Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de septiembre de 2019

DAVID GROSSMAN. LA VIDA ENTERA; GRAN CABARET

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, nuestro espacio os trae un par de libros espléndidos de un autor israelí, eterno candidato al Nobel, David Grossman. Quiero hablaros, en primer lugar, de su última novela publicada en España, Gran Cabaret (en realidad, hay un libro posterior, La princesa del sol, pero se trata de un texto para niños), que en 2017 ganó el prestigioso Man Booker International Prize al mejor libro traducido al inglés en el año anterior. Su traductora al castellano, Ana María Bejarano, gran experta en la obra de Grossman, obtuvo igualmente en 2016 el Premio Nacional a la Mejor Traducción por su traslación del libro del hebreo originario a nuestro idioma. La relativamente reciente aparición de este nuevo título, me brinda la ocasión para presentaros también otra novela, ésta magistral, La vida entera, de publicación muy anterior en España, en 2010. Ambos libros vieron la luz en la editorial Lumen, en los dos casos con la traducción de la ya mencionada Ana María Bejarano. 

Gran Cabaret centra su trama en un peculiar espectáculo en un local nocturno -un cabaret, como resulta obvio- de Natanya, una localidad de la costa de Israel. En el garito, oscuro y lleno de humo, pasan la noche un conjunto de gentes variopintas que, entre gritos, risas y los habituales excesos que el alcohol propicia, asisten, en principio interesados, estupefactos luego y seriamente indignados al final, a la actuación de un excéntrico personaje, un cómico, que con un aspecto algo desastrado y estrafalario -ropa vieja, tirantes rojos, gafas negras de concha: un payaso- protagoniza una sesión humorística al estilo de las clásicas stand-up comedy norteamericanas que tanto éxito tienen en todo el mundo, incluso en España, en los últimos lustros. Como es habitual en este tipo de comedias, el intérprete aúna en su intervención, normalmente un monólogo que se combina con la participación frecuente del público, reflexiones sarcásticas sobre sucesos de la vida pública; una crítica ácida de la política, la sociedad, las costumbres o los valores dominantes; agrias sátiras de las convenciones sociales; sangrantes muestras de incorrección política; interpelaciones irónicas, cuando no directamente ofensivas, a los asistentes; y, sobre todo y en todo momento, ingeniosidades, humoradas, bromas y chistes. Así ocurre en el caso de nuestro protagonista, el genial pero inquietante Dóvaleh, que, sin embargo, pronto hace que el esperable desarrollo de la función -un modo amable de cerrar la noche para los distintos grupos de espectadores, ciudadanos medios representativos de un amplio espectro social de su país: estudiantes, militares, empresarios, jóvenes, mujeres maduras- se vaya deslizando hacia otra situación, más compleja, con mayor calado, más seria, con una dimensión casi filosófica y existencial, que acaba por resultar incómoda y desasosegante para quienes, sentados entre el público, se sentirán cuestionados en los principios que fundamentan sus vidas y, por ello, irritados por el atrevimiento de un comediante que les está arruinando la velada. Los espectadores se miran unos a otros y se remueven inquietos en los asientos. Cada vez entienden menos cuál es su papel en esta actuación en la que participan a su pesar. No me cabe la menor duda de que hace ya rato que se habrían levantado para marcharse, o que lo habrían echado a él del escenario a abucheos, si no fuera por la tentación a la que tantísimo nos cuesta resistirnos, la tentación de asomarnos al infierno de los demás

No obstante, este “juego” entre artista y concurrencia no es más que el telón de fondo de la historia que Gran Cabaret relata, pues, de entre todos los presentes, será un juez, viudo y jubilado, antiguo amigo de la infancia del humorista -al que no ve desde hace décadas- el que se constituirá en el destinatario final de la actuación del cómico, al haber sido misteriosamente convocado por éste para que, muchos años después del último contacto entre ellos, registre los pormenores del acto con no se sabe qué desconocidos fines. El magistrado, reticente inicialmente ante tan descabellada pretensión, acaba por implicarse en la representación, tomando nota de los hechos a los que asiste en unos apuntes que, probablemente, desemboquen en el libro que tenemos entre manos. 

Con este espectador privilegiado, Dóvaleh, entre -como se ha dicho- decenas de muy hilarantes chistes de un cáustico humor judío (esta vertiente “divertida” del libro, tan “woodyallenesca”, aflora ya desde su título en hebreo: Un caballo entra en un bar), se desnuda (un hombre que se vacía de tal manera de todo lo que lleva dentro) ante un público perplejo, sin dudar en mostrar sus intimidades, incluso las más descarnadas, sin refrenar en ningún momento su crudeza, exhibiendo hasta los episodios más crueles, en un ejercicio de atrevida, dolorosa, brutal, desacostumbrada (al menos en ese contexto) e impúdica -y por ello insoportable- sinceridad. Así, el monologuista recuerda su triste infancia (soy, dice, un niño de cincuenta y siete años reflejado en un viejo de catorce), las humillaciones infligidas por sus compañeros de colegio, el sufrimiento por el acoso y la vergüenza constantes, el dolor, la vida humilde. Especialmente significativa, pues en cierto modo operará como metáfora central de libro, es la remembranza de su habilidad infantil para caminar con las manos, haciendo el pino, andando “del revés”, una manifestación de la radical “rareza” del niño -y ahora del adulto-, un modo de oponerse, de singularizarse (la vida boca abajo), también de defenderse, ante la hostilidad del mundo (¿Quién me puede encontrar mientras esté del revés? ¿Quién me puede atrapar?). 

En su relato -un irrefrenable caudal de palabras- y entre constantes menciones a la “realidad externa” (las circunstancias históricas del pueblo judío, las vicisitudes políticas del Estado de Israel), comparecen también la figura de su padre, un barbero que saca adelante a su familia con infinidad de extravagantes chanchullos, y, sobre todo, la amada madre, superviviente del holocausto, un personaje evocado con ternura e indecible emoción, como en este fragmento revelador que os dejo pese a su larga extensión: También estoy yo, a su lado, haciendo los deberes, como siempre, mientras ella le coge los puntos a las medias, y cada tantos puntos se para, se queda en blanco mirando al tendido, ajena a nuestra presencia. ¿En qué pensará cuando está así? Nunca se lo he preguntado. Mil veces he estado a solas con ella y nunca se lo pregunté. ¿Qué sé, en realidad? Prácticamente nada. Que tuvo unos padres ricos. Eso lo sé por papá. Y que fue una buenísima estudiante que tocaba el piano tan bien que ya hablaban de los conciertos que iba a dar, pero todo quedó en nada porque cuando escapó del Holocausto tenía ya veinte años y durante medio año, en plena guerra, estuvo escondida en un tren, ya os lo he contado. Seis meses la tuvieron escondida tres maquinistas polacos en el cuartucho de un tren que hacía siempre el mismo recorrido, ida y vuelta. Se turnaban para vigilar, me contó, con una risa que jamás le había oído. Yo tendría unos doce años y estábamos solos en casa. Estando yo a media actuación de las mías, me interrumpió y me lo contó así, sin más, de golpe, y entonces se le torció la boca y estuvo unos segundos sin poder volver en sí, con la mitad de la cara torcida hacia un lado, como si huyera de ella. Durante medio año, hasta que se hartaron de ella, no sé por qué; no tengo ni idea de por qué un buen día, cuando el tren llegó al final del trayecto, aquellos cabrones la lanzaron al andén directo a la rampa

Imbricadas en el indesmayable torrente verbal del cómico, el talento de Grossman intercala las reflexiones del juez, que ofrece, con su singular mirada, desde otro ángulo, una perspectiva distinta del humorista, a partir de la memoria -que despierta progresivamente a medida que avanza la función- de los días de juegos infantiles conjuntos. El magistrado es también un personaje conmovedor, sufriente él mismo por la reciente muerte de su amada mujer. Tampoco me resisto a transcribir aquí, de nuevo pese a su extensión, una de esas emotivas digresiones: En estos momentos ya casi todos los que están en la sala gritan y aplauden siguiendo el ritmo, incluso yo, por lo menos por dentro. ¿Por qué no podré exteriorizarlo? ¿Por qué no puedo? ¿Por qué no me tomo, aunque solo sea por un momento, unas vacaciones de mí mismo, de la cara avinagrada que se me ha puesto durante estos últimos años, de los ojos siempre enrojecidos de tanto contener las lágrimas? ¿Por qué no subirme de un salto a la silla y gritar a pleno pulmón un aplauso para la muerte? A esa muerte que consiguió arrebatarme en solo seis semanas, maldita sea, a la única persona que he amado de verdad, con toda mi alma, con ansias y con alegría, desde el momento en que la vi, en que te vi, con tu carita redonda y radiante, y esa frente tan hermosa de la que crecía tu espesa y fuerte cabellera que yo, en mi estupidez, creí que era signo de que estabas aferrada por completo a la vida, y tu cuerpo, ancho, grande, danzarín… No se te ocurra, amor mío, borrar ni uno solo de estos adjetivos, porque tú fuiste mi medicamento, tú fuiste la medicina que me curó de la árida soltería en la que vivía encerrado, de «la templanza judicial» que casi me había agriado el carácter, el medicamento contra todos los anticuerpos que se me habían ido acumulando en la sangre durante todos los años que estuviste sin venir, hasta que llegaste, a raudales. Tú —todavía me niego, porque me duele físicamente, a darles a estas palabras una caducidad por escrito, aunque sea solamente en una servilleta—, que eras quince años más joven que yo, que ahora ya son dieciocho, y así, cada día más y más. El día que pediste mi mano me prometiste que siempre me verías con buenos ojos. Con los ojos de un testigo favorable que ama, dijiste, y nunca me habían dicho algo tan bonito

El amor y la muerte son, sin duda, dos de los temas centrales de la novela, impregnada de un humor con ribetes de negrura que, mientras ejerce su disipadora misión, consigue aplazar la tragedia que, en esencia, es toda vida. 

De amor y muerte habla también La vida entera, una voluminosa novela de una intensidad y una emoción por momentos sobrecogedoras. El libro se abre con una extensa escena -más de cien de un total de ochocientas largas páginas- de tintes oníricos que nos muestra a tres chicos israelíes, Ora, Abram e Ilan, que permanecen recluidos en un fantasmagórico hospital aislado en una ciudad extraña, en el que han sido abandonados a cargo de una única enfermera árabe a causa de lo contagioso de sus enfermedades y de la generalizada huida del personal sanitario como consecuencia de la guerra, la fugaz pero trascendental Guerra de los Seis Días. La cercanía forzosa entre los jóvenes, la fragilidad -física y anímica- de su situación y las naturales “pulsiones” de la adolescencia, hacen nacer entre ellos sentimientos de interés, de amistad, de atracción incluso, que Grossman cuenta con maestría en una narración construida casi íntegramente a base de diálogos. 

Más de treinta años después nos reencontramos con los tres personajes. Ora -que será en la mayor parte del texto la voz que cuenta- está ahora separada de Ilan, con el que se casó y con el que tiene dos hijos en común, Adam y Ofer. Abram, tras una trágica experiencia, detenido y torturado por las tropas egipcias en una de las muchas experiencias bélicas vividas por israelíes y árabes en la zona, retoma la vida civil en un estado de absoluta devastación psicológica y permanece apartado de sus amigos -casi ilocalizable- desde hace años. El pequeño de los hijos de Ora, Ofer, que acaba de cumplir los tres años del servicio militar obligatorio habitual en su país, se apunta a su término como voluntario, no obstante, para hacer frente durante tres largas semanas a un nuevo estado de emergencia que conlleva medidas de presión y control del ejército sobre una población árabe en la que cualquier niño que se dirige al colegio con una mochila puede esconder un potencial terrorista. El espanto que provoca en Ora, sola tras la marcha de Ilan y Adam a un viaje por América Latina, el riesgo de muerte de su hijo en alguna escaramuza militar en la arriesgada operación, la lleva a abandonar su hogar, ahuyentando así -al menos en un plano simbólico- la imaginada y temida escena en la que los responsables del ejército llaman al timbre de su casa para comunicar la infausta noticia: si ese hecho no se produce, si no hay nadie en casa en ese momento irreversible, su hijo estará a salvo, la muerte no le alcanzará, piensa. Así, y tras localizar sorprendentemente a Abram, inicia con éste un viaje sin rumbo fijo, sin móviles ni contacto con la realidad de la guerra, atravesando a pie el país, que recorren de un extremo a otro, voluntariamente ajenos al acontecer de la contienda e inmunes, pues, a las malas nuevas que la guerra pudiera generar. 

En su recorrido, que constituye el núcleo central de la novela, Ora -y, en menor medida, el propio Abram- habla sin parar para así tener presente y proteger a Ofer; y así cuenta la vida entera (Ora está un poco turbada por el hecho de estar hablando tanto, pero no es capaz de interrumpirse, porque eso es precisamente lo que tiene que hacer ahora, eso es lo que siente, tiene que describírselo con todo detalle): la suya propia y la de su familia, la de su marido y sus hijos, la de la fuerte imbricación vital -con episodios inesperados y sorprendentes que no quiero revelar aquí- de los tres amigos, la de Israel, con sus vicisitudes políticas y sus innumerables guerras, con el conflicto irresoluble entre árabes y judíos. Y su relato, que fluye incontenible, lleno de emoción, de melancolía, de vida -de nuevo la vida entera (Miles de momentos, de horas, de días, miles de hechos, infinidad de acciones, de intentos, de errores, de palabras, de pensamientos, todo para poner a una persona en el mundo)- será una forma de exorcizar el temor a la muerte del hijo, expuesto en cualquier momento a la amenaza de una bomba, de un disparo, de un atentado, pero preservado de todo riesgo mientras se mantenga vivo en el discurso de su madre. Lo que yo quiero es contártelo todo sobre él, hasta el más mínimo detalle, su vida entera, todo, aun a sabiendas de que eso es imposible, imposible, pero es lo que ahora tengo que hacer por él, explica a Abram. 

Pero ¿cómo puede contarse una vida entera? Para eso no bastaría toda una vida. El genio de David Grossman lo logra y es por eso que el torrencial flujo verbal de Ora, un personaje inolvidable, transporta al lector a las interioridades del alma de la protagonista; un lector que “conviviendo” con ella, inmerso, embebido, en su relato, se conmoverá, se emocionará, llorará, se estremecerá, se apasionará, reirá, se entusiasmará -Ora, mi semejante, mi hermana- con esa vida puesta a su alcance. 

Sin tiempo ya para más comentarios, quiero señalar -pues resulta esencial para la completa comprensión del libro- que la escritura de La vida entera, que Grossman inició en 2003, se cierra en diciembre de 2007, un año y medio después de que Uri, el menor de sus dos hijos varones, muriera -su tanque alcanzado por un misil- en las horas finales -el 12 de agosto de 2006- de la segunda guerra del Líbano, en un muy relevante paralelismo con la situación de fondo que “revolotea” por la novela. Apenas diez días después, el 21 de agosto, publicó en El País (entre otros importantes periódicos de todo el mundo) una tristísima pero esperanzadora y muy valiente carta que hoy quiero dejaros como cierre a mi reseña, a la que acompaña también la versión que hace Joan Baez -un clásico- de Dona, Dona, una canción folclórica judía -originariamente en yidis- que suena en el libro. 


Mi querido Uri: 

Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta rara combinación de determinación y delicadeza. 

Faltarán a partir de ahora su buen juicio y su buen corazón. 

No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que tanto querías. 

Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate. No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así. Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los otros ya dormían. 

Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a recoger. 

Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu "política de controles militares" porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones. 

Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el "síndrome de Elifelet". Teníamos mucho miedo de que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. 

Para mí eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí "alguien con el que correr" [título de una de las últimas novelas del autor].Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas, Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido. 

Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por parte de un jefe. 

Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Michal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo, supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te fuera debido. 

En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su apoyo ilimitado. Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros momentos. Ése es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante, porque nos aguardan tiempos muy duros. 

Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad. 

A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en primera línea", con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente. 

Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla. 

Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. 

Uri tenía sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma. 

Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus "hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae demasiado, en la tierra se encuentra de todo". 

En otra ocasión, en el coche, Michal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía de tener nueve años, nos interpeló desde el asiento de atrás: "¡Eh, los elitistas, recordar que lleváis detrás a un inculto que no entiende nada de lo que decís!". 

O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): "Dime, papá, ¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?". 

O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que es vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?". 

En la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado. 

Pero cinco horas después, cuando Michal y yo entramos en la habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo". 

Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras. 

Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Michal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con aprensión y afecto. 

Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que estuviste con nosotros. 

Papá, mamá, Yonatan y Ruti. 

 

miércoles, 18 de septiembre de 2019

TOINE HEIJMANS. EN EL MAR

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, un miércoles más, sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio semanal de recomendaciones de lectura que nuestra emisora ofrece desde hace ya casi diez años. Hoy os traigo un breve librito, de escasas ciento cincuenta páginas, que sin ser ni mucho menos alta literatura sí resulta una propuesta interesante y sugestiva -también, algo controvertida en su planteamiento y enfoque, que han sido objeto de algunas críticas, como luego veremos-, y que, en cualquier caso, merece las pocas horas de atención que exige recorrer su reducida extensión. Se trata de una novela, la primera de su autor, el holandés Toine Heijmans, un periodista y escritor para mí desconocido hasta ahora, que la presentó en 2011 con el título de En el mar, muy expresivo, como puede imaginarse, de su contenido. El libro fue publicado en España en 2018 en la editorial Acantilado, en la traducción del neerlandés de Goedele de Sterck. 

Donald, un hombre de en torno a cuarenta años -aunque en el libro no se nos precisa su edad-, casado con Hagar y con una hija en común, la pequeña María, de siete años, sumido en una crisis personal considerable que le lleva a cuestionar su profesión, su relación de pareja y su vida familiar, su lugar en el mundo y, en realidad, su propia existencia, obtiene en su trabajo una suerte de trimestre sabático que decide dedicar a lo que ha sido su sueño durante largo tiempo: navegar en solitario con su viejo pero sólido velero por el mar de Frisia, el del Norte y el Atlántico, rodeando las islas Británicas y dejando atrás por un tiempo todas las preocupaciones que le abruman en su vida cotidiana. Resuelve también que en la última etapa de su periplo, cuando arribe a Thyborøn, un pequeño puerto danés, cercano ya a su residencia en los Países Bajos, recogerá a su hijita -a la que su madre llevará en avión a su encuentro- para, con ella sola (Hagar rechaza sumarse a la aventura náutica), completar en un par de días el recorrido que lo traerá de vuelta a Harlingen, donde se encuentra el hogar familiar y, de nuevo, a la normalidad. En el mar es la narración de esas cuarenta y ocho horas y de las intensas experiencias vividas en su transcurso. Unas vivencias que, como parece evidente, no tendrán que ver sólo con las dificultades encontradas en el viaje en sí mismo, con los problemas meteorológicos y de navegación -que los habrá, y notables-, sino también con las que podríamos denominar incidencias existenciales, de las que las materiales sufridas por el barco son luminosa metáfora. 

El libro -y quizá este apresurado resumen ya os haya permitido apreciarlo- remite en su ambientación en el entorno marinero a otras obras bien conocidas -algunas citadas expresamente en el texto- que se desenvuelven en ese mismo ámbito. Así, es directa la presencia de Moby Dick, no sólo porque Ismael es el nombre del velero de Donald, sino porque, además, Heijmans establece en todo momento un paralelismo temático entre la peripecia de su protagonista y la narrada en el clásico de Melville: el Ismael del clásico es un superviviente (lo es también el de la Biblia, el hijo mayor de Abraham, como apunta el narrador) y esa condición puede aplicarse, en cierto modo, al personaje de En el mar y a su pequeño barco; el vagabundo borracho que, en Moby Dick, advierte a Ismael que no le conviene enrolarse y acaba, profético, teniendo razón, se corresponde con el pescador que en el puerto de Thyborøn interpela al padre: daugthers in Thyborøn never go to sea, never go to sea); la noción de búsqueda es fundamental en ambos relatos, también la de la potencia del destino y las fuerzas de la naturaleza y la fragilidad humana frente a ellas. Por otro lado, los conflictos morales, la responsabilidad y la culpa, de los que también os hablaré más adelante, conectan con algunas de las obras marineras de Joseph Conrad. Está también Ulises y su accidentada vuelta a casa. Y hay igualmente una referencia recurrente -de alcance más local y, por tanto menos conocida para el lector español-, la del poeta J.J. Slauerhoff -predilecto del autor-, de quien, entre otras menciones dispersas por la obra, se transcriben unos versos muy bellos y reveladores del espíritu de la novela: Bajo la toldilla, arrobado por la brisa / me siento muy dichoso / El destino es caprichoso / pero nada queda que me ate a la vida

Asimismo, durante la lectura del libro han venido a mi cabeza otros textos que se refieren a este especial vínculo entre padres e hijos pequeños -con o sin el mar de por medio-, como La isla, de Gianni Stuparich, Agua salada, de Charles Simmons, Cosas de niños, de David Wagner, o, de modo más lejano, Sukkwan Island, de David Vann o La carretera, de Cormac McCarthy, las cinco reseñadas en Todos los libros un libro. Porque el motivo último de En el mar, quizá el principal de los muchos asuntos sobre los que pone el foco de atención, es el de la paternidad. 

En las críticas negativas al libro que he podido leer se recrimina a su autor el haber urdido un planteamiento falaz, repleto de trampas injustificadas y trucos falsos sin otro fundamento que confundir al lector, de trufar su texto de fáciles y engañosas argucias de difícil explicación y casi imposible verosimilitud que, en definitiva, volverían incoherente el relato e invalidarían toda posible legitimidad literaria en la propuesta de su creador. Y es que, en efecto -y no puedo aclarar más los hechos sin revelar aspectos cruciales de la trama-, la historia que inicialmente se nos narra se verá sometida a constantes cambios, desviaciones inesperadas en el enfoque elegido, alteraciones sustanciales en la perspectiva desde la que se está contando la acción (con un reflejo en la técnica literaria: la voz narrativa pasa de la primera persona de Donald a la tercera que describe el punto de vista de Hagar), de tal manera que cuando el lector cree que el relato discurre siguiendo un determinado rumbo (al que Heijmans, operando como experto capitán de barco, le va dirigiendo), una sorpresa imprevista le hará pensar que la verdadera historia que se le cuenta es otra, muy distinta de la que creía estar leyendo. Y, pocas páginas después, un nuevo suceso, repentino e inopinado, lo llevará hacia otra deriva aún menos previsible. Y al rato el fenómeno volverá a ocurrir, hasta que sólo al final del libro pueda quizá encontrar la “versión” definitiva de lo que en esa navegación ha ocurrido (y ni siquiera entonces lo sucedido quedará claro del todo, pues el final abierto permite sostener hipótesis diversas… o tal vez no, tal vez la lectura de los hechos sea finalmente unívoca). 

Siendo esto así, sin duda, pues es obvio que el autor de En el mar juega con su lector, lo manipula, lo zarandea, lo engaña -admitamos el término- sin clemencia, haciendo desaparecer, una y otra vez, el suelo bajo sus pies y con él la noción misma de seguridad en la lectura, confieso que no puedo entender las objeciones de esta parte de la crítica. ¿Cuál es el problema? ¿No es la literatura siempre un juego que suspende, mientras se avanza en un libro, el juicio de veracidad? ¿No cae siempre -¡siempre!- el lector en la urdimbre tramada “impunemente” por el autor y acepta como válida la visión de los hechos que éste le muestra? ¿No queda “absorbido” por el encantamiento de las palabras dando por buena la “realidad libresca” sin importar su mayor o menor coherencia con la “realidad real”, la externa al libro? ¿Qué es la literatura sino un sueño, un espejismo, una fantasía, una ficción? (Y entre paréntesis: ¿qué es, por cierto, el mar sino la ausencia de tierra firme, la imposibilidad de encontrar un asidero seguro en esa enorme masa sin límites que nos lleva y nos trae, que nos arrastra e invade, que nos empuja y desplaza, que nos desequilibra y desconcierta y priva de referencias, que nos atrapa y envuelve y revuelca y somete, que nos hunde y ahoga? ¿No es así el mar una metáfora de la literatura?). La novela o el cine negros, por ejemplo -En el mar es también, entre otras muchas cosas, una suerte de thriller-, ofrecen abundantes muestras (afloran a mi mente en este momento dos ejemplos notables entre cientos de ellos: El sueño eterno, el clásico de Raymond Chandler -y su traslación cinematográfica en el clásico de Howard Hawks- o, también en la pantalla, Sospechosos habituales, la genial película de Bryan Singer con un magistral -y hoy proscrito- Kevin Spacey) de obras sembradas de pistas falsas con las que sus creadores construyen con eficacia una “verdad” que pocos capítulos después desmantelarán, provocando primero la perplejidad o el enfado y después la rendida admiración de sus deslumbrados destinatarios). 

Dejando a un lado esta discusión “conceptual” sobre lo permitido o no en literatura, sí merece la pena resaltar que En el mar presenta en su desarrollo una serie de asuntos de interés para el lector; fundamentalmente, a mi juicio, tres sobresalientes y muy relacionados entre sí: en primer lugar, el juego clausura/libertad, con la necesidad que todo ser humano siente de encontrar su lugar en la vida, el sentido a su existencia, algo que, en ocasiones, no proporciona la tediosa rutina del trabajo, la estabilidad de la pareja y los hijos, obligándonos a buscarlo en la huida, en la aventura, en la escapada, en los cambios, en las rupturas; por otro lado, la reflexión sobre la familia y, en tanto el punto de vista del libro es el de un hombre, sobre la paternidad, sobre la identidad masculina, la madurez y la responsabilidad, sobre qué significa hoy ser un hombre “verdaderamente” adulto; y por último, la presencia ineludible del mar, tanto en sí mismo, aflorando en la belleza de las descripciones de sus interminables y cambiantes paisajes, como simbólicamente en cuanto metáfora de la vida humana que, como el mar, puede ser plácida, cálida y feliz, y a la vez furiosa e ingobernable, desarbolada en cualquier momento por las poderosas fuerzas de la naturaleza o el destino. 

Con respecto al primero de los ejes temáticos, el conflicto entre normalidad y aventura, la novela pone de manifiesto la sensación de opresión y agobio que experimenta Donald en su realidad cotidiana y la consiguiente ansia de evasión y fuga. Lo insulso de su trabajo, reflejado, entre otras muchas muestras, en un párrafo aparentemente neutro pero demoledor (El correo electrónico del management team, la calidad del café de la máquina expendedora, el posicionamiento con respecto a la competencia, la nueva página web, el tráfico generado por ella y los business cases que vaticinaban un tráfico mucho mayor. Los números. Las cifras de ventas, las horas trabajadas, las dietas. Las conversaciones con los clientes), sus problemas laborales, la decepción tras quince años postergado, preterido en los ascensos y superado por sus compañeros más jóvenes, su desgana y su falta de ambición, serán algunas de las causas de su escapada, movida por la voluntad de dejar atrás esa realidad tediosa y poco estimulante, los ingredientes inútiles de la vida,  tal y como se expresa en este párrafo: Así fue como mi barco de vela se convirtió en el centro del mundo. Me perdí por el mar de Frisia, el mar del Norte y el Atlántico, y al cabo de tres meses sólo me acordaba de Hagar y María. Todo lo demás se había disipado en una fina bruma: la oficina, los tratos comerciales, las evaluaciones, los ingredientes inútiles de la vida. En sus reflexiones en el mar, al menos las que se refieren al comienzo de su viaje, antes de recoger a la niña, Donald subraya una y otra vez el placer que le proporciona su “evasión” de esa aborrecible cotidianidad: Recuerdo sobre todo -dice a propósito de ese momento inicial de su singladura- que fue el primer día de mi vida que transcurrió como quisiera que transcurriesen todos mis días. Y también: El tiempo ya no tenía importancia. Lo habíamos dejado en el embarcadero de Thyborøn. O de modo aún más explícito: Me gustaría apagar el teléfono para no tener que acordarme de casa, ese lugar donde no se hace otra cosa que intercambiar sms, correos y mensajes de voz, donde parpadean millones de lucecitas en millones de teléfonos móviles

El “trato” con el mar, la profunda atracción de su navegación en solitario que lo habría puesto en contacto con la “verdad” de la existencia (llega a sentenciar, categórico: Me he encontrado a mí mismo en el mar), contribuye a reafirmar en él la valoración de la iniciativa elegida, la fecunda opción por el viaje y el descubrimiento -de sí mismo y del mundo- frente al mantenimiento de la seguridad que proporciona el consabido y previsible y por ello poco sugestivo correr de los días en una apacible pero mortecina rutina. Empecé a amar la soledad. Las noches, las luces, las horas frías entre las doce y las cuatro de la madrugada. Las calas sin otras embarcaciones a la vista. Las conversaciones conmigo mismo y con mi velero. El resto de mi vida se difuminó

Sin embargo, en cuanto la pequeña sube al barco -y con ella comparece también la necesidad de cuidarla, de protegerla, la responsabilidad de velar por ella, de “hacerse cargo”- y al incrementarse la dureza de la hasta entonces relajada experiencia marina, la angustia, la ansiedad y el sufrimiento padecidos en su singladura acabarán por hacerle dudar (La gente normal huye de las aventuras, y con razón, dirá), hasta llegar a relativizar el valor del riesgo (La intrepidez ya no les hace falta, piensa a propósito de los habitantes de Thyborøn, felices en su ausencia de expectativas, les va razonablemente bien sin aventura). Y es que elegir la transgresión, el experimento, soltar amarras (Habíamos soltado amarras, y no sólo en sentido literal), lleva consigo siempre unas consecuencias que a menudo no se miden de manera ajustada. He leído libros y diarios de navegantes en solitario que volvieron distintos a como eran antes. Algunos enloquecieron (…) El mar tenía un poder enorme, reconoce, adelantando ese valor metafórico del mar al que luego me referiré.

En el mar echaba de menos la tierra y en la tierra echaba de menos el mar, señala Donald sobre el poeta J.J. Slauerhoff, ejemplificando de modo nítido la difícil conciliación de los términos de una disyuntiva -¿sosegada y algo insulsa estabilidad o enloquecida y con frecuencia destructiva pasión?- que permea el libro entero. ¿Dónde estoy yo?, llega a preguntarse, metafísico, el protagonista. 

Pero la crisis que ahuyenta a Donald de su vida en tierra no es sólo laboral, sino también conyugal, familiar y -ya se ha dicho- existencial. En un momento de la convulsa aventura de su marido e hija, en su propia angustiosa espera, Hagar reflexiona sobre la paternidad y nos ofrece una curiosa tipología de padres, distinguiendo entre los estables, que no quieren saber nada de los niños, que no los comprenden ni les dedican tiempo, padres que ven a la familia como algo que hay que mantener, lo mismo que a una casa o un coche, y que por tanto se preocupan de modo frío y “profesional” de la educación de sus hijos, razón por la que suelen tener éxito en su labor; y, por otro lado, los “enrollados”, que se concentran en sus hijos, se esmeran a más no poder y presentan a sus retoños un escenario igualitario, de complicidad y cercanía que, sin embargo, muestra una mayor propensión al fracaso en la educación, pues los niños -afirma- necesitan claridad y jerarquía, orden y no caos. Donald pertenece claramente a los padres enrollados, piensa; para añadir, pesarosa: Qué se le va a hacer. A ojos de su mujer, su marido es aún una criatura infantil e irresponsable, y Donald tiene fuertemente interiorizada esa apreciación negativa. Ha decidido llevarse a la niña -con la que mantiene una relación entrañable, cuya descripción constituye otro de los encantos del libro- para, en cierto modo, probarse (Quiero enseñarle algo a mi hija (...) Quiero hacerle ver que se puede vivir de otro modo. Que nadie tiene por qué convertirse en una marioneta. En un muñeco movido por los demás, las circunstancias, el decoro o lo políticamente correcto. O lo que sea. Quiero mostrarle que existe otro mundo, regido por otras reglas. Quiero enseñarle cómo se vive en el mar). A lo largo de su tortuoso viaje no cesará de cuestionar su propia madurez, su capacidad para responder “como un hombre” a los retos de la navegación que son, en ese desplazamiento metafórico al que ya he aludido, los de su rol como esposo y padre. Y así, ante la adversidad, se dice: Debo portarme como un adulto. Hagar me suele decir: “Cómo me gustaría que actuaras como un hombre adulto. Un hombre que toma decisiones”. Soy un hombre adulto, Hagar. Y te lo demostraré. Cualquier nuevo golpe del inclemente mar aviva en él el recuerdo de su “misión”: Debo controlarme. ¡Fuera desesperación! Hay que hacer las cosas bien. Debo demostrar lo que soy: un padre. El viaje en barco se convierte así en una representación simbólica, en una suerte de correlato de la paternidad. Donald decide zarpar porque, en el fondo, teme la madurez, el compromiso, la responsabilidad, la toma de decisiones, la paternidad adulta, y su viaje es un intento de buscar y encontrar en el mar, en soledad primero y haciéndose cargo de su hija después, todo aquello de lo que carece. Supuestamente libre, único dueño de sí y de su destino (Yo era el hombre que lo controlaba todo) en su viaje en solitario (A bordo de un barco el capitán es quien manda. Esa condición lo convierte en una figura solitaria. Aunque no deberían, los capitanes también se equivocan. Bien mirado, entre un padre y un capitán no hay mucha diferencia), espera superar en el mar sus limitaciones como padre; o al menos eso cree, sin considerar las superiores fuerzas de la naturaleza que el mar encarna también. En el mar será así igualmente el relato de una experiencia iniciática, el paso -algo tardío- de la titubeante juventud a la plenamente consciente edad adulta, a través de una serie de pruebas que acabarán por conformar, por curtir, por endurecer el carácter del protagonista y hacerle volver, renovado y convertido en otro, a los brazos cálidos que le esperan en el hogar -¿llegará a volver en realidad?-, como ocurre con las figuras literarias ya mencionadas de las que es reflejo por la explícita voluntad del autor, tal y como éste ha afirmado en numerosas entrevistas. 

Pero está el mar, el mar inexplicable y poderoso, incontrolable y enigmático, despiadado y cruel. Hasta entonces no nos habíamos dado cuenta de lo pequeño que era el barco y de lo grande que era el mar. Ni de lo pequeñitos que éramos nosotros: dos personas diminutas en el agua, indefensas. No somos nadie, recapacita. Poco a poco irá cayendo en la cuenta de que el mar -la vida, en suma- no puede controlarse, que siempre nos supera y desarbola (Mi suerte está en manos del mar. ¿Acaso le importa al mar que yo fracase? Hasta ahora lo consideraba mi socio, un amigo con quien compartir experiencias. Tenía tres amigos: Hagar, María y el mar. Pero el mar no es amigo de nadie. El agua no tiene sentimientos ni historia, simplemente existe, se dice en un fragmento cuyo texto completo os ofrezco como cierre a esta reseña), hasta acabar por reconocer su radical impotencia en esa lucha desigual (El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es lo que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones). A este respecto, el propio Toni Heijmans ofrece, en una entrevista a El Mundo, una clave bien reveladora: Donald no encuentra la libertad que tanto anhela. Se encuentra con el mar, un mar que tiene unas normas todavía más estrictas que las de la oficina o su vida familiar. No puedes jugar con las leyes del océano, o de la naturaleza en general, porque te puede costar la vida. Creo que eso es lo que aprende: al final, las personas que te rodean son las que te salvan, aunque no los percibas así. 

Las personas que te rodean son las que te salvan: la vuelta a casa y a la familia, cultivar los afectos cercanos, estrechar los lazos conocidos son, parece decirnos el libro, la solución sensata a las dudas, la respuesta correcta al final de la escapada, el más cálido refugio frente a la soledad y la muerte. 

Un libro interesante este En el mar de Toine Heijmans, de lectura apasionante y abierto, como veis, a estimulantes reflexiones. Os lo recomiendo vivamente. Quiero acompañar ahora mi comentario con una canción que recoge todo el valor metafórico que encierra el mar: This is the sea, el algo enfático pero magnífico himno de The Waterboys. Aprovecho para sugeriros, también, una película recién estrenada y con muchos vínculos que el libro que hoy os he reseñado. Se trata de Un océano entre nosotros, dirigida por James Marsch y con Colin Firth y Rachel Weisz en el reparto, que relata la odisea de Donald Crowhurst, a quien se cita en la novela de Heijmans, que entre 1968 y 1969 intentó circunnavegar el mundo entero sin paradas y en solitario. Con el título original de The mercy, la cinta, que en su primera media hora describe el entusiasmo del atrevido Crowhurst, un marino aficionado sin apenas cualificación para una empresa de ese calibre, en su preparación del viaje, resulta desasosegante en cuanto su trimarán abandona el puerto de Teingmouth, y ello a pesar de que la claustrofóbica soledad del encierro en el barco, la desesperación del protagonista ante el funesto encadenamiento de situaciones aciagas, se muestra con insertos constantes de planos -que permiten “respirar” a la película y al espectador- de la vida familiar pasada, de la prudente y temerosa espera de su mujer y sus tres hijos. Sin grandes motivos de excelencia cinematográfica, cercana a un digno telefilm de sobremesa, el propio interés de los hechos reales en los que se basa, la intimista música de Jóhann Jóhannsson, la estupenda ambientación en la Inglaterra de finales de los sesenta y las interpretaciones de Colin Firth y de una Rachel Weisz que se come la pantalla cada vez que aparece, justifican su visión.


Yo mismo me lo he buscado. Quería lanzarme a la aventura. Los libros de aventuras suelen contar historias heroicas. El hombre contra el mar. El contra la montaña. El hombre contra la selva. El hombre contra la naturaleza. Sin embargo, la aventura en la que me he embarcado yo no tiene nada de romántico. La mía es fría como una piedra. 
La gente normal huye de las aventuras, y con razón. El montañero sabe que su suerte está en manos de la montaña. ¿Acaso le importa a la montaña que el montañero se despeñe? 
Mi suerte está en manos del mar. ¿Acaso le importa al mar que yo fracase? Hasta ahora lo consideraba mi socio, un amigo con quien compartir experiencias. Tenía tres amigos de verdad: Hagar, María y el mar. Pero el mar no es amigo de nadie. El agua no tiene sentimientos ni historia. No hace nada, simplemente existe. Si asesina o ahoga a alguien, lo hace por la propia estupidez de uno mismo. El mar no es amigo ni enemigo. 
Si yo acabo dentro del agua, es lo que hay. Si de ello depende todo mi futuro y el de otras personas, no es culpa del agua. Al agua le importa un comino todo eso. 
El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es lo que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones. 
Nado hasta la proa. Me cuesta mantener la cabeza a flote. De la barandilla cuelga un cabo de amarre que María adujó al salir de Thyborøn. El extremo está suelto. Sobresale de la barandilla hasta a mitad del casco; cada vez que la proa cae en picado el cabo toca el agua. Si solo pudiera agarrarlo. Podría ser mi salvación. Quizá. 
Observo el movimiento del barco, que es también el del cabo de amarre. Arriba. Abajo. Elijo una ola y agarro el cabo con la mano derecha -¡qué dolor, ¡cómo me duele la mano!-, me lo acerco, espero la llegada de la ola siguiente, una muy grande, la más grande hasta ahora. La proa se hunde debajo del agua, vuelve a levantarse conmigo colgando del cabo y entonces paso la pierna derecha por encima de la barandilla. Cuelgo del barco con la mano ensangrentada apoyada en la barandilla y un pie en el pasillo lateral. 
Y ahora arriba. Aún no lo he conseguido del todo. Aúpo mi cuerpo. Se me abren las ampollas de las manos. Me aúpo a mí mismo. A bordo. Me dejo caer por encima de la barandilla y aterrizo en el pasillo. Podría quedarme aquí tumbado. Un león marino medio muerto. Pero no me concedo ni un solo minuto. Me levanto con ayuda del estay y, tambaleante, voy hasta la bañera, donde todo sigue como cuando he saltado al bote de goma. Hace mucho tiempo. 
Consulto el sistema de navegación para comprobar dónde estoy. La posición apenas ha variado. El viento ha apartado el barco y la corriente lo ha devuelto a su sitio. Por eso me he encontrado el barco en el lugar donde lo había dejado, como cuando está fondeado. Ni que me hubiera estado esperando, a modo de un perro fiel. A mí, y a María. 
Estoy de pie en la bañera, junto al timón, con la ropa empapada. O lo que queda de ella: una camiseta y mi pantalón de agua. 
Son las cinco de la tarde. 

  

miércoles, 11 de septiembre de 2019

JAMES LLOYD CARR. UN MES EN EL CAMPO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una muy feliz edición de Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Y es muy feliz nuestra emisión de hoy porque la obra que quiero recomendaros es una maravilla, una novelita -no llega a ciento veinte páginas- delicada, melancólica, dulce, bellísima, cuya lectura sume al lector, inevitablemente -salvo que carezca de la más mínima sensibilidad-, en un estado de placidez, de alegría, de ilusión, de encanto y de sosiego, de satisfacción y gozo -también de triste pero acogedor pesar, de entrañable y agridulce nostalgia- que, al menos en mi caso, resulta inolvidable y no puede abandonarse. Se trata de Un mes en el campo, escrita por el británico J.L. Carr y publicada en 2004 por la valenciana Editorial Pretextos con traducción casi impecable del poeta José Manuel Benítez Ariza, al que pueden reprochársele, sin embargo, en un tono menor -¿quién no se equivoca?-, un chirriante “su diecinueve cumpleaños”, un erróneo “desvaerse” (solo admitido en gallego, creo; lo correcto es “desvaírse”), un impropio “desempacar” (que como sinónimo de “desempaquetar” se utiliza únicamente en Hispanoamérica) o el abuso -a mi juicio, muy estricto y casi obsesivo en esta concreta cuestión- de locuciones como “el mismo”, “la misma” o “los mismos” en lugar de sus correspondientes pronombres “él”, “ella” o “ellos”. 

James Lloyd Carr ya “estuvo” en Todos los libros un libro hace poco más de un año, cuando, con ocasión de la celebración del Mundial de fútbol, os hablé de otra de sus novelas, Cómo llegamos a la final de Wembley, un libro con el que, pese a las evidentes diferencias en la trama argumental, guarda muchas semejanzas este del que hoy quiero hablaros. Como curiosidad, debo reseñar que entonces resolví la incógnita que encierra la J de su nombre, llamándole Joseph y no James como hago ahora. Al parecer, Lloyd Carr, en efecto, era Joseph, aunque él mismo (aquí sí resulta inevitable la expresión) prefería responder por Jim o James. Pretextos, en cualquier caso, se refiere a él como James Lloyd Carr. 

Publicado originariamente en 1980, Un mes en el campo fue finalista del prestigioso Booker Prize, ganando, sin embargo, uno algo menor, el Guardian Fiction Prize. Su edición española, como digo de 2004, es ya -en un mercado editorial como el nuestro, tan acelerado, con los títulos permaneciendo en los expositores de modo fugaz- una antigualla, por lo que, quizá, os resulte complicado encontrarlo en una librería. ¡¡No dejéis de buscarlo en las bibliotecas, pues se trata de una joya de lectura inexcusable!! Podéis también, pues merece igualmente la pena, ver la película, del mismo título, que en 1987 dirigió Pat O'Connor sobre la base del libro, con Colin Firth, Kenneth Branagh y la infortunada Natasha Richardson, todos jovencísimos, en los papeles protagonistas. Se trata de una interesante y bastante fiel adaptación pero, claro está, no iguala la magia del libro. 

En el verano de 1920 (al final de la edad del caballo, como reiteradamente repite el narrador, enfatizando la noción del cambio y el acelerado paso del tiempo, uno de los “subtemas” del libro) Tom Birkin, un joven de veinticuatro o veinticinco años, que acaba de licenciarse del ejército tras la brutal contienda mundial -la Gran Guerra-, afectado física y psicológicamente por la experiencia y recién abandonado por su mujer, llega a Oxgodby, una pequeña aldea rural en el condado de Yorkshire, en el noreste de Inglaterra. Contratado por el reverendo J.G. Keach en cumplimiento de las últimas voluntades de la señorita Adelaide Hebron -que fuera una destacada dama local, propietaria de gran parte de las tierras y edificios de la zona- para la restauración de un mural medieval que, oculto por capas sucesivas de pintura y suciedad, se encuentra, entre el descuido y la ignorancia de todos, en la iglesita del pueblo, Birkin se instala, durmiendo en un catre precario, en la torre del campanario, de la cual apenas sale salvo para sus labores de limpieza y recuperación de la obra de arte, viviendo en un austero y sencillo aislamiento que apenas le permite el contacto con las pocas gentes del pueblo. No obstante, poco a poco, los encuentros y hasta la confraternización con unos y otros tendrán lugar, y así veremos desfilar bajo el andamio del restaurador y entre las páginas del libro, al propio párroco Keach, aburrido e insustancial, severo y terriblemente anodino; a la familia Ellerbeck, con el padre, jefe de la estación del tren en el pequeño pueblito, su avispada e inteligente hija Kathie, cuyos catorce despiertos años le proporcionan curiosidad y atrevimiento, el pequeño hermano Edgar y la esposa y madre de uno y otros, que enseguida le toma cariño al joven y le cocina platos de comida para compensar su muy frugal alimentación; al extravagante coronel Hebron, disperso y fantasmal hermano de Adelaide; al sacristán Mossop; al señor Dowthwaite, el herrero; a los Sykes, con la hermosa Lucy y sus desconsolados padres conservando el recuerdo del pobre hermano e hijo, muerto a los diecinueve años, cómo no, en los campos de batalla; a la triste niña moribunda, Emily Clough; y, sobre todo, a los otros dos personajes centrales del libro, el arqueólogo Charles Moon, otro joven veterano de guerra, un poco mayor que Tom, con secuelas también de la contienda, que está en la zona intentando encontrar la tumba de un antepasado algo heterodoxo de los Hebron, y a la bella, tímida y encantadora Alice Keach, jovencísima mujer del reverendo, que producirá en Tom el más que previsible y enamorado efecto. 

El afable trato con casi todos ellos, en particular las expectativas suscitadas por la contemplación de la inalcanzable hermosura de Alice, lo apacible del clima y el paisaje y la entusiasta entrega a su tarea, casi detectivesca (descubrir qué hay, en realidad, bajo la pintura que esconde el primitivo mural, qué escena se representa, quiénes han podido ser los personajes encarnados en ella), irán operando un importante cambio en el restaurador, que progresivamente dejará atrás las dolorosas consecuencias de la guerra y de la huida de su esposa para “curar su alma” alcanzando una suerte de sosegada y placentera felicidad. 

Pero, como tantas otras veces, la mera exposición de la leve trama argumental no refleja ni por asomo la densidad, la hondura de la historia que tan magistralmente relata Carr, con su prosa reposada y sencilla y, a la vez, trascendente y lírica. La excusa de esa estancia veraniega de su protagonista en la vieja parroquia de Oxgodby sirve al autor para abrir otras muchas vías en su relato, que enriquecen la magra peripecia que opera como hilo conductor y permiten al escritor y a sus lectores reflexionar sobre un buen número de asuntos primordiales para nuestra naturaleza humana. 

Por un lado, la actividad de desbrozamiento de la vetusta pared de la capilla funciona como una suerte de metáfora del proceso que experimentará el propio artista. La estampa que aparece a medida que avanza la rehabilitación es un clásico Juicio Final, con los virtuosos dirigiéndose al azulísimo reino de los cielos, a la derecha del Padre, en una ascensión decorada con colores brillantes, mientras que las criaturas pecadoras y malditas, atormentadas, son arrojadas al fuego eterno entre atroces sufrimientos, envueltos en rojos sanguíneos. De alguna manera, recuerda todo ese baño de sangre en Francia, dirá el narrador. Igualmente, su misión de hacer reaparecer la obra original tras cuatrocientos años de oscuridad se asemeja a la que deben acometer su mente y su alma para “renacer” tras la guerra: recuperar la personalidad auténtica y no deformada por la terrorífica vivencia (Me habían dicho que sólo el tiempo me limpiaría, al igual que ocurre con el cuadro). 

Por otro lado, la presencia del horror bélico es constante en el libro, aunque no siempre se subraye de modo directo. De entrada, Tom llega a la aldea tartamudo y con un ostensible tic facial, fruto de su paso por las zanjas belgas de Passchendeale (Passchendaele era el infierno. ¡Cuerpos hendidos, cabezas arrancadas de cuajo, miedo humillante, miedo aullante, miedo indecible! ¡El mundo vuelto barro!), y su recuerdo, el recuerdo del lodo infecto, del estallido de los obuses, del tableteo de las ametralladoras, de los cuerpos despedazados, de la oscuridad y el miedo, es notorio en diversos pasajes de la obra. Somos supervivientes, dice Moon; y el propio Tom, que todavía aúlla despavorido alguna de sus primeras noches en el campanario, se rebela inútilmente contra la amarga e innecesaria conflagración: ¡Hijos de puta! ¡Malditos hijos de puta! No teníais por qué empezar aquello. Y podríais haberle puesto fin mucho antes. ¿Dios? ¡Ja! No hay Dios

No obstante, y más allá del alegato antibélico subyacente, lo que de sustancial nos llega tras la lectura de Un mes en el campo es la mirada nostálgica y teñida de melancolía sobre los momentos felices que, muy breves y efímeros, a veces nos asaltan, gozosos, en la vida, evocando una suerte de carpe diem algo apenado pero en el fondo complacido. El narrador cuenta retrospectivamente, cuarenta, cincuenta años después, lo vivido en aquel verano único, y lo hace con una añoranza tristísima y a la vez dichosa: ¡Dios, cuando pienso en todo eso, hace tantos años! Y ya pasó. Pasó. Todo el entusiasmo y orgullo de aquel primer trabajo, Oxgodby, Kathy Ellerbeck, Alice Keach, Moon, aquel verano tan apacible… Todo pasó como si nunca hubiera existido. Y también: Aquella rosa, la Sara Van Fleet… Todavía la tengo. Secada en un libro. Mi Bannister-Fletcher, da la casualidad. Algún día, en un remate, un extraño la encontrará ahí y se preguntará por qué. E igualmente: Podemos preguntar y preguntar, pero no podemos volver a tener lo que una vez pareció nuestro para siempre: la apariencia de las cosas, aquella iglesia sola en medio de los campos, un camastro en el suelo de un campanario, una voz recordada, el roce de una mano, una cara amada. Ya no están, y uno sólo puede esperar que el dolor pase. El tono algo elegíaco, de lamento por lo perdido y que ya no volverá, estaba también, nuestros oyentes más fieles lo recordarán, en Cómo llegamos a la final de Wembley, con aquel pesaroso y lastimero, pero en el fondo satisfecho, recuerdo de una experiencia inolvidable, con el que el señor Gidner rememora la hazaña de su equipo. 

Y todo ello entronca con la idea de la fugacidad de la vida y el inexorable y muy cruel paso del tiempo, del que apenas nos salvan el amor, los sueños, las ilusiones -incluso las vanas e irrealizables-, el sencillo disfrute de la normal y consabida pero también excepcional y maravillosa cotidianidad que nos rodea, todas esas pasajeras huellas de una felicidad inaprensible. Tom se enamora, de un modo -como todo en la novela- tranquilo, dulce, tierno, sereno, nada impulsivo ni arrebatado. Estaba enamorado, se confiesa, y como ocurre con cualquiera que experimente ese sentimiento, no quiere que el mágico tiempo de su amor se agote nunca: Tenía una sensación de inmenso contento y, si me daba por pensar, era en que me habría gustado que aquello continuara indefinidamente, sin que nadie se fuera ni nadie llegara, el otoño y el invierno demorándose a la vuelta de la esquina, y la lozanía del verano durando siempre, sin que nada perturbara el curso regular de mi camino. Si algo de mí sobrevive a la corrupción del tiempo, que sea esto. Pues ésta es la clase de hombre que yo era

Y ahora, cuando todo ha pasado, ya en un presente desde el que los sucesos vividos se perciben como remotos e inasibles, evanescentes y nebulosos, todo parece un sueño, algo como irreal (No sabía qué esperaba que fuera a ocurrir, ni cuánto tiempo estuve allí, ni tengo ninguna noción de haber vuelto al campanario y a mi cama. Desde entonces, algunas veces me he preguntado si fue un sueño). 

Al fin, cuando miramos atrás en nuestras vidas, privilegiamos en nuestro recuerdo esas excepciones gloriosas, la intensidad, la exaltación de aquellos días, la fuerza y el entusiasmo, la emoción y la belleza de nuestra juventud, como recuerda Tom al rememorar aquel tiempo: Hay ocasiones en que el hombre y la tierra son uno, en que el pulso de vivir late fuerte, en que la vida rebosa de promesas y el futuro se extiende confiadamente ante nosotros como el camino que se pierde entre las colinas. Bueno, yo era joven… Y también: Ah, aquellos días… Muchos años después, su felicidad aún me obsesionaba. A veces, cuando oigo música, me dejo llevar y nada ha cambiado. El largo final del verano. Un día caluroso tras otro, voces que suenan mientras llega la noche y las ventanas encendidas puntean la oscuridad; y, al amanecer, el rumor del trigo y el olor caliente de los campos maduros para la siega. Y ser joven

Un mes en el campo es también una reivindicación de la lentitud, de la simplicidad, de la existencia sencilla, acorde al fluir de las estaciones, de los valores verdaderos que se encuentran en los hábitos cotidianos, del contacto con la naturaleza, de la acomodación a los ritmos cíclicos de la vida, de la despreocupación de los afanes mundanos que nuestras aceleradas sociedades se han impuesto, del reposado disfrute del trino de los pájaros y el rumor de los arroyos, de la inmensidad de las montañas y la profundidad de los valles, del frescor de los bosques y del colorido de las flores, y del sol y de la lluvia y del aire y del cielo y de las nubes y del viento y de toda la belleza del mundo, ajenos a cualquier otra inquietud que no sea la que deriva del natural transcurso de la vida, como hacen los lirios del campo (Mirad los lirios del campo, cómo crecen, no se fatigan ni hilan, en una significativa cita de los evangelios que se menciona en el libro). 

Y todo este entramado de sensaciones y sentimientos que se evocan con indecible dulzura y conmovedora sensibilidad, se presenta con una serie de recursos técnicos que acrecientan el clima emocional de la obra. Hay, por un lado -lo había también en la historia de los Steeple Sinderby Wanderers- una muy consciente recreación del paisaje, la vegetación, la naturaleza: El clima, el paisaje, bosques frondosos, cunetas llenas de hierba y flores silvestres. Y al sur y al norte del Valle, las colinas bajas, las fronteras de un país misterioso, resaltando, en lo espacial, esa dimensión singular y extraordinaria de unos momentos únicos, casi sagrados en lo que tienen de vínculo con una especie de fuerzas sobrenaturales a las que sólo excepcionalmente logramos acceder. Hay, también, un punto de una cierta “intriga metafísica”, podríamos decir: el extraño paralelismo que se plantea -con cuatro o cinco siglos de diferencia- entre el pintor del mural y su develador, la aparición de determinados enigmas en la pintura, el porqué de ciertos trazos inesperados en la composición de las figuras, el secreto del hombre que es representado cayendo hacia el infierno, la vinculación de la restauración de Tom con la excavación de Moon y sus simbólicas respectivas búsquedas: hacia lo alto el uno -los cielos- y hacia lo bajo el otro -lo subterráneo-, dos ámbitos, dos propósitos, que acabarán por confluir. Es también reseñable el modo en que el personaje de 1920 trae a colación aspectos de su pasado, lo cual se hace de un modo elíptico, muy elegante, apenas meros apuntes sin desarrollar, indicios, tenues pistas que afloran como islas en mitad de la narración (Vinny tenía calidad y yo bien que pagué por ella; Le hablé de Vinny y de que se había largado con otro. No le dije que casi con toda seguridad se había encamado con otros mientras yo estaba fuera. Ni que ya me había dejado en una ocasión anterior, a modo de ejemplos). Es muy interesante también, y produce un efecto de cercanía y proximidad que hace aún más entrañable el libro, el recurso a la interlocución con el lector (que también estaba en Cómo ganamos la final de Wembley): No se me impacienten con los detalles; Quizá lo entiendan si explico que…; ¿Saben?, entre otras muestras). Por último, el libro presenta significativas citas de la obra de Thomas Hardy (del que ya os hablado aquí hace meses, cuando se cumplieron, en 2018, los noventa años de su muerte), referencias a Tennyson, e incluso un guiño autorreferencial a su anterior novela, ya mencionada (en un momento del libro se nos dice que Tom llegará a arbitrar, en alguna ocasión, partidos de los Steeple Sinderby Wanderers), lo cual, de nuevo, permite ampliar el alcance del relato, su repercusión y trascendencia. 

En fin, son, como veis, infinidad los motivos que deberían llevaros a leer esta prodigiosa novela, Un mes en el campo, de James o Joseph Lloyd Carr que publicó Pretextos en 2004. No dejéis de hacerlo. Os ofrezco ahora un muy revelador fragmento del libro, en el que ya están -en germen- bastantes de sus claves; también un fragmento extraído de la banda sonora del film, creada por Howard Blake.


Esa noche, por vez primera en muchos meses, dormí como un tronco, y a la mañana siguiente me desperté muy temprano. En realidad, no dormí mucho más allá del amanecer en ninguno de los días que pasé en Oxgodby. El trabajo era muy fatigoso; estaba de pie la mayor parte del día, a menudo comía sin sentarme; y luego, de noche, allá arriba, en mi altillo por encima de los campos y lejos de la carretera, demasiado lejos para que me llegaran las voces, no había nada que me molestara. A veces me despertaba un momento y una raposa que aullaba al borde de algún bosque lejano, o el grito de ataque de algún bichejo en la oscuridad. El resto, los ruidos de un edificio antiguo: el temblor de la soga de la campana, que venía de arriba y salía por el agujero del suelo; un estremecimiento en las vigas del techo, la piedra asentándose todavía después de quinientos años... 

Durante las semanas que pasé allí, sólo tuve dos malas noches. Una, cuando soñé que la torre se desplomaba, y otra, en la que avanzaba agachado en dirección al fuego de ametralladora, sin trinchera en la que meterme, deslizándome sin parar por el fango hacia una muerte por mutilación. Y entonces también mis alaridos se unieron a los de las criaturas nocturnas. Bueno, hubo una tercera noche sin dormir, pero eso fue mucho después y por otro motivo. 

De modo que, esa primera mañana, enrollé mi manta y, esquivando la soga de la campana, crucé la estancia en dirección a la ventana sur y retiré el abrigo, extendido para que no pasara la lluvia. Era una ventana sencilla, de dos luces, por supuesto sin cristales, con un sencillo montante lo bastante fuerte para soportar mi peso. Había parado de llover y el rocío resplandecía en la hierba del camposanto, la pelusa flotaba en las corrientes de aire, un par de mirlos picoteaban insectos aquí y allá, un zorzal cantaba ante mi vista en uno de los fresnos. Y más allá se extendía el pastizal que había cruzado cuando vine de la estación (con una tienda cónica plantada cerca de un arroyo) y, luego, más campos que ascendían hacia un oscuro reborde montañoso. Conforme se iba iluminando, se desplegaba un vasto y majestuoso paisaje. Me di la vuelta; todo era de lo más satisfactorio. 

Entonces desempaqué mis provisiones, té, margarina, cacao, arroz, un pan, pensando que tendría que agenciarme un par de latas con tapa para mantener todo aquello resguardado del aire. Cebé el infiernillo con alcohol metílico, freí un par de lonchas y me hice un grueso bocadillo. Era muy agradable estar sentado en las tablas, apoyado contra una pared, porque por mi ventana todavía podía ver las colinas que se ondulaban como la espalda de alguna grandiosa criatura marina, y los oscuros bosques que escurrían sus estribaciones hacia el Valle. 

Y entonces, Dios me ayude, en mi primera mañana, en los primeros minutos de mi primera mañana, sentí que este paisaje norteño era amistoso, que había pasado página y que este verano de 1920, cuyas brasas iban a durar hasta la caída de las primeras hojas, iba a ser una estación propicia, un tiempo bendito. 

Me dije que no me importaba lo que durase el trabajo, lo que quedaba de julio, agosto, septiembre, puede que octubre… Iba a ser feliz, vivir con sencillez, gastar nada más que lo que me costase la parafina, el pan, las verduras y algún trozo de ternera en conserva de vez en cuando. En cuanto a la leche, con un litro a la semana podría habérmelas arreglado, pero con ese tiempo no aguantaría, así que habría de ser litro y medio. Y las gachas de avena tienen mucho alimento y no hay más que calentarlas para tener una segunda gran comida. De modo que calculé que, sin gastos de alquiler, podía arreglármelas cómodamente con quince chelines a la semana, puede que incluso con diez o doce. De hecho, las veinticinco libras que habían acordado pagarme podrían alargarse hasta que el frío me devolviera a mis cuarteles de invierno en Londres. 

Era maravilloso arribar a este puerto de aguas tranquilas y, durante una temporada, no tener que ocupar mi cabeza en nada que no fuera descubrirles a éstos su mural. Y luego quizá podría comenzar de nuevo, olvidar lo que la guerra y las broncas con Vinny me habían hecho y empezar donde me había quedado. Esto es lo que necesito, pensé: comenzar de nuevo y luego, quizá, dejaré de ser una baja de guerra. 

Bueno, de esperanzas también se vive. 


miércoles, 4 de septiembre de 2019

EDOARDO NESI. LA HISTORIA DE MI GENTE

Hola, buenos días, sed bienvenidos un curso más -y con la emisión de hoy iniciamos nuestra décima temporada- a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy, al término de las vacaciones de verano y con la generalizada vuelta al trabajo para la comunidad universitaria, os propone una lectura vinculada, precisamente, al mundo laboral. Cerrábamos el curso pasado con un libro que trataba cuestiones de extraordinaria trascendencia para el futuro laboral -¡Sálvese quien pueda!, de Andrés Oppenheimer- y abrimos el actual con otro que refleja las inquietudes, las preocupaciones o la “problemática” que padecen en nuestros días -como en todo tiempo, aunque de modo especial en la actualidad- los trabajadores. (Durante el mes de septiembre, y hasta que la actividad de la emisora no recobre la total normalidad, los programas no serán radiados).

En los últimos años, sin duda como consecuencia de la crisis en la que nos hemos visto envueltos muchos de los países de Occidente desde hace una década larga, se agolpan en las librerías numerosos textos que constituyen aproximaciones, de toda índole (la mayor parte aparecidas en el territorio del ensayo, del análisis sociológico, económico o político pero algunas también estrictamente narrativas o surgidas en el ámbito de la novela), al inclemente proceso, que lleva años produciéndose en nuestras sociedades evolucionadas, de destrucción de los logros alcanzados en los dos últimos siglos de crecimiento y desarrollo. Crisis económica, beneficios y lacras de la globalización, fin del capitalismo, colapso financiero, deterioro del estado del bienestar son nociones que aparecen por doquier en estas descripciones algo apocalípticas del panorama que nos rodea. Así ocurre también en el caso del libro que hoy quiero presentaros, un texto de difícil adscripción a un género determinado, pues no siendo, de modo obvio, como podréis comprobar inmediatamente, una novela, tampoco puede calificarse con sencillez de ensayo, tratándose más bien de un relato autobiográfico, lleno de lirismo y subjetividad, de emoción y de una muy personal visión de las cosas; siendo igualmente un escrito de denuncia política, que rezuma pasión, rabia e indignación, con pasajes que alcanzan incluso, si exagero ligeramente, el tono de un exaltado panfleto. Un libro que por su extraordinaria carga poética, por la implicación sentimental de su autor en el asunto narrado, por su vívida y muy sentida descripción de una experiencia real, intensa y dolorosamente real, resulta muy recomendable se esté o no de acuerdo con las tesis sostenidas, muchas veces discutibles. Se trata, avancemos ya su referencia, de La historia de mi gente, del italiano, italiano de Prato, la pequeña ciudad cercana a Florencia, Edoardo Nesi. El libro lo presentó hace ya siete años, en 2012, la editorial Salamandra en traducción de Teresa Clavel Lledó. 

En septiembre de 2004, concretamente el 7 de septiembre de 2004, vendí la empresa textil de mi familia. Así comienza el relato que hace Edoardo Nesi del auge y decadencia de la tejeduría que sus abuelos habían fundado en los años veinte del pasado siglo y que se convirtió, después de la segunda guerra mundial, en una fábrica de tejidos de lana con la prolija denominación de Fábrica de Tejidos de Lana T.O. Nesi e Hijos S.A. El autor da cuenta de esos ochenta años de actividad empresarial que inician su abuelo Temistocle y el hermano de este, Omero, las iniciales de cuyos nombres son la T y la O que aparecen en la legendaria razón social del negocio familiar. Un negocio que, por desgracia, él mismo se verá obligado a clausurar, último patrono al frente de una aventura empresarial fascinante, una incubadora de sueños, plena de creatividad e imaginación, de impulso emprendedor, de arte y, sobre todo, de vida, aunque, a su término, también dolorosa y triste. Tres generaciones que se suceden al frente de una empresa cuyos avatares a través de las décadas representan de manera paradigmática el modo en que ha cambiado el mundo a lo largo de este último siglo. Los tres telares gigantescos ante los que se fotografían los dos hermanos rodeados de innumerables hombres, mujeres y niños, en 1926, constituyen el germen de un floreciente negocio del que se alimentaron y, no sólo eso, con el que se enriquecieron, las familias de Prato durante años; pero representan, además, el modo habitual de vida para el autor y sus conciudadanos, una vida dedicada a la producción de tejidos con dedicación y primor casi artesanales, una actividad empresarial concebida y realizada de un modo “antiguo” y hoy casi inexistente, caracterizado por la preocupación por la calidad de las telas, la investigación sobre texturas, colores y dibujos, la fiabilidad del servicio, la puntualidad en las entregas, el respeto a la palabra dada, el valor del buen nombre de la empresa por encima de beneficios fáciles, el prudente rechazo de arriesgados endeudamientos. 

Es este el primero de los dos grandes ejes que, a mi juicio, vertebran el libro: la mirada nostálgica sobre un pasado, sobre unas prácticas laborales, sobre unos modos de vida ya desaparecidos y que Edoardo Nesi añora por entenderlos más civilizados, más humanos. Un mundo lamentablemente acabado y ya irrepetible, brutalmente arrancado de nuestra existencia por, entre otras causas, la desalmada y aséptica y falsamente neutral e implacable globalización. Quizá nunca he entendido -escribe en un momento del libro- lo que sucedió en todos estos años en nuestro cavernoso local sin número. Qué se creó aquí dentro que ya no está. Quiénes eran todas esas personas que trabajaron en los telares con el objetivo metafísico de hacerlos funcionar siempre, las veinticuatro horas, y dónde están ahora, y qué recuerdan de los días infinitos pasados trabajando para mí y mi familia. Quizá nunca he entendido de verdad qué es el trabajo. Quizá me he limitado a usarlo, el trabajo de los demás... y el mío. Quizá también me he limitado a usar mi vida en vez de vivirla

Y es que esa añoranza del paraíso perdido, de un edén idílico en el que el trabajo en las fábricas representa una forma superior de ética y hasta de estética, impregna muchas de las páginas de La historia de mi gente. Como en este fragmento, bellísimo, en el que se evoca el ruido de los telares: Quien nunca ha entrado en una tejeduría en funcionamiento no se imagina el estruendo. El ruido de una tejeduría es algo denso, casi sólido. Es una ola que te arrolla, un viento que te encorva. El ruido de una tejeduría te hace entornar los ojos y sonreír, como al correr bajo una nevada. El ruido de una tejeduría te lleva a contener la respiración, igual que los recién nacidos cuando les soplas en la cara. El ruido de una tejeduría es continuo e inhumano, hecho de mil sonidos metálicos superpuestos, y sin embargo a veces parece una carcajada. El ruido de una tejeduría no tiene origen y da la sensación de venir de la tierra o del aire, porque desde lejos los telares parecen inmóviles. El ruido de una tejeduría alcanza y a menudo supera los noventa decibelios, y confunde y ensordece a quienes no se ponen tapones, como el canto de las sirenas que fue la perdición de los compañeros de Ulises. El ruido de una tejeduría se asemeja al clamor de un ejército descomunal que avanza hacia ti, al zumbido de una gigantesca colmena. A veces, cuando es muy lejano, se puede confundir con el rugido de los temporales. El ruido de la tejeduría jamás se interrumpe y es el canto más antiguo de nuestra ciudad, y a los niños pratenses los acuna como una nana. 

Esta dimensión poética se sustenta, pues, en los recuerdos del autor, convencido como está, al enfrentarse a la fría deshumanización del mundo empresarial en nuestros días, de que solo la memoria justifica nuestras vidas. Para siempre -señala, aludiendo al título de uno de sus libros anteriores- significa que a los cuarenta y cuatro años por fin me he dado cuenta de que el coste de la vida son los recuerdos; de que todos los vínculos con mi juventud están ahora sólo en manos de la memoria, monstruo implacable e imposible de silenciar; de que existen cosas, personas, acontecimientos, amores, dolores y dichas lacerantes que nunca conseguiré olvidar y que estarán conmigo precisamente para siempre; de que, en resumen, la pizarra de mi vida ya no puede borrarse y cualquier cosa nueva que se me ocurra escribir en ella tendrá que encontrar sitio en los pocos espacios vacíos

Las cosas nuevas. El mundo moderno, la empresa en el siglo XXI, el egoísmo de los negocios en nuestros días, la injusta economía globalizada, la rentabilidad a cualquier precio pasando por encima del ser humano. Estos son los enemigos a los que se enfrenta Nesi en lo que constituye la segunda -y más extensa, y principal... y a mi juicio menos interesante- vertiente del libro. En un alegato furibundo, que no ahorra las menciones a asuntos de la más inmediata actualidad local: leyes aprobadas, impuestos recién creados, polémicas periodísticas, el escritor y empresario arremete contra la venalidad de los políticos, la arrogancia intelectual de los economistas, la estulticia -o el egoísmo interesado- del periodismo especializado, los descomunales y “vampíricos” grupos extranjeros, los amos del amedrentado mundo global, los supergrupos de dimensión planetaria, los desquiciados adalides de la cruel y asesina liberalización de los mercados. Y, en la misma lógica, pero desde un perspectiva complementaria, nos dibuja una clase empresarial, los pequeños y medianos emprendedores de su ensoñación idealista, atenazada por las deudas, asediada por los impuestos punitivos, obligada a soportar las cargas abrumadoras de las cotizaciones sociales, de los costes laborales, de los intereses de sus deudas, de los gastos de infraestructura, de la luz y el agua y la calefacción y los alquileres de sus locales. Una clase empresarial, en definitiva, hundida además por la competencia feroz de los mercados emergentes, sobre todo el chino. China, que no por azar -dado su papel determinante en la economía mundial- tiene una presencia muy relevante en la obra: en un capítulo espléndido se describen las condiciones de trabajo en las fábricas clandestinas chinas en Prato, instaladas subrepticiamente en los mismos locales que dejaron vacíos las empresas quebradas de sus conciudadanos y objeto de inspecciones y controles rutinarios y absolutamente inoperantes; en otro, Nesi analiza, en relación con la masiva presencia de la comunidad china en Prato, cómo los conceptos de legalidad e ilegalidad, tolerancia e intolerancia, ideología, acogida, racismo e integración, xenofobia e inclusión son ya viejos instrumentos inútiles para comprender lo que sucede en una ciudad invadida por una armada silenciosa y asustada, que muchos temen que sólo sea la avanzadilla de la invasión que vendrá, pero que ya hoy es imposible censar y detener con los controles, las inspecciones, las ordenanzas municipales quisquillosas, los informes de los bomberos, los embargos de los locales, las supresiones de rótulos en chino, los precintos de plástico, las cintas en blanco y rojo y los candados. En un breve fragmento se nos habla del jovencísimo ejército de secuestrados que ni siquiera se dan cuenta de la indignidad de sus condiciones laborales y están muy contentos de vivir y trabajar como viven y trabajan, encerrados en locales mugrientos, porque en la China más profunda de la que proceden estaban mucho, mucho peor. Y otro capítulo, también magnífico y conmovedor -La pesadilla, su título-, nos pone frente a un sueño terrible en el que la convivencia interracial genera monstruos de violencia y odio y locura. Algo, como se ve, de una palpitante actualidad en esta Italia de hoy, cuyos más cerriles dirigentes, no dudando en racionalizar hasta el extremo la línea que marcan sus postulados ideológicos, desafían los más elementales principios de solidaridad y compasión, de decencia y humanidad, condenando a una muerte casi segura a miles de desgraciados que huyen del terror o la pobreza de sus países de origen, en un Mediterráneo que ya ha sido una vasta tumba para tantos semejantes. 

En la vida muchas veces nos sentimos confusos, dice el personaje que interpreta Paul Newman en Veredicto final, la estupenda película de Sidney Lumet que tanto significado tiene en la vida personal de Edoardo Nesi y que, transcrita en un momento del libro, refleja la perplejidad de su autor, y en definitiva de todos nosotros, ante este nuevo mundo emergente que altera radicalmente los parámetros con los que nos hemos desenvuelto hasta ahora. Perplejidad, confusión, y más aún, el desaliento vacío que veía extenderse entre los míos y en mi ciudad, el imparable declive de la ambición, el abandono de los sueños más frágiles, más ingenuos y, sin embargo, vitales, la inmortal propagación de la conciencia de que el futuro iba a ser peor que el presente

En fin, no dejéis de leer este La historia de mi gente escrito por Edoardo Nesi y publicado por Salamandra, seguro que os va a conmover e interesar, en esa doble dimensión lírica y política sobre la que se articula el libro. Os dejo, en una suerte de correlato musical del libro, con Maggie’s farm, la explícita canción de Bob Dylan. 


Así que hoy, en el momento históricamente más difícil del sector textil pratés, y por tanto italiano, y por tanto europeo, cuando no cesan de llegarme noticias de la quiebra en serie de empresas de confección alemanas tiempo atrás sólidas como el granito, cuando en la prensa local se suceden los rumores de graves dificultades de muchos ex colegas industriales, cuando los cientos de artesanos que hicieron grande y único nuestro sector textil se limitan a pedir que no los dejen solos para cerrar con dignidad sus microempresas sin perder lo que ganaron a lo largo de décadas de esfuerzos, cuando todos los años miles de personas pierden su puesto de trabajo en mi ciudad, que no llega ni a doscientos mil habitantes, cuando incluso los desconocidos se me acercan para felicitarse por haber vendido su empresa, no consigo dejar de sentir casi a diario una especie de tristeza vacía que me invade y acaba por desembocar en angustia, y carece de nombre, y me impide experimentar, si no orgullo, al menos alivio por haber probablemente evitado a mi familia y a mí mismo una larga y dolorosísima decadencia que, dado el carácter de los Nesi, habría borrado de la memoria todas las cosas buenas hechas en el pasado. 

No logro quitarme de la cabeza ese “e Hijos” que remata el nombre de la fábrica, ese anuncio de continuidad que era una llamada y un deseo, una promesa hecha hace sesenta años para mí por un abuelo que no conocí. No acabo de ver claro si fui listo o cobarde, si hice bien o traicioné, como si a un empresario industrial se le exigiera el mismo valor que al capitán de un barco y fuera moralmente necesario quedarse hasta el final en la empresa que lleva el nombre de uno. Me pregunto si en verdad se puede amar un trabajo, si se puede amar una empresa. 

Luego eso se pasa, desde luego. Vuelvo a casa y se me pasa. Veo a mi mujer y mis hijos y se me pasa. Pero ahora sé que en mi caso escribir novelas no basta. No puede bastar. Sé que debo tratar de escribir “mi historia y la de los míos”, como escribía Fitzgerald en una de las últimas cartas desesperadas a su agente intentando describir El amor del último magnate, la maravillosa novela sobre el cine, la riqueza y el enamoramiento que no pudo terminar porque el 21 de diciembre de 1940, en aquella Los Ángeles que no lo quería, se le paró el corazón. 

Lo intentaré hacer antes de que se pare también el mío.