Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de octubre de 2018

GEORGE SAUNDERS. LINCOLN EN EL BARDO 

Hola, buenas tardes. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy quiere acercaros un libro magnífico, uno de los más interesantes y conmovedores que he podido leer en este último año. Se trata de Lincoln en el Bardo, la obra del norteamericano George Saunders que ganó el prestigiosísimo Man Booker Prize en 2017 y que en nuestro país ha visto la luz hace unos meses, en este mismo 2018, en la Editorial Seix-Barral, con traducción de Javier Calvo y encabezado por una estupenda portada, que me ha recordado a Lotte Reiniger y sus clásicas siluetas animadas. George Saunders es un escritor destacado y muy reconocido por varias de sus colecciones de relatos, algunas de ellas publicadas en España, aunque yo no lo había leído hasta toparme con este deslumbrante Lincoln en el Bardo, su primera novela. 

Antes de comentar en extenso el libro, dejadme hacer una nueva reflexión -y aunque son muchas en la ya larga trayectoria de Todos los libros un libro está, en este caso, especialmente justificada dadas las características de mi propuesta de esta tarde- acerca de la ductilidad que ofrece el género novelístico para albergar en su seno cualquier forma, incluso las menos imaginables, de narración. La versión más predecible de la novela, que se corresponde con su primitivo planteamiento decimonónico -aunque no es cierto, el origen es previo y la libre experimentación, la construcción de un “artefacto” libérrimo para contar historias, que explore todas las posibilidades expresivas del relato, ya está en el Quijote-, se presentaba, dentro de su eficacia, como limitada y necesariamente lineal: desarrollo de la trama bajo la fórmula planteamiento-nudo-desenlace con los acontecimientos fluyendo, en general, de manera sucesiva; como corolario, la importancia del tiempo en tanto elemento sustancial de la acción descrita; minuciosa descripción del espacio, de los paisajes, ambientes y entornos; personajes y situaciones inventados pero “extraídos” de la vida real, de la que son recreación o espejo; figuras protagonistas caracterizadas como encarnación de alguna suerte de “heroísmo” -siquiera menor-, mostradas con cualidades ejemplares, de tal manera que el novelista ponía en él (o en ella; piénsese, entre otras muchas muestras, en los personajes femeninos de Jane Austen o las Brontë) los idealizados rasgos de perfección que quería defender; proposición de modelos de vida y de comportamiento, de paradigmas morales, de dechados de perfección; voluntad de “completitud”, de creación de un universo literario inexistente fuera de las páginas del libro pero plausible y verosímil; indagación psicológica en las almas de las criaturas imaginadas por el autor; escritura inequívocamente en prosa; voz narrativa omnisciente, con el escritor constituido en demiurgo que todo lo ve, todo lo sabe y (casi) todo lo cuenta... 

Obviamente, sobre todo a partir del siglo XX, a causa de los cambios sociales (la ruptura -física, política, psicológica, religiosa, antropológica, moral- de los grandes modelos teóricos explicativos del mundo, el avance y la reivindicación del individualismo, la generalización de la educación) y tecnológicos (la rapidez de los medios de transporte, la progresiva inmediatez que suponen los avances en las telecomunicaciones, el gran invento del cine, entre otros muchos), gran parte de estos rasgos básicos -y necesariamente esquemáticos- van resquebrajándose y, a través de las consiguientes fisuras, prosperan fórmulas más abiertas que diluyen y desvanecen los límites del más o menos rígido modelo original. Multiplicación de los planos temporales; ruptura del orden secuencial previsible; profundización psicológica a través del flujo de conciencia; convivencia de registros lingüísticos variados; incorporación de técnicas cinematográficas como el flashback, el montaje en paralelo o las yuxtaposiciones; alteración del punto de vista; cuestionamiento de la visión unívoca del narrador a través de la proliferación de voces narrativas diversas; construcción de personajes bien alejados de cualquier modelo de excelencia, antes al contrario, reivindicación del malvado, del proscrito, de marginado, del asocial; mezcla de estilos y géneros, difuminándose las fronteras entre prosa y poesía, entre ficción y documento, entre historia, crónica, reportaje o autobiografía… son algunas de las novedades -hoy incorporadas con normalidad al género y asumidas naturalmente por cualquier lector- que ofrecen las novelas en la actualidad. En las últimas décadas estas propuestas novelísticas “alternativas” no paran, además, de crecer y diversificarse, hasta el punto de que la narración “clásica” es casi una rareza y el adjetivo “decimonónica” aplicado a una novela suena como si fuera un insulto y condena a su creador al descrédito literario. 

Sirva esta larga introducción para presentar Lincoln en el Bardo, perfecta ilustración de este fenómeno de renovación radical de un género que sólo nominalmente puede seguir llamándose novela. La magnífica libertad de la obra de Saunders, su poderosísima capacidad para conmover, para interesar y hacer reflexionar, para despertar, en definitiva, la inteligencia, la sensibilidad y la emoción de los lectores mediante una propuesta literaria insólita -incluso en estos días en que todos estamos acostumbrados a unas permanentes innovación y experimentación estilísticas-, hacen de su libro una auténtica obra maestra de lectura inolvidable. Escritura fragmentaria, con frases que se interrumpen a mitad de su “recorrido” natural; confusión de tiempos; incorporación de fuentes variadas, reales e inventadas, textos históricos, diarios, noticias periodísticas, testimonios apócrifos (o no); uso de registros lingüísticos variados; tipografía poco convencional; ausencia -o al menos casi imperceptibilidad- de la trama; creación de un espacio literario sorprendente; presentación de personajes que están muertos y que, pese a ello, sienten y hablan; espíritus que penetran los cuerpos y poseen sus cerebros y sus corazones; fantasmas que deambulan de un lado a otro contando sus experiencias; monólogos interiores y descripciones naturalistas; léxico creativo (correflotamos, cajón de enfermo, entre otras muchas muestras) dando cuenta de una realidad, nueva y desconocida, para cuya descripción no llega en ocasiones el vocabulario preexistente; constante provocación al lector -benévola, amigable, nada belicosa- en una propuesta, en definitiva, al margen de casi cualquier convención, son algunas de las peculiaridades de esta maravilla que ahora os recomiendo con entusiasta convicción. 

El 25 de febrero de 1862 Abraham Lincoln entierra a su hijo Willie, de solo once años, en el cementerio de Oak Hill, cerca de Georgetown. El niño, afectado por unas fiebres tifoideas, será sepultado el mismo día en que se publican las listas de los tres mil caídos en la sangrienta victoria de la Unión sobre los confederados del Sur en Fort Donelson, una de las batallas más notables en la Guerra Civil estadounidense. Esos dos grandes ejes temáticos, fundamentalmente el primero, enmarcan el planteamiento argumental de Lincoln en el Bardo. Así, el presidente norteamericano, hundido en el dolor que le provoca el fallecimiento de su pequeño hijito, se ve igualmente abrumado por las dudas que su conciencia le plantea en relación al sentido de sus decisiones políticas, como consecuencia de las cuales las vidas de todos esos otros jóvenes han quedado cortadas de raíz en los campos de batalla. Sufrimiento individual azaroso y por tanto absurdo y de imposible “comprensión” frente a padecimientos colectivos justificados, elegidos, exigidos por el peso de la Historia y por ello, en cierto modo, necesarios: he ahí el conflicto, la intensa lucha que desencadena y explica la narración de Saunders y que puede verse recogida -siquiera de manera concentrada- en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña y en el que se ponen de manifiesto el sufrimiento y las vacilaciones del personaje. 

Descrito de este modo, el núcleo central de la novela no parece propiciar un desarrollo de un gran alcance; sin embargo, como se ha dicho, es la maestría literaria de su autor lo que convierte la doblemente penosa anécdota en una obra de arte lograda, al inventar una realidad paralela, insólita e imposible, que, sin embargo, acaba por implicar a un lector que se olvida de las previsibles coordenadas de su realidad inmediata y suspende su escepticismo racional, para acabar aceptando como verosímil -literariamente verosímil- una historia que fuera de la literatura no tendría ni pies ni cabeza. Por de pronto, y este elemento ya es decisivo y revelador, el novelista sitúa su “acción” -que transcurre en una sola noche- en el propio cementerio de Oak Hill, siendo los allí enterrados, los muertos en definitiva, los protagonistas del relato (aparte, obviamente, del propio Lincoln). Y es que estamos en el Bardo, esa zona/período que para el budismo opera como transición de la vida pasada a la vida futura. En esta etapa de “interinidad”, la conciencia -aún “viva”- se separa del cuerpo fallecido y la mente adquiere una consistencia propia, “mejorada” con respecto a la de su existencia real, pudiendo viajar en el espacio, atravesar los cuerpos de los vivos o penetrar en sus almas. Según el Libro tibetano de los muertos, en el Bardo los espíritus se debaten entre el apego todavía presente hacia su vida terrenal, hacia los afectos y los seres perdidos, abandonados en su existencia pasada, y el pesar y el resentimiento -también la vana esperanza- por la imposibilidad de recuperar esa dimensión perdida. Su vagar por este estadio ambiguo es, por definición, transitorio y provisional, y los tristes fantasmas deambulan a lo largo de los siglos en un “tiempo sin tiempo” a la espera de la inalcanzable salvación o de la ruptura definitiva con el reino de los vivos. Y es ahí, en ese Bardo evanescente, en donde habitan los muchos personajes del libro, y es ahí a donde arriba el infortunado y perplejo Willie, recién llegado a un mundo que todavía no puede entender. 

Son pues las voces de estos “fantasmas” las que hacen avanzar el relato a partir de la narración de sus vidas -las “reales” ya clausuradas y las fantasmagóricas y provisorias- en una sucesión de fragmentos, normalmente muy breves y de una potencia narrativa formidable (Lincoln en el Bardo es, entre otras muchas cosas, una adictiva y arrebatadora colección de historias), en los que comparecen decenas de individuos -en total, cerca de ciento sesenta- de sexos, razas, clases sociales y personalidades muy diversos. En particular, son tres los principales, cuyas peripecias ocupan un lugar central en el libro: Hans Vollman, que en su vida terrena se había casado a los cuarenta y seis años con una chica de dieciséis, y que, íntegro y considerado, no quiere aprovecharse de ella, posponiendo la consumación de la boda hasta el día en que ninguno de los dos pudiese resistir la llamada de la carne. Llegado por fin ese día, una viga caída del techo acabará con su vida y desde entonces, su alma en pena recorrerá el Bardo precedido por su enorme miembro erecto, todavía esperando -de modo estéril, claro- la satisfacción de sus instintos. Roger Bevins III (no hay mayúsculas en el libro en la grafía de los personajes) es un homosexual que, desesperado, se ha cortado las venas con un cuchillo de carnicero. Arrepentido de su acto demasiado tarde, su triste deambular por el limbo lo hace fijarse en la infinita belleza que el mundo encierra y a la que renunció con su gesto fatal. Por último, en este recuento de las voces más destacadas del libro, aparece el reverendo Eberly Thomas, que muestra una peculiaridad que lo diferencia del resto: escapado del Juicio Final, a donde lo habían condenado sus acciones en vida, sabe -mejor que los demás- que se trata de un muerto y que no volverá jamás -como muchos de sus compañeros creen y ansían- a su anterior condición, y esta sabiduría, esta conciencia, permea sus intervenciones. 

Pero hay -como se ha dicho- muchos más personajes, todos con sus respectivas historias, narradas con sus peculiares registros lingüísticos -unos rústicos, otros formales, estos ilustrados, aquellos procedentes de gentes analfabetas-. Hay patetismo y desesperanza, hay odios y enemistades, hay ilusión y anhelos, hay añoranzas y deseos, hay excitación e ira y lamentos y arrepentimiento y nuevos propósitos e intentos de recuperar lo ya para siempre perdido, y hay mucho amor, muchas emociones profundamente humanas también, en los magnéticos relatos de Jane Ellis y sus tres niñas (Una vez, en plenas Navidades, papá nos llevó a una feria maravillosa que se celebraba en una aldea, una frase que revela el tono de narración clásica que encierran muchas de las historias); de la avarienta anciana Abigail y su patético recuento de sus ya inútiles posesiones; del teniente Cecil Stone y sus “tizones”, como llamaba a sus esclavos negros el siniestro y desalmado terrateniente; de los Baron, siempre borrachos y medio inconscientes; de la señora Delaney y su adulterio con el hermano de su marido, lo que la condenará a la errancia eterna; de los Tres Solteros, a los que nadie había querido en su paso por la vida y habitaban el Bardo en un estado juvenil de perpetua vacuidad emocional; de Collier y su permanente agobio por las muchas propiedades que dejó en “tierra”; del Capitán William Prince, muerto en la guerra civil, y que escribe una carta a su esposa -con su vocabulario primitivo y sus carencias gramaticales- para decirle que la traicionó, creyendo, en su desesperación, que contar ahora la verdad, va a liberarlo del cautiverio de ese lugar triste y abismal

Y tantos otros, con crónicas igualmente emocionantes… el cazador Trevor Williams, Andy Thorne que confiesa el fuego que prendió; la iletrada Janice P. Dwightson (cada bez que puedo, robo); el pródigo Robert G. Twisttings, que arruina a su mujer e hijos; la siempre fea y tonta Srta. Tamara Doolitle; el profesor Edward Bloomer y sus manuscritos inéditos conteniendo todas sus aportaciones a la ciencia perdidos para siempre entre las llamas; Elson Farwell, que rumia su venganza contra los East, sus despiadados amos; el obstinado silencio de Lizzie Wright, secuela imperecedera de su salvaje violación por tres bestias con apariencia vagamente humana… 

Y entre los distintos testimonios, contraponiendo la rabiosa subjetividad de las declaraciones de tantos y tantos individuos sufrientes con otros textos “objetivos”, aparecen los fragmentos que Saunders intercala aquí y allá: memorias, biografías, obras históricas, cartas y documentos varios -que se presentan con los protocolos canónicos de las citas bibliográficas, aunque muchos de ellos son creación libre de la imaginación del autor- en los que se describen -en ocasiones, con enfoques contradictorios entre sí- episodios de la vida de Lincoln (especialmente en aquellos días de la enfermedad y muerte de su pequeño), acontecimientos de la guerra en curso o reflexiones diversas sobre la situación política del momento. 

Y ambas partes aparecen envueltas en una atmósfera lírica, entrañable, llena de ternura, de delicadeza y emoción, especialmente visible en las escenas en las que Lincoln llora ante el cuerpo de su hijito muerto y aún no enterrado, lo abraza con cariño y devastador desgarro -en una imagen que evoca La Piedad, de Miguel Ángel-. Apreciamos su perplejidad, su desconcierto ante la muerte de un niño, siempre inexplicable, siempre “contra natura”, sus indecisiones acerca del desarrollo y conveniencia de la guerra, sentimientos que afloran en numerosos monólogos del presidente dispersos por la obra, como en estas palabras que reproduzco aquí respetando la peculiar ordenación tipográfica del original: 

(¿Por qué esta pena, pues? 
Si para él ya ha pasado lo peor) 
Pues porque yo lo amaba mucho y sigo teniendo el hábito de amarlo y ese amor siempre ha de adoptar la forma de preocupación y de angustia y de hacer cosas. 
Pero ya no hay nada que hacer.

 En el Bardo, los espíritus de los muertos pueden, como se ha dicho, entrar en los pensamientos ajenos, e incluso influir sobre ellos e intentar cambiarlos. En las mentes de unos aparecen vestigios de las de los otros y pueden “ver” con los “ojos” de los demás. Así actúan los desolados personajes de este triste limbo con la mente de Lincoln, apiadándose de su sufrimiento, envidiando la compasión y el amor con los que el padre acaricia al hijo (Que le toquen a uno con ese cariño, con esa atención, como si todavía estuviera…) y participando del lema que el siempre severo dirigente se impone en su dolor: Aliviar la carga de tristeza que sufren nuestros semejantes

Muy fuera de tiempo, quiero hacer aún, no obstante, un breve apunte sobre las muchas y fecundas influencias que pueden detectarse en Lincoln en el Bardo. Avanzando entre sus páginas me han asaltado los recuerdos inequívocos de la Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters a la que hace años dediqué un par de programas en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; unas emisiones que podéis recuperar en su blog. Hay, también, evocaciones a mi juicio evidentes del universo algo adanista y utópico de Walt Whitman y Thoreau (presentes de manera palmaria en un espléndido fragmento, que no cabe reproducir pero sí os recomiendo, en la página 388), ambos también objeto de diversas emisiones en el programa reseñado. El protagonismo de los muertos me lleva inevitablemente a Pedro Páramo, la obra maestra de Juan Rulfo. E incluso -y admito que en este caso la conexión puede ser algo forzada- no he podido dejar de pensar en los vínculos del libro con Coco, esa maravilla, sólo aparentemente infantil, salida de la factoría Pixar en 2017. 

En fin, leed a George Saunders y su inolvidable Lincoln en el Bardo… y leed también las otras referencias mencionadas y ved la película comentada… y escuchad, para cerrar ya mis comentarios, The ship on fire, una pieza de música popular que suena en el libro y que ahora podéis disfrutar en la voz de Dorothy Mesney y el piano de Myron McPherson. 



Él no es más que uno. 

Y su carga está a punto de matarme. 

Extrapólese, pues, este dolor. Unas tres mil veces. De momento. Hasta ahora. Una montaña. De muchachos. Todos hijos de alguien. Debo seguir adelante. Pero puede que me falten agallas. Una cosa es tirar de la palanca cuando uno no ve el resultado. Pero aquí hay un bonito ejemplo de lo que consigo con las órdenes que… 

Puede que me falten agallas. 

¿Qué puedo hacer? ¿Declarar un alto el fuego? ¿Y tirar por la escotilla a esos tres mil chicos? ¿Pedir la paz? ¿Convertirme en el gran necio que se echa atrás, en el rey de la indecisión, en el hazmerreír de la Historia, el palurdo inseguro, el flaco señor Marcha Atrás? 

La situación está fuera de control. ¿Quién es el responsable? ¿Quién es el causante? ¿Quién empezó esto con su llegada a escena? 

¿Qué estoy haciendo? 

¿Qué estoy haciendo aquí? 

Ya nada tiene sentido. Ha venido el cortejo fúnebre. Ofreciéndome sus manos extendidas. Con sus hijos intactos. Llevando máscaras de tristeza forzada para esconder cualquier signo de su felicidad, que… que sobrevivía. No podían esconder lo muy vivos que estaban gracias a ella, a la felicidad que les causaba el potencial de sus hijos todavía con vida. Hasta hace poco yo era uno de ellos. Paseando y silbando por el matadero, evitando mirar la carnicería, capaz de reírme y soñar y tener esperanza, porque todavía no me había sucedido a mí. 

A nosotros. 

Trampa. Trampa horrible. Se prepara al nacer uno. Ha de llegar un día final. En que necesitarás salir de tu cuerpo. Eso ya es malo de por sí. Y luego encima traemos aquí a un bebé. Se amplían los términos de la trampa. Ese bebé también tiene que marcharse. Todos los placeres deberían quedar contaminados por ese conocimiento. Pero con lo optimistas que somos, nos olvidamos. 

Señor, ¿qué es esto? Todo este caminar de un lado para otro, esforzarse, sonreír, hacer reverencias y bromear… Todo este sentarse a la mesa, planchar camisas, anudarse la corbata, embetunarse los zapatos, planear viajes y cantar canciones en la bañera… 

Cuando él ha de quedarse aquí… 

¿Acaso uno puede seguir asintiendo con la cabeza, bailando, razonando, paseando y discutiendo? 

¿Tal como hacía antes? 

Pasa un desfile. Él no puede levantarse y unirse a ellos. ¿He de salir corriendo yo tras la comitiva, ocupar mi sitio, levantar mucho las rodillas, agitar una bandera y hacer sonar una corneta? 

¿Lo amábamos o no? 

Entonces no he de ser feliz más.




George Saunders. Lincoln en el Bardo

miércoles, 24 de octubre de 2018

FRED VARGAS. CUANDO SALE LA RECLUSA

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os trae, como cada semana, una nueva propuesta de lectura. Mi recomendación de hoy es ciertamente especial por tres motivos: el primero, que se trata de una sugerencia plural, pues no os hablaré de un único libro sino de la obra entera de su autora, de la cual -más de una veintena de volúmenes- quiero reseñar cinco referencias en particular; el segundo, que podríamos llamar “intrínseco” a dichos textos, tiene que ver con la extraordinaria calidad de la literatura de la no tan popular pero excelente escritora (aunque en los últimos años su repercusión va, poco a poco, aumentando en nuestro país, sin alcanzar su éxito, no obstante, las arrolladoras dimensiones que presenta en su Francia natal); el tercer motivo de la presencia aquí esta tarde de Fred Vargas -pues ella es la protagonista del espacio- es que el pasado mayo un jurado formado por Xosé Ballesteros, Blanca Berasátegui, Luis Alberto de Cuenca, Lola Larumbe, Antonio Lucas, Ángeles Mora, Leonardo Padura, Laura Revuelta, Carmen Riera, Fernando Rodríguez Lafuente, Ana Santos, Sergio Vila-Sanjuán y Juan Villoro, presidido por Darío Villanueva y con José Luis García Delgado como secretario, le concedió, como ya es conocido para la mayor parte de nuestros oyentes, el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, un galardón que le fue entregado -en ausencia- el pasado 19 de octubre, razón última de que haya querido “invitarla” ahora a Todos los libros un libro para aconsejaros con vehemencia, coincidiendo con su presencia en España, la lectura de cualquiera de sus interesantes novelas.

Antes de adentrarme en mis comentarios sobre los títulos que os propongo esta semana, quiero detenerme, siquiera sea de modo sucinto, en la biografía de su autora, por ser ciertamente insólita -o al menos inusual- en una escritora y porque algunas de las circunstancias de su vida tienen una influencia indudable en su literatura. Frédérique Audoin-Rouzeau -ese es el verdadero nombre de Fred Vargas- nació en París en 1957. Su formación de base está vinculada a la Arqueología y la Historia, de la que es doctora con una tesis sobre la peste en la Edad Media. Arqueozoóloga y medievalista, ha trabajado como investigadora en el Centro Nacional de Investigación Científica (el reputado CNRS, por sus siglas en francés) y en el Instituto Pasteur, participando en diversas excavaciones arqueológicas en el país galo. Procede de una familia vinculada al arte y la cultura, pues es hija del escritor Philippe Audoin -un surrealista, amigo de André Breton-, tiene una hermana gemela pintora, Joëlle -Jo- Vargas, y su hermano es el historiador Stéphane Audoin-Rouzeau.

Fred Vargas es Fred por Frédérique y Vargas por el seudónimo que su hermana se “adjudicó” a partir del personaje interpretado por Ava Gardner en La condesa descalza. Desde muy pequeña empezó a interesarse por la literatura en general y la novela negra en particular. A los veintiocho años escribió su primera narración policiaca y desde entonces ha ido completando una obra, centrada sobre todo, como digo, en el género policial, formada por una veintena de novelas, además de algunos ensayos, un par de cómics y, ya con su verdadero nombre, sin seudónimo, otras publicaciones científicas en ámbitos pertenecientes a su dominio profesional. En su país, tal y como he señalado -y progresivamente también fuera de Francia, pues ha sido, está siendo, traducida con profusión- proliferan las excelentes valoraciones críticas sobre su obra, que han venido acompañadas de indudable prestigio e incluso considerable fama, habiendo obtenido numerosos premios específicos de novela negra, entre otros el Landerneau en 2015, en tres ocasiones consecutivas el Premio International Dagger a la mejor novela policiaca internacional, que concede The Crime Writer’s Association, el Premio Mystère de la Critique en 1996 y 2000, el Gran Premio de Novela Negra del Festival de Cognac en 1999, el Premio de las Librerías Francesas, el Trofeo 813 a la mejor novela en francés o el Giallo Grinzane en 2013.

Ahora, el jurado del Princesa de Asturias ha valorado en su obra narrativa “la originalidad de sus tramas, la ironía con la que describe a sus personajes, la profunda carga cultural y la desbordante imaginación, que abre al lector horizontes literarios inéditos”. Igualmente, destaca el acta que “su escritura combina la intriga, la acción y la reflexión con un ritmo que recuerda la musicalidad característica de la buena prosa en francés. En cada una de sus novelas la Historia surge como metáfora de un presente desconcertante. El vaivén del tiempo, la revelación del Mal se conjugan en una sólida arquitectura literaria, con un fondo inquietante que, para goce del lector, siempre se resuelve como un desafío a la lógica”. Afirmaciones tan descriptivas y esclarecedoras que convierten en redundante cualquier comentario posterior sobre su obra.

Las novelas negras de Fred Vargas, que son las que yo he leído, publicadas en España por Siruela, pueden agruparse en tres frentes distintos aunque en más de un caso imbricados entre sí, de cada uno de los cuales quiero dejaros un breve comentario: hay alguna novela “autónoma”, que se presenta aislada, sin conexión con ninguna otra, como es el caso de Los que van a morir te saludan, que vio la luz en 1994 (en nuestro país en 2008); está también la breve serie -una trilogía- que se presenta agrupada bajo la rúbrica de Los tres evangelistas y que incluye los libros Que se levanten los muertos, Más allá, a la derecha y Sin hogar ni lugar, escritos en 1995, 1996 y 1997, respectivamente, publicados por separado diez años después en España y conjuntamente en un solo tomo -con el título aglutinador mencionado- el pasado 2014; y destaca, por último, la más larga serie protagonizada por el comisario Adamsberg, con diez novelas ya en su edición española, en la última de las cuales, Cuando sale la reclusa, de 2017, quiero centrarme también ahora en esta aproximación de síntesis casi imposible.

Los que van a morir te saludan, traducido por la escritora Blanca Riestra (en una de las pocas objeciones que puede hacerse a la, por otra parte, impecable labor editorial de Siruela, la diversidad de traductores de las distintas novelas de la francesa: Blanca Riestra en esta ocasión, pero Helena del Amo en la primera entrega de la trilogía citada anteriormente, Manuel Serrat Crespo en la segunda y Anne-Hélène Suárez Girard que traduce la tercera y parece haberse asentado, por fortuna, en los últimos títulos de la serie de Adamsberg, cuyas primeras entregas fueron trasladadas a nuestro idioma por otros distintos traductores) tiene como personajes principales a tres jóvenes franceses, estudiantes en Roma. Claudio, Tiberio y Nerón, como se hacen llamar a sí mismos -Claudio es el único nombre real-, constituyen una tríada singular, son amigos, divertidos, brillantes. Sus vidas, sus plácidas vidas de estudiantes relativamente acomodados, se ven alteradas por la repentina e inexplicada muerte, bajo los efectos de la ingestión de altas dosis de cicuta, de Henry Valhubert, padre de Claudio, en una algo esotérica fiesta ante el palacio Farnese romano. Monsieur Valhubert se dedicaba al coleccionismo de arte y sus negocios no eran siempre todo lo claros que exigían su posición y su prestigio. Además, su joven mujer, Laura, encubre un pasado oculto que encierra un relativo secreto comprometedor para su marido, así como unas peligrosas relaciones con oscuras mafias italianas. Por otro lado, los tres amigos están vinculados, en una especie de tutela cuasi parental, con monseñor Lorenzo Vitelli, un obispo algo enigmático que se mueve con soltura en las salas de la Biblioteca Vaticana, de donde han desaparecido algunos dibujos, especialmente uno muy valioso, de Miguel Ángel. Para complicar la trama que, no obstante, es narrada de modo muy nítido y claro, el presumiblemente asesinado Henry Valhubert, era hermano del ministro del Interior francés, el cual hace desplazar a Roma a Richard Valence, un jurista reconocido, serio y grave, duro e impenetrable, para esclarecer los hechos. A partir de aquí se desarrolla la novela, que pasa por los avatares habituales del género aunque con ciertos rasgos específicos que contribuyen a apuntalar la caracterización de Fred Vargas como una destacada singularidad en el extraordinariamente frecuentado camino de la literatura policiaca. Aparecen ya, por ejemplo, entre estas notas distintivas de su obra, la escasa importancia que la autora concede a los aspectos técnicos de la historia (aunque en sus últimos títulos se detiene, incluso con minuciosidad, en la a veces compleja “intendencia” de los crímenes): detesto hablar, dice, del calibre del proyectil, hacer el análisis del arma del delito; lo que para mí es importante es quién ha disparado y por qué. También, la profundización en los personajes, casi siempre formidables, mucho más, a mi juicio, que las tramas, que muchas veces se adelgazan hasta lo esencial, aunque muchas más se enrevesan y abren en infinidad de derivaciones. Asimismo, son significativas las numerosas referencias cultas, las menciones a la Historia, la erudición. Igualmente, la huida consciente de los estereotipos, que tan habitualmente nos topamos en la literatura negra: detectives oscuros y perdedores que se pasean en gabardinas cochambrosas por callejones siniestros envueltos en nubes de humo, o acertijos seudo intelectuales plagados de pistas falsas, para mayor gloria del sesudo investigador que los desentraña desde su despacho sin inmutarse, o retratos ideologizados de jóvenes marginales que asesinan sin recato, supuestas víctimas inocentes de injustas situaciones sociales. Ninguno de estos tópicos se encuentra en las novelas de Fred Vargas. Y sí, en cambio, un sutilísimo sentido del humor, personajes poco convencionales y fascinantes y una atmósfera algo misteriosa pero muy sugestiva.

Todos estos elementos y algunos otros también relevantes que luego indicaré comparecen en Los tres evangelistas, serie en la que nos encontramos a tres jóvenes -no lo son tanto- que por los azares de la vida y por razones de oportunidad -están en paro y apenas cuentan con ingresos económicos- conviven en un destartalado caserón en un barrio parisino. Historiadores -y esa condición será una de las “vías” que permitirá que en las novelas aflore la formación de su creadora-, cultivan de modo algo estéril su pasión mientras transitan de uno a otro empleo “alimenticio” y malviven en un relativo fracaso vital (Somos tres hombres de treinta y cinco años que viven juntos en un caserón medio en ruinas). Lucien Devernois es historiador “contemporaneísta”, perpetuamente sumido en el estudio de los entresijos de la Primera Guerra Mundial. Mathias Delamarre es prehistoriador, un ser primitivo que se pasea descalzo y desnudo (si ha de vestirse por necesidad social lo hace, claro, aunque sin ropa interior), indiferente y más bien hostil respecto a todo lo que había podido pasar después del año 10000 antes de Jesucristo. Por último, Marc Vandoosler, medievalista, se abisma de modo apasionado en los aparentemente áridos asuntos del comercio en el campo y los excedentes de la producción rural en los siglos XI y XII. Solitario (los tres lo son) y romántico (solo le interesaban la Edad Media y los amores desesperados, se dice de él), será quien descubra la mansión casi en ruinas y propicie el encuentro y convivencia de los tres compañeros, a quienes recluta y que se instalarán en el desvencijado caserón respetando la “escala cronológica”: en la planta baja, lo desconocido, el misterio del origen, los instintos primarios, las estancias comunes que comparten, pues; en el primer piso, se abandona poco a poco el caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se yergue, ergo allí habita el “prehistórico” Mathias; en el siguiente nivel queda atrás la Antigüedad y da inicio el glorioso segundo milenio, los contrastes, las audacias y las penas medievales: es el territorio de Marc; encima, en el tercer plano, la decadencia, la degradación, la Historia contemporánea y en particular la Gran Guerra, con Lucien como representante. Más arriba aún, culminando en la buhardilla el “orden del Tiempo”, con ellos vive también Vandoosler el Viejo, padrino de Marc, un expolicía ya mayor, con una trayectoria profesional bastante turbia y con algún episodio oscuro que acabó con su carrera, que recala en la vivienda para deambular -por la casa y por la vida- sin prisas y de vuelta de todo, aunque sin perder, no obstante, su olfato detectivesco ni sus relaciones con antiguos colegas de profesión, circunstancias que tendrán repercusión en las tramas. Es este Vandoosler, inteligente y cáustico, el que aprovecha los nombres de sus compañeros, Lucien, Mathieu y Marc, para “santificarlos” -San Lucas, San Mateo y San Marcos- y referirse a ellos como “los evangelistas”. A estos cuatro hombres medio ahogados en el fracaso económico, con el improbable objetivo de unir sus esfuerzos para intentar salir bien librados, se les unirá en la segunda y tercera novelas de la serie Louis Kehlweiler, apodado el Alemán, otro antiguo policía que permanece, un tanto clandestinamente, en el mundo de la investigación, por el que se adentra con la sola compañía de su sapo Bufo, al que lleva consigo en el bolsillo, en un rasgo más de su excéntrica figura.

Este algo estrambótico conglomerado de personalidades poco conciliables, se adentrará, al principio por azar, en la indagación de algunos extraños casos criminales: los dos “profesionales” movidos por sus “pulsiones” naturales y alentados por sus contactos y su cualificación previa; los jóvenes historiadores más o menos “advenedizos” serán “captados” para las labores detectivescas porque, como afirma Vandoosler el Viejo, tres investigadores capaces de bucear en el tiempo para sacar a flote un pasado sumergido, deberían estar preparados para abordar la época actual.

Así, en Que se levanten los muertos, la aparición repentina, de la noche a la mañana, de un árbol, un haya, plantado en un jardín vecino al caserón, llevará al grupo a indagar en las causas de la desaparición de una cantante de ópera, Sophia Siméonidis, y en otros enrevesados sucesos vinculados a su ausencia. El segundo título de la trilogía, Más allá, a la derecha, es una buena muestra de la presencia de la condición de arqueozoóloga de Fred Vargas: entre las deposiciones de un perro en un parque parisino, Kehlweiler encuentra un pequeño objeto en el que cree ver un resto humano. Constatado que, en efecto, se trata de una falange de uno los dedos del pie de una mujer, la correspondiente investigación lo lleva, junto con algunos de los evangelistas, hasta Bretaña. Por último, en Sin hogar ni lugar, de la que os dejo un significativo fragmento como cierre a esta reseña, los siniestros asesinatos de algunas mujeres, también en París, parecen vincularse con un joven discapacitado, tutelado en su triste infancia por Marthe, una ya anciana prostituta, amiga de El Alemán. Las tres novelas -en total, más de seiscientas páginas de apasionante prosa- avanzan entre infinidad de referencias literarias -otra marca distintiva del estilo Vargas-, como Moby Dick o un poema de Gérard de Nerval que “explicará” los asesinatos del tercer libro, o culturales, sobre todo las muchas calas en el objeto de los estudios históricos de los tres amigos.

Algunos de estos personajes irrumpen de vez en cuando en la serie del inspector Jean-Baptiste Adamsberg que cuenta con una decena de títulos publicados de los cuales yo he leído todos, desde los primeros, Huye rápido, vete lejos y El hombre de los círculos azules, hasta los últimos, el espléndido Tiempos de hielo y este Cuando sale la reclusa que constituye la por ahora postrera aportación de la desbordante inteligencia de Fred Vargas (quizá su característica más acentuada, a mi juicio) al universo de la literatura policial.

El comisario Adamsberg es un personaje excepcional, una construcción literaria de primer orden. Al frente de un grupo de veintisiete agentes de la Brigada Criminal del distrito 13 de París, su figura es todo menos “heroica” en el sentido prototípico que se asocia en el género al detective; ni siquiera encaja en la del antihéroe: se trata de un tipo común, delgado y bajito, sin especial atractivo físico aunque, eso sí, de admirable -fascinante incluso- personalidad. Reflexivo y de naturaleza infranerviosa, sin alterarse casi nunca (hacía años que el comisario no se sobresaltaba), su modus operandi profesional sigue métodos erráticos que se oponen frontalmente a las pulsiones cartesianas de su equipo, cuyos miembros lo juzgaban a menudo soñador y utópico obstinado, para bien y para mal (…) Sin entender que, sencillamente, el comisario veía entre las brumas. Y es que la mayor parte de sus hallazgos surgen a partir de pálpitos, de intuiciones indefinibles, de las burbujas gaseosas que habitan en su cerebro, difusos protopensamientos, esto es: pensamientos antes de los pensamientos, embriones que se pasean y se toman su tiempo, aparecen y desaparecen, que vivirán o que morirán. Ese poderoso instinto, su olfato, sus sensaciones, en ocasiones ancladas en algún suceso relevante de su pasado (las interpretaciones psicoanalíticas están muy presentes en la obra de Fred Vargas, en cuyas novelas aparece, a menudo, un psiquiatra), le harán dudar de las apariencias que ofrece la razón lógica llevándole al enfrentamiento con sus subordinados. La mayor parte de estos son también, por otro lado, caracteres muy bien dibujados, con verosimilitud y hondura, mostrando aristas y contradicciones, sentimientos y vida más allá de su funcionalidad como personajes de novela. Destacan, por resumir, la mente enciclopédica del comandante Danglard, con su erudición invasora y su vida personal destartalada; el teniente Veyrenc, íntimo amigo del comisario, procedentes ambos de los Pirineos, y que en su adolescencia recibió catorce puñaladas en el cráneo por lo que el pelo le crece en franjas de distintos colores -atigrado- desde entonces; Voisenet y sus revistas de ictiología (como siempre en las tramas Vargas -en una ostensible deformación profesional- los animales ocupan un lugar destacado); Mercadet, cuya hipersomnia le obliga a dormir cada tres horas, por lo que se habilita una cama en la comisaría para no abandonar la tarea; la informática Froissy, extraordinariamente eficiente, con su armario lleno de reservas alimentarias, de las que se nutre la brigada (y unos mirlos recién nacidos que aparecen en el patio); la pasión por los cuentos de hadas de Mordent; el sexismo y la homofobia de Noël; la enérgica y siempre disponible Violette Retancourt; el joven Estalère, que se limita -por si acaso: carece de otro ámbito de excelencia, según sus compañeros- a servir los cafés; y tantos otros… (incluido -aunque no es un investigador stricto sensu, como es obvio- el Bola, el gato gordo y blanco que holgazanea al calorcito de la fotocopiadora de la brigada).

En Cuando sale la reclusa, entre alguna subtrama paralela (algo muy común también en la literatura de Vargas), el equipo debe investigar las muertes de unos ancianos, provocadas, al parecer, por sendas picaduras de la araña reclusa, la Loxosceles rufescens. La indagación, apasionante (una investigación que se adentra tanto en las entrañas del pasado como en las de la mente), se abre a infinidad de interpretaciones, avanzando por muchas vías, exigiendo pruebas y pesquisas varias, provocando la elaboración de múltiples hipótesis que se confirman primero para descartarse después, entre giros, equívocos, sorpresas e iniciativas fallidas, en un relato subyugante, que se lee de manera compulsiva y que deja al lector deslumbrado por la maestría de la autora, por su profunda inteligencia, por su amplia cultura, por, en suma, la originalidad de su propuesta que nada tiene que ver con ningún otro autor de serie negra (casi ni siquiera con ella misma, pues el núcleo temático sobre el que se construye cada novela es, siempre, sorprendente y novedoso, muy distinto al de las demás). Porque, como es habitual en los libros de la francesa, las historias relatadas -impecables desde el punto de vista de la más convencional “eficacia” narrativa- presentan, además, una serie de conexiones culturales, históricas, filosóficas y literarias sin parangón -al menos en mi experiencia lectora- ni en el género negro ni, en general -me atrevería a decir-, en gran parte de la literatura actual.

En el caso concreto de Cuando sale la reclusa, las arañas así llamadas son un elemento capital de la trama, pero tienen también un valor metafórico que entronca con realidades -que no quiero referir para no desvelar la intriga del libro- cuyos antecedentes están en la Edad Media, momento histórico bien conocido por la autora, a propósito del cual escribe: Nuestra época (…) ¿Civilizada? ¿Racional? ¿Tranquila? Nuestra época es nuestra prehistoria, es nuestra Edad Media. El hombre no ha cambiado ni un ápice. Y menos aún en sus pensamientos primarios. Y así, por el libro discurren -aparte de reflexiones específicas sobre las “reclusas” (esta vez entre comillas; y cuando leáis el libro sabréis por qué)- la expedición de Magallanes y su aventura meridional, una derivación sobre San Roque que permite a la escritora hablar de la peste negra, citas de Corneille y Voltaire, de Nietzsche, reflexiones sobre Sócrates y su mayéutica, versos de La Fontaine y hasta un cuento de Alphonse Daudet que explica un elemento principal de la investigación. Y todo ello entre digresiones inteligentes (una vez más, imposible resistirse al término), guiños autorreferenciales (en la fase final del libro aparece Matthieu, uno de los evangelistas ya reseñados), alusiones, juegos etimológicos, claves vinculadas al significado oculto de las palabras, dobles sentidos, “pistas” psicoanalíticas y tantas otras insólitas manifestaciones del singular talento de esta excepcional escritora que es Fred Vargas y que de ninguna manera, por las innumerables razones que ya os he ofrecido en esta ya muy larga reseña que ahora termina, deberíais dejar de leer.

La chanson de Craonne, una canción de texto anónimo, cantada, sobre una música preexistente, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y convertida en un himno antimilitarista, cierra hoy nuestra emisión. Marc Vandoosler la canta en la segunda de las novelas de los evangelistas. Aquí suena en la voz de Maxime Martelot y el acordeón de Aude Giuliano. 


El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. 

Luis Kehlweiler lanzó el diario sobre la mesa. Ya había visto bastante y no tenía intención de abalanzarse sobre la página seis. Más tarde, quizá, cuando todo el asunto se hubiera enfriado, recortaría el artículo y lo archivaría. 

Fue a la cocina y se abrió una cerveza. Era la penúltima de la reserva. Se escribió una C mayúscula a bolígrafo en el dorso de la mano. En plena canícula de julio era inevitable que aumentara notablemente el consumo. Por la noche, leería las últimas noticias sobre los cambios ministeriales, la huelga de ferroviarios y los melones tirados en la carretera. Y se saltaría tranquilamente la página seis. 

Camisa abierta y botella en mano, Louis se puso de nuevo manos a la obra. Estaba traduciendo una voluminosa biografía de Bismarck. Pagaban bien, y tenía intención de vivir varios meses a costa del canciller del Imperio. Avanzó una página y se interrumpió, con las manos suspendidas sobre el teclado. Su pensamiento había abandonado a Bismarck para ocuparse de una caja de guardar zapatos, con tapa, que daría apariencia de orden al armario. 

Un tanto irritado, echó la silla hacia atrás, dio unas zancadas por la habitación, se pasó la mano por el pelo. Caía la lluvia en el tejado de zinc, la traducción avanzaba bien, no había razón para preocuparse. Pensativo, deslizó un dedo por el lomo de su sapo, que dormía encima de su mesa de trabajo, instalado en la cesta de los lápices. Se inclinó y leyó en voz baja, en la pantalla, la frase que estaba traduciendo: “Es poco probable que Bismarck concibiera ya a principios de ese mes de mayo…”. Y su mirada se posó sobre el periódico doblado encima de la mesa. 

El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. Muy bien, pasando. No era asunto suyo. Volvió a la pantalla, donde lo esperaba el canciller del Imperio. No tenía por qué ocuparse de la página seis. Simplemente, no era su trabajo. Ahora su trabajo consistía en traducir cosas del alemán al francés y decir lo mejor posible por qué Bismarck no había podido concebir a saber qué a principios de ese mes de mayo. Una actividad tranquila, alimenticia e instructiva. 

Louis tecleó unas veinte líneas. Iba por “pues nada indica, efectivamente, que aquello lo ofendiera entonces”, cuando se interrumpió de nuevo. Su pensamiento había vuelto a picotear en el asunto de la caja y trataba obstinadamente de resolver el tema del montón de zapatos. 

Se levantó, sacó la última cerveza de la nevera y bebió a morro, a tragos cortos, de pie. Para qué engañarse. El que sus pensamientos se empecinaran en idear soluciones domésticas era una señal que debía tener en cuenta. A decir verdad, la conocía bien, era señal de debacle. Debacle de los proyectos, retirada de las ideas, discreta zozobra mental. No era tanto el hecho de que pensara en su montón de zapatos lo que le preocupaba. Cualquier hombre puede verse en la tesitura de pensar en ello de pasada, sin que sea dramático. No, era el hecho de que pudiera disfrutar con ello. 

Louis tomó dos tragos. Las camisas también, había planeado ordenar las camisas no hacía ni una semana. 

No cabía duda, era la debacle. Solo los tipos que no saben qué coño hacer con sus vidas se ocupan de reorganizar a fondo su armario, a falta de poder arreglar el mundo. Dejó la botella en el bar y fue a examinar el periódico. Porque al fin y al cabo, si se encontraba al borde de la calamidad doméstica, de la reorganización de toda la casa, de arriba abajo, era por esos asesinatos. No por Bismarck, no. No tenía grandes problemas con ese tipo que le daba de qué vivir. No era esa la cuestión. 

La cuestión eran esos puñeteros asesinatos. Dos mujeres muertas en dos semanas, de las que hablaba todo el país, y en las que pensaba intensamente, como si tuviera derecho de pensamiento sobre ellas y su asesino, cuando en realidad no era asunto suyo en absoluto. 

Después del caso del perro en la reja de un árbol, había tomado la decisión de no volver a inmiscuirse en los crímenes de este mundo, porque le parecía ridículo iniciar una carrera de criminalista sin sueldo con la excusa de haber adquirido malas costumbres en sus veinticinco años de investigaciones en Interior. Mientras estuvo contratado, consideró lícito su trabajo. Ahora que ya solo dependía de su humor, le parecía que estaba tomando un sospechoso cariz de buscador de mierda y de cazador de cabelleras. Huronear por su cuenta en el crimen, sin que nadie se lo hubiera pedido, abalanzarse sobre los periódicos, amontonar artículos, ¿en qué se estaba convirtiendo sino en una escabrosa distracción y una dudosa razón para vivir? 

Así fue como Kehlweiler, un hombre más dado a sospechar de sí mismo que de los demás, había dado la espalda a ese voluntariado del crimen, que de repente le parecía oscilar entre la perversión y lo grotesco, y hacia el que tenía visos de tender la parte sospechosa de sí mismo. Pero ahora, estoicamente abocado a tener a Bismarck como única compañía, sorprendía a su pensamiento regodeándose en el dédalo de la futilidad doméstica. Se empieza con cajas de plástico y no se sabe cómo acaba la cosa. 

Louis tiró la botella vacía a la basura. Echó una ojeada a su mesa de trabajo, donde reposaba amenazante el periódico doblado. El sapo Bufo había salido provisionalmente de su sueño para ir a instalarse encima. Louis lo levantó con suavidad. Consideraba que su sapo era un impostor. Simulaba hibernar, y encima en pleno verano, pero era una farsa, se movía en cuanto uno dejaba de mirarlo. A decir verdad, al pasar a la condición de animal doméstico, Bufo había perdido todo su saber acerca de la hibernación, pero se negaba a reconocerlo porque era orgulloso. 

-Eres un purista imbécil -le dijo Louis volviendo a dejarlo en la cesta de los lápices-. Tu hibernación de pacotilla no impresiona a nadie, a ver qué te crees. Tú haz lo que sepas hacer y punto. 

Con mano lenta, deslizó el periódico hacia sí. 

Vaciló un instante y lo abrió en la página seis. El asesino deja su segunda víctima en París.


Fred Vargas. Cuando sale la reclusa

miércoles, 17 de octubre de 2018

TANA FRENCH. INTRUSIÓN

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura. Hoy os traigo una novela de una escritora que yo no conocía antes de haber leído su libro, pese a que, con anterioridad a este Intrusión que ahora quiero recomendaros ya había publicado otros cinco, todos en RBA, la editorial catalana especializada en el género negro. Y es que Tana French, la norteamericana afincada en Irlanda que protagoniza nuestro programa esta tarde, lleva una década larga centrada en la novela policíaca, de la que Intrusión, editada en 2017 por Alianza Editorial en su colección Alianza de Novelas con la traducción de Julia Osuna Aguilar, es un exponente brillantísimo. Tanto como para que, aún bajo el influjo de su apasionante lectura, me disponga a hacerme con el resto de sus obras. (El "estropicio" técnico que convierte habitualmente el espacio radiado en una lamentable sucesión de insoportables fallos de sonido provoca, esta semana, la suspensión de la emisión radiofónica del programa. Confiemos en que en ediciones posteriores podamos volver a retomar la fórmula retransmitida. En fin...).

La detective Antoinette Conway y su compañero Steve Moran, de la Brigada de Homicidios dublinesa, reciben de su jefe el encargo de investigar la muerte de una guapa joven, Aislinn Murray, que ha aparecido en su hogar con el rostro deformado, en apariencia a causa de un puñetazo, y el cráneo hundido por un golpe provocado por la caída subsiguiente. Una llamada anónima de madrugada ha alertado del suceso. Cuando los investigadores llegan al lugar encuentran a la mujer en un charco de sangre, vestida con sus mejores galas, la mesa preparada para una cena romántica, la vivienda en impecable estado y la puerta de la casa cerrada sin llave y con la cerradura sin forzar. Un somero registro del móvil de la víctima confirma la existencia de una cita de la chica, pocas horas antes, con su reciente novio, Rory Fallon, al que todas las pistas señalan como autor, en una nueva aparente muestra de violencia de género. Las más de quinientas adictivas páginas que se abren a partir de este hecho inicial permitirán al lector seguir minuto a minuto -y la expresión es casi literal- la carrera de los agentes por resolver las muchas incógnitas del caso y descubrir al responsable del asesinato. 

Con lo dicho hasta aquí, Intrusión aparece como una más de las habituales intrigas detectivescas propias de la serie negra; sin embargo hay algunos elementos distintivos frente a otras obras similares que convierten la novela en una creación literaria singular, muy estimable e incluso sobresaliente, hasta el punto de haberla hecho merecedora de numerosos galardones, algunos de ellos muy relevantes: el BGE Irish Book Award 2016, al mejor thriller del año en Irlanda, y los premios a la mejor novela negra de 2016 otorgados por dos diarios de tanto prestigio como el Time y el Washington Post. 

En primer lugar, quiero resaltar que yo nunca había leído una novela policiaca que me transportara con tal verosimilitud a los ambientes policiales ocupados de la persecución del delito como lo hace la obra de Tana French. La descripción del entorno policial es magnífica, precisa, minuciosa y detallista. Avanzamos en la lectura y seguimos a los protagonistas por las distintas dependencias, las oficinas, los despachos, las salas de reuniones o los locales de interrogatorio, “vivimos” con ellos la atmósfera de las comisarías, conocemos los diversos personajes que intervienen en las investigaciones (comisarios, inspectores, detectives, agentes de refuerzo, administrativos), llegamos, incluso, a formar parte de la cotidianidad a medio camino entre la vulgaridad burocrática y la alta intensidad de las pesquisas criminales: el papeleo, los expedientes, los documentos, el mobiliario, los falsos espejos, las mesas de trabajo repletas de notas y escritos, las carpetas, los cuadernos, los bolígrafos, la “infraestructura” técnica (cámaras de vídeo, grabadoras, ordenadores), los cafés, los bocadillos, las rencillas, las bromas, las rivalidades profesionales, la lucha por el poder en el grupo. La “inmersión” en las interioridades de las rutinas policiales lleva incluso al conocimiento de los procedimientos, las estrategias, los protocolos del día a día de los representantes de la ley, que se nos ofrecen con sencillez y naturalidad, sin especial énfasis pero aun así con exactitud y todo lujo de detalles. 

En el mismo sentido, otro aspecto a mi juicio novedoso del libro lo constituye el hecho de que el avance de las investigaciones no solo se produce, como en tantas otras obras del género, a partir de la visita a los lugares del crimen, el análisis de las pruebas o la búsqueda y aparición de evidencias, pese a que todos estos elementos, como ya he dicho, se reflejan también aquí con sorprendente autenticidad. En Intrusión la trama se va desarrollando, los enigmas desenredándose, la información fluyendo y la acción progresando sobre todo a través de los interrogatorios de sospechosos y testigos, que ocupan buena parte de la novela y cuya recreación literaria es, además de muy creíble, absolutamente genial. Estas dos vías de acceso a la resolución del asesinato se recogen -con un balance final a favor de la segunda- en este significativo texto: Antes íbamos tendiendo redes y cribando lo que nos llegaba con la esperanza de haber pescado algo bueno. Ahora vamos de caza. Tenemos la presa en el objetivo y estamos cerrado el cerco, y todo lo que hacemos es con miras al momento en que podamos arrinconarlo para el tiro de gloria. Y ese “arrinconamiento” se produce, en general, mediante unos interrogatorios cuyas tácticas nos transmite la narradora -la propia detective Conway- en este largo pero revelador fragmento: 

Tenemos tantas armas… Vas cosechándolas de ver a otros detectives, las cribas de historias de la sala de la brigada, te inventas las tuyas propias y las pones en práctica; y vas almacenándolas todas en un lugar seguro para tiempos de necesidad. Cuando consigues entrar en Homicidios, ya posees todo un arsenal con el que podrías pulverizar la ciudad. 

Apareces en un interrogatorio con una montaña de cinco kilos de papeles para que el sospechoso crea que tienes todo eso contra él. Plantas una cinta de vídeo encima, para que piense que son pruebas grabadas. Hojeas los papeles, bajas un dedo y empiezas a decir algo. Te paras –“Ah, no, eso mejor lo dejamos para luego”- y sigues, para que se agobie pensando en qué estás dejando para luego. Sacas una grabadora –“Tengo una letra horrible, ¿le importa si utilizo esto?”- para que después, cuando la apagues y te inclines en confianza, se crea que le hablas extraoficialmente, y ni se acordará de las grabadoras de la propia sala, que estarán funcionando con su runrún. Lees textos imaginarios en el teléfono e intercambias con tus compañeros comentarios crípticos (“Por fin, los buscadores han tenido suerte”). Haces el falso test del detector de mentiras, hoy en día con una aplicación del móvil: le cuentas al tipo una patraña sobre campos electromagnéticos y que si tiene que presionar el pulgar sobre la pantalla del móvil cada vez que responda, y cuando llegas a la pregunta en la que miente, mueves tu dedo y se disparan unas rayas rojas en el visor y un MENTIRA MENTIRA MENTIRA. Le dices que la víctima viva está muerta y ya no puede contradecirle, o que la muerta está viva y hablando. Le cuentas que no puedes dejarlo marchar hasta que entre los dos lo solucionéis, pero que si te dice lo que pasó, puede estar de vuelta en el sofá de su casa con una taza de té a tiempo para ver Downtown Abbey. Le dices que no fue culpa suya, que la víctima se lo había buscado, que cualquiera habría hecho lo mismo. Le cuentas que hay testigos que lo oyeron hablar sobre lo mucho que le gustaba el porno infantil, que el forense dice que se lo hizo con el cadáver hasta desnucarlo, lo machacas con la mierda más enfermiza que se te ocurra hasta que no puede evitar gritarte que es todo mentira, que no fue así como pasó; y luego arqueas una ceja y dices: “¿Ah, sí? Entonces ¿cómo pasó?”, y ya solo tienes que cruzarte de brazos mientras te lo cuenta. 

Pero a veces no vale ninguna de estas armas, y entonces entran en juego la pericia de los investigadores, el juego de roles entre ellos, los diálogos solo en apariencia improvisados en una sintonía intuitiva entre los policías que semeja una acción orquestada, muy exactamente afinada para desarbolar al testigo o al sospechoso. La propia autora confiesa que hizo que un detective amigo, un hombre de natural apacible y encantador, la interrogase “profesionalmente” y pudo entonces comprobar cómo la personalidad de su “oponente” se transformaba por completo, acorralándola y poniéndola contra las cuerdas. Esta experiencia se traslada a la novela en algunos pasajes que son de lo mejor del libro. 

Llama la atención también otro aspecto que, pese a ser suficientemente conocido a poco que se piense en ello, no deja de sorprender al verlo expuesto de un modo tan nítido en una obra literaria. Y es lo que tiene de tentativa toda investigación: la policía -salvo casos obvios de delitos flagrantes- desconoce casi todo de los hechos a examinar y, más allá de los recursos de los que dispone, de los medios tecnológicos que hoy día tanto facilitan las indagaciones, de las prácticas rutinarias que permiten eliminar elementos superfluos, de, en definitiva, las posibilidades que aporta la “técnica” policial, bracea en un mar desconocido, viéndose obligada a formular hipótesis, esto es, a “inventar” historias sin parar, relatos plausibles que puedan explicar las cuestiones a aclarar hasta que encajen -versión y realidad- y no quepan cabos sueltos. Antoinette y Steve “construyen” de continuo posibles interpretaciones de lo sucedido (como hace la madre de la detective -contar cuentos- para explicar la ausencia del padre, tal y como se lee en el prólogo de la obra, que os dejo como cierre a esta reseña), las exploran hasta el final, las adornan con todo tipo de detalles, las creen verosímiles y actúan en consecuencia, hasta que un nuevo giro argumental las desmorona, viéndose entonces obligados a formular una nueva teoría, una nueva versión de los hechos, igualmente creíble y probable… hasta que acaban por dar, al fin, con ¿la última y definitiva? Cuadra, y tanto que cuadra, dice la protagonista a propósito de una de estas “conclusiones provisionales”. Igual que la historia de McCann, la de Rory y la de Lucy. Tantas historias… Las noto zumbar por las esquinas del techo como avispones del tamaño de puños, describiendo círculos ociosos, ahorrando energías. Me dan ganas de sacar la pistola y matarlas una a una, poco a poco, vaporizarlas hasta convertirlas en espirales de polvo negro que caigan en picado y desaparezcan en contacto con el suelo. En esto la pesquisa policial se asemeja al acto de creación literaria: en ambos casos, intentos de acceder a la verdad a través de la elaboración de ficciones. 

Un último rasgo destacado de la novela es la construcción del personaje principal, Antoinette, una mujer muy fuerte, decidida, sin complejos, de personalidad marcada por la ausencia del padre (circunstancia que se recoge en el prólogo de la obra, ya mencionado), una policía joven (treinta y dos años), novata en la Brigada de Homicidios, en la que es la única detective y en la que es objeto de todo tipo de bromas de mal gusto, ofensivas y hasta siniestras (constitutivas de un auténtico acoso laboral) por algunos de sus compañeros. Es, pese a ello -o quizá por ello-, muy dura, muy franca, directa, lenguaraz y borde, impasible externamente ante el qué dirán (Yo vivo dentro de mi propia piel; todo lo que pasa fuera no cambia quién soy), capaz de no arredrarse y enfrentarse y luchar contra el machismo implícito -y muchas veces expreso- de su entorno. Su paranoia (Abordas todas tus interacciones como si la otra persona fuera tu enemigo, le dice un superior), más que justificada en ocasiones, dadas las constantes zancadillas y provocaciones de sus colegas, la convierten en una profesional problemática (Nadie quiere a una detective que da problemas), lo que en ocasiones repercute en su labor policial, aunque ella se mantiene incólume, sin que este escenario hostil la disminuya (Llevo treinta y dos años pasando como de la mierda de lo que digan los demás). 

Quiero hacer una mención postrera al escenario urbano en el que se desarrolla la trama novelesca, un Dublín que, aunque no es demasiado notorio pues lo sustancial del libro se desarrolla en las oficinas policiales, aparece cuando lo hace descrito con elegancia y significatividad. Esa ciudad siempre sombría, de días oscuros, niebla espesa, ventanas a cualquier hora iluminadas, farolas mortecinas. Esa ciudad algo difusa, con su luz gris plomizo, con el frío que se cuela entre las ropas, con la lluvia persistente, que tan bien ha reflejado en sus novelas Benjamin Black, ya glosadas aquí. 

En fin, no os perdáis Intrusión, esta excelente novela negra de Tana French que presenta Alianza Editorial. Estoy seguro de que aparte de interesaros y de proporcionaros una cuantas horas de placentera lectura va a despertar en vosotros, como lo ha hecho en mí, el ansia de leer el resto de las obras de la escritora estadounidense radicada en Irlanda. 

Con unos protagonistas no demasiado refinados musicalmente, que mientras investigan escuchan o cantan a Kate Perry o populares temas de Los Miserables, os dejo con una canción espléndida, Magic moments, en la versión, citada en el libro, de Perry Como. 


Mi madre solía contarme historias sobre mi padre. En la primera que recuerdo, era un príncipe egipcio que quiso casarse con ella y quedarse en Irlanda para siempre, pero su familia lo obligó a volver a su país para desposar a una princesa árabe. Mi madre sabía contar historias. Anillos de amatistas en sus largos dedos, ellos dos bailando bajo luces parpadeantes, su olor a especias y pino. Y yo, tendida en cruz bajo la colcha, cubierta de sudor como si me hubieran mojado en algo —era invierno, pero el Ayuntamiento regulaba la calefacción para el bloque entero y las ventanas de las plantas altas no se abrían—, me guardé la historia lo más hondo que pude y allí la atesoré. Era muy pequeña. Aquello me mantuvo con la cabeza bien alta durante unos años, hasta que a los ocho se lo conté a Lisa, mi mejor amiga, que se partió el culo de risa. 

Una tarde meses después, cuando el escozor se hubo disipado, entré decidida en la cocina, me planté con los brazos en jarras ante mi madre y exigí la verdad. Ella ni se lo pensó: estrujó el bote de Fairy y me contó que mi padre era un estudiante de medicina de Arabia Saudí. Lo había conocido cuando ella estaba en la escuela de enfermería… y ahí siguieron todo tipo de detalles: las guardias interminables, las risas agotadas y ambos salvando a un chiquillo al que había atropellado un coche. Para cuando descubrió que yo estaba en camino, él ya había regresado a su país sin dejar ni una dirección. Y mi madre tuvo que abandonar los estudios de enfermería para criarme. 

Esa historia me valió durante otra temporada. Me gustaba; incluso empecé a hacer planes secretos para ser la primera del colegio en llegar a médico: para algo lo llevaba en la sangre y esas cosas. Me duró hasta los doce, cuando me castigaron por no sé qué y tuve que aguantar la bronca de mi madre diciéndome que no pensaba dejar que acabase como ella, sin graduado ni esperanzas de aspirar a algo que no fuera trabajar de limpiadora por el salario mínimo durante el resto de mi vida. Había oído esa monserga cientos de veces, pero hasta ese día no había caído en la cuenta de que para estudiar enfermería se necesita el graduado escolar. 

El día de mi décimo tercer cumpleaños, la tarta en la mesa entre mi madre y yo, le dije que esa vez hablaba en serio: quería saberlo. Con un suspiro, reconoció que ya tenía edad para oír la verdad y pasó a contarme que mi padre era un guitarrista brasileño con el que estuvo saliendo unos meses hasta que, una noche en su piso, él le dio una paliza de muerte. En cuanto se durmió, mi madre le robó las llaves del coche y volvió a casa como alma que lleva el diablo, las carreteras sin luces, lloviendo, vacías, y el ojo dolorido latiéndole al compás de los limpiaparabrisas. Cuando él la llamó llorando y disculpándose, podría haberlo perdonado —tenía veinte años—, pero para entonces ya sabía que estaba en estado. Le colgó. 

Ese día decidí que me haría policía en cuanto terminara el instituto. Y no porque quisiera dármelas de Catwoman con todos los maltratadores sueltos, sino porque mi madre no sabe conducir. La academia de policía estaba en el sur del país: era la manera más rápida de largarme de casa de mi madre sin pasar por el callejón sin salida del trabajo de limpiadora. 

En mi certificado de nacimiento pone desconocido, pero siempre hay formas: amigos del pasado, ADN, bases de datos… Y también podría haber seguido presionando a mi madre, subiendo cada vez más la tensión, hasta sacarle algo que se pareciera siquiera remotamente a la verdad, un mínimo punto de partida. 

No volví a preguntarle. Con trece años, porque la odiaba con toda mi alma por el tiempo que me había hecho perder moldeando mi vida en torno a sus mentiras. De mayor, cuando entré en la academia, porque creía saber lo que había hecho y supe que no se había equivocado. 

 

miércoles, 10 de octubre de 2018


MARY KARR. EL CLUB DE LOS MENTIROSOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero proponeros (en una emisión radiada que, como viene siendo habitual, presenta una pésima calidad técnica; un hecho, como es obvio, ajeno a mi voluntad) un estupendo libro de memorias, publicado por su autora hace ya más de veinte años pero que sólo ha visto la luz en nuestro país a finales de 2017. Se trata de El club de los mentirosos, escrito por la norteamericana -de Texas, más exactamente, en un dato relevante- Mary Karr en 1995 y presentado en España en 2017 por el esfuerzo conjunto -que ha dado otros excelentes resultados de edición, algunos de los cuales han tenido reflejo en nuestro programa en temporadas anteriores- de las editoriales “hermanas” Periférica y Errata Naturae. El libro se presenta en la traducción de Regina López Muñoz, con un interesante prólogo que la autora escribió para la reedición de 2005 en su país, y con un igualmente ilustrativo epílogo escrito en 2015 por Lena Dunham, la reconocida creadora de la ya mundialmente famosa serie Girls. Desde su aparición, El club de los mentirosos ha cosechado infinidad de premios, algunos muy prestigiosos -los otorgados por The New York Times Book Review o el New Yorker, por ejemplo-, y obtenido un amplísimo respaldo de los lectores, que la situaron en su momento en todas las listas de libros más vendidos, en alguna de las cuales se mantuvo durante más de un año.

Mary Karr cuenta “sin retoques” (y subrayo la expresión por razones que luego explicaré) la historia de su vida y, sobre todo, la de su estrambótica familia, a partir de tres etapas significativas fechadas en 1961, 1963 y 1981, respectivamente. La escritora, nacida en 1955, se presenta a sí misma, pues, con seis, ocho y veintiséis años en cada uno de los tres capítulos del libro, que se desarrollan en Texas, Colorado y Texas otra vez, siendo el entorno, como también más adelante veremos, fundamental en los hechos que se nos relatan. La voz narradora es la de una mujer adulta, pero el protagonismo principal en las dos primeras partes del libro, que ocupan más de cuatrocientas páginas de las cien más que tiene el libro, es para la niña, a través de cuya mirada vemos el mundo, en una elección muy relevante para entender el espíritu -sincero y desprejuiciado, inocente y a la vez descarnado, terrible pero lleno de humor- que rezuma el texto. En la sección tercera Karr nos ofrecerá la narración retrospectiva de la entonces joven mujer, ya con veintiséis años, y con ella la razón de ser de las peculiares memorias. 

Poco antes de que muriera mi madre, el tipo que le estaba reformando la cocina sacó de la pared un azulejo con un agujerito redondo bastante sospechoso. Se sentó de rodillas y levantó el azulejo de manera que el sol filtrado por las cortinas amarillas y añosas pareció perforar el agujero igual que un láser. Nos guiñó un ojo a Lecia y a mí y a continuación se volvió hacia mi canosa madre, concentrada en su volumen de Marco Aurelio y en un cuenco de chiles picantísimos. 
-Señora Karr, ¡esto parece un agujero de bala! 
Lecia, que no dejaba pasar una, intervino: 
-¿Eso no es de cuando le disparaste a papá? 
Y mamá entornó los ojos, bajo un poco las gafas por su nariz patricia y dijo con displicencia: 
-No, eso es de cuando Larry. -Se giró y señaló otra pared-. A tu padre le disparé allí. 

Así da comienzo El club de los mentirosos, un inicio muy revelador de lo que nos vamos a encontrar a medida que avancemos en sus páginas y que explica, además, el tono elegido por su autora para narrarnos la historia de su familia. En este sentido, continúa Karr: Sirva esta anécdota para explicar por qué me decidí a escribir El club de los mentirosos como unas memorias y no como novela: cuando el destino te pone en bandeja unos personajes así, ¿para qué inventar nada? El texto pone de manifiesto uno de los principales motivos del libro: el juego verdad/mentira, que se corresponde con otros tantas veces recogidos en este espacio: ficción/realidad, novela/documento o invención/memoria. Karr, que, además de poeta, es en la actualidad profesora de Literatura en la Universidad de Siracusa y dirige diversos talleres de escritura en los que transmite sus ideas sobre la cuestión, es firme defensora de la autoficción descarnada, sin paliativos, sin edulcorantes, sin mentiras embellecedoras, algo que choca, en apariencia, con el título de su obra. Memorias, pues, y no novela (Así como la novela se apropió de las experiencias de una sociedad urbana e industrializada que no cabían en sermones, epístolas ni poemas épicos, las memorias -con voz única y profundamente personal- se enfrentan a los problemas personales de una manera que magnetiza a los lectores, explica en la presentación), ya que todo lo que se cuenta en El club de los mentirosos es verdad (sin comillas relativizadoras), por muy dramático, escandaloso, conflictivo, trágico, desolador, violento, horrible o doloroso que puedan resultar tanto los acontecimientos que se muestran como el hecho mismo de mostrarlos. Comprobamos que las heridas cicatrizaban mejor si las dejábamos al aire, escribe; para añadir: Las historias le habían salvado la vida. Contar lo vivido, narrarlo, escribir, recordar, es sacar fuera los demonios, opera como un exorcismo, como una catarsis, al igual que ocurre en el psicoanálisis (Mary Karr visita a un analista desde los veinte años, lo cual no sorprende a quien haya leído el libro, dadas las muy duras experiencias vividas en su infancia). Dice, a este respecto, Lena Dunham en su comentario final al libro: Contar la verdad te conserva enteramente joven (…) No sólo la verdad te hará libre a ti, sino que también abrirá el camino para que otros hagan lo propio. 

Cualquier familia con más de un miembro es una familia disfuncional, afirma la autora en su preámbulo; y la suya, pronto lo comprueba el lector, lo es en grado sumo, siendo el libro un fidedigno documento que da prueba de esa delirante y enfermiza anormalidad al describir la caótica vida familiar indagando en los muchos misterios que encierran sus padres; aunque a la postre resulte ser, también, una cariñosa y conmovedora carta de amor a su imperfectísimo clan. Y es que los Karr son, en efecto, un grupo singular. El padre es un rudo obrero texano, con una pizca de sangre indígena, que consume su vida en la dura actividad de las empresas petrolíferas del Golfo de México -la Gulf, la Texaco-. Con buena planta, algo bruto, es sensible y a la vez violento, un pobre e inculto camorrista montapiquetes, bebedor y jugador empedernido, que encarnaba en igual medida al proscrito y al honrado ciudadano, entrañable al fin, en el recuerdo de la niña. La madre, Charlie -el auténtico núcleo central del libro-, constituye una personalidad excepcional, “definida” por un pasado enigmático y secreto del que la autora va ofreciendo leves indicios, con maestría y talento literario, a lo largo del relato, y que sólo desvelará a su término; marcada por una total ausencia de expectativas y horizontes vitales en un declive progresivo que en el transcurso de quince años [la había llevado] de una casa de campo en Connecticut a un camping para caravanas en Leechfield; sumida en el desorden -el caos- amoroso y profesional, con siete matrimonios a sus espaldas, dos con el padre de Mary (Mi madre no se echaba novios, directamente se casaba); arrastrada por la consiguiente desesperación y autodestructiva rebeldía ante esa “cárcel” que es su existencia, lo cual conllevará la tendencia a la depresión, el alcoholismo y, en cierto modo, la locura (mal de los nervios era el eufemismo para designar sus brotes psicóticos); y, pese a todo ello, dotada de un cierto refinamiento intelectual, movida por el anhelo de cultura, la frecuentación de libros (leía mucho y sin criterio, yoga, macramé, alimentación macrobiótica, pero también literatura, Sartre, Camus, Tolstoi), el amor por el arte, la ópera, el blues, la música en general. La hija mayor, Lecia, es estable, racional, rígida, responsable, decente, sensata, futura votante conservadora del Partido Republicano. Es dueña, también, de una feroz causticidad que se manifiesta en réplicas y comentarios corrosivos (Cinta diez, rollo mil: feliz cumpleaños de mierda, caricaturiza, como si se tratara del rodaje de una toma cinematográfica infinidad de veces repetida, la miseria de sus vidas). Su relación con la pequeña Mary es simultáneamente de protección y rechazo, de cariño y distancia, pues tanto la cuida y la defiende como se convierte en cruel perpetradora de incontables perrerías que la tienen como víctima, desempeñando con respecto a ella una adultez forzada y prematura. Y está Mary, la propia autora, la niña tímida e insegura -¡¡tiene seis años!!-, aunque crecida también de modo algo salvaje en aquel maremágnum familiar (Ya con siete años hacía mis primeros pinitos con el alcohol), sin noción alguna de la decencia o la corrección, insolente, deslenguada, capaz de las palabrotas más escabrosas y los más obscenos gestos que reparte con naturalidad a diestro y siniestro. Ambas hermanas son, resulta inevitable, muy adelantadas para su edad, descaradas, irreverentes (la bruja ha muerto, dice Mary, tras el fallecimiento de su abuela, la abuela Moore, otro personaje memorable, una gran hija de puta, con su doloroso cáncer, su pierna amputada, su control sobre la educación -o la falta de ella- de sus nietas, su intransigencia, su papel de detective aficionada escrutando la vida de todas las familias de la zona). Frente a la inocencia de los demás niños, Mary -pero también su hermana- se las sabe todas (la muerte atacaba a ciegas, reflexión ciertamente madura para una niña), es ya, a su muy tierna edad, muy consciente de la muerte (No dejo de darle vueltas a la cantidad de muertes y amagos de muertes a los que me he enfrentado últimamente), y vive unas experiencias impropias de sus pocos años. Pero pese a su adelantado desarrollo las hermanas no dejan de ser también dos niñas pequeñas que juegan con sus Barbies en medio de aquel escenario dantesco. 

Porque la vida de los Karr es una desoladora locura hecha de idas y venidas: hay padres que huyen, amantes que aparecen y se esfuman -el italiano Paolo, Héctor, el camarero mexicano, el vaquero que “cabalga” a la madre en el salón familiar ante la mirada atónita de Mary, entre otros-, hay viajes inopinados en los que la insensata madre lleva a las niñas de un lado a otro en escapadas o fugas imprevistas, y el día a día es una sucesión de discusiones y enfrentamientos, separaciones y reencuentros, palizas en la pareja, borracheras y resacas, intentos de incendiar la casa, amenazas con cuchillo (de madre a hijas), episodios con armas, algunas zurras poco convincentes con el matamoscas. Y más alcohol -en infinidad de mezclas y variantes- y barbitúricos y pastillas varias, y la conducción temeraria bajo los efectos de la bebida y accidentes de coche y una inacabable sucesión de hombres. Y hay también una desoladora -y el adjetivo es idóneo, aunque limitado- violación y un insoportable episodio de abusos infantiles. Comen los cuatro en la inmensa cama matrimonial, cada uno mirando una pared de la habitación que ocupa en su totalidad el lecho, de fabricación casera. Y todos se pasean por la casa desnudos, ante la curiosidad y el escándalo de los vecinos. Nuestro nudismo tenía su origen en el insomnio, cuenta Mary, en uno de los muy frecuentes rasgos de humor de un libro que, pese a la tragedia, resulta divertidísimo: como en esa desorbitada existencia ninguno era capaz de dormir, se mantenían desnudos para que si les entraba el sueño pudieran aprovecharlo en el momento yéndose a la cama sin las enojosas interrupciones que suponía el desvestirse (Nuestros cuerpos desnudos eran invitaciones andantes a que nos asaltara un sueñecito). Y el padre hace números, cuadrando inútilmente las cuentas del hogar, y su mujer lee Anna Karenina con, en la mano, su enésimo vodka, mientras suena Bessie Smith. Y más peleas, la madre conducida a un sanatorio con una camisa de fuerza. Un espantoso desorden vital, una pesadilla cotidiana, una devastación permanente, una temible iniciación a la vida para esa pequeña niña que rememora la hoy adulta. 

Y sin embargo, sin eludir todas esas connotaciones negativas de su infancia, en el relato de Mary Karr hay una mirada capaz también de transformar la realidad que describe, no ocultando u omitiendo episodios difíciles o mitigando su crudeza, sino utilizando el lenguaje, su dominio de la palabra y su muy notable virtuosismo literario, para recubrir de humor el relato de sus experiencias y para encontrar en el recordatorio de esos días motivos para la satisfacción, en una visión optimista -dentro de lo que cabe- y entrañable, algo triste y envuelta en nostalgia pero conmovedora y bellísima, de su muy dura experiencia. Y así, un libro que podría resultar trágico se lee en muchos de sus pasajes con la sonrisa en los labios y, en todos, con el corazón encogido y arrebatado por la emoción. Más adelante, confesará la niña, descubriré que las elegías se estructuran justo así: lamento, consolación; malas noticias seguidas de buenas noticias. Y eso es El club de los mentirosos, una elegía, un lamento por un tiempo perdido, con sus dolorosas heridas y sus gozosos motivos de felicidad. Y sin desestimar las primeras, ni mucho menos, la autora no escatima la presentación de estos últimos. Aparte de esos momentos en que necesitábamos un adulto en sus cabales y nos quedábamos con las ganas, nos sentíamos bastante protegidas, dirá, relativizando su pesar. Es cierto que la familia era rara -y disfuncional, por seguir con la nomenclatura de la escritora-, pero esa rareza, ese carácter excepcional, contiene también elementos valiosos. La niña, que añora una existencia “normal”, con los frigoríficos sin escarcha, ordenados y despejados, en un emblema del orden cotidiano de las familias comunes, reconoce igualmente el horror de la vida convencional y lo mucho rescatable de su condición de anomalía: Por primera vez sentí el poder que la singularidad de mi familia nos atribuía sobre nuestros vecinos. Aquellos adultos tenían miedo (…) Tuve la impresión de que la mismísima Muerte habitaba las casas de los vecinos

Il faut souffrir, sufrir es necesario, escribe Albert Camus en El mito de Sísifo, del que la madre lee fragmentos a su hija. Pero Charlie apostillará -y su hija con ella-: Las personas inteligentes sufrían; los idiotas, no. Y de ahí la necesidad del humor y la visión optimista y distanciada como formas de luchar contra el sufrimiento (Claro que el mundo cría monstruos, pero la bondad prolifera igual de silvestre); de ahí el enfoque memorialista: la superación de la experiencia a través de la palabra que no rehúye la verdad, que desvela los secretos, que desmonta el mecanismo de sustituir la realidad mediante el lenguaje, la práctica habitual en la familia Karr. Las mentiras, las historias, la literatura. Las mentiras como metáfora última de la novela, las mentiras y, frente a ellas, la luz que desvela, la memoria que ilumina el pasado, la verdad que desentraña los enigmas, sin permitirse trampas ni engaños. 

Y el lugar por excelencia de esa poderosa metáfora será el club de los mentirosos, que albergará los momentos más dignos de remembranza en esa problemática infancia, los que despertarán las evocaciones más intensas y agradables en la autora. He aquí la descripción que hace Mary Karr del subyugante círculo: Mi padre me contó tantas anécdotas de su niñez que en ciertos aspectos las suyas me parecen más vívidas que las mías propias. Las repetía una y otra vez ante un público compuesto por los borrachos con los que jugaba al dominó los días de libranza. Se reunían en el bar de la Legión americana o en la trastienda del local de artículos de pesca cuando sus mujeres los hacían pagando facturas o en la sede del sindicato. La cabreada esposa de alguno de ellos acabó por bautizar al grupo como “el club de los mentirosos”, y con ese nombre se quedó. Y es cierto que, técnicamente hablando, no se contaban muchas verdades en esas reuniones. En el club de los mentirosos, escuchando las disparatadas y divertidísimas historias que cuenta su padre, Mary, que lo acompaña desde sus cuatro años, encuentra algo parecido a un refugio en la sórdida realidad de su vida: el club me revelaba mi identidad, me proporcionaba solidez, señala, en un rasgo que vincula la obra -en un nexo que me ha asaltado en distintos momentos de la lectura- con otra novela autobiográfica, El bar de las grandes esperanzas, reseñada hace poco en Todos los libros un libro. Lo que yo más quería en el mundo, recordará, era oír a mi padre contar una historia, desenrollarla como un recio sedal que me trasladara a otros tiempos que yo jamás había conocido y otros lugares donde jamás había estado salvo por cortesía de su voz

Y es que de todos los miembros del club de los mentirosos, mi padre era el que contaba mejores historias. Entre sus amigotes, Pete Karr se encuentra a sus anchas inventando anécdotas imposibles: imita a los protagonistas de sus relatos, pone caras, se aleja de la narración inicial y retoma el hilo tras digresiones sin cuento, suelta palabrotas, cuenta chistes, hace reír, y acaba por persuadir -con reticencias, claro- a sus oyentes, poseedor del don de la credibilidad, pese a lo disparatado de sus historias, algunas magistrales: cuando salió de casa con un dólar para comprar café por encargo de su propio padre, y por un impulso súbito se subió a un tren, para volver, tras increíbles aventuras, un año después encontrándose con la pregunta del padre, impasible pese al paso del tiempo: “¿has traído el café?”; la del tío Lee y su tormentosa relación conyugal, que acaba por resolverse cuando los amigos sierran la casa familiar separándola en dos mitades; la desopilante anécdota de los pedos congelados; la de la muerte de su padre (que está vivito y coleando). Un Pete que cuando desplumaba a un matón en una partida de póquer y temía la posterior represalia, recurría al humor y con un chiste desarmaba al agresivo contrincante, en una nueva muestra, que Mary resalta en alguna entrevista, de esa idea nuclear de su libro: el humor como salvación frente al sufrimiento, las historias como defensa frente a los males del mundo, como noble barrera frente al dolor: Papá nunca confesó la mentira (la falsa muerte de su padre). Permaneció como una fortaleza que hubiera levantado entre él y los demás para impedir que lo conocieran mejor

Las historias del padre permanecen vivas en la hija, que en el libro sólo puede dar cuenta de ellas en presente -con una sobresaliente capacidad (un fino oído, ha dicho la crítica) para recrear los diálogos y las conversaciones de los amigos: La escena me parece tan real aún hoy que no puedo evitar relatarla en presente. Y en la memoria, el club aparece así también como la representación de la infancia, una infancia que queda atrás cuando el encantamiento y la magia de las narraciones del padre dejan de tener sentido: Tan pronto como me compré mi primer sujetador deportivo (…) dejé de asistir a las reuniones del club de los mentirosos

La figura del padre emerge así en sus cualidades positivas, su sensibilidad (se echará a llorar cuando recupere a sus hijas tras habérselas llevado Charlie, o la presumible emoción en él, que Mary intuye cuando encuentra, tras su muerte, entre sus papeles personales, el único boletín de notas del instituto en que ella había sacado sobresaliente en todas, o el primer poema que publicó), su condición de salvaguarda frente a las amenazas y el horror de la existencia (Quedar suspendida del universo entre las manos grandes de papá, como cuando me enseñó a mantenerme a flote en la piscina del pueblo), su previsible seguridad frente a la locura materna. Una persona cien por cien fiable, dirá la hija, mientras la madre encarnaba en cambio para las niñas una amenaza implícita constante; su “normalidad”, disfrutando con las pequeñas cosas, frente a la angustia existencial, a la convulsión e insatisfacción permanente de la madre (Dios, qué ignorancia tan feliz, suspirará desesperada). 

Sin apenas tiempo ya para más comentarios, quiero resaltar la importancia del entorno en que se desenvuelve la historia de los Karr, sobre todo el que representa el pequeño pueblo de Leechfield, en Texas. Business Week, comenta Mary en su libro, lo incluyó en la lista de los diez pueblos más feos del planeta. Y, en efecto, poco de atractivo hay en ese poblacho que vive del petróleo, con sus tanques blancos de almacenamiento, las torres gigantes en llamas, las inmensas plataformas de extracción; un lugar a sólo un metro por encima del nivel del mar, con el agua salobre de los bayous, los infectos arroyuelos que surcan la zona, las ciénagas, el omnipresente fango del Golfo de México, el calor asfixiante, las constantes inundaciones, los tornados, la suciedad y la contaminación -La localidad encarnaba uno de los puntos más negros del mapamundi del cáncer. (Y ahí sigue, junto con Bophal y Chernóbil)-, el polvo y las serpientes, las casas baratas y el malvivir del proletariado encadenado a las industrias petrolíferas, en un pertinente paralelismo entre la decrepitud del entorno y la de la familia que lo habita. En cambio, la estancia en Colorado, opera como contrapunto, una vez más, entre “las buenas y las malas noticias”: la naturaleza salvaje, los osos surcando el paisaje, los paseos a caballo, los arroyos de agua fresquísima, la pesca en los riachuelos, los bosques, los campos, la nieve… que no impedirán, sin embargo, el deterioro familiar. 

De entre las muchas piezas musicales que aparecen en el libro, os dejo ahora con Misery, en la voz de Esther Phillips. Put no headstone on my grave. All my life I been a slave. ‘Que no le pongan lápida a mi tumba. He sido una esclava toda la vida’; la letra tendría que haberme dado una pista de lo que se avecinaba, comentará Mary, cuando recordando el texto de la canción que escuchaba su madre, evoca el desastre que acabará por ser su cumpleaños (y, en general, su infancia entera).  


Mamá estaba sentada en el sofá curvo del salón, frente a la chimenea donde se amontonaba la ceniza. El destornillador que estaba bebiendo se había aguado. Llevaba pantalones de chándal negros y una de las camisas blancas de Sears que le regalábamos a papá todas las Navidades. Había estado doblada hasta hacía bien poco, se notaba. Sobresalía una etiquetita de cartón que parecía el alzacuellos de un cura. La baraja nueva de cartas estaba intacta encima de la mesa, con el precinto. 

No recuerdo cómo anunciaron que se divorciaban. Papá se sentó pesadamente en el extremo del sofá y se inclinó apoyando los codos en las rodillas, con las manos huesudas colgando hacia el suelo. Agachaba la cabeza igual que los toros al final de una corrida, cuando han perdido mucha sangre y les han clavado tantas banderillas que ya no pueden levantar la testa para atacar. De los ojos de papá caían lagrimones que iban a dar en el suelo. Ni siquiera se molestaba en enjugárselos. Cada tanto se pasaba el dorso de la mano por la burbuja de mocos que se le formaba en la nariz. Las lágrimas dejaron unos goterones oscuros en la madera del suelo. Yo estudié largo rato aquellas salpicaduras con tal de no verlo llorar. Formaban una especie de dibujo unido por puntos cuyo sentido no lograba descifrar. 

En el otro extremo del sofá mamá no derramaba ni una lágrima. Aunque esto no es indicativo de nada, ojo. Puede que estuviera conteniendo un torrente de dolor, o puede que no. Lógicamente, no estaba del todo a lo que estaba. El inmenso vodka con naranja, cumpliendo su propósito, la había transportado. Nos preguntaron sin preámbulos con quién queríamos vivir. Mamá se quedaba en Colorado; papá tenía que volver a casa. Nos expusieron los hechos como si nos dieran a elegir entre dos sabores de un helado. ¿Qué preferíamos: un padre o una madre? También podíamos separarnos, si queríamos, y que cada una se quedase con uno. 

Lecia me convocó en la cocina para celebrar una asamblea. Me advirtió que, si me veía alguna lágrima, me dejaría inconsciente a base de guantazos. Pero yo estaba muy lejos de echarme a llorar. Lo que quería era hacerme un ovillo. 

Echamos un vistazo al salón a través del vano de la puerta. Las nucas de nuestros padres asomaban por encima del respaldo del sofá. No hablaban, parecían dos desconocidos en un vagón de metro. Me resultaba inconcebible que uno de los dos fuera a desaparecer para siempre. Me representé mentalmente el globo terráqueo dividido por los meridianos. Yo sabía la distancia que separaba Texas de Colorado. Pero no era sólo una elección ligada a la distancia. Por un instante hice pito, pito, gorgorito pasando de una cabeza a otra. Me planteé jugarlo a cara o cruz. Me debatía internamente entre la ciénaga y las montañas, entre un calor insoportable y un fresco azulado. Seguía queriendo tumbarme en el suelo, con la mejilla caliente en contacto con el azulejo italiano y dejarme vencer por el sueño hasta que nos despertaran los osos. Mientras a mí me reconcomían las dudas, la mirada de Lecia se volvió neutral, como si hubiera visto venir el dilema surcando los cielos, igual que un frente meteorológico. 

Fue ella quien finalmente tomo la decisión. Si la dejábamos sola, mamá se metería en problemas con mayúsculas. Papá, en cambio, volvería a trabajar en la Gulf, de modo que siempre sabríamos dónde encontrarlo. Me pareció una lógica razonable. “Vamos al salón y se lo decimos”, ordenó mi hermana.



Mary Karr. El club de los mentirosos