Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

ISRAEL YEHOSHUA SINGER. LOS HERMANOS ASHKENAZI. LA FAMILIA KARNOWSKY

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un par de novelas de un escritor no demasiado conocido, Israel Yehoshua Singer, nacido en Polonia a finales del siglo XIX y muerto en 1944 en Nueva York, en donde se había instalado una década antes. Hasta adentrarme, hace pocos meses, en los dos libros de los que hoy voy a hablaros yo desconocía la existencia de “este” Singer, pero no la de su hermano, Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura en 1978 y a quien yo leí bastante a mis veinte años. Israel, casi diez años mayor que su hermano, fue siempre un referente para éste, hasta el punto de agradecerle su influencia literaria en su discurso de aceptación del galardón. 

Aunque la editorial Acantilado, responsable en ambos casos de la edición, no ha respetado el criterio cronológico en las fechas de su publicación en España, yo sí he acomodado mi lectura al orden de aparición de los originales. Así, leí en primer lugar Los hermanos Ashkenazi, escrito en 1937 y presentado en nuestro país en 2017, y a continuación La familia Karnowsky, que aunque se escribió en 1943 vio la luz en nuestra lengua en 2015. Las dos novelas han sido traducidas -del yiddish primigenio- por Rhoda Henelde Abecasís y Jacob Abecasís Hachuel. 

Quiero centrar mi reseña en esta segunda novela, no sin antes dejaros un breve comentario sobre Los hermanos Ashkenazi aunque solo sea porque hay una suerte de continuidad entre las dos, toda vez que en la primera la historia narra la vida de varias generaciones de una familia judía con el fondo histórico de la Polonia -y por extensión la Europa- que va desde la Revolución industrial hasta la Gran Guerra, mientras que en la segunda se reitera el relato generacional y familiar -sin que los personajes se repitan-, extendiendo la “fotografía” del Viejo continente hasta la Segunda Guerra Mundial en un marco que se desenvuelve ahora -siempre en el entorno de la comunidad judía- en Berlín y Nueva York. 

Los hermanos Ashkenazi son Simja y Yánkev, dos gemelos de personalidades, caracteres y planteamientos vitales absolutamente opuestos. Uno, Simja, es poco agraciado físicamente pero ambicioso, inteligente, decidido, un “macho alfa”; el otro, Yánkev, más atractivo pero también más débil, más sensible y menos dotado intelectualmente, está poco interesado en el poder y la influencia que su hermano ansía y persigue. Nacen y viven la mayor parte de sus vidas en una familia de la clase dominante, prósperos empresarios, en Łódź, cuyas calles se constituyen así en el tercer gran protagonista del libro, pues la historia de las vidas divergentes, e incluso enfrentadas por el odio, de los hermanos -con algunos, escasos, momentos de coincidencia- se desarrolla en paralelo a la evolución de la ciudad, capital de la industria textil polaca y gran urbe fabril de todo el imperio ruso en general, primera en instalar las máquinas de vapor en su ámbito, centro y ejemplo emblemático de los grandes conflictos del siglo: el crecimiento industrial y la evolución del capitalismo, la prosperidad económica de la burguesía -sobre todo judía-, la despoblación del campo y la inmigración a las ciudades, el movimiento obrero y la lucha de clases, las ansias de expansión de los imperios, el desmembramiento de dos de ellos, el austro-húngaro y el ruso, la revolución soviética, los enfrentamientos étnicos y raciales entre colectividades divididas, la persecución a los judíos en Europa, el caldo de cultivo, en fin, de la Primera Guerra Mundial. 

Todo este escenario histórico, que pasa ante nuestros ojos de manera verosímil, fidedigna y precisa, se recrea no solo con el enfrentamiento entre los hermanos, sino también a través de otra pareja de protagonistas -estos secundarios, aunque también relevantes-, Nissan y Tevye, que, pertenecientes a otro estrato social, desclasado hijo de un rabino uno de ellos y sencillo tejedor el segundo, dan voz en el libro a las aspiraciones sociales y reivindicaciones laborales de los proletarios, de los pobres hombres explotados en las fábricas, esclavizados en sus indignas condiciones de vida y trabajo. 

A lo largo de casi setecientas páginas, que se leen en un arrebatado suspiro, Singer nos traslada a un momento esencial de la historia de la humanidad y, con su mirada, nos permite conocerlo e identificar en él algunas de las claves que explicarán la barbarie del siglo XX, quizá el más brutal de nuestra existencia como especie supuestamente civilizada. 

Idéntico contexto, aunque tratado desde otra perspectiva, subyace en La familia Karnowsky. La condición judía, de siempre compleja definición y difusa identidad (¿raza?, ¿religión?, ¿tradición?, ¿ideología?, ¿nación?, ¿pueblo?), sus conflictos y padecimientos, su doloroso deambular por la Historia, en particular a lo largo del siglo pasado, vuelven a estar en la base de esta otra novela de Singer. En esta ocasión el hilo conductor lo constituye la trayectoria de tres generaciones de una familia, la que da título al libro, “fotografiada” en un segmento temporal que abarca aproximadamente los cincuenta años que preceden al estallido de la Segunda Guerra mundial. El libro se articula en tres capítulos cada uno de cuales gira en torno a uno de los miembros del linaje Karnowsky, David, Georg y Yegor, respectivamente abuelo, hijo y nieto. 

Los Karnowsky de la Gran Polonia eran conocidos como hombres obstinados y polemistas, aunque también estudiosos y cultivados, sin duda unas mentes de hierro. Así empieza el primer capítulo de la novela, de título David, en el que vemos al “primer” Karnowsky en Melnitz, en su Polonia natal, en donde se desenvuelve con éxito como comerciante en el sector de la madera, ascendiendo imparable en la escala social tras el matrimonio con Lea Milner, hija de otro próspero empresario maderero. Muy culto, estudioso de las tradiciones y las escrituras hebreas, su terquedad y rigor intelectuales lo llevan a enfrentarse con la comunidad judía de su localidad, anclada en una visión tenebrosa y oscurantista de la religión, el jasidismo, muy alejada de la concepción “científica” del judaísmo que él defiende. No permaneceré ni un día más entre estos salvajes e ignorantes, profiere tras un desagradable incidente en la sinagoga y, contra la voluntad de su familia, decide abandonar esa Polonia “oriental” y atrasada (atrasada “por” oriental, a su juicio), sumergida en la oscuridad, símbolo de las tinieblas, de la cerrazón y la ignorancia, para instalarse en Berlín, en una Alemania que, a sus ojos, era el país de donde procedía todo lo bueno, lo luminoso y lo inteligente; una Alemania que era Occidente, la luz, la Ilustración, la cultura. En Berlín, David seguirá progresando como empresario y, en cierto modo ajeno a la vida social pese a estar casi totalmente integrado en su nación adoptiva, cultivará su pasión por el estudio, profundizando en el conocimiento de la Torá. Erudito y elitista, su obstinación y su exigencia se cebarán en Georg, su primogénito, al que intentará convertir en un alemán perfecto, indistinguible de sus conciudadanos, borrado -al menos en público- cualquier rastro de la pobreza e ignorancia que asocia a sus orígenes polacos y a ese judaísmo tradicional y anticuado del que ha huido. Su propósito, que exigirá con severidad y dureza, será conseguir que su hijo crezca siendo judío en casa y alemán en la calle. La infancia y la primera juventud de Georg, las discrepancias con el padre, cada vez más inflexible en sus ideas, su rebeldía, sus inicialmente descuidados estudios y sus amores marcarán el hilo conductor de esta primera sección de libro que llega a su término con el joven, recién licenciado en Medicina, movilizado en la Primera Guerra mundial. 

En el segundo capítulo, titulado Georg, éste, de vuelta a Berlín, protagoniza la narración. Es ya un médico reputado, un ginecólogo con prestigio y éxito social, y mantiene su independencia frente a los planteamientos y la visión del mundo, siempre rígidos y anquilosados, de su padre. Casado en contra de los criterios familiares con Teresa Holbek, una joven católica, de la que tendrá un hijito, Yegor, de naturaleza débil, difícil carácter y acomplejada personalidad, su vida transcurriría por los consabidos derroteros de la normalidad si no fuera por los problemas que suscita el indisciplinado y problemático crecimiento del hijo y, sobre todo, las primeras manifestaciones -aún larvadas pero ya ominosas- de la locura nazi. En cuanto las amenazas contra los judíos empiezan a hacerse patentes y las perspectivas económicas, profesionales y hasta personales se oscurecen, los Karnowsky lograrán embarcarse hacia Nueva York dejando atrás todo su pasado y gran parte de su patrimonio. 

El tercer y último capítulo se centra en Yegor, que ya en Norteamérica sigue dando muestras de su torturada forma de ser, debatiéndose entre sus raíces judías, que aborrece, y su entusiasmo -arraigado ya en Alemania- por el ideal ario que defiende el cada vez más agresivo nacionalsocialismo. En un marco magníficamente descrito, el de la Nueva York de finales de los años 30, tan recreado en la literatura y el cine, la ciudad de aluvión, acogedora y plural, un fecundo melting pot de razas, orígenes, lenguas y religiones, una nueva sociedad llena de vida y energía, rezumando libertad (una libertad que se evoca en el fragmento que os dejo al cierre de este comentario, en el que vemos los primeros pasos de la familia en la gran urbe, recién desembarcados), asistiremos a las, pese a todo ello, atormentadas vivencias del último de los Karnowsky. 

Más allá de la trama argumental, a través de la cual Singer compone una narración formidable, una novela-río repleta de historias, de sucesos, de experiencias, de acontecimientos, en una magnífica representación de la vida humana, destaca la soberbia construcción de personajes (aparte de los tres principales, son espléndidos los retratos de Lea Milner y Teresa Holbeck, los del humanitario doctor Landau y su luchadora hija Elsa, el del comerciante Salomón Burak, el del fanático Hugo Holbeck, y tantos otros), seres, presentados con hondura psicológica, complejos, llenos de contradicciones, que se equivocan, que rectifican, pero muy humanos, con sus profundidades, sus emociones, sus dudas, sus ilusiones, sus fracasos, sus miedos. Y quiero resaltar también el estilo, con una escritura bellísima, atractiva en sí misma al margen de la historia, los personajes o el fondo histórico del libro. 

En fin, os recomiendo con entusiasmo estos dos espléndidos libros que seguro os proporcionarán horas de lectura apasionante. Os dejo, como complemento musical a mi reseña, con Alles Schwindel, una canción de cabaret popular en el Berlín de los años 30. Su intérprete, cómo no, la genial Ute Lemper. 


Un sol implacable abrasaba el puerto de Nueva York, del que emanaban acres olores a pescado, a alquitrán derretido y a frutas en descomposición. 

Las cimas de los rascacielos brillaban en la plateada bóveda celeste. Los trabajadores negros del puerto se habían quitado la camisa, y en los músculos refulgían las gotas de sudor. El asfalto vibraba bajo la carga de los enormes camiones que atronaban el aire con sus tubos de escape y escenificaban una especie de frenético estallido de cólera, dispersando nubes de humo y vapores de gasóleo. Desde lejos se oía el sordo ruido de los trenes elevados del metropolitano, interrumpido por el penetrante chirrido de las ruedas que, al entrar velozmente en una curva, mordían los raíles. El estruendo que producían los trenes al pasar sobre los puentes resonaba en los oídos. Porteadores, viajeros, marineros, policías, funcionarios del puerto, mensajeros de la compañía Western Union y conductores de taxis iban y venían, entrechocaban, sudaban, discutían y arrojaban fardos y maletas. De pronto, desde la sucia orilla, comenzó a soplar una inesperada y leve brisa que removía el asfixiante aire y levantaba polvo y trazos de papel contra los rostros; luego, igual que había llegado, desapareció. La humedad envolvía a las personas como una pegajosa toalla y se infiltraba en cada pliegue y hendidura de los cansados cuerpos, hasta convertir la respiración y el caminar en un denodado esfuerzo. La familia Karnowsky, después de soportar diez días el frío aire del océano, desembarcó en el abarrotado y tumultuoso bullicio del puerto de Nueva York y se encontró inmersa en esa ola de calor tórrido y húmedo. Las verdes tarjetas de desembarque se convirtieron en húmedos trapos en sus manos. 

Lo primero que hizo el cabeza de familia, David Karnowsky, en la abrasadora tierra fue lavarse las manos en una fuente y pronunciar la bendición Shehejeyanu, para agradecer al Creador haberles traído hasta el nuevo país. El doctor Georg Karnowsky, tras quitarse el sombrero, recorrió lentamente, con la intensa mirada de sus ojos negros, el panorama de la nueva ciudad, desde las agudas cimas de los rascacielos hasta el asfalto fundido a sus pies. Con el talón del zapato golpeó repetidamente el suelo, como para comprobar su firmeza y estabilidad. Sin saber por qué, tomó del brazo a Teresa para dar un corto paseo con ella de un lado a otro del muelle, algo que al otro lado del océano evitaba hacer desde hacía mucho tiempo. A nadie se le ocurría mirar al hombre moreno de cabello negro y la mujer rubia que lo acompañaba. Sólo el pensamiento de que aquí pudiera pasear con su mujer sin temor a ser acosado por unos vándalos lo llenó de desbordante satisfacción. 
 

miércoles, 19 de septiembre de 2018

J.R. MOEHRINGER. EL BAR DE LAS GRANDES ESPERANZAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que como cada miércoles sale al aire en la frecuencia de Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una recomendación de lectura que pueda resultaros “apetecible”. Estoy seguro de que así va a ser sin duda en esta ocasión, porque esta tarde os traigo un libro espléndido, emotivo y conmovedor, que alcanzó hace un par de años un éxito extraordinario en todo el mundo. Se trata de El bar de las grandes esperanzas, primera novela -aunque una vez más, como tantas otras en este espacio, no sé si es correcta la atribución de género, como luego veremos- del periodista J.R. Moehringer, que presentó su obra en 2005, tras haber obtenido el Premio Pulitzer por un reportaje publicado en Los Angeles Times sobre las familias descendientes de esclavos que, muchos años después, seguían viviendo en los mismos lugares, cercanos a las plantaciones, en que sus antepasados habían trabajado sometidos a los “amos” blancos. Más tarde, en 2008, Moehringer puso su sapiencia literaria para dar forma a los recuerdos de André Agassi, el extenista norteamericano. Open, que así se tituló esa autobiografía a dos manos, acabó convirtiéndose en un fenómeno mundial, y su excepcional acogida llevó a su editorial en España, Duomo, a publicar en nuestro país, diez años después de su redacción originaria, este El bar de las grandes esperanzas, en traducción de Juanjo Estrella. (Por cierto, un breve comentario acerca de la edición. La editorial subraya reiteradamente su compromiso con el medio ambiente, la procedencia del papel de bosques gestionados de manera sostenible, la impresión hecha con la energía del sol y la ausencia absoluta de carbón en el proceso, pero… las erratas son cuantiosas, hay algunos fallos léxicos y ortográficos (como -entre otros, no quiero resultar pesado- un tentativamente no reconocido por la Academia) y, en general, el libro en tanto objeto es -al menos el ejemplar que yo he adquirido- más bien precario y de una calidad formal cercana a las más endebles ediciones de bolsillo). 

En más de una entrevista con el autor, sus interlocutores, periodistas culturales en todos los casos, le preguntaban, a propósito de este libro, por sus “memorias”, cuestión sobre la que Moehringer no planteaba, en sus respuestas, objeción alguna. Y es que El bar de las grandes esperanzas es, en efecto -y el escritor, por si cupieran dudas a lo largo del texto, lo pone de manifiesto abiertamente en los Agradecimientos finales de su libro-, el relato autobiográfico de sus entonces -en el momento de la escritura- cortos cuarenta años. Y sin embargo, si desconociéramos que el protagonista se llama como el autor, sus familiares y amigos son los “auténticos” familiares y amigos del periodista, las peripecias y el espacio físico en que se desarrolla su existencia idénticos a los del propio Moehringer, el libro podría pasar perfectamente -sin sospecha alguna ni siquiera en el más avezado lector- por una magnífica ficción novelesca, una poderosa y formidable construcción literaria, hasta tal punto son difusas, en numerosas ocasiones, las fronteras entre realidad e invención, entre “verdad” documentada y fantasía “construida”. 

Y así, la historia empieza en 1972, cuando JR tiene solo siete años (por cierto, esta algo extraña denominación -JR- es uno de los elementos claves del libro, pues, siendo el nombre auténtico del chico John Joseph, como su padre ausente, su madre, que no quiere soportar en la vida de ambos ni el menor rastro de la presencia de su exmarido, decide llamarle JR, por Junior; a lo largo de su vida profesional el periodista se verá obligado a introducir los puntos -J.R.- que denotan unas supuestas e inexistentes iniciales. En cualquier caso, la falta del padre, circunstancia esencial en la vida del niño -y aun del adulto- queda así subrayada -inscrita- en su propio nombre). JR vive en Manhasset, un pequeño pueblo relativamente cercano a Nueva York. Su madre, que intenta sobrevivir y sacar adelante a su hijo en una desasosegante sucesión de empleos precarios, se ve obligada a volver de continuo -cuando las deudas se hacen insoportables- al hogar familiar, una destartalada casa (la Casa Mierda) en donde viven sus padres -los algo estrafalarios abuelos del niño-, su hermano -el inefable tío Charlie, del que luego hablaré-, y otra de sus hermanas, la tía Ruth, que también se ve en la necesidad de escapar de las agresiones de su marido recluyéndose con sus hijos -de todos ellos, el primo McGraw será el mejor amigo de JR- en la casa paterna. 

Sin un referente masculino a su lado, el joven Moehringer, siempre muy sensato y consciente, sensible y responsable, crece y avanza en la vida superando dificultades, busca esa figura paterna que le ha sido hurtada, encuentra desde muy pequeño en el bar del título ese espacio de acogimiento y protección, de formación y refugio que le falta, y cultiva, concienzudamente, su vocación de escritor. El libro que leemos es la apasionante narración -en la que cada capítulo gira sobre un personaje relevante en su desenvolvimiento personal- de esa intensa existencia, con, a mi juicio, esos cuatro ejes mencionados como elementos más significativos. 

La descripción de la vida -y especialmente de la infancia- de JR es el retrato, melancólico y tierno (el título original del libro es The Tender Bar), de su lucha -y sobre todo la de su madre- por prosperar y alcanzar un futuro mejor, que en los sueños de ambos se vislumbra bajo la forma del acceso del muchacho a la Universidad de Yale para convertirse en abogado (y poder pagar entonces la frustrada carrera universitaria de su progenitora). Hay un fragmento del libro muy relevante, que da cuenta de este afán de madre e hijo por mantener una vida normal en unas circunstancias muy difíciles o incluso hostiles: Cuando un cactus empieza a inclinarse hacia un lado -me explicó-, le crece un brazo en el otro lado, para equilibrarse. Entonces, cuando empieza a decantarse hacia ese otro lado, le crece otro en el lado contrario. Y así sucesivamente. Por eso vemos algunos con dieciocho brazos. Los cactus siempre intentan mantenerse derechos. Y cualquier cosa que se esfuerza tanto por mantener el equilibrio es digna de admiración. Para apostillar más adelante: Llegué a la conclusión de que aquello era lo que estábamos haciendo mi madre y yo. Ojalá dejaran de caérsenos los brazos

La figura de la madre es, en este sentido, esencial, con su fuerza, con su tacto, con su valentía, con su comprensión y su sutileza en el trato con el hijo, que escribe de ella: ¿Cómo lo conseguía? Sin educación, sin dinero, sin perspectivas, ¿cómo conseguía mi madre parecer tan valiente? Acababa de sobrevivir a mi padre, que le había puesto una almohada en la cara y había apretado hasta que no podía respirar, mientras la amenazaban con una navaja de afeitar, y aunque debía de sentirse aliviada por haber podido huir, también debía de ser consciente del futuro que le aguardaba: soledad, problemas económicos, la Casa Mierda. Pero al mirarla no se lo notabas. Era una mentirosa extraordinaria, una mentirosa brillante, y también conseguía mentirse a sí misma, lo que me llevaba a percibirla bajo una luz totalmente nueva. Entendí que debemos mentirnos a nosotros mismos de vez en cuando, decirnos a nosotros mismos que somos capaces y fuertes, que la vida es buena y que el trabajo trae recompensas, y que después debemos intentar que nuestras mentiras se hagan realidad. Ésa es nuestra misión, nuestra salvación, y ese vínculo entre mentir e intentar era uno de los muchos regalos que me había hecho mi madre, la verdad que siempre asomaba bajo sus mentiras

En este escenario de dificultades, e imbuido de una visión del mundo como la que acabo de mostraros, en la que el esfuerzo y el trabajo resultan primordiales, JR no deja de tener inquietudes ni ceja en su empeño de formarse. Desde pequeño encuentra en los libros un espacio de equilibrio y orden en el caos de su vida. Yo buscaba algo que fuera más verdadero que la verdad, afirma, y en seguida se familiariza -se apasiona, en realidad- con algunos títulos: David Copperfield y Grandes esperanzas, de Dickens (así, Dickens, se llamará, en una primera fase, el bar de referencia, protagonista principal de la obra), El libro de la selva de Kipling, una antología, Biografías relámpago, de breves semblanzas de grandes personajes de la historia, Las aventuras de Huckleberry Finn, El guardián entre el centeno y, algo más mayor, los cuentos de John Cheever, cuyos relatos parecían ambientados en Manhasset -y uno, efectivamente, lo estaba- o El Gran Gatsby, que también se desarrolla en la zona. Muchos de los libros del sótano eran demasiado avanzados para mi nivel, pero a mí no me importaba. Me conformaba reverenciándolos antes de poder leerlos, dice, animoso. En este universo libresco hay dos personajes, los entrañables Bill y Budd, de muy fugaz aparición en el texto, pero de importancia decisiva en la vida del muchacho, cuyo fervor lector estimularán con reflexiones como esta: Cada libro es un milagro (…). Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes) e intentó contarnos a los demás una historia. O este otro comentario, también muy revelador: Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta. Además, decía, intuyendo una de mis neurosis, los libros podían usarse para poner orden al caos. A mis catorce años, era más vulnerable que nunca al caos. Mi cuerpo estaba creciendo, le salía pelo por todas partes, se agitaba con unos deseos que yo no comprendía. Y el mundo, más allá de mi cuerpo, parecía igualmente volátil y caprichoso. Mis días estaban controlados por profesores, mi futuro estaba en manos de la herencia de mi sangre y la suerte. Sin embargo, Bill y Bud me prometían que mi cerebro era mío y que siempre lo sería. Decían que al optar por los libros, por los libros adecuados, y al leerlos despacio, cuidadosamente, siempre podría mantener, al menos, el control de aquello

Pero en donde JR encontrará su “espacio” vital, el lugar en el que su personalidad se irá desarrollando es en el bar, el bar Dickens o Publicans, como se llamará después. A los ocho años empecé a soñar con ir al Dickens como otros sueñan con ir a Disneylandia, dice, a partir de sus primeras experiencias con su tío Charlie, un personaje entrañable, que lo lleva por primera vez a ese lugar que llegará a alcanzar, para el solitario sobrino, aún un niño pequeño, una dimensión casi mítica. El Dickens es el típico bar de Estados Unidos que hemos visto tantas veces representado en el cine o en las series de aquel país (la primera imagen que nos acude a la mente, y que lo ejemplifica de manera espléndida, es el entrañable Cheers televisivo, inolvidable éxito de los ochenta), con una clientela fija mayoritariamente constituida por hombres solitarios, que acuden al bar cada día para encontrar en él amistad, comprensión, bromas y risas, camaradería, pacientes interlocutores para las confesiones, remedio para la soledad, fugaz paliativo para la tristeza y, sobre todo, cantidades ingentes de alcohol. El chico se obsesiona con el bar y lo “encuentra” en todas partes: en los noctámbulos personajes del Nighthawks de Edward Hopper, en los versos de Yeats (Un borracho está muerto, y todos los muertos son borrachos) o de Lorca (La muerte entra y sale, y sale y entra la muerte de la taberna) -¿Era casual -piensa- que mis dos poetas favoritos representaran la muerte como una clienta habitual de un bar?-, en sus lecturas infantiles (La euforia que sentía era la misma que había experimentado cuando leía la Ilíada. De hecho, el bar y el poema se complementaban mutuamente, como anexos. Los dos rezumaban verdades atemporales sobre los hombres), en el cine (desde que ve, muy niño, Casablanca, piensa que el Dickens es el Rick’s Café, y su tío Humphrey Bogart), en los cuadros de los museos (Muchas veces me pasaba todo un día en los museos de Yale, sobre todo en el Centro de Arte Británico, donde me sentaba y me dedicaba a contemplar los retratos que John Singleton Copley había hecho a la gente de la América colonial. Sus rostros, iluminados por cierta inocencia, cierta pureza, pero también llenos de malicia, me recordaban a las caras que poblaban el Publicans. No podía ser casualidad, pensaba yo, que Copley pintara a algunos de sus modelos en tabernas, o eso me parecía. Me quedaba sentado mucho rato frente a un cuadro de Hogarth del siglo XVIII, Una conversación moderna de medianoche, en la que aparecía la mesa de una cervecería y un grupo de bebedores que reían, hacían piruetas y se caían al suelo). 

Pero el principal atractivo del Dickens/Publicans son, sobre todo, sus pobladores (Allí había todo tipo de personas —agentes de Bolsa y ladrones de bancos, atletas e inválidos, madres y supermodelos—, pero todos éramos uno. A cada uno le había herido algo, o alguien, y todos acudíamos al Publicans porque a la tristeza le gusta la compañía, pero lo que busca, realmente, es el gentío), una acogedora “fauna” de buenas gentes -algunas no tanto- como el dueño Steve y su permanente sonrisa de gato de Cheshire; el tío Charlie -ese personaje memorable- y su enigmática hiperactividad; el cariñoso Joey D. hablando en susurros, como si se dirigiera a un ratón que llevara en el cuello de su camisa; Cager y su inseparable visera; Fast Eddie y su peculiar manera de dejarse caer sobre un taburete, como si llevara paracaídas; el Poli Bob, marcado por un dramático incidente en su carrera profesional; y el ininteligible Fuckembabe y Colt y Bobo y el General Grant y Smelly y tantos otros. 

Hombres casi todos, como he dicho, niños en realidad, con sus juegos infantiles, sus locuras de adultos-adolescentes: el pulso a vida o muerte entre dos parroquianos (a vida o muerte: el que pierde tiene que llevar la gorra del equipo contrario en cancha ajena durante todo un partido: Ya no sabremos nada más del tipo ese); el robo de un camión de una panadería y la posterior y desenfrenada guerra de tartas entre clientes; las competiciones con coches trucados cargados de hormigón y con las puertas soldadas para no poder salir. 

Y, por encima de todo, las historias. El Publicans estaba lleno de narradores, afirma JR, y, en efecto, desde que se traspasa la puerta todo el mundo cuenta, dice, habla, relata, refiere, expone, narra. Steve era un hombre de palabras. Se notaba en el cuidado que había puesto al elegir un nombre para su bar, y un apodo para cada uno de nosotros, y en el tipo de público que su bar congregaba: cuentacuentos con pico de oro, maestros de la labia, floridos narradores. Ese reducto mágico atrae al niño porque, entre otros factores a los que luego me referiré, la charla chispeante podía pasar de las carreras de caballos a la política, de la política a la moda, de la moda a la astrología, de la astrología al béisbol, del béisbol a las grandes historias de amor de la Historia, y todo en lo que tardaba en consumirse una cerveza, y así, entre infinidad de historias, se educa y se forma y crece y se hace adulto. 

Por todo ello, JR encuentra en el Dickens/Publicans el perfecto cobijo para su infancia desamparada. El bar es un refugio (Yo siempre me había aferrado a la idea romántica de que en el Publicans nos refugiábamos de la vida), un confesonario, una vía de escape (Siempre había visto el bar de Steve metafóricamente, como un río, un mar, una balsa, un barco, un tren que me llevaba a alguna ciudad lejana), un espacio cómplice de hábitos compartidos (El bar entero era un sistema intrincado de esos gestos y rituales), un lugar para la distracción (Me contó que el bar le había ayudado a salir de muchos malos momentos de su vida, que había sido especialmente importante para él hacía unos años, después de su divorcio, cuando la distracción era la mejor barrera contra la depresión), un ámbito de acogedora seguridad (Tras los atentados del 11 de septiembre, sentía una inmensa gratitud por todos y cada uno de los minutos que había pasado en el bar, incluso por los que lamentaba. Sabía que era una contradicción, pero no por ello era menos cierto. Los atentados complicaban mis ya contradictorios recuerdos del Publicans. Como los lugares públicos se habían convertido de pronto en blancos sensibles, yo no sentía más que cariño por un bar que se había creado con la idea, ya anticuada, de que uno se siente más seguro rodeado de otra gente), un apoyo frente a las dificultades de la existencia (¿Que estaba solo y tenía hambre el día de Acción de Gracias? En el Publicans me daban de comer. ¿Qué me sentía deprimido por ser Mr. Salty? El Publicans me distraía. Siempre había pensado en el Publicans como en un refugio, pero ahora creía que era otra cosa totalmente distinta), llegando hasta tal punto su adicción al lugar (A veces el bar me parecía el mejor sitio del mundo, y otras creía que era el mundo entero) que en algún momento de su vida llega a afirmar: Me hundí en el bar, me atrincheré en él, me convertí en un mueble más del bar, como la jukebox, como Fuckembabe. Comía en el Publicans, pagaba mis facturas en el Publicans, llamaba por teléfono desde el Publicans, celebraba mis días de fiesta en el Publicans, leía y escribía y veía la tele en el Publicans. En las cartas, a veces, anotaba la dirección del Publicans en el remitente. Lo hacía en broma, pero no era mentira

Pero, por encima de todo, el bar es el privilegiado reducto en el que la masculinidad campa a sus anchas, y eso, la figura del hombre, del padre, es lo que busca el niño sensible que es JR. El padre -locutor en diferentes emisoras de radio- desaparece siendo el chico muy pequeño, dejando unos cuantos discos de Sinatra, el rastro intangible de su voz -La Voz- en las ondas, y el hueco de su vacío en la vida del muchacho, que a partir de esa desaparición se obstina en encontrar las huellas de su ausencia, sintonizando obsesivamente la radio hasta localizar La Voz (yo sentía La Voz como mi única conexión con el mundo masculino […] era el antídoto contra toda la discordancia que me rodeaba), lanzando al mundo sus lastimeros reclamos en procura de una figura protectora. Cuando entre por primera vez en el Dickens, trasladará a sus parroquianos, a todos aquellos hombres desenfadados y muy cariñosos con él, esa función paterna que aquellos ejercerán “in absentia”, por así decirlo. Iba convirtiendo a los hombres en mis mentores, afirma, siendo en particular el tío Charlie -que cultiva su parecido con el idolatrado Bogart, otro hombre “de verdad”- el que finalmente sustituya (La masculinidad es mímesis, como también sostiene) la figura del padre ausente. De todos ellos recibe consejos y enseñanzas de vida (Tienes que hacer todo lo que te asuste, JR. Todo. No digo que pongas en peligro tu vida, pero todo lo demás, sí. Piensa en el miedo, decide ahora mismo cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y el dilema subyacente de todas las historias que te cuentes a ti mismo sobre ti mismo. ¿Y cuál es la única posibilidad que tienes de vencer el miedo? Ir con él. Pilotar a su lado. No pienses en el miedo como en el malo de la película. Piensa en el miedo como en tu guía, en tu explorador de caminos), afecto y autoafirmación, orientación (La gente no entiende que se necesitan muchos hombres para crear a un hombre bueno. La próxima vez que vayas a Manhattan y veas que construyen uno de esos poderosos rascacielos, fíjate en cuántos hombres hay implicados en la operación. Pues el mismo número se necesita para construir un hombre sólido que para construir una torre) y respeto. Pero la nostalgia del padre no admite paliativos del todo eficaces, y el niño arrastrará esa añoranza casi toda su vida, para acabar descubriendo en su adultez que todas las virtudes que yo asociaba a la masculinidad —dureza, persistencia, determinación, fiabilidad, honestidad, integridad, agallas— las ejemplificaba mi madre

El melancólico poso de la falta del padre, la temprana atracción por la lectura, su extrema sensibilidad, el extraordinario impacto de las narraciones del Dickens llevan al niño a interesarse desde muy pronto por la escritura. Toma notas de continuo en su libreta sobre los relatos de los habituales del bar (Estoy intentando adquirir el hábito de escribir las cosas que me dicen las personas inteligentes) mientras fragua en su interior la voluntad de ser escritor. Fascinado por las historias (¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encantan las buenas historias) y consciente de la trascendental función de los libros (No soporto que la gente pregunte de qué va un libro. La gente que lee buscando una trama, la gente que chupa las historias como si fueran la nata de una galleta Oreo, debería quedarse con los cómics y las telenovelas. ¿Que de qué va? Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida. ¿Te vale así?), concibe en su juventud escribir una novela sobre el bar, y encantado con la metáfora de Aladino y la lámpara maravillosa (—El Publicans es la lámpara de Aladino de Long Island —dije—. Pides un deseo, frotas un poco el bar, y listos. Aladino, alias el Publicans, provee) piensa que tal vez Aladino pudiera ser la clave de mi novela sobre el Publicans, y que la titularía Mil y una noches en el Publicans. Y ese libro, ese magnífico libro, es el que ahora, décadas después, tiene el lector entre sus manos. 

Os recomiendo vivamente este El bar de las grandes esperanzas; su primera mitad, la que se centra en la infancia del niño (No cumplas más. Hagas lo que hagas, no pases de los once. No crezcas) roza la genialidad. Os dejo como cierre una canción de Frank Sinatra, Guess i’ll hang my tears out to dry, que suena, entre otras muchas en el libro. Sinatra es otra poderosa metáfora en la obra, quizá su emblema, el núcleo central de la intención narrativa de Moehringer, pues es un claro prototipo de la masculinidad (La voz de Sinatra, le dije, es la voz que la mayoría de hombres oye en el interior de su cabeza. Es el paradigma de la masculinidad. Tiene el poder al que los hombres aspiramos, y la confianza. Y, aun así, cuando Sinatra está herido, afectado, su voz cambia. No es que desaparezca la confianza, pero por debajo aparece un atisbo de inseguridad, y oyes los dos impulsos guerreando por su alma, oyes toda esa confianza y esa inseguridad en cada nota porque Sinatra te deja que las oigas, se expone desnudo, algo que los hombres rara vez hacen), es, él también, La Voz, sus discos son el único legado del padre al hijo y, además, su carrera se desarrolló -cómo no- en los bares: Los bares, las salas de fiesta, los salones, eran el lugar de nacimiento de su voz, dijo. Aquellos salones eran la pista de despegue de su identidad. A aquellos salones lo llevaba su madre cuando era niño y lo sentaba en la barra para que les cantara a todos los hombres. Miré a mi alrededor. ¿Aquella gente entendía lo que les estaba diciendo? ¡Frank Sinatra se había criado en un bar! Nadie parecía demasiado sorprendido, pero yo me golpeaba el muslo con el puño




Íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos después de una boda, de un funeral, en busca de algo que nos calmara los nervios, y siempre antes, para armarnos de valor tomando un trago. Íbamos cuando no sabíamos qué necesitábamos, con la esperanza de que alguien nos lo dijera. Íbamos a buscar amor, o sexo, o líos, o a alguien que estuviera desaparecido, porque tarde o temprano todo el mundo se pasaba por allí. Íbamos, sobre todo, cuando queríamos que nos encontraran. 

En mi caso, mi lista de necesidades era larga. Hijo único, abandonado por mi padre, necesitaba una familia, un hogar. Y hombres. Sobre todo hombres. Los necesitaba para que me sirvieran de mentores, de héroes, de modelos, y como una especie de contrapeso masculino de mi madre, mi abuela, mi tía y las cinco primas con las que vivía. El bar me proporcionaba a todos los hombres que necesitaba, más dos o tres que no me hacían ninguna falta. 

Mucho antes de servirme copas, el bar me sirvió la salvación. Me devolvió la fe cuando era niño, cuidó de mí de adolescente, y me acogió cuando me convertí en un hombre joven. Aunque me temo que nos sentimos atraídos por aquello que nos abandona, y por lo que parece más probable que vaya a abandonarnos, finalmente creo que nos define lo que nos acoge. Yo, naturalmente, correspondí al bar y lo acogí también, hasta que una noche el bar me rechazó y, con ese acto de abandono final, el bar me salvó la vida. 

Siempre había habido un bar en esa esquina, con un nombre u otro, desde el principio de los tiempos, o desde el final de la Prohibición, lo que en mi pueblo —Manhasset, Long Island—, en el que tanto se bebía, era lo mismo. En la década de 1930, el bar era una escala para las estrellas de cine que iban camino de sus clubes náuticos y sus urbanizaciones exclusivas frente al mar. En la de 1940, el bar era un refugio para los soldados que regresaban de las guerras. En la de 1950, un lugar de encuentro para chicos engominados y novias con falda de capa. Pero el bar no se convirtió en referente, en terreno sagrado, hasta 1970, cuando Steve compró el local, le cambió el nombre y le puso Dickens. Sobre la puerta, Steve colgó la silueta del escritor, y debajo el nombre, escrito con caracteres de inglés antiguo: Dickens. Tan descarada profesión de anglofilia no sentó bien a todos los Kevin Flynn y todos los Michael Gallagher de Manhasset. Si se lo pasaron por alto fue sólo porque, en cambio, consideraron acertadísima la Regla de Oro del Bar: la tercera copa corre a cuenta de la casa. También ayudó que Steve contratara a siete u ocho miembros del clan O’Malley para atender las mesas, y que hiciera todo lo que estaba en su mano para que pareciera que el Dickens había sido trasladado piedra a piedra hasta allí desde el condado de Donegal. 

Steve pretendía que su bar tuviera el aspecto de un pub europeo pero que, a la vez, encarnara la quintaesencia de América, una auténtica casa para el público. Su público. En el corazón de Manhasset, suburbio campestre de ocho mil habitantes situado a veintisiete kilómetros de Manhattan. La intención de Steve era crear un refugio en el que sus vecinos, sus amigos y otros bebedores, y sobre todo sus compañeros de instituto que regresaban de Vietnam, pudieran saborear cierta sensación de seguridad, de retorno. En todos los proyectos que emprendía, Steve se mostraba seguro del éxito; aquella confianza era su cualidad más atractiva, y su defecto más trágico. En cualquier caso, el Dickens había superado con creces sus más grandes esperanzas. Manhasset no tardó en considerar el Dickens como El Bar. Así como decimos, simplemente, la Ciudad para referirnos a Nueva York, y la Calle cuando hablamos de Wall Street, siempre decíamos el Bar, por defecto, y nunca había confusión posible sobre a cuál de ellos nos referíamos. Y después, de manera imperceptible, el Dickens se convirtió en algo más que en el Bar. Pasó a ser el Sitio, el refugio preferido frente a todas las tormentas de la vida. En 1979, cuando el reactor nuclear de Three Mile Island se fundió y el temor a un apocalipsis barrió el noreste del país, muchos habitantes de Manhasset telefonearon a Steve para reservar sitio en el sótano estanco construido bajo su bar. En todas las casas había sótano, por supuesto. Pero el Dickens tenía algo. Cuando el Día del Juicio acechaba, la gente pensaba primero en él. 

Además de proporcionar un refugio, Steve impartía, todas las noches, lecciones sobre democracia, o sobre esa pluralidad especial que propicia el alcohol. De pie, desde el centro del local, veías a hombres y mujeres de todos los estratos de la sociedad educándose unos a otros, maltratándose. Oías al hombre más pobre del pueblo conversar sobre la «volatilidad de los mercados» con el presidente de la Bolsa de Nueva York, o al bibliotecario local darle una clase a uno de los mejores beisbolistas de los New York Yankees sobre la conveniencia de agarrar el bate desde más arriba. Oías a un porteador de escasas luces decir algo tan descabellado y a la vez tan sensato que el profesor universitario de filosofía se lo apuntaba en una servilleta y se metía esta en el bolsillo. Oías a camareros que, mientras cerraban apuestas y preparaban cócteles, hablaban como reyes filósofos. 

Steve creía que la barra de un bar era el punto de encuentro más igualitario de todos los que existían en América, y sabía que los americanos siempre habían venerado sus bares, sus salones, sus tabernas y sus «gin mills», una de sus expresiones favoritas. Sabía que los americanos dotan a sus bares de significado y que acuden a ellos para todo, en busca de glamur y de auxilio y, sobre todo, para hallar alivio contra el azote de la vida moderna: la soledad. No sabía que los puritanos, a su llegada al Nuevo Mundo, construyeron un bar antes incluso que una iglesia. No sabía que los bares americanos eran descendientes directos de las posadas inglesas que aparecen en los Cuentos de Canterbury de Chaucer, que a su vez descendían de las casas de cerveza sajonas, que a su vez descendían de las tabernae que poblaban las calzadas de la antigua Roma. El bar de Steve podía remontarse hasta las cuevas pintadas de la Europa occidental, donde los más viejos de la Edad de Piedra iniciaban a los muchachos y las muchachas en las costumbres de la tribu hace quince mil años. Aunque Steve no sabía esas cosas, las notaba en la sangre, y las representaba en todo lo que hacía. Más que muchos otros, Steve valoraba la importancia de los lugares, y sobre la piedra angular de aquel principio logró crear un bar tan raro, tan inteligente, tan querido, tan en sintonía con sus clientes, que llegó a ser conocido mucho más allá de Manhasset.

 

miércoles, 12 de septiembre de 2018

GEORGES SIMENON. PEDIGRÍ

Abre los ojos y durante unos instantes, varios segundos, una eternidad silenciosa, nada ha cambiado en ella ni en la cocina a su alrededor; por otra parte, ya no es una cocina, es una mezcla de sombras y de reflejos pálidos, sin consistencia ni significado. ¿Tal vez el limbo? 

¿Ha habido un instante preciso en el que los párpados de la durmiente se han entreabierto? ¿o acaso las pupilas se han quedado enfocando el vacío como el objetivo del cual un fotógrafo ha olvidado bajar la cortinilla de terciopelo negro? 

Fuera, en algún lugar—simplemente en la rue Léopold—, discurre una vida extraña, sombría porque ya ha oscurecido, ruidosa, apresurada porque son las cinco de la tarde, mojada, viscosa porque llueve desde hace varios días, y los globos lívidos de las lámparas de arco parpadean frente a los maniquíes de las tiendas de confección, y los tranvías pasan arrancando con el extremo del trole unas chispas azules, aguzadas como relámpagos. 

Élise, con los ojos abiertos, aún está lejos, en ninguna parte; sólo esas luces fantásticas de fuera penetran por la ventana y atraviesan las cortinas de guipur con flores blancas cuyos arabescos proyectan en las paredes y en los objetos. 

El runrún familiar de la cocina de carbón es el primero que renace, y el pequeño disco rojizo de la puertecilla a través de la cual se ven caer de vez en cuando carbones incandescentes; el agua empieza a silbar en el hervidor de hierro esmaltado blanco con un desportillado cerca del pitorro; el despertador, sobre la chimenea negra, vuelve a hacer tictac. 

Sólo entonces Élise nota una molestia sorda en el vientre y se ve a sí misma; sabe que se ha dormido, sentada en la silla en una postura incómoda, delante del fogón, sin soltar el trapo de secar los platos. sabe dónde está, en el segundo piso del edificio Cession, en medio de una ciudad muy activa, no lejos del pont des Arches, que separa esa ciudad de los suburbios, y siente miedo, se levanta temblorosa y jadeante, y después, para tranquilizarse con gestos cotidianos, echa carbón al fuego. 

—Dios mío…—susurra. 

Désiré está lejos, en el otro extremo de la ciudad, en su oficina de la rue des Guillemins, y tal vez ella dé a luz, sola, mientras los paraguas de centenares, miles de transeúntes seguirán entrechocando por las aceras relucientes. 

Su mano hace el gesto de coger las cerillas junto al despertador, pero no tiene paciencia para retirar el globo lechoso de la lámpara de petróleo, y luego el cristal, levantar la mecha; está demasiado asustada. no tiene ánimos para guardar en el armario los pocos platos que hay en la cocina, y sin mirarse al espejo se pone el sombrero de crepé negro, el que aún le queda del luto de su madre. se enfunda el abrigo de cheviot negro, que también es un abrigo de luto y ya no le cierra, que tiene que sujetar para cruzarlo sobre su vientre abombado. 

Tiene sed. Tiene hambre. Algo le falta. siente como un vacío, pero no sabe qué hacer, huye de la habitación, mete la llave en el bolsito. 

Estamos a 12 de febrero de 1903. 


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que hoy empieza así, echando la mirada atrás a ese 12 de febrero de 1903, día del nacimiento en Lieja de Georges Simenon, el muy prolífico escritor belga, autor de decenas de libros de géneros diversos -setenta y ocho de ellos novelas policiacas protagonizadas por su más grande creación, el inspector Maigret- y que en la obra que esta semana os presento narra su infancia a través de la figura de Roger Mamelin, su alter ego literario y protagonista de Pedigrí, la interesante novela -pese a que el uso de este término exigirá una aclaración posterior- publicada en nuestro país el pasado 2015, aunque había sido publicada originariamente en 1948 y reeditada en 1957 con un significativo prólogo que se incluye en esta edición española de Acantilado que ahora quiero comentaros. El libro, en traducción de Núria Petit y con algunos pequeños fallos que quizá no le son atribuibles (un “a parte” que debiera ser “aparte”; alguna confusión en el nombre del personaje principal, que llamándose Roger aparece en alguna ocasión como Robert; ciertos descuidos en las concordancias como, entre otros, “la ventana y la puerta abierta”), se inscribe en la decidida política de la estupenda editorial catalana de ofrecer al público español, en ediciones impecables y dignas traducciones, el núcleo central de la obra del fecundo y no siempre valorado escritor belga. 

La historia de la escritura y publicación de Pedigrí es curiosa y merece un breve comentario. En el antedicho prólogo del libro, Simenon relata la peripecia que condujo a su creación. En 1941, en una revisión rutinaria y ante una radiografía sospechosa, un médico le anunció que le quedaban como mucho dos años de vida. Por aquel entonces -escribe el autor- yo sólo tenía un hijo de dos años, y pensé que cuando fuera mayor no sabría casi nada de su padre ni de su familia paterna. Para colmar en parte esta laguna, compré tres cuadernos con tapas de cartón jaspeado y, renunciando a mi habitual máquina de escribir, empecé a contar en primera persona y en forma de carta una serie de anécdotas de mi infancia al muchacho que un día me leería. En el curso de su frecuente correspondencia con André Gide, éste le pidió que le enviara las primeras páginas de ese relato biográfico, y una vez leídas, le aconsejó que retomase la narración, no ya en primera sino en tercera persona, “objetivando” la perspectiva y acercándolo a un planteamiento novelesco, pues consideraba que podía tener un interés para el público en general, más allá de su infantil destinatario. Y así, las cien páginas iniciales de ese texto se publicaron en 1945 con el título de Me acuerdo. El desarrollo posterior de esos fragmentos originarios, que llega hasta los dieciséis años de su protagonista -ese Roger Mamelin tras el que se esconde el propio escritor-, constituirá Pedigrí, la novela que debiera haber sido solo la primera de una serie -el segundo tomo debía narrar su adolescencia, el tercero sus inicios en parís y su aprendizaje de lo que en otro lugar he denominado “el oficio de hombre”, como señala en el preámbulo del libro- que nunca llegó a escribirse, disuadido el autor por los muchos conflictos judiciales suscitados por esa entrega inicial, al acudir indignadas a los tribunales algunas de las personas que creyeron reconocerse en los personajes del libro, encontrándose a disgusto con sus “retratos" literarios. 

Sin embargo, pese a este origen biográfico y al evidente paralelismo entre los sucesos, los escenarios y los individuos que surcan el libro y los que constituyeron la verdadera realidad de su creador, Simenon defiende taxativamente el carácter novelesco de Pedigrí, que es por lo tanto una obra en la cual predominan la imaginación y la recreación, aunque admito que Roger Mamelin tiene muchos rasgos en común con el niño que yo fui

Los primeros capítulos de la obra se retrotraen más allá del momento del nacimiento del niño -cuyos “preliminares” habéis podido leer en el fragmento con el que he abierto esta reseña-, para adentrarse en las historias de las muy numerosas familias de la depresiva y enfermiza Élise y el bondadoso y optimista Désiré, los padres de Roger. A través de ellas conocemos las convulsiones de una Europa, la que se mueve a caballo de los siglos XIX y XX, que cambia rápida y sustancialmente y en la que todo aboca al dramático estallido de la Gran Guerra, algunas de cuyas manifestaciones -el reclutamiento de los jóvenes, la “desaparición” de los hombres, el estremecedor estallido de las bombas, la ominosa presencia del ejército ocupante, las estrategias de supervivencia de una parte de la población que opta por el colaboracionismo, la carestía y el hambre- aparecen como telón de fondo de los capítulos postreros. 

Pero esta dimensión “externa” que observamos en la novela de Simenon, el escenario histórico y un punto grandilocuente de los grandes acontecimientos sociales y políticos (las manifestaciones del 1º de mayo, el terrorismo anarquista de comienzos de siglo, el eco de los episodios bélicos), no es su aspecto más destacable. Sí lo es, en cambio su fiel y magistral retrato de la vida de las ciudades, de la cotidianidad de sus pobladores, la oscuridad de las calles apenas iluminadas por desvanecidas farolas, el auge de los comercios y la incipiente burguesía de tenderos y burócratas, las siniestras y humeantes fábricas, el paisaje urbano surcado de amenazantes tranvías y parsimoniosos carros de caballos, de lecheras de otro tiempo que llegan de sus granjas cada mañana, puntuales, con su blanco cargamento, de sufridos obreros que reivindican condiciones laborales dignas, de grises oficinistas con bombín y bigotes de guías engominadas, en un panorama que tantas veces hemos visto recreado en los cuadros de otro belga notable, el pintor René Magritte, al que es imposible no tener en mente mientras avanzamos en las páginas del libro. 

Excelente es también la recreación de los personajes, tanto los principales como los meramente episódicos o circunstanciales: la madre, Élise, siempre sufriente, siempre insatisfecha, siempre lamentándose; su padre, Désiré, conformista, apocado, aceptando pasivo y sin rebelarse su mediocre existencia; sus múltiples tíos y tías, los Peters maternos y la abigarrada fauna de los Mamelin del progenitor, con sus variados destinos: el desdichado y solitario Léopold, la infortunada Cécile, la desahogada aunque infeliz vida familiar de Félicie, los muy pudientes y sin embargo también insatisfechos Schroefs; la variada panoplia de amigos y conocidos de un ya adolescente Roger, las pobres chicas sin futuro que “comercian” con sus tristísimas efusiones sexuales, los “niños bien”, atildados e inútiles, a los que Roger quiere parecerse, los palurdos campesinos cuya compañía lo avergüenza, y tantos otros.

Y, claro está, Pedigrí interesa, sobre todo, porque nos permite conocer esos primeros años de la vida de Simenon que conformarán su personalidad adulta. Desde su primera conciencia del mundo, la visión de una plaza en la que juega, de pequeño, ante la atenta mirada de su madre, vestida de negro en su recuerdo, por el libro desfilan multitud de vivencias del niño que, dos ojos y dos oídos que todo lo registran, verá cómo el mundo se agrandará insensiblemente, imagen tras imagen, calle tras calle, pregunta tras pregunta. 

Curioso y desconcertado ante el lenguaje de los adultos, el joven Roger va dejando atrás una infancia gris, un barrio horrible, una familia opresiva, una existencia mediocre, y va construyendo una identidad, que en los años que recoge el libro se define por vía negativa: el odio a la mezquindad de su entorno, la férrea voluntad de labrarse un espacio propio y alejado de unas raíces que aborrece de un modo furibundo: Odia su infancia, odia la rue de la Loi, la rue Pasteur, el Institut Saint-André y el colegio Saint-Servais, odia al hermano Médard y a la señora Laude, y odia todas las pequeñas fealdades, las pequeñas cobardías cotidianas que lo hacen sufrir. Está decidido a vengarse, aún ignora cómo, pero se vengará, lo sabe. A medida que el relato se acerca a la juventud de su protagonista y deja oír, por tanto, su desencantada voz, se multiplican las muestras del despecho, de la aversión, del rencor incluso del muchacho hacia el paisaje de su niñez: Mira con asco el mundo sin alegría que lo rodea y que siente que es como él. Y también: Toda esa ciudad negra y viscosa, por la que vaga como en un laberinto

Roger escapa, impetuoso y desorientado, a la plácida y protectora, pero limitada y asfixiante envoltura familiar: se rebela contra la inocencia de su infancia, descuida los estudios, devora ávidamente los folletones de Rocambole pretiriendo las lecturas obligatorias del colegio, practica pequeños y repetidos hurtos en los establecimientos comerciales de sus parientes, malgasta su escaso dinero en ropas caras que le permitan encubrir su envidia de clase hacia los compañeros de colegio más privilegiados, busca el contacto con prostitutas, se lanza a frustrantes escarceos amorosos con chicas anodinas, frecuenta la noche (Son las nueve de la mañana, la hora preferida de Roger, cuando las calles se acicalan y el sol aún tiene toda su ligereza prometedora. Eso sí, en cuanto oscurece, Roger se siente atraído por el ambiente equívoco de la ciudad mal iluminada, y por más que se haya jurado no salir, le basta ver por la ventana el halo azulado de una farola, una pareja anónima que pasa rozando las casas, para perderse durante horas en recorridos inconfesables) y, en todo su acontecer vital, chapoteando en la basura, inundado por la repulsión y el asco, por la zozobra y el miedo (Ha escogido otro camino y a veces se asusta, pues ignora adónde conduce. En ese camino, al que una fuerza desconocida lo empuja -su madre diría que son sus malos instintos- no habrá nadie para aprobarlo, para ayudarlo, nadie para consolarlo en caso de catástrofe), tantea a ciegas su lugar en el mundo, pues su vida está en otra parte, aún no sabe dónde, la busca fuera y seguirá buscándola

En fin, leed este espléndido aunque repleto de melancolía texto autobiográfico -pese a que el autor rechace el término- que es Pedigrí, una obra de Georges Simenon alejada de su pauta habitual, la que marcan sus novelas detectivescas con el comisario Maigret como protagonista. Grand Saint Nicholas, una canción navideña que suena en el libro, asociada a los recuerdos infantiles de su protagonista, cierra esta reseña en la voz de Anne Sylvestre.

 

miércoles, 5 de septiembre de 2018

GARY SHTEYNGART. PEQUEÑO FRACASO

Un año después de licenciarme trabajé en la parte baja de Manhattan, bajo las sombras gigantescas del World Trade Center, y en mi relajada pausa del almuerzo, que duraba cuatro horas, comía y bebía entre esos dos gigantes, subiendo por Broadway o bajando por Fulton Street, y me iba a la sucursal de la librería Strand. En 1996 la gente aún leía libros y la ciudad podía permitirse tener una sucursal de la legendaria librería Strand en el Distrito Financiero, lo cual significaba que en aquellos años se suponía que los agentes de bolsa, las secretarias y los funcionarios del gobierno —en una palabra, todo el mundo— tenían algo de vida interior.

El año anterior había intentado ser pasante en un despacho de abogados especializado en derechos civiles, pero aquello no funcionó. El trabajo me exigía centrarme en un sinfín de detalles, y eso era demasiado para un joven nervioso que llevaba coleta, había tenido un pequeño problema por consumo de sustancias prohibidas y lucía una insignia con una hoja de marihuana en su corbata de quita y pon. Ese trabajo fue lo más cerca que estuve de alcanzar el sueño de mis padres de que me hiciera abogado. Como muchos judíos soviéticos, y como muchos inmigrantes llegados de los países comunistas, mis padres eran muy conservadores y nunca se tomaron muy en serio los cuatro años que pasé en mi colegio universitario de artes liberales, el Oberlin College, en el que estudié marxismo y escritura creativa. El día que visitó Oberlin por vez primera, mi padre se detuvo sobre una gigantesca vagina pintada en el suelo del patio central por el grupo de gais, bisexuales y lesbianas del campus, y sin prestar atención a los gestos y a la pronunciación amanerada de la gente que se iba congregando a su alrededor, empezó a explicarme las diferencias entre los cartuchos láser y los de inyección por tinta, centrándose sobre todo en los distintos precios de los cartuchos. Si no me equivoco, mi padre creía haberse detenido sobre un melocotón.

Me licencié con honores summa cum laude, y eso mejoró mi reputación ante mamá y papá, pero cada vez que hablaba con ellos me hacían saber que les había decepcionado. Cuando era niño (y también ahora que soy adulto), solía estar enfermo con frecuencia y me resfriaba a menudo, así que mi padre me llamaba Soplyak, es decir, Mocoso. Mi madre, por su parte, había ido creando una curiosa fusión del inglés y del ruso y se inventó el término Failurchka, o lo que es lo mismo, Pequeño Fracaso. Un día, aquel término surgió de sus labios y fue a posarse sobre el voluminoso manuscrito de la novela que yo estaba escribiendo en mi tiempo libre, y cuyo capítulo inicial estaba a punto de ser rechazado por el famoso departamento de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Así fue como me enteré de que mis padres no eran las únicas personas que me consideraban un desastre.


Hola, buenas tardes. Así, con las primeras palabras de Pequeño fracaso, la autobiografía novelada -si es que puede hablarse en estos términos- de Gary Shteyngart, empieza esta tarde -y este curso- Todos los libros un libro, el espacio semanal de recomendaciones de lectura en la parrilla de Radio Universidad de Salamanca. Hoy abrimos una breve serie, que se prolongará a lo largo de este mes de septiembre, en la que todas mis propuestas se moverán en este algo indefinido ámbito de la literatura testimonial, y pongo el acento en los dos términos: “testimonial”, por cuanto los libros que voy a ofreceros en la presente emisión y en las de los miércoles venideros se presentan bajo la forma, más o menos indisimulada, de memorias, de confesiones, de recuerdos de una vida. Pero, a la vez, hablo de “literatura”, pues en todos los casos, sin excepción, el tratamiento de la información, el modo de presentarla, la estructura de la obra, la expresión, el modo de narrar, la voluntad de estilo, responden a un criterio alejado de la mera crónica periodística, del austero ensayo divulgativo o del aséptico documento biográfico, siendo por el contrario los propios de las obras de ficción de mayor enjundia. En otras palabras, no esperéis, pues, en mis consejos de lectura de estas próximas semanas el convencional relato con el que el cantante de turno cuenta su vida o el del personaje de actualidad que aprovecha su fama para infligirnos la historia de su por otro lado insulsa existencia o la recopilación de anécdotas supuestamente interesantes vividas por el adusto político que se recrea en enumerar sus encuentros con celebridades internacionales tras una larga vida de desprendida entrega a su patria. No, por el contrario, en los libros a cuya lectura quiero invitaros a lo largo de este mes, será la calidad literaria la que prime, son libros -novelas, testimonios, memorias- que narran la vida de sus autores, sí, pero que al margen de esa información, desconociendo ese carácter autobiográfico, resultarían igualmente estimables, sobresalientes por sus cualidades en tanto literatura, por su capacidad de presentar -de un modo creativo, poético, artístico, literario- la vida de unos personajes que no son enteramente ficticios y sí “reales” y coincidentes en sus trayectorias existenciales con las de los propios autores.

En el caso de mi sugerencia de hoy, Pequeño fracaso, el libro del norteamericano de origen ruso Gary Shteyngart, que publicó, en traducción de Eduardo Jordá, la Editorial Libros del Asteroide en 2015, el autor/protagonista evoca los primeros siete años de vida en la Unión Soviética (así se llamaba aún, en 1972, fecha de nacimiento de Shteyngart, la actual Rusia), su posterior traslado a Estados Unidos con su familia, su adolescencia como inmigrante en el ”enemigo” tradicional de su país de origen, su juventud y su iniciación como escritor, una vocación que había despuntado en él desde muy joven, para detenerse en 2011, ya en su madurez, en que cierra el ciclo con un viaje a Rusia con sus padres, que regresan después de veinte y treinta años -madre y padre, respectivamente- al entorno en el que pasaron la mitad de su vida. El libro se nutre, como no puede ser de otra manera dado su carácter, de los recuerdos de su autor, pero también de conversaciones retrospectivas con sus progenitores, presentándose el relato a partir de un hilo conductor naturalmente cronológico -por más que haya en el texto algunas vueltas atrás y adelante- y organizándose cada capítulo en torno a una idea principal que se ilustra con una fotografía -retratos de niño, estampas familiares, fotos de juventud- que lo encabeza y que, en cierto modo, representa el núcleo de su propuesta.

La vida “rusa” del niño Igor -el posterior cambio a Gary es, obviamente, fruto de la estancia en Norteamérica- nos permite conocer todos los lugares comunes de la sociedad de la URSS en las décadas de la más opresiva y rígida cerrazón soviética. En un apartamento mínimo, de austera decoración, con el explosivo televisor Signal en blanco y negro, el destartalado “Sofá Cultural”, la escalerilla de madera que llega hasta el techo y que el padre manda construir para que el niño pierda el miedo a las alturas, como precarios elementos significativos, que nos trasladan al más consabido y depauperado “estilo” del realismo socialista, viven el chico y su familia. La madre, que tiene veintiséis años cuando Gary nace, da clases de piano en un jardín de infancia, y representa la vertiente responsable del matrimonio, entregada incansable al trabajo, envuelta siempre en cálculos incesantes, en presentimientos, en preocupaciones, acechada por el temor a equivocarse, por el miedo a la autoridad, por el cuidado y la inquietud por quienes están a su cargo, rasgos que, en su mayoría, heredará el hijo. El padre, con treinta y tres años al tener a su hijo, es ingeniero mecánico y ofrece, en cambio, una visión hastiada de la vida, repleta de bromas, de sarcasmo, pero también de dureza y rigor (te llamo hijito pero te estoy pegando, tienes que aguantar los golpes, piensa el niño). Están, además, las entrañables abuelas, Polia y Galia, las hermanas de la madre, la guapa prima Victoria… La familia es judía, y los rituales, las costumbres, los signos distintivos de esa religión impregnan también la vida de esos primeros años. La narración, en alguno de estos capítulos iniciales, se retrotrae -El pasado me persigue, leemos en la novela- a los orígenes familiares (abuelos y hasta bisabuelos), con las distintas pautas y las diferentes clases sociales de cada rama familiar, pero todos con una común condición de víctimas del exterminio, en sus diversas formas: el paso por los campos de concentración, la guerra, el cerco de Leningrado… Conforme hago avanzar a mis familiares sobre las páginas de este libro, recuerden por favor que también los estoy haciendo avanzar hacia sus tumbas, y que la mayoría de ellos van a morir de la peor manera imaginable, escribe.

La familia, y en particular la figura del padre, con su doble condición de vínculo protector que acoge y conforta y de férreo corsé que limita, será uno de los ejes del libro, que aparece salpicado de continuo de referencias a esa realidad: Para mí, el sentimiento de vivir en familia consiste en llorar mientras se trama la venganza. La atracción/rechazo hacia el padre (Mis personajes suelen ser hijos en busca de un padre), la tristeza y la culpa por defraudar a los progenitores (al no cumplir sus sueños -de ellos- de llegar a ser abogado), son algunos de esos elementos clave a los que me refiero.

En esos días infantiles vemos también los rasgos definitorios de la personalidad del niño que luego aflorarán en su juventud y adultez y que marcarán su vida. Gary es un niño muy inteligente, con curiosidad natural, que se interesa -sus intentos, frustrados- por tocar el violín y la balalaika. Es problemático, tierno, bajito, feúcho, con complejos; hay en él ya antecedentes del raro, el marginal, el chico apesadumbrado y doliente, con vida interior convulsa (Por fuera soy un niño tranquilo y pensativo, y también parlanchín y divertido, pero… [también hay en mí] rabia, crispación, violencia) que será en su adolescencia y juventud. Es delicado y sensible, tiene miedo a todo, al teléfono, al frío, al calor, al fotógrafo, al ventilador, a las alturas (‘¿Por qué le tenía miedo a todo?’, preguntará cuarenta años después. Porque naciste judío, responde categórica su madre). Enamoradizo (Tengo cinco años y ya estoy completamente enamorado), arrastrará su “desgracia” hasta la universidad, cuando llegará a afirmar: Me enamoro indiscriminada y abiertamente.

La huida a Estados Unidos (propiciada por acuerdos oficiales entre la administración soviética y la Norteamérica de Jimmy Carter, que permitió la salida de judíos rusos a cambio de ayudas comerciales), supone el “desmantelamiento” de la ficción vivida en la infancia: Todo era mentira, escribe, para a continuación detallar todos los referentes, esas ciegas creencias de sus primeros años de vida que se resquebrajan: El comunismo, el Konsomol, los pioneros, la estatua de Lenin, el Canal Uno, el glorioso Ejército soviético, los bolcheviques, la perrita Laika y la falsa conquista de la luna por los soviéticos, hasta el jamón con demasiada grasa y la visión de un Estados Unidos paupérrimo en el que la gente sufre padecimientos y carencias, citando elementos reales, tangibles, y otros metafóricos. Estamos en el mundo maniqueo de los dos bloques, de la guerra fría. El padre llega a su nueva patria cargando con los apriorismos de su pasado -el republicanismo acérrimo, el fanatismo de extrema derecha, los prejuicios raciales-, que transmitirá a su hijo (otra pesada losa de la que deberá liberarse cuando crezca). Hay, a la vez, nostalgia de Rusia, de su cultura -la cultura de una superpotencia que fue arrojada al estercolero de la Historia- y, sobre todo, de los recuerdos -felices pese a la falta de libertad y las condiciones materiales precarias- de la primera infancia.

En Queens, donde residirá la familia, se produce el mágico descubrimiento de un mundo soñado, la libertad, el colorido del consumo, los supermercados llenos, los ojos rojos de ver tanta televisión, el encantamiento de las series -La isla de Gilligan, Star Trek-, los primeros juegos en los muy limitados ordenadores de la época, la revelación que supone conocer Manhattan y su permanente exhibición de emoción desinhibida.

El paso por la escuela judía estadounidense nos muestra de nuevo al “distinto”, al marginado, al chico que busca sin éxito la atención de las chicas. Los niños le pegan -en unos entornos por ruso, en otros por judío, en todos por raro-, no se integra, ni se siente interesado por los rituales religiosos. Un friki odioso, dice de sí mismo. Deja la escuela hebrea y -alumno inteligente y dotado- pasa a un instituto más “abierto” con exigente nota de corte, en el que coexisten chicos de orígenes diversos: la provincia china de Fujian, el estado indio de Kerala y el distrito de Leningrado se hallan situados en tres rincones distintos de la misma masa terrestre. El chico más brillante del Instituto proviene de una familia palestina trasplantada a Sudáfrica, la chica más guapa es de Puerto Rico, las “masas” que lo acompañan a clase no son blancas. El racismo que hay en mí agoniza, dice, iniciando tímidamente la renuncia al mundo paterno.

Relativamente anónimo, vive la indiferencia hacia de él de sus compañeros como una estimable forma de felicidad. Sin embargo, en las fiestas escolares, observa con envidia a las familias norteamericanas perfectas, integradas, conformes y aparentemente felices en su adecuado “lugar en el mundo”. A nosotros, los judíos soviéticos, nos invitaron a la fiesta equivocada. Y siempre estuvimos demasiado atemorizados por nuestra nueva situación para abandonar el colegio. Porque no sabíamos quiénes éramos. En este libro intento explicar quiénes éramos. Uno más entre tantos “expatriados”, su pasado se borra (Descubro que en realidad ya no soy ruso) y su presente no adquiere consistencia (La tristeza de quien no es capaz de comunicarse con los demás), pese a sus intentos de llamar la atención, siempre ingenioso, siempre brillante (Un mamífero que no tiene rival a la hora de calcular los efectos de sus palabras para atraer la atención de los demás).

El paso por la Universidad reproduce las mismas pautas de comportamiento. Llora porque su crecimiento le aleja del pasado familiar, la rusicidad, llora por el desconcierto ante el nuevo mundo, porque no sabe crecer y hacerse adulto, porque tampoco encaja en los valores dominantes en la Facultad, el marxismo, lo alternativo, porque no acaba de encontrar su sitio (Allí [en la escuela hebrea]- se burlaban de mí porque no era un americano auténtico, pero ahora [en su literatura] se me acusa de no ser un ruso auténtico, para añadir: esta paradoja es el tema primordial de toda la literatura escrita por inmigrantes). Llora por su falta de aceptación por las chicas -la primera novia a los veinte años-, siempre llorando porque me muero de ganas de que alguien me quiera por el fondo más profundo que hay en mí. Y vuelve a catalogarse, sin piedad: Soy rarito.

Recordad el fragmento inicial, recordad que Pequeño fracaso es el título del libro. Y esa idea -insertada desde la muy primera infancia en su cerebro- impregna la existencia del muchacho, tanto en el ámbito personal (Sigo operando con la base teórica de que voy a fracasar en todo lo que haga), en el que sus excesos con la marihuana y el alcohol lo hunden cada vez más en una patética autoconmiseración (Cada medio litro de alcohol me va arrastrando más y más lejos de los sueños que ya no soy capaz de cumplir), como en el plano colectivo (En aquellos tiempos todos estábamos conectados por los fracasos, y de hecho toda la Unión Soviética estaba fundiéndose en negro). El panorama final es el de alguien desgraciado que se lamenta constantemente de su propia frustración: Si pudiera evocar todo el amor no correspondido de estos últimos veinte años, es posible que llegara a alcanzar algo parecido al arte. O también: Lo que yo he sido toda mi vida: una persona desdichada que intenta pasarlo lo mejor posible.

Y la “salvación”, llamémosla así, llegará de la mano de la escritura y del humor. Desde muy pequeño lee con fruición (Me estoy convirtiendo en un lector patológico, afirma, con muy pocos años). Por feliz iniciativa de su abuela Galia (¿por qué no escribes tú mismo una novela?, le dice; y él añade: Y así empieza todo) e iluminado por la lectura de un libro deslumbrante e iniciático: El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de la primera mujer premio Nobel, la sueca Selma Lagerlöf, empieza a escribir un relato infantil, Lenin y el ganso mágico (un delirio -pero el chaval tiene cinco años- en el que se entremezclan el libro de Nils, los cuentos que inventaba su padre para él, lo que ve en las calles, las no del todo entendidas conversaciones de los adultos). Algo después -sigue siendo un niño- escribe también su primera novela: El desafío, un remedo de Star Trek pasado por la experiencia judía y los radicales prejuicios racistas del padre, admirador de Ronald Reagan, con apuntes del pasado comunista, en un batido desternillante. Escribo para mi abuela, dice, con un único mensaje: Abuela, por favor, quiéreme.

Y así será también en los años de su adolescencia y juventud: escribir para ser querido. Lenin no funcionó; ingresar en la organización juvenil del Konsomol no funcionó; ni tampoco funciona mi familia (mi padre me pega) ni la religión (mis compañeros de clase me pegan), dice, pero las historias que inventa y que lee a sus compañeros y tienen éxito entre ellos, acaban por darle un cierto estatus, una cierta -leve- sensación de pertenencia, de reconocimiento. Estoy haciendo que los niños olviden mi rusicidad y me asocien con la narración de historias. Y para no perder esa estima se obliga a escribir todos los días. Y al final, llegarán la profesionalización, el éxito (también las novias, dicho sea entre paréntesis), el Gary Shteingart que ahora leemos, capaz de transformar la experiencia del dolor (el infligido a sus padres, insatisfechos con la imagen que de ellos aparece en sus novelas, y el suyo propio, el chico desubicado y permanentemente afligido) en literatura (Un escritor o cualquier ser sufriente que quiera ser artista es un instrumento excesivamente bien sintonizado a la condición humana).

El hecho de que en esta reseña que se encamina ya a su fin yo haya puesto un cierto énfasis en estos aspectos pesarosos o melancólicos de la obra, podría llevaros a pensar que Pequeño fracaso es un libro que se desenvuelve en un tono quejumbroso, lastimero, dolorido y lacrimoso, un libro oscuro y pesimista, amargo y desesperanzado… pero nada más lejos de la realidad. Sus más de cuatrocientas páginas rezuman ironía inteligente, ingenio y gracia, humor genial. La aparentemente sombría visión de la existencia de nuestro protagonista se resuelve casi siempre -más allá de las lágrimas, reales o metafóricas, que se vierten en la novela- en agudísimos chistes, en comentarios sarcásticos, en chispeantes salidas, en ocurrencias disparatadas y cómicas que relativizan el sufrimiento y ayudan a sobrellevarlo. Soy una especie de broma ambulante, afirma de sí mismo, y así es en realidad, sin que haya revés o contratiempo, calamidad o percance, motivo de dolor o desgracia -en la vida y en el libro- que no tenga su inmediata vuelta de tuerca hilarante. El espíritu de Woody Allen flota por la obra, esa tradición judía que hace a los miembros de ese “pueblo” especialmente dotados para reírse de las propias desgracias, del propio sufrimiento, de la propia mediocridad, esos rasgos de desenfadada lucidez que tantas veces hemos visto en el cine, la literatura o la televisión (pienso también ahora en Seinfeld, otro personaje divertido y brillante ante la existencia vulgar, con el que cabe también un ligero paralelismo). El humor es el último recurso del judío acosado, escribe, de modo certero, el narrador, avanzando una explicación del tono desternillante de su texto.

Un libro, este Pequeño fracaso de Gary Shteingart, que os recomiendo con entusiasmo y que no deberíais dejar de leer. De entre las muchísimas referencias musicales que lo surcan y que ilustran las diferentes etapas por las que pasa su protagonista, una banda sonora en la que están grandes canciones de esas décadas, os dejo ahora con Road to nowhere, el clásico de los Talking Heads, con un cierto valor metafórico en el libro.