Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de marzo de 2011

REVISTA LITORAL

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, la particular invitación a la lectura que os hacemos semanalmente desde Radio Universidad de Salamanca. Esta semana mi recomendación no se centra exactamente en un libro sino que tiene como eje una revista, una revista literaria. Quizá os digáis que una revista de literatura debe ser algo muy árido, muy académico, algo vinculado a un ámbito muy restringido, el de los profesores, el de los expertos en literatura, algo muy aburrido en suma. Pero nada más lejos de la realidad en el caso que nos ocupa. Por de pronto, la revista Litoral, pues de ella se trata, no es, de entrada, una revista que se centre solamente en la literatura, es más, Litoral se identifica en su propia cabecera, como Revista de la Poesía, el Arte y el Pensamiento. La amplitud del abanico de temas que trata la hacen, así, más abierta a un mayor número de personas, aunque sean los amantes de la literatura, de la poesía singularmente, sus más fervientes lectores. Dirigida en la actualidad por Lorenzo Saval, Litoral lleva más de ochenta años, desde 1926, aunque con discontinuidades varias, con apariciones y desapariciones y reapariciones, ofreciendo al lector unos cuidadísimos y espléndidos números. Con el último publicado, dedicado a la fotografía, la revista llega a la cifra, insólita para una publicación de este género, de 250 volúmenes; y digo bien, volúmenes, pues la revista se presenta en formato libro, con cientos de páginas que albergan decenas de poemas, numerosos estudios, algunos pequeños ensayos, infinidad de imágenes, cientos de reproducciones de cuadros, múltiples ilustraciones.

En 1926, dos poetas, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, deciden poner en marcha una revista que pudiera canalizar sus ideales poéticos y aun estéticos en el sur de España, en una Málaga no demasiado unida hasta entonces a proyectos artísticos o experiencias literarias de envergadura. La cercanía al mar de la pequeña imprenta en la que se editaban los primeros números, la reiterada presencia de los motivos marinos en la poesía de algunos de los colaboradores más destacados, caso de Rafael Alberti, por ejemplo, junto a la explícita voluntad de los fundadores de editar una revista que evocara al mar, fueron algunas de las causas que llevaron a la elección del nombre, Litoral, y del dibujo, un pez saliendo de un agua azul, el símbolo identificativo de la revista, obra del pintor Manuel Ángeles Ortiz, y que se ha mantenido hasta nuestros días, como un icono de lo mejor de nuestra cultura en el siglo XX. En el sumario de aquel primer número, aparecen, fijaos con atención, los nombres de Federico García Lorca, Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego, que junto a los ya mencionados Rafael Alberti y los promotores de la revista, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, constituyen lo más granado de la excepcional generación del 27.

Desde entonces, Litoral ha acogido a todos los poetas, pintores, pensadores y artistas que han significado algo en nuestra vida cultural de los últimos ochenta años. La lista, aunque sólo fuera de las figuras señeras, sería interminable. Dejadme que os cite, en enumeración apresurada y forzosamente limitada, a Luis Cernuda, Gómez de la Serna, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Juan Gris, Pablo Picasso, Benjamín Palencia, Salvador Dalí o Manuel de Falla, para referirme a la primera época de la revista. También Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Max Aub o Francisco Giner de los Ríos como muestra de los colaboradores en la etapa del destierro, en México, tras la nefasta guerra civil. En los años sesenta y setenta Litoral acoge, entre otros, a José Ángel Valente, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Claudio Rodríguez, Gabriel Celaya, Jaime Gil de Biedma, Ángel González. Como véis, todos ellos nombres mayores, muy mayores, de nuestra poesía. En los últimos veinte años, con la presencia destacada de Lorenzo Saval, su actual director, Litoral ha ofrecido sus páginas a todos los poetas que tienen algo que decir en nuestra poesía actual.

No hay tiempo para que pueda proporcionaros más detalles de la copiosa y fecunda historia de la revista, porque quiero referirme a la peculiar propuesta que Litoral ofrece, no sólo en cuanto a contenidos sino también formalmente. En cada nuevo ejemplar de la revista se presentan, normalmente, diversas aproximaciones a un tema de referencia, a un eje central y monográfico. El mar, la ciudad, la gastronomía, los animales, el deporte, el flamenco, el cine, el jazz, la identidad, el rock español; Kavafis, Neruda, Alberti, Picasso; Argentina, Galicia, Italia, Cataluña; Felipe Benítez Reyes, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Ángel González o Carlos Marzal, han tenido un número dedicado en exclusiva. De entre todos ellos, y a modo de ejemplo, quiero hablaros con un mayor detenimiento de uno de sus números, el dedicado monográficamente al vino, presentado en 2008 con ese mismo título, con el benéfico elixir como elemento aglutinador de las distintas colaboraciones. Litoral presenta poemas, recogidos con buen criterio y extraordinario acierto de entre las páginas de la historia de la Literatura, que tienen en esta ocasión al vino como motivo principal. Así se rastrea la presencia del vino en Grecia y Roma, y aun antes, para llegar a la actualidad, pasando por el siglo de oro o el siglo XIX. Pero además, se ofrecen curiosos acercamientos literarios al universo del vino como, por ejemplo la relación del vino con la religión; versos sobre las vides, la vendimia, las botellas, las copas o las uvas; el vino y el cine; el sexo y el vino; las borracheras; las tabernas; los brindis; las diversas marcas del vino. Todo ello, insisto, trufado de poemas alusivos a cada una de las cuestiones tratadas… y todo ello, además, presentado de un modo muy bello, con infinidad de reproducciones que recogen la aparición, aunque sea meramente episódica y circunstancial, del vino en el arte, con muchas excelentes ilustraciones, para acabar conformando, en cada nuevo número, una auténtica obra de arte, que en su perfección formal se suma al alto valor de los textos que incluye.

Os dejo con unos versos de Horacio, su conocido Carpe diem, que podréis encontraros en este número de la revista Litoral dedicado al vino, y que espero que sirva para interesaros por las extraordinarias publicaciones de la revista malagueña. A su término, y aprovechando la excusa alcohólica, una clásico que habla de bares, esa maravilla que es Between the bars, en la delicadísima versión de Chris Garneau. Hasta la semana que viene.


Carpe diem

No pretendas saber, pues no está permitido,
el fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos tienen asignados los dioses,
ni consultes los números babilónicos.
Mejor será aceptar lo que venga,
ya sean muchos los inviernos que Júpiter
te conceda, o sea éste el último,
el que ahora hace que el mar Tirreno
rompa contra los opuestos cantiles.
No seas loca, filtra tus vinos
y adapta al breve espacio de tu vida
una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy, captúralo.

miércoles, 23 de marzo de 2011


JAMES SALTER. LA ÚLTIMA NOCHE

Hola, buenos días. Os saludamos un miércoles más desde Todos los libros un libro, hoy con una propuesta de lectura que, estoy convencido, va a apasionaros. Esta semana quiero presentaros un libro de relatos. Su título es La última noche, su autor el norteamericano James Salter y está publicado por la Editorial Salamandra en traducción de Luis Murillo.

La última noche es uno de los libros más impresionantes que he leído en los últimos meses. Contiene diez cuentos extraordinarios, algunos magistrales, en los que, más allá de la anécdota o el hilo argumental de cada relato, no demasiado importantes y de los que luego os hablaré, se muestran las relaciones íntimas, los sentimientos, las emociones más auténticas de un puñado de personas normales, comunes, corrientes y, precisamente por ello, universales en lo que tienen de coincidente con cualquiera de nosotros. En todos los relatos de James Salter afloran las principales preocupaciones de su autor, que son, como digo, los temas recurrentes en la vida de cualquier ser humano: las relaciones entre sexos, el paso del tiempo, la soledad, el amor, la melancolía que provocan los sueños perdidos, el desengaño, la traición, el éxito y su correlato inevitable, el fracaso, el sexo, los recuerdos de un pasado feliz y quizá inventado, las trampas de la memoria… la dificultad de vivir, en suma. Os recomiendo también otra fantástica colección, Anochecer, publicada por Muchnik Editores, y sus novelas, como En solitario, magnífica, editada por El Aleph, o su peculiar autobiografía, Quemar los días, también en Salamandra. De algunos de ellos volveré a hablaros en posteriores ediciones de Todos los libros un libro.

James Salter tiene un escritura que podríamos calificar de limpia, despojada de aparente artificio, que se lee con facilidad y placer; la suya es una prosa nítida y certera como un bisturí, que con muy pocos recursos, con una gran economía de medios, sin agotar las situaciones, tan sólo sugiriendo, descubriendo un instante detenido de la vida de sus personajes, nos dice más sobre ellos y sus vidas que cualquier tratado psicológico. Sus cuentos se hallan poblados de personajes apenas entrevistos, mostrados a través de difuminados jirones de recuerdos, con más zonas de sombra que destellos porque, como dice el propio Salter, escribir de alguien con detalle es destruirlo, agotarlo. Pero esos meros apuntes externos sobre los personajes, esa superficie supuestamente detenida es sólo en apariencia de una soberana placidez pues descubrimos, enseguida, que ese lago en perfecta calma es en realidad -como señala el también escritor Rodrigo Fresán- mucho más profundo de lo que en principio pensábamos.

Y como digo, las historias, los argumentos de los cuentos son casi irrelevantes. Por ejemplo, en el primer cuento del libro, Cometa, Phil, recientemente casado con Adele, rememora en el curso de una cena con amigos y casi a regañadientes su primera separación matrimonial, cuando abandonó a su mujer y huyó con la joven profesora de sus hijos. Pero sólo leyendo el cuento se puede trascender lo trivial de la anécdota, sólo acompañando a Phil tras la cena al porche exterior de su casa, observando a su lado el paso del cometa, sintiendo con él sus emociones más íntimas: Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo, había echado a pique su vida, sólo así se puede disfrutar de la intensidad de un relato formidable.

O en otro de los relatos, Palm Court, en el que el reencuentro, veinte años más tarde, de dos antiguos amantes, Arthur y Noreen, revela la imposibilidad de reconstruir nuestros sueños rotos, lo terrible de unas vidas condenadas a la desesperanza y la infelicidad. Cuenta Arthur tras el fracaso de la imposible cita: Pensó en el amor que había llenado la gran habitación central de su vida y en que no volvería a conocer a nadie como ella. No supo qué le embargaba, pero en medio de la calle se echó a llorar.

Y esa idea de que lo importante ocurre por debajo, más allá de la anécdota relatada se manifiesta en el último cuento del libro, que le da título, La última noche, en el que Walter y su mujer, Marit, aquejada de una grave enfermedad en su fase terminal, deciden que sea él el que facilite el tránsito de su esposa para evitarle el dolor y el deterioro, en una ceremonia a la que asistirá como invitada una amiga de ambos, con un desenlace sorprendente por lo inesperado. Pero la trama es sólo una excusa, una excelente y bien narrada excusa, para rememorar su vida juntos, el sentido de sus existencias, sus dudas, sus temores, las traiciones, el miedo a la muerte, los estragos del tiempo y tantos otros temas que aparecen apuntados, tenuemente sugeridos, casi ocultos, apenas atisbados en una frase, un adjetivo, un retazo de conversación, un gesto, un esbozo de descripción.

Voy a leeros un fragmento muy breve de este último cuento para que, de un modo imperfecto, claro, pero espero que evocador, podáis haceros una idea de la atmósfera del libro. Tras él y como despedida hasta el miércoles próximo, una canción que habla también de soledades, de miedos, Marlene on the wall, de Suzanne Vega. Pasad una buena semana. Adiós.

Él apenas respiraba. Esperó, pero ella no dijo nada más. Casi sin dar crédito a lo que estaba haciendo, introdujo la aguja -no costó nada- y procedió a inyectar el contenido de la jeringuilla. La oyó suspirar. Tenía los ojos cerrados cuando se tumbó con expresión apacible. Había subido a bordo. Dios mío, pensó él. Dios mío. La habia conocido cuando ella tenía veintipocos años, las piernas largas y el alma inocente. Ahora la había deslizado bajo el flujo del tiempo, como en un sepelio marino. Su mano aún estaba caliente. Se la llevó a los labios. Luego subió la colcha para taparle las piernas. La casa estaba increíblemente serena. El silencio se había adueñado de ella, el silencio de un acto fatídico. No oyó que soplara viento. Bajo lentamente la escalera. Le sobrevino una sensación de alivio, de tremendo alivio y tristeza. Fuera, las monumentales nubes azules llenaban la noche. Se quedó allí de pie unos minutos…



miércoles, 16 de marzo de 2011


JOHN CONNOLLY. TODO LO QUE MUERE

Hola, buenos días. El libro que hoy quiero recomendaros es, como tantas otras veces, una novela; una novela policiaca, una excelente novela policiaca. Se trata de la primera publicada en España de su autor, el irlandés John Connolly, del que ya se han traducido otras siete, las ocho de la misma serie, con el ex-inspector de la policía de Nueva York, Charlie ‘Bird’ Parker como protagonista. Cualquiera de las ocho es altamente recomendable, pero como es en esta primera en la que se nos presenta el personaje, su pasado, sus antecedentes, y como éstos son determinantes en su comportamiento, en la motivación de sus acciones, en su actitud ante la vida, y como además hay una continuidad temática absoluta entre las ocho, con tramas y personajes que saltan de unas a otras, hasta el punto de que Rosa Mora señalase en El País hace unos meses que Connolly siempre escribe la misma novela, creo que iniciar el acercamiento a su figura por el principio parece lo más natural. En cualquier caso, esta Todo lo que muere, que abre la serie editada por Tusquets en traducción de Carlos Milla Soler, responsable también de la versión española de todas las demás novelas, es, como os digo, un libro formidable, de lectura arrebatadora, de las que deja huella, un libro ante el que es imposible permanecer indiferente, un libro que sin duda os va a interesar, provocando, estoy seguro, que deseéis acercaros al resto de la obra de este extraordinario escritor… O no, o justo lo contrario, es decir, quizá sea para vosotros un libro que aborreceréis y del que no querréis volver a oír hablar… porque se trata de una propuesta sin duda controvertida.

Permitidme, por lo tanto, que os ofrezca de antemano un aviso para navegantes: Todo lo que muere es un libro que provoca inquietud, es desasosegante, no es apto para espíritus demasiado sensibles. Es una novela rebosante de sangre vertida, de estragada carne humana, de vísceras desperdigadas, de cuerpos despellejados y abiertos en canal, repleta de violencia brutal, de torturas escalofriantes, de espeluznantes asesinatos. La propuesta literaria de John Connolly, lo esencial de su propuesta, consiste en mostrarnos los oscuros territorios de las Tinieblas, del lado más siniestro del alma humana, los dominios del Mal, del Mal con mayúsculas. Dice uno de sus personajes: Yo creía en el demonio y el dolor. Creía en la tortura, la violación y una muerte lenta y cruel. Creía en el suplicio y el padecimiento y en el placer que proporcionaba a aquellos que los infligían, y a todo eso lo llamaba maldad. Puedo confesaros, para intentar mostraros con mayor precisión el tipo de libro que es este Todo lo que muere, que he pasado miedo leyéndolo, que en ocasiones me he encontrado con los nervios en tensión, una tensión física, y no exagero, los músculos crispados, el ánimo suspendido… He sentido a veces un asco, una repulsión, un terror, que me han provocado escalofríos y me han obligado a leer con el estómago atenazado... pero, y ésa es su grandeza, no he podido dejar de leer. Para que os hagáis aún mejor a la idea: El libro tiene, a mi juicio, extraordinarias concomitancias con grandes películas como Seven o El silencio de los corderos, por citar sólo dos, y de calidad, entre la lista enorme de películas truculentas, casi siempre deplorables, que tanto gustan en Hollywood.

Y tras estos prolegómenos, os cuento: Charlie Parker, alias 'Bird', en referencia evidente al genial músico de jazz -las novelas de Connolly están llenas de música- es un inspector de policía de Nueva York que vive una existencia relativamente normal con su esposa Susan y su pequeña hija Jennifer. Existen, claro, puntos oscuros que enturbian la placidez familiar: el carácter algo amargado del inspector, las cada vez más frecuentes discusiones en el matrimonio que hacen que éste parezca desmoronarse, la sombra oscura del final trágico del padre de Parker, también policía y, sobre todo, las muy recurrentes incursiones de 'Bird' en los peligrosos territorios del alcohol, pero nada que perturbe seriamente la vida convencional del policía. Una noche, tras un enfrentamiento conyugal, Parker abandona su hogar y pasa unas horas bebiendo en su bar favorito. Al volver a casa, se encuentra un panorama indescriptible: su mujer y su hija han sido salvajemente torturadas, literalmente despellejadas en una carnicería sádica. Desde este momento cambia su vida, abandona la policía, alimenta un obsesivo deseo de venganza que condicionará sus actos, y consagra su vida a la búsqueda y captura de 'El Viajante', el siniestro asesino de las dos mujeres de su vida. Parker se convierte en un investigador privado que, sin dejar de lado este afán principal, acabar con 'El Viajante', acepta otros casos, siempre en guerra contra el Mal, que le llevan a adentrarse en las luchas entre bandas mafiosas de Nueva York y también de Nueva Orleáns, Louisiana y el sur de Estados Unidos, a frecuentar una fauna siniestra de asesinos en serie, torturadores, violadores y gentes del hampa, a manejar una amplia variedad de armas mortíferas, y a estar dispuesto, en definitiva, a convertirse él mismo en un asesino brutal, pese a que, en principio, no olvida su adscripción a las filas del Bien.

Sobre esta base argumental, que fluye imparable en infinidad de historias que la maestría del autor dota de interés y capacidad de sugestión, la oferta literaria de John Connolly se caracteriza por la poderosísima fuerza de la narración, por la magnífica creación de ambientes opresivos, oscuros e intimidantes, por su capacidad para crear estructuras unitarias eficacísimas enlazando tramas diversas que se entrecruzan, que parecen alejarse para volver a encontrarse de nuevo conformando un tapiz enrevesado pero muy sugestivo, por el humor irónico, reflejado en los rápidos diálogos, en las réplicas secas, cortantes -las huellas de Sam Spade y Phillip Marlowe son inequívocas-, por la creación de personajes -logradísima la pareja homosexual compuesta por Ángel y Louis, allanador de moradas el primero, asesino reconocido el segundo, que acompañan a Parker en su sangrienta peripecia. Y como fondo, la cara oscura de la naturaleza humana, la pervivencia del Mal, envuelta en citas literarias, referencias a obras de arte, comentarios filosóficos, recogida en reflexiones varias de las que quiero ofreceros una muy significativa como cierre por hoy.

Y como las novelas del irlandés están, como os digo, repletas de canciones, os ofrezco, como cierre tras el fragmento leído, una espléndida que aparece citada en uno de los libros de la serie, la genial Happiness de un grupo de culto de los ochenta, The Blue Nile. Hasta la semana que viene.

La chica asesinada en Louisiana formaba parte de una sangrienta sucesión, una niña de Windeby moderna, una descendiente de aquella muchacha anónima hallada en los años cincuenta en una tumba a pocos metros de profundidad en una turbera de Alemania, adonde la habían llevado hacía casi dos mil años, desnuda y con los ojos vendados para ahogarla en medio metro de agua. Podía trazarse un camino a lo largo de la historia desde su muerte hasta la muerte de otra muchacha a manos de un hombre que creía poder apaciguar sus demonios interiores quitándole la vida, pero que, una vez derramada la sangre y desgarrada la carne, quiso más y asesinó a mi mujer y a mi hija.

Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.

'El Viajante' y otros como él se ceban en aquellos que viven en la periferia de la sociedad, en aquellos que se han extraviado. Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz. Nuestros antepasados no se equivocaban en sus suposiciones: hay motivos para temer la oscuridad.

Y del mismo modo que podía trazarse una línea desde una turbera de Alemania hasta un pantano del sur, yo llegué a creer que también la maldad se remontaba a los orígenes de nuestra especie. Una tradición de maldad discurría bajo toda la existencia humana igual que las cloacas bajo una ciudad, y esa maldad proseguía incluso después de destruirse uno de los elementos que la constituían, porque éste era simplemente una pequeña parte de una totalidad aún mayor y más siniestra.




miércoles, 9 de marzo de 2011


CAROLINE ALEXANDER. ATRAPADOS EN EL HIELO

Hola, buenos días. Esta semana, en Todos los libros un libro os traigo una obra extraordinaria y, en cierto modo, inclasificable. Es un libro de fotografía, pero también una narración formidable; tiene mucho de biografía, pero es igualmente un relato de aventuras; en él descubrimos un fragmento muy relevante de la historia de los grandes descubrimientos geográficos en los albores del siglo pasado, pero también la fuerza de la voluntad humana para imponerse metas y luchar por ellas hasta el fin, de modo que hasta podría ser leído como un libro de autoayuda… Por ello dejadme deciros que sea cual sea el interés que os mueva hacia la lectura, seguro que vais a encontrar en él algo que os resulte sugestivo, algo que pueda interesaros, y entreteneros y haceros aprender. En fin, no más suspense, me dejo de preámbulos y desvelo ya el título de nuestra propuesta de hoy. Se trata de Atrapados en el hielo. Está escrito por Caroline Alexander y publicado por la Editorial Planeta en diversas ediciones, aunque os recomiendo la de tapas duras, algo más cara, pero con extraordinarias fotografías y una gran belleza formal. Probablemente la sola mención del título os sonará porque hace algunos meses se presentó en Salamanca, organizada por Caixa Catalunya, una exposición en torno a la muy sugestiva peripecia que el libro narra.

Atrapados en el hielo cuenta una historia fascinante con el atractivo adicional de que se trata de una historia real. El 8 de agosto de 1914 partía de Inglaterra con destino hacia el Atlántico Sur el Endurance, una goleta con tres palos, de madera, con un peso de trescientas toneladas y cuarenta y ocho metros de eslora, al mando de Sir Ernest Shackleton, uno de los exploradores polares más famosos de la época. Shackleton, que ya había protagonizado con resultados desiguales otras aventuras, entre ellas un intento frustrado de alcanzar por primera vez el Polo Sur, hazaña que quedaría asociada para siempre a otros dos nombres míticos de la aventura polar, Admunsen y Scott, pretendía atravesar a pie el continente antártico. Se hizo acompañar en su misión por veintisiete hombres escogidos concienzudamente para resistir la dureza de la travesía y los rigores de la prueba. Preparó igualmente con minuciosidad los detalles de intendencia de una expedición que se adivinaba terrible pues, tras llegar a las aguas antárticas, con un mar helado, les esperaban centenares de kilómetros entre bloques de hielo, temperaturas bajísimas y viento irrefrenable.

Pero la aventura nunca llegó a consumarse, o sí lo hizo, aunque sin los logros pretendidos. Después de un viaje relativamente plácido desde Europa hasta las últimas estaciones balleneras de la isla de San Pedro, en el remotísimo Mar de Escocia, y tras más de mil seiscientos kilómetros recorridos entre aguas congeladas desde esta isla hasta las puertas del Círculo Polar, a unos ciento sesenta kilómetros del continente antártico, el Endurance quedó varado, abrazado por bloques de hielo.

Atrapados en el hielo nos cuenta la peripecia de sir Ernest Shackleton y su Endurance; nos cuenta cómo, durante dieciséis meses, Shackleton y sus veintisiete hombres se vieron desplazados a lo largo de miles de kilómetros dentro de un barco atrapado en un inmenso bloque de hielo y en condiciones meteorológicas imposibles; nos cuenta cómo, tras la destrucción del buque por la presión del hielo, esos hombres impulsados por el espíritu indomable de un enérgico, optimista, luchador y excelente líder, debieron desplazarse a pie y en minúsculos botes de remo hasta encontrar, insisto, dieciséis meses después de su partida, el cobijo en la isla de San Pedro.

Atrapados en el hielo es la historia -magníficamente ilustrada por las fotografías que uno de los expedicionarios, el fotógrafo australiano Frank Hurley, tomó durante la aventura-, es la historia, digo, de un fracaso, un fracaso que, paradójicamente, ha quedado como ejemplo de la capacidad del hombre para superar las adversidades, para sobreponerse a la naturaleza hostil y, en último término, a un destino funesto.

Os recomiendo vivamente este Atrapados en el hielo de Caroline Alexander publicado por la editorial Planeta. Su lectura es arrebatadora, nos tiene en vilo mientras dura la peripecia de sus protagonistas y, además, el ejemplo de la grandiosa gesta de éstos, de su frustrada, de su fracasada gesta puede enseñarnos algunas nociones útiles para encarar con ánimo los problemas con los que nos topamos en nuestra vida cotidiana. Os dejo ya con un fragmento del libro en el que, como siempre en estas lecturas finales que semanalmente os ofrezco, encontraréis, presentadas de modo sintético, algunas de las claves del libro. Tras él, y también como de costumbre, una canción relacionada con el texto, aunque esta vez traída por los pelos. Con la excusa de la nieve he escogido una de mis canciones favoritas de Prince, Sometimes it snows in april, A veces nieva en abril. Espero que os guste (pese al exceso de peces que, por otro lado, también encajan en la aventura marinera). Hasta dentro de siete días.

La expedición del Antártico, a comienzos del siglo XX, no se parecía a ninguna otra exploración en cualquier otro punto de la Tierra. No había feroces animales ni indígenas salvajes que cerraran el paso al explorador. El obstáculo esencial era puro y simple: vientos de hasta más de trescientos kilómetros por hora y temperaturas de hasta cincuenta grados centígrados bajo cero. La lucha se establecía entre el hombre y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia. La Antártida era también un lugar excepcional por el hecho de que fue auténticamente descubierta por sus exploradores. Nunca vivieron allí pueblos indígenas y quienes pisaban ese continente podían proclamar con razón que eran los primeros de las especie humana que proyectaban en él su sombra.
Cuando Shackleton emprendió su
Expedición Imperial Transantártica era ya un héroe nacional, protagonista de dos expediciones polares, una de las cuales le había llevado hasta ciento sesenta kilómetros del Polo Sur, el punto más meridional al que hubiera llegado hasta entonces un ser humano. Aunque, pese al heroísmo de esos intentos anteriores, en ninguno de ellos había conseguido lo que se propusiera. Cuando Shackleton volvió al sur, en 1914, otros habían alcanzado la meta del Polo Sur, razón por la que se fijó otro objetivo: la travesía del continente antártico, desde el mar de Weddell hasta el mar de Ross. Los preparativos para la expedición del Endurance fueron abrumadores. Obtener fondos para hacerla realidad no fue el menor de ellos. Shackleton contaba ya cuarenta años y había puesto toda su experiencia de explorador y de organizador al servicio de esta ambiciosa empresa. Shackleton todavía no lo sabía, pero la travesía de la Antártida sería otra expedición sin éxito. Sin embargo, iba a ser sobre todo gracias a esta expedición fracasada del Endurance por lo que sería recordado.



miércoles, 2 de marzo de 2011


YURI HERRERA. TRABAJOS DEL REINO; SEÑALES QUE PRECEDERÁN AL FIN DEL MUNDO

Hola, buenos días. En una reflexión recurrente, yo se la he leído en muy distintos foros, Juan Goytisolo, que no es en lo personal, pese a su excelencia literaria, santo de mi devoción, defiende que la misión de un escritor es ofrecer a la comunidad a la que pertenece su propia lengua, la lengua recibida de esa comunidad, pero renovada, transformada, una lengua ya distinta y enriquecida tras el paso por la escritura del autor. Es decir, con los materiales comunes con los que construye sus obras, el buen escritor, el que quiera perdurar, el que aspire a pertenecer al territorio de la Literatura con mayúsculas, debiera construir, crear una lengua nueva en la que sus contemporáneos se reconocieran, pero que, a la vez, en la que su contemporáneos atisbaran el futuro de su idioma. Algo de ello hay en el autor del que esta tarde quiero hablaros, un joven escritor mexicano, que aún no llega a los cuarenta años, y que con sólo dos novelas publicadas ha sido saludado por la crítica como un nombre mayor de la literatura en castellano. Se trata de Yuri Herrera, sus dos novelas se titulan Trabajos del reino, la primera, y Señales que precederán al fin del mundo, la segunda. Ambas han sido publicadas en España, en 2008 y 2009, respectivamente, por la modesta en su dimensión empresarial, pero enorme si nos fijamos en sus propósitos y sus logros literarios, Editorial Periférica de Cáceres. Recientemente, a finales del pasado 2009, Trabajos del reino recibía el premio ‘Otras voces, otros ámbitos’ a la mejor novela publicada en España en 2008. Se trata de un galardón de reciente creación otorgado por un jurado compuesto por cien personas pertenecientes al mundo literario, entre las que se cuentan editores, críticos, escritores, ensayistas, profesores de literatura, tanto universitarios como de secundaria, periodistas, bibliotecarios, en una muestra que, por lo representativa, nos permite deducir que el premio refleja con mayor nitidez que los que se conceden en otros certámenes, la auténtica valía de una obra.

Conforme a mi latiguillo habitual, no hay tiempo, en el corto espacio de una reseña breve, para hablaros con profusión de los muchos puntos de interés de ambas novelas. Dejadme por tanto, además de recomendaros vivamente su lectura, comentaros tan sólo dos aspectos, los dos que, a mi juicio, resultan más relevantes en la magnífica y muy singular propuesta literaria del mexicano.

El primero tiene que ver con el peculiar universo que se describe en ambas novelas. Pese a que la trama argumental es aparentemente común, el tratamiento literario de las dos narraciones es tan elaborado que dos historias inicialmente reconocibles, lineales, se convierten en algo muy distinto a lo que en un enfoque superficial se puede apreciar. En Trabajos del reino, Lobo, un modesto acordeonista, un pobre hombre marginado, después de un encuentro fortuito en una taberna con un gran capo mafioso, entra a trabajar a su servicio. La novela relata, repito, sólo en apariencia, en una lectura externa, las peripecias de este personaje en la mansión, fortificada y casi inaccesible, del jefe del cártel. En Señales que precederán al fin del mundo, la línea narrativa principal es igualmente sencilla. Makina, una joven también marginal, asume el encargo, familiar y de clan, de cruzar al otro lado -estamos, como en la novela anterior, en El Paso, en la terrible frontera entre México y Estados Unidos-, la difícil misión de atravesar la peligrosa línea divisoria en busca de su hermano, que ha partido tiempo atrás y que, envuelto también en el universo de los cárteles y la droga, no ha dado señales de vida desde hace meses.

Pero estas historias que así contadas pueden parecer más o menos convencionales se desenvuelven en un universo que, gracias a la maestría descriptiva de Yuri Herrera, a su profundo lirismo, a su inmensa capacidad evocadora, resulta ser todo menos real, colindando con lo onírico, lo fabuloso, lo surreal, lo mitológico, lo legendario. Estamos, sin embargo, en escenarios que son identificables pese a su carácter extremo, con las intrigas entre bandas mafiosas rivales, la violencia de los cárteles, la sordidez de las venganzas, el tráfico de mujeres y la prostitución. Pero, como digo, el muy singular tratamiento estilístico del autor los convierte en espacios de leyenda, sinuosos, evanescentes, como irreales.

Y al logro de este efecto de extrañeza y misterio gracias al cual Herrera logra trasladarnos a una especie de insólito inframundo, contribuye decisivamente el segundo elemento que quiero resaltaros en ambas novelas, que tiene que ver con la reflexión de Goytisolo con la que empezaba mi reseña de hoy, y que es, sin ninguna duda, el excepcional lenguaje que en ellas se utiliza. Más allá de que el libro está escrito en mexicano y que, por lo tanto, para un lector español la lectura debe de ser forzosamente pausada, con frecuentes consultas al diccionario, el autor posee una prosa abigarrada, llena de imágenes sorprendentes, de giros inusuales, de términos novedosos, de metáforas memorables; una prosa que aúna algunas descripciones minuciosas y precisas, de corte casi naturalista, con párrafos enteros, los más, poéticos, repletos de inventiva, de fogonazos creativos magistrales. Fijaos por ejemplo en este párrafo: El muchacho más moreno que había visto en su vida le señaló un pasillo a Makina. Caminó por él, hacia la luz. Al fondo, de súbito se le vino encima una hondonada de hermosuras rivales: la sima un hermoso diamante verde que ondulaba en su propio reflejo; arriba, abrazándolo, decenas de miles de asientos negros plegados, como un cerro de obsidiana erizado de pedernales, reluciente y afilado. Deberéis leerlo varias veces para encontrar tras él una memorable descripción de un estadio de béisbol. Como os digo, una realidad prosaica y vulgar que, gracias a la literatura, se convierte en otra cosa, en un universo casi mítico.

En fin, leed estas dos brevísimas y excepcionales novelas del mexicano Yuri Herrera, publicadas por Periférica, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo. No las olvidaréis. Os dejo con un fragmento de Trabajos del reino en el que se muestran abiertamente la singularidad y la pericia narrativas de su autor. Después de su lectura, una canción mexicana, de frontera y con acordeones para facilitar la ambientación en el mundo de Yuri Herrera. Se trata de Jugo a la vida, una jubilosa apuesta por el disfrute de la existencia a cargo de los singulares Tucanes de Tijuana.

Son. Tantas letras juntas. Suyas. Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa. Son. Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en el papel y en el mirar. ¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale, como el serrucho si armara mesas, como la fusca si arreglara vidas? Qué, pero nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber. Tantas letras ahí. Son. Son un destello. Cómo se empujan y abrevan una de otra y envuelven al ojo en un borlote de razones. Y qué si perfectas, igual rejegas, ya se incriminan con miedo al desarreglo: palabras. Tantas palabras. Suyas. Bronca de signos que se atan. Son una luz constante. Son. Él ya sabía de los libros, pero repelían, como una patria que no invitaba. Y ahora se ha dejado llevar de la mano hasta el acopio de secretos. Una luz constante. Un resplandor diverso cada una, cada una diciendo el nombre verdadero a su modo. Hasta las más mentirosas, hasta las más veleidosas. Ajá. No. No están ahí nomás para fecundar la testa. Son una luz constante. El rumbo a otros cartones, lejos de ahí. El descenso a oídos ocultos, ahí. Como los bichos que lo pueblan. No. No están nomás para entretener la vista ni alimentar la oreja. Son una luz constante. Son un faro que se derrama sobre las piedras a su merced, son una linterna que se pasea, se detiene, acaricia la tierra y le descubre cómo acabalar el servicio que le ha tocado.