Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de junio de 2019

ANDRÉS OPPENHEIMER. ¡SÁLVESE QUIEN PUEDA!

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde cerramos nuestras emisiones por el presente curso 2018/2019 con una estimulante publicación, no estrictamente literaria, un libro a mitad de camino entre el ensayo de divulgación y el reportaje periodístico que suscita en el lector infinidad de interesantes reflexiones acerca de un fenómeno de indudable interés para cualquier ciudadano: las perspectivas sombrías y a la vez alentadoras, amenazantes pero también sugestivas, que nos va a deparar la evolución del trabajo en las próximas décadas, marcadas por el inexorable desarrollo tecnológico. Precisamente hoy, cuando las largas vacaciones estivales llaman ya a nuestras puertas y los plácidos días de descanso constituyen el agradable horizonte de estas postreras jornadas laborales, la lectura de un libro que nos “obligue” a pensar sobre esta como digo incierta pero apasionante realidad profesional que viene -una auténtica “revolución” del mercado laboral- puede resultar, paradójicamente, oportuna y hasta conveniente. 

Estoy hablando de ¡Sálvese quien pueda!, el extenso estudio -más de trescientas páginas acompañadas de centenares de notas y referencias- que el prestigioso, reconocido y cosmopolita periodista de origen argentino Andrés Oppenheimer presentó a principios de este año en la editorial Debate. Colaborador de algunos de los más destacados periódicos y medios de comunicación del mundo -The New York Times, The Washington Post, CBS News, la BBC o El País, entre otros-, Oppenheimer tiene a sus espaldas una amplia trayectoria profesional, en la que se cuentan numerosos premios, un puñado de doctorados honoris causa y una larga decena de libros que lo han convertido en un personaje de una extraordinaria influencia en la “creación de pensamiento” en el mundo entero. 

Antes de comenzar mi comentario y a propósito de la edición, cabe un breve apunte sobre el “idioma” en el que la obra está escrita. No sé si el hecho de que el autor viva y desarrolle su multifacética carrera en Estados Unidos o el que haya escrito su libro originariamente en inglés para ser luego traducido a nuestro idioma (el título primitivo, más amenazante, si cabe, que el que aparece en España, es The robots are coming!), son circunstancias que influyen en el resultado final que se presenta al público; el caso es que el texto al que se enfrenta el lector no sólo está repleto de infinidad de términos pertenecientes a “otro” español -latino, por resumir; nada argentino, por otra parte, como quizá pudiera esperarse dada la nacionalidad de su responsable-, lo cual no debiera admitir objeción alguna considerando la aquí ya tantas veces reseñada riqueza lingüística de una lengua plural y diversa que hablan -con diferentes acentos y con opciones léxicas muy variopintas- quinientos cincuenta millones de personas en todo el mundo, sino que en muchos de sus pasajes parece que, en efecto, un traductor desaseado -que no se cita en los “créditos” del libro- hubiera resuelto a la ligera la versión última de las interesantes ideas de Oppenheimer. A la abundancia de “carros” (por coches), “mercadeo” (por mercadotecnia), “grupos de cabildeo” (por grupos de influencia o, en inglés, lobbies), “meseros” (por camareros), “casillas de cobranza” (por cajeros), “bancas” (por escaños), “video” (por vídeo), “ícono” (por icono), “chavo” (por muchacho o chico), “contadores” (por contables), y tantos otras decenas de vocablos y expresiones ajenos al castellano -aunque, como no puede ser de otro modo, admitidas por la Real Academia en tanto comunes en ese igualmente legítimo español del otro lado del Atlántico-, se añaden disparates -a mi juicio- como, a modo de único pero significativo ejemplo, la reiteración de “al final del día”, una probable traslación -sin duda descabellada e incorrecta, un “falso amigo”- de “at the end of the day” (“a fin de cuentas”, en su apropiada traducción a nuestro idioma). El resultado convierte la lectura, en ocasiones, en un ligero engorro, pues obliga a detenerse, siquiera brevemente, en el natural seguimiento del fluir del magnético discurso de su autor. 

Con un muy esclarecedor subtítulo, El futuro del trabajo en la era de la automatización, el libro aborda, en diez capítulos y un epílogo de lectura apasionante, las múltiples dimensiones de un acontecimiento de enorme trascendencia para la vida humana tal y como la conocemos hasta el momento, en un controvertido análisis que se nutre de infinidad de entrevistas y conversaciones con decenas de expertos, de muy distintos ámbitos: académico, científico, investigador, tecnológico, empresarial o profesional. En su muy documentada indagación, Oppenheimer recorre el mundo -Oxford y Silicon Valley, Nueva York y Japón, Israel y Corea del sur, Europa e Hispanoamérica- estudiando las importantes repercusiones -repletas de claroscuros, que el periodista no oculta- que el progresivo, acelerado y exponencial desarrollo de la tecnología va a provocar en las próximas décadas en las respectivas áreas de actuación de los distintos interlocutores: las tiendas y el comercio, la banca, la abogacía, los seguros, la medicina y la docencia, las manufacturas, la industria y el transporte, y hasta la cultura o el deporte. 

El desencadenante último del libro reside en la constatación -admitida e indiscutible ya desde muy distintos frentes, teóricos y prácticos- de que la sociedad actual (y con más razón la que se avecina) está viviendo un volumen de cambios de una magnitud -en cantidad y, sobre todo, en calidad- nunca experimentados antes por las civilizaciones humanas. Es un hecho conocido el que en cualquier generación de las que nos han antecedido es posible encontrar idénticos postulados, que se expresan siempre como lamentos, acerca de la rapidez de los cambios, un permanente y nostálgico “cualquier tiempo pasado fue mejor”; siendo ese tiempo -que existe sólo en la idílica construcción mental del quejumbroso “abuelete”- uno “mitológico” e irreal en el que la vida era más auténtica, las relaciones sociales más sinceras, los afectos más genuinos y la sociedad más humana, a diferencia de un presente -cualquier presente, dependiendo de la época en que se sitúe la persona que hable- que es justo lo contrario, aceleración y locura, deshumanización y falta de valores, voraz progreso y absoluta destrucción de todo cuanto merece la pena conservar. En definitiva, las consabidas manifestaciones, que se repiten cada tanto, del ya clásico debate entre apocalípticos (todo va a peor) e integrados (nunca se ha vivido mejor). 

Pero lo cierto es que, en nuestros días, ese discurso algo catastrofista puede verse reforzado por las múltiples evidencias que proporcionan los estudios que dan cuenta de la intensidad y el sorprendente -y preocupante- alcance de la evolución tecnológica. Dos expertos con una amplia trayectoria en prospección de escenarios futuros, Kurzweil y Moore, han sostenido desde hace décadas -y demostrado- que el crecimiento de las tecnologías de la información y la comunicación es exponencial, esto es progresa geométricamente. Los deslumbrantes avances en las ciencias de la computación permiten vislumbrar un futuro de perfiles sobrecogedores (y no sólo en la acepción más oscura del término). Gordon Moore, ya en 1965, formuló la conocida ley que lleva su nombre, en virtud de la cual la potencia de los microprocesadores se duplicaría cada dos años. Así, de seguir esta deriva, un ordenador “convencional”, equivalente a los de uso cotidiano en nuestros trabajos y nuestros hogares, estaría a punto de alcanzar, en pocos años, el potencial de cálculo del cerebro de un ratón. Y si la evolución se proyecta a treinta o cuarenta años, la capacidad, la velocidad y las posibilidades de estos computadores caseros -no se hable ya de los grandes ingenios informáticos mundiales- llegarían a superar la “inteligencia” no sólo de un ser humano sino la de la totalidad de la población del mundo junta. Como ejemplo revelador de la pertinencia de esta tesis baste con pensar que cualquier dispositivo móvil de los que llevan nuestros jóvenes en sus bolsillos, es más “poderoso” que el primer ordenador con el que cualquier profesor preparaba sus clases hace treinta años. 

Las consecuencias que este escenario de irrefrenable evolución tecnológica tendrá -y está teniendo ya- en el específico ámbito del trabajo son igualmente radicales e imprevisibles, excitantes y, quizá, poco tranquilizadoras, y en ellas se centra el estudio de Oppenheimer, teñido de un cierto tono apocalíptico, presente ya en el título: ¡Sálvese quien pueda! La automatización, la robotización de los trabajos, la inteligencia artificial puesta al servicio de los procesos productivos, van a poner en peligro -ese el argumento principal de la tesis del autor- un porcentaje altísimo de trabajos en todo el mundo. Los más recientes informes de la OCDE hablan, en el caso de España, de más del veinte por ciento de ocupaciones en riesgo significativo de desaparición, para llegar a un cincuenta y dos por ciento en riesgo total, y en ambas cifras se trata de estimaciones para un futuro inmediato o muy cercano. 

Desde esas premisas, el exhaustivo análisis del libro repasa, en capítulos con títulos inquietantes que aluden a las diferentes profesiones en peligro (¡Infórmese, sírvase, cóbrese, defiéndase, cúrese, edúquese, fabrique o diviértase… quien pueda!), las distintas áreas de actividad humana que son susceptibles de extinción o, al menos de una sustancial transformación, en los próximos lustros. Por poner un único ejemplo de los innumerables que, en este sentido, pueblan el libro, baste mencionar que AT & T, la empresa de mayor valor de Estados Unidos en 1964, empleaba entonces a más de 750.000 trabajadores. Un equivalente actual en magnitud, Google, apenas da trabajo hoy a 75.000, consecuencia evidente de los drásticos efectos que la innovación produce sobre la mano de obra. 

El carácter alarmante de los presagios de Oppenheimer aflora todavía de un modo más intranquilizador en las rúbricas originales de la publicación norteamericana: ¡Qué vienen los robots! -traducción del título del libro- y sus corolarios: ¡Vienen a por los banqueros… los abogados… los médicos… los artistas! Porque este es otro de los interesantes rasgos de la investigación que nutre el libro: la cada vez mayor complejidad técnica de los trabajos sobre los que pende la funesta advertencia sobre su probable inutilidad. Si hasta hace unos -pocos- años, eran las actividades más simples y repetitivas, más maquinales y, por tanto, menos necesitadas de cualificación, las que sucumbían al poderoso avance de los sofisticados artefactos tecnológicos (cajeros, obreros sin cualificar, trabajadores manuales en tareas rutinarias, camareros, cocineros, guardias y vigilantes de seguridad), la desmesurada capacidad, la en la actualidad descomunal complejidad de los dispositivos electrónicos está poniendo en alerta a ámbitos profesionales de cada vez más alto nivel y refinada especialización. 

Las principales secciones de ¡Sálvese quien pueda! se detienen en el estudio de la evolución de los trabajos de mayor cualificación en sectores muy variados. Es el caso del periodismo, que tras la introducción previa en la que se establece el marco general del análisis, comparece en el segundo capítulo del libro, con previsiones, datos y ejemplos no por conocidos menos escalofriantes. La proliferación de redes sociales ha cambiado los hábitos por los que los ciudadanos acceden a la información, ahora más dispersa y plural, menos centralizada y más espontánea. Los periódicos convencionales -en papel- son, en gran medida, un resto del pasado (prácticamente ningún menor de cuarenta años entra a un kiosco a comprar prensa escrita, y la imagen de gente por las calles con un diario bajo el brazo ha desaparecido del panorama de nuestras ciudades). Los periódicos digitales compiten por la publicidad con Twitter y Facebook, que cada vez acaparan más cuota de mercado, dadas las preferencias lectoras de la gente. Todo ello, unido a la mayor capacidad de la tecnología, provoca que, en consecuencia, las plantillas de las redacciones se despueblen: desaparecen los diagramadores, editores y traductores; también los intermediarios que transcriben noticias y reportajes, sustituidos por sofisticados programas de reconocimiento de voz; en The Washington Post hay ya robots redactando crónicas políticas; los reporteros ceden su puesto a elaborados algoritmos capaces de escribir solos notas de prensa sencillas -por el momento- sobre asuntos locales; hay máquinas que verifican hechos y aportan datos con una mayor celeridad y eficacia que las que proporcionarían decenas de humanos juntos; no será necesaria, por tanto, la presencia humana en la tediosa tarea de rastrear en archivos o hemerotecas; y tantos otros cambios entre una infinidad de novedades de casi imposible predictibilidad. En paralelo, se resaltan los más que probables riesgos de estos novedosos procesos, más allá del desempleo profesional: el direccionamiento en la información, que hará -ocurre ya en la actualidad- que cada cliente reciba exclusivamente el “material” que encaje en sus gustos personales, unos gustos previamente conocidos por las máquinas, que tenderán a confirmar los estereotipos y alimentar los prejuicios de los lectores; la imparable proliferación de noticias falsas; las tentadoras oportunidades de dirigismo y manipulación para entidades y gobiernos poco escrupulosos con la verdad (cuando hay tantos caramelos disponibles en internet, la gente quiere caramelos). El optimismo visceral del autor encuentra en cambio en las innovaciones un fecundo campo para la apertura a nuevos perfiles en la profesión periodística: analistas de datos, ingenieros y matemáticos capaces de programar los nuevos artefactos técnicos necesarios para la creación y difusión de noticias, cronistas inteligentes capaz de dotar de sentido a la información transmitida… 

El capítulo tercero se centra en restaurantes, supermercados y tiendas, espacios todos en los que la “revolución” forma parte ya de nuestra actual vida cotidiana. A lo largo de sus páginas se suceden establecimientos de hostelería y restauración sin cocineros ni camareros, en realidad sin ser humano alguno; robots capaces de hacer cuatrocientas hamburguesas por hora (uno de los grandes retos que conlleva la automatización es que, frente a las limitaciones de los humanos, las máquinas no se cansan, no tienen vacaciones, no reclaman mejoras salariales, no libran los domingos ni los festivos); pizzas “fabricadas” y distribuidas por autómatas; campañas publicitarias de restaurantes dirigidas directamente a los potenciales clientes, a partir del rastro -en apariencia incontrovertible- que dejan nuestras preferencias culinarias en visitas anteriores; tiendas -el caso de Amazon Go, tan publicitado, es paradigmático- en las que los consumidores entran y salen a su antojo, libremente, tras adquirir sus productos sin más control que el de la tarjeta magnética con la que se han identificado al acceder al local; compras a distancia, que se llevarán a cabo en dimensiones de mayor magnitud de las que actualmente se conocen; maximización de las ventas gracias a la hiperlocalización de los compradores en los centros comerciales. Los vendedores, dependientes de comercio, recepcionistas -el robot Pepper es un llamativo ejemplo de lo innecesario de las tareas de estos empleados- y camareros estarán, pues, en la previsión de Oppenheimer, “muertos” laboralmente en pocos años, y con escasas posibilidades de encontrar acomodo en un entorno profesional que no necesitará trabajadores tan escasamente cualificados. Pero las muestras del ya inminente cambio se extienden a más ocupaciones. Es el caso de la banca, sector en el que, sólo en 2015, las entidades despidieron, en EEUU y Europa, a casi cien mil trabajadores; y la cifra irá en aumento porque entre el 60 y el 70 por ciento de estos asalariados realizan tareas exclusivamente manuales, prescindibles, pues, a corto plazo. Además, se suprimen sucursales; el dinero en efectivo tiende a desaparecer (en Dinamarca los ladrones de bancos se van con las manos vacías por falta de líquido en las oficinas); surgen bancos virtuales; los asesores financieros se sustituyen por algoritmos capaces de analizar millones de datos y formular previsiones a partir de ellos; la uberización de la economía propiciará los préstamos entre personas, provocando un maremoto en los empleos conocidos en el sector y ofreciendo un tímido recambio aunque en labores progresivamente tecnologizadas, centradas en las tareas de configuración y mantenimiento de robots y en la atención especializada a clientes de mayor poder adquisitivo. 

Y qué decir de los abogados, desbordados por una tecnología que hará innecesarias sus rutinas más simples. El robot Ross localiza y estudia jurisprudencia entre miles de bancos de datos a una velocidad y con una eficacia inalcanzable para los humanos. Plataformas virtuales de abogados independientes y autónomos ofrecerán sus servicios, de nuevo con el referente de Uber, a los clientes necesitados de asesoramiento (Donotpay, creado por un joven estudiante de 19 años, ya proporciona orientación legal gratuita por internet). Existen en la actualidad espacios en la red que hacen la labor de jueces y mediadores -Modria es el más conocido-, dirimiendo conflictos y resolviendo pleitos mediante la enorme potencia de cálculo derivada del Big data, trabajando de un modo particular, ajeno a los canales oficiales de juzgados y tribunales, eliminando así el carácter monopolístico y elitista de la abogacía y abriéndose -en un fenómeno común a muchas otras ocupaciones- a lo que Oppenhemier denomina “sociedad posprofesional”. Un cambio al que tampoco escapan los contables, los notarios o los agentes de seguros, para los que el autor augura un futuro hecho de la conjunción de servicios mixtos, con abogados, analistas de datos, informáticos y hasta psicólogos o médicos (que sacarán conclusiones acerca de la conveniencia de firmar una póliza de seguros a un cliente a partir de los millones de datos que sobre él, su personalidad y sus hábitos de vida proporcionará la red), integrando las plantillas de bufetes, compañías aseguradoras, despachos y gestorías. 

No menos estupefacientes resultan las predicciones relativas al dominio de la medicina y la salud. Ya hoy es conocido el hecho de que Google “sabe” antes que las autoridades sanitarias si en una determinada región del mundo se está produciendo una epidemia de, por ejemplo, gripe, pues el buscador puede detectar la coincidencia de millones de consultas rastreando a la vez “qué tomar si me duele la cabeza, tengo fiebre y moqueo”. Piénsese también que el “tino” de un modesto médico de cabecera que examina una radiografía con el solo -aunque con frecuencia muy valioso- bagaje de sus estudios y su experiencia (que puede cifrarse, en el mejor de los casos en el conocimiento de unos miles de placas y unos centenares de estudios) palidece ante la potencia de un algoritmo que en cuestión de segundos procesa millones de imágenes siendo capaz de precisar, con más pericia técnica y menos margen de error, cuantas de las que presentan una ligera y mínima sombra en una diminuta esquina de un determinado órgano coinciden con pacientes que han desarrollado un cáncer y con las experiencias relatadas en cientos de miles de artículos científicos. Y hay computadoras -en el libro conocemos a Watson- que suplen las muchas carencias de los doctores humanos, que se ven incapaces hoy día de mantener una mínima actualización permanente en un universo casi infinito de publicaciones, ensayos e innovaciones. Y hay minirrobots -ViRob es una de los más conocidos- que limpian las arterias al modo en el que una maquinaria convencional desatasca las tuberías, en una escalofriante actualización de lo que anticipaba aquel clásico de la ciencia ficción de Richard Fleischer, Viaje alucinante, que yo vi de niño ¡¡en 1966!! tan fascinado por los maravillosos adelantos científicos como -todo hay que decirlo- por ese otro prodigio de dimensión casi post-humana que era Raquel Welch, la principal intérprete femenina de la película (y siento la posible incorrección política de mi aserto; no, en realidad no lo siento en absoluto). Y proliferan -y aún lo harán de modo más acusado en los próximo años- decenas de sensores, prótesis, píldoras con cámaras, lentes de contacto y audífonos inteligentes, chips subcutáneos, tecnología puntera, en suma, que de continuo enviará información a un ordenador central, que conocerá al instante nuestro estado de salud, diagnosticando y anticipando nuestros males y prescribiendo un tratamiento en cuestión de segundos, pues estaremos conectados con nuestro médico las veinticuatro horas del día. Y ya se opera a distancia -desde Singapur y con el paciente hospitalizado en Madrid- gracias al rigor y la exactitud, la “limpieza” y el acierto microscópico de los cirujanos robóticos, la medicina convertida cada vez más en una “ciencia exacta”, pues la tecnología reemplazará, así se recoge en el libro, a más del ochenta por ciento del trabajo de los doctores, necesariamente reconvertidos en meros intérpretes de datos y en una suerte de consejeros personales, con los ciudadanos cableados, recubiertos de wearables, insideables, shockables y trainables, modernos Frankenstein, como de algún modo ya anticipó la ciencia ficción. 

¡Sálvese quien pueda! registra también el advenimiento de una nueva era para la docencia, con unos profesores superfluos a la hora de transmitir unos conocimientos accesibles por internet para cualquiera, en cualquier parte del mundo, a cualquier hora y en cualquier situación. Augura Oppenheimer un cambio de paradigma en la enseñanza, con las aulas repletas de robots y tecnología, realidad virtual, videojuegos y móviles inteligentes, en un modelo de clases invertidas, cursos en línea, estudios bajo suscripción, formación a distancia, en el que los docentes serán objeto de reconversión, redefinidos no como expertos en una materia determinada -para expertos los ordenadores- sino como motivadores, consejeros y terapeutas personales, una especie de entrenadores emocionales, avivadores de la pasión y la curiosidad, la perseverancia y la ética, la capacidad para trabajar en equipo y la empatía en sus alumnos; unos docentes desprovistos, pues, de su tradicional misión de enseñanza “hard” -la “explicación” de las materias de toda la vida- y convertidos en suministradores de competencias “soft”, habilidades blandas lindantes con la inteligencia emocional. 

Y hay un capítulo -cuya glosa por extenso resulta imposible por falta de tiempo- en el que el estudio se centra en los obreros en las fábricas -principal carne de cañón de la galopante robotización, dada la cualidad “maquinal” de sus tareas (China hará robots hasta que no quede más gente en las fábricas, como afirma uno de los más destacados dirigentes empresariales del país asiático)-, en los robots panaderos, en las zapatillas y los botones y las camisas personalizadas y las piezas de recambio de los electrodomésticos e infinidad de objetos fabricados en nuestras casas, de manera individualizada y sin concurso de trabajadores, con impresoras 3D, y de tantos otros empleos que desaparecerán al “extinguirse” el trabajo manual en beneficio del “mental”... En el mismo sentido, estamos quizá -el inminente auge de los coches automáticos- ante el adiós a taxistas, camioneros, conductores de autobús, repartidores (los drones ya están ahí, y Amazon ya los utiliza de modo experimental para alguno de sus envíos). Como ocurrirá con actores, músicos, deportistas, gentes pertenecientes al negocio del turismo, obligados todos, como arguye el autor, a un drástico reciclaje de sus ocupaciones. 

La última sección del libro incluye un listado de las profesiones que, sobreponiéndose al tenebroso derrotismo que subyace a la fotografía reflejada en las restantes secciones del libro, pueden experimentar un avance en el futuro, con oportunidades significativas para sus profesionales, como jardinero en Marte, en chiste -quizá a la postre no tan descabellado- incluido en el texto. En un elenco apresurado: asistentes de salud, analistas de datos, ingenieros de datos y programadores, policías digitales, asesores de ventas, cuidadores y programadores de robots, profesores y maestros (convenientemente reciclados), especialistas en energías alternativas, creadores y diseñadores de contenidos comerciales, entre otros ejemplos de actividades muy “capitalistas”, centradas en la producción, los negocios y, en general, un universo movido por el dinero y el rendimiento económico, y en las que se percibe una significativa carencia de muestras de un enfoque o unos valores “humanísticos” (una de los más importantes fallos del libro).

Para terminar, un breve apunte sobre la escasa dimensión “propositiva” del libro. Su mayor parte se centra, como se ha visto, en la muy detallada descripción de las profesiones en peligro y, muy tímidamente, en las posibles benéficas alternativas a la previsible y generalizada devastación. Hay, sin embargo, algunas pinceladas, dispersas aquí y allá, en que se apuntan, de un modo muy somero y subsidiario -en otra de las principales carencias del planteamiento de Oppenheimer, a mi juicio-, algunas otras derivaciones, de mayor alcance social, filosófico, humanístico o cultural, del imparable fenómeno de la automatización. Es el caso, entre otros, de las cuestiones relativas a la educación y el ocio, dos dimensiones de nuestra vida social que se verán convulsionadas y radicalmente alteradas por la tecnologización rampante; de la situación laboral y vital de los desplazados, el nuevo proletariado digital, gentes a las que, previsiblemente, el “fin del trabajo” deje sin recursos ni expectativas reales de obtenerlos; el consiguiente debate acerca de la pertinencia y la sostenibilidad de una renta básica universal para subvenir las necesidades de esos amplios sectores de la población desguarnecidos frente a los cambios; la polémica acerca del cobro de impuestos y cotizaciones sociales a los robots; la acuciante reflexión ética sobre quiénes y cómo se llevarán las riendas de todos estos complicados procesos; cuestiones todas que exigían un mayor desarrollo por parte del autor (o quizá no, quizá el propósito del libro se colme con la mera fotografía del escenario, no exento de dimensiones preocupantes, que nos espera en las próximas décadas). 

En fin, leed este estimulante y también poco tranquilizador ensayo de Andrés Oppenheimer. Os aseguro horas de amena lectura y fecunda reflexión posterior. Como complemento musical a mis comentarios, música obviamente relativa a los robots. Un clásico, además, The Robots, uno de los temas de The Man Machine, el anticipador álbum -es de 1978- de Kraftwerk, el grupo alemán, gran precursor de la música electrónica. 



Desde que un estudio de la Universidad de Oxford pronosticó que 47% de los empleos corren el riesgo de ser reemplazados por robots y computadoras con inteligencia artificial en Estados Unidos durante los próximos 15 o 20 años, no he podido dejar de pensar en el futuro de los trabajos. ¿Cuánta gente perderá su empleo por la creciente automatización del trabajo en el futuro inmediato? El fenómeno no es nuevo, pero nunca antes se había dado tan aceleradamente. La tecnología ha venido destruyendo empleos desde la Revolución industrial de fines del siglo XVIII, pero hasta ahora los seres humanos siempre habíamos logrado crear muchas más fuentes de trabajo que los que habíamos aniquilado con la tecnología. ¿Podremos seguir creando más oportunidades de las que eliminamos? 

Las noticias nos ofrecen un ejemplo tras otro de cómo el proceso de destrucción creativa de la tecnología está logrando crear nuevas empresas, pero a costa de terminar con otras que empleaban a mucha más gente. Kodak, un ícono de la industria fotográfica que tenía 140 000 empleados, fue empujada a la bancarrota en 2012 por Instagram, una empresita de apenas 13 empleados que supo anticiparse a Kodak en la fotografía digital. Blockbuster, la cadena de tiendas de alquiler de películas que llegó a tener 60 000 empleados en todo el mundo, se había ido a la quiebra poco antes por no poder competir con Netflix, otra pequeña empresa que empezó mandando películas a domicilio con apenas 30 empleados. General Motors, que en su época de oro llegó a tener 618 000 empleados y hoy día tiene 202 000, se ve amenazada por Tesla y Google, que están desarrollando a pasos acelerados el auto que se maneja solo y que tienen respectivamente 30 000 y 55 000 empleados. ¿Les pasará a los empleados de General Motors lo que les pasó a los empleados de Kodak y Blockbuster? 

La desaparición de empleos está aumentando de forma exponencial, o sea, a pasos cada vez más acelerados. Lo vemos todos los días a nuestro alrededor. En años no muy lejanos hemos constatado la gradual extinción de los ascensoristas, las operadoras telefónicas, los barrenderos que limpiaban las calles con un rastrillo, y muchos obreros de fábricas manufactureras, que están siendo reemplazados por robots. En Estados Unidos están desapareciendo los cajeros de las casillas de cobranza de los estacionamientos y los empleados de las aerolíneas que atienden al público en los aeropuertos. En Japón, los meseros de muchos restaurantes ya están siendo reemplazados por cintas movedizas y hasta los chefs de varios restaurantes de sushi están siendo sustituidos por robots. Ahora están viendo amenazados sus trabajos no sólo los trabajadores manuales, sino también quienes realizamos tareas de cuello blanco, como los periodistas, los agentes de viajes, los vendedores de bienes raíces, los banqueros, los agentes de seguros, los contadores, los abogados y los médicos. Prácticamente no hay profesión que se salve. Todas están siendo impactadas —al menos parcialmente— por la automatización del trabajo. 

Mi propia profesión, el periodismo, está entre las más amenazadas. The Washington Post ya está publicando noticias políticas escritas por robots, y casi todos los diarios estadounidenses publican resultados deportivos y noticias bursátiles redactados por máquinas inteligentes. Los periodistas tendremos que admitir la nueva realidad y reinventarnos o nos quedaremos fuera de juego. Y lo mismo ocurrirá con prácticamente todas las demás ocupaciones. 

Hasta los propios responsables de la revolución tecnológica —figuras como el fundador de Microsoft, Bill Gates, y el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg— están admitiendo por primera vez que el desempleo causado por la tecnología, el así llamado desempleo tecnológico, podría convertirse en el gran conflicto mundial del siglo XXI. Zuckerberg ha dicho que “la tecnología y la automatización están eliminando muchos trabajos” y que “nuestra generación va a tener que lidiar con decenas de millones de empleos que van a ser reemplazados por la automatización, como los autos que se manejan solos”. Y Gates ya había admitido en 2014, cuando pocos hablaban sobre el tema, que “la tecnología, con el correr del tiempo, va a reducir la demanda de empleos, especialmente en los empleos que requieren menos habilidades... Dentro de 20 años, la demanda para varios trabajos va a ser significativamente más baja”. 

¿Que responden las grandes empresas a todo esto? La respuesta de la gran mayoría de las empresas que están automatizando sus operaciones es que —lejos de reducir empleos— están aumentando la productividad y creando nuevos trabajos para sus empleados. ¿Deberíamos creerles? ¿O nos están contando cuentos de hadas, o una media verdad que puede ser cierta en el momento en que se dijo, pero que no es sostenible en el tiempo? Y si lo que dicen no es cierto, ¿cuáles serán los trabajos que desaparecerán y cuáles los que los reemplazarán? ¿Dónde se sentirá más el impacto de la automatización en los países ricos o en los países emergentes de Asia, Europa del Este y Latinoamérica? Y lo más importante: ¿qué deberíamos hacer nosotros para prepararnos para el tsunami de automatización laboral que viene, en mayor o menor medida, en todo el mundo?



Andrés Oppenheimer. ¡Sálvese quien pueda!

miércoles, 19 de junio de 2019

CHARLES SIMMONS. AGUA SALADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una nueva semana a Todos los libros un libro que como cada miércoles sale a vuestro encuentro en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura escogida siempre por su interés y calidad. Hoy quiero hablaros de una muy breve novelita de un autor para mí desconocido que hasta hace solo unos meses no había visto traducida al castellano ninguna de sus por otro lado escasas publicaciones. Se trata del norteamericano Charles Simmons y su libro -una joya, una novela excepcional, una maravilla emotiva y conmovedora-, de título Agua salada, apareció a mediados de 2017 en la editorial Errata Naturae en traducción de Regina López Muñoz. 

Estamos en 1963 en Bone Point, un pueblo de la costa este de Estados Unidos. Michael, el protagonista y narrador de la historia, que tiene quince años y se encuentra en el apogeo de su adolescencia, disfruta de sus vacaciones estivales con sus padres en una casa frente al mar en la que ha vivido todos los veranos de su infancia; una casa construida por su abuelo y en la que su madre también pasó su niñez. La atmósfera en la que se desenvuelve esa estancia es la que casi todos -al menos los nacidos en ciudades costeras- asociamos a los primeros años de nuestra vida: la indiscutible presencia del mar, el sol poderoso y salutífero, la acogedora arena, el salitre en la piel, la ropa escasa y cómoda, el tiempo sin fronteras, los días libres, las aventuras sin límites, el placentero cansancio tras el juego, el hambre feroz -también metafóricamente-, la presencia todavía no molesta de los padres, la tutelar protección de la madre, la amigable camaradería con un padre más joven de lo que ahora somos nosotros… En definitiva, la vida plena, con la inocencia sin fisuras, con la emoción a flor de piel, con las ilusiones intactas, con la irresistible fuerza de un deseo que apenas sabe decir su nombre; sin que siquiera el mínimo roce de la realidad, del dolor, de la aflicción, de las frustraciones, de la “necesidad” manche una existencia de una pureza tan nítida como la transparencia de las aguas marinas. 

Y sin embargo esa felicidad primordial, excepcional en su inconsciencia, es por desgracia -todos lo sabemos- perecedera, tiene los días contados acechada por la inminencia del mundo adulto, por las obligaciones, por la convención, por los horarios, por las conveniencias, por los formalismos, por las renuncias, por el sufrimiento, por la cruda y aburrida normalidad. Y así, anticipando ese choque abrupto, esa brutal colisión entre la ingenua, edénica y casi divina dicha infantil y las exigencias de nuestra naturaleza humana, forzosamente mortal, comienza Agua salada, cuya primera frase, muy explícita y en cierto sentido concluyente, dice: En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó

Y es que, en efecto, Michael se enamorará al empezar el verano de 1963 y perderá a su padre a su término, y en los tres meses que median entre una fecha y otra crecerá, irremisible y desafortunadamente dejará atrás su infancia y ya nada en su vida volverá a ser lo mismo tras la doble experiencia del amor y la muerte, las casi siempre tristes coordenadas que marcan nuestras pobres existencias. El amor -la pasión- nos zarandea y desarbola, la muerte nos aniquila, he aquí la enseñanza principal que recibimos del mundo cuando nos hacemos mayores: la vida es -también- dolor, desengaño, congoja, frustración, impotencia, fracaso, confusión, pena, decepción, infelicidad… 

El libro se abre, antes de la frase reseñada, con una cita de Iván Turguénev, extraída de Primer amor, un libro escrito en 1860, que adelanta el tema principal de la obra: —Entonces, está decidido —dijo, acomodándose en su sillón y encendiendo un cigarro—. Cada uno de nosotros tiene que contar la historia de su primer amor. Tú primero, Sergei Nikoláievich. Michael contará, en apenas ciento sesenta páginas, deslumbrantes e intensas, su enamoramiento de Zina, la hija veinteañera de la atractiva señora Mertz, ambas inquilinas de la casa de invitados, aledaña a la vivienda principal de la familia del protagonista y narrador. Su hija, Zina, hasta vista del revés era guapa, dice Michael dando fe de ese arrebatado acto de entrega y enajenación inicial -un acto también iniciático- tras ver a la chica de espaldas mientras habla su madre. 

La novela se moverá en torno a los dos ejes que configuran la realidad del muchacho: la familia, sobre todo a partir de la magnética figura del padre, y el amor, encarnado en la enérgica, libre, eficiente, atrevida y resplandeciente Zina, demasiado adulta para el aún casi niño Michael. El padre es, como para casi todos los chicos a esa edad, omnipotente, la conjunción de todos los rasgos que un menor requiere de esa figura paternal: protector, seguro de sí, divertido, cercano, confidente, compañero de aventuras (la pesca, la navegación, la natación). Es, también, muy atractivo “objetivamente”, muy guapo (la gente despertaba en su presencia, su figura bastaba para transmitir bienestar a la gente, la gente era incapaz de quitarle ojo, se dice de él en distintas ocasiones en el libro), capaz de llamar la atención de cuanta mujer se relaciona con él, provocando de modo inconsciente los celos de su joven hijo (que atisba en él un posible y desigual competidor en el interés de Zina) y los de su, por otro lado, también muy guapa mujer. Ésta, la madre, es también una construcción literaria muy afortunada, con sus silencios, su desazón, sus recelos, su descontento reprimido. La casa de verano es un lugar de encuentro de gentes variopintas e interesantes, que coinciden en cenas, en fiestas, en excursiones en barco; y uno de los “encantos” del libro lo constituye la descripción -muy velada e indirecta, como todo en la novela- de los juegos de relaciones -algunas posibles y, casi todas, meramente potenciales- entre los invitados, parejas de la misma edad que los padres de Michael y la señora Mertz, sus hijos e hijas, de años cercanos a los del propio narrador, y amigos de unos y otros. 

La presencia del amor no aflora tan solo en la entregada e inocente disposición de ánimo de Michael hacia su muy desinhibida y experimentada vecina, sino que inunda el libro en múltiples otras líneas menores pero igualmente sugestivas, que anudan, siquiera fugaz y levemente, a algunos personajes: la romántica Melissa, atraída por Michael; Hillyier y Ari, amigos del chico y más preocupados por el sexo que por el amor; la fascinante señora Mertz, objeto de todas las miradas y de todos los deseos; el cosmopolita Henry y su “amigo” Wilder; y, en medio de todas estas fuerzas, el padre y la madre de Michael, que se aman y simultáneamente se distancian por el encantamiento pasajero que suscitan otros seres, otros cuerpos… En casi todos los casos, el amor es el tema recurrente de las conversaciones, un amor del que Michael, inocente e ingenuo como todos los jóvenes (Tú eres un romántico para las mujeres, le dice la madre), conocerá su versión inflamada y quimérica y también la desesperanzada y más realista, en un verano que representará para él el aprendizaje de la decepción. Porque Agua salada está cruzada por infinidad de reflexiones, de metáforas, de pensamientos que ponen de manifiesto ese contraste -clásico en la literatura- entre realidad y deseo. 

Michael es un soñador y la existencia -como sabe cualquiera con más de veinte años- conspira en contra de los sueños. Hay un momento en el libro -tan “marino” todo él, literal y metafóricamente- en que se enfatiza el valor de los barcos de vela frente a los yates. El Angela -el modesto velero familiar- era un soñador. En los yates se tienen ambiciones, no sueños. Sueños frente ambiciones, ilusión y fantasía frente a cruda y roma cotidianidad, deseo frente a realidad. En la vida uno no obtiene lo que quiere por desearlo; uno obtiene lo que la vida le da, escucha una y otra vez el chico, que aprenderá que el amor -si es de verdad- es siempre un espejismo (valga el oxímoron). Las lágrimas saben igual que el agua salada, constatará, dando explicación al título del libro. 

Del lado del deseo y la ensoñación -también del desencanto- están Michael, su madre, la sensible Melissa. Del otro, del de los que toman lo que la vida te da, aparecen el padre, la señora Mertz… ¿Y Zina? Ésa será la gran incógnita de la novela, un personaje inolvidable, a caballo de ambos mundos, a la vez sujeto activo y pasivo del amor, ese amor tan bien descrito por Henry en una de sus cariñosas “lecciones” al emocionalmente torpe Michael: En los cuentos existe una poción mágica que te duerme. Cuando te despiertas, te enamoras de la primera persona que ves. Es la mejor metáfora del amor que existe. El amor es arbitrario, inexplicable y cruel. También es transitorio. Nada tan descabellado puede durar

Y todo este entrañable mundo al que el libro nos traslada, se recrea con una escritura muy sencilla, transparente, en la que no hay nada alambicado, ni excesos verbales. El estilo literario de Simmons está hecho de sugerencias, describiendo con meras alusiones, apuntando más que mostrando, dejando que una frase o un gesto definan una personalidad, un estado de ánimo, una emoción. La gran capacidad de penetración psicológica del autor y su profunda indagación en el alma de sus personajes llama más la atención en cuanto se logra de un modo muy leve, muy aparentemente simple, en una narración que rezuma delicadeza, elegancia, sutileza. 

Hay, además, dulzura, ternura, una muy plácida comprensión de los personajes, de sus limitaciones, de su humanidad imperfecta; hay una mirada amable para cada uno de ellos, con sus miserias y sus contradicciones, con sus trampas, con sus engaños, con sus errores, con sus escondidas miserias. 

Una novela muy dulce, melancólica también, que transmite poesía, bellísima, esta Agua salada de Charles Simmons que no deberíais dejar de leer. Os dejo, de entre las diversas músicas que “suenan” en el libro con Just one of those things, que tan bien representa la “atmósfera” y hasta el sentido de la obra, en la voz de Frank Sinatra. 



En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó. 

Durante una semana entera, a finales de junio, se formó un banco de arena a un kilómetro océano adentro. No era visible, pero sabíamos que estaba donde las olas rompían. Cada día esperábamos que asomara con la bajamar. Nunca se había formado un banco tan adentro, y nos preguntábamos si aguantaría. De ser así, el agua más próxima a la orilla quedaría protegida y más en calma, y podríamos trasladar nuestro barco, el Angela, enfrente de casa, en lugar de dejarlo en Johns Bay, al otro lado del cabo Bone Point. La actividad de nadar cambiaría, naturalmente, sería como hacerlo en la bahía, y ya no podríamos pescar con caña en la orilla. 

Padre y yo salíamos a pescar caballas, corvinas, pejerreyes y lubinas. Las lubinas eran los peces más peleones y el manjar más sabroso. Cogíamos también muchas lijas, bichos pequeños e inútiles que devolvíamos al agua. A veces intentábamos pescar tiburones de verdad, con un anzuelo grande que pesaba tanto que no podíamos lanzarlo. Le clavábamos un filete de caballa y yo me tiraba al agua con él, me alejaba y lo dejaba caer en el fondo. Lo hacía incluso de pequeño, sólo que en aquella época el banco de arena me zambullía con el flotador, soltaba el anzuelo y padre me izaba con una cuerda. A madre no le gustaba un pelo, aunque sólo lo hacíamos cuando el agua estaba como un plato. Una vez cogimos un pez martillo que pesaba casi cincuenta kilos, el pez más raro que yo había visto en mi vida. Tenía la cabeza en forma de maza, con un ojo a cada lado. La gente decía que comía carne humana, pero padre me aseguró que no. 

También pescábamos rayas. Si picaba alguna y yo estaba en la casa, padre me llamaba a voces y yo acudía corriendo con el arpón. Las rayas son peces planos y muy anchos. Cuando las pescas cerca de la orilla, en aguas poco profundas, se agarran al fondo y no hay manera de sacarlas. Hay que meterse en el agua con unas botas de goma y atravesarlas con el arpón para que entre agua y dejen de hacer ventosa. Cogíamos rayas de metro y medio. Tienen una cola puntiaguda que latiguea y puede darte un buen trastazo. Antes de arponearla hay que pisarle la cola y cortársela. En algunos sitios se las comen, pero nosotros no. 

Yo nunca me metía en el agua con el arpón. Padre no me dejaba. Se sumergía él mientras yo sujetaba la caña. Una vez, padre había cortado ya la cola y estaba levantando la raya por el cuerpo cuando el animal se revolvió, con el arpón y todo, y yo caí al agua. El carrete estaba bloqueado. Como yo no soltaba la caña, el pez me arrastró hasta donde estaba padre. Él me quitó la caña de las manos. Cuando recuperamos la raya, estaba prácticamente muerta. La soltamos y se quedó flotando. 

—Si no llego a estar yo aquí, ¿cuánto tiempo habrías aguantado? —me preguntó padre—. ¿Para siempre? 

—Sí —repliqué, y me dio un apretón en un hombro. 

Aquel verano tenía yo siete años. 

Bone Point era un lugar especial. Durante la Primera Guerra Mundial el gobierno se lo apropió con fines militares, y lo mismo en la Segunda Guerra Mundial. Luego pasó a ser reserva federal permanente. En 1946 sólo había unas pocas casas. El acuerdo con el gobierno consistía en que quien ya tuviera una casa podía conservarla cuarenta y cinco años más, hasta 1991, pero no podían construirse viviendas nuevas. Madre y padre heredaron nuestra casa en 1948, el año de mi nacimiento y el año de la muerte del padre de madre. Él la había construido a principios de los años treinta, y madre también había pasado allí los veranos de su niñez. 

Era hija única, como yo. Sostenía que la casa había sido demasiado grande para ellos, como ahora opinaba que era demasiado grande para nosotros tres. Madre era una quejica. La casa no era demasiado grande. A mí me fascinaba la abundancia de espacio y de luz. La planta baja estaba plagada de ventanas y puertas acristaladas, y el porche rodeaba los cuatro lados. A su padre también le gustaba la luz, recalcaba madre. Con frecuencia me decía que yo le recordaba a él, cosa que me agradaba porque ella lo había querido mucho, pero yo me veía más parecido a mi padre. Pocas cosas decía o pensaba padre con las que yo no estuviera de acuerdo. 



Charles Simmons. Agua salada

miércoles, 12 de junio de 2019

JOSÉ LUIS COMELLAS. LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo del pasado mes de mayo, aprovechando la proximidad de unas vacaciones que desde hace unas semanas vienen vislumbrándose en el horizonte -hoy ya inminente-, nuestro programa ha querido invitaros a una particular vuelta al mundo literaria muy acorde a estos cercanos días de holganza y ocio tan propicios para esta doble aventura lectora y viajera. Así, en emisiones precedentes han aparecido aquí libros con los que hemos podido vivir la dramática experiencia que sufre la Venezuela actual, explorar las vastas praderas del Lejano Oeste americano, conocer las vicisitudes del convulso siglo XX en los territorios de la Unión Soviética y, en particular, de la casi desconocida Georgia, adentrarnos en las selvas de la costa occidental de África, para, por fin, hace siete días, recorrer las salvajes tierras del interior de Australia. Como sexta y última entrega de la serie quiero presentaros hoy un libro que refleja la que podríamos denominar “quintaesencia de la aventura”, el viaje por excelencia: la vuelta al mundo en sentido literal. 

El 10 de agosto de 1519 partieron de Sevilla cinco naos, llamadas Trinidad, San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago, al mando de Fernando de Magallanes y con Juan Sebastián Elcano en la tripulación, con la inicial intención de encontrar un paso por el Oeste que permitiera acceder a las “verdaderas” Indias orientales, toda vez que el descubrimiento de Colón, casi treinta años antes, exitoso por cuanto había revelado la existencia de un nuevo continente, resultó fracasado en la búsqueda de esa deseada ruta hacia las Islas de la Especiería. La expedición no sólo lograría sus fines originarios, sino que acabaría por circunnavegar el orbe entero, tras tres años de soportar duras pruebas y dificultades sin cuento, de arrostrar infinidad de peligros y sufrimientos indecibles, en una hazaña excepcional dadas las limitaciones de los medios técnicos de la época, un gran acontecimiento histórico de consecuencias trascendentales para el desarrollo de la humanidad. 

Hace ahora cinco siglos, pues, de esa epopeya memorable, razón por la que a lo largo de este 2019 se multiplican los homenajes, las publicaciones, los congresos y las exposiciones que celebran la dramática, épica, valiente y heroica gesta. Desde Todos los libros un libro queremos sumarnos a la conmemoración proponiéndoos la lectura de un apasionante ensayo divulgativo escrito por José Luis Comellas, prestigioso historiador que en su larga trayectoria académica -nació en 1928- obtuvo el doctorado en Historia en la Universidad Complutense de Madrid e impartió clases en las Universidades de Santiago de Compostela y Sevilla, siendo en la actualidad, con más de noventa años, profesor emérito de esta última institución. Con una amplia variedad de conocimientos complementarios a su magisterio universitario, es autor de decenas de libros que giran sobre muy diversos aspectos de la Historia (es responsable de algunos tratados y manuales ya clásicos en su especialidad) pero también sobre música o meteorología. Su profunda erudición, que se abre a insólitos saberes sobre navegación, oceanografía, astronomía y climatología, junto a su innegable talento didáctico afloran en este La primera vuelta al mundo que presentó en 2012 en la madrileña editorial Rialp y que hoy os recomiendo con entusiasmo. Como lo hago también con una magnífica página web, La Ruta Elcano (https://www.rutaelcano.com/), en la que Tomás Mazón Serrano, que se presenta como un mero “aficionado” -en realidad un avezado experto- en la legendaria empresa de navegación de hace quinientos años, recoge una desbordante cantidad de información -prácticamente inagotable- sobre el episodio histórico, sus hechos relevantes, las biografías de sus protagonistas, las muchas curiosidades y anécdotas ocurridas en el periplo, los mapas y la documentación que relata la aventura. No deberíais dejar de visitarla a la vez que os adentráis en las palpitantes páginas del libro del sabio profesor Comellas. 

La obra se organiza, tras un muy revelador prólogo de cuyas ideas principales luego os hablaré, en once capítulos que siguen cronológicamente las distintas etapas de la odisea: el estado del mundo en la época y los presupuestos geográficos, técnicos, políticos y económicos que propiciaron el viaje; las semblanzas de sus principales protagonistas; los preparativos, las gestiones e incidencias previas a la partida; el paso del Atlántico; la navegación bordeando las costas de Sudamérica; el muy dificultoso pasaje por los enrevesados y caprichosos meandros del estrecho austral; la interminable travesía del mal llamado océano Pacífico; la llegada a los primeros territorios asiáticos; los tesoros de las Molucas; la muerte de Magallanes y el ascenso de Elcano a la dirección del proyecto; el nuevo y fatigoso recorrido por el Atlántico, evitando las acogedoras costas africanas para eludir la presencia portuguesa; la arribada a Sevilla mil ciento veinticinco días después (uno menos para los expedicionarios, a cuenta de la rotación terrestre); la gloria final; y una última sección presentada a modo de conclusión, en la que se mencionan algunos destacados viajes posteriores posibles solo a partir de la gesta precedente y se da cuenta de la imperecedera huella en el mundo entero -imperecedera en sentido literal: sigue viva cinco siglos después- de la inusitada y fecunda aventura. 

En el citado preámbulo el profesor Comellas desgrana las líneas maestras que guían el libro, presentando la visión general en torno a la cual giran sus páginas. Bajo la muy descriptiva rúbrica “Por qué y para qué” podemos leer la azarosa y sorprendente causa -la inspiración- de la que nace la obra a la vez que se nos anticipan el planteamiento y el tono que nos vamos a encontrar al adentrarnos en su muy sugestivo texto. 

El autor se topa -confiesa- en la abrileña Feria de Sevilla de 2011 con la recurrente presencia de una serie de motivos iconográficos que se repiten en las inmensas construcciones del recinto ferial. Para su sorpresa constata la reiterada aparición en la muy efímera arquitectura de una serie de figuras referentes a la navegación de otros tiempos, una brújula, un cuadrante, una esfera armilar, un mapamundi, una nao navegando a toda vela. Además, en la base del plinto, se podían leer unas significativas fechas: 1519-1522. La perplejidad de Comellas, debida a la extemporánea conmemoración de un centenario que sólo iba a tener lugar ocho años después, fue, sin embargo, la chispa que encendió en él la idea dedicar un libro al acontecimiento; un libro que habría de acomodarse al modelo que el profesor ya había seguido años antes en una obra sobre el descubrimiento, El Cielo de Colón. Se trataría, en suma, de añadir a las fuentes básicas constituidas por los hechos conocidos y demostrados sin ningún género de dudas por los historiadores, el cúmulo de conocimientos que aportan otras disciplinas y otros saberes en los que el autor es también, como hemos dicho, un consumado erudito: la astronomía, la cartografía, la oceanografía, la meteorología, el régimen de vientos y de corrientes, el flujo de la convergencia intertropical y su oscilación anual, las técnicas de navegación y de la determinación de rumbos válidas en la época, el cálculo de posiciones, los riesgos, a veces mortales, provocados por la conjunción de los elementos naturales, y hasta la intervención de un factor por mucho tiempo desconocido, el fenómeno de «El Niño» (ENSO), que según los estudios de los paleoclimatólogos tuvo una de sus incidencias en los años 1519-1520

Con esa posición de partida, el preámbulo nos adelanta la imposibilidad de desentrañar todos los puntos oscuros -los misterios- que aún encierra la aventura para el estudioso contemporáneo, incógnitas -enigmas, si los consideramos con énfasis literario- sobre las que Comellas aportará sus fundadas hipótesis; también conocemos, en esta sección “inaugural”, algunos de los más relevantes motivos para la admiración y el encantamiento, para el reconocimiento y el asombro, para la emoción y el entusiasmo que encerraron aquellas muchas veces dramáticas experiencias, con sus incertidumbres, sus tempestades, sus océanos interminables, sus luchas con peligros desconocidos, jalonados una y otra vez con la muerte, las pasiones humanas y los contactos con otros seres de culturas hasta entonces inimaginables. La aventura de Cristóbal Colón, nos dice el catedrático, ya había supuesto unas vivencias idénticas o muy parecidas: la fascinación y el abismo del descubrimiento, la ilusión y el simultáneo temor que conlleva el adentrarse en territorios desconocidos sin saber qué podía haber “del otro lado”. Pero su viaje fue de solo treinta y tres días en alta mar y, además, desde un punto de vista técnico, relativamente fácil, atravesando un solo océano, una misma ruta, llevadas las naves por un mismo viento, el alisio. La empresa de Magallanes y Elcano es, por el contrario, mucho más extensa y compleja (nadie sabía el tamaño del mundo), repleta de vivencias apasionantes y lances extremos y atrayentes, de una formidable potencia épica, lírica, novelística en el más noble sentido del término: abarca tres años, recorre los tres grandes océanos del mundo, y toca o contornea todos los grandes continentes: atraviesa cuatro veces el ecuador, y con el cambio de hemisferios siente o sufre todos los climas, desde los calores atosigantes hasta los fríos que atieren los cuerpos; vive los episodios más variados y desconcertantes. Une a los peligros de la naturaleza los peligros de los hombres, conoce guerras y enemistades, motines y deserciones que están a punto de malograr la expedición, incluida la muerte en combate de su director indiscutible. Deja al descubierto las virtudes y el esfuerzo de unos seres humanos, también las cobardías y las envidias de otros, pone de manifiesto las más contrapuestas pasiones de los protagonistas como pocas aventuras de la historia; y está sacudida una y otra vez por el azote continuo de la muerte. De los doscientos treinta y cinco embarcados, —o doscientos cincuenta, no lo sabemos bien— solo dieciocho supervivientes lograron coronar la hazaña de regresar al punto de partida

Y la mención a lo novelesco de la proeza permite la referencia a otro de los temas que se apuntan en este apartado preliminar: el de las siempre delicadas relaciones entre literatura e historia. El profesor Comellas reivindica su condición de historiador y avisa de que su libro encara el relato de lo sucedido sin dejarse llevar por el apasionamiento o la exaltación que la propia magnitud de los hechos puede provocar en el novelista llevándolo a exagerar, a acentuar, a intensificar o enfatizar -a deformar, en suma- la recreación de lo realmente ocurrido. Así, opta por la narración objetiva, marcada por el rigor y el respeto a lo documentado y constatado. Pero acepta también -y apuesta por ello- que la fidelidad a la realidad viva y auténtica de los hechos es compatible con el dramatismo humano y natural que de su reconstrucción puede derivarse. Historia, pues, y no ficción, aunque es un tópico redomadamente repetido que hay sucedidos históricos tan apasionantes como la mejor novela

Sentado de manera clara e indiscutible el fundamento teórico de su estudio, comienza el autor su crónica con un primer capítulo -El Momento del viaje- en el que se nos muestran los, por así decirlo, desencadenantes de la expedición, la conjunción de causas, de todo tipo, que condujeron a que en 1519 un grupo de valerosos marinos se lanzaran a un proyecto desmesurado e imposible. Ante la imposibilidad de un estudio detallado por mi parte de las demás secciones de la obra, sirva este comentario sobre este primer epígrafe para dar cuenta somera de la profundidad, la erudición y la minuciosidad que impregnan el libro entero del profesor Comellas. 

Desde el primer viaje de Colón, en 1492, hasta el de Magallanes-Elcano que ahora nos ocupa apenas transcurrieron treinta años en los cuales se multiplicaron las aventuras marinas, las expediciones geográficas y los descubrimientos: Vasco de Gama, doblando el sur de África por el cabo de Buena Esperanza y abriendo una ruta de Europa hacia el Oriente entre 1497 y 1498; las muchas exploraciones de las costas del nuevo continente, desde Canadá al estuario del Plata; el avistamiento, vislumbrado desde Panamá, de un nuevo y desconocido océano del otro lado de las tierras recién halladas; las increíbles navegaciones portuguesas que habían llevado a nuestros vecinos hasta los muy lejanos territorios asiáticos propiciando el comercio con China y la actual Indonesia... Todo ello constituía un feraz caldo de cultivo para cualquier nuevo intento de ampliar los límites del mundo. 

Por otro lado, cita Comellas como causa coadyuvante al impulso de la expedición el importante desarrollo, desde la baja edad media, de los medios de navegación, con barcos -carabelas, naos- cada vez más resistentes y capaces de enfrentarse a largas travesías, pero también más ágiles y rápidos. Resultaban igualmente fundamentales tanto el perfeccionamiento de mapas y portulanos que facilitaban la correcta ubicación -sujeta, sin embargo, a notables imprecisiones- como, sobre todo, la progresiva proliferación de invenciones técnicas y aparatos náuticos como la brújula y la rosa de los vientos que permitían una adecuada orientación y por consiguiente la deducción del rumbo con ayuda del mapa, o el astrolabio y el cuadrante y las tablas ingeniadas por los astrónomos que daban la posición exacta de las estrellas o la altura del sol cada día del año, elementos todos que propiciaban las travesías. 

Del mismo modo, las crónicas viajeras, en particular el relato de Marco Polo que, como es sabido, atravesó Asia hasta llegar a China en un recorrido de tres años a finales del siglo XIII, operaron en muchas almas inquietas como estímulo para echarse a la mar, con sus historias repletas de noticias maravillosas, de países riquísimos, de tierras de una insólita exuberancia, desbordantes de oro y metales preciosos, de perlas, especias, sedas, porcelanas y otros objetos exquisitos. Además, el sustrato mitológico que rodeaba a esas tierras -los reinos del Preste Juan, monarca cristiano supuestamente rodeado de enemigos musulmanes- despertó también el ansia conquistadora, esta vez con un motivo evangelizador. Al ser estos mundos de fábula inaccesibles por tierra a causa del dominio del imperio turco sobre las fronteras y los países del Oriente Próximo no quedaba otro remedio que encontrar un camino por el mar. 

Apunta también nuestro sabio profesor a otras causas tanto económicas como las que hoy llamaríamos geopolíticas: el progreso del cada vez más complejo Estado Moderno: el avance de las comunicaciones, la posibilidad de intercambios, la producción de bienes, y la mejora de las técnicas para obtenerlos, el comercio y las grandes ferias periódicas a que concurrían mercaderes de toda Europa, los sistemas de préstamo, de cambio y de giro exigían oro, la base de ese incipiente pero aun así indispensable sistema monetario. La imposibilidad de encontrar nuevas vetas no agotadas en Europa reclamaba la necesidad de aventurarse por vías inexploradas. 

Todo este primer capítulo está repleto de jugosas informaciones que ayudan al lector a situarse en la época y las circunstancias que desencadenaron el inicio de la aventura: las muchas intuiciones que en muy diversos ámbitos se tenían acerca de la redondez del mundo; la enloquecida carrera de viajes que disparó la aprobación en 1497 del Tratado de Tordesillas por el que España y Portugal se repartían la propiedad de los territorios por descubrir a partir de una línea imaginaria situada a 370 leguas al oeste de Cabo Verde: de ahí hacia occidente todo lo conquistado sería para España, hacia oriente para Portugal; el altísimo valor -y más aún, la necesidad- de las especias, indispensables para “esconder” el mal sabor de unos alimentos que sin medios adecuados de refrigeración se pudrían sin remedio y con prontitud; y tantas otras curiosas -y muy significativas- indicaciones. Hay también algunas sugestivas páginas en las que se nos presenta a los principales protagonistas de la expedición, con breves semblanzas de sus inquietas personalidades. 

Una vez desarrolladas estas muy enjundiosas premisas, el profesor Comellas enhebra su apasionante relato partiendo de su exhaustivo conocimiento de las fuentes que sobre la expedición se conservan, en especial las originarias, escritas por quienes participaron en el viaje. Son dos las más destacadas, la “Relación” o el Primer Viaje en Torno del Globo, de Antonio Pigafetta, un hombre culto y curioso, con notable don de lenguas e interesado por todo lo que ve -gentes y lugares, flora y fauna, costumbres, cultura y formas de vida-, aunque dado a la exageración (un impulso que el autor del libro “reconducirá” con sus atinadas glosas, más sólidas y realistas), y el Derrotero del viage de Fernando de Magallanes en demanda del Estrecho. Desde el parage del Cabo de San Agustín, escrito por el piloto Francisco Albo, plagado de silencios y omisiones, lacónico en su estilo y escaso en sus detalles, pero interesante por cuanto permite complementar el anterior con datos más ajustados a lo que realmente pudo ocurrir. Se citan también en el libro otros documentos reveladores, como una carta de Elcano a Carlos V dándole cuenta, tras su arribada a Sanlúcar, de las circunstancias de su periplo u otras cartas y documentos de interés. 

Apuntado así el detallado y minucioso modus operandi del autor -¡¡y eso que tan sólo he dado cuenta del capítulo dedicado a los presupuestos sociales, geográficos, económicos, políticos y culturales del viaje, cuarenta escasas páginas de las más de doscientas del libro!!-, parece evidente, como ya he señalado, que resulta de todo punto imposible comentar aquí con siquiera un mínimo detalle la ingente cantidad de informaciones, datos, anécdotas, curiosidades, detalles, digresiones, circunstancias, vicisitudes, sucesos, gestiones, enfrentamientos, alternativas, hipótesis, incidencias, discusiones, enfermedades, penalidades, muertes, azares, dilemas, hallazgos, esperanzas y emociones de una historia como la que vivieron los casi doscientos cincuenta arriesgados marinos que partieron de Sevilla, Guadalquivir abajo, el 10 de agosto de 1519, para echarse a la mar definitivamente en Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de ese mismo año (¿Por qué la expedición se detuvo en Sanlúcar durante un mes? He aquí el primer misterio del viaje, interviene el autor), en el inicio de su gloriosa y arriesgada proeza. Baste decir, pues, a modo de un, después de todo, no muy sintético resumen, que los capítulos se suceden en el libro y con ellos las peripecias, a cual más asombrosa, llevado siempre el lector por la ágil narración y el muy documentado relato del profesor Comellas. Un lector que conocerá así, curioso, el pormenorizado elenco de los participantes, con una importante presencia de marinos extranjeros; que se asombrará con la exhaustiva lista de pertrechos con los que se cargan los buques (235 toneles de vino, 21.000 libras de galleta, 112 arrobas de queso, siete vacas, entre una muy larga lista de artículos); que tendrá noticia, admirado, del increíble “aparataje” técnico y el vasto instrumental de navegación del que se dotaron los expedicionarios; que sonreirá -en un gesto hoy políticamente incorrecto- ante la enumeración de baratijas (cuentas de vidrio, peines, espejos, tijeras, en una muestra somera) con las que cerrar los prósperos negocios que se preveían frente a la despreocupada inocencia de los “aborígenes”; que se estremecerá ante las estrictas instrucciones y los severos códigos de conducta impuestos por la férrea autoridad de Magallanes a sus subordinados; que acompañará a los viajeros en su plácida primera etapa, atravesando el atlántico Mar de las Yeguas (en el que los animales solían marearse y causar problemas), con breve parada en Tenerife; que asistirá perplejo al sorprendente y errático comportamiento de Magallanes (otro de los misterios irresueltos del viaje), cuando en lugar de dirigirse directamente hacia América pone rumbo al sur bordeando las costas africanas para, solo a la altura de Guinea, tomar la dirección oeste hacia un subcontinente americano al que llegará la expedición tras dos meses y medio de viaje; que presenciará, extrañado, el primer enfrentamiento entre el muy autoritario capitán general y otro de los directores de la empresa, Juan de Cartagena, a propósito de un “salve” en el que se omitió el tratamiento debido al superior, episodio que se cerrará con el segundo de a bordo detenido con un cepo en los pies y grilletes en las manos; que se recreará en las sosegadas y paradisiacas aguas de Guanabara, que recalará en un extraño Mar Dulce, que avistará desde las naves el pequeño Monte Vidi, lugares que hoy conocemos como Río de Janeiro, Río de la Plata y Montevideo, respectivamente; que se desesperará, ilusionado y confundido, ante los vanos intentos de los viajeros (en algún caso, tras un error inconcebible de Magallanes) de encontrar, a cada nuevo entrante en la costa de lo que en la actualidad es Argentina, un estrecho o paso que se abriera al otro océano; que se recogerá con los expedicionarios, durante un largo período de ciento cuarenta y ocho días, en una inexplicable parálisis fruto también de la decisión -difícil de entender- de Magallanes, en el puerto de San Julián, un lugar que nunca nadie había hollado hasta entonces, en una estancia que acrecentará el descontento de los hombres; que se sobrecogerá ante la inopinada aparición, procedente de las tierras del interior de la bahía, de un hombre de estatura gigantesca, y días después de algunos más, todos “indios patagones”, uno de los cuales será apresado y los acompañará en el resto de la travesía; que conocerá, espantado, el intento de sublevación contra la despótica autoridad del portugués de un gran número de oficiales españoles, revuelta que acabará con alguna cabeza cortada y con el destierro y abandono en una isla perdida de los rebeldes más conspicuos; que sufrirá con los aventureros el naufragio de la nao Santiago, que dejó tan sólo dos supervivientes; que volverá a inquietarse tras una nueva recalada, ahora de cincuenta y tres días, en un puerto más al sur, el de Santa Cruz, cumpliendo allí catorce meses de infecunda travesía, de los cuales siete se habían perdido agazapados en aquel rincón del mundo; que se adentrará por fin, simultáneamente temeroso y fascinado por el muy dificultoso pasaje, por los enrevesados y caprichosos meandros del estrecho austral, un demoníaco laberinto -¡¡¡565 kilómetros de longitud!!!- hecho de bahías y canales, de angostas aberturas y tortuosos corredores, una peripecia fatigosa e interminable que se resolverá en la pérdida de otra nave, la San Antonio, que desertará volviendo a España; que observará con interés y temor, con curiosidad e inquietud, las hogueras que brillaban desde tierra, con las que los nativos se calentaban y en las que asaban sus alimentos cuatrocientos años antes de que los occidentales aprendieran a utilizar el carbón de piedra, sucesos que dieron nombre a la región, la Tierra del Fuego; que compartirá el júbilo y las esperanzas de los arriscados marinos al adentrarse en el desconocido océano nunca surcado tras encontrar por fin un paso (no el más cómodo; el del cabo de Hornos, más al sur, sólo será “descubierto” años después, en 1525); que se sorprenderá con los protagonistas de la hazaña al contemplar un cielo ignoto, poblado de estrellas, constelaciones y galaxias inéditas en el hemisferio norte y del que dará cuenta, entusiasmado, el cronista Pigafetta; que soportará con los exploradores la angustiosa travesía de ese Pacífico recién bautizado de dimensiones ni siquiera imaginadas (pienso que nadie más se atreverá nunca a cruzar este Océano, en palabras del propio Pigafetta), en una insufrible sucesión de padecimientos, hambre y sed, penuria, enfermedades y muertes, causados en su mayor parte por la imprevisión, la falta de avituallamiento y las deficiencias alimentarias consiguientes; que compartirá con los expedicionarios en su penoso periplo oceánico la esperanza tras el avistamiento de unas nubes indicadoras de tierra, de un promontorio isleño engañoso, con su falsa promesa de refugio acogedor entre abruptos farallones inaccesibles; que, una vez más, no podrá entender el insólito rumbo impuesto por Magallanes, en una extraña derrota hacia el norte que alejaba a las naves de las deseadas islas Molucas; que se maravillará al conocer la deslumbrante hipótesis del autor sobre la influencia de la corriente de El Niño en el éxito final de la travesía oceánica (lo esencial de cuyo planteamiento puede apreciarse en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña); que respirará aliviado cuando, año y medio después de su partida, logren tomar tierra en la actual isla de Guam, entonces llamada por los aventureros Isla de los Ladrones, a causa de la desgraciada experiencia vivida con los lugareños; que sufrirá lo indecible al contemplar cómo, en los diez meses que transcurrirán entre la llegada a ese primer territorio asiático y la arribada al inicial objetivo de la empresa, las moluqueñas islas de la Especiería, la expedición deambulará errática, como desorientada, rodeada de tragedias y divisiones, dando idas y vueltas por ese lejano rincón del mundo, en una sucesión de decisiones desconcertantes, recaladas en diversas islas, riquezas ingentes al alcance de la mano, negociaciones amistosas y sangrientos enfrentamientos con unos indígenas que se revelan tanto amistosos como hostiles, batallas, revueltas, daños en las naves con sus consiguientes paradas para las reparaciones, la quema de la Concepción al no poder gobernar tres barcos los apenas ciento veinte hombres que quedan, numerosas pérdidas humanas -la sustancial, la del propio Magallanes, que morirá alanceado mientras defiende la retirada de sus hombres en la playa de Mactán, en Filipinas-, disensiones internas y cambios en la jerarquía del viaje, con el “ascenso” de Elcano, que tomará el mando de la exploración tras un breve “interregno” de un desconcertado López Carvalho; que participará, cómodamente sentado en su sillón de lectura favorito, de las muchas vicisitudes vividas por los expedicionarios tras su llegada a las Molucas y la avariciosa contemplación de unos tesoros -sobre todo la desbordante abundancia de árboles de clavo- que los harían ricos el resto de sus vidas; que volverá a tener su alma en vilo ante el intento frustrado de la nao Trinidad de zarpar con sus bodegas repletas de un excesivo cargamento de la codiciada especie, lo que la hará regresar a puerto para ser reparada y, ante la imposibilidad de continuar viaje, intentar volver a España, un “tornaviaje” en el que se hundiría en las islas Marianas, apresados sus escasos supervivientes -y fallecidos después salvo apenas tres excepciones- por los portugueses; que reanudará la travesía, partiendo con la Victoria, ya en solitario, portando su cargamento de clavo, canela, pimienta y nuez moscada, entre otras mercancías, a través de mares desconocidos, obligado Elcano a rehuir las costas del Índico sur para esquivar así las rutas frecuentadas por los portugueses, en un insólito recorrido de veintitantos mil kilómetros sin tocar tierra; que avanzará en los secretos de la aventura a partir de las atinadas hipótesis de Comellas, toda vez que Pigafetta dedica pocas -y demasiado imaginativas- páginas de su crónica a esta fase del viaje, y Francisco Albo, buen piloto pero parco en sus descripciones, dejará en su narración muchos espacios en blanco; que perseverará con los esforzados supervivientes -una nao maltrecha y menos de cuarenta hombres, hambrientos y agotados que sufrirían nuevas bajas por el camino-, tras voltear al cabo de Buena Esperanza, en una navegación que se alejaba de las riberas del África occidental (de nuevo el temor a encontrarse con los competidores lusos), en un periplo lento y extenuante, cincuenta y tres días de frío y hambre, de amenazantes vías de agua, de un inexorable goteo de constantes fallecimientos; que arribará con los desesperados marinos a las islas de Cabo Verde, en las que, pese a ocultar la verdadera naturaleza de su viaje, despiertan las sospechas de las autoridades portuguesas, lo que les llevará a zarpar de nuevo dejando a parte de los tripulantes en tierra; que se encaminará en su etapa definitiva que tras atravesar las Azores y, en su huida, alcanzar la altura de Finisterre, los hará descender para arribar, el 8 de septiembre de 1522, a Sanlúcar de Barrameda. 

A estas alturas del relato, al lector ya sólo le queda disfrutar con la alegría del recibimiento; comprobar con los sorprendidos viajeros que al viajar siempre hacia el oeste habían “perdido” un día; valorar los logros -geográficos, históricos, económicos, científicos, culturales y hasta filosóficos- que aportó la expedición; conocer la relación minuciosa de los únicos dieciocho marinos “transnacionales” -españoles, portugueses, franceses, italianos, griegos, un alemán- que lograron finalizar la aventura; identificar también a otros participantes que habían ido quedando en etapas previas del periplo y que acabarían también, meses más tarde, por integrar la nómina de quienes dieron la primera vuelta al mundo; informarse de las rentas, compensaciones y prebendas, de las celebraciones y los homenajes, también de los procesos judiciales a cuenta de los episodios oscuros del viaje, que hubieron de recibir y experimentar los valientes héroes; y de conocer, en un capítulo postrero, algunos destacados viajes posteriores, posibles solo tras la heroica proeza de Magallanes y Elcano, y valorar, como lo hace el profesor Comellas en sus últimas palabras del libro, la importante presencia de España en el mundo, todavía hoy viva en los cinco continentes, a partir de los descubrimientos geográficos del ese muy fecundo siglo XVI. 

En fin, leed este La primera vuelta al mundo de José Luis Comellas, os aseguro muchas horas de interesante y placentera experiencia. Os dejo ahora con música, cómo no, de la época de la hazaña relatada en el libro. “Nuestro” Juan del Enzina, nacido en 1468 y muerto en 1529 compuso Todos los bienes del mundo, una obra bellísima que ahora podéis escuchar en la versión de Jordi Savall con la Capella Reial de Catalunya y el conjunto Hespèrion XXI. 


Todos los bienes del mundo

Todos los bienes del mundo 
pasan presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

El tiempo lleva los unos, 
a otros fortuna y suerte, y al cabo 
viene la muerte, 
que no nos dexa ningunos. 

Todos son bienes fortunos 
y de muy poca memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

La fama bive segura 
aunque se muera su dueño; 
los otros bienes son sueño 
y una cierta sepoltura. 

La mejor y más ventura 
pasa presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 

Procuremos buena fama, 
que jamás nunca se pierde, 
árbol que siempre está verde 
y con el fruto en la rama. 

Todo bien que bien se llama 
pasa presto y su memoria, 
salvo la fama y la gloria. 


Las travesuras de El Niño 

Es preciso volver a la denominación del nuevo «mar» para tratar de entender algunas cosas. Estamos todos de acuerdo, y ya lo hemos dicho: el mayor océano del mundo no merece el título de mar, ni tampoco los nombres que se le pusieron al principio, porque no está al sur del mundo, ni es pacífico. Tampoco podemos criticar a los bautistas porque tuvieron razones objetivas, bien que coyunturales, para llamarlos con los nombres que le dieron: Balboa vio el gran mar tendido hacia el sur, y Magallanes lo atravesó con vientos apacibles. Este último hecho es bien extraño, aunque obedezca a una momentánea realidad histórica. Es una casualidad que Magallanes no se haya tropezado con grandes tormentas en el tramo final del Estrecho, donde son enormemente frecuentes; ni una tempestad del Oeste en el largo trayecto frente a la costa austral de Chile, cuando allí lo normal es que las tempestades lleguen una y otra vez del lado del mar; fue otra casualidad que la corriente de Humboldt le haya llevado tan tempranamente hacia el centro del océano, en lugar de empujarle hacia Perú o las Galápagos, pero así ocurrió. También fue una casualidad que al atravesar la línea equinoccial no se haya eternizado en las calmas ecuatoriales, pero no se encontró con las calmas. Fue una casualidad que el desplazamiento de la línea de convergencia intertropical no le haya sorprendido con lluvias y tormentas eléctricas, pero la verdad es que no ocurrió así. Como también es una casualidad que el error difícilmente explicable de pasarse al hemisferio norte le haya premiado con unos alisios más intensos que los del sur, que le permitieron navegar a casi doble velocidad que en el otro hemisferio. Cualquiera de estas casualidades es perfectamente posible. Pero que se hayan registrado todas ellas a la vez resulta sorprendentemente inverosímil. La coincidencia nos obliga a buscar una explicación, que aunque tal vez esté de momento insuficientemente estudiada, y parezca en ocasiones un poco tomada por los pelos, podría contribuir a explicarnos las cosas. 

Scott Fitzpatrick es un arqueólogo e historiador norteamericano, experto en el estudio de grandes viajes históricos; para el caso de Magallanes se valió de la colaboración de Richard Callaghan, de la universidad de Calgary, experto en modelos informáticos. Entre los dos publicaron un artículo en la revista Science, en 2006, y lo ampliaron en 2008 en el «Journal of Pacific History». El trabajo se titula Magellan’s crossing of the Pacific y es un artículo no muy extenso, basado en fuentes ya conocidas, cuyo único pero nada despreciable mérito es haber determinado mediante simulaciones por ordenador que el viaje de Magallanes por el Pacífico, al menos desde enero hasta marzo de 1521, estuvo condicionado, ¡y más favorecido que perjudicado!, por el fenómeno de «El Niño». Quizá no todas las explicaciones son por un igual convincentes, pero en sus términos generales la tesis de Fitzpatrick-Callaghan es digna de tenerse en cuenta. 


José Luis Comellas. La primera vuelta al mundo

miércoles, 5 de junio de 2019

PATRICK WHITE. VOSS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, fiel a su cita de cada miércoles con su audiencia, os ofrece esta tarde una nueva propuesta literaria. Una sugerencia, la de hoy, que continúa la serie que desde hace tres semanas os estamos presentando, con libros que nos permiten dar la vuelta al mundo, en una invitación a la lectura y, a la vez, al viaje, al acercarse ya esta larga etapa veraniega tan propicia para la aventura y el descubrimiento viajeros. Habiendo “recorrido”, en emisiones precedentes, América del Sur con Karina Sainz Borgo y su La hija de la española; América del Norte, con Oeste, de Carys Davies; Europa, con La octava vida, de la georgiana Nino Haratischwili; y África, a través de la Ghana de Yaa Gyasi y su Volver a casa, hoy le toca el turno a Oceanía, con una obra mayor de Patrick White, el único premio Nobel australiano (aunque nacido en Londres en 1912, cuando contaba pocos meses su familia se trasladó a la entonces colonia, en donde vivió hasta su muerte en 1990). Y es que precisamente en Australia transcurre la acción de Voss, una magnífica novela de 1957, publicada en nuestro país en 2018, en el sello Impedimenta, en traducción -ardua pero gozosa, al decir de su autora- de Raquel Vicedo (no dejéis de escuchar la estimulante entrevista que le hacen, en relación con el libro, en El ojo crítico, el programa de Radio Nacional de España). La obra ya había sido publicada en España años atrás, concretamente en 2008, en otra versión, con el título Terra ignota, en la muy controvertida editorial Ícaro. 

Con la referencia inequívoca de los viajes del naturalista prusiano Ludwig Leichhardt por el interior de Australia, en cuyas experiencias se basa en parte el libro, la novela nos presenta a Johann Ulrich Voss, un excéntrico personaje, alemán también, que llega a Sídney en torno a 1845 con la intención, de propósito y alcance no demasiado explícitos, ni siquiera para él mismo, de recorrer los agrestes e inexplorados paisajes del enorme y desértico país, casi un continente. Desconocido entonces en su mayor parte, el inmenso territorio australiano se presentaba ante los colonos británicos y el resto de europeos miembros de la nobleza y pequeña burguesía allí llegados con afán de aventura, con unas connotaciones casi mitológicas, como un espacio por descubrir, un lugar árido habitado por tribus hostiles y de costumbres bárbaras y por ignotos animales de un salvajismo feroz. La expedición estará financiada por el señor Bonner, un comerciante británico instalado en la región que oficia de mecenas, dotando al alemán de vituallas, mercancías, animales para el transporte y la alimentación y, sobre todo, una partida de acompañantes, a cuál más singular, con los que llevar a cabo su atrevida empresa. El lector entrará en contacto con Voss cuando éste, recién arribado a la capital de Nueva Gales del Sur, se presente al señor Bonner antes de iniciar su andadura. En esa reunión inicial, “el andrajoso desconocido” conocerá a Laura Trevelyan, una joven huérfana, sobrina del empresario, en un breve encuentro al que seguirán algunos más -esporádicos y siempre de corta duración-, de los que nacerá una extraña, poco convencional e intensa relación hecha de rechazo y repulsión, por un lado, e irresistible e inexplicable -al ser tan aparentemente opuestas sus personalidades- atracción. La novela narrará, en dos planos paralelos que se van alternando en el relato (en una de las muchas muestras del juego de dualismos que impregna la obra), la arriesgada peripecia “descubridora” del alemán, teñida de penalidades, sufrimiento, incertidumbre, peligros y soledad, con ribetes de locura suicida, y la larga espera de la muchacha, años de separación y decreciente expectativa, enfangada en una existencia anodina, absolutamente ajena a su decidida naturaleza y a su superior inteligencia, y sostenida, tan sólo, por la “construcción” de un amor nunca realizado a partir de los leves indicios de aquellas ligeras -y frustrantes- aproximaciones iniciales. 

En cada uno de los dos ámbitos -el “externo” de las inhóspitas regiones australianas y el “interior” del hogar en el que transcurre la lenta, plácida y también exasperante normalidad de la familia Bonner- destacan las poderosas presencias de dos personajes, el visionario Voss y la intelectual e inadaptada Laura, dos construcciones literarias formidables, perfiladas con una excepcional hondura, con un altísimo grado de penetración psicológica. 

Voss es un individuo enigmático -¿Qué clase de hombre es?, surge la pregunta en la novela-, dotado de una energía y una fuerza vital descomunales, poseído por una voluntad de hierro (Cruzaré el continente de un extremo a otro. Tengo la intención de llegar a conocerlo como la palma de mi mano. En cuanto al motivo que me impele a hacerlo, lo ignoro tanto como usted), empecinado (No tendré en cuenta la llamada del amor -dijo-, ni desistiré de mi intención de cruzar este país), convencido de la trascendencia de su misión (el futuro […] es voluntad) y, aun más, de lo sobresaliente de su posición en el mundo. Es un líder natural, por su vigor y su empuje, por su ánimo y firmeza, también por su magnetismo, por el ambiguo impacto que produce en cuantos le rodean (Es un hombre de un atractivo inusual). Es, sin embargo, simultáneamente respetado y aborrecido, pues su exacerbada singularidad lo convierte en un ser egoísta (Todo lo hace por usted. Cuando experimenta emociones humanas, se siente halagado. Si dichas emociones despiertan algo en los demás, también se siente halagado. Pero creo que cuando más halagado se siente es cuando despierta el odio, o incluso la cólera de los caracteres más débiles), ajeno a las comunes preocupaciones de los hombres. Asocial y sin anclaje alguno en la comunidad de sus conciudadanos (nadie sabía muy bien dónde podría encajar, ni siquiera él mismo), incapaz de una vida convencional, de difícil acoplamiento en la estabilidad de una existencia consabida y rutinaria (Cada hombre tiene un objetivo distinto. Por ejemplo, muy a mi pesar, mi naturaleza no me impulsa a construir una casa sólida) es, en consecuencia, un solitario (está usted aislado de todos) e incluso un misántropo (De haber podido, habría rechazado mantener cualquier tipo de relación con los demás hombres; y también: Volvía a sentir aversión hacia los hombres, especialmente hacia aquellos de los que se había rodeado o, para ser más precisos, de los que un idiota ignorante lo había rodeado en contra de su voluntad). 

Su ensimismamiento, su natural conciencia de sus excepcionales capacidades, de su extrañeza, de su inteligencia descollante, de su anómalo y sobresaliente carácter, lo convierten también en un ser torturado, a menudo abismado en las honduras de su alma convulsa (Explorar las profundidades de la repulsiva naturaleza de uno mismo no solo es irresistible, sino necesario), afligido por las limitaciones de su mediocre condición humana tan alejada de sus sueños (Caminando arriba y abajo sin descanso, aquel hombre se sentía superado por la distancia que separaba la naturaleza humana de sus aspiraciones), permanentemente angustiado por su incapacidad (Él era el responsable de sus propios fracasos), abrumado por su inanidad (Estaba sentado en medio de la nada. Una nada que, naturalmente, era de una naturaleza demasiado fantástica, demasiado expresiva de su vacío, de su propia nada) y por la culpa y la imposible redención (creo que está pidiendo a gritos que lo salven). Es, en suma, una especie de “monstruo” inaccesible -también en el plano físico (Es usted grande y feo, le espetará, inclemente, Laura)-, que avanzará a través de aquel desolado universo obcecado, inflexible y arrebatado por una conmovedora locura (Volvió a ser el esqueleto de antes, enjuto y obsesionado), por un delirio de omnipotencia, por el soberbio convencimiento de su imposible divinidad (Nunca fue Dios, aunque le gustaba pensar que lo era. A veces, cuando se le olvidaba, era un hombre (…) Era más que un hombre). Una convicción minada, no obstante, por las dudas, que lo agobian de continuo (Entonces se dio cuenta de que siempre había tenido un miedo terrible. Incluso cuando se encontraba en la cima de su poder divino, no era más que un dios frágil sobre un trono desvencijado, temeroso de abrir cartas, de tomas decisiones, temeroso del conocimiento instintivo que revelan los ojos de las mulas, los ojos inocentes de los hombres buenos, temeroso de la naturaleza elástica de las pasiones, incluso de la devoción que le habían demostrado algunos hombres, una mujer y los perros). Así, en su angustia y su dolor, en su tragedia interna y su intensa tensión espiritual, en su distante superioridad lo percibirán sus hombres (Estaban acostumbrados a esperar cualquier cosa de Voss. O de Dios, que venía a ser lo mismo), también Laura (Estoy convencida de que Voss, como todos los hombres, tenía en su interior una parte de Cristo. Si también había maldad en él, me consta que luchó contra ella. Y que fracasó). 

Y junto a Voss, Laura Trevelyan, otra figura inolvidable. Son pocas las personas de talento que se adaptan con facilidad a un plan para superarse. Algunas descubren muy pronto que su perfección no es capaz de tolerar el insulto. Otras advierten que su placer intelectual reside en la teoría, no en la práctica. Solo unas pocas tienen la terquedad suficiente para abandonar, con mucho esfuerzo, el exuberante mundo de sus pretensiones y adentrarse en el desierto de la mortificación y la recompensa. Laura Trevelyan pertenecía a esta tercera categoría. Así describe Patrick White al segundo gran personaje del libro, una mujer culta (Aquellos que conocían a Laura Trevelyan no le prestaban demasiada atención, pues sabían que tenía por costumbre leer libros), de una belleza impredecible, con una inteligencia que podía resultar ofensiva en aquel entorno mediocre (Era pedante, pero no tanto como para no reconocerlo de vez en cuando, cosa que demostraba su inteligencia), muy consciente de su valía, incluso ególatra (No podía renunciar a la alta opinión que tenía de sí misma), fuerte y segura de sí misma, hasta llegar a arrogante, pero asaltada por todo tipo de vulnerabilidades. Coincide con la personalidad de Voss en algunos rasgos esenciales: un cierto grado de empecinada culpabilidad (Quería expiar los pecados ajenos por todos los medios), la complejidad de carácter, su intensidad, la posición de marginalidad en relación a los valores y las costumbres de su familia y de sus conciudadanos, la infelicidad y la perpetua insatisfacción (Se sentía presa de una insatisfacción desoladora, por irracional), el atrevimiento, la valentía, la obstinación, la capacidad para enfrentarse sin miedo -o al menos para no exteriorizarlo- a las convenciones sociales. También como Voss es una “anomalía”, obsesiva, solitaria y extraña (Se hallaba apartada del resto de los seres humanos). Sus insulsos días entre las rutinas burguesas de los Bonner y sus mezquinas cuitas cotidianas, que, un siglo antes, encontramos en las novelas de Jane Austen, son vividos con frustración (Siento […] que la vida que voy a vivir ya ha escapado por completo a mi control) y se sostienen, tan sólo, por la ficción -de exclusiva existencia en las mentes de los dos afectados por la alucinada quimera- del amor de y hacia el expedicionario alemán. 

Un amor, como todo en la novela, intenso y excepcional, nada previsible, ajeno, en cierto modo, a las leyes de los hombres. Inusual ya desde su inicio, pues la joven y el extravagante aventurero apenas llegan a tener ocasión de conocerse, el escaso contacto entre ellos se desenvuelve en un plano atípico hecho de retos y provocaciones intelectuales, de provocaciones y réplicas y estímulos y ocultaciones y enfrentamientos y discusiones y tensión y aproximaciones y rechazos y oculta seducción, siempre en un plano mental, espiritual, en un permanente juego de cerebros, una suerte de sofisticada esgrima racional, una especie de combate simulado, no explícito, muy alejado en cualquier caso de las coordenadas en las que se vive el desarrollo de esa emoción entre las gentes del común. Nunca habían hablado empleando las palabras auténticamente sencillas que comunican la realidad más íntima: pan, por ejemplo, o agua, leemos en un fragmento del texto. De este modo, y pese a las apariencias, construirán -y las connotaciones de voluntad, de decisión, de intención, de premeditada determinación del verbo son un corolario natural de las férreas personalidades de ambos- un fortísimo vínculo, incomprensible y absoluto, primordial y salvaje, fundado en esos rasgos coincidentes de sus caracteres. Separados por miles de millas, por decenas de meses, su único contacto será, en los primeros momentos del viaje, a través de muy ocasionales cartas que se hacen llegar a través de otros viajeros improbables. En cuanto la expedición se extravía en las infinitas extensiones australianas y con ella se pierden también las cartas, inaccesibles ya el uno para el otro por cualquier medio, la conexión entrará en una dimensión irracional y hasta esotérica, impenetrable, dominada por la intuición (Con ella había mantenido varias conversaciones frías y una discusión acalorada. Además de eso, se habían encontrado en algunos destellos de intuición, y en sueños), los pálpitos, lo sobrenatural, incluso la telepatía o las visiones, en la que las limitaciones de la distancia y el alejamiento, de la falta de contacto de los cuerpos, se suplen mediante el acceso a una como exaltación febril, onírica, que transporta a los amantes a un estado rayano en el delirio místico, en el que ambos hacen aflorar recuerdos de lo que nunca tuvo lugar, inventan un vínculo irreal sólo existente en sus ardientes imaginaciones y “dialogan” y con una lucidez y una clarividencia insólitas con las sombras fantasmales del otro, un otro del que desconocen hasta la propia certeza de su existencia. Una historia de amor, pues, de un aliento y una pujanza extraordinariamente literarias, de leyenda casi. 

Al margen del hondo y exhaustivo retrato de los dos personajes y del relato de su infrecuente y exótica historia de amor, las páginas que se ocupan de la larga ruta de los exploradores por la desértica inmensidad de las tierras australes, memorables, son otro de los grandes logros de la novela. Guiados por un Voss hermético, iluminado, místico, enloquecido, casi inhumano en su obstinada sinrazón, el heterogéneo grupo se encamina hacia su infernal destino deteriorándose física y mentalmente a medida que se alejan de los escasos restos de civilización de los que han partido. El conjunto que forman resulta dispar y desconcertante, insólito: el joven y simple Harry Robarts, siempre solícito y servil -su vida solo tenía sentido cuando podía servir a los demás-, aportando su fuerza física al margen de sus pocas luces; Frank Le Mesurier, de humor cambiante, que había encadenado diversos trabajos antes de sumarse al equipo, siempre buscándose la ruina, un esnob que escribe su diario y mira por encima del hombro a sus compañeros, un cínico frío; el cristiano señor Palfreyman, ornitólogo de muy sólidos principios, un hombre rígido e insignificante, recogido en su mundo interior; el entusiasta e impetuoso Angus, dueño de una hacienda y deseoso de incrementar su fortuna; el expresidiario Judd, que había forjado su carácter en el infierno, de gran resistencia física e intachable integridad moral, con un sexto sentido para la naturaleza, ufano de haber sobrevivido a una vida de tribulaciones; y los dos guías aborígenes, impenetrables y poco fiables: Dugald, el viejo, muy serio y formal, siempre inmerso en la profundidad de sus cavilaciones, y Jackie, casi un niño, frágil y delicado, buen conocedor de los secretos del entorno, los dos enigmáticos y silenciosos, figuras casi espectrales cabalgando prácticamente en cueros, apartados del resto. 

Siguiendo a un Voss empecinado pero errático, que en su tozudo delirio se orienta por pálpitos y por su férrea e irreductible terquedad, sin más referencia que un mero esbozo de mapa (Allí mismo había una especie de mapa: la mitad estaba en blanco; la otra mitad basada en conjeturas), juntos atraviesan ese país irracional, esa tierra salvaje, hecha de infinitas extensiones desérticas y abruptas montañas, un paisaje excesivo e insensato, presidido por una meteorología inclemente, un sol calcinante o una insoportable humedad fruto de lluvias interminables (Después empezó a llover otra vez, y ya no paró. Nadie podía imaginarse la eternidad, salvo en forma de lluvia). Son numerosas -y bellísimas, de una esclarecedora significatividad- las descripciones de ese escenario de espanto, reveladoras de la magnitud de la tarea (Se sentía más atraído que nunca por el paisaje, por aquel océano de hierba que rara vez estaba inmóvil, por los árboles retorcidos de tonos grises y negros, por la creciente intensidad del azul del cielo; contemplando aquel paisaje se sentía el centro de todo), de la luz deslumbrante y cegadora (Lo que prevalecía sobre todas las cosas eran la luz y la distancia que, al fin y al cabo, era una masa de luz y las bandadas de cacatúas, que explotaban y, entre chillidos y repiques, se fragmentaban en destellos de luz blanca y azufre. Los árboles también eran materia ilusoria, porque enseguida se convertían en sombras, que no son más que otra de las formas que adopta la luz, siempre proteica), de las sobrenaturales dimensiones del tiempo y el espacio (La extensión de tierra que los rodeaba achicaba las esperanzas y los temores de los hombres hasta casi hacerlos desaparecer. Una eternidad de días se abría ante ellos, así que se despertaban y se levantaban con una especie de respeto pudoroso hacia su entorno), de las terribles colinas de cuarzo (aquella región diabólica, que al principio era llana, muy pronto empezó a desgarrarse en barrancos sinuosos, no especialmente profundos, pero sí lo bastante inclinados para torcer las espaldas de los animales que tenían que atravesarlos, y para dejar extenuados los cuerpos y los nervios de los hombres a causa del frenético movimiento que tenían que soportar. Y no había forma de evitar aquella vorágine dando un rodeo: debían atravesar los barrancos sinuosos y, cuando llegaban al final, siempre encontraban otro esperándolos). 

Aquella región diabólica. Los viajeros van acercándose a las proximidades del infierno, donde sólo se oían los pasos de los caballos atravesando el desierto y el sonido de las plantas de sal que arañaban el viento, en una incursión en la que, progresivamente, se alejan de la realidad, adentrándose en la degradación y el desatino (Habían llegado a un punto en el que serían sacrificados, en mayor o menor grado, al caos o al heroísmo): los animales de carga y los incorporados a la expedición para proveer de sustento a los hombres desfallecen y se agostan, deshidratados; los alimentos y el agua escasean; los expedicionarios languidecen cabalgando y dormitando en una polvareda perpetua, golpeándose contra las laderas rocosas de las colinas por las que estaban subiendo; depauperados, esqueléticos, afiebrados y enfermos (padecía de escorbuto y su aspecto y su olor eran repugnantes), agitados por sus fantasmales desvaríos, el grupo de caballos sudorosos, mulas ordenadas, reses estúpidas que no dejaban de mugir y hombres sedientos y entumecidos continua avanzando, en un viaje de polvo, moscas y caballos moribundos, perdida del todo la determinación originaria, siguiendo su camino como una ola de animales sacrificiales y hombres devotos. La salvífica llegada de la inesperada lluvia, pronto torrencial, los condenará a una nueva tortura: Los escalofríos y las fiebres habían hecho su aparición. No había quien no se frotara los jirones de carne temblorosa y ajada, que de tan seca parecía bacalao salado, para entrar en calor. Los dientes de color amarillo verdoso castañeteaban en los cráneos cadavéricos de los hombres. Ahora, los días, impregnados de enfermedad, lluvia y búsqueda de leña, goteaban lentamente, volaban en ráfagas de venganza apasionada o se quedaban muy quietos durante unas cuantas horas, en las que solo se escuchaba la pasiva humedad. Y habrá cruentos enfrentamientos con los indígenas -los negros-, y el escenario se volverá aún más dantesco, y habrá furiosas disputas (algunos hombres se odiaban entre sí más que nunca), y abandonos y deserciones y muertes y, en los que van quedando, una irremisible soledad (cada uno contemplaba el rostro del otro con los ojos de un náufrago que divisa una balsa). Y el relato trasciende la consabida narración de exploración y aventuras, para abrirse a una dimensión telúrica, metafísica, espiritual, lo que convierte a Voss en un texto ambicioso, trascendente, de una enorme calidad, literaria, claro está, pero también moral.

Y es que son muchos los temas “secundarios” a los que se abre esta novela magistral, un elenco que las limitaciones de este espacio sólo me permiten enumerar. Está, ya se ha dicho, el plano filosófico, pues el periplo de Voss, su incursión en las ignotas vastedades australianas, constituye, sin un duda, un viaje iniciático, un arriesgado adentrarse en los abismos más convulsos de su perturbada alma (Antes sabía de lo que era capaz, sabía adónde me dirigía. Ahora no lo sé, reconocerá el convicto y clarividente Judd, otro personaje memorable), en un transformador itinerario psicológico y moral (El misterio de la vida no se resuelve con el éxito, que es un fin en sí mismo, sino con el fracaso, con la lucha perpetua, con el proceso de convertirse en algo) que emparienta la obra con otros clásicos de la novela de aventuras dotados también de esa perspectiva abstracta o existencial, como son El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad o el Moby Dick de Melville. 

Interesa también el papel cardinal de Australia, presente no sólo a través de su extremado paisaje, ya comentado, sino como referente último de numerosas metáforas: la fascinación y el miedo que suscita lo desconocido (Todos, o la mayoría de nosotros, tenemos miedo de este país, aunque no lo digamos. Todavía no lo entendemos bien); la poderosa e irresistible naturaleza, que remite a las pulsiones más atávicas del ser humano; la ominosa presencia de los aborígenes siempre acechantes, con sus rituales, con su desnudez, con su deambular inexplicable y primitivo en torno a los exploradores, prolongación en cierto modo de esa naturaleza primordial y símbolo igualmente de lo salvaje, de lo inhumano, del registro más elemental e incontaminado, también más brutal, de nuestro ser; su condición de territorio por explorar, de dilatado espacio para la conquista, para la ampliación de los límites de nuestras vidas, para el desarrollo económico y la oportunidad de gloria y riquezas (Este es un país con futuro. Pero ¿cuándo se convierte el futuro en presente?), el enorme país aún por hacer, el inmenso penal de Gran Bretaña, con su proliferación de convictos, expresidiarios y siniestros buscadores de fortuna, el sueño de un destino para tantos hombres que entregarán su vida a una ilusión (¿Sabías que un país no se desarrolla a partir de la prosperidad de unos pocos terratenientes y comerciantes, sino gracias al sufrimiento de los más humildes?). 

Y están también las numerosas referencias religiosas, Dios, el Mal, el pecado, la penitencia en el desierto, la entrega y el sacrificio, la expiación y la culpa, la figura de Cristo y tantas otras… Y el muy interesante juego de dualismos, Voss y Laura, el desierto y la ciudad, la naturaleza inclemente y la acolchada civilización, el paraíso y el infierno, la próspera costa y el interior hostil, los desenfadados burgueses con sus fiestas y ceremonias y el crudo sufrimiento de los pobres expedicionarios, el ameno jardín de la joven Trevelyan y la austeridad mortal de las inhóspitas llanuras y los infranqueables riscos por los que padece el alucinado alemán, la inflexible voluntad y el dúctil amor… 

Cabe, por último, un breve comentario acerca de las virtudes estrictamente literarias de White, sobre todo un lenguaje muy complejo, coherente con la altura, con la profundidad, con la riqueza de facetas que caracterizan el libro: registros lingüísticos diversos en función de los personajes, léxico que recoge, con inusuales agudeza y capacidad de penetración, los recovecos del pensamiento y los sentimientos de los protagonistas, la hondura de los temas tratados o, simplemente, sugeridos… En definitiva, una novela en la que sobresale -como en pocas otras- la descollante y lúcida inteligencia de un autor genial. 

Sin tiempo para más comentarios y con la encendida recomendación de que leáis el libro, os dejo ya, con un tema tradicional del folklore alemán, Es ritten drei Ritter zum Tor hinaus. Sobre la base de esta melodía, el propio Patrick White compuso una canción, Eine blosse Seele ritt hinaus, que Voss canta en el libro y que me ha resultado imposible encontrar en mi búsqueda por internet.


Y entonces Laura cerraba los ojos y ambos cabalgaban juntos hacia el norte entre las pequeñas colinas: algunas eran verdes y mullidas, con las plumas del maíz joven ondeando junto a ellos; otras, duras y azules como zafiros. Los dos visionarios enamorados avanzaban a caballo mirándose mutuamente, y sus dientes resplandecían. Se hablaban con el lenguaje de aire, del susurro del maíz y de los fuertes chillidos de los pájaros, y por consiguiente nadie más los entendía. Mientras cabalgaba, el metal tintineaba; por ejemplo, el de os estribos, o el de los bocados de los caballos. El cuero era el más intenso de los aromas de su viaje cuando, por las noches, las cabezas se hundían en la almohada de la cálida y húmeda montura. Las manos de los ciegos habían pulido los borrenes delanteros hasta conseguir la suavidad del marfil. Aquel fue un período muy feliz para Laura Trevelyan, su único período de felicidad, al parecer. Al otro lado de sus párpados, por supuesto, había muchas cosas que esperaban para hacerle daño. Solo si los abría. Pero no los abrió.




Patrick White. Voss