Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de febrero de 2019

E.M. FORSTER. HOWARDS END

Hola, buenas tardes. Termina febrero y con él acaba también esta breve serie que durante cinco semanas Todos los libros un libro ha dedicado al cine a partir de las distintas celebraciones que en estas últimas fechas han tenido al séptimo arte como protagonista en el mundo entero. Los Goya españoles, los César franceses, los Bafta británicos y los hollywoodienses y universales Oscar se han entregado a lo largo de este mes, razón por la que nuestro espacio os ha propuesto recomendaciones literarias que giran sobre el cine o que han sido objeto de traslación a la pantalla.

Así ocurre, y de manera notable, con nuestra sugerencia de hoy, una magnífica novela con dos más que estimables versiones en imágenes. Se trata de Howards End, quizá el título más reconocido de su autor, Edward Morgan Foster, un brillante escritor británico cuya obra ha sido adaptada al cine casi en su totalidad. Es el caso, entre otros textos, de Donde los ángeles no se aventuran, con su correlato cinematográfico de 1991 dirigido por Charles Sturridge; de la espléndida Pasaje a la India, convertida en película en 1984, de la mano de David Lean; y de Una habitación con vistas, de 1985, Maurice, de 1987, y Regreso a Howards End, de 1992 -esta última obviamente basada en la novela que hoy os presento-, las tres con James Ivory en la realización. Howards End ha “saltado” también a la televisión, en una miniserie de la BBC, magnífica como es norma en la cadena inglesa, que recrea en cuatro capítulos excepcionales el universo del muy interesante libro de Forster, publicado en 1910.

Pero vayamos primero con el comentario de la obra literaria dejando para el final de esta reseña las dos sobresalientes adaptaciones. La novela había visto la luz en España en el sello Planeta hace más de cuarenta años, concretamente en 1975, con el título de Regreso a Howards End. La editorial rescató en 1993, tras el éxito de la película homónima, esa misma edición, con idéntica traducción de Eduardo Mendoza, aunque con otro título, La mansión. Más de cuatro décadas después de su primera aparición en nuestro país es ahora la editorial Navona la que, el año pasado, volvió a presentar la obra en su colección Ineludibles; una edición que bajo la rúbrica de Howards End, coincidente esta vez con el original de Forster, y sin cambiar una coma de la primitiva traducción de Mendoza se ofrece con la acostumbrada pulcritud formal “marca de la casa”: encuadernada en tela, pliegos cosidos, buen papel, tipo de letra amplio con márgenes razonables -rasgos ambos estos últimos muy apropiados para quienes ya tenemos una cierta edad- y un, en definitiva, acogedor diseño.

El libro nos presenta, en la primera década del siglo XX, a tres familias bastante distintas entre sí que se interrelacionarán en el transcurso de la trama novelística en una sucesión de peripecias y vicisitudes de muy diversa índole -que luego comentaré- cuyo relato se imbrica con reflexiones, comentarios y apuntes varios en los que un narrador muy “intervencionista” deja su impronta, tras la que se reflejan las ideas del propio Forster. Tenemos, en primer lugar, a las huérfanas hermanas Schlegel, Margaret (Meg) y Helen -reflexiva y racional la primera, la mayor; más impulsiva y “emocional” la joven y atractiva Helen-, que provienen de una desahogada familia de origen alemán, culta, intelectual, entregada al arte y la literatura, a la música, a la poesía y la belleza, a las grandes ideas, a un socialismo algo utópico, al incipiente sufragismo, a la existencia “interior” y recogida del espíritu, en suma. Enfrente están los Wilcox, ricos capitalistas con fructíferas inversiones en las colonias británicas en África y la India, pragmáticos, materialistas, cargados de prejuicios, clasistas, ocupados en los negocios y las cuestiones prácticas, entregados al dinero, al rendimiento, a lo que es sólido y tangible, al orden, a la eficacia, al éxito, al reconocimiento social, a las convenciones, en definitiva, a la vida “externa”. Por diferentes azares de la vida, los miembros de ambas familias coincidirán, primero -antes de que la historia dé comienzo- en unas vacaciones en Alemania; luego, cuando la menor de las Schlegel sea invitada a Howards End, la mansión de los Wilcox; más adelante, en diversos encuentros fortuitos. Estas relaciones provocarán efectos imprevisibles: Helen “padecerá” -y el verbo es adecuado- un fugaz enamoramiento hacia el más joven de sus anfitriones, Paul; Margaret mantendrá una también breve aunque genuina e intensa amistad con Ruth, la encantadora y muy desprejuiciada señora Wilcox; y en el escenario aparecerán también, con distintos grados de protagonismo, el singuar Tibby, hermano de las Schlegel y la bondadosa tía Juley, por un lado, y, por el otro, Henry, el severo aunque sensible patriarca del clan; su hijo mayor Charles, que encarna los “valores” de su clase; la hija Evie de episódica presencia, todos girando en torno a un centro inspirador y esencial en la novela, Howards End, la bella aunque modesta residencia que opera en el libro con una condición metafórica. En un plano menor, aunque de importancia decisiva en el relato, están también los Bast, él, Laurent, un modesto oficinista de inestable vida laboral, y ella, Jacky, un personaje discreto y de muy escasa aparición en la novela, pero dueña de un secreto que afectará a su desarrollo. Siendo el matrimonio pobre y de clase media-baja, el afán “redentor” de las Schlegel las llevará a intentar “salvar” al apocado Bast, mejorando su posición social. Los sucesivos encuentros y desencuentros entre los personajes se resuelven en amores, enfrentamientos, amistades, emociones, expectativas, desengaños, ilusiones, desapego y envidias, rencores y despecho, malentendidos, dramas, atisbos de tragedia, e incluso secretos o algún misterio por resolver que proporcionan al libro una tenue nota de intriga y ligero suspense.

No procede, sin embargo, desvelar todos estos aspectos de la trama, por no arruinar el disfrute del lector. No obstante, el placer que proporciona la lectura de la novela no reside tan solo en el desenvolvimiento de las peripecias argumentales de las bienintencionadas hermanas y el clan de los Wilcox (pese a que el relato es ágil y fluido, ameno y estimulante, en una progresión de episodios sugestivos e interesantes lances), sino en el original planteamiento literario, con ese narrador entrometido que aflora de continuo inmiscuyéndose en medio de la descripción objetiva de los hechos, y, sobre todo, con los muchos temas de interés -relativos a la moral, la política o la filosofía- que se suscitan en su transcurso: el materialismo y la vida espiritual, el movimiento y la quietud, el desarrollo tecnológico, el progreso y sus consecuencias, el progresivo deterioro del campo y el acelerado crecimiento de las ciudades -espléndidas las abundantes reflexiones sobre el desarrollo desmesurado de Londres, una más de las poderosas metáforas del libro-, los cambios sociales, las desigualdades de clase, la naturaleza y la cultura, los impulsos y la razón, el dinero y la poesía, la igualdad entre los sexos y el feminismo, el sufragio femenino y el papel de la mujer en la sociedad.

En lo que respecta al intervencionismo del autor son muchas y muy variadas sus “apariciones” en el texto. Ya desde el inicio -Esta historia podría empezar con una carta de Helen a su hermana- notamos su presencia, que se hará ostensible para apostillar la acción, comentar sus alternativas, introducir reflexiones más o menos metafísicas, hacer consideraciones diversas, puntualizar algún suceso (Aquí es cuando debe intervenir el comentarista), anotar algún pensamiento humorístico, aventurarse en digresiones, mostrar abiertamente los entresijos metaficcionales de su relato o, incluso, apostrofar al lector (si el lector considera esto ridículo, debe recordar…) al que de esta manera acerca e implica directamente en la narración, invitándole, en cierto modo, a un diálogo con el autor.

Pero Forster, además de aprovechar la crónica de las “andanzas” de sus idealistas heroínas para dejar constancia de su punto de vista como narrador y demostrar su profundo conocimiento de la psicología y la sensibilidad femeninas, quiere “participar” también usando la voz de sus criaturas para transmitirnos sus postulados vitales, sus ideas sobre la existencia. El escritor británico defiende una vida basada en el amor, la cultura, el conocimiento, el arte, la creación, la belleza. En este sentido, Howards End es un permanente juego de contrastes, un formidable debate entre estas distintas visiones de la realidad encarnadas en las dos familias: las relaciones personales y la vida privada, el valor del individuo, el sentimiento, los ideales nobles, el alma, el infinito y lo invisible, la literatura y la palabra de las muy intelectuales y sensibles mujeres, frente a la mediocridad, la estupidez, la hipocresía, la ausencia de miras, el comercio y los valores bursátiles, la organización y la vida pública, lo romo de un mundo que progresa acelerado, despreciando el espíritu mientras cabalga a lomos del dinero y el materialismo que, metafóricamente, representan sus opuestos, los dueños de Howards End. Sirvan como ejemplo estos dos breves fragmentos de entre infinidad de ellos de un tenor similar: Por ejemplo, yo conozco todos los defectos de míster Wilcox. Tiene miedo de las emociones. Da mucha importancia al éxito, poca al pasado. Sus sentimientos carecen de poesía; no son realmente sentimientos. Y también: Mi vida es grande y la suya, pequeña —dijo Helen acalorándose—. Yo sé cosas que ellos ignoran, y tú también las sabes. Nosotras sabemos que existe la poesía. Nosotras sabemos que existe la muerte. Ellos solo lo saben de oídas. Nosotras sabemos que esta es nuestra casa, porque es algo que se siente. Ah, sí, ya sé que pueden enarbolar sus títulos de propiedad y sus llaves, pero por esta noche, estamos en casa (una casa, Howards End, más cercana -en su espíritu- a las sentimentales e inteligentes jóvenes Schlegel que a la nuda propiedad de sus legítimos dueños: Para ellos, Howards End era una casa. No podían saber que para ella había sido un espíritu para el que anhelaba un heredero espiritual. Y, avanzando un paso más en esta neblina, ¿no habían decidido mejor, tal vez, de lo que suponían? ¿Es posible legar las posesiones del espíritu? ¿Tiene descendencia el alma? ¿Puede transmitirse la pasión por un olmo, una parra, una gavilla de trigo cubierta de rocío, cuando no existen lazos de sangre?).

Las hermanas viven, en su acogedora casa de Wickham Place, al margen, en cierto modo, del mundo real. Su vida es, ya se ha dicho, la del espíritu: charlas, reuniones públicas, conciertos y debates, actividades culturales guiadas todas por principios muy nítidos -la templanza, la tolerancia y la igualdad entre los sexos eran sus estandartes-, ajenas casi por completo al devenir de la Historia, de la política, de los negocios, de las muchas circunstancias -el imperio de los hechos- que hacen avanzar la cotidianidad más prosaica. Y es cierto que su angelical desprecio a la mezquina realidad las convierte en una especie de anomalía extraña -el mundo sería gris y desangelado si se compusiera exclusivamente de Schlegels- pero también lo es, como señala el narrador, que siendo el mundo como es, probablemente las dos hermanas brillaban como dos luceros. El sistema de valores de sus “opuestos” queda bien reflejado en este otro significativo párrafo (que en el texto se aplica a otros destinatarios, pero que puede extrapolarse sin forzar la interpretación): Solo os preocupáis de las cosas que podéis utilizar y, por ende, las colocáis en el orden siguiente: dinero, utilidad máxima; inteligencia, bastante útil; imaginación, sin utilidad alguna.

Sin embargo, el contraste, el juego de espejos entre las Schlegel y los Wilcox no se plantea de manera rígida y estricta, en un dualismo maniqueo -el bien, el mal-, sino con fronteras lábiles y difusas, con fecundas interrelaciones, pues las de estas y aquellos son posturas enfrentadas solo en apariencia porque ambas familias serán capaces de despertar la atracción de los “otros”: la seguridad, la precisión, el realismo, los firmes argumentos racionales y la serena indiferencia con la que los Wilcox rebaten las avanzadas ideas de las jóvenes maravillarán a la ingenua Helen y harán tambalear sus inocentes y románticas “certezas”; la apertura de mente de Margaret, su libertad, despertarán la admiración de Ruth Wilcox, cuya serena madurez deslumbrará a la propia Margaret, fascinada a su vez -aunque sin ceder un ápice en sus principios, su personalidad o su determinación- por el serio pragmatismo de Henry Wilcox. La precariedad económica de los Bast, servirá, por otro lado, como desencadenante y ejemplo de los conflictos “ideológicos” entre ambas visiones del mundo, la espiritual y “comprometida” de las Schlegel y la más práctica y positivista de los Wilcox.

Son numerosas las ocasiones en las que, en el libro, se manifiesta esta ambivalente relación de atracción/repulsa entre ambos “bandos”: Pero la confrontación le estimulaba, dirá Margaret acerca de su enfrentamiento con la familia Wilcox, sentía un interés que bordeaba la atracción, incluyendo en este fenómeno al propio Charles. Deseaba protegerlos y sentía a veces que ellos podían protegerla, sobrados como estaban de lo que a ella le faltaba. Una vez pasado el escollo de la emoción, sabían perfectamente qué hacer, a quién acudir; siempre tenían las riendas en la mano. Y añadirá: Llevaban otra vida, una vida que ella no podía llevar; la vida exterior, de «telegramas y furia» (…) En esa vida florecen virtudes como la precisión, la decisión y la obediencia, virtudes de segunda categoría, sí, pero virtudes que han forjado nuestra civilización; virtudes que forjan también el carácter, Margaret no lo ponía en duda, impidiendo que el alma se ablande. ¿Cómo se atreverían los Schlegel a menospreciar a los Wilcox, cuando unos y otros son necesarios para construir un mundo? 

Frente a la obstinada rebeldía de Helen, su juvenil empecinamiento en sus rígidos ideales, Margaret es comprensiva, sirve de puente entre los dos universos: La verdad es que existe una vida exterior con la que ni tú ni yo tenemos contacto y en la que cuentan los telegramas y la furia. En cambio las relaciones personales, a las que nosotras damos una importancia preeminente, no la tienen en ese mundo. Ahí, el amor equivale a compromiso matrimonial; la muerte, a funeral. Tengo ideas claras al respecto, pero mi duda estriba en si esa vida exterior, que me parece a todas luces horrible, no será la vida real. Tiene, ¿cómo te diría?, tiene entidad, carácter… Y si, a la larga, las relaciones personales no conducirán a una especie de ñoñez sentimental. Margaret duda en su genuina búsqueda de la verdad: En cada frase salía la realidad y lo absoluto. Quizá Margaret se había vuelto vieja para la metafísica o quizá Henry le había hecho perder parte de su primitivo interés, pero creyó que había algo desequilibrado en una mente que con tanta facilidad hacía añicos lo visible. El hombre de negocios presupone que la vida lo es todo, el místico afirma que no es nada; ni uno ni otro dan en la verdad. «Sí, querida, ya veo: la verdad está en el medio», habría aventurado la tía Juley unos años antes. No; la verdad, como todo lo que está vivo, no está a mitad de camino de nada. Hay que encontrarla mediante continuas excursiones a uno y otro reino, porque, si bien la proporción es la clave final, partir de ella es garantía de fracaso. ¿Adónde nos conduciría una vida exclusivamente espiritual?; y la propia Meg responde: Si los Wilcox no hubiesen trabajado y muerto en Inglaterra durante miles de años, ni tú ni yo podríamos sentarnos aquí sin que alguien nos cortara la cabeza. No habría trenes, ni barcos para transportarnos a nosotros, las personas literarias. Ni campos siquiera. Solo salvajismo. No, ni siquiera eso, quizá. Sin su coraje, tal vez la vida no habría pasado del protoplasma. Cada vez me niego más a retirar mi renta y a despreciar a los que la garantizan.

La “obsesión” principal de Forster -que impregna su pensamiento y que traslada en la obra a sus protagonistas- es la de la “conexión”: el sentido de la vida es conectar, vincularse con lo esencial, con lo más genuino de la existencia, con el amor, con las verdades interiores, con la belleza, con el espíritu. Margaret se enfrenta a Henry -en un momento decisivo del libro, cuyas interioridades no puedo desvelar- achacándole su ceguera, su incapacidad para acceder a esa dimensión esencial de la vida, en un alegato contra la oscuridad interior que reina en las altas esferas, contra la oscuridad de esta era comercial. Henry, dirá, había rehusado conectar en la ocasión más clara que puede planteársele a un hombre, y su amor debía pagar las consecuencias. No es casual, en este sentido, que la novela se abra, antes aún de comenzar su capítulo primero, con un en ese momento enigmático Simplemente conectados… 

En definitiva, esta “conexión” primordial acaba por encarnarse en Howards End, el núcleo metafórico del libro, el auténtico centro de la novela, el lugar por excelencia para “estar conectados”, la casa, la tierra (El triunfo de la tierra sobre el tiempo, leemos), lo sólido y auténtico, lo que permanece y se transmite de generación en generación, como queda reflejado, casi al término de la obra, en un párrafo muy esclarecedor: —Porque una cosa ocurra ahora inexorablemente, no tiene por qué ocurrir siempre inexorablemente —dijo Margaret—. Esta locura por el movimiento solo se ha puesto en marcha en los últimos cien años. Quizá la siga una civilización que no engendre el movimiento, que descanse en la tierra. Todos los signos parecen contradecirme por ahora, pero no puedo evitar la esperanza y de madrugada, en el jardín, siento que nuestra casa es el futuro al mismo tiempo que el pasado.

Sin llegar a la muy fecunda gama de implicaciones y derivaciones que encierra la novela, sus adaptaciones para la pantalla -cinematográfica o televisiva- son también excelentes. Con el título de Regreso a Howards End, James Ivory, asiduo “traductor” en imágenes de la obra de Forster, dirigió en 1992, con guion de su habitual colaboradora Ruth Prawer Jhabvala (con quien coincidió en las “forsterianas” Una habitación con vistas y Maurice y en la “jamesiana” Las bostonianas), una formidable película que obtuvo tres Oscars de entre nueve nominaciones, además de diversos premios en los Globos de Oro, los Baftas y el festival de Cannes. Protagonizada por Emma Thompson, Helena Bonhan-Carter, Anthony Hopkins y Vanessa Redgrave en sus papeles principales, la cinta es espléndida, con la sobriedad reconocida en los actores y actrices británicos y la detallista recreación de los ambientes. Hay -probablemente por la imposibilidad de concentrar en sólo dos horas largas la muy extensa novela- variaciones con respecto al texto original y modos singulares y algo “libres” de presentar algunos episodios del libro, pero el resultado es magnífico.

Sin embargo, su indudable belleza, el impacto emocional que provoca, resultan menores que los de la miniserie de cuatro episodios dirigida por Hettie Macdonald, que con el título de Howards End presentó el pasado 2017 la BBC. Muy fiel al libro en lo esencial -aunque obligada su directora, claro está, a aligerar su contenido, lo cual se logra con un en ocasiones genial uso de la elipsis, fundamentalmente en el tramo final, cuando la acción se acelera-, destaca la pulcritud formal, como siempre en los montajes televisivos de la ejemplar cadena británica; más aún la brillantez técnica que sobresale en la dirección artística, en la belleza de la fotografía de los paisajes y los interiores, en el rigor en la ambientación, en el muy cuidado casting, en el que destacan, junto a la conocida Julia Ormond, que sólo aparece en el primer capítulo, dos magnéticas actrices cuya trayectoria ignoraba hasta ahora. Philippa Coulthard como Helen y, sobre todo, Hayley Atwell en el papel de Margaret, poseen un atractivo irresistible y su presencia ante las cámaras hechiza y enamora, constituyendo un motivo suficiente -si no hubiera muchos otros- para ver la serie (y siento la posible incorrección política de mis palabras: pero sí, así es, la belleza -y no hablo exclusivamente del físico- atrae irremisiblemente). Las hermanas Schlegel tendrán ya siempre, en mi recuerdo, el rostro de estas dos guapísimas mujeres. Hablando de corrección, sorprende que, sin razón aparente, dos personajes, uno de paso fugaz por el largo metraje de la obra -una criada de las Schlegel, Annie- y otra de mayor entidad -Jackie Bast-, sean interpretados por actrices negras, circunstancia que no está en la obra original. También es cuestionable la “juventud” del actor que encarna a Henry Wilcox, Matthew Macfadyen; Anthony Hopkins, casi cuarenta años mayor, en el mismo papel en la película de Ivory, “encaja” mejor en la figura creada por Forster. En cualquier caso, la serie es una maravilla que no deberíais dejar de ver.

Me permito una última sugerencia en relación al universo “Howards End”. Zadie Smith, la brillante escritora británica, publicó en 2005 Sobre la belleza, una estupenda novela en la que la trama se hila -paso por paso- en torno a los episodios del libro de Forster. Ambientada en Boston y Londres, en su desarrollo dos familias, los Belsey y los Kipps, reproducen -con las muchas diferencias que supone, entre otros hechos, la ubicación de la acción en nuestros días y el que se trate de muy concienciadas gentes de raza negra que se desenvuelven en los ambientes universitarios norteamericanos- el “juego” de relaciones, de influencias, de temas de referencia, de implicaciones que está presente en el texto original del que tan abiertamente se nutre la recreación de la escritora afrobritánica. Por cierto, del texto de esta novela extraigo una cita que -sin pretenderlo, obviamente- ilustra de modo nítido mi anterior y quizá controvertida opinión sobre el atractivo de las Schlegel de la BBC: Es verdad que los hombres… son sensibles a la belleza… es una constante en ellos, este… interés por la belleza como realidad física en el mundo… y eso es algo que los condiciona e infantiliza… pero es la realidad.

Os dejo ahora, tras un bello y representativo fragmento de la novela de Forster -que, aviso, contiene una información sustancial sobre su desarrollo-, con un pasaje de la Quinta sinfonía de Beethoven (el ruido más sublime que haya penetrado jamás en el oído humano, como leemos en uno de sus capítulos) que los tres vástagos Schlegel escuchan en un concierto que tendrá una influencia decisiva en sus vidas y, consiguientemente, en la trama del libro. Su primer movimiento, en la interpretación de la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert Von Karajan, suena aquí, en un concierto de 1966. 


Margaret siempre se había maravillado de los disturbios que se producen en las aguas del mundo cuando el amor, que parece un guijarro, se hunde en ellas. ¿A quién le importa el amor, salvo al amado y al amante? Y, sin embargo, su impacto inunda cientos de orillas. Este disturbio procede sin duda del espíritu de las generaciones, que saluda a la nueva generación y eleva su protesta contra el destino, que sostiene todos los mares en la palma de la mano. Pero el amor no lo entiende, incapaz de captar el infinito ajeno y consciente solo del suyo: rayo de sol que surca el aire, losa que cae, guijarro que busca un dulce asiento tras el juego coordenado y convulso del espacio y el tiempo. Sabe que sobrevivirá al fin de los tiempos, que será recogido por el destino como una joya del fango y mostrado con admiración a la asamblea de los dioses. «Los hombres produjeron esto», dirán y al decirlo concederán al hombre la inmortalidad. Pero, entre tanto, ¡cuánta agitación! Los fundamentos de la propiedad y el decoro quedan al desnudo, rocas gemelas; el orgullo familiar pugna por salir a la superficie resoplando y rehusando el consuelo; la teología, vagamente ascética, se agita en oscuro mar de fondo. Entonces se requiere la presencia de los abogados —fría raza— que salen arrastrándose de sus agujeros. Hacen lo que pueden: asean la propiedad y el decoro, tranquilizan a la teología y al orgullo familiar. Se arrojan montones de medias guineas a las aguas turbulentas, los abogados se retiran a rastras y, si todo ha ido bien, el amor une a un hombre y una mujer en matrimonio. 

Margaret esperaba este trastorno y no se incomodó. Para ser una mujer sensible, tenía los nervios firmes y podía soportar lo incongruente y lo grotesco. Además, no había nada excesivo en su episodio sentimental. El buen humor era la nota dominante en sus relaciones con míster Wilcox o, como ya podemos llamarle, con Henry. Henry no era hombre dado al romanticismo y Margaret no era tan niña como para reclamar un capricho semejante. Un amigo se había convertido en novio y podía convertirse en marido, pero sin perder lo que había en el amigo. El amor debía confirmar una vieja relación en lugar de crear una nueva. 

En este estado de ánimo, Margaret prometió casarse con él. 
  
E.M.Forster. Howards End

miércoles, 20 de febrero de 2019

PEDRO MAIRAL. UNA NOCHE CON SABRINA LOVE; LA URUGUAYA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, como todos los miércoles, a Todos los libros un libro, el “territorio” que cada semana Radio Universidad de Salamanca abre a las recomendaciones literarias, que en estos días de febrero se centran en obras vinculadas de un modo u otro con el cine, aprovechando la cercanía de la entrega, en estas fechas, de los más importantes galardones cinematográficos del mundo. Hoy os traigo dos libros de un mismo autor -uno de los cuales tiene su correlato en la pantalla- que pese a que lleva escribiendo y publicando más de veinte años ha sido sólo en los dos últimos, desde 2017, cuando ha podido llegar de un modo mayoritario -aunque ya se sabe que en estos ámbitos de la lectura las mayorías nunca son especialmente copiosas- al público español. Su reciente éxito en nuestro país hace que, muy probablemente, las dos referencias que esta tarde voy a aportaros ya sean conocidas por gran parte de la escasa aunque bien ilustrada audiencia de nuestro espacio.

Os hablo de Pedro Mairal, el escritor argentino que ganó el asturiano y muy prestigioso premio Tigre Juan de 2017 con su novela La uruguaya, publicada en su país un año antes y que desde entonces no ha parado de cosechar lectores, reconocimientos y críticas favorables. La editorial que lo acoge en España, Libros del Asteroide, ha aprovechado esta muy buena recepción del libro para reeditar ahora una de las primeras novelas de su autor, Una noche con Sabrina Love, escrita en 1998, premiada también y objeto de traslación cinematográfica en la Argentina, que fue presentada entre nosotros en 2001, en una edición de Anagrama hoy prácticamente inencontrable. (Por cierto, en un somero cotejo de las dos ediciones, separadas por veinte años, he observado bastantes sutiles pero notables diferencias, que me han llevado a pensar -no sé si estaré en lo cierto- que el libro hubiese sido reescrito -o más exactamente, retocado- para su nueva presentación).

Antes de comentaros con un cierto detalle cada una de las dos muy interesantes novelas, quiero hacer una primera reflexión general sobre los rasgos que ambas comparten, notas que, al parecer -no he leído el resto de los libros del bonaerense-, también definen la literatura de su autor.

En primer lugar, y al modo de un aviso para navegantes que quiere ser también un estímulo para propiciar una gozosa lectura, hay que decir que Pedro Mairal escribe en “argentino”, con todo -molestias y motivos para el disfrute- lo que ello supone. En las dos novelas el idioma utilizado es un español muy “contaminado” por el habla del país austral, no sólo con un léxico porteño convencional (y cuando digo convencional me refiero a que el significado de los términos puede encontrarse en el ejemplar diccionario de nuestra -¿nuestra?- Real Academia de la Lengua Española), sino también con numerosas muestras de argot, de jerga coloquial -y como toda jerga, imagino que coyuntural, perecedera y, por supuesto, ajena a la ortodoxia de la norma académica-, de muy difícil interpretación, al margen de su aproximada deducción por el contexto, para un lector español (¿era una cheta medio rea, o era medio lumpen?, entre decenas de ejemplos). Así, el rápido avanzar por las páginas de ambos libros se ve interrumpido -he ahí los inconvenientes sobre los que quiero llamar la atención- por la forzosa consulta a diccionarios o, inevitablemente, al muy experto doctor Google. A la vez -y estas son sus ventajas- la experiencia resulta grata y altamente satisfactoria; grata porque el español argentino es una delicia de sonoridad, como una estimulante apertura a un mundo nuevo y exótico; satisfactoria porque, además, leer “en argentino” enriquece nuestro léxico, cuestiona la ridícula idea fija -si es que la tenemos- de que sólo es español el castellano, amplía la dimensión y los horizontes de la lectura, a la vez que nos traslada de un modo muy eficaz, durante su transcurso, al país platense. Por otro lado, el espinoso asunto de las distintas "versiones" del español resulta hoy especialmente actual, a partir de la a mi juicio inconcebible polémica suscitada por los subtítulos en "español de Castilla" de Roma, la espléndida película de Alfonso Cuarón. La corrección política imperante ha saltado, rauda y buenista como de costumbre, al ver "traducidos" sus a veces ininteligibles diálogos mexicanos, aduciendo que esa decisión -la de facilitar la comprensión a quien no está familiarizado con los giros del español de México- supone una manifestación intolerable de imperialismo y soberbia hispanocentristas (¡¡hay quien ha traído a colación a Cortés, a la "conquista", al "genocidio" y al resto de lugares comunes del pacato e insulso ¿pensamiento? dominante!!).

Por otro lado, ambas novelas están escritas con una prosa vertiginosa, muy fluida, un caudal torrencial de palabras que arrebata al lector, hecho de frases cortas y sencillas, diálogos muy rápidos plasmados en un registro coloquial en el que suenan con inusual naturalidad, nada impostados, dotados de una extraordinaria autenticidad que revela un excepcional “oído” de su autor para el habla cotidiana. Pese a esta concisión y a la brevedad de los segmentos narrativos, de su aparente simplicidad, de su ritmo urgente, elementos que aproximarían los libros -de hecho lo hacen, y ello es otra de su virtudes- a la más fácil y asequible literatura popular, el estilo es también muy creativo, pleno de inventiva y originalidad, con imágenes y metáforas deslumbrantes, de una sobresaliente brillantez formal, rasgos todos que permiten considerar a las dos novelas, sin exageración, como valiosos ejemplos de gran literatura. Si al acelerado avanzar de la lectura propiciado por el planteamiento formal elegido por el autor le sumamos que la extensión total de cada obra no llega apenas a las ciento cincuenta páginas, el corolario natural de ambas circunstancias es que cada libro puede “devorarse” en unas pocas horas, que transcurrirán en un suspiro, llevados por el impulso frenético de la narración. Ello hace recomendable que el lector -al menos así ha ocurrido en mi caso- afronte una segunda lectura, más demorada y atenta, en la que, libre ya de la ciega fascinación de la primera, cuando entregados casi inermes a la maestría de Mairal nos dejábamos llevar “galopando” entre sus páginas, se detenga en sus matices, disfrute de la calidad de la prosa, aprecie los pequeños detalles, analice, deguste, piense, “lea” de nuevo, pero esta vez de verdad, con consistencia reflexiva, con conciencia plena de lo que tiene ante sus ojos, el texto que, enamorado, le “encantó” en esa ocasión inicial, liquidada sin apenas “darse cuenta” (aunque la otra, la lectura enfebrecida, es también, cómo no, verdadera; quizá lo es aun más).

Otra nota significativa en los dos títulos es el humor, con los personajes envueltos, en ocasiones, en situaciones estrambóticas o hilarantes, pero, sobre todo, con abundante ingenio verbal, agudeza en los diálogos, originales y disparatadas reflexiones (destacan, en este sentido, dos incontenibles flujos de desternillantes desahogos del narrador en La uruguaya: la descripción de los cambios que supone la aparición de un hijo -ese enano borracho- en la vida de una pareja, y la furibunda diatriba contra los médicos hombres, en la que el personaje, arrebatado por los celos -presume que su mujer tiene una relación con un cardiólogo- y progresivamente desatado por el impulso de su propio discurso, arremete enloquecido contra el estamento entero, esos galenos con priapismo). Hay, en general, un “tono” de distanciamiento irónico, inteligente y divertido, crítico y en ocasiones cáustico, que hace que durante la lectura a menudo nos acompañe una sonrisa, cuando no -y los dos ejemplos antes reseñados son una muestra evidente- la irrefrenable carcajada.

Y sin embargo, pese al humor, las dos novelas rezuman, a la vez, melancolía; la atmósfera que envuelve su lectura es -así lo he sentido yo- vagamente sombría, de tibia tristeza. El lector cierra al fin los libros que le han atrapado durante horas, con un satisfecho pesar -valga el oxímoron-, entusiasmado por el talento del autor, por sus recursos literarios y la belleza de su escritura, por la verdad de lo que cuenta, y simultáneamente estremecido, conmovido, anegado por la emoción, pues a través de sus historias y de sus personajes, de sus descripciones y sus penetrantes observaciones, Mairal nos invita a un ejercicio de introspección, al mostrarnos con sutileza y elegancia literarias algunas de las grandes cuestiones de la vida cuya confrontación directa siempre interroga y preocupa, siempre toca nuestra sensibilidad, pues apelan a lo que de manera más íntima “somos”: el desgaste del amor en la rutina de la pareja; la necesidad de la pasión; la infidelidad y la culpa; los sueños rotos; el tiempo que pasa y nos apaga; las dificultades de la paternidad; la idealización de la existencia como fórmula indispensable para soportarla; el conflicto entre la fantasía y la áspera realidad (en el caso de La uruguaya). También, el paso de la adolescencia a la edad adulta; la primera apertura a la vida y el consiguiente “descubrimiento” de sus encantos y sus miserias; la iniciación al sexo y al amor; el desconcierto y la confusión ante un mundo que nos parece inmenso e inabarcable, que siempre nos viene grande; la experiencia de la libertad, degustada como sólo puede hacerse a los diecisiete años; la inocencia original en trance de “contaminación” por la mediocridad de la existencia; la abrupta y dolorosa divergencia entre realidad y deseo (temas presentes en Una noche con Sabrina Love). Además, en los dos libros, hay una espléndida recreación del clima urbano de Montevideo y Buenos Aires, respectivamente, algo gris, distante, poco acogedor, en ocasiones hostil, una dureza ambiental que transmite soledad y desamparo y que contribuye sin duda a esta sensación de tristeza que transmiten ambas novelas.

Adentrándome, ya brevemente, en el comentario de La uruguaya, su trama argumental -cuyos aspectos más decisivos no revelaré para permitiros mantener una cierta intriga y expectación en la lectura- gira sobre las diecisiete horas vividas por su protagonista, Lucas Pereyra, un escritor cuarentón sumido en plena crisis existencial, en una jornada que comienza al despertarse en su casa de Buenos Aires, donde vive con su mujer Catalina y su hijo Maiko, y finalizará esa misma noche, de vuelta al hogar tras un intenso y accidentado periplo por Montevideo (pocas horas de barco separan ambas capitales rioplatenses), a donde viaja para recoger los emolumentos -pagados en dólares; de cambio más favorable en Uruguay que en la Argentina, de ahí el viaje- que le proporciona la publicación de sus obras en Europa y para, de paso, verse con una chica, mucho más joven que él, a la que conoció meses atrás en un encuentro literario y de cuyo encanto y frescura ha quedado desde entonces enamorado.

La historia se nos cuenta en dos planos imbricados entre sí, el primero de los cuales a veces se desdobla mostrando una tercera perspectiva. Por un lado, asistimos, narrado en primera persona, al fluir del pensamiento del protagonista que describe -entre constantes saltos temporales, flashbacks y retazos de recuerdos- la cotidianidad de su existencia, marcada por el cuestionamiento de su matrimonio, sumido en la desconfianza, el aburrimiento y la falta de pasión. En esta primera vertiente del libro asoman, en ocasiones, unas como confesiones o interpelaciones que Lucas hace a su mujer, usando ahora la segunda persona, interrogándola -de modo retórico; estamos, recuérdese, ante un monólogo- sobre el deterioro de su relación, queriendo indagar las razones del tedio, la frialdad y el distanciamiento, todo ello a partir de unos correos de él a su amiga presumiblemente leídos por Catalina. El fragmento que os dejo como cierre a esta reseña se corresponde, de un modo muy revelador, con este enfoque de la novela. En un segundo plano, la narración -también en primera persona- nos cuenta la vivencia en Montevideo, el encuentro con Guerra -así, Magalí Guerra Zabala, se llama su “amante”- y las peripecias de esa jornada decisiva en su vida.

Subrayo el uso de la primera persona porque resulta significativo en el planteamiento estilístico del autor, al propiciar la identificación con el personaje y facilitar, por tanto, la empatía con él en la experiencia vivida; pero también porque es un elemento más de un cierto esquema autorreferencial que guía a la novela (protagonista escritor, con algunos elementos comunes con el propio Mairal, conferencias, congresos, clases en talleres de escritura) y que puede llevar al lector -a mí no ha dejado de ocurrirme- a una cierta confusión autobiográfica (¿es Lucas Pereyra Pedro Mairal?), tan común que el propio autor ha debido desmentirla -dejando sin embargo sospechosos puntos oscuros- en sus entrevistas promocionales (Usé muchas cosas de mi vida para el personaje y también inventé y exageré, dice; para añadir: Mi mujer y yo tuvimos que organizar un domingo un asado y explicar que no estábamos separados. La gente se lo toma todo de manera muy literal. Es un juego peligroso y tiene su coste).

El núcleo temático más sugerente de la novela -entre otros muchos focos de interés, algunos ya mencionados- es el que da cuenta de la “crisis de los cuarenta” de este Lucas que vive en una permanente adolescencia y al que le resulta complicado afrontar las limitaciones de la madurez, todo ello ejemplificado en la dicotomía, de difícil conciliación, entre vida conyugal previsible y rutinaria y deslumbramiento amoroso apasionado e intenso. Yo estaba muerto y por fin resucité. Estaba ciego y por fin veía de vuelta. Estaba anestesiado y se me prendieron los cinco sentidos otra vez y a máxima potencia, dice, a propósito de su apagado matrimonio y su luminoso enamoramiento. Y en una reflexión a mi juicio primordial y altamente reveladora del conflicto esencial del libro: Ésa era mi decisión más cuerda, más sabia: estar con vos, cuidar nuestra casa, nuestro hijo. De todas maneras uno se entrega a decisiones más oscuras, que se toman con el cuerpo, o que el cuerpo toma por uno, el animal que uno es. Si uno pudiera ver eso bien, pero no se ve, es un punto ciego, más allá del lenguaje, fuera de alcance, y lo raro es que somos eso, en gran medida, somos ese latido que quiere perpetuarse. Y tirando de ese hilo, otra idea básica: la de la invención del amor, el amor como construcción, como literatura, como fabulación quimérica -y sólo quimérica, de ahí el fracaso final del personaje- que nos permite sobrellevar la roma realidad carente de alicientes (Mi puta fantasía, mi eterno mundo invisible). Surge así como referente -aportado por el propio autor en sus comentarios sobre el libro en entrevistas y conversaciones periodísticas- de El Quijote (La distancia entre deseo y realidad siempre funciona en literatura. Eso es el Quijote. Todos somos un poco así, vivimos con nuestro mundo inventado y todo el tiempo nos damos contra la realidad). El libro, por cierto -y también Sabrina Love-, está surcado de alusiones cultas, no sólo literarias (Borges o Cortázar), sino también referencias al tango, a cantautores o al fútbol (que incluyo, sin duda, entre las manifestaciones culturales).

Por último, quiero resaltar la correspondencia metafórica entre la dualidad pasión/matrimonio y otra muy sugerente: Montevideo/Buenos Aires. Montevideo, señala Mairal en una entrevista, aparece como una ciudad idealizada, hecha de canciones, poemas y fragmentos de novelas. Y se confronta con el Montevideo más áspero y real. Sin duda. Para el argentino, para el porteño, Montevideo es un espacio idealizado, quizás un poco ingenuamente. Y así se explicita en numerosos momentos de la novela: Eso era Montevideo para mí. Estaba enamorado de una mujer y enamorado de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo imaginé, o casi todo. Una ciudad imaginaria en un país limítrofe. Por ahí caminé, más que por las calles reales. Como en los sueños, en Montevideo las cosas me resultaban parecidas pero diferentes. Eran pero no eran. O también: Sentí esa presencia de una Montevideo imaginada. Y de un modo todavía más nítido: Ya empezaba (al adentrarse en la ciudad) esa deriva entre la familiaridad y el extrañamiento. Un Montevideo que aparece retratado con ternura, con amable proximidad y cariñosa cercanía (Es como un lado B del Río de la Plata), pero con indecible y muy triste melancolía, como ya he subrayado.

Una noche con Sabrina Love es una maravilla, una novela espléndida que, pese a su aparente menor trascendencia frente a La uruguaya, a mí me ha subyugado, conmovido e interesado aún más que aquella. Os recomiendo vivamente su prólogo, El sobrino de Bioy, escrito expresamente para la reedición de la obra en 2017, en el que el autor cuenta todo el recorrido de la vida del libro, desde el fogonazo inicial con la idea que desencadena el proceso de escritura hasta las posteriores derivaciones tras su publicación, con su éxito internacional, sus traducciones, su traslación al cine en un film de Alejandro Agresti con Cecilia Roth en su elenco -en el papel, obviamente, de Sabrina Love-, las anécdotas del rodaje y las distintas repercusiones que ha provocado el libro en la vida de su autor. Una película, dicho sea al paso, que, siendo interesante y participando de la atmósfera de emotividad y ternura del libro, está muy lejos de la brillantez del texto originario. Presentada en 2000, cuenta también con la presencia en el reparto de Norma Aleandro y Giancarlo Giannini.

Daniel Montero es un joven de diecisiete años, por su inexperiencia casi un niño, que, abandonados sus estudios, consume sus días trabajando en una granja de pollos en un pequeño pueblo de la norteña provincia de Entre Ríos, Curuguazú. A la falta de alicientes y escasas expectativas de la aburrida vida en su remoto y anodino hábitat -hay una abuela algo senil, una hermana intermitente, un hermano que languidece en su desempleo, algunos amigos previsibles- el chico sólo puede oponer el acogedor caos de su habitación, su triste refugio “empapelado” con posters de los Rolling Stones y fotos de chicas desnudas. También, la formidable evasión que supone la diaria contemplación, cada noche, del programa televisivo (en una cadena de pago que ha logrado piratear) de una estrella porno del momento, Sabrina Love, capaz de envolverlo en una corriente de enfebrecido erotismo y algo ilusorios sueños con los que mitiga su soledad y su ausencia de futuro vital. Una noche veraniega comprueba estupefacto que ha ganado el sorteo del programa, que premia al afortunado a pasar una noche con la diva, con todos los gastos pagados y el lujo asegurado, en Buenos Aires. Con sólo veinticuatro horas para ponerse en contacto con la organización y escasos tres días -de jueves a sábado- para “hacer efectivo” su premio, Daniel, inexperto en el sexo y en la vida, y desconocedor del mundo fuera de los límites de su pueblo, decidirá, sin embargo, arrastrado por el irresistible magnetismo de su cita, llegar a la capital en auto stop en una suerte de viaje iniciático que cambiará su vida.

Narrado en tercera persona y con los rasgos de estilo del autor ya mencionados -ritmo, concisión, frases breves, diálogos ajustados, humor, melancolía, sólida descripción del “escenario”, rural o urbano, en el que transcurre la historia- el libro es una “novela de iniciación” que toma la forma de road movie, desarrollada -como La uruguaya- en un espacio temporal acotado (diecisiete horas aquella, tres días Una noche con Sabrina Love), durante el cual el chico experimentará emociones casi desconocidas en su rutinaria y previsible cotidianidad adolescente y provinciana: expectación y curiosidad (Tenés algo en la mirada, como un hambre de algo, como si estuvieras buscando algo todo el tiempo, como a punto de encontrarlo), inquietud, desconcierto y miedo (En Curuguazú él sabía en quién confiar, tal vez no conocía a todos, pero al menos las caras le resultaban tan familiares como las calles tranquilas. En cambio ahí, en medio de la nada, las caras eran todas desconocidas, distantes, y se acercaban de golpe en la velocidad de la ruta, hasta volverse inmensas y siniestras), estupor y confusión, ilusión, esperanza, atrevimiento, deseo, y también, claro, el amor. Sin querer desvelar aspectos esenciales de la trama argumental, el viaje y el encuentro con Sabrina Love transformarán a Daniel, que crecerá tras su experiencia, tras su inusual rito iniciático en el que, al perder la virginidad, perderá con ella la inocencia infantil, haciéndose, tímidamente al menos, adulto, pues su hambre de vida, su ansia juvenil, su ilimitado afán de experiencias conocerán la decepción, la grisura de la realidad frente al esplendor del deseo, la imposible realización de los sueños, el sinsentido último de la vida (¿Para eso tanto viaje? Lo único que verdaderamente le había gustado había sido verla abrirse la bata y soltarse el pelo. Todo lo demás le había parecido demasiado cerca, demasiado encima y pegado ahora (…) Todo había sido distinto a lo imaginado), la persistente presencia de la muerte en la existencia humana, todos esos temas relevantes también en La uruguaya.

Novela tristísima pero preciosa, con un elenco de personajes secundarios formidables -todos los individuos con los que Daniel se encuentra en su recorrido en autostop, los seres anónimos de las calles bonaerenses (con una presencia, la del paisaje urbano, intensa en el libro), la inesperada Sofía, Ramiro, el amigo de su hermano, la propia Sabrina, las gentes de su entorno televisivo-; estoy seguro de que su lectura, así como la de La uruguaya, inolvidables ambas, os va a apasionar.

En esta última, precisamente, Lucas, en el apogeo de la enajenación sentimental y erótica despertada por Guerra, ve una y otra vez un vídeo en el que Fernando Cabrera y el “negro” Rubén Rada cantan Te abracé en la noche.


Nunca dejaba mi correo abierto. Jamás. Era muy muy cuidadoso con eso. Me tranquilizaba sentir que había una parte de mi cerebro que no compartía con vos. Necesitaba mi cono de sombra, mi traba en la puerta, mi intimidad, aunque solo fuera para estar en silencio. Siempre me aterra esa cosa siamesa de las parejas: opinan lo mismo, comen lo mismo, se emborrachan a la par, como si compartieran el torrente sanguíneo. Debe haber un resultado químico de nivelación después de años de mantener esa coreografía constante. Mismo lugar, mismas rutinas, misma alimentación, vida sexual simultánea, estímulos idénticos, coincidencia en temperatura, nivel económico, temores, incentivos, caminatas, proyectos… ¿Qué monstruo bicéfalo se va creando así? Te volvés simétrico con el otro, los metabolismos se sincronizan, funcionás en espejo; un ser binario con un solo deseo. Y el hijo llega para envolver ese abrazo y sellarlos con un lazo eterno. Es pura asfixia la idea. 

Digo «la idea» porque me parece que los dos luchamos contra eso a pesar de que la inercia nos fue llevando. Ya mi cuerpo no terminaba en la punta de mis dedos; continuaba en el tuyo. Un solo cuerpo. No hubo más Catalina ni más Lucas. Se pinchó el hermetismo, se fisuró: yo hablando dormido, vos leyéndome los mails… En algunas zonas del Caribe las parejas le ponen al hijo un nombre compuesto por los nombres de los padres. Si hubiéramos tenido una hija, se podría llamar Lucalina, por ejemplo, y Maiko podría llamarse Catalucas. Ése es el nombre del monstruo que éramos vos y yo cuando nos trasvasábamos en el otro. No me gusta esa idea del amor. Necesito un rincón privado. ¿Por qué miraste mis mails? ¿Estabas buscando algo para empezar la confrontación, para finalmente cantarme tus verdades? Yo nunca te revisé los mails. Ya sé que dejabas tu casilla siempre abierta, y eso me quitaba curiosidad, pero no se me ocurría ponerme a leer tus cosas. 
  

Pedro Mairal. La uruguaya

miércoles, 13 de febrero de 2019

RUMER GODDEN. EL RÍO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una nueva recomendación que se mueve a caballo de dos ámbitos, el literario, que corresponde al planteamiento habitual del programa, y el cinematográfico en el que estamos inmersos a lo largo de estas últimas semanas, coincidentes con la entrega de los más destacados premios del cine en el mundo entero: el pasado 2 de febrero nuestros Goya, el 10 los BAFTA británicos, el día 22, los César franceses y el próximo 25 los Oscar de Hollywood, entre otros. En consonancia con todas estas efemérides, y siguiendo, como digo, la doble lógica de las últimas emisiones de nuestro espacio hoy quiero hablaros de una novela magnífica cuya traslación a la pantalla es también magistral. Se trata, en ambos casos, pues novela y película comparten título, de El río. En su versión escrita estamos ante un libro de Rumer Godden, británica residente en la India durante décadas, que presentó en 1946 una breve novelita, no llega a las 140 páginas, en las que recrea -sobre una base autobiográfica con numerosos elementos de ficción- su propia infancia en Naranyanganj, un pueblo de Bengala -la actual Blangladesh- en el que el río Lakhya marcaba la vida entera de las gentes. La ejemplar editorial Acantilado la presentó el pasado 2018, en estupenda traducción de Javier Fernández de Castro, después de haber sido publicada en nuestro país hace décadas en una traslación, ciertamente anticuada, del poeta León Felipe. El río es también la película que en 1951 realizó Jean Renoir, y casi setenta años más tarde sigue siendo un clásico indiscutible de la historia del séptimo arte.

La novela carece, estrictamente, de trama argumental, aunque sí hay una estructura que puede acomodarse levemente al esquema clásico de planteamiento, nudo y desenlace, con un “acontecimiento” central sobre el que acabará por gravitar el peso de la novela y que no quiero adelantar aquí. Harriet, la narradora -trasunto evidente de la propia autora-, una niña de diez o doce años, relata sus días infantiles en la India, en unos años posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Su padre es el director de una fábrica de yute cuyo ajetreo constante marca, en paralelo al fluir del río, el ritmo de la vida. Instalados en la Casa Grande, una mansión desvencijada rodeada de jardines, y al lado de sus padres, Harriet y sus tres hermanos, Bea, casi adolescente ya, y los dos pequeños, el “salvaje” Bogey y Victoria, aún una niñita, viven una existencia feliz y despreocupada (aunque en el caso de la principal protagonista no lo será tanto), en un discurrir placentero de intensas jornadas hechas de juegos y secretos, de ilusiones y sorpresas, de infinidad de motivos para el deslumbramiento y la admiración, para la magia y el asombro, con el ritmo pausado del paf-paf del vapor de la fábrica y el perenne borboteo del río -oírlo fluir de un modo regular y tranquilo- como plácido fondo sonoro. Es posible que a las personas mayores que vivían allí el lugar y la vida les resultasen extraños, limitados y tediosos; para los niños era un universo. Vivían en la Casa Grande, que tenía un gran jardín junto al río y un enorme alcornoque indio, florido, al pie de la escalinata frontal. Tales eran los confines de su mundo, que hasta aquel invierno había sido un mundo totalmente feliz, leemos en las primeras páginas.

Con ellos vive Nana, la niñera y sirvienta, una anciana angloindia de tez muy oscura, flaca, menuda, ajada, con ojeras y bolsas en los ojos, con manos pequeñas y dedos arrugados después de toda una vida cosiendo y lavando -en una caracterización que la aproxima a la figura de una maga o “bruja” buena- que cuida de los niños y les transmite su profunda sabiduría ancestral. Y está también Ram Prasad, el portero, y otros personajes de aparición episódica y menor peso en el libro. La llegada a la casa de un invitado, el capitán John, supondrá una novedad y, en cierto modo, una perturbación en el idílico día a día de las chicas que, desde ese momento, sólo tendrán ojos para él (Bogey, entregado a sus juegos con los insectos, los lagartos y las serpientes, corriendo libre por el fascinante jardín y los alrededores prohibidos, apenas es consciente de la nueva presencia). El capitán John, un hombre joven pero muy deteriorado físicamente (y también en su ánimo), regresa de una guerra en la que fue torturado en un campo de prisioneros y en donde perdió una pierna, amputada a la altura de la cadera, lo que le obliga a llevar una artificial. Su estancia en la mansión supone una especie de retiro espiritual, un intento de enfrentarse a sus demonios interiores y superar las hondas secuelas psicológicas de su experiencia bélica.

El punto de vista de Harriet dirige la mirada del lector. Su deambular por la casa, el jardín y los bazares aledaños al río, sumida en sus pensamientos, hechos de ingenuidad y de una anticipadora madurez, constituye el núcleo central del libro. A su lado aparecen el resto de los integrantes de la familia (La mejor familia que he conocido, dirá de ella el capitán John): el padre, siempre excesivamente atareado; la madre ocupada con la casa, los hijos, el servicio, las notas, las clases, las cartas, la contabilidad y los cuidados que le exige su nuevo embarazo; Bea, reservada, mayor y ya algo distante, la atención desplazada de sus hermanos hacia Valerie, una chica más adulta, hija de los dueños de la fábrica, y el capitán John, del que ambas están prendadas; Bogey, un niño -fuera, pues, de la atmósfera femenina que impregna la obra- que vive libre entre los muchos estímulos que le ofrece el entorno, jugando sin temor alguno, incapaz, como dirá su hermana, de sentirse culpable; por último, Victoria es muy pequeña, forma parte todavía del mundo infantil, no tiene inquietudes, nada la perturba en su inocencia. Todos son, sin embargo, pese a su papel relativamente secundario, personajes notables, excelentemente perfilados, con profundidad y matices.

Pero es Harriet, una construcción literaria sobresaliente, la figura principal sobre la que gira la novela. Es imaginativa y soñadora, pero a la vez preocupada, filosófica, reflexiva, casi metafísica para su corta edad. Es sensible y, pese a su interés por los “asuntos del mundo”, por sus hermanos, por su entorno, por el interesante invitado, es también, en el fondo, solitaria. Distraída, se evade en sus propios pensamientos incluso mientras está hablando, retomando la conversación un rato después tras haber seguido su hilo interior provocando así el lógico desconcierto de sus interlocutores: Harriet, te agradecería que no pensases en otras cosas mientras hablas (…), ¿cómo esperas que los demás te entendamos?, le riñe Bea. Escribe poemas, cuentos y un diario, adelantada a su edad y prematuramente adulta, aunque sigue mordiendo su lápiz como una niña, ensimismada. En un episodio en el que no parece difícil ver ecos de la propia vida de la autora, pedirá el apoyo del capitán John para mandar un cuento al Speaker, el periódico local, en lo que quiere ser el inicio de su carrera literaria (¡¡y tiene apenas diez o doce años!!; aunque en ningún momento del libro se cita abiertamente su edad).

Esta condición algo ambivalente -niña/adulta- la sitúa en un territorio de nadie, desubicada entre sus hermanos -Bea se “escapa” hacia la adolescencia y los pequeños no pueden compartir sus maduras inquietudes. Soy demasiado mayor para jugar con Bogey, dirá ella. Y demasiado pequeña para el capitán John, apostilla Nana- y fuera de sitio en la existencia en general. Todavía una chiquilla, vive los rituales de la niñez, disfruta de la vida libre en el privilegiado entorno, de los juegos infantiles, con las rodillas magulladas y las piernas siempre llenas de arañazos, su vestido manchado de los “recuerdos” de sus peripecias: un roto fruto de su trepar a los árboles, el jugo de papaya del desayuno, una mancha de una caída, lamparones de colores de sus pinturas. Como tantos otros niños tiene su refugio secreto, un hueco debajo de la escalera, en el que pinta, escribe sus precoces creaciones literarias y deja volar su imaginación. Pero, simultáneamente, en ella vemos atisbos de una lúcida adultez: la seguridad y la confianza en su propia fuerza de voluntad, la sensibilidad y una tímida conciencia del mundo, las dudas sobre su vida y su futuro (¿Y yo qué seré?, ¿qué será de mí?, ¿por qué de repente todo es tan extraño?, se pregunta una y otra vez), la inquietud tras los primeros atisbos de la muerte (la de Betsabé, el conejillo de Indias, la lleva a pensar que su hermana morirá, y mamá también morirá, y Nana, porque Nana es vieja y morirá pronto), la perplejidad ante el crecimiento, ante los misterios de la vida (Si todo es tan grande y yo tan pequeña ¿qué sentido tiene que escriba un poema?), la inabarcable curiosidad por cuanto la rodea, en particular el río que fluye inagotable, el martín pescador que devora a un pececillo, el inútil afanarse de los animalitos -conejillos de Indias, gatitos- del cuarto de juegos…

Uno de los grandes talentos de Rumer Godden en este libro es, precisamente, la genial fotografía de esta Harriet “congelada” en un momento crucial de la vida, en ese trascendente paso, exultante y a la vez doloroso, entre la infancia y la edad adulta. Son decenas los apuntes de este tránsito: la conversación con su madre en la que ésta, azorada como imagino que lo deben estar todas las madres en ese momento casi iniciático, le explica qué significa ser mujer y le avanza tímida y discretamente (elipsis genial de la autora) los “misterios” del sexo, en una escena entrañable y conmovedora en la que aflora la inocencia de la niña: Pero… yo no creo que eso pueda sucederme a mí; el juego con sus hermanos de repente interrumpido, olvidado por completo, mientras dejaba que su pensamiento vagara: ¿Y si yo fuera una planta? ¿Y si fuese una niña de hojalata?; las ensoñaciones en su “refugio” (A menudo ella también se sentía aislada, encerrada en un minúsculo espacio abovedado); los secretos ocultos, los deseos inexpresados, la irracional confianza en los presagios, ejemplificados en el hueco del alcornoque en el que esconde sus “fetiches”; la atracción por el capitán John y el primer pálpito del amor; el ansia por crecer y a la vez el deseo de permanecer siempre niña…

La riqueza de matices en la descripción de Harriet se complementa con la deslumbrante recreación del entorno en el que la chica se desenvuelve. Son abundantes en el libro los ejemplos de escenas de “color local” en las que aparecen las fiestas, las ceremonias, los bazares con su variedad de llamativas mercancías, los personajes singulares, los encantadores de serpientes, los vendedores ambulantes, los pescadores, las gentes lavando animales y bicicletas en las aguas, las incineraciones al borde del río, las lamparitas de barro, el aceite y las mechas flotantes en los distintos rituales religiosos, los diversos sonidos de la calle: el tañido lejano de los gongs del bazar, los crujidos y chapoteos de los remos, el golpeteo de los utensilios de cocina cuando los limpian con barro, los mugidos de los terneros, el paf-paf de la fábrica, las flautas, los címbalos, el omnipresente sitar, los tambores de las orquestinas…

Y en paralelo a la bulliciosa vida urbana el esplendor de una naturaleza que Rumer Godden describe en toda su exuberancia y pletórica riqueza, con el fulgurante (no se olvide, estamos en la India) transcurso de las estaciones, la profusa y exótica prodigalidad de especies animales (ardillas, lagartos, infinidad de pájaros, ruiseñores tropicales, martines pescadores, palomas, suimangas, lavanderas, shamas, urracas, halcones, insólitas mariposas, luciérnagas), el interminable repertorio de inusitadas flores con sus radiantes coloraciones (violetas, cestillos de plata, dientes de león, claveles y gipsófilas, crisantemos gigantescos en una refulgente gama de colores, blancos, amarillos, color bronce, rosados, las macetas de petunias, las flores del alcornoque, los macizos de buganvillas con sus flores anaranjadas, púrpura, magenta, color cereza, las rosas amarillo limón, los arbustos de rosas de Bengala, blancas con matices rosáceos, el hibisco común y otras enredaderas, las campanillas moradas, los jazmines, las begonias, las piscualas y las flores de la pasión, las bignonias de invierno y las florecillas del plumbago, de color azul claro, los parterres de pensamientos, verbenas, resedas, los tallos de los bambúes, verdes, bronce y amarillo canario, los jacarandás, las glorias de la mañana con sus flores como trompetas azules y rojas, los mangos, bananeros y cocoteros, las bauhinias y sus flores blancas y curvadas como valvas, los jacintos de agua… en un elenco inagotable), los intensos, penetrantes y vivísimos olores: los muy cambiantes de campos y jardines y los “caseros”, como el olor del abeto recién cortado en Navidad, el de la cera caliente de las lamparillas, el de las uvas y las mandarinas, los olores de la cocina al atardecer, acres como el ajo, el aceite de mostaza y el ghee, el del estiércol quemado como combustible, el del alcornoque en flor…

A medio camino entre la opulencia natural y la profusión sensorial de la ciudad, sobresale la presencia del río, en su doble condición, real y metafórica. El río es, por un lado, literalmente, la vida, la de las criaturas que alberga en su seno y la de las gentes cuyas existencias giran en torno al fluir de sus aguas, como puede comprobarse en el largo y muy bello fragmento con el que cierro esta reseña. Pero el río es también y sobre todo un símbolo de esa vida, de los días que pasan, de su curso irrefrenable (Pensó de repente en el pez que el martín pescador había capturado en el río y en el chapoteo que produjo, y en cómo éste se había desvanecido mientras el río, con todos los demás peces, las marsopas y los barcos, había seguido fluyendo, constata la narradora al contemplar la escena del pececillo atrapado por un martín pescador), de la permanencia y el cambio (El río corría imperturbable. Puede ocurrir cualquier cosa, cualquiera, y pase lo que pase los demás peces seguirán escabulléndose, nadando y alimentándose porque así debe ser (…) El río tiene que seguir su curso), de la imposibilidad de apresar el presente, de la pequeñez de nuestros días ante la inmensidad de la existencia, una grandeza relacionada de algún modo con el río, que empezaba siendo un arroyo y moría en el mar.

En este sentido -y siempre desde el enfoque infantil, si bien bastante precoz, de Harriet- la novela ofrece una lectura que podríamos llamar “filosófica”, pues, como ya se ha dicho, la niña reflexiona de continuo -o al menos expresa intuiciones, esbozos de ideas, interrogantes y dudas- en torno al paso del tiempo y la fugacidad de la existencia, lo frágil del instante que se escapa (En los libros, la gente es feliz para toda la vida. Pero esos libros son absurdos. Nada es para siempre jamás. Todo se desvanece), el asombro ante la fuerza de la vida (Qué cosas tan increíbles puede hacer la gente: volar una cometa… poemas… niños. Qué extraño poder. ¡Yo también lo tendré algún día!), la inexplicable realidad de la muerte, la complejidad que entraña la etapa infantil, el dolor del crecimiento (Un acontecimiento, algo que ocurre. Cada nueva experiencia, tal vez incluso cada persona a la que conocemos, si es importante para nosotros nos obliga a renacer o a morir un poco; hay muertes grandes y pequeñas, y nacimientos grandes y pequeños. (…) Es lo que llaman crecer, Harriet, y a menudo es difícil y doloroso, la instruye el capitán) y la dificultad de hacerse mayor (Todo está cambiando y no quiero que cambie. Quiero que todo sea así para siempre), la convulsión y el pasmo del amor, la búsqueda de un lugar propio en el mundo (Mi mundo, dirá al final de la novela, lo he recuperado, pero sigo sin saber qué significa) y otros temas igualmente fascinantes, sobre todo cuando se proponen desde la doble perspectiva -a la vez admirada y perpleja- de una joven cuya inocencia no le impide atisbar los profundos misterios del ser humano.

Con la película de Jean Renoir que traslada a la pantalla el libro he vivido una experiencia ciertamente inusual en mi vida. Yo había visto el largometraje hace muchos años, creo que, por primera vez, en mis días de universitario en los años setenta y, más adelante, en 1998, en el excepcional programa de José Luis Garci, ¡Qué grande es el cine!, en ambos casos antes de haber leído el texto de Rumer Godden, y mi impresión, la que permanecía en mi recuerdo hasta hace unas semanas, era la de hallarme ante una obra maestra. Ahora, después de la lectura de la novela, la he vuelto a ver y, sin alterar lo esencial de mi elogioso juicio, éste no ha sido, sin embargo, tan entusiasta e incondicional. Y es que, en resumidas cuentas, me parece mucho mejor, más intensa, más conmovedora, más entrañable, más llena de sugerencias, más abierta a fecundas interpretaciones, la obra de la escritora inglesa que la del extraordinario cineasta francés; y ello pese a que la propia Godden firma el guion del film con su director.

La versión cinematográfica presenta significativas diferencias con el texto novelístico. Por de pronto, en una variante que no parece obedecer a ningún criterio formal o estilístico ni mucho menos argumental, los hermanos de Harriet son cuatro y no tres. Están Elizabeth, que toca el piano, Muffy y Mouse, gemelas, muy pequeñas y de irrelevante presencia en la historia, mientras se mantiene el personaje de Bogey. Todos son menores que la protagonista, que parece tener cuatro o cinco años más que en la novela. Adolescente pues, es ella la amiga de Valerie; ésta se nos muestra, pese a su juventud, como una muchacha más crecida, más lanzada y atrevida, con una pulsión sexual más explícita y no meramente insinuada, sugerida o apenas esbozada, como ocurre en el libro con el deseo y la sensualidad de las chicas. Se incorporan al reparto nuevos personajes: Kanu, un niño indio, amigo de Bogey, sin especial importancia, y, con un papel más notable, sustancial casi, Melanie, amiga angloindia de Harriet, hija de un vecino de la familia, Mr. John, y de una mujer india ya difunta. La doble raíz “genética” de Melanie abrirá la trama a una vertiente paralela relativa al conflicto provocado por su doble origen, con la influencia de Oriente y Occidente en juego. La mayor edad de Harriet, la presencia de Melanie y la desinhibición y un más subrayado protagonismo de Valerie las convierten en tres “competidoras” en los imposibles amores hacia el capitán John. Éste es americano, en otro cambio no justificado, como no sea el que, dirigida la película en 1951, la guerra a la que ha sobrevivido necesariamente ha de ser la segunda mundial. El capitán, interpretado por un prácticamente ignoto Thomas E. Breen, en lo que, desde mi juicio actual, es un desafortunadísimo error de casting (no así la del entrañable “fordiano” Arthur Shields como el padre de Melanie), tiene un mayor protagonismo que en el libro, hasta el punto de que la película parece girar sobre él. Su pierna amputada a la altura de la cadera no es tal y su supuestamente terrible dolencia ha quedado reducida a una leve y con frecuencia inapreciable cojera (más allá de una caída en una escena relevante y, de nuevo en mi opinión, mal resuelta). El último cambio -solo en apariencia “cosmético”, aunque en el fondo de mayor calado- con respecto al fascinante universo de la obra literaria es el de la figura de Nana, convertida aquí una mujer más convencional, mucho más joven, y que, a diferencia de la profunda y filosófica sabiduría de su correlato novelesco, aparece en la película como una superficial casamentera solo preocupada por los noviazgos de las chicas y por la dimensión más frívola del amor.

Superados estos obstáculos -insisto que sólo enojosos cuando se acaba de abandonar la densa y gozosa experiencia de la lectura del libro-, la película sigue siendo formidable, conjugando con maestría dos planos complementarios, el objetivo y casi documental que nos muestra la riqueza de la India, sus rituales, sus ceremonias, su música, sus gentes y sus paisajes a través de la espléndida y colorista fotografía de Claude Renoir, sobrino de Jean Renoir y nieto pues de Pierre-Auguste Renoir, el gran pintor impresionista, y el subjetivo de la desconcertada y confundida adolescencia de Harriet, un enfoque en el que, sin embargo, no se alcanza la hondura con la que el talento de Rumer Godden y la fecunda imaginación del lector la dotan en la novela. En relación con las muchas virtudes de la cinta y ante las limitaciones de espacio y tiempo de esta reseña os recomiendo que recuperéis -se puede encontrar integro en Youtube- el coloquio sobre el largometraje que dirigió en 1998 José Luis Garci en su ya mencionado extraordinario programa, hoy irrepetible, ¡Qué grande es el cine! Eduardo Torres-Dulce, el fallecido Juan Miguel Lamet y Miguel Marías, abordan, junto al propio Garci, y como de costumbre con conocimiento y criterio, con agudeza y erudición, las muchas vertientes de la excepcional película.

Os dejo, para complementar musicalmente mi reseña, con música bengalí no vinculada directamente ni con el texto ni con el film. De un muy interesante disco que recoge música de Bengala de entre los años 1932 y 1940, os ofrezco el tema Piu piu birohi papiya interpretado por Gyanendra Prasad Goswami, con el que podremos trasladarnos al evocador paisaje de ambas obras.


El río de Harriet tenía una milla de ancho y fluía mansamente entre bancos de lodo y arena blanca. Cruzaba unas llanuras de yute y algodón que alcanzaban el horizonte bajo el peso azul del cielo. —Si tengo cierto sentido del espacio—afirmaría Harriet ya de mayor—, se lo debo a ese cielo. El río desembocaba en el mar a través del delta en la bahía de Bengala, su destino final. Había vida en sus profundidades y en su superficie: vida de peces autóctonos, de cocodrilos y de marsopas, que surgían del agua y daban volteretas en el aire mostrando su piel de color gris y bronce, iridiscente bajo el sol; flotaban bancos de jacintos de agua que florecían en primavera. El tráfico por el río también le otorgaba mucha vida; navegaban los vapores correo con chimeneas negras y ruedas de paletas, que hacían romper las olas contras la orilla; remolcadores a vapor que arrastraban barcazas de yute; barcos nativos hechos de mimbre sobre los cascos de madera en cuyas proas tenían ojos pintados y viejas velas desplegadas al viento; había también barcos de pesca con forma de media luna flotando en el centro del río y pescadores de piernas flacas que chapoteaban en las aguas poco profundas provistos de cestas de mimbre y de unas redes pequeñas y muy finas que lanzaban para atrapar unos pececillos brillantes del tamaño de un dedo. Los peces eran parte integrante del tráfico y cada parte de ese tráfico abrigaba sus propios objetivos, pero el río los arrastraba a todos en su corriente. 

La pequeña ciudad yacía inmersa en la monotonía de la vida bengalí, rodeada de campos y aldeas y del lento río. Había plantaciones de mangos y depósitos de agua, y una calle principal en la que se hallaban el bazar, una mezquita de cúpula blanca y un templo con pilastras cuyo tejado plateado estaba hecho de latas de queroseno prensadas. 

Harriet y los niños conocían a fondo el bazar; frecuentaban la tienda en la que compraban cometas de papel y exquisitas hojas de fino papel brillante; también sabían dónde se vendía paan, una curiosa mezcla de cigarrillos indios y nuez de areca, envuelta en hojas de betel; cintas de colores para los pijamas y agua de seltz; conocían las tiendas de cereales y de especias y las confiterías, que olían a azúcar y mantequilla, y los comercios de bisutería y de telas, en los que lucían expuestos los rollos de tela con atractivos diseños de plumas y festones estampados, así como los trajes para niños, prensados como si fueran de papel y colgados oscilantes en la entrada. 

Había una sola carretera, elevada respecto a los campos para que las inundaciones de los monzones no la anegaran; atravesaba aldeas y abigarrados bazares, y pasaba por los encorvados puentes; por ella circulaban carretas de bueyes y peatones, aparte de algún automóvil ocasional. Avanzaba hasta el horizonte por la ondulante planicie de Bengala, flanqueada por un puñado de aldeas situadas en lo alto, como la carretera, entre mangos, bananeros y cocoteros. Las bauhinias no tardarían en brotar a lo largo de aquella vía y salpicarla con sus flores blancas y curvadas como valvas. En ese momento los cultivos estaban secos, pero a ambos lados de la carretera quedaban restos del agua que había cubierto los campos en la estación de lluvias y que emergía entre las manchas de jacintos de agua, al tiempo que los martines pescadores surgían como un relámpago azulado para ir a lucir sus encarnados pechos sobre los hilos del telégrafo. 

El río podía verse desde la carretera, pero su amplitud sólo se apreciaba por la lejana línea de sus riberas, la más próxima de las cuales estaba cubierta de edificios, bazares, altos muros, almacenes con tejados de chapa ondulada y chimeneas industriales. El paso de una ribera a otra se hacía en unos barquitos con cubiertas de mimbre. En embarcaciones similares los niños salían a pescar perlas. Se trataba de perlas de río rosadas, pero quienes las encontraban eran los buceadores y no los niños, porque éstos no lograban que los ganchos bajasen a suficiente profundidad; los buceadores se zambullían desnudos hasta el lecho del río. 

 

Rumer Godden. El río

miércoles, 6 de febrero de 2019

LEONARD GARDNER. FAT CITY 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, dentro de esta breve serie dedicada a las conexiones entre cine y literatura, os traigo un libro que los críticos coinciden en calificar como “de culto”, es decir, una obra que pese a no conocer en un primer momento una difusión extraordinaria y carecer de un alcance multitudinario tras su publicación (y eso que el título que hoy os recomiendo sí que disfrutó de un cierto éxito inicial, quedando entre los finalistas del National Book Award de 1970 y recibiendo contundentes elogios de escritores consagrados como Raymond Carver, Denis Johnson o Richard Ford) ha permanecido, sin embargo, década tras década, en la memoria de un puñado de lectores -escogidos y casi secretos en su origen- que lo veneran con entusiasmo casi enfermizo y cuya persistente y rendida admiración acaba por propagarse, haciendo que la obra salga de ese reducto minoritario de connaisseurs y contagie a una cantidad mayor -ahora ya casi innumerable- de simpatizantes más o menos fervorosos. Os hablo de Fat city, un libro, como digo, con, hasta hace poco, mayor repercusión, influencia y prestigio que lectores, que vio la luz en 1969 -cumple este 2019, pues, cincuenta años- y que es, prácticamente, la única publicación de su autor, el californiano Leonard Gardner. Gardner nació en 1933 y está casi “desaparecido” del mundo literario tras su obra maestra -Fat city lo es, como luego veremos-, aunque sí ha colaborado en diversos guiones, sobre todo televisivos y alguno cinematográfico, como el de la película del mismo título que dirigió John Huston en 1972 a partir del libro que ahora os presento. La peripecia editorial de la novela en nuestro país cuenta con diversos hitos francamente poco dignos de mención hasta que, en 2016, la entonces primeriza editorial Underwood lo volvió a ofrecer a nuestro mercado en traducción de Rubén Martín Giráldez. 

La trama del libro se desarrolla en Stockton, la pequeña ciudad de California en la que nació Gardner, siendo su desolado paisaje urbano uno de los elementos esenciales del interés y el atractivo de la obra. Estamos a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo y dos jóvenes boxeadores -aunque sus duras experiencias sobre el ring y fuera de él los convierten en seres prematuramente envejecidos-, Billy Tully, de veintinueve años, y Ernie Munger, con apenas dieciocho, sobreviven de combate en combate, de un trabajo precario a otro, sin apenas expectativas de vida, en una existencia sórdida y desoladora, en la que no se vislumbran horizontes. Tully, veterano muy pronto fracasado, dejó pasar hace años su momento de gloria en el boxeo -ni siquiera eso: su muy leve atisbo de un posible ligero éxito- y, abandonado ahora por su mujer, intenta vanamente recuperar la ilusión perdida -y las fuerzas y su supuesto talento- mientras se hunde en un absoluto descalabro existencial en el que se mezclan la aniquiladora añoranza de la felicidad perdida con su esposa, la conflictiva relación con su nueva ¿pareja?, Oma, una alcohólica igualmente desesperada y sin futuro, y la ruina vital en la que se desenvuelven sus días. Munger, en quien Tully vislumbra las posibilidades que a él le negó la suerte, parece ir mejor encaminado en su carrera pugilística, pero el inesperado embarazo de su novia complicará las cosas y hará que la estrecha senda de su vida quizá acabe por converger -el final de libro es abierto y todas las alternativas son posibles- con la de quien, desde que traban conocimiento al comienzo de la obra, se constituirá en una suerte de mentor. 

El primer gran eje temático del libro, su primer notable foco de interés, es el del boxeo, aunque el autor niega que se trate de una novela sobre el polémico deporte -no lo era tanto hace medio siglo-, y ello a pesar de que sus protagonistas sean boxeadores, se desenvuelvan en el ambiente pugilístico y algunas de sus mejores páginas sean las que reflejan la dureza y la sordidez de los ambientes que rodean los cuadriláteros (y también el que la portada de la edición española no dude en reflejar -con una muy expresiva foto- el universo boxístico). A propósito de esta primera dimensión de la novela, Gardner es magistral en la descripción tanto del “paisaje” como del “paisanaje” que rodea el cruento deporte. En cuanto al entorno, destacan la recreación de la miserabilidad de los vestuarios (Un cubículo sin ventanas iluminado por una bombilla sin pantalla, las rugosas paredes de tablones cubiertas de carteles de combates pasados, y que apestaba a sudor y linimento, escribe, a propósito de uno de ellos), los gimnasios cochambrosos, la tristeza -hecha de pobreza, ruina, suciedad, penuria, fracaso y apagado brillo- del “espectáculo”, las lúgubres sesiones nocturnas, los combates amañados contra púgiles de medio pelo, los mediocres profesionales que malviven por los pocos dólares que obtienen de cada pelea, los ilusionados pero decepcionantes amateurs, obligados a enfrentarse a rivales encallecidos, los entrenadores que pretenden remediar su fracaso con la imposible proyección de un futuro logrado en sus pupilos, el público vociferante, las gentes sin ilusiones ni esperanza que ahogan sus miserias ante el patético decorado del ring, los gritos, los abucheos, el humo del tabaco y el alcohol, la sangre, las reyertas, las apuestas, las derrotas, las derrotas, las derrotas… 

Y por este paupérrimo y desesperanzador escenario pulula una afligida fauna de seres sin futuro -y a menudo también sin apenas presente-, pobres hombres sin voluntad, seres lamentables golpeados -en el ring y fuera de él- por su funesta suerte, fracasados sin remedio, hundiéndose a cada paso en una aciaga e irremediable decadencia, lastimosos náufragos de una existencia devastada, sin otro sentido vital que aguantar, tal y como se recoge en esta amarga taxonomía: Algunos entrenaban un día y faltaban dos, peleaban una vez y lo dejaban, desaprovechaban el momento, regresaban, se mataban por recuperar la forma, resollaban y pegaban en falso y recibían una paliza, o ganaban varios combates y se casaban o se mudaban o los reclutaban, se alistaban en la Marina o los metían en la cárcel, eran propensos a sangrar, sufrían jaquecas, veían doble o se fracturaban las manos. Y a partir de esta mención a algunas de las secuelas físicas de la inhumana profesión, hay que destacar que Gardner no nos ahorra detalles de los terribles daños que sufren “sus” perdedores: huesos astillados, orinas sanguinolentas, operaciones de mandíbula, rostros cascados, mejillas y cuellos marcados con cicatrices, narices torcidas, picadas, aplastadas e hinchadas, mellas en la dentadura, raigones parduscos, encías vaciadas, barbas de varios días, labios machacados, prominentes, orejas caídas, ojos cansados, heridas, costras, hombros cargados, cejas partidas, en un aterrador elenco de los destructivos estragos de la aniquiladora experiencia boxística. Las lamentables estampas de su derrota, de su vulnerabilidad, de su ausencia de alicientes, de carencia de motivos para vivir, acercan los personajes al lector, despiertan su sensibilidad, que vibra ante la soledad de estas criaturas que sucumben a su infortunio, a su desesperación, a su débil naturaleza: Años después veía a alguno por la ciudad. Sobre unos pocos leía en los periódicos: combates en otras ciudades para otros entrenadores, uno muerto en accidente de moto, otro asesinado en Nueva Orleans. Todos eran tan vulnerables, su duración tan desesperadamente breve… 

Pero no son sólo los púgiles quienes se ven envueltos en esta atmósfera de derrota, inevitable a la postre dada la violencia y la miserable estrechez de su agresiva profesión, sino que el fracaso, la desolación y la ausencia de expectativas configuran los parámetros en los que se mueven las vidas de todos los personajes del libro -los inmigrantes mexicanos, los peones del campo oprimidos laboralmente, las mujeres envejecidas, los jóvenes que viven al día, los negros extenuados en sus implacables trabajos-, siendo éste, el fidedigno y muy verosímil retrato de la miseria humana, de los seres que pueblan los márgenes de una sociedad, la de finales de los cincuenta del pasado siglo, que oculta tras su fachada exterior de crecimiento y desarrollo capas enteras de pobreza y ruina, de necesidad y privaciones, el segundo de los grandes alicientes de la novela. La falta de suerte, los sueños rotos, la desesperación, la desdicha, la escasez y hasta la indigencia, la desventura, la soledad, la inutilidad de una existencia sin proyecto alguno afloran por doquier a lo largo de las descarnadas páginas del libro, siendo decenas las reflexiones de los personajes que transmiten esta visión desmoralizada y sufriente: Al final lo mismo da; Tendría que haber sabido todo el tiempo que no era nadie; ¿Y aquí era donde iba a envejecer? ¿En una habitación como aquella terminaría todo?; Comprendió el disparate inútil que era su vida; Le acometía el temor a que tras el matrimonio la muerte fuese el próximo gran acontecimiento; Se quedaba tumbado en silencio, oprimido por la sensación de que su vida iba menguando, de que su juventud menguaba mientras yacía junto a una mujer a la que no debería haber conocido, allí, tan lejos del rumbo que él había previsto que se preguntaba aterrado si lo habría perdido para siempre; Experimentó una desesperación que temió no sería capaz de contener; Se encontraba estancado. Su vida parecía acercarse a su fin. En cuatro días cumpliría treinta años; Su mujer se había ido, su carrera había terminado, había arruinado su vida; Le sobrevino una espantosa crisis, una oleada vibrante de confusión y desesperanza, y supo con absoluta certeza que estaba perdido; El pensamiento de una existencia en soledad le producía instantes de vértigo; Estaba convencido de que había vivido en vano cada uno de sus días. Expresiones todas -tristes, dramáticas, devastadoras, de una crueldad y una amargura insoportables, durísimas- que reflejan con precisión el lastimoso clima de esta Fat City por tantos motivos memorable. 

Un título, el de Fat City, que encierra otra de las claves -irónica en este caso- de la novela. Al parecer, en una entrevista, en 1969, para la revista Life, Leonard Gardner ofreció su explicación acerca del significado del título. Fat City es, literalmente, Ciudad Gorda. Cuando dices que quieres ir a la Ciudad Gorda, en expresión extraída de la jerga de los ambientes negros, señalaba el autor, significa que quieres la buena vida. La idea del título me vino tras ver una fotografía de un edificio en una exposición en San Francisco. En una pared aparecía, garabateada, la expresión 'Fat City'. El título es irónico: Fat City es un objetivo imposible, un delirio que nadie va a alcanzar

La California que retrata Gardner es también, casi treinta años después, la de la Gran Depresión, la que nos había mostrado John Steinbeck en sus reportajes periodísticos y en Las uvas de la ira, ya comentados en este espacio, pero desde un enfoque aún más terrible, más desolador, sin la posibilidad de redención, sin el optimismo (aunque el término pueda parecer excesivo), que puede atisbarse en las novelas del premio Nobel. Los desheredados de Steinbeck -trasunto literario de los pobres reflejados en las fotografías de Dorothea Lange y Walker Evans- deberán enfrentarse, como los de Fat City, a la negación del sueño de California, a la imposibilidad de liberación, a su perpetua condena a la estrechez y la indigencia, pero algo hay en ellos -la energía de MaJoad, la voluntad emancipadora de Tom, la fuerza de la familia, del clan, del grupo, de la clase social- que admite algún atisbo de esperanza. Por el contrario, los vagabundos, los desharrapados, los mendigos, la desengañada “escoria” que deambula por las sucias calles de Stockton, carecen totalmente de futuro, son muertos vivientes, almas en pena, cuerpos condenados a una pronta extinción, sin que nada en ellos pueda alentar una mínima reacción, un acto de rebeldía, una revuelta que -al menos moralmente- dé sentido a su existencia, los justifique y los “salve”. 

La ciudad, Stockton, que “acoge” a esta ingente y trágica masa de condenados por el destino es así la protagonista última del libro, como escenario de la desolación, de la otra cara, la más oscura -ya se ha dicho- del american way of life. La novela nos presenta ese depauperado entorno urbano con precisión casi documental: las polvorientas calles repletas de colchones reventados, restos de calderas, guardabarros rotos, cartones empapados, neumáticos desgastados y latas oxidadas, papeles revoloteando, alcantarillas malolientes, las botellas oscilantes y los maderos a la deriva en las hediondas orillas del río, los peces muertos en las aguas putrefactas. También, la deteriorada arquitectura urbana, los moteles cochambrosos, los bares de medio pelo con sus desamparados borrachos acodados a sus sucias barras, las infames salas de juego, los miles de abigarrados neones anunciando -en inglés y en “mexicano”- billares, casas de cambio, prestamistas, oficinas de empeño, locales de alterne, negocios siniestros, hoteles baratos, cines nocturnos (con su población de hombres solitarios, entornados los ojos, bostezantes, algunos dormidos, que aprovechan sus butacas para pasar la noche ante la imposibilidad de pagarse un alojamiento), en una superposición desordenada y caótica. Y en las aceras, entrando y saliendo de estos mugrientos locales, viendo pasar el tiempo sin ocupación alguna, centenares de jornaleros y desempleados holgazaneando; y grupos de hombres que beben enceguecidos por el alcohol de botellas disimuladas en bolsas de papel; y ridículos evangelistas con sus bandas de música; y mujeres maduras y deterioradas, sin atractivo alguno, que saltan de un hombre a otro en una estéril persecución de protección, de cariño, de su juventud perdida, o quizá de sí mismas; y tipos con abrigos roñosos y ropas gastadas sentados sobre cajas de cartón aplastadas escudriñando con ojos legañosos un cadáver que la policía o los bomberos bajan de un hotel. Y en sus conversaciones -gruñidos, frases inconclusas, esbozos de historias disparatadas, sollozos, soliloquios ininteligibles-, las quejas, los lamentos, sobre la vida, sobre la mala suerte, sobre la ausencia de expectativas, sobre los engaños de las esposas o los maridos, sobre el trabajo sin sentido, sumidos todos en un tedio absoluto, en un árido presente intransitivo y absurdo, abocados a la inexorabilidad de un desgaste vital irreparable, íntimamente conscientes de su marginación, de su cuesta abajo inapelable, de sus torpes ilusiones, vanas ya antes de formularse, de la absurda esperanza en una felicidad prohibida, en el amor inalcanzable (y hasta el joven Ernie, incluso cuando besa a su novia, solo puede sentir una exquisita infelicidad), de su fracaso, de su agonía (meramente episódico, pero magistral en su breve “aparición”, el personaje de Lucero, el devastado púgil mexicano). 

En 1972, John Huston -acostumbrado a mostrar las vidas de los perdedores y los desarraigados en su filmografía: El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre (las dos con Bogart), La jungla del asfalto, incluso Moby Dick, incluso Paseo por el amor y la muerte, incluso Los muertos, si se analizan con profundidad- trasladó al cine Fat City, en una película -desesperanzada y tristísima, pero genial- en la que contó con el guion del propio Gardner. Con un estilo despojado y austero, de una inusitada sencillez, con pocos pero expresivos diálogos, con numerosas elipsis que adelgazan -hasta lo imposible- lo ya muy comedido de la novela original, y con una mirada casi documental, que se recrea en la sordidez de los lugares y refleja las calles de esa Stockton arruinada y mortecina, compone una obra maestra en la que las interpretaciones de Stacy Keach (de carrera cinematográfica dudosa, pero al que muchos conoceréis como el Mike Hammer de la serie televisiva homónima de los ochenta) y un jovencísimo Jeff Bridges -junto a la de un secundario clásico, Nicholas Colasanto, que sería años más tarde el barman jefe de Cheers, y que aquí interpreta al mánager Rubén Luna- completan un film magnífico de visionado inexcusable para complementar la lectura del libro. 

Os aconsejo también el como siempre fecundo debate sobre la película en ¡Qué grande es el cine!, el ya legendario programa de Garci que se emitió hace años en la 2 de Televisión española. Podéis encontrarlo casi íntegro -hay partes absurdamente censuradas por ridículas exigencias comerciales- en Youtube. Os dejo con Help Me Make It Through the Night, la melancólica canción de Kris Kristofferson que forma parte de la, por otro lado, estupenda banda sonora (Bread, Dusty Springsfield) de la película de Huston. 


Cuando el bus atravesó la puerta, Tully vio clavado en una pared encalada un cartel amarillo. 

BOXEO 
ESCOBAR 
VASQUEZ 

Los mismos carteles empapelaban todo Center Street cuando el vehículo los dejó en Stockton. Había uno en la ventana de La Milpa, en cuya barra dejó Tully su billete de cinco dólares y se bebió dos cervezas echándole miraditas a la corpulenta camarera bajo los ventiladores en marcha antes de iniciar la larga travesía hacia los lavabos. Se lavó la cara, se sonó la nariz llena de tierra en una toalla de papel y se peinó el pelo húmedo. 

En El Dorado Street los carteles estaban en las cristaleras de tabernas y barberías y vestíbulos abarrotados de modorros boquiabiertos. Tully se encaminó hacia su habitación en el Roosevelt Hotel. Cansado y agarrotado pero limpio tras un baño en una tina de agua fría y gris, se echó de nuevo a la calle con una camisa roja informal y pantalones de un color azul vivo como de gas ardiendo. Contra la pared en sombra de la Square Deal Liquor se unió a unos cuantos tipos recostados que bebían de latas y litronas discretamente ocultas en bolsas de papel. Al otro lado de la calle, en Washington Square, se veían cúmulos de hombres en posición prono, supino, sentados, algunos con abrigos pese al calor de junio, sus cuerpos exangües inmóviles sobre la hierba. El sol se inclinaba cada vez más entre los árboles, iluminando un par de piernas inertes, una cara costrosa, un brazo deslavazado, a medida que la sombra de la tarde se volvía tras ellos, reclamando sus cuerpos hasta que la zona más lejana del parque quedó en penumbra. Billy Tully cruzó a la otra acera en dirección a la papelera de alambre repleta de envases vacíos y tiró allí la botella. Sobre la ciudad corría una oscura bruma de polvo de turba proveniente de las plantaciones del delta. 

Comió perritos calientes con arroz en el Golden Gate Café, los zapatos enterrados en servilletas de papel desechadas, todos y cada uno de los taburetes del largo mostrador ocupados, repicar de platos, camareras gritando, el cadavérico cocinero chino con una camiseta que le hacía bolsas y unos pantalones de faena salpicados y remangados por encima de unas zapatillas con los cordones sin atar cortando rodajas de codillo, panceta asada y lengua de cerdo, dirigiendo con mano grasienta el plas plas del matamoscas del otro cocinero. 

Eruptando bajo la luz de las farolas en el aire fresco, Tully se quedó un rato con la chusma apoyada contra los coches y los parquímetros antes de dirigirse al Harbor Inn. Tras la barra, colocado entre los rostros reflejados en aquella interminable media luz, había otro cartel. Si Escobar aún seguía en la brecha, también él podía, pensó, pero sintió que sin su esposa no sería capaz ni de llegar al gimnasio. Experimentó el mismo resentimiento ansioso que en los últimos meses con ella, la misma constatación perpleja de abandono. 

A medianoche sorteó los escalones hasta llegar a su habitación, las paredes empapeladas de motivos florales desteñidos, de una tonalidad semejante a viejos ramos de novia. Mientras se quitaba la ropa bajo la tenue luz de la bombilla, observó las cuatro publicaciones de cortesía colocadas en la cómoda: Una hora con la Biblia, El Centinela y Heraldo de la Salud, Signos de los tiempos: la revista mensual del mundo profético, Señales de humo: un reputado antropólogo detalla de qué manera incide el tabaquismo en la vida antes del nacimiento. Se preguntó si alguien las habría leído alguna vez. Tal vez la gente mayor, y los inmigrantes que evitaban las calles de noche. ¿Y aquí era donde iba a envejecer? ¿En una habitación como aquella terminaría todo? Se sentó en la cama y ante él, en la pared, estaba el cuadro del lobo erguido exhalando vapor sobre una colina nevada por encima de una granja con las luces encendidas. Entonces la postergada melancolía de última hora de la tarde se cernió sobre él. Sintió sobre sus hombros la opresión del cuarto, del punto muerto que representaba él mismo, la absoluta e inútil frustración que constituían su sangre, sus huesos y su carne. Temiendo una crisis que superase sus capacidades se contuvo, el cuerpo por completo inmóvil mientras pasaba y dejaba de oírse el chirrido lejano y el retumbar de un camión. El marco azul y dorado, el largo cordón que colgaba de la moldura, la borla de oro descolorido en uno de los extremos; todo contribuía a la sensación de que ya había visto aquel cuadro en alguna habitación de su infancia. Aunque le llenaba de abatimiento, no se le ocurrió descolgarlo ni tirar las revistas y panfletos o quitar de la puerta el cartel 

SI FUMA EN LA CAMA 
HAGÁNOS SABER, POR FAVOR, 
DÓNDE DESEA QUE ENVIEMOS SUS CENIZAS

No se le había ocurrido que podía fumar, porque ni siquiera sentía que viviese aquí. 

A oscuras, se acomodó hábilmente sobre el desigual terreno del colchón. Cuando aporrearon la puerta de nuevo, se incorporó de golpe en la oscuridad gritando: 

-¡Socorro! 

Fuera, en el pasillo, la voz ronca avisaba: 

-Las cuatro en punto.