Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de marzo de 2022

ERIKA BORNAY. LA CABELLERA FEMENINA; LAS HIJAS DE LILITH

Buenas tardes. Todos los libros un libro os da la bienvenida un miércoles más con una nueva y espero que estimulante sugerencia de lectura en este mes de marzo consagrado íntegramente -como viene siendo habitual desde hace ya muchos años- a la literatura femenina. Y es que, con ocasión de la celebración del Día internacional de la mujer, nuestro espacio suele ocupar sus propuestas marceñas con libros escritos y protagonizados por féminas. Iniciábamos la serie hace unas semanas con Lo que sembramos, un interesante aunque discutido título de Regina Porter, y la clausuramos hoy, veinte días después de la efeméride, con una obra que rezuma feminidad por todos sus ángulos. Se trata de la reedición que ha visto la luz a finales de 2021, corregida y mejorada, de un libro, La cabellera femenina, que su autora, la profesora catalana Erika Bornay, había publicado en 1994 en la editorial Cátedra. El prestigioso sello madrileño es también el responsable de esta nueva edición, presentada en un volumen bellísimo, mucho más atractivo que el muy austero de hace casi treinta años, con un formato de mayor tamaño, con papel satinado y con las muchas ilustraciones de las obras de arte incluidas (indispensables, como se verá, dado el enfoque y el propósito del libro) recogidas en sus espléndidos colores originales. Y aprovechando la ocasión, os hablaré también, brevemente, de otros dos libros de Bornay, Las hijas de Lilith, también en Cátedra y también en su vistosa nueva edición de 2020 que actualiza la inicial de 1990 (y que comparte con La cabellera femenina las características fundamentales de la edición y gran parte de sus aspectos de fondo, con referencias cruzadas, imbricaciones y paralelismos múltiples), y Las historias secretas que Hopper pintó, un, desde muchos puntos de vista, inclasificable libro publicado por Icaria en 2009. 

Erika Bornay, historiadora del arte, profesora universitaria, investigadora y escritora, recibió en 2013 el premio a mejor teórica/crítica de la asociación Mujeres en las Artes Visuales. La mayor parte de su labor creadora se ha centrado en la iconografía de la mujer en el arte, ámbito al que ha dedicado múltiples artículos, ensayos y novelas. 

Con el explícito subtítulo de Un diálogo entre poesía y pintura, y con un estupendo prólogo de la profesora e historiadora irlandesa Mary Nash, Erika Bornay propone, en el primer título de mi múltiple recomendación de esta tarde, un apasionante recorrido por las representaciones de la cabellera de las mujeres a lo largo de los siglos, tanto en la Historia del Arte -el marco central del libro- como en las páginas de algunos de los más destacados nombres de la Literatura española y universal. Su inagotable erudición sobre el para mí sugerente tema (revelada en el centenar y medio de referencias bibliográficas finales, entre académicas y literarias), las 124 soberbias imágenes de obras de arte que acompañan y permiten extraer el máximo partido a las lúcidas reflexiones del ensayo, y las abundantes citas de versos y poemas que trufan el texto, convierten la lectura de este espléndido La cabellera femenina en una experiencia gozosa, ilustrativa y placentera. 

El estudio de Bornay se mueve en la confrontación entre dos circunstancias contrapuestas. Por un lado, la mirada artística, pictórica y literaria sobre el cabello femenino nos muestra su irresistible atracción para el hombre, la fascinación masculina por ese arrebatador atributo de la mujer que constituye, en muchos casos, la máxima expresión de la feminidad y, en casi todos, el principal objeto de deseo, la más poderosa arma de seducción, el foco irradiador, magnético, de la fascinación sexual que ejerce la mujer sobre el hombre (el psicoanalista Charles Berg -leemos en la introducción- ha señalado que su poder fetichista ha sido en muchos hombres un factor determinante en su proceso de selección sexual). Por otro lado, y desde la óptica inequívocamente feminista de la que parte la autora, esa sensualidad esplendorosa y erótica de la cabellera, que hechiza y subyuga, constituye, a la vez, una reduccionista “objetualización” de la mujer, cosificada, reducida a un cuerpo -ni eso, a una parte de él- que obvia la mente, borra la personalidad, niega su autonomía, difumina o hace desaparecer, arramblada por la impetuosa e irresistible ola de la pulsión sexual, cualquier otro atributo “humano”; este acercamiento misógino a la mujer la deshumaniza, pues, y explica el que, salvo escasas excepciones -la de Frida Kahlo, glosada en el libro, es una de ellas-, esa visión emane casi exclusivamente de la obra de los hombres. 

Por el ensayo desfilan, así, los subyugantes cuadros de Caravaggio, Murillo, Ribera y Tiziano, Rubens, Lucas Cranach y Boticelli, Aubrey Beardsley, Dante Gabriel Rossetti y los muchos seguidores del movimiento prerrafaelita, Gustav Klimt, Munch, Caravaggio, Moreau, Delacroix, Ingres, Emil Nolde y Paul Delvaux, Balthus, Zuloaga, Goya, Picasso y Miró, entre muchos otros. Del mismo modo, las “calas” en la obra de escritores y poetas nos ponen en contacto con Ovidio, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, San Juan de la Cruz, John Keats, Poe, Shelley, Rilke, Blas de Otero, Oscar Wilde, Flaubert, Rilke, Marcel Proust, Mallarmé, Gabriele D’Annunzio, Valle-Inclán, Alberti, Machado o García Lorca, hombres todos. En cualquier caso, los contrastes entre ambas “aproximaciones” y la complementariedad entre los dos universos, el de pintores y poetas, enriquecen la obra y amplían los ecos del muy interesante análisis que propone el libro. 

En el transcurso de esta deslumbrante recopilación de arte y literatura que, más allá de un muy documentado ensayo, también es La cabellera femenina, la sabiduría y el vasto conocimiento de la investigadora (mucho más valiosos si se constata el hecho de que, en ese 1994 “pre-internáutico”, cuando se publicó por primera vez, el acceso a las pinturas seleccionadas era de una dificultad extrema), agotan las múltiples interpretaciones que caben en torno al objeto de su estudio: sus escenificaciones en la mitología antigua, su simbología, sus colores y fragancias, sus geometrías, sus mixtificaciones (los cinco grandes ejes en los que se estructura el libro), recogen cuanta lectura cabe sobre, en apariencia tan limitado -aunque, por el contrario, tan intelectualmente fecundo- asunto. 

Bajo la rúbrica “Escenificaciones”, el libro presenta seis figuras míticas muy connotadas por su relación con la cabellera. Así, de Medusa, que aparece en una terrible imagen de Caravaggio y en otra, no menos espeluznante, de Rubens, conocemos la historia de su monstruosa metamorfosis. Medusa, ninfa de gran belleza y de hermosos cabellos, seducirá a Poseidón en el templo de Palas Atenea. La diosa, enfurecida, la castigará convirtiendo sus ondeados bucles en repulsivas víboras, afilándole los dientes al modo de un animal y trocando su delicada mirada en una espantosa capaz de transformar en piedra a los hombres que la miran. Perseo vencerá a la voraz asesina en que se ha transmutado la ninfa por el sencillo expediente de plantar frente a su rostro un escudo bruñido y reluciente, de tal modo que Medusa, ya indefensa, paralizada por el horror de su propia mirada, será decapitada por el héroe. La iconografía de la egipcia Berenice nos la representa con unas tijeras en las manos, cortando sus cabellos por una promesa que hizo a Afrodita en petición de que su marido, Tolomeo, volviera sano y salvo de una difícil expedición. La mata de pelo, según la misma leyenda, habría ascendido al cielo y formado la constelación que hoy conocemos como La cabellera de Berenice. Legendaria es también la peripecia de lady Godiva que intercedió ante su marido, el conde de Chester, para aliviar los impuestos que agobiaban a su pueblo, obteniendo de él la concesión solicitada a cambio de que ella atravesara la ciudad totalmente desnuda. La imagen de Godiva a caballo, con su larga cabellera cubriendo su desnudez, ha sido objeto de numerosas recreaciones pictóricas y dado lugar a un destacado poema, del mismo nombre, de Alfred Tennyson. Muy sugerente es, igualmente, la historia de Isabella y la mata de albahaca, una suerte de “Romeo y Julieta” que ya está en Bocaccio y que inspiró otro poema, esta vez de John Keats. Isabella cubrirá con su frondosa cabellera la cabeza de su amado Lorenzo, decapitado por los intransigentes hermanos de la enamorada joven, contrarios a su romance. Con temática religiosa, el pelo es un elemento central en las representaciones de María Magdalena y de Santa Inés y Santa María Egipciaca. De la primera, que aparece en los cuadros de Tiziano, Rubens, Ribera y Murillo, es bien conocida la estampa del lavatorio de los pies de Jesús, enjugados con sus dorados -en el cuadro de Rubens- cabellos. Las segundas comparten una convulsa trayectoria vital que incluye violaciones y prostitución y en la que sus abundantes melenas aparecen como un elemento de regeneración y protección divina. 

La segunda sección, “Simbología”, recorre la amplia riqueza alegórica que encierra la cabellera femenina. En primer lugar, su carácter de metáfora telúrica, de principio primitivo, de manifestación energética y de fertilidad, de abundancia y fecundidad, asociada de continuo, por tanto, con la tierra, la hierba, la vegetación, las plantas alimenticias, con lo orgánico. Árboles, hojas, plantas, flores, frutas, capullos, jardines afloran en una apoteosis botánica que puebla los versos de Quevedo o Keats y en los cuadros de George de Feure, John Everett Millais, los numerosos seguidores del movimiento prerrafaelita o el exuberante Gustav Klimt. Esta asociación del cabello de la mujer con la naturaleza lo es también con el agua, principio femenino, origen, símbolo, pues, de la fecundidad. Bornay cita entonces a novelistas, pintores y poetas del Modernismo y del Simbolismo que vincularán en sus obras la cabellera con las olas, las cascadas o las fuentes. 

Otra manifestación emblemática del pelo femenino tiene que ver, claro está, con su dimensión erótica, con su significación sexual, con su vertiente fetichista. El libro se detiene aquí en el estudio de ese indudable vínculo entre la abundancia de pelo y la potencia amorosa, entre el cabello suelto, destrenzado, desprendido de moños, cintas y horquillas y la entrega carnal y la liberadora apertura a los juegos del amor, entre la copiosa melena deslazada y la sexualidad devoradora. Todo ello explica, igualmente, el hecho de que todas las religiones hayan prohibido que la mujer mostrase sus cabellos, en una ostensible represión de uno de los más sexualizados atributos de la belleza femenina. Y es así que el velo se relaciona con la creencia antigua que asimilaba la cabellera femenina descubierta a una cierta forma de desnudez. Paradójicamente, en la iconografía cristiana, el cabello se vincula también a la virginidad y con ese significado aparece en infinidad de representaciones de María. 

Y hay un breve capítulo para analizar la pérdida del pelo como castración. Cortar, y en caso extremo, rapar los cabellos de cualquier individuo, sea hombre o mujer, suele ser, asimismo, una forma de castigo y de humillación, leemos; y ello lleva consigo que la noción de sometimiento, de renuncia, de sumisión se “signifiquen”, a menudo, con el corte de los cabellos, como ocurre en cárceles, cuarteles o conventos y como sucedía con la venganza a las mujeres colaboracionistas con los nazis tras la Segunda Guerra Mundial. La historia de Sansón y Dalila, que en el libro aparece en los espléndidos cuadros de Rubens y Liebermann, resulta paradigmática de esta vinculación, aunque, en ese caso, el desposeído del pelo sea el hombre. Y ya, sin el mito de por medio, el despojamiento del cabello resulta revelador en un famoso cuadro de Frida Khalo. 

En el apartado siguiente de esta sección -De su fascinum letal- se explora la figura de la vampiresa que, a finales del siglo XIX, comparece en muy frecuentes representaciones artísticas, tanto literarias como pictóricas. La amenazadora cabellera con la que esta suerte de hipnótica hechicera subyuga al varón, al que atrae, envuelve, atrapa y prende entre las guedejas de su pelo, opera como collar, lazo, yugo o «fúnebre ajorca». Las imágenes de esta aterradora mujer fatal aparecen -en Munch, en Toorop, en Dow- envueltas en una atmósfera onírica, como de pesadilla, enigmática, inquietante, aterradora. Esta segunda parte del libro se clausura con una nueva incursión en el espeluznante territorio “meduseo”, en el que las connotaciones atormentadas, pavorosas y letales que entraña el mito de la cruel y sobrenatural gorgona, llegan incluso al ámbito del psicoanálisis, con la serpiente como símbolo fálico y la multiplicación de estas repugnantes víboras en la cabeza de Medusa como ejemplo freudiano del miedo a la castración. 

Con un enfoque más apacible, la siguiente sección del libro, de título Color y fragancia, se centra en investigar el simbolismo de las distintas tonalidades del pelo femenino (en capítulos de inequívocos títulos: Las mujeres áureas, La cabellera ígnea, Los cabellos enlutados) y de sus perfumados olores. En primer lugar, el pelo rubio se ofrece en el arte y la literatura como el sinónimo de la belleza por antonomasia. De la prevalencia del áureo tono en los cabellos dan fe la constante y muy documentada voluntad de las mujeres morenas por aclarárselos. Rubias son las beldades de Tiziano y Rubens, también las de Palma el Viejo, Delacroix y muchas de las pintadas por Dante Gabriel Rossetti. De metafórico oro son las cabelleras que aparecen en versos de Quevedo y Garcilaso, de Louis Aragon y el cordobés Ibn Hazm, en una muestra de la recurrencia del símbolo en épocas muy distintas. El rojo y voluptuoso fulgor de la cabellera trasmite un claro significado de lujuria y exacerbada sensualidad y, en consecuencia, bajeza y traición (Judas, al parecer, era de cabello bermejo). Ante la mujer pelirroja el hombre ha de ser precavido, su fuego quema y su erotismo resulta siempre perturbador. Las cabelleras ígneas de las mujeres de Munch y Rossetti, de Klimt y Alma-Tadema, la del cuadro de Frederic Leighton que se recoge en la portada del libro, Sol ardiente de junio, reflejan placer y deleite sexual, gozo amoroso y un lujurioso y provocador éxtasis. Por el contrario, el color negro del cabello femenino en las representaciones literarias y artísticas tradicionales, aparece, en cambio, como un signo de oscuridad, maligno, pues, enfrentado al níveo blanco de la bondad y la belleza ideales. Apunta Bornay cómo en un fragmento del Cantar de los Cantares surge ya una de las constantes que han ido imponiéndose a través de este recorrido histórico por la cabellera femenina: «Morena soy», dice la Esposa, pero (a pesar de ello) «bella». Sólo en el siglo XIX, con la moda del orientalismo, el exotismo mediterráneo y la atracción por el indigenismo americano y africano, se revalorizarán los cabellos negros y así aparecerán en los cuadros de Goya, Delacroix y Manet, también, de nuevo -y con un propósito claramente reivindicativo- en las hirsutas cabelleras de Frida Kahlo, y así, igualmente, aflorarán en los versos de Baudelaire, Mallarmé, Théophile Gautier, Edgar Allan Poe o Arthur Cravan. El breve apartado dedicado a las fragancias cierra la sección con un repertorio de aromas emanados de perfumadas cabelleras. Valle-Inclán, Proust y, de nuevo Baudelaire, nos traen esencias con olor a trópico, a humo, a almizcle, a opio, a frescos y profundos bosques. 

“Geometrías de la seducción”, la penúltima división de la obra, se ocupa de las diversas formas en las que se muestra el pelo femenino. En un largo capítulo inicial centrado en los espejos y el género de las Vanitas se nos muestran numerosos ejemplos de mujeres que peinan (o a las que peinan) sus cabellos ante superficies espejeantes, en un topos que se repite desde Egipto y Roma y llega, pasando por El Bosco, Durero, Tiziano y Rubens, hasta Balthus, Picasso o Miró. Y el espejo nos lleva a la larga serie de pinturas alegóricas, sobre todo en el Renacimiento, en las que se representa así a la Vanidad en forma de mujer desnuda que se arregla el pelo con un peine y un espejo. Las imágenes, rebosantes de sensualidad, se completan, además, con referencias a otros placeres mundanos como joyas, frascos de perfume, instrumentos musicales, flores y, con frecuencia, para hacer más explícita la alusión, una ominosa calavera, cuya presencia avisa de la futilidad de nuestros vanos afanes terrenales. Y, en capítulos sucesivos, se presentan expresivos y muy bellos ejemplos del cabello deslazado, que aparece suelto, frondoso y esparcido alrededor del rostro; las cabelleras manto, pañoleta o sedoso chal (como la que envuelve a la Venus de Boticelli), las trenzas y el pelo “tejido”, el rizo, el mechón y el guardapelo, como aderezos que complementan la representación formal de las cabelleras femeninas. 

Este apasionante tránsito por las múltiples vertientes a las que se abre la iconografía capilar femenina llega a su punto final con “La cabellera mixtificada”, en la que se analizan los añadidos, deformaciones, artificios o “falsificaciones” del pelo de las mujeres. “Las cancelas de la cabellera” se ocupa del velo y la toca, dos aditamentos a los que, ya en la civilización asiria, 1200 años antes de Cristo, se recurría por decoro o imperativo moral o religioso. Barboquejos, griñones, cofias, cintas, gasas, mantos o redecillas sirven a esos fines puritanos como “cárceles del cabello”, y el libro da cuenta de una amplia variedad de estos recursos en bellísimos cuadros del Pollaiolo, Piero di Cosimo, Altdorfer o Van der Weyden. La moda, que surge en el mundo occidental alrededor de la segunda mitad del siglo XIV, propiciada por el crecimiento económico de Europa, y que hallará su culminación en las cortes principescas, ricas y fastuosas del final de la Edad Media, traerá consigo el gusto por la apariencia teatral y espectacular, la fantasía gratuita, y una atracción por el exotismo y lo extravagante, también en los peinados femeninos que resplandecen revestidos de conos y capirotes, teñidos por tintes, pigmentos y colorantes, ornamentados con postizos, pelucas y peluquines, confeccionados con cabellos propios o ajenos, incluso de difuntos, llegando, en el siglo XVIII francés, a la construcción de aparatosos andamiajes capilares, poblados de pájaros, mariposas y cupidos realizados sobre cartón; ramas de árbol e incluso de legumbres, de tanta extravagancia como indudable incomodidad. 

La cabellera femenina incorpora bastantes de las imágenes ya presentes en Las hijas de Lilith, que se ajusta también a un planteamiento y una estructura similares. La gran obra de Erika Bornay ha sido reeditada en 2020 de modo magnífico, en un volumen formalmente espléndido, con cientos de ilustraciones y con una atractiva e inquietante portada, un cuadro de John Collier de finales del XIX. Las limitaciones de tiempo ya sólo me permiten un muy sucinto comentario sobre el interesante ensayo, fundamentado en una formidable bibliografía, con cerca de trescientas referencias, y su no menos magnífica edición. 

El estudio parte de la figura de Lilith, que, según los textos religiosos hebraicos, fue la primera esposa de Adán, anterior a Eva, y, a diferencia de ésta, no creada por Dios de la costilla del primer hombre, sino a partir de inmundicia y sedimento. Las discrepancias con Adán sobre la postura a seguir en el acto sexual (ella se negaba a la postura recostada exigida por el hombre, reivindicando la igualdad frente a la sumisión) la hicieron rebelarse contra él y contra Dios, abandonando el Edén, uniéndose al demonio mayor y engendrando con él toda una legión de diablos. En diferentes culturas ancestrales -la asirio-babilónica, la oriental, la judía- Lilith aparece como una diablesa, la princesa de los súcubos, una seductora y devoradora de hombres, a los que atacaba cuando estaban dormidos y solos, también un espíritu maligno que atacaba a las parturientas y a los recién nacidos. En su iconografía se nos muestra como una figura femenina alada, de larga cabellera, también con un cuerpo desnudo terminado en forma de cola de serpiente. Es siempre la ramera, la perversa, la falsa, la “negra”. 

Desde una perspectiva explícitamente feminista, Bornay recoge este mito para repasar las representaciones de la mujer fatal en el ámbito pictórico y literario en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, analizando las causas de esa destacada presencia del arquetipo en las manifestaciones artísticas de la época. Dividido en tres secciones, el libro indaga, en la primera de ellas, en la figura de Lilith, estudiando el vínculo entre la imaginería de la “femme fatale” con la sociedad sexofóbica y misógina de las últimas décadas ochocentistas, enraizada en el miedo a la mujer y en su conversión, más o menos subconsciente, en algo perverso y peligroso. En un análisis apasionante, se presentan los cambios en los países más desarrollados del mundo, europeos, en particular -industrialización, crecimiento urbano, movimiento obrero, desigualdades sociales, crisis económicas, aumento de la presencia femenina en el mundo social y laboral- con su carga de miseria, enfermedades y criminalidad, alcoholismo, prostitución y enfermedades venéreas, tuberculosis y sífilis, como la causa última que provoca la alarma y desconfianza de la burguesía ante las amenazantes innovaciones, el temor del hombre al nuevo papel de la mujer en el trabajo y en la vida pública, el aterrado rechazo a los movimientos feministas, y la consiguiente “construcción” de esta figura femenina, diabólica y turbadora, de amplia presencia en la deletérea sociedad finisecular como emblema de los miedos misóginos imperantes. 

La segunda sección de la obra se ocupa de las corrientes artísticas -los Prerrafaelitas, los Simbolistas, el Art Nouveau y la larga pléyade de estetas y decadentes- cuyos miembros acabaron por definir y perfilar, en sus obras, los rasgos representativos del mito. Por último, la tercera parte, el núcleo central del ensayo y que ocupa dos tercios de su extensión, presenta los antecedentes literarios y poéticos del mito, define el concepto de “femme fatale”, apunta los rasgos que la distinguen y analiza en capítulos de títulos muy sugerentes -cortesanas y prostitutas, las bellas atroces, la mujer y la bestia, el sexo incierto o las diabólicas- sus múltiples representaciones, los “disfraces” con los que aparece en las mitologías paganas, los relatos bíblicos o las narraciones históricas, además de las ya mencionadas páginas de la Historia de la literatura y el arte. 

Para cerrar ya esta muy extensa reseña, una última apreciación sobre una publicación muy menor de Erika Bornay. Se trata de Las historias secretas que Hopper pintó, un librito aparecido en 2009 en la editorial Icaria y que, tanto en su contenido como, sobre todo, en su fondo, resulta altamente decepcionante, aunque incluye, no obstante, algún elemento de interés. El libro, esta vez de ficción, recoge diecinueve muy conocidos cuadros de Edward Hopper, que se reproducen en imágenes de calidad, pese a su pequeño tamaño, acompañados de otros tantos relatos, escritos por Bornay, en los que ésta “inventa” historias vinculadas de algún modo -en ocasiones muy indirecto- con la situación o los personajes representados en la correspondiente pintura. Hay, además, un colofón, El cuadro que Hopper nunca pintó, que carece, como resulta evidente a partir de su título, de correlato pictórico. 

Hopper es un pintor muy “narrativo”, de tal manera que en sus cuadros hay siempre una historia implícita, de la cual la escena mostrada constituye una suerte de “imagen congelada”, detenida en el tiempo, un paréntesis en la vida de sus protagonistas, lo que provoca en el observador inquietud, curiosidad, sospecha y, finalmente, interés por resolver los interrogantes que la obra encierra. ¿Quién ante un cuadro del artista norteamericano no ha dejado correr la imaginación, inventando, reconstruyendo, “rellenando” los espacios y los tiempos -antes y después del momento plasmado en el lienzo- que la elíptica creación del pintor sólo permite suponer? El ostensible voyeurismo de Hopper -solitarios bares nocturnos, tristes habitaciones de hotel, desoladas mesas de café, comunes cuartos de estar, insustanciales oficinas, modestos escenarios familiares, vislumbrados a través de ventanas, puertas, porches- atrapa un instante aparentemente anodino de la vida de sus personajes, abismados, casi siempre, en su soledad, su extrañamiento, sus soterradas tensiones, su incomunicación, su melancolía, su despojamiento, sus dramas cotidianos, su ausencia de perspectivas vitales, su ensimismamiento, su abandono, su desamparo. Y todo ello, es claro, despierta la tentación de la escritura, de la ficción, la necesidad de completar ese momento único que la mirada indiscreta del artista (La ventana indiscreta, una de las grandes películas de Hitchcock, tiene muchos vínculos con el universo de Hopper, un pintor también muy cinematográfico), con una narración que indague y desentrañe el misterio de esos siempre algo enigmáticos pasajes. 

Y a ello se entrega Bornay en su libro con resultados desalentadores (en adjetivo muy benévolo). Las historias son previsibles, las voces de quienes “cuentan” suenan siempre igual -sean cuales sean su origen, su sexo, su cultura y condición social, su época, e incluso cuando el narrador es (en House by the railroad) la casa representada en el cuadro-, el expediente utilizado para establecer el vínculo con el cuadro es, muy a menudo, forzado e insustancial. No hay, en definitiva, “vida propia” en prácticamente ninguno de los breves cuentos presentados. Pero, incluso por encima de estas muy sobresalientes e insalvables limitaciones, el desaliño formal -del texto y de la edición- hace absolutamente imposible avanzar a lo largo de las cortas páginas del libro sin que la perplejidad, el desconcierto, el hastío, la desgana, el enfado y, por fin, la irritación, alteren el espíritu del lector, imposibilitado ya para la comprensiva paciencia. Sintaxis de parvulario, constantes faltas de ortografía (hiriente la reiteración en fórmulas como “detrás tuyo”, “cerca mío”), puntuación descabalada, tildes que vuelan, concordancias disparatadas… e infinidad de groseros errores tipográficos, convierten la lectura en un tormento que sólo una perseverancia a prueba de bombas y una férrea voluntad de acabar la tarea al precio que sea, pueden persuadir al abnegado lector a llegar al final del libro. En fin, idea desencadenante muy sugestiva, cuadros magníficos y… nada más en una obra prescindible que está muy lejos de la calidad de las otras dos hoy reseñadas. 

Os dejo ya, tras el fragmento de La cabellera femenina que recoge su introducción, con una canción “capilar” -pero no sólo, obviamente- de un músico que me entusiasma, Nick Cave. Black hair es, ante todo, una bellísima y muy triste historia de amor y separación, con la melena femenina como explícita metáfora. 

Desde aquella cabellera «como manada de cabras y cabritos que gozosos / del monte Galaad vienen bajando», del Cantar de los Cantares, al «oro undoso» quevediano, metáfora poética del pelo rubio y ondulado que aureola la hermosura de una bella, hasta los cabellos de un noir sinistre de la Carmen de Gautier, la melena femenina como constante de mito, como agente fetichista, incitador de secretas imágenes en la imaginación del varón, ha motivado secularmente infinidad de narraciones orales, escritas y plásticas. Elemento de enorme capacidad perturbadora en los mitos eróticos de la sociedad masculina, la cabellera opulenta de la mujer simboliza primordialmente la fuerza vital, primigenia (en Baudelaire asume un valor de río o mar), y la atracción sexual. Havelock Ellis afirma que el cabello es, generalmente, la parte del cuerpo femenino a la que se presta más atención después de los ojos, y más recientemente, otro estudioso inglés, el psicoanalista Charles Berg, ha señalado que su poder fetichista ha sido en muchos hombres un factor determinante en su proceso de selección sexual, afirmando que la atracción por el cabello está relacionada con el desplazamiento que el subconsciente realiza del pelo púbico al pelo de la cabeza. 

Sin embargo, o tal vez a causa de ello, la exhibición de esta «corona real de la femineidad», como la calificaría Paracelso, ha encontrado condenas y restricciones morales y religiosas en muchos periodos de la historia. Remitiéndonos a los orígenes del cristianismo, se observa cómo ya en los textos paulinos el apóstol afirma en una de sus epístolas que «la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza» (I Cor. 11:5). En otra epístola, San Pablo exhorta a que las mujeres oren con recato y pudor, evitando aparecer «inmodestamente con los cabellos rizados o ensortijados» (I Tim. 11:9). 

El velo estaba relacionado con la creencia antigua que asimilaba la cabellera femenina descubierta a una cierta forma de desnudez, y San Pablo daba mucha importancia a su uso. Judío de nacimiento y, sobre todo, de formación, a través de él se afirma la tradición hebraica, muy discriminatoria contra la mujer. (A este respecto, el mensaje de Jesús aparece mucho más liberador. Recordemos cómo este acepta complacido que María Magdalena le lave sus pies con ungüentos y los seque con su larga cabellera). 

Es conocido, por otra parte, el destacado protagonismo que el cabello tiene en los rituales iniciáticos de la pubertad en muchas tribus y civilizaciones del pasado. En la tradición religiosa judía, en el Talmud, se asegura que una joven está en disposición de casarse cuando le aparecen tres pelos en la región púbica y tres en la región axilar. Y en la Antigüedad clásica, muchas doncellas antes de contraer matrimonio hacían donación de sus trenzas a Atenea y a otras diosas. 

El pelo, su adorno, no solo ha sido vehículo de simbologías sociales, sino que, cuando por sus cualidades alcanza la categoría de bello, ha motivado e inspirado a multitud de poetas, literatos y pintores. Desde Ovidio al caballero Brantôme hasta los modernistas, su glosa ha sido una constante en los campos de la sensibilidad artística.

Videoconferencia
Erika Bornay. La cabellera femenina

miércoles, 23 de marzo de 2022

HOMENAJE A UCRANIA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale al aire un miércoles más con nuevas recomendaciones de lectura que Alberto San Segundo, como director del programa, escoge para vosotros con criterios de calidad, interés y en ocasiones, como ocurre con mi propuesta de esta semana, también por razones de oportunidad. Mañana, 24 de marzo, se cumplirá un mes del comienzo de la invasión rusa en Ucrania. Por este motivo, voy a interrumpir la serie que nuestro espacio estaba dedicando a la literatura femenina, un ciclo que surgió aquí con la excusa de la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer y que se reanudará dentro de siete días, para ofreceros un programa de homenaje al pueblo ucranio, que tanto está sufriendo el asedio, la ocupación, los bombardeos y las demás devastadoras consecuencias de la cruel y atroz acción rusa, del frío y despiadado ataque de los ejércitos de Putin. 

No es este el lugar (ni constituye, tampoco, mi pretensión), para intentar un análisis de las causas, las implicaciones y las responsabilidades de estos trágicos acontecimientos, lo suficientemente complejos y llenos de aristas, de derivaciones políticas, sociales, culturales, económicas, geoestratégicas, antropológicas, religiosas incluso, que admiten argumentaciones encontradas, como para aventurar explicaciones sobre el asunto, en un ámbito como este -un modesto programa de radio- y por parte de que quien os habla, alguien absolutamente profano en tan abstrusas cuestiones. Pretendo, tan sólo, una nueva -y quizá redundante- manifestación de cercanía, de afectividad, de apoyo y de egoísta solidaridad (egoísta por cuanto se manifiesta desde el confortable sillón de mi acogedora casa, ajeno a los padecimientos de los sufrientes ucranios), con las víctimas de esta nueva muestra de la irracionalidad humana. Va por Ucrania, pues, por sus mujeres y niños, por sus ancianos, por sus valientes combatientes (también los soldados rusos), por todos los que están padeciendo, en pleno siglo XXI, los efectos de esta salvaje y brutal evidencia -una más- de lo que parece la consustancial animalidad del ser humano. 

Y lo voy a hacer -el homenaje a Ucrania que esta tarde os propongo- de la única forma en que puedo hacerlo, hablándoos de libros, sugiriendo la lectura de algunos de ellos en los que la propia Ucrania o las vastas regiones de la Europa central y oriental en las que han germinado guerras y conflictos armados en los últimos ciento cincuenta años, son protagonistas. En los dos largos lustros de existencia de Todos los libros un libro he presentado -de modo recurrente, pues siempre han sido cuestiones que me han interesado especialmente- numerosos libros en los que se muestra a Ucrania, Polonia, Rusia, los países eslavos, como los escenarios en los que se dirimen diferencias étnicas y políticas a través, a menudo y por desgracia, de sangrientos y espeluznantes episodios bélicos. Libros sobre el exterminio judío, sobre la ocupación violenta de los territorios de esa convulsa región de Europa, sobre los desplazamientos y el exilio de millones de personas, sobre la barbarie organizada de los regímenes nazi y soviético, también de los fascistas ultranacionalistas ucranios, sobre el genocidio y los crímenes contra la humanidad, sobre el odio y la venganza, sobre las oscuras fuerzas que han propiciado esas guerras, sobre sus devastadores efectos, sobre la difícil vida en esos países antes, durante y después de las contiendas, las explosiones, los obuses, las bombas, las violaciones, los asesinatos. Hoy quiero recuperar aquí algunas de esas obras, cuyas reseñas originales podéis encontrar en este mismo blog, pero que hoy reaparecen aquí con el (relativo) doble aliciente de su oportunidad, ya mencionado, y de su presentación a través de una fórmula radiofónica distinta a aquella en la que os los recomendé en su momento (un mero comentario escrito, del que no queda registro grabado; o una emisión en audio pero sin el actual “juego” dialogado, en formato de entrevista, en el que se desenvuelven actualmente nuestras emisiones). 

Empecemos en Ucrania, pues, en su capital, Kiev. Y lo haremos con HHhH, el estremecedor e inolvidable libro de Laurent Binet, que publicó la editorial Seix Barral en 2011, en traducción de Adolfo García Ortega. El cerebro de Himmler se llama Heydrich. Esta frase, recurrente en distintos círculos de la Alemania nazi y que en la lengua germánica se dice Himmlers Hirn heisst Heydrich, da título, con sus cuatro haches iniciales, al libro. Himmler es, claro, el comandante en jefe de las SS, uno de los mayores responsables del terror nazi. Menos conocido es, en cambio, Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, considerado el hombre más peligroso del Tercer Reich y una de las figuras más enigmáticas del nazismo. Su discreto segundo plano en los libros de historia no debe confundirnos acerca de su capital importancia en el proyecto político hitleriano. Heydrich, el carnicero de Praga, siniestro apodo con el que era conocido, el máximo encargado del vertedero de la basura del Tercer Reich, como él mismo se denominaba, fue también el principal impulsor, el inventor en realidad, de la Solución final, el monstruoso, el diabólico plan de aniquilación sistemática y organizada del pueblo judío. Tras la ocupación nazi de Polonia comenzaron las ejecuciones masivas en ese país y en la URSS, pero se confiaban a los comandos de exterminio de los Einsatzgruppen, los escuadrones de ejecución itinerantes, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD, el Servicio de Seguridad, o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. Más adelante, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, hacia donde conectaban el tubo de escape, en una técnica que no pasaba de ser algo relativamente artesanal. De este modo no se resentía el equilibrio psíquico de los ejecutores, pero la supuesta asepsia de la operación presentaba un inconveniente adicional: en palabras de Binet: las personas, cuando se asfixian, tienen tendencia a defecar, y hay que limpiar los excrementos que alfombran el suelo del camión después de cada gaseado. Por fin, y aquí es donde aparece la cruel mano de Heydrich, el exterminio de los judíos fue administrado como un proyecto logístico, social y económico completo, es decir, como una operación de gran envergadura, la solución final, los campos de concentración y exterminio.  

El odio que suscitaba el personaje en la Europa ocupada, junto al innegable valor estratégico de la posición de Heydrich como máxima autoridad nazi en el Protectorado de Bohemia y Moravia, que incluía a las actuales Repúblicas Checa y Eslovaca, provocaron que la resistencia checa y las autoridades británicas idearan la operación Antropoide, un intento de acabar con el brutal carnicero alemán. En 1942, dos miembros de la Resistencia, Jozef Gabčik y Jan Kubiš, aterrizan en paracaídas en Praga con la misión de asesinarlo. Pese a las muchas dificultades que encuentran para acceder a su presa logran por fin su cometido con la ayuda de un tercer hombre, Josef Valčik. Refugiados tras el atentado en una iglesia, son delatados por un compañero traidor, suicidándose ante el asedio de setecientos hombres de las SS. Las furibunda reacción de Hitler tras el atentado se traduce en la completa liquidación de la localidad de Lídice, de donde era natural uno de los resistentes, aunque la represalia se centró en ese pueblo por azar, sin que la organización nazi fuera consciente de esa circunstancia. En una sola noche, un escuadrón de las SS arrasó la población acabando enteramente con sus habitantes. 

La novela reconstruye estos hechos históricos, muy documentados, y nos lleva, en una narración apasionante, a una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich y Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín y para terminar en esa Praga centro de la arriesgada operación. En ese recorrido por los lugares del horror, Binet relata varios episodios, escalofriantes, de una crueldad insoportable, con centro en Kiev. Uno en particular ha vuelto a mi memoria estos días, cuando, ya en las primeras fechas de la ocupación, el ejército ruso bombardeó la torre de la televisión de la capital ucrania, cercana a la plaza de Babi Yar, en la que se ubica un monumento en memoria de una de las más sangrientas masacres de la Segunda Guerra mundial. Allí, entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941, 33.771 judíos de Kiev fueron cruelmente exterminados por el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar, que obedecía las órdenes, naturalmente, de los altos dirigentes del Reich. Una muestra más de que el ser humano nada aprende de sus errores, inexorablemente condenado, al parecer, a incurrir una y otra vez en ellos. 

Nuestro apesadumbrado recorrido por los escenarios de la guerra nos hace recalar ahora en Leópolis, la ciudad, tan nombrada en estos días aciagos, y que es, en cierto modo, el núcleo central de la obra maestra de Philippe Sands, Calle Este-Oeste, publicada por Anagrama en 2017, en traducción de Francisco J. Ramos Mesa. Aprovecho para adelantaros que a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa os hablaré aquí, de manera monográfica y por extenso, de la que por ahora es el último libro de Philippe Sands publicado en nuestro país, el también muy interesante Ruta de escape, que comparte algunos escenarios y la misma temática que este magistral Calle Este-Oeste

Con un subtítulo muy esclarecedor, Sobre los orígenes de "genocidio" y "crímenes contra la humanidad", el relato de Sands nace de una invitación que el abogado, experto en justicia internacional y profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres recibió en 2014 de la Facultad de Derecho de la universidad de la hoy ucraniana ciudad de Lviv para dar una conferencia sobre las materias objeto de su especialización, los crímenes contra la humanidad y el genocidio. 

Lviv es una pequeña ciudad, situada en el mismo corazón de Europa, al oeste de Ucrania, a apenas setenta kilómetros de la frontera con Polonia, que resulta un ejemplo paradigmático del trágico destino que ha acompañado al continente en los peores momentos de su historia. Conocida indistintamente como Lemberg, Lviv, Lvov, Lwów y Leópolis, perteneció, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941, de nuevo a la URSS, que la “reconquistó” tras la guerra, y, desde 1991, a la actual Ucrania independiente, de la que forma parte en nuestros días, resistiendo ahora al asedio de Putin, en una más, de nuevo, de las muchas desgracias que sus calles, sus edificios y sobre todo sus habitantes, han sufrido, una tras otra, en una historia terrible. 

En esta Lviv, y en su vecina Żółkiew, y en tantas otras cercanas poblaciones judías parecidas, confluyen las existencias de las familias de los personajes principales del libro: Hans Frank, ministro de Hitler, juzgado en Núremberg, abogado y perpetrador de la inicua normativa que dio sustento “legal” a la aniquilación de los judíos, de la que él mismo fue despiadado ejecutor como gobernador de Polonia y, por tanto, responsable de la depuración étnica en los, así llamados, Territorios Ocupados; Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional, la mente jurídica internacional más preclara del siglo XX, “creador” de la noción de “crímenes contra la humanidad” y padre del actual movimiento pro derechos humanos; Rafael Lemkin, también abogado, además de fiscal, judío como Lauterpacht, e introductor en el corpus jurídico ya universal -en apasionante “carrera” con su colega y rival- de la doctrina sobre el genocidio, igualmente decisiva en la configuración de la justicia internacional de nuestros días; y Leon Buchholz, abuelo del autor, apenas el único sobreviviente de una amplia familia judía masacrada, erradicada, en pogromos y campos de exterminio, en inhumanos traslados, en salvajes ejecuciones, en siniestras cámaras de gas. Los cuatro, casi coetáneos -nacidos entre 1897 y 1904-, están vinculados a Lviv (Buchholz nacido allí; Lauterpacht, en Żółkiew, a escasos kilómetros; Lemkin, residente en el pueblo desde muy joven; y Frank, en tanto gobernador de la zona, visitante del lugar por motivos “profesionales”), que de este modo se constituye, y no sólo por estas razones más o menos azarosas, en el quinto gran protagonista del libro. 

Calle Este-Oeste se presenta así como una indagación, que tiene algo de detectivesco, en tres frentes que se imbrican e interrelacionan, que se mezclan e intercalan: el “buceo” en las biografías de los cuatro personajes y de sus pasos dentro y fuera de su ciudad común, en una pesquisa palpitante y narrada con una capacidad de atracción irresistible; la descripción -con precisión y fidelidad de sobrecogedora crónica periodística- de las sesiones del juicio de Núremberg, en la ya histórica sala 600 de su Palacio de Justicia; y, por último, la exposición de los aspectos jurídicos de la génesis, la evolución y la general aceptación de los dos novedosos y “revolucionarios” conceptos -genocidio y crímenes contra la humanidad- cuya construcción tiene lugar en esos días y que se utilizarán por primera vez frente a los asesinos responsables nazis, para integrar desde entonces un ordenamiento legal internacional -en particular la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948- al que se han acogido hoy día la mayor parte de los estados desarrollados y al que debería acabar por someterse -si confiamos esperanzados en que pronto se reestablezca la paz en la zona- el inicuo tirano ruso. 

Odesa, otra de las ciudades ucranias que está sufriendo -debido, sobre todo, a su situación estratégica al borde del Mar Negro- las aniquiladoras consecuencias de las operaciones militares rusas (esa Odesa que pasó a la historia del arte cinematográfico gracias a El acorazado Potemkin, la película de 1925 del director soviético Serguéi Eisenstein, con la legendaria escena de la escalera y los cosacos disparando contra el pueblo inocente en una prueba más de que, lamentablemente, la Historia se repite), tiene una presencia, accesoria pero significativa, en otro libro formidable, La liebre con ojos de ámbar, escrito por Edmund de Waal y presentado por la Editorial Acantilado en 2012, traducido por Marcelo Cohen. 

Edmund de Waal recibe, tras la muerte de su tío abuelo Iggie en Tokio, en 1994, un extraordinario legado personal: la colección completa de 264 netsuke que su anciano pariente atesoraba desde su infancia. Los netsuke son esculturas en miniatura -del tamaño de una pequeña caja de cerillas- cuyo origen se remonta al Japón del siglo XVI. Aparecieron para satisfacer una necesidad de carácter práctico -como pasadores para sujetar el injo, la caja plana donde se llevaban los implementos de la vida cotidiana, al obi, la faja que ciñe el kimono-, siendo inicialmente de bambú o madera. Durante el siglo XVIII empezaron a elaborarse con otros materiales, como el marfil, y ello hizo que se desarrollara un arte particular, con piezas exquisitas, estilos diferenciados y maestros reconocidos, que despertaron el coleccionismo dentro y fuera del país nipón. La responsabilidad derivada de la aceptación de la herencia, su natural curiosidad y su deformación profesional -De Waal es un reputado ceramista- le llevarán a iniciar una apasionante investigación -retrotrayéndose cuatro generaciones de su ramificada y cosmopolita familia- para conocer el origen de las piezas y su largo y previsiblemente tortuoso camino hasta acabar en sus manos. La liebre con ojos de ámbar es, simultáneamente, una apasionante y adictiva narración novelesca, una suerte de autobiografía familiar del autor, una rigurosa investigación ensayística que rezuma sabiduría y erudición, una profunda lección de historia, una documentada crónica en la que se describe con precisión una época esencial de la Europa de los dos últimos siglos, una conmovedora y poética reivindicación de la belleza y, en definitiva, una obra literaria mayor, un libro inolvidable que de ninguna manera deberíais dejar de leer. 

En su pesquisa, el autor recorre París, Viena, Londres, Tokio, los Alpes suizos, la Costa Azul y esta Odesa, hoy tristemente asolada, lugar de origen de Chaim Efrussi, el gran patriarca de la familia, nacido en 1793 en Berdichev, un shetl -aldea judía- del norte de Ucrania, en la frontera con Polonia, un lugar hoy desaparecido. Establecido en Odesa y aprovechando las posibilidades logísticas que proporciona su puerto y su estratégica ubicación, Chaim convertirá un pequeño comercio de granos en una gran empresa, acaparando el mercado mediante el acopio de trigo -la familia será conocida como les Rois du Blé, los Reyes del Trigo-. A partir de ahí, un imperio financiero, con bancos, ferrocarriles, muelles, canales, construcciones, obras públicas y propiedades varias, bonos y acciones, inversiones, “sostenimiento” de gobiernos, que será gestionado por los dos hijos de su primer matrimonio (habría cuatro más, de un segundo), Leib y Eizak, nacidos ya en Odesa. El palpitante y conmovedor recorrido familiar a lo largo de dos siglos hasta llegar a los muy apreciados netsuke, constituye el núcleo argumental principal de las cerca de cuatrocientas páginas de un libro magnífico. 

La península de Crimea, con una larga y cruenta historia de enfrentamientos bélicos (la guerra allí desarrollada entre 1854 y 1856 fue un hito de la moderna historia de la región), invadida a lo largo del siglo XX por distintos ocupantes, incorporada a Ucrania en 1954, anexionada de manera conflictiva por Rusia en 2014, constituyendo hoy un enclave estratégico como base para los ataques sobre Ucrania, está muy presente en la voluminosa novela Las benévolas, el best seller mundial de Jonathan Littell, Premio Goncourt en 2006, que en España publicó en 2007, traducida por María Teresa Gallego Urrutia, la Editorial RBA. 

El libro narra la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización de la segunda guerra mundial, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, relata amarga y descarnadamente su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. Aue formará parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania y Crimea, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; luchará en el frente de Stalingrado, y lo escuchamos narrar el hambre y el terror, el sinsentido y el frío, el miedo y la brutalidad de la insensata campaña alemana en tierras rusas; participará de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no sólo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. Su experiencia vital, incluida la huida a Francia provisto de una nueva personalidad cuando el Tercer Reich está envuelto en sus últimos estertores, sirve al autor para, en definitiva, “fotografiar” las principales etapas de la guerra, los hitos destacados de un acontecimiento esencial en la historia de la humanidad. Además, Littell, mientras hace que su personaje recorra los escenarios principales de la guerra, nos introduce, en las mil páginas de prosa arrebatadora y adictiva del libro, en el pensamiento, en la intimidad intelectual y emocional, en las reflexiones filosóficas y morales de un hombre -este Maximilian Auer- que, más allá de ser un indudable asesino y criminal, es también un intelectual, culto y formado, inteligente y refinado, educado y sensible. La novela, desbordante, se mueve así en estos dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” -la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía-. 

Un país limítrofe con Ucrania y, por tanto, directamente afectado por la actual tragedia, es Polonia, conocedora en su territorio del horror de las guerras y sufriente víctima de una invasión, la de los ejércitos de Hitler en 1939, desencadenante de la Segunda guerra mundial, con trazos similares a los que ahora dibujan la ocupación de Ucrania por los rusos. Hace años presenté en Todos los libros un libro un par de novelas de Israel Yehoshua Singer, un escritor nacido en Polonia a finales del siglo XIX y muerto en 1944 en Nueva York, en donde se había instalado una década antes. Los hermanos Ashkenazi, escrita en 1937, y La familia Karnowsky, de 1943, se publicaron en la editorial Acantilado en 2017 y 2015, respectivamente, traducidas, del yiddish original, por Rhoda Henelde Abecasís y Jacob Abecasís Hachuel. En ambos libros se narran las vidas de varias generaciones de dos familias judías (distintas en cada libro) con el fondo histórico de la Polonia -y por extensión la Europa- que va desde la Revolución industrial hasta la Gran Guerra, en la primera de ellas, mientras que en la segunda se reitera el relato generacional y familiar -insisto, sin que los personajes se repitan-, extendiendo la “fotografía” del Viejo continente hasta la Segunda Guerra Mundial en un marco que se desenvuelve ahora -siempre en el entorno de la comunidad judía- en Berlín y Nueva York. 

Los hermanos Ashkenazi son dos gemelos que nacen y viven la mayor parte de sus existencias en una familia de la clase dominante, prósperos empresarios, en Łódź, una importante ciudad de Polonia, no muy lejana de Ucrania. El relato del transcurrir de sus vidas se desarrolla en paralelo a la descripción de la evolución de la ciudad, capital de la industria textil polaca y gran urbe fabril de todo el imperio ruso en general, primera en instalar las máquinas de vapor en su ámbito, centro y ejemplo emblemático de los grandes conflictos del siglo, que el libro recorre de modo magistral: el crecimiento industrial y la evolución del capitalismo, la prosperidad económica de la burguesía -sobre todo judía-, la despoblación del campo y la inmigración a las ciudades, el movimiento obrero y la lucha de clases, las ansias de expansión de los imperios, el desmembramiento de dos de ellos, el austro-húngaro y el ruso, la revolución soviética, los enfrentamientos étnicos y raciales entre colectividades divididas, la persecución a los judíos en Europa, el caldo de cultivo, en fin, de la Primera Guerra Mundial. 

El hilo conductor de La familia Karnowsky lo constituye la trayectoria de tres generaciones de una familia, que se nos presenta en un segmento temporal que abarca aproximadamente los cincuenta años que preceden al estallido de la Segunda Guerra mundial. Organizado en tres capítulos, cada uno de cuales gira en torno a uno de los miembros del linaje Karnowsky, David, Georg y Yegor, respectivamente abuelo, hijo y nieto, y en tres escenarios, Polonia, Berlín y Nueva York, el libro, en el que están presentes, de modo obvio, el doloroso deambular por la Historia, los conflictos y padecimientos del pueblo judío, resulta sobresaliente, sin embargo, no tanto por su dimensión social o histórica, sino por el retrato íntimo, personal, muy humano, de un puñado de personajes memorables, presentados con hondura psicológica, complejos, llenos de contradicciones, que se equivocan, que rectifican, con sus profundidades, sus emociones, sus dudas, sus ilusiones, sus fracasos, sus miedos. Dos voluminosas novelas-río repletas de historias, de sucesos, de experiencias, de acontecimientos, de lectura apasionante. 

Sin salir todavía de la conflictiva zona, nos desplazamos ahora a Georgia, situada también en una región de fronteras difusas, en las que se mezclan razas, etnias, culturas, religiones y hasta continentes, habiendo padecido, por tanto, invasiones, cambios de régimen, revoluciones y sometimiento a diversos poderes imperiales. En su historia reciente destacan -por su paralelismo con esta Ucrania que hoy nos ocupa- su pertenencia a la Unión Soviética desde 1922 a 1991, y su independencia desde esa fecha, tras el desmoronamiento de la URSS, una libertad que el país vive tras una guerra civil y tras la belicosa escisión -que llevó consigo una cruenta operación de limpieza étnica- de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur, independientes de facto con el apoyo de Moscú, que amenaza permanentemente (incluyendo recurrentes enfrentamientos bélicos) la autonomía georgiana, deseosa de incorporarse a la Unión Europea (desde 2016 es Estado asociado) y la OTAN. 

Georgiana, aunque residente en Alemania, es Nino Haratischwili, de la que en 2018 pudimos leer La octava vida (para Brilka), el novelón -más de mil páginas- publicado por la Editorial Alfaguara en traducción del alemán -idioma en el que fue escrito- de Carlos Fortea. La novela ofrece numerosos motivos para el disfrute, que surgen de tres ejes principales sobre los que giran su estructura y su planteamiento narrativo y que a continuación quiero comentaros. Estamos, en primer lugar, ante una apasionante saga familiar, la de los Dzhashi, cuya historia se nos cuenta a partir de las vidas de ocho personajes pertenecientes a seis generaciones diferentes, la primera de las cuales, centrada en torno a un legendario “fabricante de chocolate”, hunde sus raíces en el siglo XIX, y la última, la de la Brilka del título, una chica joven, nacida en 1993, llegando hasta principios de nuestro siglo, en un recorrido que nos lleva a Londres, Viena, San Petersburgo, Moscú, Praga, Berlín, Tiflis y otros lugares de Georgia. En segundo lugar (el más significativo desde el enfoque que guía la emisión de hoy), La octava vida tiene un extraordinario valor desde un punto de vista histórico y hasta documental -aunque nos hallamos, sin ningún género de dudas, ante un texto de ficción, ante una novela-, pues, en paralelo al desarrollo de las peripecias de la familia protagonista, el libro permite al lector conocer la evolución de una sociedad, la rusa en general y la georgiana en particular, que durante el siglo XX ha experimentado episodios y acontecimientos esenciales en la historia de la humanidad, ha vivido crisis y revoluciones trágicas y muy cruentas, y ha visto crecer en su seno ideologías y movimientos, corrientes políticas y tendencias sociales que han cambiado el mundo irremisiblemente. La octava vida es también, así, un muy fidedigno relato de casi cien años del comunismo soviético, de sus excesos, de sus lacras, de sus miserias, de sus crímenes, equiparables -al menos- en cantidad y crueldad a los perpetrados por la más difundida barbarie nazi. Por la novela pasan la revolución del 17 y la toma del Palacio de Invierno; la defenestración de los zares; la llegada del comunismo al poder; las cruentas disputas entre facciones y bandos rivales -bolcheviques y mencheviques, marxismo, leninismo y troskismo-; la participación de la Unión Soviética en la primera guerra mundial; la general pobreza y las devastadoras hambrunas; los privilegios de una clase política alejada del pueblo; la burocracia implacable; los planes quinquenales y la colectivización; las ancestrales y recurrentes guerras independentistas del Cáucaso; los persistentes conflictos con la infinidad de pequeñas repúblicas unidas tan solo como consecuencia de la “eficacia” de un régimen de terror; las purgas y el exterminio de los enemigos políticos -entendiendo por tal a cualquier sospechoso de la menor disidencia-; el gulag; la ambigua participación rusa en segunda guerra mundial, aliada de Hitler primero, enemiga feroz más tarde; la ya legendaria batalla de Stalingrado (de la que hablaré a continuación, a propósito de otro libro indispensable); las brutalidades durante la “liberación” de los países ocupados, con las violaciones y la represión consiguientes; las interioridades de la política soviética tras la contienda; el temible KGB; la conferencia de Yalta; la guerra fría y Jrushchov y su famoso zapato esgrimido como “arma” en las Naciones Unidas; el férreo control sobre los países del “Telón de acero”; los atisbos de rebeldía y libertad en Hungría, en Checoeslovaquia, la primavera de Praga, sofocados con violencia; las primeras tibias y tardías muestras de desconfianza de los intelectuales occidentales ante el “inmaculado” mito comunista; los sucesivos dirigentes que cruzaban, más o menos siniestros, las imágenes de los telediarios a partir de los años setenta y que nos resultan familiares a quienes ya tenemos una cierta edad: Brézhnev, el efímero Andrópov, el aún más fugaz Chernenko, Gorbachov y su perestroika y la caída del comunismo. En definitiva, un siglo entero de la Rusia soviética, salpicado con numerosos ejemplos de las especificidades del “régimen” en Georgia, cuya realidad, cuyas ciudades, cuyas gentes, cuyos paisajes y costumbres y gastronomía permean el libro; no en vano el propio Stalin y Beria -el implacable y sanguinario Pequeño Gran Hombre de la novela-, ambos sátrapas despiadados, eran georgianos. Y es que este retrato de cien años de la dictadura soviética se hace también, más allá de la enumeración de hechos y personajes, a través de una muy vívida descripción del terror. Por debajo de la narración de todos estos acontecimientos aflora el horror, la destrucción sistemática por parte de un régimen desalmado y corrupto, taimado y asesino, de millones de seres inocentes, gentes que, embaucadas y engañadas, cuando no sometidas violentamente, entregaron su vida a una causa fraudulenta y falsa. La inhumanidad del feroz estalinismo impregna tristemente -de modo directo y frontal o tangencial u oblicuo- las biografías de todos los protagonistas de la novela y, con las consiguientes diferencias, ilumina ahora al lector de 2022 a la hora de analizar el tiránico proceder -en el interior del país y hacia el exterior, en las naciones de su entorno- del desalmado autócrata ocupante actual del Kremlin. 

Además, en otro plano, el estilístico, la novela interesa por su muy jugosa reflexión sobre la necesidad del ser humano de narrar y escuchar narraciones, sobre la importancia del “contar historias”, y, en ese mismo sentido, por la fecunda aportación que supone, en sus desbordantes páginas, a la construcción de un inmenso tapiz de cuentos que se entrelazan e imbrican, en una significativa metáfora -la vida como relato- de la existencia humana. Por último, y también en este ámbito estrictamente literario, hay rasgos que emparentan La octava vida con el realismo mágico, pudiendo encontrar en sus páginas ecos de García Márquez o Isabel Allende. 

La mencionada batalla de Stalingrado nos viene inevitablemente a la memoria mientras asistimos al feroz asedio a Kiev y a su valiente aunque condenada defensa por parte de sus ciudadanos, con el heroico presidente Volodímir Zelenski al frente. Y, en lo literario, Stalingrado es Vida y destino, la obra maestra, ya un clásico, de Vasili Grossman. Escrita por su autor terminada la segunda guerra mundial y acabada en 1960, no vio la luz hasta 1980 en Suiza, sin que Grossman llegara a verla publicada, pues falleció en 1964. Él mismo la había presentado a las autoridades rusas para su edición, pero el jefe ideológico del Politburó, el censor Súslov, denegó el permiso con la afirmación, que ya pertenece a la mitología literaria, de que el libro no podría publicarse en doscientos años, dado el peligro que su mensaje entrañaba para la causa soviética. La novela salió de Rusia gracias a la intervención del disidente Sajarov y no pudo ser leída por sus compatriotas hasta 1988. En España se conocía, tan sólo, una traducción del francés publicada por Seix-Barral en 1985, hasta llegar a la actual edición, vertida del ruso por Marta Rebón y aparecida en 2007 bajo el sello de Galaxia Gutemberg. 

Vida y destino es una novela total, pues en sus mil cien páginas Vasili Grossman intentó, con éxito indudable, recogerlo todo, abarcar la complejidad de la vida humana en su totalidad. Es, por un lado, y como algunos de los demás libros hoy recomendados, una saga familiar. El libro narra la vida de las tres hermanas Shaposhnikov, Liudmila, Zhenia, Marusia, y el único varón de la familia, Mitia y su difícil existencia a principios de los años cuarenta, en plena guerra, entre Moscú y Stalingrado, y en Kazán y Kuibishev, otras ciudades del vasto imperio soviético. Es, también, y muy significativamente, una novela bélica, que describe las vicisitudes de la segunda guerra mundial, en particular el cerco y la ulterior derrota alemana en Stalingrado, de consecuencias decisivas para el devenir posterior de la contienda. Y en el libro suenan el fragor de las batallas, las ráfagas de ametralladora, las explosiones de las bombas, el destructor trepidar de los tanques, el zumbido ominoso de las escuadrillas aéreas. Y acompañamos a los combatientes en sus lamentables rutinas, en su miedo, en su hambre y su frío atroces, en su cotidiano abatimiento y en la enloquecida exaltación de los combates. El autor nos traslada a ambos frentes, el ruso y el alemán, para encontrar en ellos idénticas tragedias humanas.

Pero Vida y destino es también una novela política, que denuncia abiertamente la ceguera, el fanatismo y la intolerancia del dirigismo soviético, las cobardes delaciones, las purgas irracionales, el arribismo culpable de los funcionarios del partido, la criminal y arbitraria organización social de un Estado totalitario que secuestra y castiga y encarcela y tortura y mata en nombre de abstracciones fraudulentas. Las intrigas burocráticas, terribles, pues conducen en muchos casos a la deportación y la muerte, afloran en diversos pasajes del libro, transmitiendo una sensación de opresión, un absurdo que denominaría kafkiano, si el adjetivo no ciñera la cuestión al terreno meramente literario, cuando sabemos que no se trata de una historia libresca, sino que la realidad fue así, como la cuenta Grossman, y que la mezquina actuación de tantos hombres poseídos por la locura estatalista, por la ciega devoción a la figura del “Gran Hombre Stalin”, provocó millones de muertos. Es, por lo tanto, también, un documento sobre el terror, un alegato contra la sangrienta barbarie nazi y su correlato la inhumana barbarie soviética. Algunos episodios del libro se desarrollan en los campos de concentración de ambos bandos, en las antesalas de las cámaras de gas, en los barracones repletos de cadáveres ambulantes, en la helada soledad de la estepa siberiana en la que el frío, el hambre y los trabajos forzados acaban con la vida de los disidentes. Son especialmente sobrecogedores los capítulos en los que las víctimas judías son encerradas en los guetos, y transportadas, en un hacinamiento animal, hacia los campos de exterminio. 

Es igualmente, por último -imposible resumir una obra de tal magnitud-, una novela de amor que nos habla con esperanza de la fuerza del ser humano para superar la adversidad, para mantener la dignidad, para querer, para amar, para enternecerse, para sentir, para conmoverse, para emocionarse y, sobre todo, para desde ese amor, desde esa ternura, desde esa emoción, desde esa dignidad construir una vida auténtica y plena en medio del dolor y la terrible y desoladora inhumanidad. 

Mi última referencia de esta tarde constituye un documento indispensable para acercarnos a otra dimensión tristemente candente en los horribles acontecimientos que vive Ucrania, la económica, con el decisivo papel que los oligarcas rusos tienen en la financiación de la guerra. De la implicación del mundo empresarial y financiero en el sostenimiento de un régimen dictatorial y una guerra inicuas -el Tercer Reich y la intervención alemana en la Segunda Guerra mundial- trata El orden del día, escrito por Éric Vuillard y publicado en 2018 por la Editorial Tusquets con traducción a cargo Javier Albiñana. El libro había obtenido en Francia, un año antes, el prestigioso premio Goncourt y la realidad que describe es, creo, fácilmente extrapolable al caso actual. 

El 20 de febrero de 1933, en el palacio del presidente del Reichstag -el Parlamento alemán-, veinticuatro grandes empresarios asisten a una reunión a la que han sido convocados por Hermann Göring, en la que, en presencia de un Hitler que se dibuja con rasgos bufonescos, se les “solicitará” que financien al partido nazi. La finalidad oculta, sin embargo, era -como ya entonces resultaba evidente- que los empresarios “pasaran por caja” para sostener con sus fondos el proyecto nacionalsocialista de destrucción de orden constitucional vigente y el consiguiente acabamiento de la República de Weimar. El orden del día nos cuenta, a partir de ese revelador episodio inaugural, cómo se produjo esa servil colaboración con el nazismo, cómo esa connivencia fue extraordinariamente rentable para esos individuos y, sobre todo, para sus poderosos grupos empresariales -también para el régimen nazi, obviamente-, y, por último, cómo en la actualidad, las mismas firmas que en los años treinta y cuarenta del siglo pasado contribuyeron al triunfo de la locura hitleriana y propiciaron y hasta alentaron sus devastadoras consecuencias, siguen ocupando una posición relevante en la industria y la economía alemana, europea y mundial, sin haber asumido su culpa ni apenas haber reparado los daños causados. 

Sostiene Vuillard que, hoy en día, la novela resulta insuficiente para dar cuenta de la realidad convulsa, de las desigualdades y las injusticias de nuestros tiempos. Ávido de realidad, como se define, militante de izquierdas -dato que, creo, hay que tener en cuenta a la hora de entender su singular opción estilística-, considera que la ficción es escapista, omite, embellece, y, por tanto, miente. La literatura en general, y con ella la historia, tiene por vocación principal, al contrario de lo que se puede pensar, no contarnos historias, es decir, mentiras, sino más bien desilusionarnos y ponernos en contacto con la realidad. En lugar de querer dormirnos con las historias, como hacemos con los niños, la literatura sirve para despertar, ha manifestado. Aboga, pues, por una literatura que cuente hechos reales, limitando el artificio literario, la intervención del autor (más allá de la indagación y exposición de esos hechos), exclusivamente a la elección de la estructura narrativa, la selección y ordenación de los materiales y los vínculos inconscientes que pueden establecerse entre ellos, la composición, el montaje, también la voz. Sólo la mirada del autor y su particular “traslación” al papel de lo observado es lo que resulta singular, inventado, por decirlo así. En El orden del día, nada hay ficticio, todos los diálogos son auténticos, los hechos ocurrieron verdaderamente, y ello constituye una de las razones más destacadas de su interés. 

En fin, ocho propuestas, pues (nueve, en realidad), de excelente literatura todas ellas, para, a partir de su lectura, indagar en los terribles sucesos que vive el mundo en estos días aciagos. Quiero cerrar mi reseña con una canción ucrania que, en sí misma, resulta una muestra significativa del conflicto que asola esa región. Se trata de Stefania, un rap con raíces folklóricas, interpretado por Kalush Orchestra, que representará a Ucrania en el próximo festival de Eurovisión, caso de que su participación sea finalmente posible (Rusia ha sido descalificada). El grupo era, inicialmente, la segunda opción para representar a su país en el certamen, que tendrá lugar en Turín entre el 12 y el 14 de mayo próximos. La ganadora de la selección previa, Alina Pash, fue descartada tras saberse que había viajado a Crimea para un evento privado un año después de que Rusia invadiera esa región ucraniana y se la anexionara por la fuerza, y a causa también de unas fotos en publicadas en las redes sociales en las que aparecía ondeando la bandera rusa. Su festiva alegría, su esperanzada canción de cuna en homenaje a las madres, contrasta con la espantosa realidad que vive el pueblo ucranio, de cuya descarnada dureza puede servir de ejemplo el triste fragmento de Vida y destino que os dejo a continuación. Tras él, y como despedida del programa un fragmento de HHhH en el que se describe, en unos párrafos de dureza insoportable, la mencionada masacre de Babi Yar.


En las filas resonó el grito de un niño seguido del grito salvaje y penetrante de las mujeres. Los que habían sido seleccionados continuaban callados con la cabeza gacha. 

¿Cómo se puede transmitir la sensación de un hombre que aprieta la mano de su mujer por última vez? ¿Cómo describir la última y rápida mirada al rostro amado? ¿Cómo se puede vivir cuando la memoria despiadada te recuerda que en el instante de aquella despedida silenciosa tus ojos parpadearon para esconder la grosera sensación de alegría que experimentaste por haber salvado la vida? ¿Cómo puede ese hombre enterrar el recuerdo de su esposa, que le depositó en la mano un paquete con el anillo de boda, algunos terrones de azúcar y unas galletas? ¿Cómo puede seguir viviendo al ver el resplandor rojo inflamarse en el cielo con fuerza renovada? Ahora las manos que él ha besado deben de estar ardiendo, los ojos que se iluminaban con su llegada, sus cabellos cuyo olor podía reconocer en la oscuridad; ahora arden sus hijos, su mujer, su madre. ¿Cómo es posible que pida un lugar más cercano a la estufa en el barracón, que sostenga la escudilla bajo el cucharón que sirve un litro de líquido grisáceo, que repare la suela rota de su bota? ¿Es posible que golpee con la pala, que respire, que beba agua? Y en los oídos resuenan los gritos de los hijos, el gemido de la madre.

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Ese verano, en el zoo de Kiev, un hombre entró en el foso del león. Cuando ya estaba a punto de saltar el pretil, le dijo a un visitante que quiso impedírselo: «Dios me salvará.» Se hizo devorar vivo. Si yo hubiera estado allí, le habría dicho: «No hay que creer todo lo que se cuenta.»

Dios no fue de ninguna utilidad para la gente que fue asesinada en Babi Yar.

En ruso, yar significa barranco. Babi Yar, el «barranco de la abuela», era un inmenso desnivel natural situado en las afueras de Kiev. Hoy no queda más que una hondonada cubierta de césped, bastante poco profunda, en cuyo centro hay una impresionante escultura erigida en estilo realismo socialista a la memoria de los muertos que cayeron ahí. Pero cuando quise ir hasta el lugar, el taxista que me llevaba se encargó de mostrarme hasta dónde se extendía Babi Yar en aquella época. Me condujo hasta una especie de zanja arbolada, donde, según me explicó gracias a la intermediación de una joven ucraniana que me acompañaba y me hacía de traductora, se arrojaba a los cuerpos haciéndolos rodar cuesta abajo por la pendiente. Luego volvimos al coche y me dejó en el emplazamiento del memorial, situado a más de un kilómetro.

Entre 1941 y 1943, los nazis hicieron en la «hondonada de la abuela» lo que probablemente sea la mayor carnicería de toda la historia de la humanidad: como indica la placa conmemorativa, traducida en tres lenguas (ucraniano, ruso y hebreo), allí perecieron más de cien mil personas, víctimas del fascismo.

Más de un tercio fue ejecutado en menos de cuarenta y ocho horas.

Aquella mañana de septiembre de 1941, los judíos de Kiev acudieron en masa al punto de reunión donde habían sido convocados, con sus pequeños enseres, resignados a ser deportados, sin sospechar el destino que el alemán les reservaba.

Lo comprendieron todo demasiado tarde, algunos en cuanto llegaron, otros solamente cuando estaban al borde de la zanja. Entre esos dos momentos, el procedimiento era expeditivo: los judíos entregaban sus maletas, sus objetos de valor y sus papeles de identidad, que eran hechos trizas delante de ellos. Luego debían pasar entre dos filas de SS bajo una lluvia de golpes. Los Einsatzgruppen los golpeaban con grandes porras o matracas, demostrando una extrema violencia. Si un judío caía, soltaban los perros contra él o era pisoteado por la masa enloquecida. Al salir de ese pasillo infernal, que desembocaba en una amplia explanada, los aturdidos judíos eran conminados a desnudarse por completo y luego se les conducía totalmente desnudos hasta el borde de una hondonada gigantesca. Allí, tanto los obtusos como los optimistas debían abandonar toda esperanza. El absoluto terror que los invadía en ese preciso instante los hacía gritar. Al fondo de la hondonada se apilaban los cadáveres.

Pero la historia de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños no acaba abruptamente al borde de ese abismo. Llevados por esa preocupación por la eficacia tan alemana, los SS, antes de matarlos, obligaban previamente a sus víctimas a bajar hasta el fondo de la zanja, donde los esperaba un «apilador». El trabajo del apilador se parecía mucho al de las acomodadoras que te colocan en el teatro. Llevaba a cada judío hasta un montón de cuerpos, y cuando le había encontrado acomodo, lo hacía echarse boca abajo, un vivo desnudo recostado sobre unos cadáveres desnudos. Después, un tirador, caminando por encima de los muertos, disparaba a los vivos una bala en la nuca. Notable taylorización de la muerte en masa. El 2 de octubre de 1941, el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar podía consignar en su informe: "El Sonderkommando 4.º, con la colaboración del estado mayor del grupo y de dos comandos del Regimiento Sur de la policía, ha ejecutado a 33.771 judíos de Kiev, los días 29 y 30 de septiembre de 1941".

Videoconferencia
Homenaje a Ucrania

miércoles, 16 de marzo de 2022

REBECCA WEST. LA FAMILIA AUBREY; LA NOCHE INTERRUMPIDA; LA PRIMA ROSAMUND

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana continuamos con la serie femenina que, durante el mes de marzo y con ocasión de la celebración, la pasada semana, del Día internacional de la mujer, centra nuestro espacio con propuestas de libros escritos y, como ocurre en mi triple recomendación de esta tarde, también protagonizados por mujeres. 

Hoy os traigo a una autora que ya ha estado presente en nuestra emisión. Hace ahora casi once años, en mayo de 2011, os hablé aquí de Rebecca West y de la que, quizá, es su obra mayor -al menos la más popular y difundida-, El regreso del soldado, una maravilla que pese a haber sido escrita ni más ni menos que en 1918 (aunque su autora revisó el texto en 1980, tres años antes de su muerte) no llegó a ver la luz en nuestro país hasta un muy tardío 2008. Rebecca West es el seudónimo literario -extraído, al parecer, de una obra de Ibsen- de Cecily Isabel Fairfield. Las distintas notas biográficas que he podido consultar nos la presentan, con machacona reiteración, como escritora, periodista, crítica y feminista, incluyendo esta última condición como una muestra más de sus desempeños profesionales. Londinense nacida a finales del siglo XIX, en 1892, de vida longeva -murió en la capital británica en 1983-, fue, durante largos años, amante de H.G. Wells, con quien llegaría a tener un hijo. En 1930 se casó con un banquero norteamericano, por lo que gran parte de su carrera periodística y de su compromiso político se llevó a cabo en los Estados Unidos. Allí colaboró de modo habitual con distintas publicaciones, como The New Yorker, The New Republic, Sunday Telegraph y el Herald Tribune neoyorquino, además de su constante participación en medios socialistas y feministas, de cuyas causas siempre fue defensora. Combativa y con personalidad, su implicación como partidaria del Frente Popular en la guerra española y sus críticas al comunismo tras la segunda contienda mundial, le granjearon críticas y acusaciones desde posiciones políticas diversas y hasta opuestas (lo que siempre resulta una magnífica señal de libertad, independencia y criterio propio). Viajera impenitente, fue amiga de Doris Lessing y Virginia Woolf y amante, al parecer, de Charlie Chaplin. Tuvo un pequeño papel en Reds, la película de Warren Beatty sobre la revolución rusa. 

Su obra está bastante presente en nuestro mercado editorial, con una decena de libros traducidos, entre los que se cuentan El regreso del soldado, ya mencionado, un par de notables ensayos, Un reguero de pólvora y El significado de la traición, que editó Javier Marías en su Reino de Redonda, y, por supuesto, la trilogía que ahora os presento. De corte claramente autobiográfico, el ciclo centrado en la familia Aubrey se compone de tres novelas, The fountain overflows, publicada en 1956, This Real Night, que apareció en 1984, tras la muerte de su autora, y Cousin Rosamund, también póstuma, de 1985. En nuestro país los tres libros aparecen, con títulos distintos, La familia Aubrey, La noche interrumpida y La prima Rosamund, en 2019, 2020, 2021, respectivamente, todos en Seix Barral y con la traducción de Andrés Barba y Carmen Mercedes Cáceres, los dos primeros, y Andrés Barba en exclusiva, el tercero. 

No quiero dejar de hacer aquí un apunte acerca de un par de aspectos relativos a la edición, accesorios, pero, también, con una cierta significación. Con respecto a la traducción, se deslizan, en ocasiones -escasas y que no desmerecen el trabajo ni entorpecen la lectura-, ciertas deficiencias. A modo de único ejemplo, este párrafo extraído del tercer volumen: había cometido un ligero error, apenas visible, en el bordado, un error que amenazaba con hacer que la prenda no fuera perfecta, y ella había salido y pagado de su bolsillo un nuevo material para hacer el trabajo de vuelta [la negrita es, obviamente, mía]. Traducir de modo literal un previsible to do the work back por “hacer el trabajo de vuelta”, en vez de “volver a hacer el trabajo” o “recuperarlo” o “rehacerlo” no parece, ciertamente, la opción más “elegante” (y debo hacer constar, aunque me lloverán las críticas de los escasos entusiastas que me lean, que no he podido acceder a la edición inglesa original ni, de haberlo hecho, me hubiera servido de mucho, dado que mi conocimiento de la lengua de Shakespeare es sólo ligeramente superior al que tengo de la escritura cuneiforme, que, a su vez, es idéntico al del swahili, en donde no paso del hakuna matata). 

Mi segunda consideración preliminar tiene, en cambio, un alcance de mayor calado, pues afecta al actual debate sobre los límites de la libertad de expresión, las estrecheces intelectuales que impone la corrección política, la revisión del pasado con criterios ideológicos presentes, y todas sus derivaciones en forma de petición de perdón por presuntos crímenes cometidos por nuestros supuestos antepasados, destrucción de estatuas de próceres de trayectoria “no intachable”, borrado de obras literarias, rechazo de las inconcebibles “apropiaciones culturales” o cancelación de aquellos aspectos de la creación artística que no encajan en los puritanos parámetros que imponen las visiones reduccionistas de unos fanáticos “nuevos sacerdotes” guiados por la angostura de su reaccionaria moral. En este caso la sangre no llega al río, aunque sí resulta revelador del estado de cosas dominante sobre estos asuntos en nuestros días el que la editorial española, por su cuenta y riesgo, se considere obligada a incluir, al comienzo de La prima Rosamund, una nota a pie de página (“N. del e.”, nota del editor, figura en ella; doy por hecho que su responsable es, pues, Seix Barral) que, literalmente, reza (no se me ocurre verbo más apropiado) así: Ni las hermanas Aubrey ni otros personajes de este volumen escapan al racismo, el sexismo y a la homofobia de la época: Rebecca West los mostrará, en ocasiones, aferrados a sus prejuicios en un mundo cambiante, si bien en su escritura pervive inequívocamente la defensa de las libertades y su sensibilidad feminista. ¿De verdad cree el editor que algún lector de Rebecca West carece de la inteligencia y la sensibilidad, del espíritu crítico y la independencia intelectual suficientes como, para por su cuenta y sin “dirigismos” ni tutelas, poder formarse su propia opinión acerca de la visión del mundo de la autora (defensa de las libertades y sensibilidad feminista, claro está, comme il faut)? ¿La estulticia y el infantilismo generalizados han llegado hasta tal punto que nos vamos a ver obligados, a cada paso, a tener que leer -o peor aún, que formular nosotros mismos- disculpas anticipadas que se adelanten a la más que probable furibunda reacción de algún ignaro “ofendidito”? ¿Es indispensable que todo el mundo -en este caso el editor- tenga que poner la venda antes de la previsible herida -mero “postureo” narcisista para que uno mismo quede bien ante el espejo- infligiendo al resto del universo -aquí, el lector- la tortura que supone soportar el que se nos diga, con insufrible insistencia, cuál es el “modo correcto” de pensar (ponderando, de paso, el hecho de que el que habla o escribe se sitúa, obviamente, en ese lado “cool” de la vida; insisto: defensa de las libertades y sensibilidad feminista)? ¿Va a ser necesario que los autores, creadores, editores, empresarios teatrales o cinematográficos, distribuidores y tutti quanti, nos prevengan (en el fondo: se excusen de modo pueril) cada vez que un personaje -en el cine, en el teatro, en el arte, en la literatura- defienda unos postulados o se exprese en unos términos o muestre un enfoque de la realidad que no encaje en las mojigatas prescripciones que exige la ridícula modernidad? Y luego nos extraña que hasta el debate sobre las canciones de Eurovisión dé paso a una controversia pública -y hasta política- en la que reivindicativos apéndices mamarios e identitarias lenguas autóctonas interfieren en el juicio meramente musical. En fin, simplemente estomagante. 

Al margen de los apriorismos ideológicos y pese a los dictados de la corrección política, la serie de la familia Aubrey es una obra sobresaliente. Los Aubrey son una familia singular. Mis padres siempre habían sido incapaces de hacer ciertas cosas que suelen resultarle sencillas a la gente corriente. Mi padre no consiguió dar a su mujer y a sus hijas un hogar que no estuviera permanentemente amenazado por la ruina. Mi madre era incapaz de vestirse de una manera convencional, casi podría decirse que ni siquiera lo bastante pulcra como para no llamar la atención al salir a la calle. Pero al mismo tiempo los dos hacían cosas que sobrepasaban la capacidad de la gente corriente, afirma Rose, una de las hijas, la voz que narra en las tres novelas. 

El padre, Piers, es filósofo, periodista, escritor, un pensador inteligente, un aventurero objeto de admiración (había atravesado los Andes a lomos de una mula, había cruzado el cabo de Buena Esperanza en cuatro ocasiones y había vivido todo un verano bajo el Pike’s Peak), pero incapaz para la “vida normal”, para la cotidianidad convencional que impone el compromiso con una esposa y cuatro hijos. Papá era valiente, cruel, deshonesto, amable […]. A esa lista de paradójicas cualidades podría añadir que no tenía un céntimo, que estaba desacreditado. Despilfarrador, proclive al juego -y a la ruina que conlleva-, siempre ausente, poco fiable, inconstante, especulador, irresponsable, no tendrá reparo alguno en vender los muebles de la familia, hipotecar sus bienes y esfumarse dejando un interminable rastro de deudas y abocando a los suyos a una vida de ruina y pobreza. De nuevo Rose: Desde hacía mucho sabía que papá era un hombre maravilloso, pero no tan maravilloso como progenitor. Y también: Tenía un padre glorioso y a la vez ningún padre en absoluto

La madre, Clare, fue una famosa pianista de éxito internacional (la gran Clare Keith, una intérprete que se había retirado demasiado pronto y que había tocado el Concierto en do menor de Mozart y el Carnaval de Schumann mucho mejor que ninguna otra mujer en el mundo), retirada de su carrera para dedicarse al cuidado de sus hijos (Cordelia, Mary, Rose y Richard Quin). Esplendorosa y radiante en el pasado, avejentada ahora (envejezco y cada vez soy más fea), sobrevive, cansada, con poco ánimo, entre deudas y preocupaciones, con sus torturados nervios, agostada prematuramente por las desgracias y oscilando de continuo entre la difusa esperanza de recuperar a su veleidoso marido y la constatación de su pobreza, de su triste e inestable presente, del que solo la salva la entrega a su prole, la lucha por sacar a flote a la familia y la confianza en que la aptitud musical heredada por Rose y Mary, sus talentosas gemelas, pueda fructificar en una carrera artística estimable que las libere del sometimiento a un marido. 

La hija mayor, Cordelia, tiene dos años más que sus hermanas, de las que la alejan un carácter superficial, un acusado egoísmo y un absurdo empecinamiento en convertirse en una virtuosa del violín, tarea en la que no hereda las aptitudes de su madre y que excede sus muy limitadas cualidades y su nula capacidad de emoción. La común coexistencia es un fastidio atroz, y ella una plaga doméstica con la que teníamos que convivir, apuntará, de nuevo, la narradora. Mary y Rose son, pese a su corta edad, pianistas prodigiosas que participan de la general excentricidad familiar, manifestada en ellas por su rechazo al mundo exterior, ajeno, extraño, de una fealdad incomprensible y hostil. Urgidas, por tradición familiar y por vocación, a un destino extraordinario, todo en ambas es extravagancia, inconformismo, singularidad, diferencia. Por fin, el pequeño Richard Quin, se manifestará desde muy chico como un genio, de sabiduría y sensibilidad acentuadas (Vivía para el placer, un placer delicado: la tranquila explotación de su mente y su cuerpo), con un excepcional don musical, un ser único, privilegiado, dotado de un carismático magnetismo. 

Hay, además, un cuadro de personajes construidos con solvencia y verosimilitud, entre los que destacan Kate, la fiel criada, el siempre cercano señor Morpugo, la extraña señorita Beevor, “enamorada” de Cordelia, la prima de la madre, Constance, y su arrebatadora hija Rosamund, la tía Lily y su problemática hermana, la señora Philllips, la hija de ésta, Nancy, el tío Len, su esposa Milly. 

La primera novela nos presenta a la familia -siempre desde la perspectiva subjetiva de Rose- en los últimos días del siglo XIX y primeros del XX. Las niñas son pequeñas y West borda el retrato de su muy especial infancia, recién llegadas a Londres tras una estancia en Edimburgo, viviendo en la casa de Lovegrove unos años extraordinarios, convulsos y felices, marcados por la austeridad y las carencias, por la intermitente presencia del huidizo progenitor, por el mágico influjo de la madre, por la extravagancia de sus costumbres y la conciencia de su propia singularidad, por su despreocupada libertad (En nuestro horario doméstico sin relojes, el tiempo, más que decirse, se deducía, basándonos con frecuencia en premisas incluso menos sólidas que aquélla), por su vivencia apasionada de la vida (Estábamos unidos, por regla general, por la fascinación ante las cosas que nos pasaban), por la entrega a la música. 

En La noche interrumpida, las chicas han crecido, son ya adolescentes. El padre parece haber desaparecido para siempre, aunque, para desahogo de Clare, la situación económica mejora por la venta de algunos cuadros valiosos, propiedad, hasta entonces desconocida, de los Aubrey. Rose y Mary siguen concienzudamente entregadas a su formación como pianistas. Cordelia abandonará sus insensatas aspiraciones artísticas para ocuparse en el estudio de un marchante de arte, mientras Richard Quin encamina su destacada inteligencia en dirección a Oxford. No obstante, la Primera Guerra Mundial irrumpirá en el mundo y en la novela, con sus trágicas repercusiones. 

La prima Rosamund nos presenta a las dos hermanas convertidas ya en exitosas pianistas profesionales. Viajan por el mundo entero y, pese a desenvolverse en ambientes refinados y cosmopolitas, no logran liberarse de los recuerdos de su particular y sobresaliente pasado. El tiempo ha transcurrido, llegan los años veinte, la Gran Depresión, son ya adultas, ha habido importantes pérdidas en su vida, han alcanzado una suerte de madurez, pero, en el fondo, siguen siendo unas niñas, algo alocadas, que buscan, todavía, colmar la ausencia de sentido de sus existencias. 

La presentación del ambiente familiar en la primera de las tres novelas es memorable. La vida infantil es desordenada y algo caótica, pero libre y, pese a las limitaciones, feliz. Éramos como piedras sin desbastar. Realmente era cruel tener que tocar tanto el piano, y que mamá tuviera que hacer las compras y ayudar con las labores domésticas y gestionar las preocupaciones de papá, de tal modo que nunca podía arreglarse y estar bien vestida como las otras madres. Cuando íbamos a la escuela siempre llamábamos la atención de nuestros profesores por lo desatendidas y apresuradas que íbamos, resume Rose su situación. Acostumbradas desde pequeñas a la “vida salvaje” en Escocia, son valientes y decididas, rebeldes e independientes, por lo que cuando se reincorporan a la “civilización” londinense son percibidas como raras, provocan el rechazo de sus compañeras por su inteligencia y su espíritu libre. Carentes de prejuicios, son imaginativas, construyen fantasías e historias quiméricas, fabulan, hablan con animales inexistentes (y desprecian a quienes no lo hacen: Nunca se había inventado un animal en su vida, lo que nos parecía casi terrible), viven entregadas a sus aventuras mentales (salvo Cordelia, sensata y, ya, adulta), ajenas a las convenciones sociales, sin conciencia del tiempo y las costumbres “reales”. Son aún niñas en acelerado camino hacia la madurez y son, sobre todo gracias a la música, insensatamente felices, en contra de lo que podría suponer la austeridad de su vida (Agradeced esa rareza que os ha mantenido a salvo durante estos años terribles). 

Ese apasionante retrato de la infancia bebe claramente de las fuentes de la propia biografía de Rebecca West. La madre pianista, la incompetencia financiera y el abandono del padre, las tres hermanas, ciertas peripecias familiares, el ambiente intelectual y culto de su hogar, son, indudablemente, rasgos autobiográficos, de modo que no resulta difícil asociar la primera persona de la Rose narradora con la voz de la propia autora. A ello contribuye, también, el recurso técnico con el que West presenta su historia. La primera novela del ciclo se publica en 1956, cuando Rebecca tiene ya sesenta y cinco años. Su mirada al pasado, con la sabiduría y la madurez retrospectivas que da la edad, coinciden con la de la propia narradora que, de continuo, hace acotaciones aludiendo a la época y los episodios descritos como remotos desde su presente contemporáneo. Todas estas cosas sucedieron hace más de cincuenta y cinco años, dirá. Y también: Ni siquiera los Phillips tenían teléfono, hasta ese punto era distinto aquel mundo del actual. Hay, igualmente, alguna referencia expresa al proceso de construcción de la memoria -que es el juego central de la literatura- que conlleva todo recuerdo (según lo reconozco ahora con ayuda de la literatura de la época). No es, pues, una niña precoz, adelantada y prematuramente madura la que habla, sino una mujer adulta, bien traspasada ya la frontera media de su vida, inteligente y segura, experimentada y reflexiva, juiciosa y lúcida. Por el libro pasan entonces, fruto de la penetrante sutileza de West, algunos de los temas esenciales de cualquier vida, universales, por tanto. La infancia y la familia, claro está, con sus encantos y sus complejidades, con sus claroscuros, sus contradicciones y sus ambigüedades, el peso del pasado, los recuerdos, la libertad, la vida como aventura y experimentación, el paso del tiempo, la muerte, el marco social, el feminismo, la función salvadora de la música. 

La descripción de la infancia y la vida familiar es, ya se ha dicho, uno de los mayores alicientes de la trilogía, singularmente de su primera entrega. La ambivalente influencia de la madre (Tener a una madre que era un genio era la maldición y la bendición de mi vida. Que hubiese puesto sobre mí sus talismánicas manos era mi único motivo para tener esperanza de que podía sobrevivir a pesar de mi debilidad en aquel mundo hostil; pero como era tan inferior a ella sentía que si el mundo me destruía iba a acabar perdida), el dolor por la ausencia (y por la distraída presencia, cuando se da) del padre (sabía de todo, había viajado por el mundo entero, hasta a China, sabía dibujar y tallar madera y hacer figuritas pequeñas para las casas de muñecas. A veces jugaba con nosotras y nos contaba cuentos y entonces era casi imposible de soportar, cada instante nos producía un placer tan intenso, tan impredecible, que no se podía estar preparada para eso. También es cierto que a veces no nos prestaba atención durante días y que aquello también era insoportable), la poderosa e imborrable impronta de ambos, las dificultades económicas (Nosotras éramos niñas y éramos pobres, por lo que éramos víctimas por partida doble) y, por encima de todo, la alegría, la felicidad, la luz, la rebeldía y el ansia de explorar, la fuerza de la vida, se abren paso en una infancia plagada de pobreza, milagros y música, contada a través de la voz madura y escéptica, perspicaz y crítica, curiosa e indagadora, profunda y sabia, también -claro está- infantil, de la niña. 

El universo particular de los Aubrey, encarnado en las maravillas que encierra Lovegrove, está hecho de rebeldía (Mary y yo sentimos una punzada de rebeldía frente a nuestros destinos), de rechazo a las costumbres sociales (Mary pensaba que las personas que íbamos a conocer allí serían tan aburridas como el resto de las niñas y las profesoras de Lovegrove), de soledad fecunda y de complaciente aceptación de la propia marginalidad (a esas personas las acabaríamos conociendo de todas formas porque estarían al margen, como nosotras. Mary decía que aun así no debíamos tenerle miedo a la soledad porque en casa ya había bastante gente como para darnos la compañía que necesitábamos […] Para qué queríamos más gente, decía Mary. Pero yo replicaba que merecía la pena explorar un poco el terreno fuera de Lovegrove, porque tenía que haber gente como los personajes de las novelas y las obras de teatro. Los escritores no se los podían haber inventado de la nada), de imprevisible excentricidad (Kate llevaba la consecuente mirada pétrea que manifestaba su creencia de que la familia para la que trabajaba había llegado demasiado lejos en su camino hacia la locura y que tenía la obligación de llamarlos al orden), de imaginación y juego y creatividad (Ese mismo día nos dimos cuenta de que no había ninguna razón por la que —igual que hacíamos con los animales— no pudiéramos inventarnos también las flores, y después de aquello hubo para nosotras un árbol de fuego junto al lago, al fondo del paseo de hierba, no lejos de las azaleas y las magnolias, y también un conjunto de altos lirios dorados, más altos que un hombre no lejos del jardín rocoso; los recordaba tan bien durante mi vida adulta que me costaba creer a los botánicos cuando afirmaban que no se conocía ninguna especie con esas características, señala Rose, comentando sus paseos por los Kew Gardens).

Hay en ellas, sin embargo, pese a su excepcionalidad, pese a sus rasgos de genio, un ansia de normalidad (Lo dejaría todo por servirlo y no me supondría ningún sacrificio, porque sería una vida ordinaria y con eso sería suficiente, no había ninguna necesidad de tener un destino extraordinario), un rechazo de esa mirada ajena que etiqueta y estigmatiza (No me había molestado tanto su ignorancia de nuestra pobreza como el comentario de que Mary y yo no nos parecíamos a nadie. Odiaba que compartiera esa obstinada convicción del mundo de que había algo extraño en nosotras), en los que se aprecia el deseo de reconocimiento (No sabemos cómo vivir solas […] seguimos siendo niñas abandonadas) y la aceptación de su condición en el fondo infantil (Se parecían a los niños de los libros infantiles, realmente distintos de los adultos y preocupados por otros intereses, justo lo opuesto de lo que había sido nuestra familia). Esta ambivalencia del universo familiar y, por encima de todo, de la sensibilidad y la inteligencia de Rose (el desconcierto, la extrañeza, la ansiedad, y, a la vez, la pertenencia, la alegría y el amor: Todo en nuestras vidas era como esa conversación, agradable pero impregnado de angustia) se ponen de manifiesto en el significativo texto que os dejo como cierre a mi reseña. 

Ya sin tiempo para más profundidades, sí quiero mencionar brevemente la presencia de la “cuestión” femenina y la defensa del poder transformador de la música como elementos destacados de la obra. En un entorno familiar en que el feminismo estaba en el aire, y desde la cuna, en un momento en que el feminismo se expandía como un bosque en llamas, la sutil y aguda mirada de Rose pone de manifiesto, incluso en el primer libro, cuando la perspectiva es la de una niña, las contradicciones de la condición femenina de la época. Las novelas están pobladas así de lúcidas apreciaciones sobre la distinta consideración que se daba a la valentía en niños y niñas, sobre la sujeción a la encorsetada moda imperante como una forma de humillación de la mujer (Cuando Rosamund bajó llevaba colgando del brazo una nube de tafetán blanco y nos dijo que tenía que terminar de bordar una enagua. Yo di un grito de angustia, porque ése era el tipo de prenda femenina que mis hermanas y yo odiábamos con más amargura, la considerábamos un insulto a nuestra fuerza natural. En aquella época, las colegialas se vestían con bastante sensatez y nosotras éramos felices con nuestras blusas y faldas y nuestros cinturones de lazo con hebillas de plata, pero el traje adulto propio de nuestro sexo nos esperaba a la vuelta de la esquina como una especie de estorbo y de humillación, pesado, paralizante, cargado de hileras de botones, corchetes, ojales que no paraban de abrirse y que había que volver a coser una y otra vez y varillas en todas las partes posibles donde puede romperse una varilla. Me daba la sensación de que Rosamund había abrazado la esclavitud antes de lo necesario), sobre la esclavitud que suponía el matrimonio, sobre el rechazo que suscitan a la narradora las inalterables condiciones que favorecen al hombre, hasta el punto de que Rose apele a una gallarda protesta feminista. Además, en unos libros en los que el telón de fondo de la época queda reflejado en un Londres en el que vemos los primeros vehículos a motor, las farolas de gas, los conciertos benéficos, las huelgas, el impacto de la Gran Guerra, no puede sorprender que comparezcan también, si bien de modo tenue y tangencial, la literatura propagandista o el movimiento sufragista. 

De mucha mayor entidad y con un papel más relevante aún en la estructura de la trilogía, la música se configura como la clave de la existencia de Mary y Rose (también, desde otra lógica, de la de Cordelia) y, por supuesto, aunque ya, quizá, sólo en el pasado, para la madre, Clare. Agradeced esa rareza -les dirá esta- que os ha mantenido a salvo durante estos años terribles, pero no penséis que se lo debéis a ninguna virtud personal. Se lo debéis exclusivamente a vuestro talento para la música. La música que os he enseñado a tocar os ha hecho comprender que hay una buena parte de la vida a la que no afecta lo que a una le pase. También la técnica os ha resultado de más ayuda de lo que pensáis. Si no sois unas blandas es precisamente gracias a esa técnica que habéis dominado, os ha endurecido

La música -en este juego de ambigüedades y contradicciones que recorre las novelas- es, a la vez, la felicidad y la angustia, la plenitud y la limitación, la libertad y la cárcel, la posibilidad de realización e individualidad, y la asfixiante e imborrable “marca” de los padres, como en estos dos largos fragmentos con los que pongo fin a mi reseña: 

Fue en ese momento, lo recuerdo bien, cuando mi felicidad llegó a un punto tan extático que volví a sentir el deseo de vivir lentamente, igual que se puede tocar un instrumento con lentitud. Lo que ocurría allí era un episodio de lo más difuso en realidad, una materia compuesta por leves sonrisas y semitonos de ternura; una mujer al final de su mediana edad, cuatro muchachas y un colegial que miraban dos parterres de flores corrientes sin hablar demasiado, apenas cruzándose unas palabras amistosas, como niños que se pasan una caja de bombones. No entendía por qué me zumbaba la sangre en los oídos y sentía que aquello era exactamente de lo que hablaba la música, pero el momento pasó antes de que pudiera explicarme su importancia; alguien nos llamó desde la casa. Nos volvimos con desgana, molestas de que hubieran roto aquel círculo. 

Eché un vistazo a esa habitación cubierta de libros de música y me sentí como si estuviera en una cárcel, me habían encerrado en un cubo de música y ni siquiera podía moverme por mi celda, ya que la mayor parte de ella estaba ocupada por aquel piano enorme que ya no me parecía el instrumento que había estudiado con un resultado exitoso hasta la fecha, sino una máquina que a lo largo de todos esos años había ejercido un poder tiránico sobre mi vida y que ahora imponía, y seguiría imponiendo ya para siempre, hasta mi destrucción total. 
Por eso era estúpido que tratara de convertirme en música. No tenía más talento musical que aquel que me había transmitido mi madre y además había disminuido dolorosamente en la transmisión. Yo era muy poca cosa comparada con ella. Si tocaba bien alguna pieza era sólo porque mamá me había enseñado, y yo sabía que mis interpretaciones, incluso si se las consideraba reproducciones de las suyas, estarían siempre llenas de defectos. No quería ser música. No quería crecer. No podía afrontar la tarea de convertirme en un ser humano, porque no existía plenamente. Los que existían eran mi padre y mi madre. Los veía como dos manantiales que brotaban de un risco pedregoso, bajaban por la ladera de una montaña en un torrente y se unían para fluir por el mundo como un gran río. Yo era tan inferior que no importaba que fuera prudente y huyera de la ruina a la que se había entregado mi padre. Entendía ahora que su ruina estaba más cerca de la salvación de lo que nunca podría estar mi pequeña seguridad. Deseé ser yo, en lugar de Cordelia, quien se hubiera metido en la cama, y entendí que su retirada no era simple cobardía, es más, que su terquedad la había llevado hasta la cima de una valiente autodefensa al haber renunciado a la imposible tarea de vivir en la misma escala que nuestro padre y nuestra madre. 
—Me gustaría escapar —le dije a Mary. 

En unas páginas repletas, como resulta evidente, de música, no ha resultado difícil seleccionar alguna pieza como cierre para mi comentario de esta tarde. Será uno de los Nocturnos de Chopin, que suenan en varios pasajes de las novelas el que acompañe ahora mi reseña. Se trata, en concreto, del Nocturno Opus 9, No. 2 en mi bemol interpretado por Arthur Rubinstein.

Sabíamos que no gustábamos a la gente en la escuela, y sin duda hubiésemos deseado que las cosas fueran de otro modo, yo incluso había comentado aquella desgracia con Rosamund, pero también pensábamos que parte de ese desagrado en realidad hablaba bien de nosotras. Gracias a mamá y a papá conocíamos el significado de muchas palabras largas, íbamos muy avanzadas en francés y tratábamos de hablarlo con un acento apropiado y reconocíamos los cuadros que la profesora de arte colgaba en la pared. Por supuesto que las chicas a las que se les daba bien la gimnasia y el hockey pensaban que éramos tontas y también había muchas profesoras que habían nacido de mal humor. Sabíamos que parte de nuestra falta de popularidad era culpa nuestra. Con frecuencia nos comportábamos de modo extraño o nos tropezábamos con las cosas, nos sumíamos en nuestros pensamientos y al despertar nos dábamos cuenta de que se esperaba algo de nosotras, pero no sabíamos qué, y entonces todo el mundo prorrumpía en una carcajada. Claro que es gracioso cuando todo el mundo se sienta y sólo dos personas se quedan de pie, aunque también es posible que se rieran más de la cuenta, porque, si es verdad que es gracioso, tampoco es para tanto. Pero lo que entonces decía Cordelia era que, si no gustábamos a la gente, la responsabilidad de ese veredicto tenía que ver con unas faltas graves por nuestra parte, no era sólo que fuéramos despistadas, sino que había un defecto real, algo molesto y censurable en nuestro comportamiento.

No la creímos. Sabíamos que siempre había sido tonta y que siempre lo sería. Lo acababa de demostrar ahí mismo con todas aquellas tonterías sobre el dinero. Nunca sería capaz de ayudarnos en ese sentido y tampoco habría necesidad, porque ganaríamos cuanto necesitáramos cuando creciéramos, pero tampoco podíamos dejar de creerla completamente porque sabíamos que estaba mucho más cerca que nosotras de la gente de la escuela, y al fin y al cabo los números también cuentan: no es tan natural que cientos de personas se equivoquen y sólo dos estén en lo cierto. Aquello provocó que desde ese día Mary y yo nos sintiéramos con menos fuerza que nunca para hacer amigos. Hasta entonces habíamos pensado que la frialdad que nos mostraban los extraños podía invertirse si éramos amables con ellos, pero desde ese momento nos sentimos limitadas en el trato con cualquier persona que no fuera conocida, temíamos que cuanto más supieran de nosotras, menos les gustaríamos.
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Rebecca West. La familia Aubrey