar a sus novelas aspectos de la cultura, la gastronomía, las costumbres, la historia y el sistema de valores de una civilización ancestral, que se debate entre la fidelidad a unas tradiciones y una espiritualidad condenadas a la extinción y la plena incorporación a una modernidad tecnológica, depredadora y consumista, para la que el pasado es un obstáculo que frena el ciego progreso y la riqueza a cualquier precio, en una dimensión de los libros que constituye su mejor rasgo distintivo y que, probablemente, constituye la causa de mayor peso en su extraordinaria repercusión internacional. 

El comisario Yeruldelgger es, ya desde el título de las diferentes novelas, el elemento sobre el que gravita el ciclo entero. Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen -en su idioma: Regalo de Abundancia de la familia Perra de Cara Sucia- es el jefe de la Brigada Criminal de Ulán Bator, un hombre ya mayor (en ningún pasaje de sus “aventuras” se menciona su edad exacta, pero sí que está en la segunda mitad de su vida, en su declinar; además, muchas de las personas con las que se encuentra en sus investigaciones lo llaman “abuelo”, y no solo por el respeto tradicional hacia los mayores que imponen las costumbres de su pueblo). Muy baqueteado por la existencia, duro, agresivo, sanguíneo y hasta violento (El comisario hacía tiempo que no era un regalo para nadie), pero también sensible y emotivo, se desempeña como policía en la capital del país, aunque con frecuencia se ve obligado, por la naturaleza de los casos que debe indagar, a desplazarse por los vastos territorios de las estepas y las montañas mongolas. Su carácter torturado, su corazón herido, su odio interior, sus súbitos arrebatos de cólera, su casi perpetua irascibilidad, la frustración de su vida, que se desliza hacia una nada fría y muda, nacen de un momento crucial, anterior en diez años al inicio del primero de los libros: cuando perseguía la pista de los poderosos responsables de un caso de corrupción a gran escala, alguien secuestró y mató a Kushi, su pequeña hijita, para presionarle y forzar su abandono de la investigación. Esa muerte, el abandono y la locura posterior de Uyunga, su mujer, y el distanciamiento e inmersión en las drogas de su otra hija, Saraa, lo destrozaron anímicamente -y lo endurecieron y llenaron de odio-, y desde ese momento chapotea en su vida deshecha, intentando permanecer a flote. Su desengaño existencial, su rabia apenas contenida, su voluntad autodestructiva se manifiestan en una desastrada apariencia física: es un hombretón de gran tamaño y manos enormes al que describe, en retrato esclarecedor y no exento de humor, un novio de Saraa: ¿Un tipo mayor, mal afeitado y con la cara llena de arrugas, visiblemente al borde de una apoplejía de furia y vestido como un adefesio, no podría ser por casualidad tu padre?; pero, sobre todo, su drama se percibe en su íntimo pesar, en la dificultad para seguir manteniendo en un mundo violento y cruel sus nobles principios, su dignidad como ser humano, sus difusas creencias espirituales -a las que luego me referiré- enraizadas en las enseñanzas tradicionales de su pueblo, su bienintencionada voluntad de mejorar las vidas de sus allegados y conciudadanos. Él mismo se define con rotunda clarividencia: Soy un policía viejo y cansado. Pasarme los días persiguiendo a tipos de mierda como tú me ha jodido la vida. He perdido amores, muchos amigos, buena parte de la salud y mucho tiempo; y apostillará, en un corolario de importancia decisiva en la eficacia de su tarea profesional, al punto de que hoy sólo soy un poli desengañado que no tiene gran cosa que perder. Pero es, también, un tipo simpático, un eficiente policía y, en contrapartida, el generador de follones más productivo, creativo y prolífico que conozco, como le dirá una de sus muchas interlocutoras (Ian Manook llena sus novelas de sustanciosos personajes femeninos). 

Junto a él encontramos a Solongo, una muy bella mujer, destacada forense, que vive en su yurta -la construcción tradicional mongola-, levantada en el corazón de la caótica capital. Rodeada en su trabajo de muerte, cadáveres y cuerpos despedazados, aporta eficacia y rigor profesional a las indagaciones de Yeruldelgger, siendo para él, además, en el plano personal, una compañera que equilibra, con su profunda tranquilidad, la áspera dureza del comisario, entrando en sus dolorosas cicatrices como agua sanadora para calmar sus pesadillas. Ambos comparten igualmente el respeto por las antiguas creencias de su país, en una vertiente que, como se verá, resultará fundamental en el desarrollo de las obras. Más “occidentalizada” está Oyun, una guapísima inspectora, que en la primera de las novelas aparece como tenue y secretamente enamorada de su jefe. De vida más mundana, sin tanta conexión con el universo ancestral mongol, amante, no obstante, de su país, aunque escéptica frente a las interferencias de extrañas fuerzas místicas, Oyun es empecinada y concienzuda, decidida y valiente hasta el extremo de arriesgar su vida, por lo que se verá envuelta en muy desgraciadas situaciones en el curso de sus arriesgadas misiones. Más allá de este núcleo principal, hay una pléyade de personajes secundarios de entidad pese a su menor presencia en los relatos: la prostituta Colette, el malvado Erdenbat, el casi niño Gantulga, el agente Zarza, el Nerguii -un sabio y fantasmagórico monje Shaolin-, la enigmática Tsetseg, la libérrima Odval, la siempre al borde de un ataque de nervios teniente Guerléi, la siniestra Madame Sue, y tantos otros… 

Todos ellos dan vida a unas tramas apasionantes, que impiden al lector un mínimo instante de respiro, y en las que, ya se ha dicho, se recrean los lugares comunes de la novela negra. En cada uno de los libros hay tres, cuatro o hasta cinco vías paralelas que Manook abre, en principio sin conexión entre sí, centradas en apariciones de cadáveres, misteriosas escenas de difícil interpretación para la lógica convencional, descubrimientos insólitos, presuntos asesinatos o desapariciones injustificadas que desencadenan las pesquisas desde diferentes frentes, y a veces a cargo de distintos inspectores en localidades y hasta continentes diversos, que acabarán confluyendo en complejos entramados por los que desfilan los grandes temas del noir: corrupción política y policial, espionaje y servicios secretos, crueles e implacables mafias locales, abusos de poder, amplias redes de crimen organizado, fraudes económicos y saqueos empresariales, dirigentes codiciosos esquilmando los bienes públicos con total impunidad, sicarios impasibles y sin escrúpulos, decenas de asesinatos, tiroteos, ejecuciones, torturas y cadáveres despedazados, y, claro está, investigadores “más o menos” intachables e íntegros en lo profesional pero asediados por las dudas, la angustia y otros demonios personales, que intentan resolver los enrevesados casos en ambientes sórdidos y siniestros frecuentados por gentes patibularias de toda condición. Los hilos argumentales se complican y entremezclan, la acción salta de Mongolia a Normandía, de Quebec a Nueva York, de Rusia a Australia, la narración se enreda con la presencia de militares mongoles, policías de jurisdicciones diversas, espías alemanes y británicos, nostálgicos del antiguo orden soviético, fanáticos nacionalistas xenófobos, “ángeles del infierno” pasados de peso añorantes del nazismo, empresarios coreanos, informadores chinos, estrategas uzbekos y kazajos, periodistas franceses, miembros del gobierno, cosmopolitas sicarios y guardaespaldas apátridas, en unas narraciones vertiginosas que acaban por revelar turbios, ilegales e inmorales negocios millonarios, trata de seres humanos, redes internacionales de prostitución, contrabando de mercancías robadas, exportaciones clandestinas de “metales raros”, expolio de minerales y materias primas estratégicos en el nuevo orden mundial, alteración masiva de cursos de ríos con espurios intereses económicos, gobiernos que venden la riqueza de su país, sobornos a cargo de multinacionales mineras de voracidad ilimitada, desvío de fondos, amaños y comisiones millonarias en las concesiones públicas, compra venta de residuos nucleares y otros tantos espeluznantes ejemplos de los intereses geopolíticos más sórdidos y criminales. 

Sin embargo, pese a lo interesante de los temas y la muy talentosa narración de Manook -ritmo ágil, diálogos muy vivos, personajes atractivos, humor sutil pero apreciable, fidedigna ambientación local-, hay algunos defectos que, al menos en mi opinión, rebajan la calidad del resultado final. Hay una cierta previsibilidad en el tratamiento de los asuntos mencionados: ya hemos visto y leído infinidad de veces en el cine y la literatura las mismas historias sobre los poderes ocultos que manipulan y dirigen nuestras sociedades sin que los pobres ciudadanos de a pie siquiera sospechemos su influencia; sobre las tenebrosas fuerzas económicas que depredan el mundo sin otro norte que el del propio beneficio; sobre las oscuras redes que mueven en la sombra los hilos que condicionarán la actuación de nuestros gobiernos; sobre la corrupción de esos mismos gobernantes asegurándose comisiones ocultas de las grandes empresas a las que dispensan un trato de favor, otorgando concesiones y privilegios. Ya hemos visto y leído infinidad de veces novelas y películas del género pobladas de policías enfrentados a su entorno, a sus superiores y a las autoridades; de incorruptibles investigadores abismados en sus miserias interiores que, sin embargo, luchan, ejemplares, contra el mal; de conflictos entre diversas fuerzas policiales, víctimas de los celos, las rivalidades y la ambición profesional; de atractivas mujeres que, desacomplejadas, caen rendidas y entregan libremente sus cuerpos perfectos seducidas por el arrebatador magnetismo de detectives indiferentes; de crímenes aparentemente inexplicables que se resuelven por la casi sobrenatural perspicacia del agudo Sherlock Holmes de turno; de cadáveres descuartizados, de monstruosos psicópatas, de salvajes torturadores, de criminales sin alma; de desprejuiciadas escenas de sexo fogoso y salvaje; de “interrupciones” en el desarrollo normal del hilo argumental que el autor aprovecha para recrearse en la descripción, con toda minuciosidad, de las excelencias de la gastronomía local. Todos estos rasgos están en muchos de los grandes nombres del género y todo ello está también en la serie de Yeruldegger, que incluso, peca de una cierta artificiosidad en lo que puede tener de más original: la frecuente y algo impostada presencia de citas cultas -Dino Buzzatti, Victor Hugo, bastantes poetas franceses, Irène Némirovsky, Isaac Bashevis Singer, Sófocles-; el poco verosímil recurso a inmateriales “espíritus” (valga el pleonasmo) o a imprecisos chamanes -que se vinculan a la filosofía ancestral de los monjes mongoles- para resolver “escenas” de difícil explicación racional (derribo de helicópteros por la imposible acción de un hombre desarmado, seres vivos en apariencia inmunes a los disparos, que siguen vivos tras ser tiroteados mortalmente, animales de condición casi mitológica de presencia sin embargo real y hasta “consciente”, lobos humanizados, voces de ultratumba que guían los pasos de los personajes, sueños premonitorios que encierran la clave de un misterio largo tiempo estudiado, movimientos imperceptibles pero categóricos a lo “Kung-fu” que inmovilizan al amenazante enemigo fuertemente armado, y tantos otros recursos esotéricos…); casualidades improbables, cogidas por los pelos, que permiten la aclaración de enigmas o el discurrir de las pesquisas en unas vueltas de tuerca de la acción que no podría avanzar sin ese recurso fácil y en el fondo tramposo (una placa metálica que, guardada bajo las ropas, impide el paso de la bala mortal; una foto de relevancia sustancial en la trama que sólo llega a verse cuando por azar cae de entre unos papeles que se van al suelo tras un tropezón difícil de explicar; entre otras…) 

Pese a estos condicionantes menores que, para mi gusto, desmerecen el valor final de los libros, las tres narraciones son trepidantes y su lectura atrapa y subyuga. En Muertos en la estepa el desencadenante último de la trama reside en los metales raros, diecisiete elementos de la tabla periódica con propiedades extraordinarias e incalculable valor por su indispensable presencia en la producción de las tecnologías más actuales (eólicas, motores híbridos, paneles solares, nuevas aleaciones), abundantes en el subsuelo mongol, que despiertan la codicia de opacos grupos económicos y el ambicioso interés de más de un político corrupto. Tres geólogos chinos y dos prostitutas aparecen torturados con ensañamiento y salvajemente mutilados y asesinados en una fábrica abandonada de Ulán Bator. A la vez, a decenas de kilómetros, en la desolada y hermosísima estepa mongola, unos campesinos desentierran por azar el cuerpo de una niñita, sepultada junto a su triciclo cinco años atrás. Yeruldelgger y su equipo iniciarán las investigaciones para esclarecer los hechos, unas pesquisas que los llevarán a adentrarse en una complicada red con infinidad de derivaciones en una sucesión de apasionantes vicisitudes que incluyen la presencia de una banda de nazis autóctona, el ilegal doble juego de algunos destacados miembros del Departamento de Policía, la proliferación de crímenes, venganzas y represalias, ejecuciones y torturas despiadadas, dantescos episodios en las cloacas de la ciudad, y, como telón de fondo, la siniestra implicación de gobiernos y poderosos lobbies chinos, coreanos, rusos y mongoles, también europeos o canadienses, en unos negocios cruciales en el actual equilibrio geopolítico del mundo. Manook hace repetir a uno de sus personajes la frase del dirigente chino Deng Xiao Ping: Los árabes tienen petróleo, ¡nosotros, los minerales raros!, poniendo de relevancia así, de modo explícito, una de las claves del libro. 

La acción de Tiempos salvajes transcurre un año después a estos acontecimientos. Abierto, como ocurre en el resto de los libros, a diversas subtramas simultáneas, el relato incluye un cadáver que aparece a lomos de su caballo y sepultado por un yak caído del cielo, todos congelados, en las vastas extensiones de la Mongolia desértica; un hombre muerto sobre una pared rocosa a la que solo puede haber llegado si se precipitó desde las imposibles alturas; el cuerpo de un individuo, asesinado hace diez años, encontrado en una gravera; los cadáveres de siete pequeños, muertos de sed encerrados en un contenedor en el puerto de Honfleur, en Normandía, en una historia rocambolesca mezclada con una novela de John Le Carré [que] implica a las cancillerías alemana e inglesa, al M16, al BND, un enrevesado puzle que incorpora tráfico de niños, contrabando de mercancías robadas (vino, champán, perfumes, cosméticos), mafias policiales, monstruos sociópatas, militares corruptos, ciudades fantasma indetectables incluso para Google Maps, minas de uranio clandestinas en la región de las tres fronteras entre China, Rusia y Mongolia, y por el que se cuelan figuras y episodios de la vida real, como Vladimir Putin o su “enemigo”, el oligarca Jodorkovski, deportado por aquel en Krasnokamensk, la mencionada ciudad, devorada por la radioactividad (aquí comemos uranio, bebemos uranio y respiramos uranio), y que con una esperanza de vida de cuarenta y dos años es el lugar favorito del régimen ruso para “ablandar” a sus opositores. Esto comienza a parecer una madeja enredada, afirmará uno de los personajes, y, en efecto, la abundancia de vertientes, implicaciones, escenarios, personajes, intereses, ramas secundarias y líneas de desarrollo en la novela hace que, en ocasiones -y esta es otra de las deficiencias de la trilogía, muy acusada en el segundo y el tercer libro; el primero es casi perfecto-, el lector se suma en un cierto caos, pérdidas las referencias que le permitan ordenar aquella inextricable amalgama de informaciones aparentemente heteróclitas. 

Esta sensación de vorágine provocada por el exceso de frentes abiertos por la ambiciosa arquitectura urdida por Manook en sus novelas, es especialmente notoria en la tercera, La muerte nómada, cuya acción transcurre cuatro meses después de los hechos narrados en la anterior. Una enigmática mujer mayor busca a su hija desaparecida; otra mujer, más joven, quiere saber quién es el hombre quemado vivo en su yurta calcinada; unos jóvenes artistas de excursión en la luminosa estepa mongola se encuentran con un cadáver dispuesto con una parafernalia que hace pensar en un crimen ritual; cuatro cuerpos, con los miembros destrozados, aparecen bajo una extraña alfombra en una carretera de un perdido valle rural; una geóloga canadiense informa de la desaparición de uno de sus colegas; un millonario mongol, corrupto directivo de un organismo público, es defenestrado en un rascacielos neoyorkino, un directivo australiano de una compañía minera es encontrado muerto en Perth y sus últimos momentos son retransmitidos por televisión; una huidiza y poderosa mujer alemana campa a sus anchas por Ulán Bator dejando a su paso un rastro de cadáveres. Esos son algunos de los hechos que, de un modo u otro, acaban convergiendo en la figura de un Yeruldelgger que, supuestamente retirado de sus funciones policiales, busca el reposo y la tranquilidad de su alma, la redención y la armonía, en unos parajes perdidos en el interior de la Mongolia más remota e inaccesible. Ramificada en vías que parten de tantos focos diversos, la trama se pierde -y el término es apropiado, como ya hemos visto- en un conglomerado algo caótico de maquinaciones, conflictos, negocios turbios, enredos, intrigas, implicaciones políticas que afectan a las más altas esferas del poder local, repercusiones económicas que involucran a los servicios secretos y el espionaje de media docena de países, en un mosaico construido con decenas de personajes y situaciones que se entremezclan y conectan entre sí con el consabido fondo de corrupción institucional, especulación, ultranacionalismo fascista y fraudes empresariales de magnitud internacional, con las minas de oro, uranio y metales de importancia estratégica como eje central. Todo ello aderezado con la habitual profusión de crímenes y descuartizamientos, suspicacias entre policías enfrentadas, referencias cultas, gotas de humor inteligente, refinadas recetas de platos exóticos y sabrosas escenas de sexo convenientemente espolvoreadas en el relato. 

Pero donde la propuesta de Manook revela su sobresaliente originalidad es, como ya he anticipado, en la muy verosímil ambientación de las historias en los sugestivos paisajes de Mongolia, tanto los urbanos, con una Ulán Bator de perfiles casi apocalípticos, como, sobre todo, los rurales, en los que brillan las descripciones de la naturaleza salvaje de la inmensa estepa y los interminables desiertos del exótico país del Asia Central. Y todo ello salpicado con constantes y muy atractivas referencias a la historia, las costumbres, la cultura y la realidad mongolas, en un permanente juego -en realidad una tensión irresoluble- entre tradición y modernidad. Ulán Bator se dibuja como una ciudad fea, hecha de piedra y polvo progresivamente sustituidos por hormigón y cristal. Segunda ciudad más contaminada del mundo, los personajes de las novelas se mueven entre efluvios de gasolina pésima y mal quemada, sin visión más allá de diez metros de distancia a causa de una neblina amarilla que asfixiaba la ciudad desde el amanecer. Las moles de edificios altos y rotundos, espantosos vestigios de la más gris arquitectura soviética, son el contrapunto “externo” de la miseria de las cloacas que atraviesan la ciudad dando albergue a miles de personas sin hogar que habitan en ellas entre pestilencia, inmundicias, cucarachas y ratas, en un universo de criminalidad subterránea. Pero podemos ver también una ciudad que iba ya en fuga hacia un porvenir desenfrenado y también completamente materialista, con restaurantes de lujo, modernos gimnasios, discotecas luminosas y reveladores atisbos de bienestar material. 

En contrapartida, está también la Mongolia de la perfección de las tierras infinitas y las encrespadas montañas, en las que Yeruldelgger se deleita contemplando una yurta blanca plantada libremente en la estepa, una mujer con un deel de satén azul ocupándose de las ovejas, un hombre inmóvil a caballo con su larga urga -la lanza tradicional- horizontal bajo el brazo, unos jinetes galopando al viento entre el sudor de sus caballos y el redoble de los cascos, o unos niños curtidos por el sol frío corriendo detrás de un perro amarillo con el rabo entre las patas. Es la Mongolia de la cultura nómada hecha de misticismo y comunión con la naturaleza, la Mongolia primordial y romántica pero que muestra también su envés, agresivo y rudo, la Mongolia que llegó a reinar sobre la cuarta parte del mundo y que ahora, ante la mirada desesperanzada y triste de un derrotado Yeruldelgger, se encuentra en una encrucijada, después de un pasado histórico glorioso con Gengis Kan, una cultura nómada que ha durado más de mil años, tres generaciones seguidas de régimen soviético muy duro, y luego un sistema liberal capitalista a la china, en una muy resumida síntesis de una convulsa historia que, en sus muchos detalles de imposible comentario ahora, se desarrolla en los tres libros. Ian Manook describe de manera magistral ese desgarrador contraste entre un mundo idílico, bucólico, inocente -más allá de su salvajismo natural-, condenado a desaparecer, y otra realidad que se impone, deshumanizada, cruel, carente de raíces y principios. 

La visión nostálgica comparece en la descripción de los rituales (los protocolos de alineación de los muebles en las yurtas, las ancestrales fórmulas de cortesía al entrar en las casas, la protección de los viajeros mediante gotas de leche que quienes los despiden deben salpicar hacia los cuatro puntos cardinales, las estrictas prescripciones en la preparación de las apetitosas comidas, las reglas de respeto y decoro en los enterramientos, la conservación de los patronímicos vinculados al clan, los eficaces ungüentos y remedios tradicionales para curar las enfermedades, entre otras muchas cosas de viejos que constituyen, sin embargo, los vínculos que nos unen). Pero, sobre todo, se refleja en la frecuente apelación a una dimensión espiritual, en el misterio de las inexplicadas conexiones entre lo que está dentro de nosotros y lo que ignoramos, en el misticismo de los monjes shaolin, en la influencia de fuerzas desconocidas y las interacciones con espíritus de poderes sobrenaturales, en la presencia de un conocimiento anónimo, una suerte de divinidad que vela por las almas buenas, en la vigencia de leyendas milenarias. 

Las tres novelas están repletas de ocasiones en las que se enfrentan los valores, ya en franca retirada, de esa sociedad primitiva -la belleza, la elegancia, la libertad, el respeto, la sabiduría, la humanidad, la compasión, la concordancia con la naturaleza- con los despiadados intereses de un mundo mercantilizado, egoísta, ruin, violento, materialista y desprovisto de humanidad, como en este largo pero significativo fragmento que describe el presente de la capital: Niños embutidos en sus falsas parkas de marca, pero con el cuello grande abierto. Bonzos con los pies desnudos en sus sandalias, tan escasamente vestidos a treinta bajo cero como durante el sofocante verano. Nómadas con sus deels acolchados, inmóviles, como perdidos en medio del gentío vestido a la occidental. Neones a la europea, apagados, por encima de rótulos en cirílico. Vendedores ambulantes ilegales, delante de cualquier tienda. Puestos de kuushuurs y de buzz, humeantes de vapores grasientos y olorosos, y claveteados de reclamos que invitaban a beber el último refresco light de moda. Las caras de los ancianos nómadas, lijadas por el viento y el invierno, y las de las mujeres jóvenes, cargadas de maquillaje y rímel. Un mundo, complementario y discordante a la vez, que el tráfico descontrolado arrastraba en su flujo como un canto rodado. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que todos ellos acabaran convertidos tan sólo en los granos de arena de una misma playa, a orillas de un río desecado por el dzud en la eternidad de la estepa? Y ello aflora también en el curso de las investigaciones, en las que las intuiciones chamánicas de Yeruldelgger, siempre acertadas, son compatibles con la proliferación de smartphones, en las que los testigos se dejan llevar por el influjo de las series policiacas -CSI: Miami- que ven en sus yurtas dotadas de antenas parabólicas, en las que los inspectores manejan con soltura bases de datos en internet y rastrean los perfiles de los sospechosos en sus tecnologías punteras… 

En fin, fuera ya de tiempo, no queda más que volver a recomendaros esta espléndida trilogía protagonizada por el comisario Yeruldelgger y escrita por el francés Ian Manook. Son muchos, como veis, los motivos para decidirse a leerla. Os dejo una pieza musical innominada del director y compositor mongol Enkhtaivan Agvaantseren, al que se alude en una escena del primer libro. 

Hacía un día magnífico para celebrar el gran naadam. Un sol radiante había cristalizado el cielo de un azul intenso como si fuera un vitral emplazado sobre las cañadas verdes y amarillas del Terelj. Visitantes y concursantes habían llegado pronto por la mañana para plantar sus yurtas blancas. Se habían desparramado por el valle que había delante del rancho, distanciados un poco los unos de los otros. Unos niños de semblante adusto, vestidos con casacas de colores vivos, aguardaban a sus caballos mientras miraban, envidiosos, cómo se entrenaban los luchadores. Éstos eran todos hombres jóvenes, altos y fornidos, corpulentos, pero sin músculos marcados. Con sus cuerpos lisos y sin pelo y sus caras redondas de angelote parecía que estuvieran gordos en lugar de fuertes, aunque la gente, tanto hombres como mujeres, sólo tenía ojos para ellos. Llevaban un calzoncillo ajustado, rojo o azul, escotado por encima de las caderas, y el sombrerito tradicional, de terciopelo bordado y con forma de cono puntiagudo, sobre los cabellos recogidos a la manera de los sumos. Iban calzados hasta la mitad de la pantorrilla con botas de cuero de tacones de goma, trabajadas con motivos y símbolos de gran belleza. Llevaban cubierta la espalda con una chaquetilla del mismo color que el calzoncillo. Anudada con una cuerda fina sobre el vientre, la ligera vestimenta dejaba todo el pecho y la barriga al descubierto para evitar una humillación legendaria como la de la princesa que se hizo pasar por luchador, aplastando sus pechos con un pañuelo apretado bajo la túnica cerrada, y derrotó a todos los machos viriles que aspiraban al título de «titán». 

Habían plantado palos pintados de blanco para colgar guirnaldas con pendones amarillos y blancos, los colores de Gengis Kan, y por los grupos de altavoces sonaba música tradicional y fragmentos sinfónicos de Enkhtaivan Agvaantseren. La mesa de los jueces, alrededor de la cual se agolpaban los luchadores para inscribirse y poder participar en el sorteo, estaba situada entre dos postes. Los espectadores y los apostadores dejaban sus vehículos en el aparcamiento improvisado sobre la hierba, para reagruparse en torno a los concursantes. Todos llevaban sus deel de colores más hermosos, bordados con motivos tradicionales. Un poco apartadas, las mujeres calentaban calderos con aceite para echar pronto las empanadas de cordero cebado. Al abrigo del hedor de la fritura, alejada del escándalo nasal de los altavoces, se había instalado una mesa, cubierta con un mantel blanco, debajo de un dosel de seda amarilla. Aunque una tradición olvidada pretendía que no se bebiera delante de los luchadores, la mesa estaba cubierta de champán francés y vodka polaco. Las cervezas estaban al alcance de la mano, debajo de la mesa, dentro de las neveras. 

Erdenbat se pavoneaba en medio de sus invitados ilustres y de la delegación de empresarios coreanos. La media docena de periodistas, enviados por el periódico y la cadena de televisión de los que era propietario el señor del lugar, delataba su presencia con sus equipos y sus prisas diligentes. 

De pronto trajeron los caballos y la excitación se apoderó de los asistentes. Los chicos se convirtieron en el centro de interés de la muchedumbre, incluidos los luchadores, que los animaban a montar. Los jinetes tenían entre cinco y doce años. A veces los luchadores se divertían haciéndolos montar a lomos de sus animales con una sola mano. Luego los chicos formaron varios círculos para entretener a sus caballos y excitarlos, entonaron cantos estridentes y agridulces, se pusieron en línea y a la señal de un anciano respetable lanzaron sus monturas a galope tendido a lo largo de una quincena de kilómetros, acotados por los todoterrenos suicidas de parientes y seguidores, que asustaban a los caballos tanto como animaban a los niños. El inicio de la carrera despertó el fervor de la multitud. El ganador regresaría al cabo de una o dos horas, si es que su caballo lograba evitar meter las patas delanteras en algún hoyo de marmota que lo enviara a partirse la crisma contra el suelo. Sólo los arqueros y arqueras, bien apartados y de espaldas al resto para no poner en peligro a nadie, continuaban ajustando sus tiros de sesenta y setenta y cinco metros de distancia. 

A Yeruldelgger le gustaban los arqueros. Él había sido el mejor del monasterio. Le gustaba sentir la tensión de los músculos cuando preparaba el arco y lo sujetaba, y el vacío absoluto que uno debía crear en su interior para que la mano no temblara. Él tenía la corpulencia para haber sido un buen luchador, pero prefería el arco. En el naadam, sin embargo, éste se había convertido en el deporte de las mujeres. Los hombres tiraban cuarenta flechas a una diana situada a setenta y cinco metros. Las mujeres, menos de la mitad de las flechas a dianas emplazadas a sesenta metros. Pero los hombres que tiraban eran todos viejos. Pocos jóvenes querían practicar aquel deporte femenino. Y ningún arquero conseguía plantar todas sus flechas en la diana. Era raro que un concursante escuchara, a cada tiro, el canto agudo del juez que gritaba su puntuación. 

Al final del primer año en el monasterio, Yeruldelgger clavaba todas sus flechas en la diana. Era un arquero sin parangón. Para entrenarlo, el Nerguii de la época colocaba dianas al fondo del bosque y Yeruldelgger debía encontrar la línea recta que lo atravesara entre troncos y ramas. No había tocado un arco en mucho tiempo, pero tras su última estancia en el monasterio sabía que la potencia y la precisión de su tiro permanecían intactas. Eso era lo que había vuelto a enseñarle el Nerguii: «Todo permanece siempre en nosotros, somos nosotros quienes olvidamos.» Observó por última vez la escena desde lo alto de la colina: un naadam en el campo como los que había frecuentado durante su juventud. Cada mongol guardaba dentro de sí algún recuerdo inolvidable del naadam: la primera curda, el primer beso, el primer amor, la primera pelea, la primera herida, una ruptura, la soledad infinita en medio del gentío... No había duda de que ese naadam iba a marcar también la vida de Yeruldelgger.

  Videoconferencia
Ian Manook. Trilogía Yeruldelgger