Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 27 de diciembre de 2012

EDGAR LAWRENCE DOCTOROW. HOMER Y LANGLEY

Hola, buenos días. Hoy traigo a Todos los libros un libro una novela formidable, Homer y Langley, escrita por uno de los grandes clásicos vivos de la literatura norteamericana, Edgar Lawrence Doctorow. El libro, publicado por la barcelonesa editorial Miscelánea, se presentó en 2010 en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.
 
El 21 de marzo de 1947 la policía entró en la vivienda habitada por los hermanos Collyer, un enorme inmueble de cuatro plantas, situado en la esquina entre la calle 128 y la Quinta Avenida, en el Harlem neoyorkino. Alertadas por los vecinos, que habían notado un fuerte hedor procedente de la casa, las fuerzas del orden, ayudadas por los bomberos de la ciudad, tuvieron que derribar las puertas de la vivienda e incluso penetrar en el edificio desde la azotea, pues las desbordantes toneladas de basura (más de ciento treinta y seis, señalan las crónicas) que atestaban el hogar de los Collyer impedían la entrada de un modo natural. En el interior, entre un amasijo informe de objetos heteróclitos a cual más insólito, los policías encontraron, parcialmente comidos por las ratas, los cuerpos de Homer y Langley Collyer, los excéntricos hermanos que llevaban décadas prácticamente encerrados en su delirante reducto, en una suerte extrema de síndrome de Diógenes. Tienes la habitación como la casa de los Collyer, recuerda Doctorow que le decía su madre cuando el caos de su cuarto superaba los límites exigidos por la higiene y las normas de educación familiares. Los ciudadanos de Nueva York, para quienes los hermanos eran personajes conocidos por su excepcionalidad de fenómenos de feria, se agolpaban en las aceras para asistir en primera línea al descubrimiento de los cadáveres y de su inagotable acompañamiento de objetos inverosímiles.
 
Esta historia sorprendente y llamativa de acumulación y exceso y locura marcó a una generación de norteamericanos, recién salidos aún de los penosos efectos de la Gran Depresión y sus desgraciados corolarios de pobreza y hambre, e impresionó a un jovencísimo Doctorow que, sesenta años después -la novela se publicó en su edición original en 2009-, decidió usar a los personajes y a su truculenta historia como sustrato “real” de su por ahora última ficción.
 
Y digo ficción porque el autor, pese a que la narración gira sobre la vida de los dos nada convencionales hermanos, ha literaturizado esas existencias, ha imaginado el discurrir de sus mentes, ha puesto palabras creadas por su inventiva en sus bocas e, incluso, en los aspectos del libro que guardan más paralelismo con su correlato “histórico” y bien documentado, Doctorow se ha permitido más de una licencia, cambiando las edades de los protagonistas (Homer, el mayor, es, en la novela, el de menor edad), alterando aspectos fundamentales de sus datos personales (el propio Homer, la voz que relata la historia, era además de ciego, dato que preserva el texto, paralítico y no sordo como se presenta en la novela, en la que, además, la singular peripecia vital de los Collyer llega hasta los años ochenta del pasado siglo y no hasta ese 1947 de su verdadera muerte).
 

Soy Homer, el hermano ciego, así empieza el libro, y desde esa frase inicial Doctorow nos hace conocer la realidad de ambos hermanos a través del pensamiento, agudo, penetrante, lúcido, escéptico, dotado de un sutil sentido del humor, pero progresivamente desencantado, melancólico, errático y finalmente algo enloquecido, del relato en primera persona del narrador, que redacta su manuscrito en diversas máquinas de escribir adaptadas al lenguaje Braille. La novela transcurre, más allá de ciertas idas y venidas temporales -los recuerdos no se rigen por la cronología; existen al margen del tiempo, escribe Homer-, siguiendo el curso de la vida de los dos hermanos, desde principios del siglo veinte, en su infancia, hasta la macabra muerte varias decenas de años después.
 
Los Collyer son los únicos vástagos de una familia de la alta sociedad neoyorkina. Homer inicia su historia evocando el pasado brillante de su infancia y su juventud durante las cuales, pese a la tragedia de la pérdida de la vista, lleva una vida feliz en la que él es un joven apuesto, de educación impecable a cargo de profesores particulares, con un innegable talento para el piano, vistiendo de manera elegante y resultando atractivo -pese a su limitación- a las chicas de su entorno social, con las que coquetea en las frecuentes veladas con la “flor y nata” de la sociedad. Los padres, médico él, cantante de ópera ella, llevan una vida acorde a su alto nivel económico y social, pasan un mes al año en el extranjero -Homer recuerda la partida de los trasatlánticos en los que iniciaban sus viajes, los regalos magníficos embalados en cajas que antecedían a su llegada, la súbita y esperada aparición en el hogar familiar, cargados de obsequios, tras el regreso-, y habitan una impresionante vivienda, un edificio entero, con cuatro plantas e infinidad de habitaciones, con vistas a Central Park (otra de las licencias del libro frente a la historia real, en la que el inmueble está situado bastante más al norte de Manhattan). La memoria de Homer no escatima detalles acerca de la fastuosa decoración de la casa, el rico mobiliario, la amplitud del servicio, la muy cómoda y holgada y apacible existencia de la privilegiada familia.
 
La muerte de los padres da inicio a la lenta decadencia, a la progresiva degradación de la vida de los hermanos que, de manera gradual, durante décadas, en una suerte de lento e inexorable proceso de deterioro, van alejándose del mundo, cortando sus vínculos con la realidad y encerrándose en su particular, caótico y delirante universo. En años de despilfarro irreflexivo en los que dilapidan sus casi ilimitadas riquezas, Homer y Langley van prescindiendo -o son ellos los que naturalmente se esfuman- del fiel personal a su servicio: el mayordomo Wolf, Julia, la criada húngara que entretiene las noches de Homer, y luego Siobhan, la sirvienta de más antigüedad, la abuela Robielaux, el matrimonio Hoshiyama; todos van desapareciendo de la casa de los Collyer. Empleados, subalternos, abogados, administradores, agentes varios -unidos a la familia desde antiguo- rompen sus vínculos con esos dos personajes que constituyen los patéticos restos degradados de un linaje que va diluyéndose lentamente, mientras sus últimos representantes se adentran, poco a poco, en su enloquecida soledad. Así, en su destructiva caída a los infiernos, los hermanos van convirtiéndose en seres atribulados que ven al mundo exterior en pugna con ellos. Se suceden los conflictos con las diversas compañías de suministros, que van restringiendo el mundo de los dos inadaptados: cortada el agua, la electricidad, el teléfono, se multiplican las disputas con los bancos por la hipoteca de la vivienda, las multas, por infracciones varias, del ayuntamiento, las reclamaciones -al no pagar las cuotas debidas- de la empresa titular del cementerio en el que descansan los padres, los enfrentamientos con el Departamento de Sanidad, con inspectores diversos, con los bomberos que reiteradamente acuden al hogar ante las quejas de los vecinos, con los periodistas que ven en ellos una atractiva fuente de noticias truculentas para el morboso interés del público.
 
Y es que los hermanos Collyer, en su huída del mundo, van adentrándose en la locura. Langley, un iconoclasta de voz estridente y tos ronca, enloquecido tras su funesta participación en la primera guerra mundial, con una visión lúgubre de la vida, concibe -yo, el solemne investigador de cosas inútiles, como se define- un proyecto delirante: una colección de periódicos con el objetivo último de crear una edición de un diario que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día, un periódico platónico, eterno e inalcanzable. El proyecto de Langley consistía en enumerar y archivar artículos por categorías: invasiones, guerras, matanzas, accidentes de automóvil, tren y avión, escándalos amorosos, escándalos religiosos, robos, asesinatos, linchamientos, violaciones, tropelías políticas con un subapartado para elecciones amañadas, fechorías policiales, vendettas entre bandas, estafas, huelgas, incendios en casas de vecindad, juicios civiles, juicios penales, etcétera, etcétera. Una categoría aparte incluía las catástrofes naturales, tales como las epidemias, los terremotos y los huracanes. No recuerdo todas las categorías. Como él explicaba llegaría un día -nunca precisó cuándo-, dispondría de datos estadísticos suficientes para reducir sus hallazgos a las clases de sucesos que eran, por su frecuencia, sucesos humanos seminales. Después llevaría a cabo más operaciones estadísticas hasta establecer el orden de las plantillas, que le permitiría saber que artículos deberían ir en primera plana, cuáles en la segunda página, y así sucesivamente. También había que añadir notas sobre las fotografías y elegirlas en función de su valor simbólico, pero esto, admitía, no era fácil. Quizá prescindiese de las fotografías. Aquello era una empresa colosal, y le ocupaba varias horas al día. Salía de casa en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba el periódico sin fecha eternamente actual de Collyer, el único periódico necesario para cualquier persona. De este modo, los recortes de periódicos, todos los de la ciudad, el Telegram, el Sun, el Evening Post y el Tribune, el Herald, el World, el Journal y el Times, el American, el News, el Mirror, el Irish Echo, y hasta los de la periferia, el Brooklyn Edge, el Bronx Home News, e incluso el Amsterdam News, para personas de color, llenan miles de cajas, centenares de fardos que llegan hasta el techo en todas las habitaciones de la casa. Langley, impertérrito y tronante, pontifica: veo todos estos periódicos, y por más que vengan de la derecha o la izquierda o el turbio punto medio, son inevitablemente de un sitio, están arraigados como una roca a un lugar que, insisten, es el centro del universo. Son de un localismo presuntuoso y arrogante, y al mismo tiempo de un agresivo nacionalismo. Así que eso haré yo. La Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer no irá dirigida a Berlín ni a Tokio, ni siquiera a Londres. Veré el universo desde aquí, al igual que todos estos diarios. Y el resto del mundo puede seguir con sus obtusas ediciones diarias, mientras sin saberlo, tanto ellos como sus lectores de todas partes estarán petrificados en ámbar.
 
Por otro lado, Homer, la conciencia lúcida de la pareja, es, sin embargo, un ser desvalido, un hombre incompleto, un ser defectuoso que se recluye y piensa que el aislamiento es el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. Yo era una persona que se pasaba casi todo el día sentado en su casa, viviendo sin el complemento normal de amigos y conocidos, y sin una ocupación práctica con la que llenar sus días, un hombre cuya vida no había dado más fruto que una conciencia excesiva de su propia inutilidad. Homer siente que el mundo se le ha ido cerrando lentamente, y vive envuelto, perdida la noción de la realidad, en su poderoso flujo de conciencia, que discurre, cada vez más ajeno al mundo exterior, entre recuerdos de sus padres, de Eleanor, su frustrado amor de infancia, de Mary Elizabeth Riordan, la joven estudiante de piano, a la que añora, enamorado, de la inocente Lissy y su destartalada cuadrilla de hippies que se instalan en la casa y con los que Homer se identifica viendo en ellos una suerte de profetas de una nueva era, y, por fin, de Jacqueline Roux la periodista que se convierte -en pleno delirio final- en la destinataria última de su narración. Una narración en la que da cuenta también -y sobre todo- de la patológica pasión de su hermano por el coleccionismo. Langley trae a la casa todos los objetos que encuentra; enfermizamente ahorrativo, guarda dinero, guarda cosas, encuentra un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro. De tal manera que la casa va convirtiéndose en un abarrotado recipiente, un monstruoso contenedor, en el que coexisten útiles de medicina herencia del progenitor, numerosos tomos médicos, tarros de cristal con fetos, cerebros, gónadas y otros órganos conservados en formol, el viejo maletín médico negro de cuero del padre, con el estetoscopio asomando, rollos de gasa, torundas, esparadrapo, tintura de yodo, una colección de pequeñas tallas de marfil: elefantes, tigres y leones, monos colgados de ramas, niños, muchachos de rodillas huesudas, muchachas abrazadas, mujeres en kimono y guerreros samurais con cintas en el pelo, varios pianos, casi todos reducidos a sus entrañas, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia, un Ford Modelo T, un frigorífico viejo, paquetes de juntas de fontanería y secciones de cañería, cajas de reparto de botellas de leche, somieres, cabezales de cama, varios paraguas rotos, un diván con la tapicería gastada, una boca de riego auténtica, neumáticos de automóvil, pilas de tejas, tablas y listones sueltos, máscaras antigas, excedentes militares, cananas, botas, cascos, cantimploras, fiambreras y cubiertos de hojalata, teclas de telégrafo, una mesa cubierta de guerreras y pantalones de apagado color oliva, trajes de faena, ásperas mantas de lana, navajas plegables, prismáticos, cajas de cintas distintivas de regimientos, fusiles M1, fusiles Springfield, toneladas de libros que desbordan las estanterías, viejos esquís de madera, sillas de respaldo recto apiladas, macetas llenas de tierra de los experimentos botánicos de la madre, un ánfora china, un reloj de pie, altos ventiladores eléctricos, varias maletas, un baúl, máquinas de escribir -una Royal, una Underwood, una Remington, una Hermes, una Smith Corona, una Blickensderfer-, lámparas de todo tipo, lienzos apilados, sillas plegadas, mesas de caballete, pilas de tablones, neumáticos usados, una cómoda sin patas, dos tumbonas de madera, todos los libros de la carrera de Derecho, fanales de barco, faroles de acampada, reflectores de empuñadura alargada, lámparas de propano, lámparas de mercurio, lámparas a prueba de viento, linternas de bolsillo, lámparas de alta intensidad con sus soportes, de sodio a pilas, de rayos ultravioletas, pilas de colchones, bultos de papel de prensa, montones de cajas de madera de frutas (Langley obliga a su hermano a tomar el zumo de cien naranjas cada día, persuadido de que tal dieta curará su ceguera), viejos tapices colgantes, decenas de miles de libros desparramados, bolas de pelusa, charcos de aceite del Ford, destartalados cochecitos de bebé, algunos sin ruedas, palas, rastrillos, un taladro, una carretilla, neumáticos, una olla a presión, maniquís, cajones de cómodas vacíos, toneles de cerveza, macetas, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, piezas desmontadas de los muebles de los padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas... y por todas partes pilas de periódicos en los rincones y en el escritorio, en los pasillos, sobre los muebles, invadiendo las distintas dependencias, los lugares de paso, los dormitorios, las salas de estar. En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento.
 
Por ese hábitat imposible deambulan los hermanos, siniestras y enloquecidas sombras, prisioneros en su propio hogar, abriéndose paso a través de pasadizos entre las pilas de los periódicos, los objetos, los detritos, las trampas y los cepos que construyen para ahuyentar las muy reales ratas que infestan la casa y los posibles invasores de su decrépito dominio, inventados por su enfermiza paranoia. Vestidos estrambóticamente con los restos de ropas encontradas, con los uniformes de faena y botas del ejército, chaquetas sobre camisas y éstas sobre más chaquetas y abrigos sobre todo ese amasijo de prendas, sombreros medio rotos, trajes raídos, chales confeccionados mediante sacos de arpillera, zapatillas de andar por casa, los hermanos Collyer, se encaminan -al margen de cualquier convención- a la muerte, al fin de un linaje, al fin de una especie, al final -quizá- de un forma de civilización.
 
Porque es precisamente ese valor de símbolo lo que, más allá del formidable interés de la historia y de la enorme potencia de la narración, nos interesa de la peripecia de Homer y Langley. A través del relato de sus en el fondo pobres vidas, Doctorow recorre la historia de su país, la primera gran guerra, la ley seca, la época de los gánsters, la gran depresión, la segunda contienda mundial, la guerra fría, Vietnam y los hippies, mostrando -indirectamente- cómo esa sociedad, y por extensión el mundo desarrollado, se ha movido por la codicia, por el consumo, por el afán de acumulación, y cómo esas fuerzas demoníacas, nos abocan al desorden, a la destrucción. La significativa y apasionante experiencia de los Collyer supone un iluminador aviso del destino que espera a nuestra especie, consumida, agostada, destruida por esas fuerzas entrópicas contra las que no parece que seamos capaces -ni tengamos, como sociedad humana, la lucidez suficiente- para resistirnos.
 
Excelente novela, espléndido libro este Homer y Langley, una nueva manifestación del enorme talento de su autor, Edgar Lawrence Doctorow, un autor que suena reiteradamente, año tras año, para el premio Nobel. No dejéis de leerlo. Os propongo, como correlato musical al libro, la canción Me and my shadow, que suena en el libro, en este caso interpretada por Frank Sinatra y Sammy Davis Jr.
 
 
Homer, entonces eras muy pequeño para recordarlo, pero un verano nuestros padres nos llevaron a una especie de pueblo de veraneo muy religioso a orillas de un lago, en algún lugar al norte del Estado. Nos alojamos en una mansión victoriana con galerías alrededor de las cuatro fachadas en la planta baja y en el primer piso… Y todas las casas de la comunidad eran así: victorianas con galerías lóbregas y cúpulas y mecedoras en las galerías. Y cada casa era de un color distinto. ¿Te suena de algo todo esto? ¿No? La gente iba de un lado a otro en bicicleta. Cada mañana empezaba con la bendición del desayuno en el comedor de la comunidad. Cada tarde cantaban los coros alegremente al son de los banjos de una banda formada por hombres con canotiers y chaquetas de rayas rojas y blancas. Down by the Old Mill Stream. Heart of My Heart. You Are My Sunshine. A los niños nos mantenían entretenidos -carreras de sacos, talleres para aprender a tejer con rafia y esculpir en jabón- y a la orilla del lago el camión de bomberos de la comunidad tenía la boca del cañón de riego apuntada al cielo para que pudiéramos corretear bajo la lluvia de agua gritando y riendo. Cada tarde, al empezar a ponerse el sol más allá de los montes, venía un vapor de palas por el lago haciendo sonar sirenas y silbatos. Por la noche había conciertos o charlas sobre temas de interés. Todo el mundo era feliz. Todo el mundo era amable. Era imposible dar dos pasos sin que te saludaran con amplias sonrisas. Y te aseguro que en mi corta vida nunca había pasado más miedo. Porque ¿qué finalidad tenía un sitio como ése si no era convencer a la gente de que así sería el cielo? ¿Qué finalidad si no la de ofrecer una idea de los goces de la vida eterna? A esa edad yo aún creía que existía el cielo… aún me imaginaba pasando la eternidad acompañado de aquellos músicos, con sus banjos, sus canotiers y sus chaquetas de rayas, aún pensaba que algún día podría quedarme entre aquellos imbéciles felices rezando y cantando y dejándome instruir en temas de interés. Y encima veía a mis propios padres abrazar esa existencia horrendamente exenta de problemas, esa vida de felicidad continua e inexorable, a fin de inculcarme una vida de virtud. Homer, fue ese aciago verano cuando comprendí que nuestros padres defraudarían inexorablemente todas las expectativas que yo había puesto en ellos, y me juré una cosa: haría lo que fuese con tal de no ir al cielo. Sólo cuando, al cabo de unos años, me quedó claro que el cielo no existía, me quité esa pesada carga de encima. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento porque ser hombre en este mundo es afrontar una cruda realidad de circunstancias atroces, saber que sólo existen la vida y la muerte y tormentos humanos tan diversos como para desconcertar a cualquier personaje de la índole de Dios. Y eso se confirma aquí, ¿o no? ¿Ver a los hermanos Collyer atados, desvalidos y humillados por un vulgar patán? Éste es uno de los sermones mudos de la propia vida, ¿o no? Y si al final resulta que Dios existe, deberíamos darle las gracias por recordarnos su horrenda creación y disipar cualquier esperanza residual que pudiéramos albergar ante una vida futura de fatua felicidad en Su presencia. Langley siempre supo levantarme el ánimo en mis horas bajas.


 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

ROSE MACAULAY. LAS TORRES DE TREBISONDA

Hola, buenos días. Aquí me tenéis, como todos los miércoles, en Todos los libros un libro, dispuesto a ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda interesaros. Y estoy seguro de que la magnífica novela de la que hoy quiero hablaros va a resultar de vuestro agrado. Se trata de Las torres de Trebisonda. Su autora es la casi desconocida Rose Macaulay, una escritora y periodista y viajera inglesa que publicó su libro en 1956, aunque la edición que conocemos en España es de 2008 y se debe a la siempre estupenda y ejemplar editorial Minúscula, que nos la ofrece en traducción de Francisco Segovia, con un sugerente postfacio de Jan Morris, la, a su vez, muy reconocida viajera y también escritora de viajes. Y creo que os va a interesar porque además del valor intrínseco del libro, en estos días previos a las vacaciones navideñas, la posibilidad de una intensa peripecia viajera, aunque sólo sea a través de la literatura, resulta especialmente oportuna.
 
Las torres de Trebisonda es presentada por la crítica como una obra maestra y a mi juicio, aunque no tengo demasiado claros los parámetros por los que se califica así un libro, está muy cerca de serlo. Pero al margen de calificaciones, que siempre son relativas, dejadme deciros por qué a mí me ha entusiasmado la novela y por qué he disfrutado enormemente de su lectura.
 
En primer lugar, el argumento de la obra, por decirlo así, es muy original, interesante y sugestivo, y sus personajes son sencillamente inigualables. A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, Laurie, la protagonista principal y narradora, su tía Dot, una excéntrica y entrañable dama inglesa, en la mejor tradición de mujeres independientes y algo estrambóticas que pueblan la literatura británica, y el reverendo Hugh Chantry-Pigg, un viejo cura fundamentalista, parten de Londres hacia Turquía, con Estambul, la mítica Trebisonda y el mar Negro, como destinos iniciales, y hacia Rusia, Siria y Palestina, después, en un viaje delirante en el que se hacen acompañar por un camello absolutamente desnortado y demente, tanto que parece necesitar un psicoanalista, al decir de alguno de los personajes. El objeto del viaje es múltiple. La joven Laurie quiere olvidar -relativamente, pues seguirá encontrándose con él en su aventura- un amor adúltero que la llena de culpabilidad y de dudas religiosas, debatiéndose entre la fe y el agnosticismo, por lo que se suma al extraño periplo con la intención de disfrutar del viaje y con la excusa de hacer dibujos para el libro que escribirá sobre la experiencia la singular tía Dot. Ésta, anglicana convencida y militante, pretende ejercer de misionera y convertir a la población turca, sobre todo a sus mujeres, al anglicanismo, al que considera la mejor rama de la Iglesia cristiana. Tía y sobrina comparten además la muy acendrada convicción según la cual viajar constituye la principal meta de la vida. El padre Chantry-Pigg, intolerante y anticuado, y tan heterodoxo y estrafalario como sus acompañantes, pero mucho menos simpático por su cerrazón ideológica, viaja por ganar también algunas almas del Profeta para la Iglesia y por poner a prueba el poder de las múltiples reliquias de santos que atesora, sin descartar la posibilidad de realizar algunos milagros en tierras de infieles que le granjearían sin duda un buen número de conversiones entre los casi siempre hostiles turcos.
 
Estoy seguro de que cualquiera de nuestros oyentes, tras tan sólo esta somera descripción de las personalidades de este trío desternillante, ya se habrá dado cuenta de la peculiaridad de la novela. Pero ello, la irresistible atracción de sus muy particulares personajes principales, es sólo una parte, importante pero mínima, del encanto del libro. Porque leyendo Las torres de Trebisonda, aparte de disfrutar de unas horas deliciosas que se os pasarán en un suspiro y con la sonrisa permanentemente en los labios, os encontraréis con muchos otros motivos de interés, tantos que no podré apenas hacer nada más en esta breve reseña que sugerir leve y brevemente algunos de ellos.
 
Están los personajes secundarios, muy numerosos y pintados de un modo brillante y muy convincente: los británicos Charles y David, que escriben sobre los lugares que visitan y viven enzarzados en rencillas profesionales a causa de la originalidad de sus respectivos libros; la turca Halide Tanpinar, convertida a la iglesia anglicana y reconvertida al islamismo por amor; el estudiante griego Jenofonte Paraclydes que le roba el jeep a su abuelo y permite a los viajeros descabalgar de los lomos de su camello en alguna de las etapas de su desopilante excursión; los centenares de espías rusos que la obsesión antisoviética de tía Dot, en plena guerra fría, hace aflorar por doquier; el hechicero local que proporciona a Laurie una droga embriagadora y muy placentera; los diplomáticos ingleses, los múltiples lugareños...
 
Las torres de Trebisonda es también, y sobre todo, una excelente narración de viajes, con descripciones espléndidas de las gentes, de los parajes, de las ciudades, de los paisajes, de los pequeños pueblos, de montes y lagos, de la vegetación austera pero impresionante, de las múltiples ruinas, de los innumerables restos históricos, retazos vivos de mil y una culturas, que jalonan el recorrido de los tres aventureros.
 
Y para terminar este muy breve repaso por una novela inabarcable, permitidme que me detenga en su dimensión espiritual, en las reflexiones sobre el papel de las religiones y las iglesias en nuestro mundo. Se trata de un libro en el que la autora traslada, por boca de su evidente alter ego, la narradora, Laurie, sus preocupaciones existenciales, religiosas, morales. Pero la densidad de esas cuestiones no quita frescura o ligereza al libro que, repito, es una auténtica delicia. No lo dejéis pasar. Os dejo en compañía de un relevante fragmento del libro que podréis disfrutar antes del vídeo que recoge una pieza musical obviamente turca. Uno de los grandes nombres de la música de aquel país, Aynur Dogan, interpreta una de sus piezas más destacadas, Ahmedo.
 
 
En todo caso, ahora debo construirme una vida que no deje lugar ni para Dios ni para el amor. Saldré, haré mi trabajo, procuraré divertirme, veré a mis amigos, la vida seguirá y sin duda, con el tiempo, volveré a encontrarla agradable. Todos, a fin de cuentas, nos adaptamos, tenemos que hacerlo. Hallamos la diversión, aparece sin duda a la vuelta de cada esquina, pues el mundo está lleno de bellezas naturales y artefactos encantadores, de aventuras y bromas y emociones, y de idilios y curas para la pena. Es solo que una dimensión ha sido arrancada de mi vida, allanándola, ya no es ni rica ni refinada ni vivida, sino hueca y magra e irreal, como un fantasma que vaga murmurando en el lugar que habita, buscando siempre algo que ya no está.
 
A su debido tiempo, los años apaciguarán a este fantasma. Y cuando haya pasado el tiempo, se abrirá el desagradable e impredecible vacío negro de la muerte, y caeré finalmente en él, cayendo y cayendo y cayendo, y la sola idea de esta caída, de este desarraigo, de este desgarro del alma y del cuerpo, de este partir hacia algo tan desconocido y vacío, me sume en un miedo y una pena mortales. Después de todo, la vida, con sus agónicas desesperaciones, sus pérdidas y sus culpas, es emocionante y hermosa, divertida e ingeniosa y entrañable, y está llena de placer y de amor; es a veces un poema y a veces una intensa aventura, a veces seria y a veces muy alegre, y sea lo que sea lo que venga después (si es que algo viene), nunca volveremos a tenerla. Las torres de Trebisonda, la ciudad de fábula, aún brillan en un horizonte lejano, con sus puertas y murallas bajo un embrujo luminoso. Así lo veo yo, y por muy lejos que esté de ellas, siempre será así.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su emisión centésima en esta su segunda etapa, tras los cinco años iniciales en Onda Cero, en nuestra emisora universitaria. Cien programas, cien libros, cien propuestas de lectura en dos intensos y apretados cursos académicos, cien ediciones por las que han pasado sobre todo novelas, pero también algún ensayo, antologías de poesía, recopilaciones de cuentos o volúmenes misceláneos, un centenar de sugestivas invitaciones a disfrutar de unos libros que, en todos los casos -y siempre según mi muy subjetivo y particular juicio-, han sido elegidos -a partir de mi propia experiencia lectora- con criterios en los que prima la calidad y el interés intrínsecos de las obras escogidas, pero también -sin rebajar ese nivel de exigencia inicial- su potencial cercanía a unos gustos no demasiados exquisitos o elitistas, su heterogeneidad, la variedad de géneros, de procedencias, de temáticas, de planteamientos literarios, así como la capacidad de los libros propuestos para entretener, para hacer pensar, para conmover, para emocionar, para ilusionar, para entusiasmar, para, en definitiva, encantarnos y hacernos olvidar la tan a menudo mísera existencia cotidiana.

Para conmemorar este primer centenario del programa os traigo hoy un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece.

Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que esta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados.

El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta, Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas.

He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero.

Este, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar. Pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”.

Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros.

Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura.

Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.

He elegido, como complemento musical a mi reseña de esta mañana, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del desgraciadamente desaparecido Vic Chesnutt.


¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego, no, eso es bien sabido. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo, y sin embargo, no conservan nada. Naturalmente, esto se puede decir de todas las tumbas, pero cuando se trata de las tumbas de los poetas con eso no está todo dicho. En su caso hay algo diferente. La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando. A veces se repiten. Esto ocurre cada vez que alguien lee o recita un poema por segunda o centésima vez. Pero hablan también para quienes todavía no han nacido, para unas personas que aún no han vivido cuando ellos escriben lo que escriben.

¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto? Porque nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado, que nos sabemos de memoria y de vea en cuando repetimos, en voz bajo o en voz alta. Con alguien cuyas palabras siguen estando presentes para nosotros mantenemos una relación, del tipo que sea. Por esa razón, no es imprescindible visitar su tumba.

Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos, queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven. La persona ya no existe, pero las palabras y los pensamientos permanecen. Podemos al menos rememorar. Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. Es una paradoja. Algo se ha dicho ya, pero sin que se haya formulado una pregunta. Hemos venido a dar nuestra aquiescencia, a estar cerca de las palabras que ya se han dicho. El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.

En estos últimos años he visitado innumerables tumbas de poetas y las sensaciones que he experimentado junto a ellas han sido siempre las mismas. Visitamos a unos muertos a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos. Yacen en muros, en lo alto de montículos, bajo modestas piedras u ostentosos monumentos, en metrópolis o remotas islas, junto a desconocidos o junto a otras celebridades; descansan allí desde hace tanto tiempo que hasta las inscripciones funerarias han envejecido, o en tumbas recién cavadas; las losas están de pie o yacen en el suelo; no han elegido a sus vecinos, duermen en mármol o granito junto a catedráticos u oficiales, con su esposa o su padre o sin ellos, sin palabras o con las suyas propias, palabras cinceladas en la piedra, palabras que ya conocíamos, que un día fueron escritas con tinta sobre papel y ahora están petrificadas.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

ALFONS CERVERA. ESAS VIDAS

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todas las semanas llegamos puntuales a nuestra cita con todos vosotros, una cita en la que pretendemos daros cuenta de un libro que creemos puede interesaros escogido de entre el maremágnum de publicaciones que nos asaltan de un modo inmisericorde desde los mostradores de las librerías. Hoy quiero presentaros la penúltima obra publicada de un escritor espléndido, autor de innumerables novelas y de incontables artículos periodísticos, también de algún poemario. Se trata de Alfons Cervera, un escritor valenciano con una trayectoria literaria más que estimable que no se corresponde, como tan a menudo ocurre, con su reconocimiento público, pues pese a su excelencia no ocupa las portadas, ni se le dedican páginas en los suplementos literarios, sino que presenta, en definitiva, lo que podríamos llamar un ‘perfil bajo’ desde el punto de vista comercial. Y ya sabéis que en estos asuntos de la literatura -pero en cuáles no- el comercio, la imagen, el marketing, el dinero, en suma, resultan primordiales. Alfons Cervera es, como os digo, un escritor voluntariamente alejado de los primeros planos mediáticos, pero que lleva muchos años elaborando un proyecto literario muy personal, muy delicado, repleto de melancolía, de sentimientos, hermosísimo. En particular, y antes de hablaros del libro de esta mañana, os recomiendo su tetralogía (por ahora), agrupada bajo la rúbrica de Ciclo de la Memoria e integrada por las novelas El color del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil y Aquel invierno, que gira sobre la brutal posguerra española en las décadas de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta del pasado siglo, en un territorio, la Serranía valenciana, que Cervera conoce muy bien por ser el universo de su infancia, de su vida, en realidad. En esas magníficas e intensas y emocionantes y conmovedoras novelas, se nos habla de la vida cotidiana de los perdedores de la guerra civil, de individuos humildes y sencillos, de la memoria histórica hoy tan trivializada en algunos ámbitos, de la represión, del horror, de las penurias, del silencio que sufrieron algunas de esas pobres gentes que tuvieron la mala fortuna o que escogieron el destino de estar en el lado equivocado de la contienda.
 
Esas vidas, el libro del que hoy quiero hablaros, publicado, como la mayor parte de su obra literaria, por la editorial Montesinos, contiene la totalidad de las claves y de los motivos recurrentes de la literatura de Alfons Cervera, de modo que leyéndolo podréis haceros una idea bastante ajustada de lo esencial de sus planteamientos, de sus intereses, de su estilo, tan poético. No obstante, hay, sin embargo un elemento central que es específico de este libro en particular, que constituye el eje sobre el que se desarrolla todo él. Este desencadenante de la escritura en Esas vidas es la muerte de su propia madre. La madre de Alfons Cervera fallece en un mes de febrero, tras año y medio languideciendo después de una caída por las escaleras de su casa, y dos semanas después de su muerte, su hijo, que se encuentra en Grenoble por motivos profesionales, relativos a su oficio de escritor, asistiendo a un coloquio sobre la memoria individual y colectiva que se celebra en la Universidad de la ciudad francesa, reflexiona sobre esa muerte, sobre la muerte en general, sobre su vida con su madre, sobre un extraño episodio protagonizado por su padre, entonces un joven anarquista, en los primeros días de la Guerra Civil. Tres son los planos que se entremezclan en los pensamientos del autor: la historia de su madre, de su pasado feliz, y también del progresivo deterioro del año y medio tras la caída, así como de su propia infancia como niño; la indagación en la misteriosa peripecia del padre, que le condujo a una condena de doce años de cárcel terminada la guerra; y las reflexiones que como novelista, y con ayuda de numerosas citas y referencias a otros escritores, el autor se hace sobre la muerte, sobre el paso del tiempo, sobre las razones de la escritura, sobre el sentido de la existencia, sobre la memoria, sobre la condición humana…
 
El libro resulta ser así, gracias a esta superposición de planos, intimista y objetivo, emocionante y terrible, algo frío y distante, pero a la vez lleno de ternura y sensibilidad. En cualquier caso, y como sucede con el resto de la obra de su autor, altamente recomendable. Os dejo ya con un fragmento de Esas vidas que creo que os permitirá apreciar con bastante exactitud el tono, el estilo, el clima de la obra. En estos días, además, ve la luz la última novela del escritor valenciano, Tantas lágrimas han corrido desde entonces, en la que, al parecer, pues aún no he podido leerla, se da algún tipo de continuidad con ésta que ahora comento, a través de algún personaje común.
 
Como complemento musical al libro de un escritor que siempre ha declarado su fascinación por París os dejo J’ai deux amours, esa clásica declaración de amor a la ciudad del Sena, compuesta hace más de ochenta años por Josephine Baker. Aquí suena en la voz de Madeleine Peyroux.
 
 
Ya sé, porque lo dijo Walter Benjamin -siempre presente, siempre-, que con los recuerdos no se escribe una biografía. Esta escritura no se cose a los recuerdos sino al relato, desnudo en toda su fragmentaria dramaturgia, de una muerte. La de mi madre. Y con ellas, con la muerte y con mi madre, se ha abierto en lo que se cuenta una brecha -muchas, quizá- hacia el conocimiento de lo que sucedió en un tiempo ya lejano. Una vida -aseguraba Rimbaud- siempre son otras vidas. Y me pregunto todavía hoy -tal vez hoy seguramente más que nunca- dónde estaban antes esas vidas que poco a poco han ido construyendo la que mi madre vivió cuando se iba muriendo con la fecha de caducidad que ella buscaba afanosamente en los tarros de yogur: la de Claudio, mi padre, que comienza una noche de llamas y pistolas cuando era casi un niño y se iniciaba en una revolución que lo conduciría a la derrota, a todas las derrotas; la de mi hermano, aferrada con temblores epilépticos a ese miedo que en los momentos de máximo esplendor lo llenaba de inocencia y de ternura; la de quienes fueron apareciendo en esta historia como personajes borrosos, inconclusos, habitantes de los rincones más en sombras de la casa y finalmente imprescindibles; la de esos libros que me ayudaron -con mayor o menor torpeza por mi parte- a escribir estas páginas llenas de lo que nunca antes imaginé que podría llegar a conocer. Y la de mi madre, una mujer fuerte, con esa fortaleza imbatible que de pronto se quedó paralizada un día de verano y decidió buscar en el silencio, en el lado más profundo de lo oscuro, una manera de sobrevivir.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

DAVID VANN. SUKKWAN ISLAND

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Como todas las semanas os ofrezco desde aquí, desde la emisora universitaria salmantina, una nueva recomendación de lectura, elegida por su interés y su calidad, y aconsejada con la pretensión de que pueda atraeros y os decidáis a ir en su busca a la librería o la biblioteca más cercanas. Hoy, mi propuesta es una breve novelita, los críticos pedantes hablan de nouvelle, que se presentó en su edición original estadounidense incluida en una colección de relatos, pero que en España ha sido editada de modo autónomo en un volumen único, como una obra cerrada en sí misma. Se trata de Sukkwan Island, su autor es el norteamericano David Vann, y el libro vio la luz hace casi dos años en Ediciones Alfabia en traducción de Daniel Gascón. En la editorial Mondadori se ha publicado hace unos meses Caribou Island, otra interesante novela del mismo autor, de la que os hablaré en algún programa venidero.
 
Debo haceros, de entrada, una breve apreciación inicial. Creo que conviene saber, antes de abordar su lectura, que Sukkwan Island ha sido aclamada por la crítica, nacional e internacional, premiada con galardones varios, y bendecida por un inusitado éxito de público, con ventas millonarias en numerosos países, Francia por encima de todos. En España el libro recibió en el pasado 2011 el premio Llibreter, ese reconocimiento desinteresado y por ello más significativo, que otorgan los libreros catalanes. Adelanto este dato del impacto crítico y comercial de la obra porque, al leer yo el libro bajo esta influencia tan desmesurada: obra maestra, un clásico, su autor sucesor de Hemingway y Cormac McCarthy, y tantos elogios por el estilo, a medida que iba a adentrándome en sus páginas, me resultaba inevitable el buscar en cada situación narrada, en cada frase, en cada palabra incluso, alguna prueba inequívoca de esa condición magistral anticipada. Y como podéis imaginar, no hay libro que pueda resistir un escrutinio tan minucioso y exigente. Así, como podía preverse, acabado el libro, y pareciéndome éste muy interesante y sugestivo, muy valioso y sin duda digno de lectura, me he quedado con un regusto algo agridulce, ambivalente, un ‘sí, un gran libro, pero tampoco es para tanto...’. En fin, los riesgos de generar expectativas demasiado elevadas. Bueno es, pues, que si os decidís a leerlo, estéis al tanto de este efecto e intentéis mitigarlo.
 
Roy tenía trece años, era el verano después del séptimo grado, y venía de estar con su madre en Santa Rosa, California, donde había clases de trombón y fútbol y películas e iba al colegio en el centro de la ciudad. Su padre había sido dentista en Fairbanks. El lugar al que se trasladaban era una pequeña cabaña de cedro, con un tejado muy inclinado a dos aguas. Estaba metida en un fiordo, una pequeña ensenada en forma de dedo al sureste de Alaska, cerca del estrecho de Tlevak, al noreste del Área Salvaje del Sur de la isla Príncipe de Gales, y a unos setenta y cinco kilómetros de Ketchikan. Solo se podía llegar por el agua, en hidroavión o en barco. No había vecinos. Una montaña de seiscientos metros de alto se alzaba justo detrás de ellos en forma de un gran túmulo, y se unía a través de bajos collados a otras que había en la boca de la ensenada y más allá. La isla en la que estaban, Sukkwan, se extendía varios kilómetros por detrás, pero había kilómetros de densos bosques húmedos, sin carreteras ni caminos que los atravesaran, una rica vegetación de helechos, cicutas, píceas, hongos, flores silvestres, musgos y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras de las Rocosas y glotones. Un lugar como Ketchikan, donde Roy había vivido hasta los cinco años, pero más salvaje, y aterrador ahora que no estaba acostumbrado.
 
Así, con esta sucinta descripción del escenario en que se desarrollará el libro, comienza Sukkwan Island. Jim, el padre de Roy, decide encarar con su joven hijo, casi un niño, una experiencia singular: vivir con él, aislados ambos, durante un año en este lugar inhóspito, apartado del mundo. Una isla en la que no vive nadie en kilómetros a la redonda, un sitio en el que el vecino más cercano está a treinta kilómetros, en otra isla que el propio padre desconoce cuál es de entre las muchas circundantes. Jim planea su arriesgada iniciativa con antelación, visita cuatro meses atrás la zona antes de comprar el terreno. Después convence a Roy, a su madre y al colegio. Vende su consulta de dentista y su casa, planifica la aventura, compra el material y se hace llevar con su hijo en un hidroavión que los abandona a los dos en el desolado lugar con el vago compromiso de volver con provisiones cada cierto tiempo.
 
El padre, con una vida sentimental compleja, recién separado de su última mujer, distante igualmente de la madre de Roy, plantea su proyecto como una experiencia de conocimiento personal, de contacto intenso con su hijo, de superación de las dificultades, de inicio de una nueva vida, de aprendizaje de la supervivencia en un entorno hostil. Habían llevado comida, al menos para el primer par de semanas -se dice en el libro-, y los productos de los que no querían prescindir: harina y judías, sal y azúcar, azúcar moreno para ahumar. Fruta enlatada. Pero sobre todo comerían los productos de la tierra. Ese era el plan. Tendrían salmón fresco, salvelinos, almejas, y lo que cazaran. Habían llevado dos rifles, un revólver y una pistola. Jim considera que esta vivencia extrema, de enfrentamiento con la naturaleza, unidos padre e hijo, será enriquecedora para el chico, que además recibiría un año de educación en ‘casa’: matemáticas, inglés, geografía, ciencias sociales, historia, gramática y ciencia.
 
Sin embargo, pronto resulta evidente que desconoce los mínimos rudimentos de la vida a la que expone a ambos, que carece de habilidades prácticas para desenvolverse en ese entorno y, sobre todo, en el ámbito íntimo, espiritual, que manifiesta síntomas de un cierto desequilibrio psíquico, un patente desconcierto ante las dificultades, una patética añoranza de su exmujer, unos extraños -e irritantes para su hijo- lloros nocturnos.
 
Roy, en su ingenuidad de los trece años, empieza a descubrir las limitaciones de su padre, la falta de respuestas claras a sus dudas, sus debilidades y, expuesto a una naturaleza salvaje, se debate entre la necesidad de protección y la desconfianza progresiva con respecto a las capacidades de su progenitor. A partir de su inicial expectación: tuvo la sensación de llegar a una tierra encantada, un lugar que no podía ser real, Roy cae en la cuenta de la realidad de su situación: Ninguno de los dos sabía qué hacer y los dos tendrían que aprender. Poco a poco se va sumiendo en un estado de desconcierto, de tristeza y hasta de angustia: echó repentinamente de menos a su madre y a su hermana y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero vio que su padre dejaba la playa de grava y volvía y se obligó a parar, se cuenta en un momento del libro. Y más adelante, piensa: El lugar y la forma de vida eran nuevos para ellos y apenas se conocían, pero al regresar, el aire era más frío y las plantas eran exuberantes pero aun así solo plantas y se preguntó cómo pasarían el tiempo. Todo era bruscamente lo que era y nada más. Y todavía: Empezaba a comprender algo de su padre: a menudo desaparecía en sus propios pensamientos y no se le podía alcanzar, y todo el tiempo que pasaba pensando solo no era bueno para él y lo hundía todavía más.
 
No puedo contaros mucho más sin desvelar aspectos esenciales de la novela que no pueden avanzarse, que deben ir descubriéndose con su lectura. Os diré tan solo, para terminar, que la relación entre el padre y el hijo, las desoladoras reflexiones del chico, el angustioso abismo interior de Jim, la embrutecida y pese a ello espléndida naturaleza, la dureza, interna por los terribles conflictos del alma de los personajes, y externa por el desasosegante entorno en el que se mueven, son algunos de los aspectos relevantes del libro que lo emparentan con La carretera, la obra maestra de Cormac McCarthy, con la que, sin embargo, muestra muchas diferencias. A mí, durante la lectura de este Sukkwan Island me ha venido a la cabeza Deliverance, una excelente película dirigida por John Boorman en 1972 en la que también la naturaleza brutal, pero sobre todo el ser humano despiadado y violento, asumen un protagonismo destacado. Precisamente, de la banda sonora del film os dejo un fragmento genial, casi un clásico muy recordado por todos quienes en su momento vieron -vimos- la cinta, un excepcional duelo de banjos entre el actor Ronny Cox y un muchacho desconocido que vivía cerca del lugar de rodaje de la película, aunque esta legendaria y algo fantasiosa interpretación de la mítica escena es objeto de numerosas discusiones.
 
 
La noche era oscura, sin estrellas ni luna. No veía nada, aunque sus ojos habían tenido horas para acostumbrarse. Avanzaba un pie delante de otro y tanteaba a su alrededor antes de echar peso. Se desplazó lentamente, paso a paso, a lo largo de la orilla, hasta que se acercó demasiado al borde del agua y se resbaló en unas algas y cayó pesadamente sobre la roca húmeda. Se levantó rápidamente y volvió a caerse, después gimió por el dolor de su codo y su cadera y encontró su bolsa y gateó hacia las rocas secas hasta que pudo ponerse en pie con seguridad. Continuó por los bosques, su pierna herida temblaba, paró a descansar y por la mañana descubrió que se había quedado dormido.
 
El segundo día recorrió mucho terreno, aunque las caídas le hacían sufrir. Le dolía el codo como si se hubiera dañado el hueso, pero eso no le importaba demasiado. Siguió alerta a los barcos y las cabañas y mientras caminaba se tranquilizaba pensando que encontraría a alguien. Pero después se preguntó si estaba en la isla Príncipe de Gales, la grande. No estaba tan lejos de su isla, tenía el mismo aspecto que todas las que había a su alrededor, y, a causa de su tamaño, parecía tan remota y aislada como Sukkwan. Muchas zonas de la costa estaban deshabitadas. Y suponía que podía haber más problemas con los osos en la isla grande. No habría forma de saber si era una isla más pequeña hasta que la hubiera rodeado, pero continuaba en esa orilla, y el sol se ocultaba a su izquierda.
 
A mediodía descansó y comió. Se sentó a la sombra, aunque el sol brillaba débilmente a través de la bruma. No vio barcos. No había visto ningún barco en ningún momento. Le parecía extraordinario lo aislado que estaba ese lugar. Había ido a la nada y había pensado que sería algo bueno; cuando había mirado por primera vez un mapa, le había parecido que su cabaña estaba demasiado cerca de la isla Príncipe de Gales y las escasas poblaciones que había en el suroeste de la costa, pero ahora le habría gustado recordar esas localidades y los otros pequeños enclaves dispersos en las islas vecinas. Aldeas, en realidad, solo dos o tres casas, casi sin carreteras. El tipo de sitios que siempre le habían inspirado una visión romántica. Había conocido a algunas familias que vivían en ellas, había visto sus cabañas de una sola habitación, hechas a mano, con aparadores caseros y mantas colgadas del techo para hacer un dormitorio. Alfombras de piel de oso en el suelo y las paredes. ¿Qué tenían de mágico esos lugares? ¿Qué tenía la frontera que le hacía sentir que era lo único que estaba realmente vivo? Carecía de sentido, porque no le gustaba estar incómodo y no soportaba estar solo. Quería ver a alguien todos los momentos de todos los días. Quería una mujer, cualquier mujer. El paisaje no significaba nada para él si tenía que verlo solo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

DAVID MONTEAGUDO. FIN

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, desde donde, como todos los miércoles, os ofrecemos una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo una novela que ha concitado una inusual unanimidad, o casi, no sólo de la crítica, que en general la ha saludado de un modo extraordinariamente favorable, con abundancia de expresiones elogiosas del tipo de literatura mayúscula, enorme calidad literaria, novela sorprendente, libro del año o absorbente artilugio literario, sino también por el público, por los lectores, que han agotado hasta la fecha más de una decena de ediciones. Se trata de Fin, la opera prima, la insólita opera prima, como la ha calificado algún periodista, de David Monteagudo, un gallego residente en Cataluña y que con casi cincuenta años se estrena en el mercado editorial aunque asegura tener otros diez libros prestos para su publicación. De hecho estos días se publica El edificio, su última obra. El libro ha visto la luz en la editorial Acantilado. Pasado mañana se estrena en los cines españoles la película del mismo título basada en la novela. Dirigida por Jorge Torregrossa y con las interpretaciones de, entre otros actores y actrices, Maribel Verdú y Clara Lago, su presentación como “thriller apocalíptico” no parece prometer nada demasiado bueno. Y ello aunque en el libro haya más de un extremo que podría encajar en una calificación tan truculenta.

Resulta imposible daros cuenta de lo esencial de la novela sin dar a conocer aspectos fundamentales de su trama (algo que, no obstante, hace impunemente el trailer del film), una trama repleta de enigmas, de tensión, de misterio, de obsesivo suspense. Un grupo de antiguos amigos, nueve cuarentones que ya no tienen nada en común excepto un turbio y oscuro episodio del pasado que gravitará, ominoso, sin aclararse del todo, sobre el desarrollo de la novela, se reúne en un refugio de montaña para pasar un fin de semana que pretenden sea de recuerdo y celebración de la amistad juvenil, interrumpida en casi todos los casos veinticinco años antes. La reunión sigue fielmente el guión habitual de estos casos, pero, en plena fiesta, un sorprendente acontecimiento externo alterará por completo sus planes. El suministro eléctrico en el precario alojamiento que comparten se ve interrumpido de modo inexplicable. Los intentos por conectar los teléfonos móviles, los relojes digitales, los mecanismos de puesta en marcha de los automóviles con los que han llegado al aislado refugio que han elegido para su reencuentro -incluso, por poner un ejemplo trivial, los encendedores no mecánicos-, se revelan inútiles. Progresivamente empiezan a producirse efectos y situaciones a cual más inquietante. Sometidos a una creciente presión, cada individuo interpretará los acontecimientos según sus particulares obsesiones; y entre confesiones y rencillas largamente incubadas se irá recomponiendo un esquema sórdido e intrincado de las relaciones que los habían unido en el pasado, todo ello bajo la sombra de una amenaza cada vez más cercana y palpable, en expresión literal del editor en la contraportada del libro.

El libro, de lectura ciertamente absorbente, se articula sobre una estructura dialogada, siendo las conversaciones entre los cada vez más asustados protagonistas el elemento central de la mayor parte de la novela. Es por ello, pienso, que la crítica ha relacionado el libro con la obra de Sánchez Ferlosio, y lo cierto es que durante su lectura -y desconociendo yo esas referencias críticas- a mí me ha asaltado  el recuerdo de El Jarama -sin que pretenda yo equiparar una meramente estimable novela a esa obra maestra-. Sin embargo, a mi juicio, claramente discrepante en este caso de la opinión mayoritaria, el desarrollo de esta fórmula dialogada me parece pobre e incluso, intercambiables las frases de unos y otros personajes, carentes así, pues, de voz propia, algo que, por cierto, el autor señala, no sé si con ironía autocrítica, en un momento de la obra. Lo que resulta evidente es que el peso de los diálogos, siendo inmenso, potencia la fluidez de la narración, y ello, supongo, debe de ser considerado un logro.

Logros son, sin ninguna duda, el clima de terror psicológico, el ambiente opresivo y amenazante, la sensación de inquietud y aun de descarnado pavor que transmite, el ansia simultánea que provoca por avanzar en la trama y por frenar su transcurso, atemorizado el lector por lo que pueda encontrarse al pasar la página. Desde estos puntos de vista, y además por la notable mezcla de géneros, las referencias cinematográficas y literarias, las connotaciones filosóficas y metafísicas, el eficaz retrato de una generación, se trata de un libro más que estimable, aunque en mi valoración no cabe la exaltación algo desmesurada con la que ha sido recibido. Más realista parece la publicidad de la película, que se multiplica en estos días, y que se refiere a Monteagudo como el Stephen King español, lo cual no parece precisamente un elogio entusiasmado; no creo que la comparación satisfaga al autor. Una curiosa novela, sin duda, pero no, como quiere la a menudo sospechosa crítica una obra maestra, esta Fin, de David Monteagudo, publicada por Acantilado, que hoy os recomiendo y de la que os ofrezco a continuación un fragmento como despedida. A su término, y tomando el toro del Apocalipsis por los cuernos, una canción que habla del fin de los tiempos: It’s the end of the world as we know it (and I feel fine), el ya clásico tema de REM.

La autopista asciende en suave pendiente, en una interminable recta flanqueada a ambos lados por el verde pulcro y ajardinado, por los edificios de viviendas o de oficinas de los primeros suburbios residenciales. Las rayas que dividen la cinta oscura de la autopista convergen en la lejanía hasta perderse de vista en el remoto cambio de rasante, allí donde el asfalto reverbera bajo el sol abrasador del mediodía con un vapor tembloroso, como si el horizonte ardiera con un fuego limpio y transparente. Pero el espejismo sólo se produce a ras de suelo; más arriba el aire es diáfano, sin asomo de contaminación, y los bloques de pisos, los cerros de los alrededores, se dibujan nítidamente en la pureza del aire, con todos sus detalles y sus colores. La quietud es total, insólita en este paisaje, tanto que da la impresión de estar viendo una foto, una imagen fija. En el silencio denso, envolvente, surcado tan sólo por la brisa, se transmite de pronto, con estremecedora nitidez, el chillido de algún ave rapaz que vuela en lentos círculos, muy arriba, en el azul del cielo.

Eva avanza trabajosamente por la subida, caminando por el centro del asfalto. No es que ande muy despacio, pero su marcha se eterniza en las dilatadas proporciones de la autopista. Concebida -por su anchura, por el tamaño ciclópeo de sus rótulos, por la longitud de sus rectas- para vehículos que circulan a gran velocidad.

No sabemos qué ha hecho con la bicicleta que montaba hace apenas dos horas; no sabemos si tuvo un pinchazo, una caída, o simplemente se cansó de pedalear, de castigarse las posaderas, y ha optado por hacer andando los últimos kilómetros que la separan de la ciudad, en los que además predomina la subida. Lo cierto es que camina por el asfalto recalentado, bajo un sol de justicia, llevando por todo equipaje la pistola que cuelga de su mano derecha, y la munición que abulta sus bolsillos. Nada más: ni una botella de agua, ni comida, ni siquiera sus gafas de sol. Va con el pelo suelto, seco y alborotado; sus codos y sus rodillas, castigados por el camino, blanquean ásperos, calizos, entre la satinada suavidad de su piel morena y lustrosa. Ya le queda poco sudor, pero éste todavía empapa su camiseta con una breve mancha en las axilas, sobre otros sudores ya resecos, convertidos en salitre por el sol; del mismo modo que las gotas que nacen en su frente resbalan por los regueros enjutos que las lágrimas dejaron en el polvo adherido a la piel.

 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

EDGAR TELLES RIBEIRO. LA MESILLA DE NOCHE

Hola, buenos días. Una semana más os saludamos desde Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca en el 89.0 de las ondas. Hoy quiero presentaros una novela brasileña, escrita por Edgar Telles Ribeiro y publicada por la editorial Libros del asteroide con el título de La mesilla de noche. La obra ha sido traducida por Juan Sebastián Cárdenas Cerón y cuenta con un interesante prólogo de la novelista y poeta gallega Luisa Castro.
 
Edgard Telles Ribeiro es diplomático y, a su vez, hijo de diplomático. A lo largo de su vida, en su infancia y adolescencia, vivió, estudió y trabajó en Suiza, Turquía, Francia, Grecia y el propio Brasil. Ha sido también director de cine, habiendo llegado a presentar parte de su obra en el festival de Cannes. Algunos de estos rasgos de su propia vida impregnan la novela que hoy os comento, en la que afloran, a mi juicio, el encanto y la elegancia cosmopolitas que tan a menudo asociamos a esa profesión diplomática.
 
La mesilla de noche narra, a través de las visiones, a veces sucesivas, en ocasiones superpuestas, de dos personajes, Fernando y Andrea, la historia de una tía abuela de ésta, Guilhermina, cuya vida, intensa y azarosa, se desarrolla a lo largo de la mayor parte del siglo XX en Brasil y la convulsa y bulliciosa Europa de entreguerras. La novela está dividida en tres grandes partes, en las que se alternan en el relato Fernando, director de cine brasileño, como el propio autor, Andrea, una actriz, antigua amiga de éste, y de nuevo Fernando. A partir de los recuerdos de Andrea, de los documentos, los objetos, las fotografías, los muebles, las joyas, heredados de su tía abuela, y también de las entrevistas con los personajes que la acompañaron, que asistieron a su apasionante existencia, Fernando y la propia Andrea reconstruyen, como en un rompoecabezas, también como en una indagación periodística o una investigación policíaca, lo que pudo ser, lo que probablemente fue la deslumbrante trayectoria vital de Guilhermina. Y con este enfoque múltiple, La mesilla de noche nos ofrece una visión poliédrica, con facetas diversas y complementarias, de la extraordinaria vida de este personaje singular, Guilhermina, desde su infancia en una gran hacienda cafetera de Goiás, en Brasil, pasando por sus lujosas aventuras y sus peripecias sentimentales en Francia e Italia, hasta su muerte, ya anciana, de nuevo en su retiro brasileño.
 
El elemento nuclear de la novela, el que desencadena el interés de Andrea y Fernando y la consiguiente pesquisa que constituye y alimenta el desarrollo de la trama, es una información que ambos personajes nos dan a conocer desde las primeras páginas: cuando sólo tenía catorce años, en 1926, la niña Guilhermina fue entregada en matrimonio, por decisión de sus padres, en un arreglo familiar que les reportaría ciertos beneficios materiales, y contra la voluntad de la propia Guilhermina, al inmensamente rico Comendador Carlos Augusto de Maia Macedo, de sesenta y seis años. En la misma noche de bodas, sin ninguna consideración ni la mínima ternura, Guilhermina fue prácticamente violada por su anciano marido. Desde ese momento, y día tras día, la niña, ya forzosamente madura y adulta, trama su venganza, que se consuma siete años después con el asesinato de su esposo, encerrado por su aún joven mujer, hasta morir de hambre y sed, en las bodegas inaccesibles de su mansión campestre.
 
La mesilla de noche nos presenta a una mujer formidable, a un personaje, en cierto modo, adelantado a su tiempo, a una mujer libre, compleja, decidida, dueña de su propio destino, luchando por su vida, por el amor, con una voluntad y una determinación férreas; una mujer que, a partir de ese momento iniciático que os he descrito, encadenará amigos, amantes de ambos sexos, un nuevo matrimonio, viajes, arrebatos, seducciones, peripecias fascinantes. Una mujer que como se cuenta en un pasaje de la novela una vez cruzó un río con el vestido de novia arremangado hasta las rodillas, después paseó en elefante por Estambul, antes tuvo una modesta colección de muñecas, después cuidó de cuatro enanas verdes, antes amó profundamente a su hermano mayor, después se entregó a un hombre que volaba en globo y a una mujer en un tren… En definitiva, una mujer misteriosa y cautivadora, un personaje que remite a los estereotipos de los folletines decimonónicos, pero que tiene, a la vez, una vigencia y una modernidad indiscutibles.
 
Os dejo ya con un fragmento muy significativo del libro, en el que aparecen algunos de los motivos que desencadenan la historia narrada. Después, cómo no, música brasileña para complementar la atmósfera de la novela. En este 2012 que se encamina a su fin, se cumplen los ochenta y cinco años del nacimiento de Antônio Carlos Jobim, quizá el más grande compositor del Brasil. En el vídeo lo vemos mano a mano con Frank Sinatra interpretando la gran pieza clásica Garota de Ipanema, de la que este año celebramos también el quincuagésimo aniversario.
 
Mientras conducía le pregunté sobre el origen del nombre La mesilla de noche, que me hacía pensar en el pequeño mueble paterno con su despliegue de objetos misteriosos que habían instigado mi imaginación de niño, en particular gemelos y cuellos almidonados, llaves y binóculos, junto a portarretratos y viejos ceniceros. Andrea me habló entonces de su tía Guilhermina, en realidad su tía abuela, de quien había heredado hacía año y medio una finca de buen tamaño en el interior de Goiás, repleta de muebles, objetos antiguos, porcelanas y otras curiosidades. Pero sobre todo había heredado una historia que me obligó a aparcar en la orilla del lago Paranoá, pues no existía en toda la ciudad un bar que estuviera a la altura del pergamino que mi amiga, poco a poco, empezaba a desenrollar ante mis ojos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

DEBORAH EISENBERG. EL OCASO DE LOS SUPERHÉROES

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos nuestras particulares recomendaciones de lectura. Hoy quiero proponeros una magnífica colección de relatos, El ocaso de los superhéroes es su título. Su autora es la norteamericana Deborah Eisenberg, de la que hasta ahora no conocíamos ninguna obra traducida, por lo que tenemos que agradecer a la editorial Leqtor el habernos mostrado éste su más reciente libro en traducción de Luis Murillo Fort. Confiemos en que, dada su calidad, podamos ver pronto difundidas en España el resto de sus colecciones de relatos.

Porque la verdad es que Deborah Eisenberg es una escritora formidable, capaz de trasladarnos, desde un planteamiento inicialmente realista de las acciones de sus personajes, a su interior, a su intimidad más profunda. Sus cuentos, no demasiado breves -se trata casi de novelas cortas-, nos hablan de las preocupaciones, de los sentimientos, del absurdo, de las pequeñas desdichas, de las grandes tragedias, de las relaciones afectivas, de los conflictos familiares, del paso del tiempo, de las alegrías y las frustraciones -sobre todo de las frustraciones- de los seres humanos, en estos tiempos convulsos y en este mundo complejo y desconcertante; unos tiempos y un mundo que, en algunos relatos, por ejemplo el que da nombre al libro, son más que un mero marco de referencia, más que un escenario, para convertirse en auténticos protagonistas de la historia. Pero lo esencial de Deborah Eisenberg es su estilo, elegante, lleno de matices, de detalles, un estilo en el que lo que no se cuenta, las elipsis y los sobreentendidos, los silencios y los saltos temporales, el montaje -hablando en términos cinematográficos- importa tanto como lo que sí se relata.

Deborah Eisenberg ha sido comparada a otra extraordinaria escritora, con la que tiene, en efecto, muchos puntos en común, y de la que ya os he hablado aquí por su innegable calidad y porque también me entusiasma, la canadiense Alice Munro. Coincide con Deborah Eisenberg en esta capacidad, más que notable e interesantísima, de contar sin contar, omitiendo, restando, despojando al relato de adherencias superfluas, dejando que los espacios aparentemente vacíos entre acciones, entre escenas, entre momentos nos digan más que la propia historia narrada.

Os recomiendo sobre todo el relato que da título al libro, El ocaso de los superhéroes, con la tragedia del once de septiembre como fondo, a partir de la historia de Nathaniel, un joven arquitecto que vive con sus amigos en un apartamento enfrente de las Torres Gemelas. También Un Otto diferente y mejor, en donde aparece la absurda complejidad de los vínculos familiares en una pareja homosexual. En La venganza de los dinosaurios, otro relato magistral, se habla del olvido y la memoria, de los estragos del tiempo a través de la descripción de la vida cotidiana de una enferma de Alzheimer que asiste embobada y traspuesta a las imágenes catastróficas que la televisión reitera. En Ventana, de un modo sutil y nada obvio, con alusiones, con leves retazos de conversación, un gesto, una frase, se narra el drama oculto y casi imperceptible de una mujer maltratada.

En fin, no deberíais dejar de leer a Deborah Eisenberg en este El ocaso de los superhéroes, publicado por la editorial Leqtor; seguro que, además de unas horas placenteras y entretenidas, os reconoceréis en las preocupaciones de los personajes y aprenderéis mucho sobre la naturaleza humana.

Os dejo ya con un fragmento de uno de sus cuentos con el que, como es habitual en Todos los libros un libro, pretendo trasladaros un retazo de la atmósfera que envuelve a la obra. Espero, como siempre, que pueda interesaros. Y como el texto habla de la ancianidad, de la vejez, del inexorable y terrible paso del tiempo, os ofrezco como cierre una canción que se refiere a esa realidad común e inevitable. Help the aged, de los magníficos Pulp de Jarvis Cocker.

Pero ¿cómo ha envejecido tanto? La estúpida pregunta de costumbre. Uno se había burlado toda la vida de los patéticos vejestorios que iban por ahí chocheando como quien busca un calcetín mal guardado, tirándole a uno de la manga y preguntando tímidamente: ¿cómo he envejecido tanto?

La simple visión de su cara pacientemente inexpresiva los volvía crueles. Verás cuando te pase a ti, decían con rabia.

Muy bien, eso tendría que llegar, sí, pero no de la manera ridícula como les había ocurrido a ellos. Pero aquí está, él y también sus amigos, cayendo al mismísimo vertedero de la tercera edad. O, cuando menos, luchando desesperadamente por mantenerse al borde del mismo. Sin embargo, hace apenas un segundo, pese a que corrían inexorablemente hacia allá, ni siquiera lo han visto.

¿Y qué ha sido de su juventud? A diferencia del calcetín mal guardado, no está por ninguna parte; se disolvió en los años decisivos de su vida.

miércoles, 31 de octubre de 2012

ANDRÉ GORZ. CARTA A D. HISTORIA DE UN AMOR

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda resultaros de vuestro interés y de vuestro agrado. Hoy os traigo un pequeño libro, un pequeño gran libro. En su reducida extensión, en sus breves cien páginas de formato recortado, recogidas en un precioso volumen que cabe en una mano, salen a nuestro encuentro, sin embargo, infinidad de sensaciones, se nos ofrecen multitud de motivos de reflexión, nos embargan muy variados sentimientos, pues el libro, el diminuto libro, tiene en sí la potencia generadora de toda obra maestra, la capacidad de conmover, de emocionar, de crear mundos, de perturbar, de cambiar -no exagero- nuestras vidas. Se trata de Carta a D. Historia de un amor, su autor es André Gorz y ha sido publicado por la editorial Paidós, en su colección El arco de Ulises, en traducción de Jordi Terré.

André Gorz era -y digo era porque falleció en 2007 en circunstancias que tienen mucho que ver con el libro que ahora os presento- un filósofo y periodista judío nacido en Viena pero radicado en Francia durante gran parte de su vida. Marxista por formación y convicción, fue cofundador del prestigioso semanario Le Nouvel Observateur, de inspiración socialdemócrata, conoció a Jean Paul Sartre, a Simone de Beauvoir, a los grandes pensadores e intelectuales de la época, fue él mismo un referente ideológico en los jóvenes rebeldes de varias generaciones, la del 68 incluida. Divulgador de las corrientes de pensamiento más avanzadas y progresistas de su tiempo, construyó, a su vez, su propia obra teórica, con una orientación claramente libertaria y radical que le llevó a desembocar, a finales de los años setenta del pasado siglo, en el ámbito de la ecología como modo de lucha política.

En septiembre de 2007, Gorz, de 84 años, y su esposa Dorine, de 82, se suicidaron en su domicilio de Vosnon. Ella estaba aquejada de una terrible enfermedad degenerativa, que la torturó durante los últimos veinticinco años de su vida y que se había visto agravada por un cáncer. Ambos, unidos por un amor cimentado durante casi sesenta años de vida en común, habían decidido que ninguno de ellos sobreviviría al otro. Carta a D. Historia de un amor es el relato, en primera persona, en la voz del propio André Gorz, de esta poderosísima, intensa y emotiva historia amorosa. Pocos meses antes de morir, el filósofo escribe esta carta a su mujer en la que repasa su vida juntos, desde aquel lejano 23 de octubre de 1947 en que se encontraron, y en la que narra, con el telón de fondo de su evolución y trayectoria intelectuales, las vicisitudes, los claroscuros de su apasionado y fecundo y romántico y conmovedor amor.

Debo confesaros que el personaje del autor, de este André Gorz excesivamente analítico y racional, frío y metódico, a mí me ha resultado desagradable, un hombre aparentemente algo insensible, dominado por la fidelidad espartana a unas ideas, por el control férreo de las emociones y por el sometimiento de éstas al dictado de la siempre algo inhumana -por exigente y rigorista- razón. Pero cuando con ochenta y dos años, en el momento de la verdad de su vida, podríamos decir, recapitula y cae en la cuenta de que, más allá de las teorías, más allá de las convicciones, más allá de la sujeción estricta a unos principios bastante dogmáticos, su mujer, esta Dorine brillante y atractiva, inteligente y bella, que ha estado a su lado durante seis décadas, ha sido, es, lo más importante de su vida, cuando eso ocurre, el personaje cobra una nueva dimensión y nos damos cuenta de que esta carta, esta conmovedora y sensible y tristísima carta, que leemos casi siempre al borde de las lágrimas, lo salva, lo humaniza, lo hace admirable, mucho más que todas las aportaciones teóricas por las que, supuestamente, pasará a la historia del pensamiento occidental.

Leed esta sobrecogedora Carta a D. Historia de un amor, de André Gorz, publicada por Paidós. Son apenas cien brevísimas páginas, pero la impresión que dejará en vuestras vidas, no lo dudéis, será enternecedora e imborrable. Os dejo ya con un par de fragmentos de la obra, uno con el que se abre la carta y otro que le pone término. Espero poder transmitiros con ellos parte de la mucha intensidad de un texto magnífico, una verdadera obra maestra. La larga pieza musical que acompaña esta entrada es la interpretación que hace Kathleen Ferrier de Frauenliebe und leben (El amor y la vida de una mujer), la obra Robert Schumann sobre un ciclo de poemas, escritos en 1830, de Adelbert von Chamisso, y que se cita en ese texto final que pone cierre a la emisión.


Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que sólo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío. Tengo que repetirte con sencillez estas pequeñas cosas antes de abordar los problemas que desde hace poco me atormentan. ¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida? ¿Por qué en mi obra principal presenté una imagen falsa de ti que te desfigura? Ese libro debía mostrar que mi compromiso contigo constituyó la inflexión decisiva que me ha permitido querer vivir. ¿Por qué, entonces, elude tratar la maravillosa historia de amor que habíamos empezado a vivir siete años atrás? ¿Por qué no dije lo que me fascinó de ti?

Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío. Por la noche veo a veces la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta Die Welt ist leer. Ich bin Nicht lebend mehr. [El mundo está vacío, no deseo vivir más], y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos.