Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de julio de 2017

DENNIS LEHANE. CUALQUIER OTRO DÍA; VIVIR DE NOCHE; ESE MUNDO DESAPARECIDO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión de Todos los libros un libro por este curso 2016/2017. Con mi propuesta de esta tarde os decimos adiós hasta el próximo septiembre, dejándoos, como hemos hecho a lo largo de todo este mes de julio, con una recomendación de lectura que no puede formularse así, en singular, ya que se abre a múltiples libros e incluso a otras obras no literarias como películas o series televisivas. Quienes habéis seguido el espacio en estas últimas semanas sabréis que, como en otras temporadas, he querido aprovechar el tiempo de holganza y vacación que siempre acompaña a estos días veraniegos para sugeriros libros de gran extensión o que se encuadran en proyectos más plurales, que incluyen varios títulos o se presentan en distintos volúmenes y que, por ello, nos obligan a disponer de un tiempo amplio -como el que se nos ofrece ahora, en este inminente agosto- para afrontar su casi inacabable aunque muy gozosa lectura.

Así sucede también en el caso de hoy, con una trilogía -que puede ampliarse, como pronto veréis, a seis o hasta diez libros más- de un escritor que ha visto trasladadas al cine algunas de sus obras y que incluso ha firmado el guion de algunos episodios de muy conocidas series de tal manera que, de estar interesados en “agotar” la variopinta producción de su autor (algo que, sin duda, os aconsejo), deberíais “entregar” a la tarea (placentera pero rozando lo imposible) no ya un mes sino un año de intensa y apasionada dedicación en exclusiva.

Dennis Lehane es un autor estadounidense de novela negra, bostoniano -y el dato no es irrelevante, pues Boston es un elemento central en sus libros-, que ha presentado hace pocos meses en España su último libro, con el que cierra una serie de tres protagonizados por diversos miembros de una familia, los Coughlin, que se mueven en los aparentemente opuestos ambientes de la policía y el crimen organizado en la ciudad norteamericana en el primer tercio del siglo XX. Ese mundo desaparecido se edita en nuestro país este mismo año, en Salamandra, en un sorprendente cambio de firma editorial del autor, que siempre había publicado en RBA, sello -del que procede la actual responsable de la exitosa Salamandra- en el que pudimos leer en 2010 el primer libro de la serie, Cualquier otro día, y también el segundo, Vivir de noche, que vio la luz en 2013.

Mi reseña de hoy se centrará en estos tres libros, aunque no quiero dejar de recomendaros el resto del muy estimable fruto de la maestría literaria de Lehane. Desde 2009, la citada RBA ha albergado la hexalogía de Patrick Kenzie y Angela Gennaro, dos detectives que se desenvuelven en el sórdido mundo criminal de Boston y que protagonizan Un trago antes de la guerra, Abrázame, oscuridad, Lo que es sagrado, Desapareció una noche, Plegarias en la noche y La última causa perdida, seis apasionantes novelas. Lehane es autor también de otros títulos espléndidos presentados de forma independiente, ajenos al formato serial y, por lo tanto, con carácter autónomo, aunque coincidiendo en escenarios y atmósfera cada uno de ellos, como es el caso de La entrega, Mystic River o Shutter Island. Estos dos últimos han sido llevados al cine por, respectivamente, Clint Eastwood y Martin Scorsese en dos películas magníficas. Con menor calidad, cuestionadas por la crítica, pero, a mi juicio, también interesantes son las traslaciones cinematográficas, ambas a cargo de Ben Affleck, de Vivir de noche y Desapareció una noche; ésta exhibida en España bajo el título de Adiós, pequeña, adiós. Por último, nuestro invitado de hoy ha escrito el guion de algún capítulo de The Wire o de Boardwalk Empire, dos prestigiosas series de culto de la factoría HBO.

Cualquier otro día, premio del gremio de libreros español a la mejor novela del año 2010, presenta, en traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer, más de setecientas excitantes páginas en un híbrido de géneros que solo de modo residual y “condicionados” por la influencia de la trayectoria literaria de su autor incluye al negro y criminal pues, aun sin olvidar esa dimensión policiaca -como digo accesoria en este caso-, nos hallamos ante un libro que es sobre todo un texto de ficción histórica y social, y sobre todo -ya sin etiquetas reduccionistas- una gran obra literaria, de sobresaliente calidad.

La novela, ambientada en la ciudad natal del autor entre 1918 y 1920, se desarrolla en dos líneas principales que corren inicialmente en paralelo pero que acabarán por confluir. Por un lado, la narración sigue las tristes y esforzadas peripecias de Luther Laurence, un joven negro que se ve envuelto, por la fuerza de un inexorable destino y casi al margen de su voluntad, en el mundo del hampa, del que huye para acabar en un Boston en el que la segregación racial lo introduce de nuevo en un universo de violencia. El otro eje de la trama se desenvuelve en torno a Danny Coughlin, un joven policía irlandés, hijo de emigrantes católicos -su padre, Tommy, ha llegado a ser, desde la pobreza de sus orígenes, una alta y férrea autoridad en la policía bostoniana-, que busca su lugar en el mundo debatiéndose entre la fidelidad a los valores familiares y la continuidad de la carrera de su progenitor, movida por principios conservadores y hasta ferozmente reaccionarios, y su recién adquirida conciencia de las injusticias y los fraudes, de los abusos, los atropellos, la corrupción y la profunda inmoralidad de ese entorno que le rodea. Ambos personajes -con sus contradicciones: los dos serán capaces de ejercer la violencia y hasta de matar- son íntegros, valientes, de torturada existencia, sensibles, románticos y sentimentales, esperanzados y a la vez escépticos buscadores del amor y, en suma, perdedores. Como un sutil hilo conductor Lehane recurre a la figura -esta con base real, con presencia histórica- del jugador de béisbol Babe Ruth, uno de los grandes nombres del para mí inextricable deporte norteamericano, cuyos avatares profesionales y personales puntean la novela en un segundo plano, en apariencia tangencial, enmarcando la acción.

El libro, más allá de la profundización en la personalidad y el itinerario vital de sus dos grandes protagonistas, interesa por su valor documental. Cualquier otro día podría ser calificada de novela histórica, por cuanto “funciona” como fidedigna fotografía de una época. A partir del microcosmos bostoniano, el lector asiste al crecimiento de los Estados Unidos como sociedad de aluvión en el siglo XX, un país por hacer al que arriban, entre millones de inmigrantes, dos jóvenes, Thomas, el padre de los Coughlin, y su mejor amigo Eddie, que se enfrentan a la despiadada lucha por sobrevivir y prosperar en las calles de su ciudad de acogida. Los dos chicos, recién llegados desde su Irlanda natal a principios de siglo, reciben el mensaje que el inmenso país manda a todos los que acceden al nuevo mundo en procura de más amplias expectativas de vida: Este país es vuestro, chicos, pero tenéis que apoderaros de él. Años después, ya convertidos en el estricto capitán Coughlin y el despiadado teniente McKenna -devenido en relevante inspector de policía y padrino de Danny- constatarán el éxito de su tarea: Y tanto que nos apoderamos, muchacho, y tanto. Pero el protagonismo directo recae en Danny y Luther y, a través de sus vidas, en un Boston que puede “leerse” como trasunto de los Estados Unidos (La Atenas de América, cuna de la Revolución americana y de dos presidentes, sede de más universidades que ninguna otra ciudad de la nación, el centro del universo), conocemos la realidad de una ciudad abigarrada, poblada de emigrantes de todas las partes del mundo y de toda condición (italianos, irlandeses, negros, lituanos, anarquistas, comunistas, judíos), de niños dickensianos que trabajan en condiciones infrahumanas (como en las testimoniales fotografías de Lewis W. Hine), de obreros que se desempeñan en oficios varios, todos duros y todos míseros; una caótica locura de calles enfangadas por las que transitan camiones y coches de caballos, ríos de gente y fruta y verdura y cerdos nerviosos resoplando entre la paja en el adoquinado, en un ambiente general de miseria y enfermedad, de infecciones y contagiosas epidemias, en el que la adictiva prosa de Lehane se detiene para plasmar los pequeños detalles reveladores: el chirrido de las poleas de los tendederos entre edificios, el sonido de un organillo en la calle, las madres llamando a sus hijos, los colchones en las escaleras de incendios en las calurosas noches del verano.

Esta dimensión de crónica de la novela se enriquece, además, por una innegable voluntad de crítica social. En unos Estados Unidos que asisten a distancia a los últimos días de la Gran Guerra y el nacimiento de la revolución bolchevique, con una paranoia generalizada en la que el miedo al terrorismo, al anarquismo, al comunismo, a la sovietización del país, impregna las conciencias de sus ciudadanos, Cualquier otro día nos muestra -como telón de fondo de la ”acción”- la terrible situación de las masas de individuos que acceden a las costas orientales de Norteamérica en busca de una vida mejor: los trabajadores, los parias, los desheredados, los desprotegidos, los que nada tienen (para la mayoría de la gente, cuando tropieza, no hay red. Nada. Simplemente nos caemos), las pobres gentes que, explotadas en fábricas y astilleros, en industrias y manufacturas, en empresas y talleres, “asaltan” las ciudades reivindicando sus derechos. Es la época del nacimiento del Derecho del Trabajo, y las calles de Chicago, Detroit o Boston son un turbión de sucesos en los que afloran el sindicalismo, el movimiento obrero, las huelgas, los disturbios callejeros; una etapa en la que los cambios y los sufrimientos que llevan consigo son los protagonistas (los cambios duelen), en la que nace un mundo nuevo, una nueva sociedad, dejando a su paso miles de víctimas, arrolladas por la inusitada fuerza de la vida que se impone devorando a los más débiles: Era como si todos cruzaran este mundo de locos intentando seguir el ritmo pero sabiendo que eran incapaces de hacerlo, sencillamente incapaces. Así que parte de ellos aguardaba, en un segundo intento, a que el mundo los alcanzara de nuevo por detrás, y entonces simplemente los arrollaba, enviándolos, por fin, al otro mundo.

Y de ese universo convulso, el talento de Lehane -y su explícita voluntad, en la que yo creo ver una intención moralizante- nos deja ver dos “frentes”; no solo, como se ha dicho, el de los desgraciados de la fortuna, sino el de quienes se benefician y sacan partido de tanta miseria y tanta degradación, de tanta explotación y tanta iniquidad: los políticos venales, los banqueros corruptos y una policía connivente con el poder que contribuye, en beneficio de las privilegiadas élites, a la destrucción y el sometimiento de los desamparados.

Y el lugar de encuentro “natural” de ambos mundos -y un “topos” clásico de la literatura negra- es el que acaba por constituir el núcleo último de la obra de Lehane, que se adentra así en el cuarto de los ejes principales de su libro (tras la indagación en la personalidad de sus “criaturas”, el documento histórico y el retrato social): el ambiente, la atmósfera, el “clima” policiaco, el de los bajos fondos, las tabernas, los tahúres y la lotería clandestina, el de la prostitución, las drogas y el alcohol (la acción se desarrolla cuando está a punto de empezar la prohibición, con una Ley Seca que se aprobará a comienzos de 1920). El sinuoso y despiadado McKenna, mangoneando a su antojo el DPB (Departamento de Policía de Boston), y el más aparentemente discreto Thomas Coughlin, siempre al servicio del bien, dirigen una mafia policial, con distintas brigadas especiales repletas de informantes, timadores, infiltrados, espías callejeros y revienta huelgas que, en un mar de violencia y siendo capaces de llegar -en ocasiones y en nombre de unos pomposos honor, lealtad y dignidad- a la tortura y el asesinato, reprimen cuanto grito demandante de libertad resuena en las calles.

Cuando da comienzo Vivir de noche, segunda entrega de la serie, traducida a nuestro idioma por Ramón de España, han pasado algunos años -la historia se retoma en 1926- y el foco del relato se centra ahora en Joe, el menor de los Coughlin (solo un adolescente en Cualquier otro día). Sin perder de vista esa dimensión histórica y social (en las tres novelas del ciclo abundan los personajes y los sucesos reales; la sombra del nazismo y del ascenso hitleriano, por ejemplo, asoma en el horizonte al término de esta segunda), el libro se adscribe de un modo más “natural” al género negro. Ambientada en su primera parte en Boston (recreado de nuevo con precisión y brillantez; con unos capítulos “carcelarios” auténticamente magistrales) y, sobre todo, en Tampa, Florida, y en una coda final en Cuba, la novela se desarrolla en los años de plena vigencia de la Ley Seca (que se derogó en 1933, aunque la novela continúa hasta 1935) y da cuenta de las luchas sangrientas entre bandas mafiosas por el control del tráfico clandestino de alcohol y el dominio de los circuitos de las drogas, la prostitución y el juego. Con una narración trepidante, que nos hace avanzar con fruición en la lectura, se multiplican las encerronas y las traiciones, los tiroteos y los asesinatos, las torturas y las ejecuciones, como en las mejores manifestaciones literarias y cinematográficas del género negro. Y ello sin que la dimensión humana de los protagonistas, sobre todo Joe y Graciela, pero también Emma Gould o Maso Pescatore o Loretta Figgis, se descuide, antes al contrario: todos tienen hondura y se dibujan con sutileza y variedad de matices.

Ese mundo desaparecido cierra la trilogía, en traducción esta vez de Enrique de Hériz (es una lástima que cada libro se vierta al español con una voz distinta; cada una de ellas, aunque de modo leve y aparentemente inapreciable, introduce su particular estilo, diferente al de los demás y con efectos, por ello, ligeramente incómodos en la lectura). Siete años después de los episodios que ponían fin a la novela anterior, Joe Coughlin ha abandonado, aparentemente, la “primera línea de fuego” y es ahora (como puede apreciarse en el fragmento que cierra esta reseña) un influyente hombre de negocios de Tampa, aunque sigue manejando -en un segundo plano, de un modo no tan notorio- los hilos de todos los asuntos sucios de la ciudad (prostitución, drogas, usura, juego ilegal, tráfico de seres humanos, asesinatos). En el escenario ya conocido de Florida y Cuba, ahora avanzada ya la primera mitad de los años cuarenta y con la Segunda Guerra mundial destrozando Europa, se mantienen -al igual que en Vivir de noche- las pautas del más duro género negro: traiciones, ajustes de cuentas, delaciones, encarnizados enfrentamientos entre facciones rivales, dobles juegos, sospechas, clanes mafiosos, sangrientas luchas por el poder, innumerables tramas que se entremezclan, gánsteres, forajidos despiadados pero con preocupaciones humanísimas, y todo ello narrado con virtuosismo, en un relato rebosante de “escenas” vibrantes, de una tensión casi inaguantable. Pero hay también -y sobre todo- una sólida construcción de los personajes, en especial de un protagonista que la capacidad de penetración psicológica de Lehane nos muestra con emoción y lirismo, con poesía y profundidad. Aquel hombre emanaba más dolor, amor, poder, carisma y maldad potencial que cualquier otro con quien se hubiera cruzado, se dice de él en un momento del texto. Asistimos así a las reflexiones, las vacilaciones morales, la perplejidad existencial, la imposible aceptación de un fatal destino, previsible pero inexorable, en un Joe Coughlin que, cuidando de un hijo pequeño, con solo treinta y seis años y tras veinte de vida al límite, encara sus fantasmas. Y es que el temible gánster, siendo un sanguinario criminal que vive una vida de codicia y castigo, sufre por la imparable deriva de su existencia, analiza sus pecados, se enfrenta a sus remordimientos, reflexiona sobre su código ético y, en definitiva, sacrifica su paz mental torturado por las muchas dudas que le asaltan ante las brutales repercusiones de sus actos. En este sentido, Ese mundo desaparecido es, de nuevo, como la primera obra de la serie, una magistral novela que trasciende el marco del género negro y puede ser leída como gran literatura.

En fin, leed estos tres espléndidos libros de Dennis Lehane -y todos los demás que ha escrito, y ved las películas y las series en las que ha intervenido-, os aseguro horas de entretenimiento y disfrute, de intensidad y emoción. Os dejo ahora con Where Did You Sleep Last Night?, una tristísima canción, aquí interpretada por Leadbelly, que Tomas, el hijo de Coughlin, con solo cinco o seis años le canta, en la última novela de la serie, a su padre, embargados ambos por el recuerdo de su madre y esposa, respectivamente. Con esta recomendación me despido hasta dentro de poco más de un mes, hasta el miércoles 6 de septiembre, exactamente, en que volveremos con una nueva temporada, la octava ya, de Todos los libros un libro. Pasad unas muy buenas vacaciones. Adiós.


Diciembre de 1942

Antes de que su guerra pequeña los separase, se juntaron para recaudar fondos para la guerra grande. Había pasado ya un año desde lo de Pearl Harbor cuando se vieron en el salón de baile Versalles del hotel Palace de Bayshore Drive, en Tampa, Florida, con la intención de recaudar dinero para las tropas desplegadas en el escenario bélico europeo. Era una cena con catering, había que llevar corbata negra, hacía una noche seca y apacible.

Seis meses después, una tarde húmeda de principios de mayo, un periodista del Tampa Tribune especializado en sucesos se iba a encontrar con unas fotografías tomadas en esa reunión. Se llevó una sorpresa al ver la cantidad de asistentes a esa cena de recaudación de fondos que habían acabado saliendo en las noticias locales, ya fuera por asesinar a alguien o por morir asesinados.

Le pareció que ahí había una historia; su redactor jefe no estaba de acuerdo. «Pero mira — insistía el periodista— , fíjate. Ese que está en la barra con Rico DiGiacomo es Dion Bartolo. ¿Y este de aquí? Estoy casi seguro de que ese pequeñajo del sombrero es Meyer Lansky en persona. Y aquí... ¿Ves ese que habla con una embarazada? Terminó en la morgue el pasado marzo. Y ahí tienes al alcalde y a su mujer hablando con Joe Coughlin. Otra vez Joe Coughlin, en ésta, estrechándole la mano a Montooth Dix, el gángster negro. A Boston Joe casi no le han sacado fotos en toda su vida, pero esa noche salió en dos. ¿Ese tío que fuma junto a una mujer vestida de blanco? Está muerto. Y éste también. ¿El de la pista de baile, con esmoquin blanco? Mutilado.»

«Jefe — decía el periodista— , esa noche estaban todos juntos.»

El redactor jefe comentó que Tampa era un pueblo que se hacía pasar por una ciudad mediana. La gente no hacía más que cruzarse. La cena pretendía recaudar dinero para la guerra; una de las causes de rigueur para los ricos y ociosos; atraían a cualquiera que fuera alguien en la ciudad. Señaló a su joven y entusiasta reportero que a la cena había asistido muchísima gente — dos cantantes famosos, un jugador de béisbol, tres actores de los seriales radiofónicos más populares de la ciudad, el presidente del First Florida Bank, el director general de Gramercy Pewter y P. Edson Haffe, dueño precisamente del diario en que ambos trabajaban— que no tenía ninguna conexión con el derramamiento de sangre que, en el mes de marzo, había manchado el buen nombre de la ciudad.

El periodista siguió protestando un poco más, pero al ver que el redactor jefe se negaba a ceder en ese asunto retomó la investigación de los rumores que hablaban de unos espías alemanes infiltrados en el litoral de Port Tampa. Al cabo de un mes lo reclutó el ejército. Las fotos seguían en la morgue fotográfica del Tampa Tribune cuando ninguno de los que aparecían en ellas vivía ya en este mundo.

El periodista, que murió dos años después en la playa de Anzio, no tenía manera de saber que el redactor jefe — que vivió treinta años más que él, hasta que se lo llevó una enfermedad coronaria— había recibido órdenes de poner fin al seguimiento de cuanto tuviera que ver con la familia criminal de los Bartolo, con Joseph Coughlin o con el alcalde de Tampa, un valioso joven de una valiosa familia local. Bastante se había ensuciado ya, según le dijeron, el nombre de la ciudad.

Por lo que a ellos concernía, los asistentes a aquella reunión de diciembre habían participado en una reunión absolutamente inocua de gente que apoyaba a los soldados de ultramar.

Joseph Coughlin, el hombre de negocios, había organizado el acontecimiento al ver que muchos de sus antiguos empleados pasaban a engrosar las filas del ejército, ya fuera porque los reclutaban o porque se alistaban de manera voluntaria.

Vincent Imbruglia, que tenía a dos hermanos en la guerra — uno en el Pacífico y el otro en algún lugar de Europa que nadie le sabía precisar— dirigió la rifa. El premio principal eran dos entradas de primera fila para un concierto de Sinatra en el Paramount de Nueva York a finales de mes, con dos billetes de primera clase en el tren Tamiami Champion. Todo el mundo compró ristras enteras de boletos, pese a dar por hecho que el bombo estaba trucado para que ganara la esposa del alcalde, gran fan de Sinatra.

El gran jefe, Dion Bartolo, exhibió los bailoteos que le habían servido para ganar unos cuantos premios en la adolescencia. De paso, proporcionaba a las madres e hijas de algunas de las familias más respetables de Tampa historias que contar a sus nietas. («Un hombre capaz de bailar con esa elegancia no puede ser tan malo como dicen algunos.»)

Rico DiGiacomo, la estrella más brillante del submundo de Tampa, apareció con su hermano Freddy y su adorada madre, y su peligroso glamour sólo se vio superado al llegar Montooth Dix, un negro de altura excepcional que aún parecía más alto por el sombrero de copa que coronaba su esmoquin. La mayor parte de los miembros de la elite de Tampa nunca había visto a un negro en sus fiestas, salvo que llevara una bandeja en la mano, pero Montooth Dix se desenvolvía entre aquella muchedumbre de blancos como si diera por hecho que eran ellos quienes debían servirle.

La fiesta tenía el grado de respetabilidad suficiente para poder asistir a ella sin remordimientos, y la peligrosidad suficiente para merecer comentarios durante el resto de la temporada. Joe Coughlin tenía un talento especial para poner en contacto a los próceres de la ciudad con sus demonios y lograr que pareciese una pura juerga. A ello contribuía el hecho de que el propio Coughlin, de quien se rumoreaba que en otro tiempo había sido gángster, y bien poderoso, hubiera evolucionado luego para salir de la calle. Era uno de los mayores contribuyentes de las obras de beneficencia en toda la zona central del oeste de Florida, amigo de numerosos hospitales, sopas bobas, bibliotecas y refugios. Y si eran ciertos los otros rumores — según los cuales no había abandonado del todo su pasado criminal— , bueno, no se puede culpar a nadie por mantener cierta lealtad con quienes lo han acompañado a la cumbre. Desde luego, si algunos de los magnates, dueños de fábricas o constructores allí presentes necesitaban serenar la agitación entre sus trabajadores o desatascar las rutas de aprovisionamiento, sabían a quién llamar. En aquella ciudad, Joe Coughlin era el puente entre lo que se proclamaba en público y el modo de conseguirlo en privado. Si te invitaba a una fiesta, acudías aunque sólo fuera para ver quién se presentaba.

Ni siquiera el propio Joe daba a esas fiestas un significado mayor que ése. Cuando alguien celebraba una en la que lo más granado de la ciudad se mezclaba con los rufianes, y los jueces charlaban con los capos como si nunca se hubieran visto — ni en el juzgado, ni en algún reservado— , cuando el pastor del Sagrado Corazón aparecía y bendecía la sala antes de zambullirse en ella con tanto afán como los demás, cuando Vanessa Belgrave, la esposa del alcalde, bella pero gélida, alzaba el vaso hacia Joe en señal de gratitud y un negro tan imponente como Montooth Dix era capaz de entretener a un grupo de carcamales blancos con el relato de sus proezas en la Gran Depresión sin que nadie presenciara una mala palabra, ni un solo tambaleo de borracho, bueno, esa fiesta era algo más que un éxito, posiblemente era el mayor éxito de la temporada.

miércoles, 19 de julio de 2017

JANE AUSTEN. ORGULLO Y PREJUICIO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión, la penúltima por este curso 2016/2017, de Todos los libros un libro. Como sabéis nuestros seguidores más habituales, en este mes de julio estamos proponiéndoos algunas lecturas que por su extensión o por su capacidad de abrirse a otros libros o a películas o a distintas manifestaciones artísticas relacionadas, y que por ello también debemos -y sobre todo queremos- conocer, requieren una considerable dedicación en tiempo, algo que quizá solo cabe en estos meses veraniegos, en los que coinciden las jornadas interminables y una holganza vacacional, que ahora, cuando apenas da comienzo, parece que no vaya a tener fin.

Este es sin duda el caso de mi propuesta de hoy, aunque, como veréis, resulta absurdo hablar de ella en singular. Porque esta tarde no os aconsejo la lectura de un libro sino una muy amplia variedad de ellos, complementada, además, con varias películas y hasta alguna serie televisiva. En realidad, lo que ahora os propongo es una invitación -una incitación- a adentraros en una experiencia global: una completa y feliz inmersión en lo que podemos denominar el “universo Jane Austen”.

Y es que Jane Austen, la ya clásica escritora británica, murió hace ahora doscientos años, el 18 de julio de 1817, en Winchester, capital del muy inglés condado de Hampshire, y este aniversario, celebrado en todos los medios en nuestro país (y obviamente en el suyo), es la excusa perfecta para plantearos mis apasionados consejos de lectura de su obra y de otras adyacentes.

Fundamentalmente quiero centrar el espacio en Orgullo y prejuicio, una de las grandes novelas de Austen, cuya relectura ha sido para mí una de las vivencias más felices en estos últimos meses. Luego, y siempre con el mismo motivo principal, os hablaré también de algunas secuelas actuales del libro, más o menos interesantes, en particular La muerte llega a Pemberley, de la escritora policiaca P.D. James; Sin compromiso, de Curtis Sittenfeld; o la insólita Orgullo y prejuicio y zombis, escrita por Seth Grahame-Smith. También son muy estimables la película, con el mismo título del libro, dirigida en 2005 por Joe Wright, con una Keira Knightley muy joven y brillante (en todos los sentidos, sobre todo el de esplendorosa), y la magnífica serie de la BBC, también bajo la rúbrica de la obra original, presentada en tres capítulos en 1995, con Jennifer Ehle y Colin Firth en los dos papeles principales.

Pero el que el eje central de mi reseña sea la formidable historia de las deliciosas hermanas Bennett no impide, antes al contrario, que amplíe mi propuesta a otras novelas magníficas de Jane Austen que yo no había leído hasta hace pocas semanas, como Sentido y sensibilidad, Mansfield Park, Persuasión o Emma, muchas de ellas con su más que digna traslación cinematográfica. Se trata, como podéis deducir de esta somera enumeración, de una enardecida llamada por mi parte para que abandonéis durante algunas semanas todas vuestras obligaciones -si es que en este período de asueto mantenéis viva alguna- para pasar a convivir en cuerpo y alma con los personajes de las obras mencionadas compartiendo sus peripecias en las impresionantes mansiones georgianas y los apacibles paisajes de la campiña inglesa en los que se desenvuelven sus tramas. Si os decidís a hacerlo, os recomiendo igualmente la indispensable página Jane Austen en castellano, completísima y repleta de información interesante. Excelente también, e inabarcable, Hablando de Jane Austen.

Pero vayamos de entrada con Orgullo y prejuicio, la más popular, quizá, de las novelas de nuestra invitada de hoy. El libro cuenta con varias ediciones en castellano, con formatos y traducciones diversas (son significativas y llaman la atención las discrepancias, a propósito de las muchas versiones al castellano de la obra, en las diversas formulaciones de la muy famosa frase inicial de la novela: Es una verdad universalmente aceptada que todo soltero en posesión de una gran fortuna necesita una esposa, que se recrea de unos libros a otros con una generosa variedad de interpretaciones). Yo os recomiendo la publicada en 2009 por Alba Editorial, en su colección Clásica Maior, una edición primorosa, bellísima, con una traducción impecable desde el punto de vista del profano, complementada con enjundiosas notas, de Marta Salís (hay un interesante trabajo de una experta, la profesora Nieves Jiménez Carra, de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, acerca de las traducciones de Orgullo y prejuicio, que incluye un interesante análisis del modo en que se han vertido al castellano algunos términos de frecuente aparición en la obra de Jane Austen: abilities, accomplishments, manners y mind). El texto utilizado para la traducción es el de la primera edición de la obra, que vio la luz de forma anónima en 1813. Las ilustraciones, magníficas, que se entreveran en las páginas del libro y encabezan los distintos capítulos, son las de Hugh Thompson para la edición de 1894.

El hogar de los Bennet, una propiedad en Hertfordshire que por diversas consideraciones legales deberá pasar a manos ajenas tras la muerte del padre de familia, y por el que revolotean sus cinco jóvenes y casaderas hijas (Jane, Elizabeth -Lizzy-, Mary, Kitty y Lydia), se ve sacudido por la noticia, con la que se abre el libro, de que un rico y agraciado hombre soltero, el Sr. Bingley, ha alquilado una mansión vecina, la finca Netherfield. La Sra. Bennet ve en el acontecimiento la ocasión para que alguna de sus hijas pueda lograr una buena boda que resuelva tanto su propia vida como la del resto de la familia. Bingley aparecerá con sus hermanas y con un amigo, el Sr. Darcy, también atractivo e igualmente poseedor de una considerable fortuna, que despertará junto a su compañero el interés de las chicas. Enseguida se suceden los actos sociales -bailes, almuerzos, visitas, paseos- en cuyo curso aflorará la atracción recíproca entre el joven Bingley y la mayor de las jóvenes Bennet, la muy bella Jane. Por el contrario, el contacto entre Darcy y Elizabeth nace marcado desde muy pronto por los malentendidos -y aun más, la antipatía, la animadversión y la franca hostilidad- que provocan simultáneamente el carácter aparentemente orgulloso del varón, cuyos comentarios humillan a la chica, y las reticencias y prejuicios que ésta alberga sobre él a partir de la información que recibe de otras personas y que corroboran esa personalidad arrogante, altiva, proclive al desprecio y la altanería de un joven que desde el primer momento parece dejar claro que las notorias diferencias de clase con la familia Bennet lo enojan e irritan, lo aburren y alejan del inconveniente trato con sus miembros. Las otras hermanas, la muy seria Mary y las infantiles y frívolas Kitty y Lydia, tienen una menor presencia en el libro, aunque un controvertido comportamiento de esta última sí incidirá en la línea central de la trama. Un hilo argumental que se desarrollará dándonos cuenta de las vicisitudes por las que atraviesan las dos relaciones principales, singularmente la de Lizzy y Darcy, con sus vaivenes, lances, incidencias, idas y vueltas, acercamientos y separaciones, aproximaciones y rechazos, esperanzas y deseos, tropiezos y errores, hasta llegar a una conclusión que pese a ser previsible y bien conocida no voy a divulgar.

Pero como tantas otras veces nos encontramos en las obras maestras de la literatura, no es el desarrollo de la historia que se nos cuenta -su contenido: estamos, en el fondo, ante una magnífica novela de amor- lo esencial del libro, sino su estilo, la tensión narrativa que le imprime su autora y también la capacidad de ésta para la indagación en la psicología de sus personajes; su perspicacia y talento para la observación del comportamiento humano; la multiplicidad de temas que subyacen al relato; el talento de Jane Austen para ofrecer una precisa radiografía social de una época y de un ambiente, el de las clases media y alta en la sociedad rural de su tiempo, que aparecen descritos de un modo nítido aunque indirecto a través de los bailes, las visitas entre familias, las cartas y los mensajes, las invitaciones y los almuerzos, los pequeños detalles que marcan las diferencias de clase, las costumbres domésticas y, sobre todo, las ceremonias y los protocolos, los valores y rituales, las formalidades y la liturgia -también sus expectativas y sus afanes- del matrimonio, la institución que ocupa un lugar central en todas sus novelas (casarse había sido siempre su objetivo; era la única forma respetable de que una joven educada y de escasa fortuna se asegurara el porvenir y, aunque no garantizara su felicidad, era el mejor modo de no pasar privaciones).

En particular, y sin poder ahondar más en el asunto, destaca por encima de todos el personaje de Elizabeth, una chica inteligente, romántica sin caer en el empalago y racional, con personalidad propia, dotada de un ingenio vivísimo y una lengua afilada, valiente y atrevida, respondona e inconformista, por todo ello adelantada a su tiempo y en consecuencia muy moderna, hasta feminista avant la lettre, por esa su negativa a someterse a los dictados de las conveniencias y las formalidades sociales, por su radical insistencia en pensar por sí misma, por su lúcida obstinación en rechazar el papel que la época exige de una joven dama de su clase. Una figura literaria inolvidable.

Toda esta amplia variedad de referencias, significados e interpretaciones a los que se abre el libro no admite de ninguna manera una fidedigna traslación al cine, siempre más -forzosamente- reduccionista. Hay, al parecer, más de sesenta adaptaciones o desarrollos o recreaciones cinematográficas de las obras de Jane Austen, de las que yo quiero hablaros ahora de dos. En primer lugar, me ha interesado Orgullo y prejuicio, una película de 2005 dirigida por Joe Wright que cuenta con un reparto formidable, en el que destacan dos grandes nombres de la escena británica, la siempre solvente Brenda Blethyn en el papel de la Sra. Bennet y Judi Dench, que brilla en una aparición secundaria de lujo. También son reseñables, desde otra perspectiva más “mundana”, Carey Mulligan, en su primera presencia en un film en el rol de Kitty, una de las hermanas pequeñas, y la guapísima -y casi solo eso- Rosamund Pike como Jane Bennet, iluminando las escenas en que aparece. Y por encima de todos ellos, un como casi siempre genial Donald Sutherland, recreando al sarcástico, escéptico y socarrón Sr. Bennet, en una interpretación conmovedora en algunos momentos, como la conversación final con su hija Lizzy. Además, y, sobre todo, destaca una jovencísima y entonces aun por hacer Keira Knightley de la que su irresistible atractivo -y no hablo solo del físico- nos impide apartar los ojos de la pantalla.

La película, vista inmediatamente después de la lectura del libro, transmite una sensación de rapidez y aceleración tales que uno duda de si será posible la cabal comprensión de la historia por un espectador que no la conociera previamente en su versión literaria. Los brillantes planos secuencia, los laberínticos movimientos de cámara, las elipsis continuas, la sucesión de episodios que hacen avanzar la acción en sus elementos principales sin distracciones ni tiempos muertos, contrastan con la lentitud, la premiosidad, la detallada presentación de los personajes, la detenida exposición de sentimientos, el concienzudo análisis de los comportamientos que afloran en el libro. Sin embargo, la cinta resulta entrañable, deliciosas las hermanas, amable la madre, magníficos los actores secundarios (salvo el a mi juicio ostensible fallo de casting en la elección del actor que encarna a Bingley), reseñables las soluciones técnicas, sobresaliente la fotografía de exteriores, de una formidable pulcritud -como es costumbre en el cine británico- el mobiliario y la decoración, el vestuario y la ambientación (sorprende, por cuanto “inventa” lo que en el libro solo se apunta, el naturalismo en la recreación de la propiedad de los Bennet, las vacas, los cerdos, el lodo de los patios, la modestia del entorno, los muchos rasgos que subrayan la desigualdad de clase de la familia con sus acaudalados vecinos).

Y aún más apreciable que la película es la serie que, en seis capítulos, ofreció la BBC en 1995. Dirigida por Simon Langton, estamos ante cinco horas -aquí sí que la fidelidad al libro es más ostensible, la larga duración de la cinta permite disfrutar de los tiempos lentos, de la intensa indagación en las interioridades de los distintos caracteres, de la demorada recreación de los distintos episodios de la novela- de magnífica televisión -o cine, qué importa el medio- con, de nuevo, el acostumbrado rigor británico en la dirección artística, unos más que solventes actores, empezando por el extraordinario elenco de secundarios y terminando por un muy joven y algo excesivamente hierático Colin Firth, y, por último, una ejemplar traslación a la pantalla del rico universo de la obra literaria. Todas esas cualidades proporcionaron a la serie numerosos premios, sobre todo técnicos, aunque Jennifer Ehle, estupenda en su rol de Elizabeth Bennet, también consiguió el prestigioso BAFTA a mejor actriz.

Ya sin tiempo para más, un breve apunte para comentaros otros libros relacionados con Orgullo y prejuicio y para aconsejaros fervientemente el resto de la obra de Jane Austen. En La muerte llega a Pemberley, que publica Bruguera, escrita por la reconocida escritora de novela policíaca P.D. James, la acción comienza en 1803, seis años después del final del libro en el que se inspira. Elizabeth y Darcy, casados y con dos hijos, viven felices en la inmensa mansión de los Darcy en Pemberley. En la víspera de un baile de gala en la casa, el asesinato de un oficial en un bosque cercano desencadena la trama policial. El libro, deudor de la admiración de su autora por la literatura de Jane Austen, mantiene, más allá de los pormenores “criminales”, una línea de continuidad con la “obra-madre” -en el estilo, en el lenguaje, en la ambientación, en los principales rasgos y el carácter de los personajes-, resultando así una novela entretenida e interesante, que se lee con agrado como una suerte de prolongación de la novela principal y que representa, pues, en definitiva, un logro literario -ese “ensamblaje” de obra clásica y novela detectivesca- más que digno.

En Sin compromiso, novela de Curtis Sittenfeld de éxito en Estados Unidos y publicada hace unos meses en España por Siruela, nos encontramos con los personajes de Orgullo y prejuicio aunque reencarnados en modernos profesionales urbanos en Cincinnati. El lema con el que la editorial publicita el libro: “Un delicioso encuentro entre Orgullo y prejuicio y Sexo en Nueva York” resulta decisivo para no arriesgarse a perder el tiempo entre sus páginas.

Una tercera “secuela” -más bien una obra autónoma que traslada a nuestros días parte de las preocupaciones, pero no los personajes ni los escenarios, latentes en Orgullo y prejuicio- es La trama nupcial, una espléndida novela, esta sí muy recomendable- de Jeffrey Eugenides. De ella os hablé aquí hace un par de años.

Por último, la crítica ha valorado también la insólita Orgullo y prejuicio y zombis, escrita por Seth Grahame-Smith y publicada hace unos años por Umbriel. Se trata, al parecer (pues pese a las entusiastas valoraciones no la he leído por no encajar demasiado en mis preferencias), de una recreación del universo del clásico desde una perspectiva gore, repleta de cadáveres putrefactos, muertos vivientes, canibalismo, guerreras ninja, violencias varias y sangre por doquier. La visión irónica que impregna el libro se manifiesta desde el principio en la peculiar interpretación del ya mencionado inicio de la novela: Es una verdad universalmente reconocida que un zombi que tiene cerebro necesita más cerebros. Hay también, creo, versión cinematográfica.

Por último, quiero destacar también algunas otras novelas de Jane Austen, en algunos casos de tanta calidad como Orgullo y prejuicio y de lectura igualmente arrebatadora y placentera. Yo conozco -y he disfrutado- Juicio y sentimiento, Mansfield Park y Emma, teniendo pendiente de lectura Persuasión, todas en Alba Editorial y todas compartiendo parecidos referentes estilísticos y literarios y similares preocupaciones y temáticas. Volveré sobre alguna de ellas en otras reseñas el curso próximo.

De casi todas hay también adaptaciones fílmicas, entre las que destacan Sentido y sensibilidad (la traducción para el cine de Juicio y sentimiento), que dirigió en 1995 Ang Lee, con Emma Thompson, Kate Winslet, Hugh Grant y el recientemente fallecido y siempre espléndido Alan Rickman; y, menos interesante, Emma, con Gwyneth Paltrow en el papel protagonista a las órdenes de Douglas McGrath, en una película de 1996.

En fin, la lista de ramificaciones literarias y cinematográficas de la obra de Jane Austen es interminable y la propia imposibilidad de abarcarlas todas me lleva a cerrar aquí esta reseña. Os dejo, pues, con una aproximación más, ésta musical, al universo de la escritora inglesa. La cantante neozelandesa Holly Cristina nos habla de su experiencia como lectora de Jane Austen en una canción del mismo título.


A pesar de todas las preguntas que hizo la señora Bennet, ayudada por sus cinco hijas, no sonsacó a su marido una descripción convincente del señor Bingley. Las cinco le atacaron de diversos modos: con preguntas directas, con suposiciones ingeniosas y con vagas conjeturas; pero él logró eludir el asedio, y ellas no tuvieron más remedio que contentarse con la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Las palabras de ésta fueron muy elogiosas. Sir William estaba encantado con el nuevo inquilino de Netherfield. Era muy joven, y extraordinariamente apuesto y amable, y, por si fuera poco, pensaba asistir a la próxima fiesta con un numeroso grupo de amigos. ¡Las noticias no podían ser mejores! La afición al baile era en cierto modo un primer paso hacia el amor; y más de una joven abrigó la esperanza de conquistar el corazón del señor Bingley.

—Si pudiera ver a una de mis hijas felizmente instalada en Netherfield —dijo la señora Bennet a su marido—, y a las otras cuatro igual de bien casadas, todos mis deseos se verían colmados.

A los pocos días el señor Bingley devolvió la visita al señor Bennet, y pasó diez minutos con él en su biblioteca. Había ido con la ilusión de ver a sus hijas, pues había oído hablar de su belleza; pero sólo vio al padre. Las jóvenes fueron algo más afortunadas, ya que, desde una ventana del piso superior, tuvieron ocasión de comprobar que el nuevo vecino vestía una casaca azul y montaba un caballo negro.

No tardaron en enviarle una invitación para cenar; y la señora Bennet había elegido ya los platos que le permitirían lucirse como ama de casa cuando llegó una respuesta que lo demoró todo. El señor Bingley tenía que trasladarse a Londres al día siguiente, por lo que, lamentándolo profundamente, etcétera, no podía aceptar la amable invitación. La señora Bennet se quedó muy desconcertada. Era incapaz de imaginar qué asunto podía llevar al joven a la ciudad nada más instalarse en Hertfordshire; y empezó a temer que se pasara la vida yendo de un lugar a otro, sin hacer lo que debía: fijar su residencia en Netherfield. Lady Lucas consiguió tranquilizarla un poco al sugerir que tal vez viajara a Londres en busca del grupo de amigos que le acompañarían al baile; y no tardó en circular el rumor de que el señor Bingley asistiría con doce damas y siete caballeros. A las jóvenes les disgustó aquel número tan elevado de señoras; pero se consolaron al oír la víspera del festejo que sólo habían llegado de Londres seis mujeres: sus cinco hermanas y una prima. Y, cuando el grupo entró finalmente en el salón de baile, lo componían únicamente cinco personas: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro caballero.

El señor Bingley era un joven apuesto y distinguido; tenía un rostro muy agradable, y maneras sencillas y afables. Sus hermanas vestían con auténtica elegancia, a la última moda. Su cuñado el señor Hurst, que de caballero tenía sólo la apariencia, pasó casi inadvertido, pero su amigo, el señor Darcy, llamó en seguida la atención de los presentes por su elevada estatura, hermosas facciones y porte aristocrático; y porque a los cinco minutos de su llegada corrió el rumor de que tenía una renta de diez mil libras anuales. Los caballeros reconocieron su atractivo, y las damas dijeron que era más guapo que el señor Bingley, y todo el mundo le contempló con admiración durante la primera mitad de la velada, hasta que sus modales indignaron a todos y dieron un vuelco a su popularidad; pues se hizo patente que era un hombre orgulloso, que se sentía superior a los demás y no se contentaba con nada. Y ni siquiera su extensa heredad de Derbyshire impidió que le consideraran una persona desagradable y antipática, indigna de ser comparada con su amigo.

El señor Bingley no tardó en conocer a todos los vecinos ilustres allí congregados; era un joven alegre y expansivo, bailó todas las piezas, lamentó que la reunión terminara tan pronto, y prometió organizar un baile en Netherfield. Semejantes cualidades hablan por sí mismas. ¡Qué contraste entre él y su amigo! El señor Darcy se limitó a bailar una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, no quiso que le presentaran a ninguna dama, y pasó el resto de la velada dando vueltas por el salón y hablando de vez en cuando con algún miembro de su grupo. Todos se formaron la misma opinión de él. Era el hombre más orgulloso y desagradable del mundo, y ojalá no volviera a aparecer por allí. Entre sus críticos más feroces estaba la señora Bennet, que, además de censurar su conducta en líneas generales, se sentía indignada por el hecho de que hubiera desairado a una de sus hijas.

miércoles, 12 de julio de 2017

RICHARD RUSSO. NI UN PELO DE TONTO; TONTO DE REMATE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Como sabéis, a lo largo de este mes de julio las emisiones radiofónicas se suspenden en tanto no se reanude el curso académico, pero yo sigo hablándoos aquí, en el blog del programa, de libros que creo interesantes para vosotros, nuestros seguidores más habituales.

Recordad también que en este paréntesis veraniego mis propuestas pretenden brindaros experiencias lectoras intensas y también “extensas”, que se acomodan muy bien a los vastos períodos de tiempo de ocio de los que casi todos podemos disponer en vacaciones. Así, en las cuatro reseñas de estas semanas de julio comparecerán -lo están haciendo ya- obras de gran extensión, con un elevado número de páginas, que aseguran interminables horas de disfrute; sugerencias que agrupan varios títulos -como es el caso de las que os haré hoy-; e incluso -y ello ocurre también esta tarde- referencias que se abren a otros territorios no estrictamente literarios, singularmente el cinematográfico, con libros que han sido objeto de traslación a la gran pantalla y que permiten por tanto completar -multiplicándola- la siempre fecunda y placentera inmersión en la lectura.

Partiendo de estas premisas, ahora os traigo dos libros y una película que os van a permitir adentraros en el entrañable y divertido, en el melancólico y arrebatador, en el profundamente adictivo universo de Richard Russo, el estupendo escritor norteamericano. La editorial Navona publicó en octubre de 2016 Ni un pelo de tonto, que ya había visto la luz hace años (el original es de 1993) en la editorial Anagrama, en una reedición que mantiene la traducción primera de Maribel de Juan. Dos meses después, la misma editorial presentó la “continuación” de ese libro, Tonto de remate, que en versión de Enrique de Hériz aparece por primera vez en nuestro mercado casi al tiempo de su publicación en Estados Unidos. Los mayores de entre vosotros quizá recordéis la película que con el mismo título de la primera novela, dirigió Robert Benton en 1994, con el protagonismo de un Paul Newman casi crepuscular pero espléndido bordando el papel del tierno Sully sobre el que gravitan las novelas, y con la aparición en roles secundarios de Jessica Tandy, Melanie Griffith, Bruce Willis y Philip Seymour Hoffman, algunos de ellos ya desaparecidos. De las tres obras quiero hablaros a continuación para recomendároslas con apasionado entusiasmo.

Ni un pelo de tonto nos sitúa a mediados de los ochenta en North Bath, un pueblo sin especial atractivo en el nordeste de Estados Unidos. Con un pasado reciente de relativo esplendor, a causa de un turismo que llega atraído por la existencia de unos manantiales de aguas minerales en su demarcación, el agotamiento de esas fuentes acabó también con las posibilidades de expansión del lugar, que ahora languidece, dejándose ir en su insignificancia, ajeno al paso del tiempo, al margen del progreso que pasa a escasos kilómetros por la autopista interestatal que une, desde el sur, a Nueva York con la cercana, por el norte, Canadá, una ruta que hace prosperar, por el contrario, a la vecina -y encarnizada rival- Schuyler Springs, beneficiada por los caprichosos designios de una naturaleza que hace emerger ahora en su circunscripción las benéficas aguas.

En este escenario vulgar, la trama transcurre en una semana larga cercana a la nevada Navidad y gira en torno a Donald Sullivan, Sully, un cascarrabias pero simpático sesentón que, divorciado, con un hijo al que apenas ha visto desde que lo abandonó, hace casi treinta años, junto a su madre, amante clandestino -en la medida que el secreto es posible en una comunidad tan pequeña y cerrada en sí misma- de una mujer casada, sin empleo y sin ingresos regulares, medio lisiado a causa de una caída que le destrozó la rodilla, rabiosamente independiente pero en el fondo solitario y perdido, deambula de una chapuza a otra, de una barra de bar a otra, de una timba a otra, de un lío a otro, en una serie de incidentes triviales y anodinos -como lo es la vida en la reducida ciudad-, casi todos muy divertidos, en los que aflora la ironía burlona, la nobleza, la integridad, el alto sentido de la amistad, pero también el desconcierto, la irresponsabilidad, la íntima tristeza de un personaje formidable al que resulta imposible no coger cariño.

Tres son los aspectos por los que, a mi juicio, la lectura del libro es indispensable, aparte de por la extraordinaria maestría del autor, por la potencia de su narración, por su magnífico talento para los diálogos, por su ingenio y su acerado sentido del humor, por su sobresaliente capacidad para retratar la vida “verdadera”: la inmensa creación de Sully, una figura inolvidable, perfilada con hondura y verdad, con autenticidad, con verosimilitud, un pícaro ingenioso y burlón pero atractivo y humanísimo, con sus conflictos internos, con su pasado tortuoso y su futuro improbable (pese a que en la segunda novela, como luego veremos, pierde parte de su protagonismo y su presencia es más “lateral” aunque siempre primordial); la soberbia galería de secundarios, hombres y mujeres del común, con sus frustraciones y sus esperanzas, con sus existencias mediocres, con sus ilusorios sueños que ellos mismos saben imposibles desde su encierro en aquel oscuro rincón del mundo; y, por último, la genial descripción -casi podría decir la fotografía- del villorrio, un microcosmos, representativo de tantos pueblos de Estados Unidos -y por extensión de esa enorme parte del país, la que no se concentra en las grandes urbes (la que hace unos meses mayoritariamente votó a Trump)-, que tanto hemos visto en el cine y que, en su “fauna” variopinta, y al margen de opciones políticas, tan bien reflejan las vidas humanas sin relieve (en realidad, la gran mayoría de nuestras vidas de gentes anónimas y sin importancia).

Sully es, sin duda, en esa tipología tan común en la sociedad norteamericana, un perdedor. Marcado por una infancia difícil, con una relación conflictiva con un padre autoritario y bebedor que sometía a la familia -empezando por la esposa y siguiendo por los hijos- a abusos físicos y verbales (significativo, en este sentido, el largo fragmento que os dejo al término de esta reseña), pronto abandona los estudios y una incipiente carrera deportiva y huye de su opresivo hogar para alistarse en las tropas americanas que combatirán a Hitler en la segunda guerra mundial. A su vuelta, los padres fallecidos mientras él luchaba en Europa, su vida va dando tumbos, sin propósito ni aparente destino. Pero su pasado no aflora en la novela más que de un modo indirecto, en las escasas rememoraciones a las que se entrega muy de vez en cuando. Su presente, ya con sesenta años, nos lo muestra viviendo modestamente en el alquilado piso superior de la casa de su antigua maestra, la señorita Beryl Peoples, que le acoge por el afecto que le profesa desde niño. Sully sobrevive trampeando con su desvencijada camioneta en pequeños trabajos que van surgiendo aquí y allá, casi siempre bajo la despótica autoridad de su jefe, el cínico pero afectuoso Carl Roebuck, arreglando una barandilla, cargando unos bloques de hormigón, levantando la tarima de una casa derruida, limpiando la nieve que se acumula en las puertas de los vecinos, sumido en un mar de deudas, acumulando multas impagadas, apostando, sin demasiada confianza, a la triple gemela semanal de las carreras de caballos, engañando -sin malicia- a unos y otros, encontrándose, furtivo, con su amante Ruth -veinte años de apagada y desesperanzada relación adúltera- en moteles escondidos, metiéndose en líos, pasando breves temporadas en la acogedora cárcel del pueblo por diversos incidentes en que -borracho o no- aflora su condición de antiguo camorrista, eligiendo siempre las alternativas menos recomendables (De hecho, Sully estaba en la mitad de una de esas emocionantes rachas de estupidez que tanto habían caracterizado su vida adulta), equivocándose -en el amor, en la paternidad, en el trabajo, en las opciones de vida-, fracasando en su existencia mediocre, envejeciendo sin darse cuenta, indiferente al correr del tiempo en sus rituales cotidianos, limitados, insignificantes, grises. Su vida era como el rodaje de una película de bajo presupuesto, se dice en un momento del libro que, sin embargo, nos lo presenta también como un tipo aún atractivo a su edad, consciente de su encanto, simpático, cariñoso y despegado, cachazudo y paciente, escéptico y cáustico, tozudo, olvidadizo e irresponsable. Sully, el hombre menos digno de confianza de Bath, leemos en un momento de la novela. Y también: Un dinosaurio que consumía su tiempo pacientemente hacia la extinción. Y aun con más énfasis: Un hombre condenado al olvido en vida, un hombre que había llegado a la cumbre a los dieciocho años y desde entonces había estado hundiéndose en un merecido olvido.

Sully, simplemente, ha desperdiciado su vida, tal y como le augurara su maestra: ¿No lamentas no haber hecho más con la vida que Dios te dio? -se pregunta- Ni siquiera en ese momento podía estar seguro. ¿Tenía que lamentarlo? ¿Disfrutar tanto de la manera más dura de hacer las cosas había sido un error? ¿Y rechazar las dudas y los lamentos antes de que llegaran a arraigar? ¿Había sido egoísta por su parte asegurarse de que, al final del día, su destino estuviera en un taburete de barra de bar, entre hombres que, igual que él, hubieran escogido jurar fidelidad a sus instintos, y no a sus familias, o a la convención, o siquiera a algo que ellos mismos hubieran prometido con anterioridad? Su único consuelo -si llega a serlo-, su único atisbo de felicidad, se produce cuando cierra sus caóticas jornadas dando muestras de su humor mordaz en el Hattie’s, en The White Horse o en Jennie’s Pizza, los deplorables y grasientos lugares de encuentro de Bath, mientras bebe cervezas con su cohorte de amigos, a cual más patético. Así lo reconoce, con desalentada lucidez: Y al dejarte caer en un taburete del Horse, al cabo de una hora… la perfección. Los esfuerzos del día, resguardados ya a salvo en el pasado, contribuían a que la cerveza estuviera más fría. Y si la cerveza estaba bien fría no te importaba tanto que fuera barata o, más exactamente, que te hubiera tocado una vida de cervezas baratas. Y al llegar el viernes, perseguir a Carl Roebuck y obligarlo a hundir la mano en el bolsillo del pantalón para sacar su rulo de billetes de veinte y cincuenta y mirarlo mientras el muy hijoputa iba pelando un billete tras otro a regañadientes hasta quedar en paz, hasta que pagaba el último maldito dólar que te habías ganado, bueno, ¿podía haber algo más satisfactorio? Esa había sido la vida de Sully hasta hacía bien poco y no, no se había hartado de ella; lo que pasa es que la edad y la enfermedad lo habían echado a la cuneta, como le ocurre, admitámoslo, a todo el mundo. Simplemente le había llegado la hora.

Y en su sombrío y conmovedor periplo por la vida, encerrado en las reducidas dimensiones del poblacho, acompañan a Sully una serie de personajes tan tristes y carentes de expectativas como él mismo, y como él adorables. El elenco es admirable, una enternecedora sucesión de fracasados, conmovedores en su incapacidad para encontrar la más mínima posibilidad de realización vital, todos retratados por la maestría de Richard Russo con hondura y verosimilitud. Y así, nos familiarizaremos -y llegaremos, en mayor o menor medida, a quererlos- con la jubilada señorita Peoples, la antigua maestra y actual casera de nuestro protagonista, que habla con su marido muerto y recibe consejos de una máscara africana, mientras mantiene con Sully una entrañable relación de afecto; el vividor Carl Roebuck, que pese a estar casado con la chica más guapa del condado, se acuesta con cuanta mujer se pone a tiro mientras arruina el negocio familiar para el que trabaja esporádicamente el bueno de Sully, con el que mantiene una ambigua pero cordial relación de rechazo y amistad; la citada Toby, la esposa de Carl, sufriente y soñadora, una joven inocente y atractiva de la que Sully está enamorado sin esperanza; Rub Squeers, de limitado intelecto, afable y bonachón, que depende emocionalmente -hasta la obsesión- de su amigo y compañero de tareas Sully; Wirf, el afable abogado de nuestro héroe, enfermo y cojo, un letrado que no gana un pleito desde hace años, capaz de apostar su pierna ortopédica en las inefables timbas de strip poker con su cliente y sus inefables amigotes; el irónico y punzante juez Barton Flatt; Ruth, la amante ocasional de Sullivan, desengañada en su existencia sin horizontes; Zack, su comprensivo y bondadoso marido; la exmujer de Sully, Vera, que ha olvidado -no del todo- a su caótico primer cónyuge con su nuevo esposo, Ralph, que ejerce de “padre” de Peter, el hijo biológico de nuestro protagonista, un profesor universitario que reaparecerá en la vida de su verdadero progenitor inopinadamente tras décadas de alejamiento; Cass, otra mujer frustrada, agostándose tras la barra del Hattie’s, saliendo en pos de su madre -la Hattie que da nombre al bar- cada vez que esta -perdida la razón- huye de casa adentrándose en la nieve en zapatillas y camisón; el agente Douglas Raymer, un deplorable policía, acomplejado e inseguro, cuyo estricto sentido del orden choca con la disparatada espontaneidad del inconsciente y testarudo Sully; el hijo de Beryl Peoples, Clive, al que Sully denomina con sarcasmo Banco (Finanzas en la versión cinematográfica), un banquero de mediana edad, desdichado e inseguro, que ha depositado todas sus esperanzas vitales en la puesta marcha de un proyecto inversor -La última escapada- que revitalizará la pequeña ciudad; y tantos otros, todos caracteres muy logrados, muy creíbles, hasta reales podríamos decir, fácilmente reconocibles en su corriente vulgaridad.

Todos ellos pululan -sin parar de hablar, soltando ocurrencias divertidísimas, en diálogos chispeantes, agudísimos, rezumando sorna y sentido del humor- arrastrando su ausencia de perspectivas vitales, su melancólico desencanto, hecho a medias de ironía y aceptación, de desengaño y frustración, por los reducidos escenarios del pueblo, un North Bath emblema, como he dicho, de todos los pueblos de Estados Unidos (y hasta diría de todos los pueblos del mundo), comunidades opresivas, cerradas, endogámicas, cortas de miras, llenas de secretos, de prejuicios, hervidero de rumores, de ambiente irrespirable aunque en el fondo acogedor y confortable, pues favorecen una existencia acomodaticia y sin demasiados problemas. Las gentes de Bath necesitaban creer -se dice en el libro- que la suerte regía el mundo y que a ellos les había tocado la mala y así seguiría por los siglos de los siglos, amén, un credo que los liberaba y les brindaba la excusa para no comprometerse de verdad con el presente, y mucho menos con el futuro. Gentes -y pueblos- conformistas, conservadores en el peor sentido de la palabra, mediocres, vulgares, simples pero complejos -valga el oxímoron- y a la vez -quizá por ello- muy humanos, muy normales, muy auténticos, de ahí el extraordinario valor de la novela como notable y fiel reflejo de la realidad, esa realidad que aflora en su máxima expresión y podemos constatar en los momentos -innumerables en ambos libros- en que los vecinos se encuentran, se entristecen y bromean sentados en los taburetes de una barra de bar.

El mismo escenario e idénticos personajes, con alguna salvedad -la señorita Peoples ha muerto, Toby ha huido de su matrimonio infortunado, Vera ha perdido la cabeza y permanece recluida en una residencia, el juez Flatt acaba de fallecer y su entierro abre la novela- comparecen en Tonto de remate, cuya trama se desarrolla diez años después de la del primer libro. El protagonismo recae esta vez en Douglas Raymer, que ha llegado a ocupar el cargo de jefe de la policía local y que, más allá de su lamentable presencia en la historia inicial, es ahora un personaje más hecho, con más facetas, más poliédrico e interesante. Sully, con sus mal llevados y achacosos setenta años, permanece fiel a sus rasgos característicos y, solventados sus problemas económicos por una herencia y el inesperado acierto en las apuestas hípicas, mantiene sin embargo su indefinición vital, su capacidad para meterse en líos, su falta de compromiso (aunque quizá se trate solo de una pose), su mirada irónica y su personalidad cariñosa y triste. La trama argumental es disparatada, llena de peripecias regocijantes, pero con ese poso melancólico que hace muy emotiva e irresistible la lectura. Una lectura que, con entusiasmo, también os recomiendo.

Como lo hago también con la película de 1994 en la que un impecable Paul Newman -en quien Richard Russo pareciera que hubiese pensado mientras escribía la novela, hasta tal punto “es” Sully- vive bastantes de los episodios del libro que, no obstante, ha sido “depurado”, por obvias razones de concentración temporal, de algunos de sus elementos (ni rastro del conflictivo pasado familiar de Sully, ni de la figura del padre; desaparecida también Ruth y la relación adúltera con el protagonista, entre otras “omisiones” no tan llamativas; sí lo es, sorprendente, una especie de atisbo final feliz alternativo, en nada semejante al del libro). El filme, al que se le nota -sobre todo en aspectos estéticos y formales- el paso del tiempo -veintitrés años son una eternidad cuando se está reflejando la vida cotidiana, tan cambiante a estas alturas del siglo- es más que digno, provoca nuestra emoción y nos mantiene atados a la pantalla con una sonrisa agridulce. Contribuyen a ello, claro está, no solo la base literaria de la que procede, cuyo espíritu, en general, se conserva, sino también el muy bien elegido elenco, empezando por el espléndido Paul Newman, siguiendo por la añorada Jessica Tandy, y finalizando por el resto de secundarios -todos tan jóvenes, dos décadas y media atrás: Melanie Griffith en el papel de Toby Roebuck; Bruce Willis como Carl, su marido; el malogrado Philip Seymour Hoffman, en su episódica aparición como el policía Raymer; y otros actores menos conocidos -sus nombres, no sus caras, que seguro os sonarán si revisáis la película-, como Pruitt Taylor Vince, inmenso en el rol de Rub, o Philip Bosco encarnando al socarrón juez Flatt.

En fin, entrad en el “tonto” universo de Richard Russo, os aseguro horas de inmenso placer, aparte de la oportunidad de vivir una profunda inmersión en los entresijos más íntimos del alma humana. If I could, la recreación que hicieron Simon & Garfunkel de la pieza del folclore tradicional andino El cóndor pasa, y que suena en un momento de la segunda novela, cierra esta muy larga aunque espero que estimulante reseña.



De niño, en la mesa de su padre, con frecuencia, aunque involuntariamente, Sully había enfurecido a su padre, hombre de prodigioso apetito que había conocido e hambre y consideraba los remilgos de Sully como una afrenta a la comida y a su proveedor. En tales ocasiones la mesa se convertía en un campo de batalla. El Gran Jim no podía comprender que ciertos alimentos que Sully encontraba ofensivos pudiesen provocarle el reflejo de la náusea, que el niño había aprendido a controlar tomando bocados muy pequeños y masticándolos hasta que prácticamente no quedaba nada, momento en el que le era posible, con gran esfuerzo de voluntad, tragarlos. Pero el proceso llevaba mucho tiempo, y mientras masticaba y masticaba el bocado, la ira de su padre ardía en rescoldo. Sully siempre lo notaba sin tener que levantar la vista del plato, y saber que su padre estaba a punto de estallar en llamas no facilitaba la tarea de masticar. Intentaba apresurar el renuente pedazo de cartílago, tragarlo antes de que fuera posible, y entonces el pedazo de carne se le quedaba atascado en el fondo de la garganta hasta que le daban arcadas y lo escupía en la servilleta. Entonces su padre cogía la servilleta, la abría y obligaba a Sully a examinar lo que no había querido bajar por su garganta. Visto a la dura luz amarilla de la cocina, a Sully siempre le sorprendía lo pequeño que era el bocado que había en la servilleta en un charco de mucosidad. En su garganta le había parecido diez veces más grande.

-¿Es esto lo que me dices que no puedes tragar? -decía su padre con las manos temblándole por la ira.

Luego se lo enseñaba a la madre de Sully, y a veces su negativa a mirarlo hacía que parte de su cólera se transfiriera a ella, por lo cual Sully siempre estaba agradecido.

Había algo en su padre -y Sully lo había intuido incluso cuando era niño- que siempre le impulsaba a hacer las cosas mal.

-Déjale en paz -le aconsejaba la madre de Sully sabiamente-. Al asustarle, lo único que haces es empeorar las cosas.

-¡Asustarle! -aullaba siempre el Gran Jim-. ¡Dios Santo, todo le asusta! Un pedazo de zanahoria le asusta. ¿Qué pasará cuando tropiece con algo realmente temible? ¿Qué pasará entonces?

-Lo único que digo -decía su madre en voz baja, sabiendo bien que era mejor no levantar la voz cuando su marido estaba en aquel estado- es que come mejor cuando le dejas en paz. Si le gritas seguro que no comerá- Lo sabes.

-Te diré lo que sé -decía su padre, volviéndose a Sully-. Se va a comer este estofado. Hasta el último bocado. Aunque tengamos que estar sentados aquí hasta el martes. Si vomita, le pondremos otro plato, y en ese habrá más cantidad de estofado. Cada vez que vomite, le pondremos más estofado, hasta que se le quede dentro.

Así que permanecían sentados en la diminuta cocina, siempre la habitación más caliente de la casa, después que habían retirado todos los platos de la mesa excepto el pequeño plato sopero de Sully, lleno de estofado de cordero; Sully se atragantaba con las lágrimas y con el estofado durante lo que parecían horas, mientras su madre y su hermano permanecían exiliados en el porche por orden de su padre. Estaban únicamente ellos dos, solos con sus pensamientos y la comida, que desaparecía grano a grano al tiempo que Sully tragaba sollozos de miedo con cada bocado. Hacía una pausa cuando sentía que se le revolvía el estómago hasta que estaba seguro de que aceptaría el próximo bocado, todo bajo la firme mirada de su padre. Creía la amenaza de su padre de que continuaría dándole más estofado, razón por la que no se atrevía a vomitar lo que ya se había forzado a tragar. Hubiese preferido morirse antes de volver a empezar.

-Ya está -decía su padre cuando Sully había tragado la última porción y dejaba caer la cabeza, que le latía a causa del esfuerzo.

Cuando terminaba, se sentía exhausto, capaz de ponerse a dormir allí mismo, sentado muy erguido en la silla de la cocina, durante días. Después de depositar el plato en el fregadero, el Gran Jim se volvía a Sully.

-Te lo has comido, ¿ves? -decía, y Sully se daba cuenta de que su padre seguía furioso, que su ira no había disminuido por el logro de Sully.

Incluso sospechaba que su padre estaba secretamente decepcionado de que la prueba hubiese terminado. Había esperado que su hijo devolviese la comida y había deseado tener la oportunidad de cumplir su amenaza de obligarle a comerse otro plato. Comprender eso era más difícil de tragar que el cordero y casi le hacía vomitar, pero Sully se las arreglaba para conseguir mediante un acto de voluntad que la comida se quedase donde estaba.

-¿Has aprendido algo esta noche? -preguntaba su padre.

Sully adivinaba que lo que quería su padre que aprendiera era quién era el amo en el número 12 de Bowdon Street, así que asentía.

-Porque podemos hacer esto todas las noches hasta que aprendas quién es el amo aquí. -Su padre permanecía de pie fulminando a Sully con la mirada-. Puedes pelear conmigo todo lo que quieras, pero no vas a ganar.

Pero resultó que su padre se equivocaba. La noche siguiente, Sully, en un estado de excitación nerviosa y miedo aún mayor, tuvo que ser llevado a la mesa por su madre cuando su padre se negó a aceptar la afirmación del niño de que estaba enfermo. Le habría convenido aceptarla. Sully tomó un bocado de los humeantes macarrones de su madre, que los había hecho precisamente porque eran blandos y no necesitaban mucha masticación, y devolvió el almuerzo de la escuela sobre la mesa. Por alguna razón esto no había enojado a su padre tanto como la masticación de la noche anterior, la incapacidad del niño para tragar. Y Sully se dio cuenta, con sorpresa y alivio, de que su padre había estado faroleando la noche anterior. No tenía ninguna intención de entablar un largo combate todas las noches. Aquella noche, por ejemplo, su padre sentía una urgencia particularmente fuerte de marcharse de casa para ir a la taberna de la esquina, así que cuando vio el desastre que Sully había producido en la mesa, se levantó tranquilamente, le lanzó a su esposa una mirada de desprecio y salió por la puerta. No volvió hasta muy tarde, después de que cerraran la taberna, y entonces la tomó con la madre de Sully, no con él. Sully, que no había podido dormir, lo oyó todo, primero a su padre vociferando, luego la bofetada que resonó por toda la casa, el grito de sorpresa de su madre y luego el silencio. Sully recordaba haber sonreído para sí en la oscuridad. Había ganado, después de todo.

miércoles, 5 de julio de 2017

ANNIE PROULX. EL BOSQUE INFINITO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que abre hoy las emisiones del mes de julio con la primera de cuatro sugerencias de lectura que he reservado especialmente para este mes veraniego en el que, como ya he señalado en numerosas ocasiones, nuestra disponibilidad de tiempo para dedicar a los libros suele ser mayor, tanto por la más larga duración de estos días estivales como porque este hecho suele coincidir con las vacaciones para muchos de nosotros, que podemos encarar así las muy extensas y luminosas y descansadas y apacibles jornadas de julio con la estimulante expectativa de nuevas apasionantes lecturas. Y apasionantes son sin duda las cuatro propuestas que os ofreceré antes de que finalice nuestra temporada radiofónica por este curso, empezando por la de hoy, una monumental novela, de casi ochocientas cincuenta páginas, que estoy seguro os proporcionará unos cuantos días de entregada, entusiasta y enfervorizada lectura.

Se trata de El bosque infinito, el último libro de Annie Proulx, una autora muy conocida, que alcanzó un notable éxito cuando uno de sus cuentos, Brokeback Mountain, fue la base de la película del mismo título que, dirigida por Ang Lee, cosechó numerosos premios hace ahora una década. El bosque infinito vio la luz en la Editorial Tusquets el pasado 2016 traducida por Carlos Milla Soler en una versión que, sobre todo en sus cien primeras páginas -a partir de ahí acabas por acostumbrarte-, resulta hasta irritante por la presencia de anacronismos y fallos varios, no sé si debidos a limitaciones del texto original o a opciones léxicas de su traductor. Así por ejemplo, el uso de la expresión “alta tecnología” para referirse a un sin duda entonces novedoso modo de encender el fuego con un espejo, utilizado por los indios nativos americanos a finales del siglo XVII, fechas “sospechosas” para tan sofisticada denominación. Igualmente chirrían la constante reiteración del término “cafetería” (¡¡a principios del siglo XVIII!!) para aludir a las que quizá más convenientemente hubieran debido ser llamadas “casas de café” (el vocablo “cafetería” no se registra como tal en castellano hasta el siglo XX) o la alusión al “colectivo” de médicos de barco en las Compañías de las Indias, un uso, este de “colectivo”, parece que deudor de nuestra contemporaneidad más reciente. Del mismo modo, llama la atención la errónea construcción “el municipio incautó las tierras”, en vez del correcto “el municipio se incautó de las tierras”, un fallo bien común en nuestros ignaros periodistas. Por último, en esta muestra a vuelapluma, el catalanismo “desboscar” -no reconocido en el Diccionario académico de la lengua española- aparece con inusitada frecuencia en un texto en el que el protagonismo recae, de manera principal y ya desde su título, en los bosques. Pero más allá de estos enojosos obstáculos que, como digo, entorpecen al principio la lectura, pero no impiden su disfrute, El bosque infinito es una novela espléndida que merece vuestra atención.

Estamos en 1693. Charles Duquet y René Sel desembarcan en Nueva Francia, en los inmensos espacios del nordeste de América colonizados por el país europeo. En su condición de engagés (figura que alude a una suerte de sujeción laboral a la que se sometía la mano de obra inmigrante francesa en las explotaciones del nuevo mundo), han llegado al casi inexplorado continente para trabajar a las órdenes de un amo despótico y bestial, Monsieur Trépagny, un colono francés que rige una plantación en el territorio de los mi’kmaq, una tribu india originaria de la zona, en una vasta región lacustre coincidente con la actual provincia de Québec. Las condiciones de esa relación de servidumbre con su seigneur los condenan a trabajar para él, abriendo claros en los bosques, desbrozando las espesas extensiones de follaje, talando árboles, desramando y descortezando los troncos, arrastrándolos hasta los desbordantes cursos fluviales, construyendo edificaciones, cultivando “rábanos y nabos”, cazando animales de la fecunda fauna del lugar y pescando en los inagotables ríos y lagos de la zona, secando y curtiendo pieles… y todo ello con la esperanza, avalada por un difuso acuerdo contractual de más que dudoso cumplimiento, de poder convertirse en propietarios de una porción de tierra tras tres años de sometimiento a la órdenes de su amo, sin recibir de él en ese tiempo nada a cambio, más allá de la mera expectativa de una futura liberación. Son, pues, prácticamente esclavos, carecen de posesiones, de bienes, de libertad y -al margen de sus ensoñaciones legales- de perspectivas de futuro. Han dejado atrás su desgraciada vida en Francia y se enfrentan a una existencia terrible, en un entorno inhóspito y en unas condiciones inhumanas, rodeados de una naturaleza feraz y ubérrima, pero también despiadada y cruel, un universo de temperaturas extremas, nieves heladoras, humedad asfixiante y opresiva, en el que se ven sometidos a las picaduras de ingentes nubes de mosquitos, ataques de lobos, pumas y osos, y también de bárbaros indígenas, que aun cuando se ven obligados a someterse al poder del hombre blanco, continúan oponiéndose con ferocidad a la invasión, a la explotación, a la devastación que traen los brutales colonos.

Desde esa situación inicial, y a lo largo de más de trescientos años (los episodios que el libro narra se cierran en 2013), la novela seguirá la evolución de la estirpe de estos dos desheredados sin fortuna que sobrevivirán pese a estar aparentemente condenados a la extinción en las durísimas condiciones de la plantación, en un relato surcado de peripecias, con infinidad de personajes, todos con genes Duquet o Sel, en diferente medida descendientes de aquellos Charles y René, cuyos linajes se perderán por momentos entre las vicisitudes de la Historia, reaparecerán una y otra vez, saltando de un país a otro, de un continente a otro (los Países Bajos, China, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos, la propia Canadá), encontrándose y alejándose, aproximándose y separándose, abriéndose a cruces con otras familias -con los mi’kmaq incluso, en un mestizaje, el que enriquece la rama Sel, que mezclará sangres de procedencias muy diversas- e imbricándose entre sí, viviendo etapas de miseria y otras de prosperidad, medrando o fracasando, enriqueciéndose y arruinándose, haciendo negocios y engañando, perpetrando infamias y venganzas, multiplicándose o rozando la extinción, protegiendo y cuidando, amando y destruyendo, vinculándose a la tierra de origen o destrozándola y huyendo de ella, naciendo y muriendo, viviendo aventuras sin cuento en una fascinante panorámica de tres siglos de la vida de dos familias (aunque quizá el término, que incluye connotaciones que aluden a vínculos, sentimiento de pertenencia, espíritu de grupo, conciencia de comunidad, sea, en algunos casos, excesivo), decenas de individuos que recorren el libro sucediéndose -de un modo algo apresurado, que a veces dificulta la cabal comprensión de lo leído, pese a la inestimable ayuda de los no obstante enrevesados árboles genealógicos que se incorporan al término de la obra- generación tras generación.

Y en todos los casos, son el negocio y la industria de la madera, y los oficios relacionados con ella, el nexo común a todos los protagonistas, que a lo largo de la historia viven y mueren en tareas vinculadas a la explotación forestal o derivadas de ella: leñadores, hacheros, carpinteros, operarios de aserraderos, toneleros, desbrozadores, carboneros, fabricantes de cestos, ebanistas, torneros, agrimensores y topógrafos, jardineros, gancheros y almadieros, ingenieros, constructores de barcos, proveedores de buques, navieros, comerciantes de muebles, pero también cazadores, agricultores, pescadores, recolectores, en un exhaustivo recorrido por las mil y una derivaciones de la larga marcha del ser humano por someter la incontrolable naturaleza -ejemplificada en el libro en los interminables, los infinitos bosques- e instaurar una organización social supuestamente racional y civilizada.

Porque, más allá de los propios personajes -en algunos casos, y por la propia amplitud del período histórico narrado, de aparición fugaz y meramente superficial-, son los bosques, su inabarcable variedad, su profusión, su feracidad, su impenetrabilidad, su frondosidad, su misterio, su oscuro atractivo, su riqueza, su palpitante vida, los auténticos protagonistas del libro. Cientos de especies surcan la novela, enriquecida por infinidad de descripciones de hojas y raíces, de troncos y ramas, de colores, aromas, texturas, grados de dureza, solidez y ductilidad de las maderas, que se nos muestran en parajes casi edénicos situados en los cuatro puntos cardinales del globo. Alisos, pinos, abedules, píceas y árboles del caucho, cedros blancos y abetos balsámicos, arces estriados, tsugas y hayas, robles, fresnos y castaños, sauces y alerces de Nueva Francia, Nueva Escocia y Nueva Inglaterra; enebros y yin-kuos, sándalos y bambúes de la China; las exóticas especies neozelandesas: totara, haya, kahikatea, rimu, matai y miro, manuka y kanuka, las palmeras nikau y los enormes kaurieer; castañares de Francia; secuoyas californianas; bosques boreales en Escandinavia; eucaliptos australianos; fresnos, robles y alisos de Irlanda y Gales, leer El bosque infinito permite, además de apasionarse con los episodios de una formidable saga familiar, sumergirse en un excitante tratado de silvicultura y, guiados por la maestría de la autora, adentrarse, casi literalmente, en multitud de espacios naturales, rodeados de una exuberante naturaleza progresivamente degradada por la destructora acción de la mano del hombre.

Y aquí comparece el último eje de la novela que quiero resaltaros para cerrar mi reseña, el que podríamos denominar -de modo algo reduccionista- el “mensaje ecologista” del libro. Porque El bosque infinito es, además de los aspectos ya mencionados y sobre todo, un furibundo alegato contra la destrucción, el expolio, el arrasamiento del mundo forestal -y de la naturaleza en general- que, sin pensar en el futuro, lleva a cabo el ser humano desde su aparición en la tierra. En este sentido, son constantes las apelaciones a la aparente infinitud de los bosques y a su, sin embargo, constante degradación y disminución como consecuencia de la avaricia humana. Desde el comienzo de la acción, cuando los protagonistas se enfrentan a las vastas extensiones de interminables bosques en Nueva Francia, asistimos a una lucha -por desgracia claramente desigual y fatalmente predestinada- entre la acción depredadora del hombre, que guiado por la codicia solo ve en las inagotables poblaciones de millones de árboles la riqueza material que potencialmente encierran, el negocio, el dinero, y la voluntad, minoritaria y a contracorriente, de quienes, como los indígenas americanos, viven en unidad con los bosques y saben -con una sabiduría ancestral- que su destrucción es la de la propia especie humana (de la que, no por casualidad, su propia extinción es, en cierto modo, emblema y representación). El bosque estaba allí, enorme e ilimitado. La labor de los hombres era someter su exuberancia, domesticar la tierra en la que crecía, dice, en un momento del libro, alguno de los madereros. Y otro de los personajes constata que en el Nuevo Mundo existía un bien imperecedero del que Europa carecía: el bosque, un bosque que estaba allí solo para ellos. Y así, siglo a siglo, generación tras generación, los Duquet -y en menor medida los Sel, emparentados con los mi’kmaq y, por consiguiente, más respetuosos con su entorno- se lanzan, ávidos, en pos del enriquecimiento, de la fortuna que los bosques proporcionan: Son como tigres -señala otro personaje- que han probado la sangre. Y como tigres, transmiten su voraz anhelo de tierra a sus hijos y nietos, que siguen creyéndose con derecho a adueñarse de todo lo que hay en esta tierra de abundancia.

Aunque junto a esta pulsión -tan humana, tan desgraciadamente humana- de irresponsable aniquilamiento y ambiciosa destrucción, de inconsciente exterminio (Estos bosques no podían desaparecer. En Nueva Francia eran inmensos y eternos), la novela va dando cuenta también, como digo, de algunas fuerzas opuestas, más tímidas, más débiles, que constatan (En otro tiempo un bosque ilimitado se extendía hasta el horizonte. Ahora había docenas de calles, y el bosque era una mancha difusa y lejana) la suicida y terrible irracionalidad de un comportamiento que hipoteca el futuro de nuestra especie y de nuestro planeta en aras de un beneficio económico inmediato y perecedero. El bosque empezaba a mutar en pequeños detalles. Aún estaba vivo, pero no era lo que había sido. Pocos se daban cuenta. Y el espantoso dictamen -Nada es eterno. Nada. Ni los bosques ni las montañas- se alza, impotente, frente a la furia destructora, frente a la disparatada locura, frente a la furibunda e insensata ambición de los voraces comerciantes.

Desde esta perspectiva, El bosque infinito puede ser leído como una descarnada historia del capitalismo -con el foco centrado en este contexto de la explotación maderera-, esa loca carrera sin fin en la que seguimos envueltos y que amenaza con destruirnos. La esperanzadora presencia de la mitología y las leyendas mi’kmaq, de su cosmovisión y su pensamiento prelógico (para ellos, los árboles son personas), de sus costumbres, de su religiosidad, de su sagrada concepción de la vida y la muerte (el fragmento en el que se narra la muerte de Kuntaw, uno de los más significados descendientes de los Sel, con sus poéticas últimas palabras -nuestro viento llega a mí-, es de una rara belleza), no es más que un tenue rayo de luz -¡los bosques, los árboles pueden cambiarlo todo!- en un panorama por lo demás desolador (y no quiero resultar oportunista, pero quién sabe si la funesta figura de Donald Trump no es la última manifestación -quizá la definitiva- de un proceso que parece irreversible: El bosque, el principio y el probable final).

En fin, leed, por todos estos motivos, esta muy interesante novela, El bosque infinito, de Annie Proulx, que publica Tusquets. Rocky Mountain High, el clásico de John Denver que es una reivindicación de la vida en la naturaleza, en la tranquilidad de las praderas, los bosques y los arroyos norteamericanos, cierra por hoy esta reseña.



Monsieur Trépagny se detuvo. Con ayuda del bastón, rompió unas ramas de pícea al pie de un árbol. Sacó de debajo de la capa un chisquero y encendió una pequeña fogata. Acuclillados alrededor, tendieron las manos amoratadas. Monsieur Trépagny desplegó un paño que envolvía un trozo de carne de alce y cortó un pedazo para cada uno. Famélico, René, que esperaba sólo pan, hincó el diente en la carne. Los mosquitos grises zumbaban junto a sus oídos. Duquet miró por las rendijas de sus párpados hinchados e, incapaz de masticar, se contentó con chupetear la carne. Percibían desprecio tras la generosidad de monsieur Trépagny. 

Continuaron avanzando a través de un caos de árboles caídos, víctimas de un gran vendaval. Monsieur Trépagny no seguía ningún camino distinguible, pero miraba a lo alto con frecuencia. René vio que se orientaba por incisiones hechas en algunos árboles, incisiones a tres metros del suelo. Más tarde averiguaría que alguien los había marcado así en invierno, caminando por encima de la tierra calzado con raquetas, como una suerte de hechicero ingrávido. 

El bosque tenía muchas facetas, como un retablo. Su lúgubre penumbra se atenuaba en los claros. Reclamaban su atención plantas desconocidas y flores raras, fúnebres píceas y tsugas, resplandecientes y algodonosos renuevos en las puntas de las ramas de los pinos, sauces plateados, el verde menta de los abedules nuevos: un lugar donde incluso la luz del sol era verde. Cuando se aproximaban a un espacio abierto, oyeron un tableteo irregular, como de palos entrechocándose. Procedía de unos huesos grises atados a un árbol que el viento agitaba. Monsieur Trépagny dijo que a menudo los sauvages colgaban los huesos de un animal muerto después de dar gracias a su espíritu. Guiados por él, circundaron embalses de castores protegidos por alisales de densidad impenetrable. Les advirtió que las veredas angostas eran sendas de alces. Atravesaron zonas pantanosas. Hondonadas rebosantes de agua de lluvia de color té. El esfagno tembloroso, salpicado de plantas carnívoras, les succionaba los pies a cada paso. Aquellos dos jóvenes jamás habían imaginado una región tan agreste y húmeda, un bosque tan espeso. Duquet ahogó un juramento cuando una rama de aliso le rompió la chaqueta. Monsieur Trépagny lo oyó y le dijo que nunca debía maldecir a un árbol, y menos a un aliso, que poseía facultades medicinales. Bebían en los torrentes, cruzaban rápidos poco profundos que se curvaban como hojas de cimitarra damasquinadas. «¿Hasta cuándo durará esto?», masculló Duquet con una mano en la mejilla. 

Llegaron nuevamente a un bosque despejado, donde era más fácil avanzar entre los árboles. Los sauvages quemaban la maleza, explicó su nuevo amo con tono desdeñoso. Ya entrada la tarde, monsieur Trépagny exclamó: «Porc-épic!», y de pronto arrojó su bastón. Éste giró una vez y alcanzó a un puercoespín en pleno hocico. El animal cayó como una estrella fugaz, seguido de un rastro de gotas de sangre. Monsieur Trépagny encendió una gran fogata, y cuando las llamas quedaron reducidas a varas moradas, colgó sobre las brasas el animal destripado. Las púas chamuscadas apestaban, pero cuando retiró el cuerpo del fuego, la carne que había bajo la costra ennegrecida sabía bien. De sus bolsillos sin fondo, monsieur Trépagny sacó una bolsa de sal y dio una pizca a cada uno. Envolvió la carne sobrante con un paño grasiento.

El amo avivó el fuego, se arrebujó en su capa, se tumbó al pie de un árbol, cerró aquellos ojos de mirada intensa y se durmió. René tenía las piernas acalambradas. El frío, los silbidos del viento entre los pinos, el zumbido de los mosquitos y el ulular de las lechuzas le impedían conciliar el sueño. Habló en voz baja a Charles Duquet, que no contestó, y después se quedó callado. En plena noche algo lo medio despertó. 

La mañana empezó con una fogata. Pese a que era ya finales de la primavera, el frío arreciaba más que en la fría Francia. La claridad se filtró subrepticiamente en la penumbra. Monsieur Trépagny, royendo sobras de carne, dio un puntapié a Duquet y bramó: «Levé!». René se levantó para no dar ocasión a monsieur Trépagny de patearlo también a él. Echó una mirada a la carne que sostenía su amo. El hombre arrancó un trozo y se lo lanzó; arrancó otro y se lo lanzó a Duquet, como podrían echarse restos de comida a un perro. Luego se puso en marcha con su incansable andar a bandazos, orientándose por las incisiones practicadas a gran altura en los árboles. Los nuevos sirvientes veían sólo oscuridad por todas partes salvo a sus espaldas, donde la fogata abandonada titilaba tentadoramente. 

Era un día frío pero seco. Monsieur Trépagny avanzaba bamboleante por un sendero poco marcado, pero al mediodía empezó a llover otra vez. Sumidos en un estado de estupor consecuencia de la fatiga, llegaron a un cauce rumoroso, un río negro y sin embargo transparente como pedernal oscuro. En la margen opuesta, vieron un claro donde había trozas apiladas y el opresivo bosque omnipresente. Se elevaba humo de una chimenea oculta. No veían la casa, sino sólo montañas de maderos y las dependencias exteriores. 

Monsieur Trépagny dio una voz. Una mujer que vestía una túnica de piel de alce decorada con sinuosos dibujos salió de detrás de la pila de madera más cercana, exclamó: «Kwe!» y se dio media vuelta. René Sel y Charles Duquet cruzaron una mirada. Una india. Une sauvage!

Vadearon el gélido río tras los pasos de monsieur Trépagny. René resbaló en una roca redondeada del lecho y a punto estuvo de caer, acordándose de Achille y de las frías aguas del Yonne. Los peces giraban en torno a ellos, pasaban como exhalaciones, en tal cantidad que el río parecía hecho de duro músculo. En la orilla lodosa atravesaron un huerto cercado invadido por las malas hierbas. Monsieur Trépagny empezó a cantar: «Mari, Mari, dame jolie...». Los engagés permanecieron en silencio. Duquet tenía los labios tan apretados como si el aire quemara, y los ojos casi cerrados de tan hinchados. Más allá de las pilas de troncos, alcanzaron a ver la casa de monsieur Trépagny. Era la primera vez que tenían ante sus ojos el estilo de construcción de madera pièces-sur-pièces, el tejado a cuatro aguas, los aleros acampanados habituales en Francia. Pero toda ella era de madera excepto por tres pequeñas ventanas provistas de un caro cristal francés. Recortada contra los árboles, vieron la silueta de un wikuom, que, como averiguaron al día siguiente, era la casa de corteza de árbol de la sauvage, a la que se retiraba con sus hijos por la noche. 

Monsieur Trépagny los llevó al almacén. Dentro apestaba a patatas podridas, heno de pantano y bosta de vaca. Un extremo se hallaba aislado por medio de un tabique, y detrás se oía la respiración de un animal. Vieron el hoyo ennegrecido de una fogata, una forja. Monsieur Trépagny, prendado de su propia voz, siguió cantando, encendió el fuego en el hoyo y los dejó allí. Fuera, su voz se alejó: «Ah! Bonjour donc, franc cavalier...». Empezó a llover de nuevo. René y Duquet se sentaron en aquel espacio a oscuras salvo por la luz de la fogata moribunda. El edificio no tenía ventanas, y cuando Duquet abrió la puerta para que entrara la luz, los asaltaron de pronto enjambres de atroces jejenes y mosquitos. Se quedaron sentados en la semipenumbra. Duquet habló. Dijo que padecía mal de dents —dolor de muelas— y que a la mínima ocasión se fugaría y regresaría a Francia. René permaneció callado.

Al cabo de un rato la puerta se abrió. Entraron la sauvage y dos niños, los tres cargados. La mujer dijo: «Bien, bien», y entregó una capa de castor a cada uno. Se señaló a sí misma y dijo: «Mali», porque, como a la mayoría de los mi’kmaq, le costaba pronunciar la erre. René dijo su nombre, y ella lo repitió: «Lené». El niño mayor dejó un cuenco de madera con gachas de maíz calientes. Luego desaparecieron. René y Duquet se comieron la papilla del cuenco con los dedos. Se arrebujaron en las capas y se durmieron.