Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de abril de 2020

LUCIANO G. EGIDO. LOS TÚNELES DEL PARAÍSO

(Continuamos, mientras dura el aislamiento y no caben las emisiones "convencionales" del espacio, con nuestra doble oferta en el blog. Por un lado la reseña escrita sobre la que se hubiera desarrollado el diálogo hablado en que en las tres últimas temporadas consiste Todos los libros un libro. Por otro, la recuperación, esta vez sí que con un archivo de audio, de alguno de los programas de cursos precedentes. En el caso de esta tarde, el correspondiente a dos libros muy interesantes, vinculados al Día del Trabajo, Mary Barton y Norte y Sur, ambos de la británica Elizabeth Gaskell).


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura. Hoy, a solo dos días del Primero de mayo, con la consiguiente celebración (el solo término da pavor, en estos días de zozobra y desolación) de la Fiesta del trabajo, os traigo un libro excelente, de un autor salmantino, además, cuyo núcleo central se sitúa, claro está, en el ámbito del trabajo, con un relato que gira, en concreto, sobre las terribles condiciones laborales que sufrieron los cientos de trabajadores que, a finales del siglo XIX, dejaron su vida -en muchos casos, literalmente- en la construcción de las líneas férreas que unirían Salamanca con Portugal.

El recuerdo de los padecimientos laborales -y no solo- que a lo largo de los siglos han experimentado los trabajadores, el aliento a su justa lucha en pro de unas condiciones laborales dignas, la comprensión y el apoyo a sus legítimas reivindicaciones, la reflexión sobre la necesidad de una regulación -el Derecho del trabajo- que proteja y tutele a los más débiles en las relaciones jurídicas entre empresarios y trabajadores -recuerdo, aliento, comprensión, apoyo y reflexión en todo tiempo necesarios- son especialmente oportunos, en estos momentos excepcionales en los que, en una sociedad convulsionada por las consecuencias de la atroz pandemia que nos aflige desde hace meses, es el mundo laboral -los pequeños empresarios (también, en otra medida, los grandes), los autónomos y, por supuesto, los trabajadores- el que, quizá, va a sufrir -está sufriendo ya- de una manera más intensa los efectos de la inimaginable depresión en la que estamos sumidos. Y es con la presencia -viva, cálida, cercana, solidaria- en nuestras mentes de toda esta pléyade de “perdedores de la crisis” que quiero presentaros mi sugerencia de esta tarde.

Se trata de Los túneles del paraíso, un libro espléndido de un autor, Luciano Egido, que a sus noventa y dos años cuenta con una decena de novelas en su haber (es también periodista y ha escrito varios ensayos), y ello pese a haber empezado a publicar ficción ya sexagenario. Egido ya había aparecido en nuestro programa en 2008, a propósito de su obra El segundo corazón, un muy personal recorrido por la ciudad de Salamanca, pero son sus novelas primeras, que en su momento yo leí con entusiasmo (y conmigo media España, pues algunas de sus obras alcanzaron un importante éxito de ventas), El cuarzo rojo de Salamanca, de 1993, El corazón inmóvil, del 95, La fatiga del sol, de 1996, La piel del tiempo, de 2002 (todas, junto a la de esta tarde, publicadas en Tusquets), las que le han proporcionado el destacado lugar que a mi juicio ocupa en la literatura española contemporánea. Nacido en Salamanca en 1928, Luciano G. Egido es doctor en filosofía y letras por la Universidad de su ciudad. Profesor, crítico cinematográfico, cineasta, periodista y ensayista, su incorporación tardía a la narración literaria le ha valido numerosos premios, entre los que destacan el Premio de la Crítica de Castilla y León de 2003 y el de las Letras de esa misma comunidad en 2004.

El 23 de septiembre de 1881, después de numerosas vicisitudes administrativas y legales, en un intrincado proceso burocrático gestado casi treinta años antes, del que el texto da cuenta en sus primeros capítulos, se aprueba la Real Orden que saca a subasta la ejecución de las obras de las dos líneas de ferrocarril que unirán Salamanca con la frontera portuguesa. En un par de años comenzarán los trabajos, una tarea hercúlea que obligará a despejar un terreno muchas veces hostil, de una orografía diabólica, con unas complejas condiciones tectónicas y unas muy notables dificultades geológicas, en los cerrados valles del Río Duero; un centenar de kilómetros atravesados, en una parte importante de su recorrido, por montañas, colinas, masas rocosas, desniveles y vaguadas, laderas y riberas, quebradas, hendiduras e inflexiones; una labor que la Compañía adjudicataria acometerá con el fin de iniciar cuanto antes la explotación de un recurso que el optimismo de la época y la ilusionada confianza en las virtudes transformadoras de la moderna máquina de vapor “dibujan” como una inmejorable ocasión para el desarrollo y la prosperidad de la región y, claro está, como un muy próspero negocio. Durante más de cuatro fatigosos, agotadores, dramáticos e interminables años -los que tardará en consumarse el proyecto- cientos de depauperados trabajadores acudirán a la llamada de la Compañía y entregarán sus energías, su salud y -ya se ha dicho- sus vidas para procurarse un mísero salario que les permita sobrevivir a sus penurias, lo que para muchos suponía, tan sólo, estirar algunos meses sus desdichadas existencias.


Los túneles del paraíso cuenta este poco conocido episodio de la historia de nuestro país en una narración sobresaliente desde el punto de vista literario que entremezcla la dimensión colectiva -los trámites legales del proceso, los documentos en los que se plasmó, la repercusión en los medios periodísticos del momento, la cruda realidad laboral, social y política del contexto que envuelve el proyecto, también sus indudables connotaciones épicas- con las experiencias individuales de esos hombres, en una vertiente del relato, conmovedora y durísima, en la que afloran las circunstancias particulares de cada personaje, sus vivencias individuales: las inhumanas y vergonzosas condiciones en las que desarrollan su trabajo, los abusos empresariales, el hacinamiento y las enfermedades, la tensión y los conflictos, los enfrentamientos y la locura, el odio y la violencia, los accidentes y las muertes; también los estériles anhelos y las débiles esperanzas, los diluidos recuerdos y las vagas ilusiones, los sueños imposibles y los amores casi siempre trágicos, los tímidos rescoldos del apagado fuego de unas vidas condenadas a una suerte de brutal animalidad.

Pero, antes de comentar estas derivaciones sobre el “fondo” de la novela, conviene reseñar algunos destacados aspectos formales, entre los que sobresalen, por encima del resto, el muy reconocible estilo literario del autor, el léxico riquísimo que maneja, la prosa despojada que despliega, áspera a veces, siempre culta, rigurosa, clásica, incluso algo añeja, la preocupación por el lenguaje y la palabra, su radical apuesta por la pulcritud en la expresión, por ensanchar -lo hace en todos sus libros- los límites de nuestro idioma, el mismo -pero radicalmente distinto- que el que de un modo más acomodado, más previsible, menos exigente, encontramos en la mayor parte de la conformista literatura contemporánea. Los túneles del paraíso está poblado por infinidad de vocablos insólitos, con resonancias decimonónicas -en lo que, sin duda, es un voluntario propósito del escritor de acomodarse al contexto temporal de su obra-, términos rotundos, nítidos, de una rusticidad anticuada aunque genuina, de un castellano viejo hoy casi perdido. A propósito de la aparición en su texto de uno de ellos, lagumán, podemos leer: aquella palabreja, pulida como un diamante, exacta como una flecha y contundente como una patada en semejante parte, una frase que el lector interpreta -y creo que acierta en su intuición- como si se tratara de una explícita declaración de los principios estilísticos que mueven al autor.

Pero, todavía en este plano formal, hay más elementos para la valoración del libro, como por ejemplo la variedad de técnicas narrativas que se utilizan. El relato alterna la primera y la tercera persona, se multiplican las perspectivas desde la que se contempla la realidad narrada, suenan múltiples voces en una suerte de planteamiento coral, polifónico, en el que se suceden las historias independientes de los muy diversos personajes, que se van engarzando haciendo así avanzar la trama. Cambian igualmente los registros lingüísticos: la prosa administrativa, la poética que se recrea en la descripción de los paisajes, la rudeza analfabeta de los obreros sin formación, el habla popular, rotunda y contundente. Conocemos a alguno de los protagonistas a través de sus cartas (un ingeniero, del que desconocemos el nombre, escribe a su amada, Amalia, a quien deja en Madrid, frustrada al ver interrumpidos sus planes de boda, para incorporarse a la obra) por lo que el libro asume también, en parte, los rasgos de la novela epistolar. Se insertan, de un modo quizá excesivo que dificulta o lastra la fluidez en la lectura, sobre todo en los primeros capítulos (e igualmente a su término), crónicas y noticias periodísticas, referencias normativas y transcripciones documentales. Hay cabida, incluso, para enfoques poco previsibles en una novela que, por su intención y por su plasmación final, se presenta como inequívocamente realista: es el caso del primero de los tres breves capítulos preliminares -El túnel del infierno- en el que los que hablan son los muertos, en unas páginas con reminiscencias del Spoon River de Edgar Lee Masters o, aunque se trata de un libro posterior, con un innegable paralelismo con Lincoln en el Bardo, de George Sanders. Esta esporádica dimensión irracional -hay brujas y apariciones más o menos esotéricas en la aterradora oscuridad de los túneles en construcción- no altera sin embargo la propuesta pegada a la realidad, de corte naturalista, sociológico o ideológico incluso, del autor, capaz no obstante -en otro rasgo distintivo de la literatura de Egido- de “elevarse” también a alturas filosóficas y humanistas, siempre preocupado por las cuestiones esenciales que afectan a alma humana.

Dividido en cuatro grandes partes, el libro se abre, tras la ya mencionada conversación de los muertos, de las almas en pena de los trabajadores fallecidos en el levantamiento de la vía, que se enzarzan en agrias y estériles disputas en la profundidad de los túneles, con otros dos capítulos introductorios, El túnel del purgatorio y El túnel del paraíso. El primero, que abarca los años entre 1850 y 1881, recoge los prolegómenos del proyecto, los primeros planes, las intrigas políticas, las influencias de los grupos de presión, la repercusión -crónicas, artículos, editoriales- en la prensa del momento, las discusiones en las Cortes y el lento proceso legislativo que acabaría por dar a luz la Real Orden de 23 de septiembre de 1881 con la que, por fin, se autorizaba la construcción de la línea. De todo ello se da cumplida cuenta documental, con transcripción de textos extraídos de boletines y periódicos, de actas parlamentarias y libros de historiadores. El túnel del paraíso, fechado en verano de 1882, evoca la pureza primigenia de los parajes que la llegada de los avances de la “civilización” acabará por destruir. Cuatro viejas lugareñas, ajenas a las urgencias de la modernidad, ancladas en su austero, sencillo e intemporal escenario cotidiano, comentan, escépticas y temerosas, las novedades que traerá el ferrocarril, renuentes ante unos cambios que, sospechan, les privará de la felicidad en la que viven sin saberlo. A medida que avanza la obra veremos cómo muchos de los vecinos de los pueblos de la vía férrea (Vitigudino, Lumbrales, Sobradillo, Hinojosa de Duero. La Fregeneda) se oponen a su trazado llegando a tirotear a los trenes. Y los enfrentamientos, la hostilidad, el odio entre los pobladores seculares y los advenedizos invasores que acuden a trabajar en las obras (Adiós paraíso. Los bárbaros han llegado), constituirán también uno de los ejes del relato.

Esa añoranza de una especie de inocencia primitiva encarnada en los grandiosos paisajes, de una excepcional belleza, que surcará el trazado de las vías, se halla presente en diversos momentos de la obra, en particular en el excepcional capítulo El descubrimiento del paraíso, en el que se recrea el silencio, la serenidad, el verdor vegetal, el azul limpísimo del cielo, la exuberancia floral, la confortable soledad, la gratificante frescura de las fuentes, la transparencia del aire, el suave clima, el primaveral florecer de los almendros, la profusión de insectos y otros animalillos, de unas tierras vírgenes que arrasará la inmisericorde urgencia del progreso. (¿Por qué el término “progresista” sigue teniendo una carga semántica cargada, sin cuestionamiento alguno, de connotaciones positivas, hasta el punto de que parece concitar la inquebrantable -y ciega- adhesión de todo el que hace profesión de fe democrática, imbuido así, por la sola aceptación del concepto, de una suerte de superioridad moral: “soy progresista, esto es éticamente intachable, en posesión de la opinión acertada, de la indiscutible verdad sobre todo lo divino y humano, defensor de valores superiores, situado en el “lado correcto” de la vida”, por encima del resto de los aviesos, ignorantes, insolidarios y reaccionarios que lo discuten? ¿Cómo es posible que -sobre todo tras la implacable devastación, en todos los órdenes, del coronavirus- alguien siga creyendo que el desenfrenado progreso -y es cierto, la clave está en “desenfrenado”- constituye la última ratio en la interpretación del mundo? ¿Progreso… a cualquier precio? En fin…). Esta reivindicación, que el libro sostiene de modo encendido y convincente, de una paz idílica, de una sencillez primordial, de una paradisíaca simplicidad, concuerda con la propia experiencia del autor, que ha declarado en alguna entrevista: Yo tengo la huella de la pérdida del paraíso. Era Hinojosa del Duero, en la frontera con Portugal, junto al río. Allí veraneábamos. Era la libertad. Íbamos al campo, había nubes, pájaros, nos bañábamos en la rivera, nos dedicábamos a leer, en unas afirmaciones que apuntan al carácter autobiográfico, siquiera parcialmente, de Los túneles del paraíso.

A partir de estos apartados preliminares, la narración avanza cronológicamente dando cuenta de los distintos episodios de la construcción de las líneas de ferrocarril y de los veinte túneles que lleva consigo, una tarea que se va sucediendo a la par de los pequeños acontecimientos de la vida de los casi dos mil hombres (nunca creí que pudiera haber tantos desgraciados juntos, sostendrá el narrador) llegados desde todos los puntos de la península en busca de la difusa promesa de un precario sustento que aportaba un trabajo (¡cualquier trabajo!) en aquellos años de penuria; una amplia variedad de personajes que constituyen, en sus distintas personalidades y en los hechos de que los que son protagonistas, uno de los elementos principales, sino el más destacado, de la novela.

En una manifestación más de la multiplicidad de puntos de vista de los que se vale el autor para presentar su relato, conocemos a esos pobres desventurados desde diferentes perspectivas. Primero en una minuciosa semblanza objetiva -Los hombres a las puertas de los túneles- cuando en verano de 1883 arriban a la obra con el ferviente deseo de ser contratados, en una serie de estampas muy breves que nos informan de sus desvaídas identidades, sus rasgos físicos, sus humildes oficios, la penosas vicisitudes de sus trayectorias vitales, sus magros equipajes, sus absurdos e irrealizables (absurdos por irrealizables) anhelos: Todos eran iguales, cortados por el mismo patrón. Desarraigados, curtidos a fuerza de años y de heridas, con una fe en la vida a prueba de bombas, naciendo cada día de sus escombros. Pero cada uno de su padre y su madre, con la condena a cuestas, encajadores cada uno a su manera. Más adelante los vemos en la compasiva mirada del ingeniero que informa de su desvalimiento y su ruina a su abandonada y progresivamente desapegada -distanciamiento que sólo conocemos por las palabras de su corresponsal- Amalia, en descripciones muy reveladoras: Vienen exhaustos, menesterosos y esperanzados. Me conmueven su estado de necesidad y su desamparo y me dan miedo sus miradas atravesadas, como si nosotros tuviéramos la culpa de su situación. Desnutridos y mal vestidos, con la piel tostada de la intemperie y las caras hoscas y ásperas, apenas afeitadas y con sombrías arrugas de larga gestación. Y también en la voz subjetiva del propio narrador, uno de los infortunados: Más arriba de los treinta y cinco todos éramos viejos, arrugados, desnutridos, canosos, feos y ligeramente encorvados. O de modo aún más categórico y desolador: Quien dijera que éramos hombres, aunque lo pareciéramos, mentiría. Y aún aparece su despiadado retrato en las palabras del “Poder”, de los dueños de la Compañía, del timorato juez: Eran gente díscola, sin principios, algunos con antecedentes delictivos y dispuestos a todo, sin importarles nada de nada y menos la vida humana. Acostumbrados a campar por sus respetos, no aguantaban órdenes ni disciplina, eran malos trabajadores y peores personas, ladrones, borrachos, pendencieros, sin ninguna moral y sin ningún respeto por nada, trabajaban mal y había que arrearlos como a las mulas, no había que fiarse de ninguno, debajo de una cara bondadosa podía esconderse un bandido en espera de su oportunidad, todos eran hijos de mala madre.

De entre todos ellos, la vaga trama argumental se detiene en algunos más relevantes: Ángel, el Mesías, predicador anarquista de la revolución; el orate Albadalejo, enloquecido por la peste que, durante unos meses, estragará los campamentos de trabajadores; Cecilio Cambronero, de Madrid, el gallego Eleuterio de Castro y Andrés, Andresín, poca chicha, rara mezcla de andaluz y portugués, que a fuerza de encontrarse, de verse, de rozarse, de hablarse y quizá de reconocerse en la desgracia y entenderse, acabarán por forjar una extraña amistad; el cruel e implacable Higinio, el capataz, al que todos desean la muerte y que despierta los instintos más agresivos entre los hombres (como si se tratase de una comunidad de salvajes sueltos, sin más ley que la de la fuerza bruta, ni más moral que la de la selva virgen), por su trato despótico, por sus abusos, por su ilimitada maldad; Atilano García, majara a causa de una explosión, con el rumbo perdido para siempre; don Julián Carranza, un buen médico y un santo varón; la prostituta inglesa Miss Flowers, ofreciendo el modesto paraíso de su sexo como único consuelo frente al vacío de la vida de aquellos hombres; Eliseo Madrigal, carita de ángel, atildamiento de figurín de sastrería inglesa, manos blancas y vírgenes de no haber trabajado en su vida, el jovencísimo juez desbordado por la brutal animalidad de aquel ambiente; y tantos otros…

Todos ellos viven situaciones de extrema dureza en su trabajo, con jornadas interminables y agotadoras, cobrando cuatro míseros reales, con constantes riesgos para su salud y su vida en la extenuante actividad, con el fatigoso golpear de picos y martillos, con el inclemente manejo de taladros mecánicos de ruido ensordecedor, expuestos a los imprevisibles efectos de los explosivos, la dinamita, los barrenos, lisiados por las deflagraciones repentinas, sobrecogidos, sordos, tarumbas por los estruendos súbitos, atropellados por inesperadas vagonetas chirriantes, desplomados bajo el desmesurado peso de raíles y traviesas, de vigas, rocas y herramientas, trasportando piedras, arrastrando máquinas, acarreando gravilla, llevando sacos al hombro, arrimando materiales, abriéndose paso en la infernal oscuridad de los túneles, ahogados por el polvo asfixiante, golpeados por el impacto de las esquirlas y los fragmentos rocosos desprendidos, enfrentándose, sudorosos e impotentes, a las vetas de pizarra, a los conglomerados de granito, a los sedimentos de rocas de cuarzo, cayendo al vacío desde puentes, pontones y viaductos (no había jornada sin sepelio), desapareciendo enterrados tras los numerosos derrumbamientos, hundiéndose en alcantarillas y trincheras, salvando desniveles, franqueando valles y vaguadas, sometidos a las rudas, despiadadas, inclemencias del tiempo, padeciendo, además, la incontable plaga de las muertes suplementarias: reyertas acaloradas, borracheras imprudentes, navajas prontas y el agosteño castigo de una feroz epidemia de cólera que diezmaría unas plantillas debilitadas por unas insoportables carencias higiénicas, malviviendo en ínfimas condiciones de habitabilidad, sin poder descansar apenas, hacinados en barracones o pajares, en oscuros sobrados o chamizos en ruinas cuando no durmiendo al relente o al socaire de un tapial, con el amontonamiento y la suciedad, con una alimentación precaria, con la hediondez, con las enfermedades amenazando permanentemente sus frágiles energías.

El “inventario” de las lacerantes condiciones laborales se abre así, forzosamente, hacia la descarnada exposición de otro ámbito, más amplio y general, del que aquél forma parte: la injusta realidad social, el sustrato de desigualdad, abusos, atropellos, violaciones (también físicas, perpetradas sobre algún jovencito indefenso), discriminación, ilegalidad, explotación, violencia, ferocidad y odio que caracteriza la sociedad de la época y, más en particular, el microcosmos de arbitrariedad y segregación, de dominación e iniquidad de las relaciones entre los poderosos opresores y los oprimidos desheredados y maltratados por la fortuna. La “fotografía” resultante de esta vertiente de la novela es espantosa y desasosegante, un retrato atroz de la miseria humana, de las cotas de degradación, envilecimiento y degeneración a las que el hombre puede llegar en situaciones extremas (Había que ser un desalmado para no conmoverse ante tanta brutalidad, ante tanto desprecio por la vida de los hombres trabajadores, ante tanta injusticia). Algunos críticos han citado, a propósito del libro, a Zola y a los grandes temas del naturalismo: la miseria, las epidemias, las enfermedades mentales, el alcoholismo o la marginación social, y en Los túneles del paraíso encontramos sin duda ecos del Germinal del francés.

No hay, sin embargo, un tono panfletario o de denuncia explícita en el libro, no hay innecesarios subrayados moralistas, ni el menor enojoso énfasis pedagógico. A Egido, cuya toma de postura ética es innegable (en la vida y en sus obras, también en este Los túneles del paraíso), le basta con mostrar los hechos para que aflore, poderoso e irrefrenable, el “mensaje” contra la maldad humana, contra la injusticia social, contra la degradación de la naturaleza, contra el odio y la violencia que impregnan muchas de las aspiraciones humanas, contra el olvido de la vida sencilla, de los ritmos pausados y del tranquilo sosiego, que, pese a sus logros, lleva consigo el progreso, en un discurso lúcido y escéptico que toma cuerpo en las desesperanzadas cartas del ingeniero, de una de las cuales (muy significativa desde este punto de vista), os dejo un largo fragmento como cierre de esta reseña.

Esta paradoja, tan actual -y de nuevo el impacto del coronavirus opera como reveladora metáfora (¡y ojalá su incidencia hubiera sido sólo simbólica!)-, entre las ventajas que aportan a nuestras vidas la innovación, los avances técnicos, los descubrimientos de la acelerada modernidad, los más generosos logros de la globalización: las soluciones científicas, las mejoras en las comunicaciones y en el transporte, la facilitación de las relaciones personales y la interacción de las gentes, la ampliación de la democracia a un gran parte de la población mundial, el desarrollo de la sanidad y la curación de enfermedades, la difusión de la cultura, la extensión de la educación, el incremento de la prosperidad y la generalización en la mayor parte de los ciudadanos de unas condiciones de vida dignas, la transparencia en la información y la consiguiente alerta sobre la violación de los derechos humanos en cualquier parte del mundo, entre otros… y sus indudables inconvenientes, por encima de todos la arrasadora celeridad con la que los designios del mercado, el delirio consumista, los dictados de los capitales, imponen su agitación frenética alejándonos de la vida auténtica (destruyéndola incluso), se manifiesta de un modo elocuente en las páginas finales del libro. La condición de gesta, los valores épicos, las apelaciones al heroísmo, la entrega, la noble dedicación de quienes sacrificaron sus vidas para hacer prosperar las fecundas posibilidades que el proyecto encerraba, contrastan, en el balance final, con la mucha destrucción y las muchas muertes provocadas y, además, con la poca eficacia práctica del logro obtenido. En un último capítulo demoledor, El túnel de la historia, constatamos cómo desde su inauguración, el 8 de diciembre de 1887, y tras un cierto auge inicial, el tramo ferroviario dejó de resultar eficiente en términos económicos (Su explotación nunca fue rentable y provocó continuos déficit a las cuentas de la Compañía) y en número de viajeros, que a principios del siglo XX apenas llegaba a los sesenta mil anuales. Tras décadas de vicisitudes varias, por fin el 1 de enero de 1985 se suprimiría el tráfico de viajeros y mercancías en la línea por falta de rentabilidad económica. Las inútiles ruinas de vías y andenes, devoradas por las hierbas y estragadas por el impacto del clima, aprovechadas recientemente en diversas iniciativas turísticas, son el símbolo, en una derivación metafísica de la novela, de la inutilidad última (¿Para qué todo esto?) de cualquier proyecto humano, de nuestros estériles y, sin embargo, necesarios afanes.

Os dejo con Sixteen Tons, una canción escrita por Merle Travis en 1946 que habla del difícil trabajo en las minas de carbón (con un evidente paralelismo con los ambientes descritos en el libro) de Kentucky. Con decenas de versiones en todos los idiomas, aquí la presento en la tardía interpretación (1977) de su autor con Tennessee Ernie Ford, que la popularizó, con un gran éxito, en 1955. 


Lo que parecía imposible, lo hemos conseguido a fuerza de tesón, de sacrificios y de trabajo, como no te puedes ni imaginar. Veinte túneles entre masas graníticas y nueve puentes de complicadas estructuras, en los diecinueve kilómetros que van desde la estación de La Fregeneda a la de barca d’Alva. Aquellos montes altos y hoscos, que parecían impenetrables, se han rendido a nuestra voluntad de vencerlos, a la tenacidad de nuestros esfuerzos, en los límites de lo soportable, como héroes de leyenda. Muchas veces me ha sorprendido la capacidad de aguante de los hombres, que respondían con generosidad a las dificultades de los retos que se les imponían. Yo me preguntaba al principio: ¿cómo vamos a hacerlo?, porque era una labor de titanes, frente a aquellos muros impenetrables. Ha habido mucho de hormigas tenaces, pero también mucho de tareas de gigantes, en respuesta al desafío de su resistencia y de su impertinente soberbia geológica. Hemos volteado miles de quintales de piedra y de pizarra, hemos abierto trincheras con decisión de tajo y hemos salvado arroyos y torrenteras y hemos horadado kilómetros de túneles, como topos enloquecidos por la voluntad de seguir hacia delante, contra viento y marea, ciegos en nuestra voluntad de llegar hasta el fin. Porque se puede decir que ha sido el triunfo de nuestra voluntad, de la que me siento orgulloso, porque ahora sé que los hombres somos capaces de todo, contra el destino y la adversidad. Aunque sea el triunfo de la voluntad inútil. 

Pero también me ha quedado de esta dura experiencia un punto de desazón, así como lo oyes y aunque no te lo creas, de pesimismo, difícil de tragar, a pesar de la mejor disposición para el olvido. Lo que yo había previsto que fuera una satisfacción por la obra recién terminada y una alegría sin sombras por volver a tu lado, ha dejado tras de sí una estela de fracaso, un poso de tristeza, teñida de melancolía e indiferencia, como si ya nada me importara. ¿Merecía la pena? También estoy triste porque estos años me han abierto los ojos y me han hecho madurar, y ya no soy aquel joven idealista e ingenuo que era cuando me vine aquí. Aquel optimismo con que empecé a trabajar se ha ido perdiendo poco a poco ante lo que he visto, ante lo que he sufrido, y ya no estoy seguro de nada, porque me fallan los pies de mi fe en el hombre y me gana una desconfianza en la condición humana. Sigo pensando que he colaborado en una gran tarea nacional e histórica de la que, en lo poco que me toca, me siento orgulloso, y puedo asegurarte que lo hemos hecho bien y ahí quedan los resultados de tantas decisiones y de tantos sudores, que nos hemos exigido día a día, casi hora a hora, y de tantas inteligencias puestas a prueba para sacar adelante este proyecto grandioso como pocos, arriesgado como ninguno, con la belleza de las obras bien hechas por la voluntad de los hombres, que los sobrepasa a ellos mismos. 

Entonces, ¿por qué no estoy contento?, ¿qué me ha pasado durante estos cuatro laboriosos años, que me han enriquecido y me han empobrecido al mismo tiempo? Estoy desorientado; estoy pesaroso. Ya sé que sólo los tontos están satisfechos de lo que han hecho. Pero al final noto un sabor amargo de derrota, que me previene contra los entusiasmos de la primera hora, que se han ido ajando, como una flor marchita en la canícula de agosto. No puedo quitarme de encima esa sensación de ruina por no haber podido hacer nada para que las cosas hubieran sido de otra manera y tengo la sospecha de que contigo me ha pasado lo mismo. Como si no hubiéramos hecho lo que teníamos que hacer, como si nos hubiéramos equivocado en algo que hubiéramos podido evitar. Estoy cansado y quizás estaba condenado a perderte por haberme alejado de ti y dejarte sola con tus temores y tus dudas y abandonarte a los desaires de la soledad, que bien te conozco, y a los vaivenes de tu humor, que tanto me han afligido a veces y a los que deseaba poner remedio con mis cartas, con mis palabras de amor, sin haberlo conseguido nunca, por lo que estoy viendo, y por la sensación que tengo de tu alejamiento definitivo, que me hace temer la vuelta y el desastroso encuentro que nos espera. Que mejor no volver a verte. No tengo humor para dramas sentimentales. No quiero añadir más dolor al que ya me carga y al cupo del dolor universal que me toque. 

A la semana que viene, si Dios quiere, se inaugurará oficialmente la línea. Ya están concluidos los puentes, abiertos y reforzados los túneles, tendidos los raíles, revisadas las atarajeas, afianzados los taludes, distribuido el balasto convenientemente, señalizados los pasos a nivel, construidas y pintadas las estaciones e instalados los debidos servicios de las comunicaciones con los aparatos de la moderna telegrafía, que son otros prodigio de los nuevos tiempos que nos ha tocado vivir y que no dejan de asombrarnos y de mejorar nuestras condiciones de vida y el proceso de nuestra felicidad esquiva. Creo que podemos estar contentos de nuestro trabajo, como dijo el presidente de la Compañía, que vino a visitarnos y a felicitarnos por nuestro sacrificio al haber pasado aquí, como desterrados, cuatro años, en condiciones no siempre óptimas, y aportando nuestra valiosa ayuda para el bien de la humanidad. Pero no estoy convencido de estar de acuerdo con él en esa visión tan almibarada de lo que ha ocurrido aquí. Demasiado bonito para ser cierto. Agradezco sus palabras; pero se me han quedado atravesadas en la garganta, sin poderlas tragar y menos digerir. Ya están poniendo los gallardetes y las banderas para la fiesta de mañana, que cumplirá todos los ritos de la euforia colectiva y de la alegría coral, que, al parecer, necesitamos para ir tirando. Pero me cuesta sumarme a esa celebración jubilosa.

Elizabeth Gaskell. Mary Barton

miércoles, 22 de abril de 2020


IRENE VALLEJO. EL INFINITO EN UN JUNCO

(El programa de esta semana, pensado para coincidir en su emisión con el Día del Libro, no podrá ser radiado, como los de los miércoles precedentes y, muy probablemente, como los de los que quedan hasta fin de curso, a causa de los indeseados efectos de la pandemia del coronavirus. Os dejo aquí, por un lado, el texto escrito de la reseña en el que se hubiera basado mi intervención radiofónica y, por otro, el audio de un espacio de hace un par de años, que ahora redifundimos y que tiene como centro el extraordinario libro Casos de pruebas circunstanciales, de Janet Lewis)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el pequeño espacio -solo media hora semanal- desde el que, en Radio Universidad de Salamanca, queremos estimular vuestra ansia de conocimiento y disfrute literarios con una serie de propuestas de lectura que os recomendamos siempre con criterios de interés y calidad. 

Y este doble norte -interés y calidad- que me mueve en la confección del espacio nunca ha sido más cierto que en el caso de la obra que os traigo esta tarde, el libro más apasionante, sugestivo y estimulante que he leído en lo que va de curso, un entusiasmo personal, subjetivo pues, que además se corresponde con la valoración, en este caso más o menos objetiva, que el ensayo -pues estamos ante un libro de creación teórica, ante un estudio erudito y muy bien documentado- está obteniendo en todos los ámbitos, académicos y críticos, pero también el de los lectores en general, como se desprende de los numerosos premios que hasta el momento, y en los pocos meses transcurridos desde su publicación, ha obtenido (el Premio de “No ficción” de las librerías, el prestigioso Ojo Crítico de Narrativa 2019), además del unánime reconocimiento de grandes escritores -Vargas Llosa, Juan José Millás, Alberto Manguel, Luis Landero, Luis Alberto de Cuenca, Jorge Carrión, Carlos García Gual, Laura Freixas, Rafael Argullol, nombres mayores, todos, de la literatura y el pensamiento en español- que han manifestado su incondicional entrega en entrevistas, reseñas y artículos varios. 

Se trata, quizá los más lectores de entre vosotros ya lo habéis adivinado, de El infinito en un junco, el magistral ensayo de la zaragozana Irene Vallejo, publicado en 2019 por la Editorial Siruela, con el explícito subtítulo La invención de los libros en el mundo antiguo. Celebrándose mañana, 23 de abril, el Día del libro, no se me ocurre un modo mejor de festejar el acontecimiento que a través de este admirable repaso por cuanta dimensión podamos imaginar del universo libresco, centrado, de manera principal, en las culturas griega y romana. 

Y es que Irene Vallejo concita en sí dos condiciones esenciales para convertir su libro en un “fenómeno de masas” (quizá resulte exagerado el término, dado lo reducido de la población lectora en nuestro país, pero El infinito en un junco no hace más que multiplicar su ediciones, diez ya en estas fechas): el conocimiento, la erudición, la sabiduría, la solidez y el rigor de su amplia formación académica como filóloga clásica (especialidad en la que es doble doctora por las universidades de Zaragoza y Florencia), y la sensibilidad, la capacidad narrativa, el talento literario y una formidable facultad para contar, para hilar historias de manera fascinante, para fabular llevando al lector de la mano, en una experiencia gozosa que se extiende a lo largo de más de cuatrocientas páginas, por los diversos escenarios de su cautivador periplo. Este doble juego entre la fría exigencia histórica, la neutra fundamentación “científica” y la minuciosa precisión documental, por un lado, y la fértil imaginación, la fecunda inventiva y la creatividad en la construcción de una ficción magnética, por otro, una dualidad que constituye uno de los rasgos más destacados de El infinito en un junco (y que se amolda, de modo ejemplar, al ideal horaciano del instruir deleitando), queda de manifiesto desde las primeras páginas cuando, a modo de declaración de intenciones, la autora confiesa: Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación? Ese viaje de los “buscadores de libros”, de cuyo relato os dejo un fragmento sustancial al término de esta reseña, será así el desencadenante y en cierto modo el hilo conductor de la deslumbrante propuesta de Irene Vallejo que se nutre, en la primera de las dos vertientes de su enfoque -la documental-, de un impresionante arsenal de textos de apoyo y de menciones que apuntalan su discurso, de las que se da cuenta en veintiséis páginas de citas, cerca de ciento treinta referencias bibliográficas y un índice onomástico con más de quinientas entradas. Todo ello fragua, en el segundo eje de su esquema -el “imaginativo”-, en una portentosa narración, fuertemente adictiva, que entre abundantes anécdotas, infinidad de conexiones con libros, películas, obras de arte y otras manifestaciones culturales, y muy sugerentes vínculos con detalles significativos de la vida cotidiana de nuestras sociedades actuales, que revelan la inteligencia y la amplitud de la mirada de la autora, repasa, como se ha dicho, todos los grandes temas relacionados con el libro, la lectura y sus múltiples circunstancias adyacentes. 

La investigación en la que el libro consiste parte de una evidencia y de innumerables preguntas que Vallejo se plantea antes de su inicio y de las que nos informa en su prólogo: 

No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia. 
Por eso decidí sumergirme en esta investigación. Al principio de todo, hubo preguntas, enjambres de preguntas: ¿cuándo aparecieron los libros? ¿Cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o aniquilarlos? ¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos? 

La figura de Alejandro Magno opera como foco y como último nexo de la sugerente investigación de la autora. Desde que el macedonio, como un hito más en su inabarcable propósito de conquistar el mundo, somete Egipto y construye allí, entre el desierto y el Mediterráneo, la ahora legendaria ciudad que lleva su nombre, la historia de la humanidad es la historia del libro. Uno de sus generales, Ptolomeo, en el siglo III antes de Cristo, fundará en esa Alejandría impregnada de los valores helenísticos la mayor biblioteca de la que se tenga noticia. Surgida con la ambiciosa finalidad de reunir todos los libros del mundo, la Biblioteca fue un formidable foco de irradiación del saber de la época. Los reyes de Egipto enviaron a sus soldados a recorrer la tierra entera entonces conocida en busca de libros que compraban o requisaban por la fuerza allí donde los encontraban; expoliaron, confiscaron, expropiaron y se incautaron de cuanto libro llegaba a sus dominios; financiaron traducciones al griego desde todos los idiomas, hebreo, persa o indio, pero también otras lenguas menos divulgadas, como algunas africanas; y, por fin, atrajeron al ámbito de su inmensa Biblioteca a una pléyade de sabios, poetas, científicos, filósofos, historiadores y médicos que concentraron y expandieron todo el conocimiento acumulado por el ser humano hasta ese momento. Aún cuando la Biblioteca acabaría por desaparecer con el paso del tiempo, su seminal influjo -del que El infinito en un junco da cuenta- se prolongaría durante siglos. 

Resulta imposible resumir los numerosos frentes a los que se abre un ensayo tan completo como éste. Baste confesar que son cerca de doscientas las notas de lectura que he ido tomando en mi apasionado recorrido por el texto. Esbozar siquiera un breve comentario sobre cada uno de esos ejes “básicos” que han llamado mi atención sería una tarea que desbordaría con creces los límites de esta reseña. Es por ello, por mi entusiasta e irrefrenable deseo de transmitir parte de la belleza y el interés del libro, objetivo inalcanzable en un espacio como éste, por lo que dedicaré cuatro emisiones  en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes (que serán radiadas cuando sea buenamente posible, probablemente a partir de septiembre), a presentaros fragmentos significativos de este inagotable El infinito en un junco

Ahora, pues, me conformaré con sugerir apenas una breve reflexión sobre cada una de las que, en un imposible esfuerzo de síntesis por mi parte, podríamos denominar “grandes líneas de fuerza” de la envolvente narración de Vallejo. Así, quiero referirme en primer lugar al muy bien fundado recorrido por la historia del libro, que se articula en los dos grandes capítulos de la obra, dedicados a Grecia y Roma, respectivamente, aunque hay calas anteriores y posteriores en el tiempo; un itinerario, plagado de conocimiento y suculentas anécdotas, por el que desfilan personajes históricos, cineastas, músicos, poetas, dramaturgos, novelistas, etc. En una enumeración desordenada e imposible, heterogénea e incompleta, abigarrada y asincrónica (la mía, obviamente; no la muy bien hilada de Irene Vallejo), nos encontramos con la figura inaugural de Homero y su nebulosa identidad; el valor monumental de la Ilíada y la Odisea; las complejas relaciones de Marco Antonio y Cleopatra; la presencia de Aristóteles y Sócrates, de Arquímedes, Euclides, Aristarco, Erastótenes y Apolonio; el inventor del oficio de bibliotecario, Falero; Asurbanipal y el primer atisbo de biblioteca pública; Eróstrato y el incendio del templo de Éfeso; Aristófanes, un hombre de memoria prodigiosa, cuya figura permite a la autora conectar con la censura actual y los procesos abiertos en los tribunales contra humoristas irreverentes; la asombrosa experiencia de la representación de las tragedias en los escenarios de Atenas, de las que hoy apenas quedan restos (siete de Esquilo, siete de Sófocles y dieciocho de Eurípides, algunas de otros autores); Los persas, la obra teatral conservada más antigua del mundo, donde Esquilo abrió camino a Shakespeare y quizá, sin saberlo, inventó la novela histórica; el mensaje de Histieo a Aristágoras, tatuado en el cráneo de un soldado; Heráclito “el oscuro”, con el que empieza la “literatura difícil” (y en el texto se menciona a Proust, Faulkner y el Finnegan’s Wake de Joyce); Heródoto, ese adelantado de la globalización; Biblos, en donde encontramos una muestra de escritura fenicia en un poema esculpido en la tumba de Ahiram, rey de la ciudad, famosa por su comercio de exportación de papiros, y de donde procede la palabra griega con la que desde entonces se designará el libro: biblíon; Calímaco, padre de los bibliotecarios; la Villa de los Papiros sepultada por la erupción del Vesubio; Hipatia y su brutal asesinato; el primer fan de la historia, un hispano de Gades, ferviente admirador y obsesionado por conocer a su ídolo, el historiador Tito Livio; el polémico y contradictorio personaje de Séneca; Safo y el reconocimiento literario de las mujeres; el Faro de Alejandría (Al principio «Faro» era un lugar; así se llamaba la isla del delta del Nilo con la que soñó Alejandro y donde decidió fundar la ciudad) y el paralelismo que la autora encuentra con las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York… 

Y esta referencia al emblema neoyorquino es solo una entre decenas en las que la fértil creatividad de la autora establece vínculos entre aquellos tiempos clásicos y nuestra contemporaneidad: Caetano Veloso o Iron Maiden dedicando canciones a Alejandro Magno; Oliver Stone y su película sobre el “héroe”; y, por diversos motivos relacionados con los libros, las “apariciones” de Molière, Tolkien, Umberto Eco o Borges, de Cavafis y Durrell (con Alejandría tan presente en la obra de ambos), de Anna Ajmátova, en cuyo triste verso “Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas” conecta Vallejo con las tablillas asirias, de Javier Cercas y Walt Disney, de Goethe y Jack London, de Pérez-Reverte y Antonio Machado. En un inspirado párrafo sustancia Irene Vallejo lo esencial de esos fecundos lazos entre la literatura del mundo grecorromano y la obra de tantos escritores, cineastas y creadores de la modernidad: Homero forma parte de la genética de Joyce y Eugenides; el mito platónico de la caverna regresa en Alicia en el País de las Maravillas y Matrix; el doctor Frankenstein de Mary Shelley fue imaginado como un moderno Prometeo; el viejo Edipo se reencarna en el desgraciado rey Lear; el cuento de Eros y Psique, en La Bella y la Bestia; Heráclito en Borges; Safo en Leopardi; Gilgamesh en Supermán; Luciano en Cervantes y en La guerra de las galaxias; Séneca en Montaigne; las Metamorfosis de Ovidio en el Orlando, de Virginia Woolf; Lucrecio en Giordano Bruno y Marx; y Heródoto en La ciudad de cristal, de Paul Auster. Píndaro canta: «Sueño de una sombra es el ser humano». Shakespeare lo reformula: «Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño». Calderón escribe La vida es sueño. Schopenhauer entra en el diálogo: «La vida y los sueños son páginas del mismo libro». El hilo de las palabras y las metáforas atraviesa el tiempo, ovillando las épocas. 

Y está el escritor nigeriano Chinua Achebe, y Elvis y Tarantino, y el bardo Dylan y su controvertido premio Nobel, y Edgar Allan Poe y Conan Doyle y Mark Twain. Y la película Memento, de Christopher Nolan. Y otro título clásico, El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford (Esto es el Oeste, señor. Y, en el Oeste, cuando los hechos se convierten en leyenda, hay que imprimir la leyenda), y El lector de Bernhard Schlink, y La librería ambulante de Christopher Morley, glosada aquí hace siete días, y Jorge Carrión y su inacabable universo de librerías. Y Frank Capra y su clásico ¡Qué bello es vivir!, que reproduce el estereotipo negativo de la bibliotecaria “desfeminizada”. Y, cómo no, el “doble” Fahrenheit 451, la fábula distópica de Ray Bradbury, llevada al cine por François Truffaut, que tuvo su correlato real: En el año 213 a. C., el emperador chino Shi Huandi ordenó que se quemasen todos los libros de su reino. Años después, bajo una nueva dinastía, se pudieron reescribir muchos de aquellos libros perdidos porque corriendo increíbles riesgos, los profesionales de las letras habían conservado en la memoria obras enteras, en secreto, al abrigo de la guerra, las persecuciones y los hombres de las hogueras. Y Heródoto y Ciudadano Kane y el multiperspectivismo contemporáneo, y Kapuściński, y Chaplin y el valor desmitificador y rebelde de la risa, como en El nombre de la rosa, y el tartamudo Demóstenes cuya evocación lleva al personaje interpretado por Robert de Niro en Taxi Driver, y Harper Lee y Matar a un ruiseñor y Peter O’Toole, y Viktor Frankl, y las charlas TED, y Matrix, y Orwell, y el Capitán Haddock, y Los sufrimientos del joven Werther, y Lovecraft, y Juan Goytisolo en la biblioteca de Sarajevo, y Naguib Mahfouz, y El Roto, y Chesterton, Reinaldo Arenas, Leonora Carrington y Joseph Brodsky. Y, para cerrar este muy limitado y abigarrado recuento, el germen de la, actualmente tan “de moda”, autoficción (cita Vallejo expresamente a Annie Ernaux o Emmanuel Carrère) “encontrado” en la obra de Hesíodo, cuyo Los trabajos y los días sería también un antecedente de la poesía social. 

En un segundo nivel -sin jerarquía ni subordinación alguna, pues todos los planos se imbrican en un tejido muy bien trabado, de malla espesa y sin junturas apreciables-, se nos muestran todas las manifestaciones imaginables relativas a la lectura. En un desordenado recuento: la historia y la evolución de los primeros soportes del libro: el papiro, las tablillas de arcilla, los pergaminos, las inscripciones sobre vasos de cerámica (libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz, como comenta Alberto Manguel), hasta llegar al teléfono móvil y la moderna omnipresencia de las pantallas; la invención del alfabeto (Hace seis mil años, aparecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia, pero los orígenes de esta invención están envueltos en el silencio y el misterio. Tiempo después, y de forma independiente, la escritura nació también en Egipto, la India y China. El arte de escribir tuvo, según las teorías más recientes, un origen práctico: las listas de propiedades); el paso de la oralidad a la escritura, de la poesía a la prosa, de la improvisación al ritmo -exigencia impuesta por la memorización del texto que exigía la narración oral-, de los aedos a los rapsodas (la oralidad misma se transformó en contacto con el alfabeto. Una vez escritas, las palabras empezaron a quedar ancladas en su orden, como notas en un pentagrama. La melodía de las frases permanecía igual para siempre; el torrente espontáneo, la agilidad en la respuesta y la libertad del lenguaje hablado se desvanecieron. En la época micénica antigua, los aedos itinerantes acostumbraban a cantar las leyendas heroicas tañendo su instrumento y dejándose llevar por el duende de la improvisación; pero, con la aparición de los libros escritos, fueron sustituidos por los rapsodas, que recitaban textos memorizados —siempre idénticos y sin acompañamiento musical—, dando golpes de metrónomo con un bastón para marcar el ritmo); el desarrollo de las escuelas, pues la fiebre del alfabeto alentó la extensión del saber, y de la filosofía, ya que los textos escritos permitían la asimilación tranquila y la consiguiente reflexión sosegada y profunda sobre su contenido; la aparición de los libros de texto; el vínculo entre pensar bien y habar bien (los libros hacen los labios, según la máxima romana); la necesidad de seleccionar entre los muchos “libros” y la consiguiente proliferación -tan actual- de listas y catálogos, de inventarios, antologías y enumeraciones, de repertorios y clasificaciones (No puedo omitir la «contribución a la estadística» de Wisława Szymborska: «De cada cien personas, las que todo lo saben: cincuenta y dos;/ las inseguras de cada paso: casi todo el resto;/ las prontas a ayudar, siempre que no dure mucho: hasta cuarenta y nueve;/ las buenas siempre, porque no pueden ser de otra forma: cuatro, o quizá cinco;/ las capaces de ser felices: como mucho, veintitantas;/ las inofensivas de una en una, pero salvajes en grupo: más de la mitad, seguro;/ las crueles cuando las circunstancias obligan, eso mejor no saberlo ni siquiera aproximadamente (…);/ las mortales: cien de cien./ Cifra que por ahora no sufre ningún cambio»); las librerías ambulantes (Fueron viajeros quienes nutrieron de manuscritos la Biblioteca de Alejandría; mercaderes de tinta y papel quienes empujaron ideas como ruedas por la Ruta de la Seda); los talleres de copia manuscrita y la labor detectivesca de los primeros copistas; el nacimiento y el desarrollo de las bibliotecas (Entre el año 1500 y 300 a. C., existieron 55 bibliotecas, solo para un público minoritario, en algunas ciudades de Próximo Oriente, y ninguna en Europa), cuya estructura y configuración se describen de un modo minucioso; la profesión de bibliotecario (Los bibliotecarios tienen una larga genealogía que empieza en el Creciente Fértil de Mesopotamia) y la feminización del oficio desde principios del siglo XX, con especial mención de las curiosas bibliotecarias a caballo de Kentucky; las originales y a veces aterradoras maldiciones contra los ladrones de libros; la aparición de establecimientos similares a las actuales librerías; la primera biblioteca pública, la florentina de Cosme de Médici; el “descubrimiento” de la lectura en silencio; la importancia de los títulos de las obras (y Vallejo ofrece un “apetitoso” elenco, organizado por su densidad poética, por su ironía, por el desasosiego que inducen, por lo inesperado y enigmático, por los secretos presentidos, también los títulos equivocados y afortunadamente preteridos a favor de los finalmente elegidos: Guerra y Paz iba a llamarse Bien está lo que bien acaba, por todo ejemplo); la prohibición de los libros y las quemas públicas de códices y textos inconvenientes y peligrosos en todas las épocas y lugares, Dachau y Auschwitz y el Gulag; la importancia fundamental de las mujeres en la aventura del libro, a partir de la presencia de Enheduanna (La historia de la literatura empieza de forma inesperada. El primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer), su singular condición de tejedoras de historias, las peculiaridades, las dificultades para su plena incorporación al universo literario, la inconmensurable figura de Safo y su reivindicación de lo íntimo, de lo pequeño, de lo sencillo, del amor. Y en un obligado salto de época exigido por las limitaciones de tiempo que constriñen esta reseña, la magia de cine y su estrecha relación con los libros y la literatura, la actual globalización, la revolución de internet, la disparatada cifra de libros publicados en el mundo, el febril delirio de “leerlo todo” (Mallarmé, en el siglo XIX, escribió: «La carne es triste y, ay, he leído todos los libros». Probablemente, el poeta aludía al tedio de una existencia saturada y marchita. Sin embargo, leídas desde los tiempos de Amazon y el Kindle, sus palabras nos recuerdan con ironía que la aspiración a conocer todos los libros es solo el sueño imposible de los bibliófilos más locos. La humanidad publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio de veinte euros y un grosor de dos centímetros, harían falta más de veinte millones de euros y unos veinte kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de Mallarmé). 

Una tercera dimensión, de presencia esporádica pero de muy emotivo valor, a mi juicio, en el conjunto del texto, es la integrada por las referencias autobiográficas, las entrañables -y a veces duras- vivencias de la autora en relación con la lectura: la presencia de los libros en su vida, antes incluso de su concepción (Cuando apenas se conocían, mi padre le regaló a mi madre un ejemplar de Trilce, los poemas de juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucedió después hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron. Ciertas lecturas son una forma de derribar barreras, ciertas lecturas nos recomiendan al desconocido que las ama. No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que mis remotos bisabuelos, el poeta fue necesario para que yo existiera); la infancia con la madre leyéndole libros por las noches, sentada en la orilla de la cama (Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado), los repetidos rituales de esas lecturas conmovedoras (el dedo moviendo el diente tembloroso y a punto de caer, la manta hasta la barbilla, los fracasados y benevolentes intentos de la madre por interrumpir la lectura y apagar la luz -sigue un poquito más, reclama la niña, absorbida por el encantamiento de las historias-, el beso de despedida; los dolorosos episodios de acoso escolar, para los que los libros suponían un refugio (Durante los años humillantes, además de mi familia, me ayudaron cuatro personas a las que nunca he visto: Robert Louis, Michael, Jack, Joseph. Más adelante descubriría que son más conocidos por sus apellidos: Stevenson, Ende, London y Conrad. Gracias a ellos aprendí que mi mundo es solo uno de los muchos mundos simultáneos que existen, incluidos los imaginarios. Gracias a ellos descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio cuando allá fuera arreciase el granizo. Esa revelación cambió mi vida); el radical influjo -narcisista, confiesa- de los libros en su experiencia vital, tanto en la infantil (De niña creía que los libros habían sido escritos para mí) como en la adulta (He crecido, pero sigo manteniendo una relación muy narcisista con los libros. Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando); el vínculo entre lectura y deseo (Si alguien lee para ti, desea tu placer; es un acto de amor y un armisticio en medio de los combates de la vida. Mientras escuchas con soñadora atención, el narrador y el libro se funden en una única presencia, en una sola voz. Y, de la misma forma que tu lector modula para ti las inflexiones, las sonrisas tenues, los silencios y las miradas, también la historia es tuya por derecho inalienable. Nunca olvidarás a quien te contó un buen cuento en la penumbra de una noche); las vivencias zaragozanas; el año de investigación en Florencia (la paz y el recogimiento también son posibles en Florencia), la estancia en Oxford, con los desmesurados requisitos burocráticos para la consulta de los libros, impuestos por razones de seguridad, y con el deslumbramiento de los túneles y los interminables almacenes subterráneos de libros… entre tantos otros ejemplos. 

El último foco de irradiación del ensayo lo constituyen las constantes invocaciones, los encendidos llamamientos en defensa de la lectura, de su excepcional función liberadora. El infinito en un junco puede ser leído así, también, como un apasionado alegato a favor de los libros; de su trascendencia cultural y personal; de la, pese a los pronósticos agoreros, actual vigencia del libro; de la importancia de esa singular forma de conversación -entre individuos, entre pueblos, entre generaciones- que representa la lectura; del espacio que los libros abren para preservar la memoria humana, para acoger “la mirada del otro”, para mostrar los secretos de nuestras almas, para recoger nuestros conocimientos y nuestros sueños; de la primordial función del libro como repositorio de la entera vida humana; de su privilegiada capacidad para sustentar y canalizar nuestra incurable adicción a las palabras; de la nunca suficientemente ponderada “eficacia” de los libros para abolir el tiempo y escapar -siquiera sea fugaz y transitoriamente- de la muerte. 

En fin, un libro de lectura indispensable y jubilosa, este El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que os recomiendo con fruición. Os dejo ahora con un tema musical, citado en un fragmento de la obra que no me resisto a transcribir a modo de presentación de la pieza: La épica griega fluye en hexámetros, que crean un peculiar ritmo acústico a través de combinaciones de sílabas largas y breves. El verso hebreo, en cambio, prefiere los ritmos sintácticos: «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar…». Se diría que estas frases del Eclesiastés cantan y, de hecho, el músico Pete Seeger compuso una canción, inspirada en ellas —Turn! Turn! Turn! (To everything there is a season)—, que encabezó las listas de éxitos en 1965. En el origen de la poesía, el placer del ritmo se puso al servicio de la continuidad cultural


Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados. 

Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido desde que les encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella. 

Si estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber vino, comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad de rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen mapas de regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante días enteros bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas repugnantes que les han causado diarreas monstruosas. Siempre que llueve, los carros y las mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han tirado de ellos hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les sorprende lejos de cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas soledades, se les hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos esperándolos, conteniendo el aliento, escondidos en algún recodo del camino para caer sobre ellos, asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar sus cadáveres calientes entre los arbustos. 

Es lógico que tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a peligros ignotos. 

Los campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con incredulidad si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros. Libros, buscaban libros. 

Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.  



Janet Lewis. Casos de pruebas circunstanciales

miércoles, 15 de abril de 2020

CHRISTOPHER MORLEY. LA LIBRERÍA AMBULANTE. LA LIBRERÍA ENCANTADA
PETRA HARTLIEB. MI MARAVILLOSA LIBRERÍA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que, semanalmente, os ofrecemos una espero que interesante propuesta de lectura. Hoy retomamos nuestras emisiones tras las por esta vez insolitas vacaciones de Semana Santa con dos programas consecutivos dedicados a los libros, ante la inminencia del Día del libro que debiera celebrarse, como todo el mundo sabe, el próximo 23 de abril. La desgraciada coyuntura que estamos viviendo, con los efectos del coronavirus imponiéndonos un obligado encierro, imposibilita que libros y libreros salgan a la calle y provoca también que esta ilusionada invitación a la lectura en que consistiría el programa de hoy se quede sin su versión radiofónica y se limite a la mera transcripción aquí, en las páginas del blog, de mi extensa y siempre algo tediosa reseña. Confiemos en que pronto podamos volver a las habituales rutinas y Todos los libros un libro vuelva a salir al aire en un clima de normalidad general. (Entretanto, y desde hoy mismo, os iré dejando los audios de algunos programas de temporadas anteriores)

Con esa excusa librescas, mi recomendación de esta tarde, triple, se centra dos novelas y un relato autobiográfico, mientras que dentro de siete días -y dentro de una misma serie de libros que hablan de libros y librerías, nos adentraremos en el territorio del ensayo con una obra formidable, quizá la más interesante que he leído en lo que llevamos de curso, cuyo título desvelaré el próximo miércoles.

Los tres libros de los que ahora quiero hablaros son La librería ambulante, La librería encantada y Mi maravillosa librería: los dos primeros debidos a Christopher Morley, un escritor y periodista norteamericano (aunque imbuido de un muy notorio humor inglés, presente en las obras que os hoy reseño) nacido hace ahora ciento treinta años en Haverford, Pennsilvania; el último, escrito por la austríaca nacida en Munich Petra Hartlieb, también periodista, crítica literaria y librera ella misma. Publicados originariamente en 1917 y 1919, los libros de Morley vieron la luz en nuestro país en la cacereña Editorial Periférica en 2012 y 2013, en traducción al español de Juan Sebastián Cárdenas. Periférica es también el sello que acoge a Mi maravillosa librería, presentada en España en 2015 bajo la traducción de Manolo Laguillo. 

Estamos, como se deduce claramente de los inequívocos títulos, ante tres muestras de lo que es ya casi un subgénero, el de los libros sobre librerías; una categoría que cuenta con ejemplos tan relevantes como 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff; Librerías, de Jorge Carrión; Una librería en Berlín, de Françoise Frenkel; o La librería, de Penélope Fitzgerald (por citar algunos que ya han aparecido en nuestro programa), y La librería más famosa del mundo, de Jeremy Mercer, o El librero, de Roald Dahl (si me refiero a otros títulos que acabarán también por tener su espacio aquí en un futuro). 

La librería ambulante es, con diferencia, la más original y sobresaliente de las dos novelas de Morley, siendo ambas relatos simpáticos, agradables, con unos personajes algo disparatados aunque entrañables, y siendo las dos un excepcional vehículo para el bienintencionado mensaje del escritor a favor de los libros y el efecto benéfico de la lectura. El autor recurre a un juego inicial de muñecas rusas, sembrando de trampantojos y pistas falsas la introducción del libro. Este empieza con una carta inicial de Morley dirigida al señor Davis Grayson (seudónimo de un auténtico escritor de la época, Ray Stannard Baker, historiador y periodista), en la que le envía el libro mientras llama su atención sobre su autoría. Morley “confiesa” que en realidad él no ha escrito La librería ambulante, sino que se ha limitado a transcribir las palabras de su protagonista y narradora, la señorita Helen McGill, a quien su precaria formación y sus escasas relaciones con editores le impiden dar a la luz su obra. A tenor de esta explicación inicial, Helen se habría decidido a contar su historia a partir de la entusiasta lectura de Aventuras en el bienestar, un libro, efectivamente existente (Adventures in contentment), en el que, al igual que en su continuación (New Adventures in contentment), Grayson se presenta a sí mismo viviendo apaciblemente en una granja con su hermana Harriet hasta que un buen día decide abandonar su placentera aunque previsible y algo anodina existencia, para lanzarse a la aventura al grito de ¿Alguna vez has tratado de hacer algo que el mundo en general considere poco sensato, no del todo cuerdo? ¡Inténtalo!; andanzas que, tras diversas correrías, lo llevan de vuelta a la granja y a su sosegada vida con Harriet. (Debo precisar que toda esta información relativa a Adventures in contentment la he “investigado” por mi cuenta después de la lectura del libro, pues en el prólogo que comento solo figura la referencia del título y de su autor). El inspirador influjo del personaje literario y la similitud de temas y de estilo entre la experiencia narrada en el texto de Grayson y la propia vida de Helen inducen a ésta, al parecer, a poner por escrito, en primera persona, su peripecia en este La librería ambulante que, cerrando el enrevesado círculo que propone Morley, se ofrece ahora al lector y también, a modo de entregado homenaje, para su conocimiento por quien fue su involuntario desencadenante. 

La “acción” nos sitúa en 1917 en un entorno rural, tranquilo e idílico de los Estados Unidos, en donde viven los hermanos Andrew y Helen McGill, treinta y nueve años ella, diez menos que él. Andrew había sido un hombre de negocios, pero se refugió en el campo tras padecer algunos problemas de salud. Helen, su única familia, languidecía en su insípido trabajo de institutriz en Brownstone, en el estado de Nueva York. Con los ahorros de ambos compraron una granja, Sabine Farm, en Redfield, un poblacho perdido en un verde paraje de un valle de Connecticut. Nos convertimos, dirá la narradora al comienzo de su relato, en auténticos granjeros, de los que madrugan y se acuestan cuando se pone el sol. Andrew usaba mono y una camisa liviana, y con el tiempo se le curtió la piel y se hizo un hombre recio. Yo tenía las manos amoratadas y rojas por el jabón y la escarcha. La pronta prosperidad de la granja, las ocupaciones derivadas del cuidado de la tierra y los animales, en el caso de Andrew, y de la cocina y la intendencia del hogar, a cargo de Helen, las apacibles rutinas -un paseo entre los pastizales, la lectura en voz alta de las historias por entregas de Granja & Hogar, revista a la que están suscritos, la pipa que el hombre disfruta tras la cena mientras su hermana zurce unos calcetines- los mantienen conformes con su sencilla existencia (No tenía tiempo para andarme preocupando por cosas que no fueran mis propios asuntos) e incluso les permiten rozar la felicidad. Éramos extraordinariamente felices en nuestra granja, afirmará sin recato Helen, para apostillar: hasta que él se convirtió en autor. Y es que Andrew, que se había entregado compulsivamente a la lectura tras recibir en herencia la biblioteca de un lejano tío fallecido, acaba por hurtar tiempo a sus tareas en la granja para escribir un libro, Paraíso recobrado, que será el primero de su “producción”, en el que ensalza los goces de la vida campestre, y que conocerá un relativo éxito. Helen teme que su dulce y afortunado equilibrio vital se venga abajo por las veleidades literarias de su hermano (Andrew era cada vez menos un granjero y cada vez más un hombre de letras). Decidida a poner fin a esa incipiente y “peligrosa” carrera (Si hubiera podido prever todas las molestias que sus escritos nos causarían, habría quemado, desde luego, el primer manuscrito en la estufa de la cocina) intentará boicotearla impidiendo que lleguen a Andrew las cartas de lectores y editores, despachando a los periodistas que se acercan a entrevistarlo, y revolviéndose, en definitiva, contra un estado de cosas que, entre otros efectos inquietantes, la obligaba a pasarse sola largas temporadas en una frustrante monotonía que la tenía contando huevos y preparando las tres comidas diarias y administrando la granja, mientras Andrew, en uno de sus ataques de literatura, se marchaba a vagabundear y recopilar aventuras para un nuevo libro

Y es en este punto donde empieza en propiedad la historia, porque en una de esas ausencias de su hermano, Helen ve llegar a la granja a un extraño personaje, Roger Mifflin, que cambiará su vida. Mifflin es un hombrecillo menudo, estrafalario y vivaracho, de singular aspecto, cabeza presidida por una muy completa calva que oculta con una gorra algo desastrada, barba pelirroja y rala, desaliñado en el vestir pero entusiasta en su proceder, infatigable conversador y lleno de energía y decisión. Roger comparece al pescante de su carromato, El Parnaso, una librería ambulante, una vieja caravana azul, eficazmente pertrechada, además de con el inevitable cargamento de libros de segunda mano, con todos los elementos necesarios para convertir su interior en un espacio relativamente confortable. Antiguo maestro de escuela en Maryland, un buen día abandonó su frustrante trabajo, construyó el vagón en que se mueve, compró un amplio contingente de libros en una tienda de segunda mano en Baltimore y se puso en marcha entregado a su quijotesca tarea de incentivar la lectura entre los campesinos de su país, que recorrerá de Florida a Maine, sin más compañía que su perro Bock (por Bocaccio) y su gorda yegua blanca Pegasus, Peg, y provisto de una contagiosa devoción por los libros. Cuando llega a Sabine Farm, atraído por la discreta fama de los libros publicados por Andrew, Helen, temerosa de que su presencia haga revolotear aún más los muchos pájaros “literarios” que su hermano tiene en la cabeza, decide alejar al extraño advenedizo, para lo cual no se le ocurre mejor expediente que comprar el carricoche por cuatrocientos dólares y partir a los caminos en la compañía, en principio provisional pues Mifflin le ha vendido su “negocio” con el propósito de abandonar su vida itinerante e instalarse en Nueva York, del extravagante individuo. La librería ambulante nos cuenta, en un relato entrañable y delirante, rezumando sensibilidad y humor, la insólita aventura que vivirán ambos en un corto período de apenas tres o cuatro días en los que sus existencias cambiarán para siempre. 

Pero más allá de las simpáticas correrías de la estrambótica pareja, una sucesión de lances risueños, cordiales, cercanos y entrañables, de corte cervantino, destacan en el libro muchos otros aspectos sobresalientes: el aguzado humor con el que se relatan las aventuras de la original pareja; la sencillez y afabilidad de los personajes, singularmente los dos principales, que lo protagonizan; la infinidad de referencias literarias, algunas opacas o desconocidas en nuestros días, otras aún significativas en la actualidad, cien años después de la publicación de la obra, caso de Thoreau, Whitman, Stevenson, Conrad o Mark Twain (incluso Henry James, contra quien se dirigen las ácidas invectivas de Mifflin, que odia su prosa enrevesada y demasiado cerebral: a mí siempre me ha parecido que tenía un aluvión de palabras en la cabeza y nunca se detenía a elegirlas adecuadamente); la apasionada defensa de los libros, presente en los numerosos y convincentes parlamentos del simpar librero, un misionero itinerante, como lo denomina su compañera de viaje, largas y divertidísimas peroratas en las que combina su entusiasta devoción a la causa libresca -este pabellón rodante, afirmará de su Parnaso y, por extensión, de su misión a bordo de él, ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años- con las atinadas reflexiones de corte filosófico sobre la vida, el transcurrir del mundo y el sentido de la existencia, con las que intenta persuadir a los campesinos con los que se topa en su camino y convencerlos de las bondades de la lectura; y, por último, en una interpretación especialmente oportuna en esta época de reivindicación de la libertad femenina, la “empoderada” (diríamos hoy) figura de Helen McGill, que dejando atrás su esclavizada existencia en la granja familiar (El otro día calculé que en los últimos quince años he horneado más de cuatrocientas hogazas al año. Eso hacen más de seis mil hogazas. Podrían grabar eso en mi lápida), abre los ojos (Era un paisaje perfecto: los bosques eran todo bronce y oro; las nubes eran blancas y espesas y parecían espuma celestial suspendida en el aire. El sol era tibio y flotaba glorioso en un arco formidablemente azul. Mi corazón estaba lleno de fervor. Creo que por primera vez sabía lo que Andrew sentía en sus viajes de vagabundo. No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles), decide “salir al mundo” (Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento), lanzarse a la aventura (Una aventura que, habiendo comenzado como una mera broma o un capricho, había acabado por convertirse en la sustancia misma de la vida. Era algo extravagante, supongo, y tan romántico como una gallina clueca, pero, ¡por los huesos de George Eliot!, me dan pena las mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una extravagancia), decidirse a llevar las riendas (en sentido, incluso, literal) de su propia vida (Tras las variopintas aventuras de los últimos dos días era casi un alivio estar sola para pensar bien las cosas. Allí estaba yo, Helen McGill, en una curiosa situación, sin duda. En lugar de estar en casa, en la granja, preparando la cena, recorría un camino desconocido como única propietaria de un Parnaso (quizás el único existente), un caballo, un perro y un montón de libros. Desde la mañana del día anterior mi vida se había salido de su órbita habitual. Me había gastado cuatrocientos dólares de mis ahorros. Había vendido cerca de trece dólares en libros. Había provocado una pelea y había conocido a un filósofo. Y, peor aún, empezaba tímidamente a desarrollar una nueva filosofía propia) y, como merecida propina (y no desvelo nada sustancial, en la carta que abre el libro se alude ya a Helen como señora Mifflin), conocer un amor al que había sido ajena en las cuatro primeras décadas de su vida (Es ahí cuando una mujer se encuentra consigo misma: cuando se enamora. No importa si es vieja o gorda o aburrida o simplona. Siente ese cosquilleo debajo de las costillas y se cae del árbol como una fruta madura. No me importaba que Roger Mifflin y yo hiciéramos una pareja tan extraña como la del doctor Johnson y su esposa, sólo estaba segura de una cosa: que en cuanto volviera a ver a aquel diablillo me entregaría totalmente a él… si él quería, claro).

El segundo libro de Morley retoma el universo de la extraña pareja aunque, ahora, son, en efecto, un matrimonio, y han abandonado la vida nómada para establecerse en Brooklyn y regentar La librería encantada, una muy peculiar librería de viejo frecuentada por individuos insólitos: un siniestro farmacéutico alemán, Weintraub, un chef huidizo, Metzer, Audrey Gibert, un joven publicista enamorado, Titania Chapman, la muy guapa heredera del emporio generado por las ciruelas Chapman, una piedra angular de la civilización y la cultura, y muchos otros visitantes esporádicos. 

Presidida por un doble encantamiento, el de la trama algo ingenua y disparatada, y el que suscitan los libros y la lectura (Por eso el negocio se llama La Librería Encantada. Encantada por los fantasmas de los libros que no he leído. Pobres espíritus inquietos, caminan y caminan a mi alrededor. Y sólo existe una forma de poner a descansar el fantasma de un libro: leyéndolo), la novela reduce el protagonismo de Roger y Helen (la presencia de ésta es, casi, meramente episódica) y se abre a una intriga detectivesca ciertamente rebuscada que gira sobre un libro, Cartas y discursos de Oliver Cromwell editados por Carlyle, del que una siniestra y bastante patosa pandilla de espías de medio pelo pretende valerse para hacer volar por los aires al presidente Woodrow Wilson, empeñado, en esos días de 1918 en los que se ambienta la novela, en la reconstrucción de Europa y la creación de la Sociedad de Naciones tras el final de la Gran Guerra. 

La novela, cuya peripecia argumental se desenvuelve en apenas una semana, transita por pautas idénticas a las de La librería ambulante, esto es personajes entrañables (con la obvia excepción de los malvados “conspiradores” alemanes) y ciertamente excéntricos, omnipresencia del humor, juegos autorreferenciales (con una alusión tangencial a la primera novela), abundancia de referencias literarias, apasionados alegatos a favor de la lectura, bienintencionadas reflexiones filosóficas (que se deslizan en esta ocasión hacia un inocente pacifismo, con los estragos de la guerra aún muy presentes), reivindicación del amor romántico (que -se “sabe” desde el primer momento- surgirá irrefrenable entre Audrey y la bella Titania), e, incluso, la apertura a una posible vía de desarrollo de la novela -que, en definitiva, su autor nunca llevaría a la práctica- con el breve apunte de “el sueño de Mifflin”, su ilusionada quimera de fundar una corporación de librerías ambulantes, una flota entera de caravanas que recorrieran las comarcas rurales donde no existen las librerías. En el prólogo del libro Morley nos informa, no obstante, de que Mifflin habría fundado la Corporación Parnaso Ambulante y que una flota de diez “parnasos ambulantes” estaría recorriendo los lugares más recónditos del país difundiendo la “buena nueva” lectora a campesinos, agricultores y ganaderos. 

El libro de Petra Hartlieb se mueve en otro registro, más realista y contemporáneo (se publicó en su país de origen en 2014). Como ya se ha dicho, se trata de un texto autobiográfico en el que la autora narra su, a la vez, ilusionante y complicada empresa de sacar adelante una librería en Viena, un establecimiento, adquirido en una suerte de arrebato irracional, que la sumirá a ella y a su familia en un vertiginoso proyecto del que se nos da cuenta en la obra. Petra que vivió gran parte de su vida en la capital austríaca, reside ahora en Hamburgo con su marido alemán, Oliver, y con sus dos hijos, un adolescente de dieciséis años y una pequeña de apenas cuatro. La pareja desarrolla su trabajo en el mundo editorial, ambos tienen sus vidas personales y profesionales muy bien canalizadas, son jóvenes, disfrutan de una existencia económicamente holgada, mantienen un fecundo y muy amplio círculo de relaciones y amistades y son, en definitiva, felices con el tipo de vida que han elegido en el frío (en todos los sentidos) norte alemán. Cuando por un inesperado azar surge la posibilidad de comprar una pequeña librería en Viena, de la que su último dueño quiere desprenderse, se embarcan en una aventura que trastocará radicalmente los fundamentos de su vida. No me resisto a transcribir un fragmento en el que se explicita esta situación crucial en la trayectoria de la familia: 

¿Qué necesidad tenemos de hacer cambios? Tengo la suerte de haber conocido al mejor hombre del mundo, de vivir en Hamburgo, una ciudad estupenda. Nuestra vivienda está en una casa de construcción antigua en el barrio de la universidad, y nuestros vecinos son absolutamente encantadores. Nuestra hija pequeña ocupa una de esas escasas, y buscadas, plazas en una guardería de jornada completa, y el mayor va a un buen colegio, donde se encuentra perfectamente integrado. Tengo un trabajo interesante, aunque sea a tiempo parcial, y me queda tiempo para los niños. Por primera vez en mi vida tengo eso que llaman seguridad económica. ¿Y Oliver? Empezó como pequeño librero en una librería de provincias alemana, y a base de trabajar duro es ahora ejecutivo de marketing en una de las editoriales alemanas más importantes. Le gusta su trabajo, su jefe lo apoya y promociona. Tendríamos que estar realmente satisfechos (y lo cierto es que lo estamos), pero… ¿qué tal si hiciéramos algo juntos? ¿Qué tal si construyéramos algo entre los dos, si trabajáramos juntos, si arriesgáramos en algo? 

El libro es interesante por varios motivos. Por un lado, desde el punto de vista “técnico” (si se puede llamar así) -un enfoque que imagino especialmente valioso para los que se dedican o piensan dedicarse profesionalmente a la venta de libros-, su lectura nos permite conocer todas las vicisitudes por las que atraviesa el proceso de apertura, mantenimiento y consolidación de una librería. Por el relato, narrado en cercanísima primera persona por la propia Petra, pasan todas las etapas por las que debe embarcarse cualquiera que acometa un proyecto empresarial, en particular uno tan “arriesgado” en estos tiempos “tecnológicos” como es una librería: obras de acondicionamiento del local, reformas, estudio inicial del mercado, análisis de la competencia, evolución demográfica del barrio, estimación de los niveles de ingresos, el volumen de negocio que cabe esperar en los próximos diez años, reuniones con esas personas que uno necesita cuando va a abrir una librería: los jefes de las distribuidoras de Austria y Alemania, los presidentes de las asociaciones de libreros, los jefes de venta de las editoriales más importantes, otros libreros, búsqueda de financiación, cálculos, presupuestos, trámites, papeleos, solicitud de créditos, contactos con bancos, facturas, atosigante burocracia (debido a que mi marido es el alemán y yo la austríaca, la licencia profesional debe ir a mi nombre y no al de Oliver, que es librero de formación desde hace veinte años. Yo no soy nada de nada, de manera que me convierto en joven empresaria y solicito una licencia profesional), captación de colaboradores, contrataciones laborales y, más adelante, al llegar los buenos resultados, el crecimiento, nuevas reformas, ampliaciones, adquisición de locales adicionales, en una interminable y estresante (y ello ya desde la cómoda posición de lector) progresión que, como es natural, afecta a las emociones, a los sentimientos y a las vivencias personales y familiares de los protagonistas, que afloran también en el relato, en una dimensión -que podríamos calificar de íntima-, en la que comparecen las dudas, los miedos, las expectativas, la ilusión, las dificultades y los obstáculos, las alegrías y los logros, las vacilaciones, las esperanzas, los sueños, la frustración ante los muchos contratiempos, ante la complicada realidad. 

Pero Mi maravillosa librería es, sobre todo, un apasionado canto al poder transformador de los libros y las librerías, pues la aventura vital de Petra Hartlieb encierra, más allá de las valiosas lecciones sobre el lanzamiento y el éxito de un proyecto empresarial y vital arriesgado, una fascinante enseñanza sobre cómo una librería puede revitalizar un barrio, implicar a la comunidad, ayudar a construir relaciones sólidas entre ciudadanos, convertirse en un espacio de fecunda actividad cultural, mejorar y dinamizar, en definitiva, las vidas de quienes la frecuentan y trabajan en ella. A través de infinidad de anécdotas del día a día de su establecimiento, el libro da cuenta de los diez años en los que un pequeño y desangelado local abandonado se convierte en un próspero negocio, con dos espacios añadidos que acogen una sección francesa y otra italiana de la librería, con una incesante actividad que incluye, además de la obvia y muy eficiente venta de libros, presentaciones, firmas de escritores, participación en ferias, exposiciones escolares y doce empleados contratados (que provienen de seis naciones diferentes, y que están entre los veintidós y los cincuenta y seis años. Entre todos tenemos diez hijos, de los cuales hay tres que por suerte ya son mayores, algo que repercute positivamente en los días libres. Las biografías son tan diferentes como los motivos que tuvieron para ser libreros unos y otras, lo único que todos tienen en común es una cierta dosis de locura: la obsesión por los libros, que sólo se puede entender cuando uno mismo está poseído por ella). 

Y todo ello en un entorno -el de este mundo “tecnologizado”, de redes sociales y comercio electrónico- que resulta especialmente hostil para las librerías. Hartlieb no escatima sus críticas a Amazon y a las grandes superficies, abogando por una visión militante y muy combativa de su oficio, en la que resultan determinantes la pasión, una cierta dosis de locura, la conciencia de estar llevando a cabo una “misión” (Cada pocos años hay un libro que me hace contener un poco la respiración en las primeras veinte páginas. Me obligo a leer despacio, de manera que el lenguaje pueda entrar en mí poco a poco, a pesar de que estoy deseando pulírmelo de un tirón para saber rápidamente si va a seguir en la misma línea, para saber si mantiene lo que promete. Y cuando esto sucede me convierto en misionera: quiero que las personas que son importantes para mí, y las demás también, lean inmediatamente ese libro. Inmediatamente), y el amor incondicional por los libros, elementos que permiten no decaer en la infatigable y placentera tarea de luchar contra las muchas amenazas que impone el signo de los tiempos. Ese espíritu esperanzado y optimista de la autora se muestra en las últimas palabras del libro con las que cierro esta reseña: 

Cabe preguntarse si dentro de diez años vamos a poder seguir viviendo de esto, pero en la respuesta apenas podemos influir. No podemos hacer que la rueda del tiempo gire en sentido inverso, aunque paradójicamente nuestra receta de éxito consista en aparentar ante el cliente que en nuestras librerías «todo es como antes»: muchos libros en poco espacio, estanterías repletas hasta el techo, personal comprometido que lo único que hace en su tiempo libre es leer. Como antes, sí. Pero hace tiempo que ya no basta con ser una buena librera: estás obligada, además, a cultivar otras disciplinas más: experta en marketing, publicista, diseñadora de páginas web, grafista, experta en organizar eventos, psicoterapeuta, etcétera. 
La lista podría prolongarse hasta el infinito, aunque, en realidad, es precisamente esto lo que nos impulsa a seguir hacia delante: todo lo demás nos parecería ya aburrido. A seguir hacia delante en unos tiempos en que tiendas tan «anacrónicas» como las nuestras son sentenciadas a muerte una vez por semana. A seguir porque no nos queda más remedio. Porque no hay nada que sepamos hacer mejor. Porque no hay nada que nos guste hacer más. 

Uno de los personajes el mundillo literario -T.C. Boyle, Jonathan Franzen- que acudirá a la librería a presentar su obra es el escritor y músico Blixa Bargeld, que formó parte durante años de The Bad Seeds, el grupo de acompañamiento de Nick Cave. Os dejo ahora, como complemento musical a mi comentario, con un tema clásico del grupo, Where the Wild Roses Grow, en el que el cantante australiano canta con Kylie Minogue, con Bargeld a la guitarra. 


—El mundo está lleno de grandes escritores que hablan de literatura —dijo—, pero todos ellos son egoístas y aristocráticos. Addison, Lamb, Hazlitt, Emerson, Lowell, escoja al que quiera, conciben el amor por los libros como un escaso y perfecto misterio al alcance de unos pocos, algo reservado al silencioso estudio donde se refugian en las noches con una vela, un cigarro, una copa de oporto sobre la mesa y un perrito de aguas junto a la chimenea. Lo que quiero decir es: ¿quién se ha aventurado alguna vez en las montañas y los campos para llevarles la literatura a las gentes más simples?, ¿quién ha llevado la literatura hasta sus mismos hogares, hasta sus razones y corazones, como dicen por ahí? Cuanto más se adentra uno en el campo, menos y peores libros se ven. He pasado muchos años recorriendo mundo a bordo de esta ciudadela del delito y, por los huesos de Ben Ezra, no creo haber visto un solo libro realmente bueno que no fuera la Biblia en ninguna granja, excepto los que yo mismo llevaba, claro. Los mandarines de la cultura, ¿qué tienen para enseñarle a la gente corriente? No vale con escribir listas de libros para los granjeros y llenar con ellos estanterías de dos metros. Es preciso ir a visitar a la gente personalmente, llevarles los libros, hablar con los profesores y presionar a los editores de periódicos locales y revistas agrícolas y contarles cuentos a los niños. Y entonces, poco a poco, uno empieza a lograr que los buenos libros circulen por las venas de la nación. ¡Es una gran labor, imagínese! Es como llevar el Santo Grial a algunas de estas remotas granjas. Y ya me gustaría que hubiera mil Parnasos en lugar de uno solo. No lo habría dejado de no haber sido por mi libro: quiero escribir sobre mis ideas con la esperanza de animar a otros. ¡Aunque no creo que haya ningún editor en todo el país que quiera publicarlo! 

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