Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de diciembre de 2021

GAY TALESE. FRANK SINATRA HAS A COLD  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión de Todos los libros un libro por este año 2021. Con la excusa de las fiestas navideñas, ahora ya a la vuelta de la esquina, nuestro espacio lleva algunas semanas ofreciéndoos recomendaciones que no solo constituyen interesantes propuestas de lectura, sino que encierran además otros “encantos”, visuales y hasta táctiles, pues desde el pasado 1 de diciembre estoy trayendo aquí libros que de un modo más o menos directo encajan en esa difusa categoría que ha dado en llamarse coffee table books, libros de mesa de café, obras que conjugan textos sugerentes, literarios o no, abundante aparato iconográfico -fotografías, reproducciones de cuadros, imágenes varias- y ediciones muy cuidadas, en volúmenes normalmente de gran tamaño, con primorosas presentaciones formales, papel de calidad, encuadernaciones consistentes, cintas separadoras y otros aditamentos de diseño que convierten a dichas publicaciones en objetos de una extraordinaria belleza, apreciables por su exquisito continente, más allá de su siempre apreciable contenido. 

En el caso de esta tarde, y para cerrar de manera sobresaliente esta larga serie de obras que, en otra dimensión no menor, común a este tipo de libros, pueden resultar un formidable regalo en estas dadivosas jornadas de Navidad que se avecinan, os traigo varias sugerencias que se encuadran en la categoría antedicha y que giran sobre un mismo personaje, el ya legendario Frank Sinatra. 

La primera de ellas -y la más relevante- es una nueva edición de Frank Sinatra has a cold, Frank Sinatra está resfriado, la muy conocida crónica, ya legendaria en el género, escrita por el no menos mítico periodista norteamericano Gay Talese. La siempre magnífica editorial Taschen, quizá el sello más representativo de estos coffee table books, presentó hace pocos meses, en este 2021, un volumen deslumbrante que recoge el texto íntegro originario (que se publicó por primera vez en el número de abril de 1966 de la revista Esquire; un artículo que pasa por ser una de las obras más famosas del “nuevo periodismo” del que su autor es un destacado representante) y que incluye además una introducción del propio Talese, reproducciones de páginas manuscritas, correspondencia diversa, documentos varios, imperecederas fotografías de Phil Stern, el único fotógrafo que tuvo acceso a Sinatra a lo largo de cuatro décadas, así como otras imágenes de algunos de los mejores fotoperiodistas de la década de 1960, como John Bryson, John Dominis y Terry O’Neill. El libro, sólo disponible en sus versiones inglesa y francesa, es la edición asequible y “barata” -“sólo cincuenta euros”- de un anterior volumen de coleccionista, también en Taschen, con escasos cinco mil ejemplares numerados, de muchísima mayor calidad (tapa dura con estuche, impresión tipográfica, dos tipos de papel, con encartes y un desplegable) y con un astronómico precio de mil euros. 

La ausencia de traducción al español en la publicación de la editorial alemana puede suplirse por otras vías, porque el texto del artículo está disponible en nuestro idioma en al menos, que yo conozca, dos versiones. La revista mexicana de literatura Letras Libres recogió, en un número de agosto de 2007, la crónica íntegra en castellano con estupendas ilustraciones de Ulises Culebro, aunque sin que conste en ella la referencia del traductor (“Traducción cedida por la revista Gatopardo”, reza la nota que figura al término del artículo). Por otro lado, la editorial Alfaguara recopiló en 2010 algunas de las más destacadas crónicas de Talese en un libro de título Retratos y encuentros, entre las que se ofrece la que ahora nos ocupa. En él, y con la traducción de Carlos José Restrepo, aparecen, además del “retrato” de Sinatra, jugosas aproximaciones a las personalidades de otras figuras emblemáticas de la cultura norteamericana como Ernest Hemingway, Peter O'Toole, el presidente Kennedy, Joe DiMaggio, Muhammad Alí, Floyd Patterson, Joe Louis o, incluso, el cubano Fidel Castro, junto a reportajes sobre sus propios orígenes y su trayectoria profesional, sobre la dificultad creciente de mantener su hábito de fumar cigarros, sobre las interioridades de la revista Vogue, o sobre la fascinante historia de Alden Withman, redactor de necrológicas para el New York Times

Hay, todavía, una nueva referencia “sinatriana” en el espacio de esta tarde. Se trata de una sucinta biografía del cantante que con el título de Frank Sinatra. La Voz y la autoría de Michael Heatley y Mike Gent, publicó en 2012 la editorial Libros Cúpula, uno de los muchos sellos de Planeta. 

En fin, de esta inabarcable -al menos en un espacio que pretende ceñirse a unos limitados treinta minutos- colección de propuestas voy a hablaros en esta postrera emisión del año. Y quiero empezar, como parece razonable, comentando el texto en sí, ese Frank Sinatra está resfriado que pasa por ser uno de los grandes reportajes periodísticos de todos los tiempos (la mejor historia jamás publicada, asegura, con categórico y algo sospechoso énfasis, el equipo de Esquire), no sin antes aportar algunos datos sobre la personalidad de su autor. Quiero comentar también que en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, presenté en mayo de 2013, con ocasión del decimoquinto aniversario de la muerte de Frank Sinatra, una emisión en la que seleccionaba algunos fragmentos del reportaje a partir de la versión de Letras Libres, unos textos que aparecían acompañados de una muestra representativa del inagotable repertorio del italoamericano. Anteayer, día 20 de diciembre, recuperé ese programa, con las mismas canciones, pero con el texto traducido por Carlos José Restrepo para Alfaguara. Os remito al blog del espacio para que podáis tener, a partir de él, una idea más completa del planteamiento y el tono del artículo. 

Gay Talese, nacido en 1932 en Nueva Jersey, vive en Nueva York. Colaborador de The New York Times, The Times, Esquire, The New Yorker o Harper’s Magazine, algunas de las cabeceras más destacadas del periodismo cultural -del periodismo a secas- estadounidense, ha escrito una docena de libros, en muchos de los cuales reúne sus columnas, crónicas o artículos, impregnados todos por su singular manera de entender el reporterismo, que le ha llevado a formar, con Truman Capote, Tom Wolfe o Norman Mailer, el cuadro de honor del llamado “nuevo periodismo”. El último de ellos publicado en España es el controvertido El motel del voyeur, que presentó Alfaguara en 2016 y en el que relata la historia del propietario de uno de esos típicos establecimientos hosteleros norteamericanos que, durante años, espió a sus clientes mediante unas cámaras que había instalado en el falso techo de las habitaciones. El repaso que el autor hace de los muy variados hábitos sexuales de los huéspedes, la narración, incluso, de una truculenta historia de muerte por estrangulamiento en uno de los cuartos, pasando por el relato de diversos episodios de espionaje ocurridos en las estancias del motel, provocaron el escándalo en las redes y al debate fuera de ellas por el carácter potencialmente delictivo y, quizá inmoral, de su contenido, pero, sobre todo, por los indicios más que evidentes de que la base sobre la que se escribió el libro era ficticia, multiplicándose las pruebas de la falsedad del relato de dueño del motel. Talese se desmarcó de la polémica alegando haber sido engañado, aunque la ausencia de cotejo de fuentes y la falta de comprobación de la veracidad de la información, han llevado a muchos a cuestionar, cuando el periodista contaba ya 84 años y tras una amplísima y exitosa carrera en la profesión, la pertinencia de sus métodos. 

La introducción que escribe Talese para la edición de Taschen es muy ilustrativa acerca tanto del modo en que se gestó Frank Sinatra está resfriado como, asimismo, de las fórmulas con las que su autor pasó a engrosar las filas del exitoso “nuevo periodismo”. Por de pronto, el reportaje es la muy brillante crónica de una entrevista nunca realizada. En el invierno de 1965 la revista Esquire envió al periodista a Los Ángeles para una entrevista con Sinatra previamente acordada entre su secretario de prensa y el redactor jefe de la publicación. Tras alojarse en una suite del Hotel Beverly Wilshire, en la mítica Rodeo Drive, y pasar su primera noche en ella digiriendo una alta pila de escritos dedicados al cantante, recibió una llamada telefónica de la oficina de Sinatra diciéndole que la entrevista, programada para la tarde siguiente, no se llevaría a cabo. Según su representante, el artista estaba muy molesto por su reciente aparición en los titulares de muchos medios, en los que se especulaba sobre su relación con la mafia, además de que, añadió el portavoz, estaba resfriado. Tal vez cuando se sintiera mejor, continuó el interlocutor, y si la revista accediera a presentar el texto de la entrevista a sus asesores antes de que se publicara, se podría concertar otra cita. Talese se negó cortésmente, apelando a su ética profesional y sugiriendo que podría llamar dentro de unos días por si la salud y el estado de ánimo del cantante hubieran mejorado tanto que fuera factible el encuentro. 

En su segunda semana en Los Ángeles, y tras unas jornadas de entrevistas con diversos personajes del entorno del “divo”, el periodista intentó una nueva cita, pero la oficina del cantante volvió a denegarla con el mismo comentario: Sinatra sigue resfriado. Sin embargo, al día siguiente, Talese recibió una llamada del encargado de relaciones públicas del artista invitándole a asistir, sin opción de conversar con el cantante, a una sesión de grabación de un especial de la NBC, de título Sinatra, el hombre y su música, que se emitiría quince días más tarde. Las dos horas pasadas en el estudio, repleto de una multitud de equipos de televisión, consejeros técnicos, representantes de empresas publicitarias, asistentes, los cuarenta y tres músicos integrantes de la orquesta, jóvenes atractivas, guardaespaldas y simples espectadores, resultaron una formidable fuente de inspiración para un periodista atento a los comentarios, las conversaciones, las miradas, las sensaciones que transmitía aquella fauna heterogénea y singular. 

Fueron tres, por fin, las semanas que Talese pasó en la ciudad angelina -con unos gastos cercanos a los cinco mil dólares, como, dolido, reseña en su texto-, y en ellas, pese a que no llegó a reunirse con el deseado objeto de su interés, sí multiplicó los contactos con infinidad de fuentes cercanas al mito: actores y actrices, músicos, productores discográficos y cinematográficos, el sastre favorito de Beverly Hills, que le hacía las camisas al cantante, uno de sus guardaespaldas (un antiguo jugador profesional de rugby), una mujer de pelo canoso que seguía a Sinatra en sus giras por todo el país con la exclusiva tarea cuidar de sus sesenta peluquines, encargados de restaurantes y numerosas mujeres, amigas o simplemente conocidas, que se habían cruzado con Sinatra en los últimos años. E igualmente contactó con gentes cercanas a los muchos ámbitos de influencia del italoamericano: su compañía discográfica, su productora de cine, su negocio inmobiliario, su fábrica de repuestos de misiles... También habló con personajes más próximos, incluso íntimos, como por ejemplo Frank Jr., su único hijo varón, algo aplastado por el peso de la poderosísima personalidad paterna. 

Con toda esa información, doscientas páginas de notas, de las que el libro incluye alguna reproducción, volvió a Nueva York, donde pasó otro mes y medio dando forma a un reportaje que al final alcanzaría las cincuenta y cinco páginas, incluyendo en él las impresiones extraídas de las conversaciones con los más de cien entrevistados y los detalles recogidos en su observación directa de Sinatra en contextos tan diversos como un bar en Beverly Hills en donde el cantante había estado muy cerca de llegar a las manos con un parroquiano, un casino de Las Vegas donde había perdido una pequeña fortuna jugando al blackjack, o el mencionado estudio de la NBC en donde, tras haber superado su resfriado, había completado una grabación magistral con su voz totalmente recuperada. 

Y es, precisamente, la “ausencia” de la entrevista, la cancelación del cara a cara con Frank Sinatra, que nunca llegaría a producirse, lo que, de manera paradójica, acaba por convertirse en, quizá, el elemento más destacado y singular del reportaje, constitutivo también de lo esencial del método periodístico de Talese, una suerte de acercamiento “envolvente”, un dar vueltas alrededor del personaje, aproximándose a él, rodeándolo, presentándolo de manera indirecta, observándolo en distintas situaciones, y dando cuenta, desde fuera, de lo que esa mirada inteligente y perspicaz, casi objetiva, revela del comportamiento, de la personalidad e, incluso, del alma de su “examinado”. Escribe el autor en su muy ilustrativo prólogo: Qué podría haberme dicho, de hecho, ¿qué me habría dicho, él, una de las figuras públicas más reservadas que existen, que hubiera podido revelarlo mejor que la mirada atenta de un escritor observándolo tanto en el calor de la acción como en situaciones estresantes, escuchando y permaneciendo al margen de su vida? 

Descree Talese de un tipo de reportaje demasiado tradicional, apegado a la literalidad de las palabras del entrevistado, el común en el periodista provisto de magnetofón (en su tiempo) con el que registrar “fielmente” cada una de las expresiones vertidas por su interlocutor (a menudo impostadas, artificiosas, pensadas expresamente para difundir una imagen predeterminada, confortable y edulcorada, de sí mismo). Su opción, llevada a su extremo en la crónica sobre Sinatra, consiste en un incansable trabajo de campo previo, en la escrupulosa precisión en relación con los hechos narrados y, sobre todo, en una extraordinaria agudeza y una afilada perspicacia, capaces de desentrañar, tras el opaco muro revestido de sinceridad que construye el personaje, lo más íntimo de su carácter, lo esencial de su personalidad, su más auténtico modo de pensar. 

Tal modo de proceder aflora de manera ostensible en Frank Sinatra está resfriado. En la edición de Taschen (no así en la de Alfaguara ni en la de Letras Libres), el relato se estructura en torno a seis grandes secciones o “escenas”. En la primera de ellas, En el Daisy, se nos presenta al cantante, a un mes de cumplir los cincuenta, en su club privado de Beverly Hills. Está silencioso, hosco, distante, molesto por su participación en una película que ya no le gustaba y que estaba deseando terminar; harto por su enojosa presencia en los medios a causa de relación con la veinteañera Mia Farrow; enfadado por el documental sobre su vida que estaba a punto de estrenar la CBS y que, al parecer, vertía sospechas sobre su posible amistad con jefes de la mafia; preocupado por su presencia en el ya mencionado programa de la NBC, en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz comprometida por su resfriado, una dolencia trivial para el común de los mortales, pero que cuando afecta a una estrella como Sinatra puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso de ira. El segundo capítulo, Estudios de la NBC, nos sitúa al cantante en los platós de la emisora televisiva, grabando el espectáculo de sesenta minutos de duración que sería televisado en color a todo el país y que resumiría, a modo de homenaje, los veinticinco años de carrera de Frank Sinatra como artista. Las dificultades de los ensayos, las tomas repetidas, las interrupciones constantes, los desacuerdos con los técnicos, los aplazamientos, puntean la narración. El show, aprovecha la nerviosa y atemorizada presencia ante el televisor del artista y de su familia, expectante ante una pantalla que emite el, a priori controvertido, pero a la postre propicio y hasta halagador, documental de la CBS, para recorrer algunos momentos de la historia de los Sinatra, emigrantes italianos llegados a Estados Unidos a finales del XIX y principios del XX; el padre, Martin, con raíces sicilianas, en Catania, hijo de bombero, la madre, Nancy, hija de un albañil de origen genovés. En Combate en Las Vegas, la cuarta sección de la crónica, Talese muestra a Sinatra, harto de las tres tediosas semanas de grabación, subiendo a su avión privado, dejando atrás las colinas de California, las llanuras de Nevada y la inmensidad de desierto para llegar al hotel The Sands de las Vegas y “desfogarse” un poco asistiendo a la pelea entre Cassius Clay (que ya había cambiado su nombre por el de Muhammad Ali) y Floyd Patterson, un enfrentamiento legendario que concitó el interés del mundo entero (Y es memorable la convincente ambientación con la que se recrea la velada en la que están presentes los apostadores, los viejos campeones, los promotores de boxeo de la Octava Avenida, los periodistas deportivos que critican los grandes combates durante todo el año pero que no se perderían uno solo, los novelistas que parecen identificarse con uno u otro boxeador, las prostitutas locales, con la ayuda de un poco de talento traído de Los Ángeles). El capítulo incluye una escena magistral en la que vemos cómo Sinatra pierde, impertérrito, seiscientos dólares en la mesa de blackjack de The Sands. Asalto a una reina nos lleva, a continuación, a la grabación de la película del mismo título, dirigida por Jack Donohue, en la que un grupo de despreocupados piratas modernos intenta secuestrar y robar el famoso trasatlántico Queen Mary. El rodaje de una tórrida escena entre Sinatra y Virna Lisi centra la acción del capítulo. Por último, en La grabación asistimos a la sesión final de registro de su documental. Con Sinatra en forma, la voz ya en condiciones, la orquesta participa de la excitación del ambiente, los técnicos de sonido asisten entusiasmados desde la cabina de control a un espectáculo electrizante, entregados todos a una suerte de éxtasis provocado por el talento del divo. Todo ha terminado. 

Y con este acercamiento casi “impresionista” a la figura del cantante, el genio del periodista compone -de soslayo, de un modo casi imperceptible, resuelto en una pincelada, en un fogonazo, a través de una mera frase, un adjetivo- un magnífico retrato de Sinatra, de su elegancia, su caballerosidad, su magnetismo sexual y su inmenso atractivo, su generosidad, pero también su ansiedad ante los muchos frentes que ocupan su vida (su propia compañía de cine, su compañía discográfica, su aerolínea privada, su empresa de piezas para misiles, sus bienes raíces en todo el país, su servicio personal de setenta y cinco empleados), sus preocupaciones del momento (el secuestro de su hijo Frank Jr., las expectativas de éxito de sus discos, el temor por la competencia… ¡de los Beatles!, los riesgos que el resfriado entraña para su voz, entre otras muchas), la difícil aceptación de su condición de símbolo, de fenómeno nacional (Frank Sinatra es normal, es el tipo que te tropezarías en cualquier esquina. Pero esa otra cosa, la máscara de superhombre, ha afectado a Frank Sinatra tanto como a cualquiera que vea sus programas de televisión o lea un artículo de revista sobre él), su permanente exposición a la mirada ajena (Frank Sinatra estaba cansado de tanto comentario, tanto chisme, tanta teoría; cansado de leer citas sobre él mismo, de oír lo que la gente decía de él por toda la ciudad), la inquietud por los incipientes síntomas de su decadencia (entre los más jóvenes empieza a ser un desconocido, en ningún caso objeto de adoración), con el límite de los cincuenta años como primera y desoladora frontera de la vejez (los dedos tiesos por la artritis, la “dependencia” del peluquín), su desarraigo (tiene aún algo de muchacho del barrio; sólo que ahora puede llevar consigo el barrio) y su difícil superación del inicial fracaso, su ira, su intransigencia y sus resabios de déspota, sus enfados y su brusca intemperancia, su carácter impredecible, su humor variable, sus accesos de violencia, su impaciencia, su desmesurada y egocéntrica necesidad de atención y reconocimiento, su profunda soledad, pese al abundante círculo de asesores, consejeros y agentes de prensa, de representantes y hombres de negocios ansiosos de dinero, de periodistas y fotógrafos al acecho de titulares (se nos cuenta en el artículo que, en una ocasión, unos paparazzi le hicieron una oferta colectiva de 16.000 dólares para que posara con Ava Gardner; al parecer, Sinatra hizo una contraoferta de 32.000 si le dejaban romperle un brazo y una pierna a uno de ellos), de guardaespaldas y fieles protectores, de muchachas hermosas en busca de la fama o, en el peor de los casos, de una noche con el mito, de buscavidas y aduladores, que lo rodea de continuo. Un séquito que sabe bien que, pese a la atención que de él mendigan, pese a los gestos de simpatía de los que dependen (Él los conoce a todos por el nombre, sabe mucho de su vida personal, desde sus días de solteros hasta sus divorcios, con todos sus altibajos, tal como ellos saben de la de él), hay un abismo entre todos ellos y esa figura en el fondo insondable: No obstante, más les conviene recordar una cosa. Él es Sinatra. El jefe. Il Padrone. Esa faceta “siciliana” de Sinatra queda recogida de modo magistral en una escena que el reportaje ubica en la taberna Jilly's, en Nueva York: Esa noche, decenas de personas, algunas de ellas amistades ocasionales de Sinatra, algunas simples conocidas, algunas ni lo uno ni lo otro, aparecieron a las puertas de la taberna. Se iban acercando como a un santuario. Habían venido a presentar sus respetos. Venían de Nueva York, Brooklyn, Atlantic City, Hoboke. Eran actores viejos, actores jóvenes, antiguos boxeadores profesionales, trompetistas cansados, políticos, un chico con un bastón. Había una señora gorda que decía recordar cuando Sinatra lanzaba el Jersey Observer al porche de su casa allá en 1933. Había parejas de mediana edad que decían haber oído cantar a Sinatra en el Rustic Cabin en 1938, «¡Y supimos que era un triunfador!». O que lo habían oído cuando estaba con la orquesta de Harry James en 1939, o la de Tommy Dorsey en 1941

Subraya Talese, en este sentido, la doble condición de la personalidad de Sinatra. Por un lado, es el hombre mundano, cosmopolita, con sus amigos del espectáculo, del gran mundo de Hollywood, los miembros del llamado Rat Pack -Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford-, Andy Williams, también los Kennedy. Y las mujeres, Liza Minelli, Ava Gardner, Mia Farrow y tantas otras. Por otro, es uno de los que en Sicilia se conoce como uomini rispettati: hombres respetados, hombres que son a un tiempo majestuosos y humildes, hombres amados por todos y muy generosos por naturaleza, hombres cuyas manos son besadas mientras caminan de pueblo en pueblo, hombres que personalmente se afanarían por reparar una injusticia. Y en ambos mundos Sinatra siempre aparece con un aire de extrañamiento, de distancia, ensimismado en una soledad en el fondo desgraciada. Pese a su éxito, pese a su fama, pese al estado de euforia y la exaltada transformación que desprende en sus actuaciones, pese a sus muchos amigos y admiradores, pese a sus innumerables relaciones con mujeres bellísimas, pese al estrecho y amigable contacto que mantiene con su primera mujer (hay, dice Talese, un gran respeto y cariño entre Sinatra y su primera mujer, y desde tiempo atrás él es bienvenido en su casa e incluso se sabe que aparece por allí a cualquier hora, atiza la chimenea, se echa en el sofá y cae dormido), pese al amor de y hacia su hija Nancy, Sinatra está solo y es infeliz (y así, declara: me apunto a cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, ya sea una oración, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel's). Provoca ternura el episodio en que, solo en casa (Aunque a Sinatra le encanta estar completamente a solas en casa para poder leer y meditar sin interrupciones, hay ocasiones en las que descubre que pasará la noche solo, y no por elección. Puede llamar a media docena de mujeres y por un motivo u otro ninguna está disponible), se hace servir la cena por su mayordomo, George Jacobs. Terminada la cena, Sinatra le informa que puede irse a casa. Si, en una noche de ésas, Sinatra llegara a pedirle a Jacobs que se quede un poco más o que jueguen unas manos de póquer, él lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide

Es, precisamente, esa muy notoria sombra de melancolía la impresión última que asalta al lector al finalizar Frank Sinatra está resfriado, una tristeza indefinible que impregna también las opiniones ajenas -de su madre, Dolly, de su hija Nancy, de Ava Gardner, entre otras-, las letras de algunas de sus canciones o los breves apuntes biográficos que Talese incorpora a su texto, intercaladas entre la narración. 

Y melancólico es también el regusto que deja el examen del deslumbrante repaso en blanco y negro a la vida del artista que podemos apreciar en la vertiente fotográfica del excepcional libro de Taschen. Contemplamos así a Sinatra en diversos escenarios de sus películas, en rodajes, viajando en su avión privado, en los instantes de espera entre bastidores, en ensayos, teatros, grabaciones o sesiones en los estudios, en habitaciones de hotel comiendo perritos calientes en alguna pausa laboral o en cenas de gala para recaudar fondos para alguna campaña política, en antesalas de premios o actuaciones, en actos sociales o en los camerinos, concentrado antes de salir a escena. Y se nos muestran también momentos íntimos, aparentemente privados (Phil Stern fue contratado como el “paparazzo” personal del artista y tenía acceso a instantes inaccesibles para el común de los mortales), afeitándose ante el espejo, en la sauna, tomando un tentempié en la cocina, trabajando en su despacho, relajado en su salón con su perro Ringo, bajo el sol en la piscina de alguna de sus mansiones, jugando al golf, o en escenas familiares con sus padres, sus hijas Nancy y Tim o su hijo Frank Jr. Y está, claro, la notable dimensión pública del cantante, que se encuentra -y la cámara de Stern registra todo ello con escrúpulo notarial y maestría técnica- con Nat King Cole, Gene Kelly, Ella Fitzgerald, Harry Belafonte, Leonard Bernstein, Janet Leigh, Tony Curtis, Yul Brynner, Count Basie, Burt Lancaster, Ed Sullivan, John Kennedy, Mia Farrow, o, en una muestra especialmente abundante en el libro, en las muchas ocasiones de fiesta con sus amigos del Rat Pack

Y hay, en un soberbio correlato iconográfico del “espíritu” del texto, muchas imágenes en las que lo vemos solo, reconcentrado, pensativo, ensimismado y con un halo de tristeza, abstraído en un camerino, alejándose en un pasillo, mirando a la cámara en un gesto de profundo desvalimiento. 

Abundantes son también, y espléndidas, las fotografías que recoge el otro libro del que quiero hablaros, al menos brevemente, pues estamos muy fuera de nuestros límites (espaciales, aquí, en el blog, y temporales, de cara a la emisión radiada). Frank Sinatra. La Voz, escrito por Michael Heatley y Mike Gent, se publicó, como he anticipado, en 2012 en la editorial Libros Cúpula. El libro, con un formato voluminoso y en cuidada edición, presenta, en seis grandes capítulos, la biografía del actor y cantante, desde los inicios de su vida y carrera, en los años que van de 1915 a 1940, pasando por la etapa, de 1940 a 1950, de su participación en las Big Bands y su éxito con las baby soxers (las entregadas adolescentes, zapatos planos y cortos calcetines blancos, rendidas histéricas ante el divo), su presencia en Hollywood, de 1950 a 1960, el núcleo del Rat Pack, en la década siguiente, la primera retirada y su regreso a los escenarios, entre 1970 y 1980, y, por fin, hasta 1995 en que daría su último concierto antes de su muerte en 1998. 

La obra responde, pues, a una estructura más convencional que la de la aproximación al personaje que hace Talese, pero igualmente interesante, y, en este sentido, resulta más útil para conocer los pormenores de la vida de Sinatra. Es, además, deslumbrante el aparato documental que ofrece, con infinidad de fotografías (en una muestra más amplia y significativa que la del otro libro), carátulas de discos, escenas de sus películas (algunas de las cuales se analizan y comentan en detalle), letras de sus canciones (“diseccionadas”, en más de un caso, por los autores) e incluso un Cd complementario con dieciocho de sus grandes éxitos. 

No es uno de ellos, sin embargo, el que pone el punto final a esta ya muy larga reseña. El tema elegido es It was a very good year, una de las canciones que, a mi juicio, mejor representa esa melancolía paradigmática de la personalidad del artista. Aquí aparece en una versión de 1965. 


Con un vaso de bourbon en una mano y un cigarrillo en la otra, Frank Sinatra estaba de pie en un rincón oscuro de la barra del bar, entre dos atractivas pero ya algo mustias rubias que esperaban sentadas a que él dijera algo. Pero él no decía nada; había estado callado casi toda la noche, salvo que ahora en este club privado de Beverly Hills parecía todavía más distante, extendiendo la vista entre el humo y la semipenumbra hacia un amplio recinto más allá de la barra donde decenas de jóvenes parejas se apretujaban en torno a unas mesitas o se retorcían en medio de la pista al metálico y estrepitoso ritmo del folk-rock que salía a todo volumen del estéreo. Las dos rubias sabían, como sabían los cuatro amigos de Sinatra que lo acompañaban, que era mala idea forzarlo a conversar cuando él andaba en esa vena de silencio hosco, humor que no había sido nada raro en esa primera semana de noviembre, a un mes apenas de cumplir cincuenta años. 

Sinatra venía trabajando en una película que ya no le gustaba, que no veía la hora de acabar; estaba harto de toda esa publicidad sobre sus salidas con la veinteañera Mia Farrow, que esta noche no había aparecido; estaba molesto porque un documental sobre su vida que iba a estrenar la CBS en dos semanas se inmiscuía en su privacidad e incluso especulaba sobre una posible amistad suya con jefes de la mafia; estaba preocupado por su papel estelar en un programa de una hora de la NBC titulado Sinatra: un hombre y su música, en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz que en ese preciso momento, a pocas noches de comenzar la grabación, estaba débil, áspera y dubitativa. Sinatra estaba enfermo. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de las personas lo consideraría trivial. Pero cuando este mal golpea a Sinatra puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso de ira. Frank Sinatra tenía un resfriado. 

Sinatra con gripe es Picasso sin pintura, Ferrari sin combustible..., sólo que peor. Porque el catarro común le roba a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, la voz, socavando hasta el corazón de su confianza; y no sólo le afecta su psique, sino que parece generar una suerte de secreción nasal psicosomática a las docenas de personas que trabajan para él, que beben con él, que lo aman, que dependen de él para su propio bienestar y estabilidad. Sin duda, un Sinatra con gripe puede, en modesta escala, desatar vibraciones por toda la industria del entretenimiento y más allá, tal como un presidente de Estados Unidos con sólo caer enfermo puede estremecer la economía de la nación.
  Videoconferencia
Gay Talese. Frank Sinatra has a cold

miércoles, 15 de diciembre de 2021

MARINA AMARAL Y DAN JONES. EL COLOR DEL TIEMPOHANS-MICHAEL KOETZLE. 50 FOTOGRAFÍAS MÍTICAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como sabéis nuestros seguidores habituales, la cercanía de las fiestas navideñas me ha llevado a ofreceros, en estas semanas postreras del año y antes de las vacaciones, un ciclo de recomendaciones de lectura centrado en los que en el mundo anglosajón vienen llamándose, de un modo significativo aunque algo ambiguo, coffee table books, libros que, en principio, no interesarían tanto por su contenido como por su continente, volúmenes de exquisita presentación formal, de dimensiones habitualmente considerables, ideales para “depositar” sobre las mesitas bajas de nuestras salas de estar, en donde languidecerán como objetos decorativos que solo de manera ocasional se abrirán para su consulta o, algo mucho más improbable, su lectura. Libros que, por ello, por su condición en cierto modo “ornamental”, pueden resultar un excelente regalo para encargar a Papá Noel o los Reyes Magos, ya que con ellos hay una casi total seguridad de “acertar”, pues sin duda el encanto y la belleza que encierran pueden ser apreciados por cualquier destinatario, incluso aunque no se trate de un inveterado lector. No obstante, las obras que os quiero presentar en esta serie no encajan del todo en esa reduccionista y algo caricaturesca caracterización, pues, siendo, en efecto, libros de edición muy cuidada y, en general, bellísimos, capaces de estimular nuestros sentidos -el tacto, la vista- por la calidad de sus imágenes, lo precioso de sus reproducciones, lo esmerado de su acabado y la delicia que se deriva de su manejo, resultan atractivos también por las propuestas de lectura que contienen, con textos sugestivos que inducen a la reflexión, amplían nuestros conocimientos y despiertan el interés por los temas de los que se ocupan. 

Hace quince días comparecía aquí una novela de culto, Seda, de Alessandro Baricco, en su brillante edición de Edelvives, con las magníficas ilustraciones de Rébecca Dautremer. Esta semana, llevado por un afán personal de mostraros, a través de los libros, manifestaciones diferentes del arte, la cultura y la literatura, el territorio a explorar será el de la fotografía, con algunos libros muy interesantes sobre la materia. El programa se articula sobre un eje central, para cuya ilustración os traigo dos títulos, cada uno de los cuales recoge sendas antologías de lo más destacado de la historia del arte fotográfico. 

El desencadenante de mi propuesta de esta tarde surge con la publicación, hace escasos meses, de El color del tiempo, un soberbio volumen, a cargo de Marina Amaral y Dan Jones, presentado, como digo, en este 2021 por Desperta Ferro Ediciones. El libro, más de cuatrocientas páginas bellamente ilustradas y con textos traducidos por Jorge García Cardiel, recoge en once capítulos los sucesos más destacados de otras tantas décadas, las que van desde 1850 a 1960, a través de doscientas imágenes significativas -muchas de ellas emblemáticas, convertidas ya en iconos culturales e incorporadas por derecho propio al inconsciente colectivo de la humanidad entera- del recorrido del ser humano por nuestro pasado reciente. No es casual, pues, que el subtítulo con el que se presenta la obra sea Una historia visual del mundo, pues en ello precisamente consiste la propuesta de Amaral y Jones, en una formidable lección de historia que se construye a partir de ciertos episodios escogidos fijados en la imperecedera instantaneidad de unas fotografías de una calidad, un simbolismo y una representatividad excepcionales. Pero El color del tiempo contiene aún, más allá del interés intrínseco que encierra ese deslumbrante paseo por la Historia, otro aliciente que lo hace único y que tiene que ver, de nuevo, con un elemento al que apunta su título: el color. Y es que el libro narra esta singular historia del mundo contemporáneo a través de unas fotografías que, tomadas originariamente en blanco y negro -los tonos en los que nos representamos el pasado-, han sido coloreadas, con mimo y precisión, tras un arduo trabajo de investigación y documentación y con un soberbio uso de la tecnología digital, por Marina Amaral, una muy creativa y cuidadosa artista brasileña, y complementadas después por los breves textos, sustanciosos y muy explicativos, de Dan Jones, historiador británico. Este libro constituye un intento de retornar el brillo a un mundo desaturado. La muestra es una historia en color. Las páginas siguientes páginas reúnen doscientas fotografías (…) En origen, todas eran monocromas, pero se han coloreado digitalmente para permitirnos contemplar con una nueva luz una época sensacional y transformadora de la historia humana, podemos leer en el texto introductorio. 

Conocida esta circunstancia, esta insólita y admirable peculiaridad “colorista” del libro, no puede sorprender lo, por otro lado, aparentemente arbitrario del marco temporal en el que se inscribe el itinerario histórico del que da cuenta la obra. Y es que 1850-1960 es la “horquilla” (“distancia o espacio entre dos magnitudes dadas”, como reza la decimoprimera acepción del término en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua) que media entre el nacimiento de la fotografía y la popularización de la imagen en color. La, podríamos decir, apagada grisura de esas imágenes pretéritas, que, en virtud de un elemental y conocido proceso psicológico, quedaban reducidas en nuestra mente a una muestra fría, neutra y aséptica de un pasado percibido, por mor de ese blanco y negro distanciador, como lejano y ajeno, se reconvierte, en la fascinante propuesta que ahora os comento, en un testimonio brillante, revelador, cálido y palpitante de unos años, no tan remotos en el tiempo, que reviven, resucitan casi, gracias a la técnica y el talento, a la creatividad y el genio de los dos responsables de este formidable libro. Una obra, por cierto, que tiene su continuidad en otro volumen excepcional, El mundo en llamas. La larga guerra 1914-1945, que con los mismos autores, similar planteamiento e idéntica presentación formal, acaba de aparecer, también en el sello Desperta Ferro. Altamente recomendable, no hay espacio ya, en esta reseña, para comentar sus muchas virtudes, entre las que la variedad, la representatividad, el dramatismo y la emoción que encierran sus imágenes son, quizá, las más relevantes. 

Marina Amaral es una especialista en colorear fotografías en blanco y negro con la finalidad de “dotar de vida al pasado”. Autodidacta y jovencísima, la brasileña ha llegado a convertirse en el principal referente mundial en ese peculiar dominio (con 27 años está en la lista de Forbes de los más influyentes jóvenes menores de treinta) y su obra aparece en los más relevantes medios de comunicación mundiales -la BBC, el Washington Post o Le Figaro, entre otros muchos-, habiendo colaborado igualmente con empresas, museos e instituciones sobresalientes, como, el Canal Historia, People Magazine, New Regency Films, el English Heritage, el New York Times, el Museo de Auschwitz-Birkenau y el National Memorial for Peace and Justice de Alabama. También es la fundadora de Faces of Auschwitz, con una sobrecogedora página web a la que os recomiendo el acceso. Igualmente, ha participado con éxito, en 2018 y 2019, en el Festival Lions de Cannes, el, quizá, más importante certamen de mundo sobre creatividad, diseño y publicidad. Con El color del tiempo, que vio la luz originariamente en agosto de 2018, ha obtenido infinidad de premios, siendo “Libro del año” para distintos periódicos y revistas, entre ellos el Mail on Sunday, el Times o el Daily Mail, que la incluyó entre los Coffee Table Books of The Year, y preseleccionado para el Waterstones Books of The Year y los British Book Awards). 

Por otra parte, Dan Jones es un historiador, locutor y periodista de éxito, con varios libros de repercusión internacional en su haber. Ha escrito y presentado decenas de programas de televisión, entre ellos la aclamada serie de Netflix / Channel 5 Secrets of Great British Castles. Redacta una columna semanal para el London Evening Standard y sus escritos también aparecen en periódicos y revistas como The Sunday Times, The Daily Telegraph, The Wall Street Journal, GQ y The Spectator

El libro es fruto de dos años de trabajo, en los que sus autores estudiaron cerca de diez mil fotografías. Para seleccionar las doscientas elegidas siguieron un criterio muy abierto, que los llevó a alternar personajes famosos y gentes desconocidas, a mostrar distintos continentes y culturas, huyendo de una mirada eurocéntrica, a privilegiar, dentro de los hechos destacados de la historia, los registros de causas nobles, de injusticias, la voluntad de “honrar a los muertos”. Las fuentes son también muy diversas: algunas fotos eran, en origen, copias en albúmina, que exigían un largo proceso de exposición, placas de vidrio al colodión, clara de huevo y nitrato de plata; otras se registraron sobre rollos de película de 35 mm. Hay fotos sacadas para el disfrute personal y otras para su distribución comercial como postales. Hay fotografías que se han conservado en un estado impecable y otras que nos han llegado muy deterioradas por el tiempo. Hay retratos de personajes históricos e imágenes de gentes anónimas. 

El hilo conductor que las une es el cronológico, de modo que el libro propone una narración continua, de la Guerra de Crimea a la Guerra Fría, de la era del vapor a la era espacial, de la época de los imperios a la de las superpotencias. Y todas ellas componiendo un escenario sobre el que danzan titanes y tiranos, asesinos y mártires, genios, inventores y potenciales destructores de mundos. En este sentido, al comienzo de cada capítulo -uno para cada una de las once décadas- se presenta un breve calendario con los principales acontecimientos del período. Acompañando a cada fotografía se adjuntan las sucintas notas explicativas de Dan Jones, que comentan la imagen e informan de su contexto. 

Agrupada cada década bajo explicativos y evocadores títulos -Un mundo de imperios (1850), Insurrección (1860), La era de los problemas (1870), La era de los prodigios (1880), El ocaso de un siglo (1890), Penumbras al amanecer (1900), Guerra y revolución (1910), Los felices años veinte (1920), El camino a la guerra (1930), Destrucción y salvación (1940) y Tiempo de cambios (1950)-, y a partir de la imagen inicial del británico Roger Fenton, uno de los primeros fotógrafos de guerra, llegando a Balaclava, en la península de Crimea, a orillas del mar Negro, en su destartalado carro, repleto de cámaras, placas de vidrio y pertrechos domésticos y profesionales varios, para documentar, con evidente afán de propaganda, el conflicto entre Gran Bretaña, Francia y el Imperio otomano, por un lado, y Rusia por otro, en el libro comparecen, siguiendo el referido itinerario histórico, “detenido” en algunas fotografías memorables, el desmoronamiento de los imperios, Napoleón III, la reconstrucción de París, la Reina Victoria, el SS Great Eastern -el gran buque, uno de los emblemas de la Revolución Industrial, creado para llevar a cabo las singladuras entre la Inglaterra victoriana y las factorías comerciales británicas en la India-, Charles Darwin, el zar Alejandro II, Estambul y el imperio otomano, la mencionada guerra de Crimea y la carga de la brigada ligera en Balaclava, el motín de la India, las guerras del opio, la expansión de los Estados Unidos de América y el exterminio de los nativos, la fiebre del oro, la conexión ferroviaria con Canadá, Garibaldi y la unificación de Italia, Bismarck, el inaccesible imperio del Sol Naciente, Karl Marx, El Capital y la emancipación de la servidumbre, Abraham Lincoln y la abolición de la esclavitud, la batalla de Gettysburg, la más sangrienta de la Guerra de Secesión, la derrota de los confederados sureños, la creación de Liberia como estado africano libre que acogería a los esclavos norteamericanos de vuelta a su “hogar”, Australia y el canal de Suez, la Comuna de París, las Guerras Carlistas, la Guerra Ruso-Turca, Tolstoi, Porfirio Díaz antes de la revolución mexicana, la Larga Depresión de la década de los setenta del siglo XIX, Custer, Stanley, Edison, el rey zulú Cetivayo, las Guerras Anglo-Afganas, el papa Pío Nono, los primeros tranvías eléctricos en Berlín, la Estatua de la Libertad y la Torre Eiffel, el magnate Rockefeller y el primer rascacielos en Chicago, los prodigios de la Exposición universal parisina de 1889, el cruel Leopoldo II de Bélgica, el Sultán de Zanzíbar y el Káiser Guillermo II, las grandes heladas de principios de los años ochenta, la erupción del Krakatoa, Clara Barton, creadora de la Cruz Roja americana, Sarah Bernhardt y los hermanos Lumière, el nuevo olimpismo a partir de los Juegos de Atenas en 1896, los automóviles, el caso Dreyfus, el hundimiento del Maine y las pérdidas de las últimas colonias españolas en 1898, las guerras chino-japonesas y la ítalo-etíope, el Jubileo del Diamante, la celebración de los sesenta años en el trono de la reina Victoria, Mata Hari, los hermanos Wright, Marie Curie, Albert Einstein, el gramófono, la isla de Ellis y sus selectivos reconocimientos médicos, de terribles consecuencias, Butch Cassidy, el terremoto de San Francisco, la construcción del canal de Panamá y la puesta en marcha del Transiberiano, la Guerra ruso-japonesa y la de los Bóer, los Jóvenes Turcos, la muerte de Eduardo VII de Inglaterra y la presencia de nueve reyes en su funeral, Pancho Villa y la revolución mexicana, la revolución china, la expedición de Scott, el hundimiento del Titanic, el estreno de La consagración de la primavera, de Igor Stravinski, las sufragistas, el archiduque Francisco Fernando, cuyo asesinato desencadenaría la Primera Guerra mundial, los diversos frentes de la brutal contienda -el occidental, Gallípoli, el oriental, el Somme, la guerra en el mar, la intervención norteamericana, las mujeres enfermeras en los hospitales de campaña, la deseada firma del armisticio-, Rasputín, el asesinato de los Románov, la gripe española, Lenin y Stalin, el Ejército Rojo, la Gran Hambruna rusa, la Internacional comunista, la división de Irlanda, la hiperinflación alemana, Hitler, el frustrado golpe de estado de Múnich, Mussolini, Libia, Siria, el Rey Faisal y los conflictos en el noreste de África, el cine mudo y el “hombre mosca” de Harold Lloyd, las flappers, los locos años veinte, Louis Armstrong, la Ley Seca, el Ku Klux Klan, los retos geográficos, el Everest, Lindbergh y la travesía del Atlántico, Amelia Earhart, el crack de Wall Street, la Gran Depresión con la imperecedera imagen de la madre inmigrante, en foto de Dorothea Lange, el New Deal, la conversión de Hitler en Führer, la Noche de los cristales rotos, el ascenso del nazismo, Leni Riefenstahl, Abisinia, nuestra Guerra civil, el Cristo Redentor erigido en Río, la guerra del Chaco, Mao, Manchuria y la enésima guerra chino-japonesa, Oriente Medio, Gandhi y la marcha de la sal, la colectivización soviética, la invasión de Polonia por los nazis, la Segunda Guerra mundial y sus escenarios -el norte de África, el frente oriental, Stalingrado, Dunkerke, los bombardeos de Londres, Pearl Harbor, Guadalcanal, los kamikazes, el Día D-, Chamberlain y Churchill, el gueto de Varsovia, la liberación de los campos, la muerte de Mussolini y su amante, Clara Petacci, la Conferencia de Postdam, Hiroshima, el Día de la Victoria -con la icónica foto, que ocupa la portada del libro, del beso del marinero y su chica en Times Square-, la partición de la India, la guerra árabe-israelí, Elvis, Jrushchov, Mao y Ho Chi Minh, la Guerra de Corea, Fidel y el Che, los Duvalier y Haití, Marilyn Monroe, Isabel II, la revolución húngara, la guerra argelina, la rebelión de los Mau Mau, Mandela, la carrera nuclear y la espacial. 

Bastantes de estas fotos están presentes también en 50 Fotografías míticas. Su historia al descubierto, otro espléndido libro, que en edición de Hans-Michael Koetzle presentó en 2011 la alemana Editorial Taschen, paradigma de este tipo de publicaciones y que tendrá un destacado protagonismo en nuestro espacio en las próximas semanas. Hay una edición más reciente del libro en la que se ha cambiado ligeramente el título: Fotografías míticas. 50 fotografías emblemáticas y su historia. Hans-Michael Koetzle es un escritor y periodista freelance establecido en Munich, que se centra, principalmente, en la historia y la estética de la fotografía. Ha publicado numerosos libros sobre fotografía, y en el que ahora os presento nos muestra, aparte de las cinco decenas de imágenes emblemáticas de nuestro tiempo (con solo cinco en color), “las historias detrás de las fotografías más extraordinarias de la historia”, tal y como sugiere el subtítulo del libro. En cada caso, la ilustración gráfica -en reproducciones de un amplio tamaño y una gran calidad- se acompaña de interesantes textos que inciden en la intrahistoria de cada imagen y en, por llamarlo así, su “contenido”, pero son comunes también las reflexiones de índole técnica sobre las aportaciones que supusieron, cada una en su momento, desde el punto de vista de los procesos tecnológicos implicados en su realización y de sus repercusiones estéticas, culturales y en los usos sociales. Además, cada comentario incorpora otras imágenes, documentos, páginas de periódicos y revistas, que ayudan a contextualizar la obra analizada en su espacio y tiempo “reales”. 

El desbordante volumen se articula también, como en la obra anteriormente reseñada, a través de un orden cronológico, aunque esta vez hilado por la poderosa presencia de los autores de las fotos, algunos de los más destacados nombres de este arte. Así, el recorrido que nos propone Koetzle, que va desde 1827 a 2001, constituye más una historia de la fotografía que, en puridad, una historia de nuestra contemporaneidad, aunque, como es obvio, los principales hitos en ambos itinerarios son, en muchos casos, coincidentes. Así aparecen, en una enumeración a vuela pluma que respeta el fluir de los años, las primeras vistas “documentalistas” de Niépce y Daguerre (los daguerrotipos le deben su nombre), que en 1827 y 1838, fotografiaron el panorama desde el estudio y el Boulevard du Temple, respectivamente; las primeras muestras de fotografía no estrictamente realista (y este juego entre la realidad y la fantasía, entre la fiel traslación de “lo que hay” y la fecunda invención de lo imaginado o soñado, aparece, desde el primer momento en el arte fotográfico, al igual que ocurrirá con el cinematográfico, con los Lumière y Mélies, como destacados representantes de ambos enfoques y, en el fondo, de ambas visiones de la vida), las fotos, con un aire onírico, de Hippolyte Bayard, en su Autorretrato como ahogado, de 1840, y Löcherer, que diez años después, recrearía entre evanescentes neblinas la construcción de la gigantesca estatua de Bavaria, en Múnich; los desnudos fruto de la colaboración de Eugène Durieu y Eugène Delacroix; los abracadabrantes experimentos médicos recogidos en 1856 por Duchenne de Boulogne en sus Contracciones musculares; el elogio del desarrollo industrial que subyace al retrato que hace Robert Howlett del ingeniero Isambard Kingdom Brunel, que posa ante un engranaje de recias cadenas del Great Eastern, uno de los mayores barcos de vapor del siglo XIX, que ya había sido coloreado por Marina Amaral; la impresionante foto de la ascensión al Mont Blanc, obra de 1862 de Auguste Rosalie Bisson, que, participando de ese espíritu pionero, innovador y aventurero de la época, refleja también el creciente interés por la naturaleza; el retrato de Sarah Bernhardt, una mujer sin corsés, la gran actriz que pasaría a la historia por su genialidad artística pero también por la legendaria foto, con solo veinte años, del no menos mítico Nadar. Y en el repertorio seleccionado hay un lugar también, cómo no, para la muerte, soslayada en sobrecogedora elipsis en la camisa del archiduque austrohúngaro y emperador de México, Maximiliano de Habsburgo-Lorena, ejecutado por un pelotón de fusilamiento en Querétaro, en 1867; François Aubert fotografía su camisa ensangrentada, atravesada por los disparos (Maximiliano había entregado una onza de oro a cada integrante del pelotón rogándoles que no le dispararan a la cabeza). Pero explícita aparece la parca, un tema “tentador” para el naciente universo de la fotografía, en la imagen de André Adolphe Eugène Disdéri que muestra los cadáveres de una docena de comuneros muertos en los levantamientos parisinos de 1871, así como en la tétrica foto de 1898 en la que Max Priester y Willy Wilcke, que lograron la imagen de modo secreto e ilegal, exponen sin paliativos al fallecido canciller Bismarck en su lecho de muerte. Vida hay, por el contrario, y rebosante de carnal sensualidad, en el retrato de Toulouse-Lautrec en su estudio, obra de Maurice Guibert. 

El cambio de siglo lo protagoniza Karl Blossfeldt, cuyos preciosistas estudios botánicos, muy vinculados al auge de las artes decorativas, encuentran su representación más destacada en la formidable Adianto, bien conocida por el público en general, pues fue la foto en las que se basó una no muy lejana campaña publicitaria de la línea de perfumes de la firma Loewe. Tres sobresalientes dimensiones de la vida social de comienzos del siglo XX, los viajes trasatlánticos, la acelerada velocidad del mundo tecnológico y las inhumanas condiciones laborales, ejemplificada en el trabajo infantil, tienen su cabida en el libro en las fotografías de Alfred Stieglitz, del que ya hablamos aquí a propósito de su relación con Georgia O’Keeffe, que recoge la abarrotada cubierta de un vapor que hace la travesía entre Nueva York y El Havre; Jacques-Henri Lartigue, en una cinética instantánea tomada en el Gran Premio del Automóvil Club de Francia, en 1912; y la pequeña trabajadora de una hilandería en California, una significativa imagen de Lewis W. Hine, el fotógrafo, con manifiesta vocación moral y combativa implicación social, conocido, sobre todo, por sus series sobre la construcción del Empire State Building neoyorquino. Esta dimensión realista y comprometida está presente también en otra imagen icónica, la de los jóvenes granjeros del alemán August Sander, responsable en su obra de infinidad de retratos de sus compatriotas de toda edad y condición. Lo esencial de su propuesta artística se concentraría en un libro, El rostro de nuestro tiempo, prohibido décadas más tarde por los nazis. Y ese tono documental y de denuncia aflora en la mujer ciega retratada por el norteamericano Paul Strand, del que os hablé hace un año en Todos los libros un libro, también en relación con Georgia O’ Keeffe. 

Tras ellos, y en un interesante cambio de tercio, las fotografías seleccionadas en el libro pasan a centrarse en el mundo artístico, con la mil veces reproducida Negra y blanca, el juego de contrastes entre el rostro de una mujer y una máscara africana, en la obra del innovador surrealista (valga la redundancia) Man Ray; el distendido retrato de 1927 de Bertolt Brecht a cargo de Konrad Ressler; y una muestra de la enorme producción de André Kertész, el creador húngaro radicado en París, con tantos vínculos, personales y artísticos, con el cubismo y las vanguardias y que apareció en este mismo espacio en 2017 a propósito de un librito, Leer, que recogía algunas decenas de sus fotos con la lectura y los libros como tema. 

De 1936 son dos de las más representativas y reproducidas imágenes de la historia de la fotografía, que se estudian a continuación, en una nueva vuelta de tuerca al “tono” de libro. En primer lugar, el miliciano abatido en el cordobés Cerro Muriano, la instantánea de Robert Capa, de controvertida ejecución y sobre cuya autenticidad han corrido ríos de tinta (estudios recientes parecen alimentar la tesis de que se trató, en realidad, de un montaje, urdido por el fotógrafo y un soldado de la República). Tras ella, nos “asalta” en el libro, tocando nuestra sensibilidad, la madre emigrante, registrada por Dorothea Lange en un campo de refugiados en Nipomo, California, y cuyo gesto de tristeza, desolación y desesperanza rodeada de sus hijos, míseros y hambrientos, no sólo constituye la representación más fidedigna de los terribles efectos de la Gran Depresión que tan bien recogieron en Las uvas de la ira, John Steinbeck, el Nobel autor de la novela, y John Ford, responsable de su magistral traslación al cine, sino una imperecedera evidencia gráfica del insoportable sufrimiento humano y de la más intolerable injusticia social. 

Otro relevante hito histórico, la explosión en 1937 del Hindenburg, el impresionante zepelín emblema del progresos y orgullo de la técnica nazi, se revela en la impresionante fotografía de Sam Shere. A continuación, y en un radical cambio de registro, apreciamos otra fotografía memorable, mil veces reproducida, la del corsé Mainbocher, que porta, de espaldas, una seductora joven, captada por Horst P. Horst en los estudios de la revista Vogue en París. La imagen, plena de erotismo y seducción, elegancia y provocación, sensualidad y belleza, supone un contrapunto exquisito al comienzo de la segunda guerra mundial que, en esos días de 1939, está a punto de desencadenarse. Y símbolo bélico -a contrario sensu, pues representa el fin de la guerra- es la imagen que capta Alfred Eisenstaedt en su Día de la Victoria. El marinero y la joven que se besan en Times Square, protagonizan una foto que es también la portada del libro, como ocurría en el caso, ya comentado, del de Marina Amaral. La terrible contienda está presente, de modo elíptico, en otra instantánea de 1945, Alemania, del maestro Henri Cartier-Bresson, en la que una víctima del terror nazi reconoce, en un campo de internamiento y a poco de terminada la guerra, a una confidente de la Gestapo; y en una más, formidable y espeluznante, de Richard Peter, la Vista desde la torre del ayuntamiento de Dresde hacia el sur, en la que podemos apreciar la devastación de la ciudad alemana tras los bombardeos aliados. De 1947, aún en la posguerra, es Viena, de Ernst Haas, que recoge un dramático momento en la liberación de soldados alemanes encarcelados por su participación en episodios bélicos. Una madre muestra, con un gesto en el que se aúnan la esperanza y la angustia, la foto de su hijo, militar, confiando en alguien pueda reconocerlo y dar noticia de su improbable paradero. 

Otro beso, y no menos icónico, es el que captó en 1950 otro fotógrafo de leyenda, Robert Doisneau, frente al ayuntamiento de París. En el libro se nos informa de su extraordinaria repercusión popular: más de dos millones y medio de postales y de medio millón de carteles vendidos. La despreocupada felicidad de la pareja se constituyó desde muy pronto en representación de la exultante alegría de la posguerra. 

Siguiendo con el recorrido temporal, Koetzle nos ofrece ahora siete fotografías espléndidas, conjugando escenas comunes protagonizadas por gentes anónimas y personajes y acontecimientos históricos. Así, vemos pasear a James Dean en Times Square, en otra imagen clásica de Dennis Stock. Contemplamos a Barbara embarazada con Shawn, el retrato que Will McBride hace de su esposa con el pantalón vaquero entreabierto para permitir la expansión de su vientre, un escándalo para la Alemania de 1960; Nos sorprendemos con la foto, plena de simbolismo, de Robert Lebeck en que captura el insólito momento en que un joven africano se hace con el sable del rey Balduino de Bélgica, en un desfile militar con el que se celebraba la independencia del Congo. Similar apelación a la libertad se encuentra en la magnífica instantánea de Peter Leibing, un prodigio de oportunidad, en que un soldado del Este salta, uniformado y con el fusil al hombro, la valla de alambre de espino que lo separa del deseado Oeste, en el Berlín de principios de los sesenta. Y libre aparece también, apenas cubierta por un vaporoso velo que no oculta, antes bien, subraya su bellísimo cuerpo, Marilyn Monroe, en la foto, parte de la última serie que la retrataría pocos días antes de su muerte, de Bert Stern. Otro icono, el Che Guevara, queda fijado en una de sus más reconocibles representaciones, obra de René Burri, registrada en el curso de un reportaje en Cuba en 1963, Y mitos son también, en otro ámbito quizás más minoritario, Andy Warhol y The Velvet Underground de Lou Reed y John Cale, a los que fotografió Gerard Malanga a mediados de los sesenta. 

La década siguiente se abre con otra foto de inolvidable y trágico recuerdo, la de Nick Ut, Napalm contra civiles, recogiendo la angustiosa huida de la niña Phan Thi Kim Phúc, corriendo desnuda hacia la cámara, con el cuerpo quemado por el letal combustible, en la interminable guerra del Vietnam. Ejemplificando otros momentos históricos de los setenta, el libro presenta dos fotos, la de Barbara Klemm que muestra a Leónidas Brezhnev y Willy Brandt, en la primera visita de un dirigente soviético a Alemania, tras años de guerra fría, y la sobrecogedora del empresario industrial Hanns Martin Schleyer, secuestrado por el Ejército Rojo, el grupo terrorista germano, en una Polaroid, tomada por los propios terroristas el 6 de septiembre de 1977 y ofrecida al mundo como prueba de vida -y amenaza y chantaje y ultimátum- pocas semanas antes de su asesinato. 

Los motivos, los estilos, los planteamientos y los propósitos que reflejan las ocho últimas imágenes del libro son bien distintos. Está la resplandeciente e inaccesible belleza de las cuatro mujeres que, enfrentadas a sí mismas en una imagen especular, con y sin ropa, “imponen” su poderosa desnudez -eso sí es -empoderamiento”- en una foto “canónica” (en varios sentidos) de Helmut Newton, cuya obra entera, probablemente, sería “cancelada” de vivir estos tiempos de desquiciada corrección política. Radicalmente distinta es La venganza de los peces de colores, una foto “construida”, artificial, escenográfica, de Sandy Skoglund, con una significativa presencia de lo onírico y un tratamiento cercano al mundo publicitario. Y no podía faltar la ambigüedad sexual de Robert Mapplethorpe, sugerida en su imagen de Lisa Lyon, la primera campeona mundial de culturismo femenino. Y comparece lo escatológico, lo perverso, lo excesivo y lo deforme, el horror, la transgresión y el escándalo, elementos todos del inquietante universo de Joel-Peter Witkin, un fotógrafo desasosegante. Y también hay espacio para uno de los más importantes fotógrafos contemporáneos, el brasileño Sebastião Salgado, con una muestra, Kuwait, de su muy ilustrativa serie sobre el trabajo en el mundo. Y en el otro extremo de la vida social, el que representan el ocio y el turismo, el británico Martin Parr ha dedicado toda su carrera artística a reflejar la ordinariez del masivo fenómeno del viaje, las hordas turísticas, los aceitosos cuerpos de las clases media y baja rebosando sordidez en mil y una playas atiborradas. Las ineludibles fotos de grupo, en este caso ante la Acrópolis helena, son una de las manifestaciones destacadas de este aborrecible signo de nuestro tiempo. Los controvertidos desnudos de Bettina Rheims, en su serie Chambre Close, provocan, por su frialdad “deserotizada”, al espectador, más allá del escándalo que suscitaron en 1992. 

El largo viaje de casi dos siglos se cierra con otra imagen que trasciende los límites de la representación para erigirse en símbolo, en esta ocasión de una época que se llega abruptamente a su fin. El 11 de septiembre de 2001 Thomas Hoepker fotografió las Torres Gemelas ardiendo en su Vista de Manhattan desde Williamsburg, Brooklyn. Cinco jóvenes, tranquilos, desenfadados, charlan relajados, sus bicicletas y sus mochilas en el suelo, ajenos a la terrible masacre que, al otro lado del río, el humo que brota de los edificios permite suponer. Como señala Koetzle, el Apocalipsis y el Desayuno sobre la hierba, juntos en una escena de un alto valor representativo. 

En fin, dos muy sobresalientes libros, interesantes tanto en su condición de indispensables documentos históricos como por su calidad formal y su atractivo estético. Dos muy bellos recorridos por la historia de la humanidad en los siglos XIX y XX. Para complementar musicalmente mi propuesta de esta tarde, una canción de Tom Waits, uno de mis artistas favoritos. Picture in a frame es una maravilla que, más allá de la referencia a la fotografía, encierra una muy bella historia de amor.  


“¡A mamá le han pegado un tiro!”, chilló uno de los muchos hijos de Florence Owens cuando estos vieron la fotografía de su madre en el
San Francisco News del 11 de marzo de 1936. Florence, que por entonces contaba 32 años, no había recibido ningún disparo. En realidad, lo que había ocurrido era que un borrón de tinta que parecía un agujero de bala manchaba la frente de su imagen en aquel ejemplar del periódico. Pero aquel retrato, tomado unos pocos días antes en un campamento de migrantes temporeros establecido junto a la Autopista 101, en California, convertiría a la mujer en todo un símbolo. 

Poca gente conocería nunca el nombre de Florence, pero su mirada perdida en la distancia, conjugada con la aparente desesperación de sus hijas sin rostro Katherine y Norma, sintetizaron los peores miedos de los ciudadanos de a pie de Estado Unidos y del mundo entero durante la década de 1930. 

El trabajo escaseaba. Las familias se veían abocadas a la indigencia. La severa recesión económica se había cebado con todos los estadounidenses. En las grandes praderas, unos mil kilómetros al este de California, las sucesivas sequías habían convertido millones de hectáreas de tierra de cultivo en un páramo casi desértico que sería conocido como el Dust Bowl (Cuenca de Polvo). El futuro, si es que había alguno, se presentaba terriblemente desolador. 

La instantánea fue tomada por Dorothea Lange, de cuarenta años de edad. Lange era una fotógrafa comisionada para recorrer el interior del país por la Administración para el Reasentamiento, la agencia federal instituida por el presidente Franklin D. Roosevelt para ofrecer apoyo y compensaciones a quienes habían perdido sus casas y empleos durante la terrible recesión económica desatada por el crac de Wall Street de 1929. 

Florence Owens fue una mujer típica de su tiempo. Descendía de nativos americanos desplazados y se había pasado buena parte de su vida adulta criando diez hijos de cuatro hombres diferentes y viajando con ellos por el país para tratar de ganarse la vida como jornalera. El día en que se topó con Lange, su familia se había detenido en aquel campamento de migrantes temporeros porque el automóvil de la pareja de Florence, un Hudson sedán, se había averiado (y no, como Lange apuntaría en sus notas, porque habían tenido que vender los neumáticos). Al igual que millones de estadounidenses, estaban sucios, hambrientos y exhaustos. 

Es posible, quizás, que no se sintieran tan desesperados como su imagen daba a entender; tiempo después, de hecho, Owens y sus hijos expresarían un cierto resentimiento por la historia que se quiso vender valiéndose de sus rostros. Sin embargo, para el gran público, aquella imagen (que formaba parte de un conjunto de seis, disparadas rápidamente con una cámara Graflex) decía mucho de una sociedad en la que el sueño americano parecía a punto de desmoronarse. 

El propio jefe de Lange, Roy Emerson Stryker, la describió como la fotografía “definitiva” de la época. Esta época de la que hablaba Stryker era un período de creciente oscuridad. La política internacional del momento estaba protagonizada por dos temas gemelos: crisis y catástrofes. El crac de Wall Street había causado estragos por todas América, empujando a la economía global a una Gran Depresión que iba a ser aún peor que la Larga Depresión que había marchitado las economías y las sociedades de todo el mundo a finales del siglo anterior. Pero la severidad de la recesión en términos puramente económicos no fue tan grave como sus efectos sobre las relaciones nacionales e internacionales. En Europa Occidental, el fascismo estaba ya en marcha desde los años veinte, pero para el fin de la década de 1930 se había apoderado de los gobiernos de Alemania, Italia y España. De todos estos países, la situación alemana era la más alarmante. El Partido Nazi de Adolf Hitler, aupado al poder en 1933, comenzó a rearmar Alemania en previsión de una nueva guerra europea, al tiempo que se afanaba en avivar los peores instintos del pueblo alemán en respaldo de sus políticas opresivas y, más tarde, de exterminio contra judíos y otras minorías. 

En el Lejano Oriente, la contienda civil en China quedó interrumpida solo cuando el país entró en guerra con Japón por el control de la disputa región de Manchuria. En la Unión Soviética, el ruinoso programa de colectivización de Stalin condenó a millones de personas a la muerte por inanición. Sudamérica continuaba atenazada por guerras y revoluciones, y en la India las protestas pacíficas contra el gobierno británico se encontraron con represalias en ocasiones brutales. La cuestión de su alguno de estos procesos hubiera acaecido aunque el mercado bursátil estadounidense no se hubiera desplomado en 1929 es discutible e imposible de saber. Pero lo que es seguro es que, durante la década de 1930, el mundo se encamino hacia una ordalía que superaría incluso los horrores de veinte años atrás. 

Es probable que Florence Owens no pensara en nada de todo esto mientras mantenía la mirada perdida más allá de las lentes de la Graflex de Lange. Sus preocupaciones inmediatas consistían en alimentar a sus hijos mayores, amamantar al bebé que sostenía contra su pecho y conseguir que alguien reparara el radiador de su Hudson. Pero, desde el momento en que el obturador de la cámara de Lange se disparó, millones de personas pudieron contemplar su rostro turbado y vieron en él sus propias dudas, tormentos y preocupaciones.
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Marina Amaral. El color del tiempo

miércoles, 1 de diciembre de 2021

ALESSANDRO BARICCO. SEDA   

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy, en este primer día del mes de diciembre, sale al aire con dos ligeras novedades con respecto a las emisiones pasadas. En primer lugar, con el programa de esta tarde recuperamos la periodicidad semanal, la más común en nuestra trayectoria; una pauta que en los meses de septiembre, octubre y noviembre debimos interrumpir, limitándonos a los encuentros quincenales con la audiencia, a causa de las muchas e impostergables obligaciones profesionales de quien os habla, Alberto San Segundo. Sin saber aún si, tras las vacaciones navideñas, podré mantener el habitual ritmo de recomendaciones semanales, al menos en este diciembre final del año sí que quiero ofreceros mis sugerencias en cada una de las tres semanas lectivas del mes (tres, porque el próximo miércoles, 8 de diciembre, al ser festivo, se interrumpen las emisiones de Radio Universidad). 

La segunda relativa “alteración” del patrón al que de ordinario se acomoda nuestro espacio reside en el hecho de que a lo largo de estos tres programas postreros de 2021 (y los dos primeros del mes de enero) voy a presentaros obras que, al margen de su valor literario intrínseco, encajan en la muy flexible rúbrica de “libros de regalo”, especialmente oportunos en estos días ya algo forzadamente -con el frenesí comercial que nos rodea por doquier- prenavideños. Así, en estos últimos miércoles del año, veréis desfilar por el programa libros en general voluminosos, ilustrados, con fotografías y abundante “aparato” gráfico, ofrecidos en publicaciones muy cuidadas, normalmente de gran tamaño, con tapas duras, papel de calidad y otros pormenores de edición que los hacen singulares, independientemente de su texto, y que resultan, por ello, muy adecuados para llenar las alforjas de Papá Noel o los Reyes Magos (según cuáles sean las preferencias ideológicas de cada uno, en esta sociedad española tan ridículamente entregada a las guerras culturales). Se trata, en definitiva, de ese tipo de libros para los que ya hay una expresión acuñada en inglés, coffee table books, muy significativa de su condición, más decorativa que literaria, de objetos exquisitos. No obstante, siendo así, encajando con mayor o menor dificultad en esa categoría, los cuatro títulos (aunque serán más, pues alguno de ellos se abre a propuestas paralelas) de los que voy a hablaros a partir de esta misma tarde tienen, todos ellos, un innegable valor literario -o, al menos, cultural- en su contenido, que en bastantes casos supera incluso la belleza de su continente. 

Empezamos, pues, la serie con una novela probablemente ya conocida por nuestra muy lectora audiencia, pues ha cosechado un enorme éxito de ventas en el mundo entero, y en particular en España, multiplicando sus ediciones desde su inicial presentación en un 1996 del que ahora se cumple un cuarto de siglo. Un vigésimo quinto cumpleaños que constituye la excusa para que yo recupere ahora un libro obviamente muy alejado de la “rabiosa actualidad” (tópico periodístico especialmente detestable en el que, sin embargo, incurro; eso sí, entre comillas). Me estoy refiriendo a Seda, la delicada, elegante y bellísima novela de Alessandro Baricco, publicada en la editorial Anagrama en diferentes ediciones en estas dos décadas y media. Yo os la traigo en dos de ellas, la primera y originaria, la más sencilla formalmente, de difícil conceptuación por tanto en la categoría de “libros de mesa de café” a la que antes aludía, y también en otra, esta sí en edición primorosa, que vio la luz en la Colección Contempla de la editorial Edelvives en 2013, con el texto del italiano en la misma traducción que la de Anagrama, a cargo de Xavier González Rovira y Carlos Gumpert, y con formidables ilustraciones de la francesa Rébecca Dautremer, una muy conocida y espléndida ilustradora con una extensa trayectoria en la que sus dibujos han acompañado decenas de textos literarios, muchos de ellos infantiles. Hay también, para completar mi plural oferta, una a priori interesante, aunque algo insustancial película del mismo título, Seda; una coproducción italiana, canadiense y japonesa, dirigida en 2007 por François Girard, con banda sonora de Ryuichi Sakamoto y con las interpretaciones de, entre otros, Michael Pitt, Keira Knightley, Kôji Yakusho, Sei Ashina y Alfred Molina. E incluso existen adaptaciones de la novela al teatro o a la radio a las que se puede acceder en internet. En particular, y barriendo para casa, en mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, podéis encontraros, a comienzos de enero, a la vuelta de las vacaciones, con una serie de emisiones dedicadas al libro en las que, complementando mi lectura de distintos fragmentos del texto, suenan evocadoras canciones nacidas en los países que atraviesa la “Ruta de la seda” interpretadas por músicos de esos remotos pueblos. ¡No os las perdáis! 

Alessandro Baricco, turinés del 58, es un escritor bien conocido en España, en donde sus obras han sido publicadas, todas, que yo sepa, en Anagrama, desde hace décadas. Muy premiado en su país, en el nuestro, títulos como Océano mar, La esposa joven, The Game, Tierras de cristal, Sin sangre, Novecento, City o la muy reciente Lo que estábamos buscando, con la pandemia como centro, vienen reeditándose de continuo, con una presencia constante, por tanto, en las librerías españolas. 

Baricco abría la edición italiana de Seda con estas palabras que, enigmáticas y algo evanescentes, permiten ya un significativo primer acercamiento al “clima” del libro y despiertan, sin duda, el interés por su lectura: Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores, que no tienen un nombre exacto que los designe. Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. No hay mucho más que añadir. Quizá lo mejor sea aclarar que se trata de una historia decimonónica: lo justo para que nadie se espere aviones, lavadoras o psicoanalistas. No los hay. Quizá en otra ocasión

La historia está ambientada en la pequeña ciudad de Lavilledieu, en el sudeste de Francia, en la segunda mitad del siglo XIX. Ya en las primeras frases del libro el narrador nos recuerda que en esos días Flaubert escribía Salammbô y Abraham Lincoln libraba la guerra civil en Estados Unidos, poniendo un contrapunto “objetivo”, entresacado de la realidad de la época, a la muy intimista y atemporal historia que vamos a leer. En la provinciana ciudad vive Hervé Joncour, un hombre de treinta y dos años dedicado a la compraventa de gusanos de seda (de los huevos de los pequeños animalillos, en realidad: Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos de seda cuando ser gusanos de seda consistía en ser minúsculos huevos, de color amarillo o gris, inmóviles y aparentemente muertos. Sólo en la palma de una mano se podían sostener millares) en distintos países de Europa, viéndose obligado, cuando las epidemias dañaban los viveros europeos, a aventurarse, atravesando el Mediterráneo, hasta Egipto o Siria. Felizmente casado con Hélène, sin hijos, la prosperidad de su negocio le permite vivir holgadamente, carente de preocupaciones económicas, en una existencia plácida y sin especiales inquietudes, pues, como señala la voz narradora, era uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla [sic por el “subrayado” tipográfico]. Cuando en 1861, una devastadora plaga de pebrina destruye los huevos de los insectos en los cultivos europeos, se extiende a través del mar, alcanza a África y, según se cuenta, llega incluso a la India, Lavilledieu, como otras ciudades que viven de la producción de seda, y el propio Hervé Joncour, se ven abocados a la ruina. A sugerencia de Baldabiou, el hombre que, veinte años antes, había involucrado al pueblo en el negocio de la seda y que, tan sólo ocho años atrás, con su poderosa influencia había interrumpido la incipiente carrera militar de Hervé y encaminado su vida a la actividad sedera, se embarcará en un largo y difícil viaje hacia Japón, una isla llena de gusanos de seda, a la que en doscientos años no han conseguido llegar ni un comerciante chino ni un asegurador inglés, y a la que no llegará nunca ninguna enfermedad. El éxito de su primera expedición lo induce a repetirla una y otra vez, contactando con Hará Kei, un poderoso jefe local, un aristócrata, el hombre más inexpugnable del Japón, que se convertirá en su proveedor habitual, favoreciendo una empresa que hará rico al francés. En la primera audiencia que Hará Kei le concede, en una puesta en escena solemne y algo artificiosa, el jerarca aparece vestido con una túnica oscura, sin joyas ni adornos, sentado con las piernas cruzadas, estático, a un lado de la habitación. El único signo visible de su poder era una mujer tendida junto a él, inmóvil, con la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos bajo el amplio vestido rojo que se extendía a su alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por los cabellos: parecía acariciar el pelaje de un animal precioso y adormecido. La joven, una muchacha cuyos ojos no revelan un origen oriental, cruzará su mirada con Hervé, con una intensidad desconcertante, provocándole una conmoción perturbadora y despertando en él una atracción vibrante, insoportable y dolorosa en su imposible realización. En uno de sus siguientes viajes, y tras una experiencia nocturna rodeada de misterio y sensualidad, de refinamiento y dulzura, el francés volverá a su tierra llevando consigo una nota, escrita en intrincados ideogramas japoneses, que la enigmática mujer -o quien haya podido ser pues durante el encuentro Joncour ha tenido los ojos vendados- ha deslizado en la palma de su mano (y no en su equipaje, como afirmé de manera inexplicable en la emisión radiada, pues me "sé" el libro casi de memoria). Una vez en Lavilledieu, urgido por la necesidad de descifrar el inextricable mensaje, entrará en contacto con Madame Blanche, una rica propietaria de un burdel, japonesa, que le desvelará el breve pero intenso recado, una perentoria petición de apenas tres palabras cargadas de emoción que transformarán su vida. Como resulta evidente, no voy a desvelar aquí -y ello pese a que, como he señalado, el libro lo ha leído “todo el mundo”, y su trama y sus pormenores son, por tanto, bien conocidos- ni el contenido del escrito ni las distintas peripecias que vivirá Hervé y que tienen que ver con sus posteriores viajes al Japón en busca de la muchacha, con la relación con su esposa y con las vicisitudes de su dedicación profesional al negocio de la seda. Debéis leer el libro para averiguar todo ello y, sobre todo, para disfrutar de su belleza melancólica, estremecedora, llena de pasión, sensibilidad, poesía y exaltado lirismo. 

Más allá del propio interés de la historia, hay muchos aspectos del libro que lo hacen atractivo al lector, como, por ejemplo, el refinamiento en la presentación de los escenarios, tanto en lo que se refiere al pueblo francés (el perfume de las moreras en Lavilledieu, que casi podemos oler), con la descripción del ambiente pueblerino y el peculiar universo de la cría de gusanos de seda, como en las ligeras pinceladas con las que se resuelven los viajes de Hervé a través de Europa y Asia, hasta, por supuesto, el elegante exotismo de los pasajes japoneses, cuya escenografía rezuma gracilidad y sutileza, con los pájaros, los ropajes, la ceremonia del té, los rituales. Por otro lado, existe también un leve y subyugante toque de intriga, pues el lector avanza en el texto queriendo saber qué ocurrirá con Joncour a partir de la extraña experiencia, rozando lo iniciático, vivida con la misteriosa joven. Es destacable, igualmente (pero no cabe más que mencionarla, para, una vez más, no revelar un aspecto sustancial de la novela), la sorprendente vuelta de tuerca final que ilumina la vivencia de sus protagonistas con una luz nueva e inesperada. Incluso, de un modo tangencial, parece acertada la ubicación de la historia en una época muy significativa de nuestra civilización, de la de Francia en particular, con la revolución industrial, los descubrimientos científicos, los citados Salammbô y Abraham Lincoln, y la apertura a otros mundos, algunos tan inaccesibles y remotos (en todos los sentidos) como el del extremo oriente japonés, un universo cerrado durante siglos para el visitante occidental. 

Es también memorable, sin duda, y permanece en nuestra memoria sobre el resto de los elementos que “definen” el libro, la deliciosa, obsesiva y muy hermosa historia de amor que rezuma seducción, deseo y erotismo (son dos historias de amor, en realidad, pues, al margen de su delirio por la desconocida apenas entrevista en el otro extremo del mundo, Hervé ama apasionadamente a su esposa: Te amaré siempre, le dirá, con emoción y sinceridad, mientras su ser entero vibra de deseo por la vaporosa sombra, como salida de un sueño, que dejó en Japón). En torno a ese dualismo principal se articulan las reflexiones más sugestivas a las que se abre el libro: el conflicto entre lo que somos y lo que ansiamos ser; la realidad y los sueños; la cómoda placidez de nuestra confortable cotidianidad y la arriesgada aventura del deseo, de la pasión, de la locura; la serena poesía de lo familiar y la belleza convulsa de lo desconocido por descubrir, todo ello ejemplificado en esos dos mundos, Oriente y Occidente, Hélène y la bella ¿soñada? Dilemas, en definitiva, que configuran, con la debida adaptación de las circunstancias, la esencial preocupación de nuestras vidas, que se debaten siempre, de un modo u otro, entre la cómoda, pero algo insulsa, aceptación de nuestra limitada normalidad y la espera, que en la mayor parte de los casos no pasa de la ilusionada expectativa, de la promesa nunca realizada (Ni siquiera llegué a oír nunca su voz), de una experiencia transformadora que nos cambie, nos haga ser otros, nos permita acceder a una versión inexplorada (y a menudo hasta desconocida o inimaginable) de nosotros mismos que, en nuestra fantasía idealizada, se presenta como lograda y feliz. De ahí el tono melancólico que impregna la historia, el regusto triste que deja su lectura, la pesadumbre nostálgica y la difusa añoranza que imprimen en un lector, afligido al contemplar la profunda y dolorosa verdad de la vida que tan delicadamente se nos muestra, pero también, en el fondo, gozoso, por haber podido experimentar, aunque haya sido de manera vicaria a través de la peripecia de Hervé Joncour, una vivencia de tal intensidad, tan decisiva, que, en el curso de una vida, a muchos sólo les es permitido conocer en la imaginación. De ahí, más allá de la belleza intrínseca del relato, el alcance universal de una novela capaz de conmover por igual a personas de países, clases sociales o modos de pensar muy distintos (aunque hay excepciones, como luego veremos). De ahí, una vez más, la formidable “potencia” de la literatura, su capacidad inigualable (sólo el cine puede estar a la altura en este aspecto) para “añadir vidas a la vida”. 

Impregnando todas estas distintas dimensiones de la novela, Seda resulta además inolvidable por la singularidad de su estilo. La prosa de Baricco es austera, sencilla, muy clara y precisa, nada parece sobrar, nada se echa en falta. Hay una extraordinaria precisión en la captación de los detalles, las miradas, los gestos, y, a la vez, hay un uso formidable de la elipsis, de lo que se insinúa o sugiere, de lo que meramente se apunta, de lo que se esboza y se da por sobreentendido. Todo ello contribuye a que el relato transmita una muy intensa sensación de transparencia, de levedad y sutileza, un aire etéreo, como irreal, al margen del tiempo, en un efecto bellísimo que resulta, obviamente, buscado y que, además, desde mi punto de vista, vincula la opción estilística elegida por el autor con el propio núcleo irradiador del libro: la seda, a la que resultan aplicables, como parece evidente, las referidas notas de transparencia, levedad, sutileza, liviandad o pureza (que además, creo, apuntan a también a una lectura metafórica: el efímero paso del hombre por el mundo, la fugaz y huidiza huella que nuestra vida, esa exhalación que se disipa en la eternidad, en la nada, deja apenas tras nuestra irrelevante travesía vital: una nube pasajera, un suspiro, una sombra, el leve roce de un suave pañuelo de seda). A estos rasgos hay que sumar, además, el ritmo de la escritura, muy musical; la brevedad de los sesenta y cinco capítulos (en un libro que apenas llega a las cien páginas en su edición sin ilustrar), cuya distinta extensión parece pautada para acentuar ese carácter melódico, armonioso; las constantes repeticiones y los motivos recurrentes que operan como ritornelos, como estribillos; las frases también muy cortas, como aforismos en muchos casos (a modo de ejemplo, Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca, una sentencia que, por otra parte, encierra, a mi juicio, gran parte del espíritu esencial del libro) que parecen pensadas para provocar su lectura cadenciosa, eufónica. 

Es cierto también que hay mucho de artificioso en la construcción que Baricco nos ofrece, pero ¿qué otra cosa es la literatura que artificio, simulación, invento, fingimiento e ilusión, fantasía y quimera? Si había un nombre para todo aquello, era teatro, leemos en un pasaje -no sé si intencionado- de la novela. Las críticas más recurrentes a Seda ponen el énfasis en ese carácter artificial, en sus opciones estilísticas demasiado impostadas, demasiado poco “naturales”, en las que se percibe abiertamente la tramoya subyacente, el oficio de escritor, las trampas en la escritura. Se subraya la poca consistencia de los personajes, su tono demasiado empalagoso, “pastelero”, la, a fin de cuentas, inanidad de una historia que no pasa de ser una simple fábula, de “mensaje” consabido y previsible, que, no obstante, se embellece con mucho aparato formal, con elevadas pretensiones de literatura, para encubrir su ligereza de fondo. El debate suscitado por el libro, casi desde su aparición, me ha recordado el que, en su momento, provocó la “explosiva” irrupción de Bélver Yin, la para mí deslumbrante novela de Jesús Ferrero, en el mundo literario español de hace ahora cuarenta años. El escenario exótico -China en el caso del libro del zamorano-; la ambientación en una época nebulosa -los años treinta del siglo pasado en Bélver Yin-; la creación de una atmósfera singular, densa pero elegante; la delicadeza y el refinamiento del mundo oriental; la aspiración a la belleza; la originalidad de la temática, alejada, en uno y otro caso, del realismo “dominante”; el tratamiento de los personajes, muy distinto del impuesto por el psicologismo al uso, son elementos comunes a ambos libros y que, en los dos casos generaron el mismo tipo de reacciones de quienes -entonces y ahora- defienden una literatura de más enjundia. Novelita, de lectura fácil y sencilla, best-seller fabricado al poco exigente gusto del público, conformista y deudor de la moda literaria, repleto de clichés sobre Oriente, librito entretenido, eje argumental meramente anecdótico, prosa deficiente, inconsecuencias en la trama, son algunas de las objeciones sobre el libro que plantean sus detractores. Y sí, Seda quizá sea todo esto, pero es también una novela bellísima capaz de emocionar a sus lectores y, sólo por ello, capaz también de mejorar sus vidas. ¿Qué más podemos pedirle a un libro? 

Si, por si ello fuera poco, podemos disfrutar de la belleza añadida de las ilustraciones de Rébecca Dautremer, que complementan el texto en la edición de Edelvives, el regalo (en todos los sentidos, también el literal, en estas semanas en las que ya se vislumbra el dadivoso horizonte navideño) resulta excepcional. He escrito “complementan”, pero, en realidad, las noventa imágenes que acompañan el texto de Baricco son una auténtica recreación, una obra autónoma que, por otros medios, con otros recursos, a través de otros mecanismos artísticos nos cuentan la melancólica historia -la misma, pero “reinventada”- del sufriente, aunque en el fondo quizá afortunado (y dejo que seáis vosotros, tras la lectura del libro, quienes emitáis el dictamen), Hervé Joncour. No estamos, pues, ante un libro con ilustraciones, sino que, como ha señalado el propio escritor en una entrevista, se trata de una puesta en escena del texto, una completa reinterpretación, también poética, también emotiva, también delicada e intensa, también bellísima, de Seda

Y es que el talento y la sensibilidad de la ilustradora francesa, unidos a su dominio de muy diferentes técnicas pictóricas, consiguen un resultado brillante, un magnífico exponente de las enormes posibilidades creativas que encierra el libro ilustrado. Dautremer usa a veces el color, a veces el blanco y negro, recurre al lápiz, al pincel o al gouache, alterna imágenes nítidas y precisas con estampas difuminadas y evanescentes, incorpora grabados antiguos para componer collages, en una amplia variedad de registros que multiplican las posibilidades expresivas que encierra la obra. Con una atractiva alternancia de surrealismo onírico y minuciosidad realista, de deformación caricaturesca y fidelidad al detalle, la ilustradora nos cuenta, en paralelo, intercalada con las palabras de Baricco, su historia, poniendo “cuerpo” a todo lo que “está”, literalmente, en el texto e incluso a mucho de lo que sólo se apunta o insinúa. 

Así, y en un repaso a vuelapluma, comparecen las alusiones a la época industrial, a los ya mencionados Flaubert y Lincoln, a la historia de Salammbô y a las batallas de la guerra civil americana. Y desfilan también los personajes, un inicialmente atildado Hervé Joncour; el enérgico Baldabiou, desdoblado, jugando al billar contra sí mismo en el café de Verdun; la bella Hélène, a menudo pensativa, siempre reservada, su tristeza presentida; el misterioso Hara Kei; la perfección del rostro oriental de madame Blanche, sus minúsculas flores azules en los dedos, su elegancia; el pianista del burdel que ésta regenta en Nîmes; las bellas y jóvenes prostitutas; el atractivo caballero inglés que coquetea con Hélène en el Hôtel Suisse; las fragorosas carcajadas del tratante de ganado de Dresde; el pensativo Michel Lariot, perpetuo perdedor al dominó. Y están también los muchos viajes Lavilledieu-Japón representados en una especie de cómics con grabados de la época que se intercalan, a modo de glosa del texto, y los escenarios, los lugares y los encuentros en los viajes, la seductora mirada de las mujeres sirias o egipcias, enigmáticas tras los velos, los andenes de las estaciones, los desplazamientos a caballo, los navíos que surcan ríos interminables, el ritual del baño en Japón, la espesa vegetación del lago, la pirotécnica explosión de las aves, nube de colores disparada en la luz y de sonidos asustados, música en fuga, volando en el cielo, la desolación de la aldea de Hara Kei destrozada, el fin del mundo, la caravana a lo Hokusai o Hiroshige, el chico que llevaba mensajes de amor, ahorcado en un árbol al borde del camino, su cuerpo en el suelo, un hombre arrodillado a su lado. Y está, cómo no, la seda, la interminable maraña de los hilos de seda, los gusanos, los frágiles huevos. Y la enorme mansión de los Joncour, y el parque de Hélène, las enormes pajareras, la desvencijada casa de Jean Berbeck, el hombre que un día dejó de hablar y no volvió a hacerlo hasta su muerte. Y en ocasiones irrumpen, como “resumen” privilegiado de una escena, los objetos, la delicada taza de té, las sandalias de paja, las jaulas que encierran aves refinadas y bellísimas, el paño húmedo sobre los ojos, la vestimenta de los campesinos japoneses, una carta doblada a la mitad. 

Se recrea Dautremer en la belleza de las escenas eróticas, en la lentitud, la emoción y la ternura de los encuentros amorosos, en las que se nos muestran los cuerpos, pero sobre todo las almas. Y en ese terreno de lo intangible brilla especialmente el talento de la dibujante, pues logra trasladar al lector, al atento observador de sus imágenes, la honda, silenciosa, taciturna melancolía de Hélène, la añoranza y la soledad de Hervé, su tristeza irremediable, su desesperación, su mirada en el lago cuando entrevé, dibujado en el agua, el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida, su profunda aflicción acodado en un puente sobre el Sena, su desolación, su congoja incontenible. 

Y “vemos”, también, como he señalado, inventado por la creadora, lo que ni siquiera está en el libro, pues cualquier ligera alusión, un detalle menor, una frase o una palabra sin apenas relevancia en el texto, la lleva a una digresión gráfica: Santa Inés con un subfusil, un tatuaje de samurái en el pecho de un hombre, un elenco de objetos salvados de un incendio, sacados de un catálogo de 1862, una página de otro catálogo, esta vez de huellas de aves, distintos personajes atemporales bajo enormes paraguas en unas escenas de una extrañeza como onírica. En fin, una maravilla, exquisita y genial. 

Un breve apunte, ya para cerrar, acerca de la película que, siendo capaz de emocionar -al menos a personalidades sensibleras y romanticonas como la mía-, no está, sin embargo, a la altura de las palabras y las imágenes de Baricco y Dautremer, sin llegar a la hondura y la profundidad de la novela. A pesar de ello, y salvedad hecha del actor principal, un Michael Pitt soso e inexpresivo, absolutamente inadecuado para el papel, en un irreparable error de casting, la cinta se ve con agrado por Alfred Molina, que encarnando a Baldabiou se “come” las escenas en las que aparece; por la como siempre guapísima Keira Knightley; por la también muy bella Sei Ashina, que falleció, con sólo treinta y seis años, el año pasado; por la fotografía demasiado bella (en ocasiones, la película parece una sucesión de estampas del National Geographic); y por la delicada banda sonora de Ryuichi Sakamoto. Y pese a una ostensible superficialidad formal, esta Seda cinematográfica, una vez más -y ya son varias- ha vuelto a emocionarme. Recomendable, pues, independientemente de sus carencias. 

Extraído precisamente de la banda sonora de Riuychi Sakamoto os dejo con un tema precioso, The girl, evocador de esa nostalgia, tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, en una ajustada pero en este caso no del todo exacta definición de la Real Academia Española de la Lengua, pues la pena de Hervé Joncour tiene su causa no sólo en la remembranza de un pasado feliz y ya irrecuperable, sino también en la añoranza de una plenitud nunca vivida.


Por la noche Hervé Joncour preparó las maletas. Después se dejó llevar a la habitación pavimentada de piedra, para el ritual del baño. Se recostó, cerró los ojos, y pensó en la gran pajarera, loca prenda de amor. Le pusieron sobre los ojos un paño húmedo. No lo habían hecho nunca antes. Instintivamente intentó quitárselo, pero una mano cogió la suya y la detuvo. No era la mano vieja de una vieja. 

Hervé Joncour sintió resbalar el agua por su cuerpo, primero sobre las piernas, y después a lo largo de los brazos, y sobre el pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño a su alrededor. Sintió la ligereza de un velo de seda que descendía sobre él. Y la mano de una mujer —de una mujer— que lo secaba, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y paño tejido de nada. Él no se movió en ningún momento, ni siquiera cuando sintió que las manos subían por los hombros hasta el cuello y los dedos —la seda y los dedos—, subían hasta sus labios, y los rozaban, una vez, lentamente, y desaparecían. 

Hervé Joncour sintió todavía que el velo de seda se levantaba y se separaba de él. La última cosa fue una mano que abría la suya y que dejaba algo en la palma. 

Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó. 

No fue nada, después, abrir la mano y ver aquella hoja de papel. Pequeña. Unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra. 
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Alessandro Baricco. Seda