Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de mayo de 2016

JOAQUÍN YARZA. EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura. En el caso de la propuesta de hoy no es la invitación a la lectura el único fin que me mueve, sino que mi sugerencia es más ambiciosa esta vez y pretende despertar otras potencialidades vinculadas a los libros que no pasan tan solo por la intelección, la comprensión, la interpretación y el disfrute de un texto leído, ya que van más allá y se extienden a las múltiples derivaciones del “mirar”: el goce estético, el deleite de los sentidos, la intensa percepción de la belleza, la emoción y la sensibilidad que conlleva la experiencia artística, no exclusivamente literaria.
 
Y es que esta tarde, y con la excusa de la inminente inauguración en el Museo del Prado de la muestra monográfica dedicada a El Bosco con ocasión del quinto centenario de su muerte -una exposición que permanecerá abierta entre el 31 de mayo y el 11 de septiembre de este año- os traigo un libro de arte, una excepcional publicación centrada precisamente en el pintor flamenco en la que el que fuera catedrático de Historia del Arte en distintas universidades españolas, singularmente la Autónoma de Cataluña, Joaquín Yarza Luaces, fallecido hace tan solo unas semanas, desmenuza, con una inusitada capacidad de penetración y con una profundidad y erudición admirables, la obra magna de Hieronymus Bosch, El jardín de las delicias. El libro, por desgracia hoy inencontrable fuera del “circuito” de las bibliotecas, se publicó en 1998, en una edición deslumbrante, de la que luego os hablaré brevemente, en T.F. Editores, un sello centrado en obras relacionadas con el arte, en el que destaca la colección Grandes Obras, que se inició con la publicación de Las meninas de Velázquez, galardonada con el Premio del Ministerio de Cultura al Libro Mejor Editado de 1997, y que cuenta en su catálogo con, entre otros títulos, Las pinturas negras de Goya o El Guernica de Picasso, todos ellos incorporando las más recientes teorías sobre las obras maestras seleccionadas a cargo de los mejores especialistas y acompañando los textos con unas presentaciones gráficas inmejorables.
 
Dentro de esos parámetros, El jardín de las delicias de El Bosco (esa es la rúbrica exacta que encabeza la obra) se presenta en un volumen primoroso, un diseño de Alberto Corazón, de gran tamaño, con ciento ochenta páginas que no solo recogen el interesante y sugestivo estudio de Yarza sino también setenta y tres ilustraciones, de las cuales cuarenta y tantas ocupan la página entera e incluso algunas se ofrecen en un atractivo formato desplegable. El valor intrínseco del sabio análisis de la vida y la obra de El Bosco que hace el experto catedrático, junto con la perfección formal del libro y, sobre todo, la delicada calidad de las reproducciones, justifican sin duda los más de cien euros (108.18 es su tasación actual -y quimérica, dado que el título está fuera del mercado- en internet) que me costó en su día su adquisición y, desde un ángulo menos prosaico, el placer inmenso que depara la frecuentación de sus páginas.
 
La obra se organiza, a partir de una breve introducción, en dos capítulos iniciales, también sucintos, en los que se examinan, respectivamente, la “vida y ambiente” que enmarcan la existencia del pintor (morador de una ciudad pequeña que no aparece entre las más importantes de los Países Bajos aunque sí cuenta con una actividad artística e intelectual notable, acrecentada por las buenas comunicaciones; miembro de una familia de pintores de los que hereda el dominio del oficio; casado en un matrimonio social y profesionalmente beneficioso; apreciado como artista por sus vecinos; integrante de la más destacada cofradía de la ciudad; y, en definitiva, ciudadano honrado y bien considerado, pintor famoso y perfectamente reconocido en una sociedad cristiana que lo aprecia y respeta, en un retrato, como se ve, muy distante de la imagen heterodoxa y disconforme a la que quizá apunta su pintura), y el “lenguaje iconográfico al uso” en la época del flamenco (con enjundiosas y penetrantes búsquedas en el resto de la obra de El Bosco -El carro del heno, La Epifanía, Los siete pecados capitales-, para localizar en ella abundantes muestras de su profundo conocimiento de la tradición bíblica más ortodoxa, aunque eso sí, recreada con el inquietante ingenio, la originalísima fantasía y el insólito lenguaje pictórico del pintor, que llena sus cuadros de elementos iconográficos novedosos y claves interpretativas ocultas). Tras estos capítulos previos, el cuerpo principal del texto lo constituye la minuciosa y exhaustiva indagación en El jardín de las delicias, a la que sigue una también reducida y poética coda, Cose tanto piacevole e fantastiche (cuyas últimas palabras os dejo como complemento final a esta reseña). Las cien páginas finales -bastante más de la mitad de la extensión de la publicación, pues- ofrecen, antes de que el volumen se cierre con una completa bibliografía, una profusión de aproximaciones fotográficas al emblemático cuadro, permitiendo apreciar todo tipo de detalles y matices, hasta los más nimios y casi imperceptibles cuando se observa el tríptico original, obligado entonces el visitante (al menos esa ha sido siempre mi experiencia en el Museo del Prado ante los cuadros de El Bosco) a abrirse paso entre una maraña de turistas que se agolpan ante la tabla, privado así el espectador de los más mínimos detenimiento y sosiego, de las indispensables paciencia y tranquilidad que exige la fecunda contemplación, e imposibilitado, pues, a causa del tumulto y la aglomeración -y las prisas y empujones consiguientes-, para cualquier atisbo de delectación, lo que sí es posible en cambio cuando en la comodidad del hogar, arrellanados en nuestro acogedor sillón favorito, provistos de la muy benéfica ayuda de una potente lupa, examinamos, con una mezcla de asombro y pasión, de fascinación y entusiasmo, de encantamiento y avidez, los innumerables pormenores de la inacabable obra, iluminados en su comprensión por la lúcida exégesis que, en las páginas precedentes, nos ha aportado la magistral mirada del profesor Yarza.

Ya desde las palabras introductorias el autor revela su propósito: recuperar y presentar un perfil que se adapte aproximadamente al de ser real que pintó en Bois-le-Due en el paso del siglo XV al XVI y proponer una interpretación en cierta medida ajustada de sus pinturas, de acuerdo con sus intenciones y las de sus clientes, vertiendo luz y aclarando las atractivas pero falsas, dignas de la ficción pero inadmisibles como figuras históricas, teorías -a menudo imaginativas en exceso- sobre su vida y obra. Partiendo de la comparación de la pintura objeto de su análisis con otra cima cultural, El Quijote, muy sujeta también a la inventiva y la “creatividad” de los críticos, el experto historiador del Arte analiza las muchas interpretaciones a las que las imágenes de El Bosco se han prestado en los cinco siglos en que han podido ser contempladas por las gentes. La desbordada imaginación del pintor lo llevó a crear ese mundo de formas fantásticas en la que lo monstruoso y demoníaco tiene un papel determinante, señala Yarza, y ello ha excitado la fiebre interpretativa de los investigadores, que lejos de leer el cuadro de modo unánime e indiscutido han percibido en las “diablerías” del flamenco tanto un evidente sentido religioso y un fuerte matiz moralizante, como su contrario, la manifestación de un espíritu herético y transgresor, desviado conscientemente de la doctrina oficial, prueba fehaciente -estas conclusiones opuestas- de lo lábil de muchas de las explicaciones aportadas por los comentaristas. Y así, el libro da cuenta de algunas de las hipótesis de los expertos: El jardín de las delicias como la imagen programática de una corriente ideológica herética, la de Los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu, una vieja secta adamita, a la que El Bosco habría pertenecido y que defendía la plenitud gozosa del ejercicio sexual; la versión esotérica, construida a partir de las connotaciones alquímicas en la vida y en la obra del pintor, que aflorarían en el cuadro hasta hacerlo aparecer así como una minuciosa descripción del proceso alquímico llevado a su culminación; la lectura astrológica, fundamentada en las, al parecer, numerosas señales de ese mundo “planetario” presentes en el cuadro; la teoría según la cual lo que en el tríptico se oculta tras diversos velos es la pertenencia de su autor a una corriente espiritual de gran importancia en el siglo XIII y a la que se encontraría vinculado por razones familiares: el catarismo; y tantas otras...
 
Pero, más allá de estas consideraciones generales, es en el rastreo, enumeración y estudio de los innumerables detalles que aparecen en el tríptico, en el desciframiento de su desbordante universo alegórico, en la propuesta de desvelamiento del inagotable caudal de referencias simbólicas que contiene, en donde la erudición, la clarividencia, la sabiduría y la inteligencia del profesor Yarza alcanzan alturas admirables, convirtiendo el proceso simultáneo de la lectura del texto y la demorada contemplación de las magníficas reproducciones en una experiencia fascinante.
 
Y así, el lector avanza deslumbrado y algo enfebrecido entre la muchedumbre de extravagancias, imágenes de inversión, mundos imposibles e historias contadas al revés, que pueblan la inmensa obra del flamenco, desde la visión cósmica esférica que se recrea en la parte exterior de las tablas que cierran el cuadro (se trata, como es bien conocido, de un tríptico de 220 por 197 centímetros que alberga tres paneles en su interior - La Creación, El Jardín de los Deleites, en expresión de Yarza, y El Infierno-, dos de los cuales se cierran sobre sí mismos al modo de puertas que muestran en su cara externa una imagen algo fantasmal de la tierra sin humanos ni animales, sin luna ni sol, detenida en el tercer día de la creación, tal y como demuestra el experto profesor en su estudio) hasta la desbordante multiplicidad de plantas exóticas y seres estrambóticos, paisajes lunares y estanques poblados por una fauna ominosa e inquietante, montañas de formas caprichosas y cielos surcados por interminables bandadas de pájaros, hombres y mujeres en posturas insólitas, íncubos y demonios, figuras satánicas y desnudos provocadores, que llenan los tres cuerpos de la vasta y magna obra, un teatro abigarrado y agobiante, una alucinante sobrecarga de figuras inusitadas y detalles anómalos. Y todo ello, tal plétora de elementos, se ofrece reunido en un escenario envuelto en una atmósfera onírica, en la que todo es ambiguo, todo aparece plagado de significados ocultos, de claves religiosas, de alusiones bíblicas, de referencias cultas, de juegos de espejos e interrelaciones con otras obras, artísticas y literarias, de rupturas del sentido, en un torbellino de imágenes y significaciones que el inconmensurable magisterio del profesor Yarza desentraña y transmite con prodigiosa capacidad de seducción.
 
No os perdáis estas dos maravillas, en primer lugar el cuadro original, El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, que puede contemplarse habitualmente en el Museo del Prado, y que de manera excepcional integra la exposición que la pinacoteca madrileña dedica al pintor flamenco, entre el 31 de mayo y el 11 de septiembre de este año, con ocasión del quinto centenario de su muerte; y por otro lado, el soberbio estudio de Joaquín Yarza en el esplendoroso libro que esta tarde os he presentado.
 
Como correlato musical a mi recomendación de hoy os dejo una curiosidad “bosquiana”. En una “escena” representada en el tercer panel, el del Infierno, aparece una partitura escrita en las nalgas de uno de los muchos personajes torturados que habitan aquel ámbito opresivo; sobre la base de dicha “composición” Gregorio Paniagua, al frente de Atrium Musicae, recreó la pieza escondida, presentándola en 1978, incluida en su humorístico Codex gluteo, del que os dejo ahora una significativa muestra.
 
 
“Cose tanto piacevole e fantastiche”
 
Los Libros de Horas antiguos no incluían el Infierno entre sus numerosas ilustraciones. Es en fechas tardías, incluidas las que nos ocupan, cuando el Infierno aparece como tema independiente. Se ha constatado que hasta en textos que dedicaban un capítulo al Infierno y a la gloria del Paraíso, se ilustraba el primero y se olvidaba el segundo. Por supuesto, nunca se presentaba sin indicar al mismo tiempo el camino que conducía a la salvación.
 
No vamos a negar que tras de todo ello existía una intención devocional y que hayan influido otros modelos. Pero tampoco hay que ser muy radicales para explicar la moda, sabiendo que los Libros de Horas eran los manuales de devoción de una alta sociedad que se preocupaba más de los Jardines del Amor y de las fiestas que de la salvación y la condenación. Basta recordar la historia que nos cuenta Gutiérrez Díez de Games en la crónica dedicada a su señor y titulada El Victorial. El almirante castellano, enviado a Francia a principios del siglo XV en socorro de la armada francesa, descansa después de cumplir su misión en la residencia de un viejo almirante francés casado con una encantadora mujer, mucho más joven que él, que intima con el castellano. El cronista comenta cómo transcurre el día para la señora y sus acompañantes femeninas. Se levantan muy de mañana y salen a un bosquecillo próximo, donde leen sin cruzar palabra en sus Libros de Horas. Se vuelven, después de entretenerse recogiendo flores, y asisten a misa. A continuación se sucede una jornada cargada de cabalgadas, charlas, comidas y bailes, donde el Libro de Horas se deja a un lado.
 
Hay un comportamiento de frivolidad o ligereza que a nadie escapa en esta vida regalada y amable, hurtando un corto tiempo a las devociones. Es entonces cuando el Infierno hace su entrada en unos libros destinados a ser vistos tanto como leídos. Por otro lado, si la tesis es cierta, y parece que hay bastantes razones en su favor, El Jardín de las Delicias fue pintado para el señor de Nassau, coleccionista de cosas bizarras y tan poco refinado como para pensar en ese gigantesco lecho en el que va arrojando a sus invitados algo espesos de mente después de libaciones excesivas. Está en su palacio, quizás en una capilla, aunque no en el retablo principal, como vimos. Qué duda cabe que es una pintura religiosa, con un meditado programa iconográfico donde se condena la participación en un mundo de deleites, precisamente reflejados en los Jardines del Amor o el que viven con placer los hijos de Venus, pero que no dejan de ser practicados por muchas de esas personas que acaban en el lecho monstruoso. Por tanto, seguramente la pintura sería mejor recibida si contara la misma historia importante y trascendental, pero sin prescindir y olvidarse de que “tanto piacevole e fantastiche”, que reclamaba la atención del viajero italiano. Si tan sólo se tratara de demostrar a través de las imágenes un profundo mensaje de advertencia, tal vez se lo hubieran comunicado sus huéspedes o sería tan claro que pertenecía al ámbito de lo sagrado que él mismo no se hubiera atrevido a emitir tal juicio.
 
Estoy intentando decir que no sería absurdo considerar, como algunas de las razones del éxito que hubo de tener en vida El Bosco, sin afectar en absoluto a su condición de cristiano practicante integrado en la sociedad de ‘s-Hertogenboch, fueron su capacidad fabuladora de formas extravagantes, la facilidad que poseía para organizar esos mundos paralelos al real, el impulso que le permitía sorprender, agradar, asustar y, ¿por qué no?, divertir con sus diablerías. En El Jardín de las Delicias terrenales hay todo lo que hemos pretendido contar, porque es una obra coherente y compleja en lo que se refiere a significado o sentido. Detrás, existe un mensaje de advertencia al cristiano, un anuncio de castigo, un recuerdo de las palabras de Dios que subraya que todo lo sucedido en el mundo se hace bajo su control. Pero en el exceso de las imágenes, en la reiteración de motivos que repiten el mismo mensaje de mil maneras diferentes, hay una sobrecarga consciente porque satisfacen, divierten, deleitan a los clientes que las adquieren. Para que esto sea así, es necesario que sea él quien las invente, el mago que tiene siempre una carta amagada para mostrar y asombrar a un público atónito. Porque, en definitiva, es un moralista y, también, un prestidigitador.
 
Si la cronología de sus obras, que ahora se establece con leves variantes, es aceptable, se comprueba que, a medida que transcurren los años, El Bosco de la imaginación se manifiesta cada vez más fértil y creativo. Y esto sucede mientras Jeroen van Aken se transforma en Jheronimus Bosch, mientras el pintor de una ciudad de cierta entidad rompe con el marco habitual de su clientela y empieza a ser conocido a lo largo y ancho de Brabante y los Países Bajos, incluso consiguiendo que su eco llegue más lejos, por ejemplo, a Italia. Para ello no creo que el pintor tuviera que renunciar a nada, ni que e convirtiera en un oportunista. Por el contrario, esa cierta frivolidad de sus clientes le permitió desarrollar hasta el límite su capacidad creadora y sacar fuera, mostrándolos, todos sus fantasmas.
 
El Jardín de las Delicias es una obra de madurez. Hace tiempo que se ha dejado de considerar antigua. Se habla del entorno de 1504. La fecha del contrato con Felipe el Hermoso puede indicar que entonces ya había sido pintada y ésta era la razón del nuevo encargo, porque de un modo u otro el príncipe la conocía. Pero tampoco sería imposible que las cosas hubieran sucedido al revés. Nada se opone a que se realizara entre 1503 y 1506.
 
La historia que en ella se contaba era clara. En el tercer día de la Creación, Dios piensa en el Paraíso terrenal, en el Jardín destinado a aquel con quien culmina el proceso, el hombre. A éste se le exponen las condiciones para que su felicidad sea perpetua y se le concede una pareja. Pronto se atisban señales de peligro que se concretan en las formas inquietantes que se encuentran en determinadas zonas del Jardín. Incluso el diablo engañoso se manifiesta elíptico en algún lugar. La compañera de Adán, ese primer hombre, será la transgresora inducida por el maligno. A consecuencia, la naturaleza se corrompe, se pierde el lugar privilegiado y los hombres quedan sujetos a la ley del pecado. Tanto si son los sucesores de estos primeros creados hasta los tiempos de Noé, como si se trata de la humanidad más en general, lo cierto es que viven un gozo efímero, ajenos al pozo, al lago profundo de inmundicia que mencionan los textos. ¿Cómo reflejar ese estado, cuando no se disponía de claros antecedentes artísticos? El artista recurre a imágenes de gozo, de amor cortés, de influencia amorosa del planeta Venus, y las metamorfosea de tal suerte que obtiene un resultado resplandeciente bañado en una luz clara, limpia y, por ello, engañosa. Es el falso Jardín, o el Jardín de las Delicias terrenales. La desnudez de los humanos es una manera de decir que todos, al margen de su origen social o económico, pueden vivir su pecado con la misma intensidad e insensatez. El final de esta vida tiene previsto un tormento horroroso para los que han desatendido los avisos. De nuevo el castigo es igualatorio, aunque haya una cierta complacencia en destacar determinados vicios, lo que implica a profesiones concretas o aficiones desviadas. Pero la ejemplaridad y el horror se extienden a todos y son entendidas por cualquiera. El resultado plástico total es una de las obras más imaginativas de la historia de la pintura, incluso tan cargada de extravagancias y ambigüedades que despierta ecos ajenos a los que guiaron la mano del pintor y la intención del cliente, tantos siglos después de haber sido realizada.

miércoles, 18 de mayo de 2016

C.P.CAVAFIS. POESÍA COMPLETA
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, y de un modo ciertamente inusual pues la poesía no suele ocupar un lugar especialmente destacado en esta sección, mi propuesta se centra en un poeta, Constantino Petrou Cavafis, uno de mis preferidos desde hace ya cuarenta años, desde un 1976 en que compré -y leí entusiasmado- Poesías completas. Konstantino Kavafis (esa era la grafía de su nombre en aquella edición, algo heterodoxa, de José María Álvarez para la editorial Hiperión). A partir de ese momento en cierto modo iniciático (para mí, sus versos siempre sonarán con la música de esa irregular traducción), se han multiplicado las antologías, las compilaciones y hasta las “poesías completas” del heleno, toda vez que, por un lado, su obra ha interesado a numerosos especialistas e investigadores que han querido ofrecer sus particulares recreaciones de sus versos y, por otro, en estas cuatro décadas han aparecido nuevos poemas inéditos que han obligado a ampliar el corpus de la obra cavafiana. De entre el amplio universo de libros en torno a Cavafis quiero destacar -y recomendaros- los que yo mismo he frecuentado: la Poesía completa presentada por Pedro Bádenas de la Peña en Alianza Editorial en 1983, los Poemas, edición de Seix Barral en 1994 a cargo de Ramón Irigoyen, y la Poesía completa que, en edición de Rafael Herrera y Anna Pothitou, apareció en Visor en 2003. También, aunque no se trata propiamente de una antología, Carne y tiempo. (Lectura e inquisiciones sobre Constantino Kavafis), el interesante estudio de Luis Antonio de Villena -él mismo un poeta muy “cavafiano”- que vio la luz en el año 1995 en la editorial Planeta. Y, por encima de todos, el monumental número doble de la revista Litoral, un espléndido, sugestivo y -como siempre en la publicación malagueña- muy bello monográfico, inencontrable ya, dedicado al griego en 1999, bajo el somero título de Cavafis, en el que, entre otras muchas estimulantes secciones, se presenta una atractiva propuesta consistente en comparar y contraponer, en enfrentar en un sugerente juego de espejos, hasta ocho versiones en castellano de un mismo poema (denominado Fui, Avancé, Anduve, Me fui, según el criterio del respectivo traductor, entre los que se cuentan Alfredo Silván, Elena Vidal y José Ángel Valente o Juan Ferrater, entre otros, aparte de los ya mencionados), prueba de la "admisibilidad" de los distintos y sucesivos acercamientos a la lírica cavafiana.

En otro orden de cosas y con las inevitables distancia y humildad que imponen mis muchas limitaciones sobre el asunto, me permito proponeros la escucha de un programa de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, que con Cavafis como protagonista se emitió el lunes 2 de febrero de 2009. En la emisión -que podéis escuchar en el blog del programa: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com-, se presenta una personal selección de poemas de nuestro autor invitado acompañada de una muestra representativa de canciones e intérpretes mediterráneos (la argelina Souad Massi, el tunecino Anouar Brahem, la israelí Yael Naim, la sarda Franca Masu, el turco Mercan Dede, la palestina Rim Banna, la egipcia Natacha Atlas, la griega Eleftheria Arvanitaki, la catalana Lidia Pujol y el grupo corso A Fileta).
 
Para mi propuesta de esta tarde he escogido la por ahora última aproximación en castellano al universo de Cavafis. Hace unos meses, en octubre de 2015, la valenciana editorial Pre-Textos presentó, en su colección Clásicos contemporáneos y en una muy cuidada edición, formalmente preciosa (tapa dura, formato en octavo de folio, papel biblia, elegantes cintas señaladoras, sobrecubierta con una penetrante fotografía del poeta, con la firma del autor grabada sobre la cubierta original), C.P. Cavafis. Poesía Completa, la compilación “definitiva” -si tal término tiene aquí sentido, vistos los antecedentes- de la obra del alejandrino. Con la traducción y un esclarecedor prólogo de Juan Manuel Macías y un igualmente ilustrativo epílogo de Vicente Fernández González, el libro recoge la totalidad de los poemas del llamado “canon” cavafiano, junto con sus poemas inéditos que incluyen tres en prosa.
 
En los iluminadores estudios inicial y postrero del libro se recogen los más destacados aspectos a considerar en el análisis de la poesía de Cavafis: el “secreto” de su obra (pues no llegó a publicar en vida un libro completo, solo poemas sueltos, cuadernos, carpetas, en ediciones no venales de pequeña tirada), derivado de una concepción de la poesía como “acto de intimidad”; la generosa recepción de su poesía en Inglaterra en 1951, dieciocho años después de su muerte (Cavafis nació y murió el mismo día del año, el 29 de abril, en 1863 y 1933 respectivamente), merced a la entusiasta voluntad de E.M. Forster, amigo del griego; la posterior admiración y apasionado reconocimiento de otros poetas, W.H. Auden o nuestro Luis Cernuda; la extraordinaria sabiduría y hasta erudición del escritor, que aflora en sus versos; la continuidad de su planteamiento poético con lo esencial de la tradición y la cultura y la lengua griegas; el carácter fuertemente local y, simultáneamente -y quizá por ello-, profundamente universal de su mundo estético y lírico; la sucesión de dualismos que constituye el núcleo central de su obra: el cuerpo y el alma; la moral pagana y la nueva concepción del hombre que trazó el cristianismo; la juventud y la devastación de los años; la fuga y lo permanente; la vida y el arte; el mundo griego y el reconocimiento inquietante de la otredad que supone la figura del bárbaro, en palabras de Macías; la presencia en sus poemas de lo real y lo ficticio, de los personajes históricos y los inventados; el protagonismo dado a los individuos marginales, excéntricos, a lo que viven fuera de la norma: perdedores, granujas, traidores, tristes, enamorados, ambiciosos, lascivos, apasionados, cansados o incrédulos -en atinada enumeración debida una vez más al prologuista; o, para terminar, la acertada síntesis con la que Vicente Fernández “define” en el epílogo, lo sustancial de la obra del alejandrino: La poesía de Cavafis -alejada del lirismo, objetiva, fragmentaria, narrativa y prosaica, irónica, a veces dilemática, a veces paródica, compleja, dialógica y polifónica, casi novelesca; tejida, en varios planos, en torno a personas que habitan con su propio discurso en la ficción, sutilmente política- trata de la vanidad del poder y la soledad de las personas, del amor y el placer, del cuerpo y la memoria, de la vida y el arte, de la dignidad de los perdedores. Sus protagonistas, situados en el universo homérico, la antigüedad tardía, en el mundo bizantino o en la sociedad contemporánea, se enfrentan, en lo que pueden elegir, a la misma disyuntiva: ser ellos mismos o entregarse a las convenciones.
 
Y, más allá de la profundidad en el análisis de los expertos responsables de la edición, lo más relevante del libro, como no puede ser de otro modo, es la belleza de los poemas recogidos, unos versos, que como ya escribí en otra ocasión -y lamento la insufrible pedantería de la autocita, pero me puede la pereza- a propósito de su “aparición” en mi existencia cuarenta años atrás (y mis palabras siguen siendo vigentes en la actualidad y sirven para trasladaros ahora mi particular interpretación del universo cavafiano) me resultaron deslumbrantes, conmovedores, emocionantes, me descubrieron aspectos de la vida que yo, a mis pocos años, no alcanzaba a vislumbrar, no podía ni imaginar: la quimera en que siempre convertimos el pasado, la nostalgia de quienes fuimos en otros días, en otras vidas, el desgarro que provocan los sueños rotos, la tristeza y el dolor de la pérdida, la evocación de la juventud desaparecida, la fragilidad de la memoria, la melancolía del recuerdo y el irremisible y quizá salutífero olvido. Además, muchos de sus versos me hablaban de personajes históricos o mitológicos o literarios, habitantes del mundo clásico e igualmente ignorados por mí (o, si conocidos, identificados en otra dimensión diferente -más escolar, más académica, profundamente insustancial- a la que presentaba el poeta), y cuya aparición en aquellos poemas me desconcertaba y atraía a la vez, me sumía en una dolorosa confusión por mi ignorancia culpable y simultáneamente despertaba en mí ansias de conocimiento, de saber: Marco Antonio, Alejandro, Orofernes, Calístrato, Antíoco, Remón, los Ptolomeos, Augusto Constancia… Y me sorprendía también, y me apasionaba, la ambientación en un universo fascinante de evocaciones riquísimas, de referencias cultas, llenas de secretos y sensualidad, puertas abiertas, cada uno de esos poemas, a otros mundos rodeados de misterio, exóticos y desconcertantes, y por ello muy sugestivos y atrayentes: Bizancio, Alejandría, Persia y Roma, Antioquía y Capadocia y Éfeso y Siria y Jonia y tantos otros lugares excitantes y enigmáticos. Y en esos escenarios misteriosos... las calles, la furia y el bullicio de las ciudades comerciales, de la modernidad desbordante, de un Occidente que se imponía por doquier (Cavafis había nacido en 1863, el mundo cambiaba), aunque también la mezcla abigarrada, los aromas penetrantes, los burdeles, la suciedad, el esplendor y la miseria, el brillo y el declive y la magia y el dolor de las urbes orientales. Pero, de un modo principal, Cavafis era para mí, en aquellos días de 1976, el amor, la plenitud y la intensidad del amor, la procura siempre renovada de los cuerpos, la pasión erótica, el deseo, la búsqueda esperanzada, tras cada esquina, en cada recodo, en cada ocasión, del ser amado, el goce de la carne, el éxtasis del placer, la euforizante energía del sexo, el temblor de los encuentros imprevistos, el erotismo incipiente, la sensualidad que se insinúa tras una mirada apenas percibida, la sentimentalidad desbordada, el adolescente enamoramiento del mundo y sus azares, y por encima de todo la decidida apuesta, la terca apuesta, con la fuerza y el ímpetu y el empecinamiento ciegos que son signos distintivos de la juventud, por la belleza, esa aspiración de la belleza que aún está presente en mis deseos de madurez.
 
En fin, no hay tiempo para más. Os dejo con la versión que hace Juan Manuel Macías de Ítaca, uno de los poemas emblemáticos de Cavafis. Os ofrezco también la peculiar recreación musical del poema en la sensible voz de Lluis Llach.
 
 
Ítaca
 
Cuando salgas hacia Ítaca
ruega por que el camino sea largo,
lleno de peripecias y descubrimientos.
A lestrigones y a cíclopes,
o al iracundo Poseidón no temas.
No encontrarás tal cosa en tu camino
si alto es tu pensamiento, y refinada
la emoción que toque tu espíritu y tu cuerpo.
A lestrigones y a cíclopes
o al fiero Poseidón no habrás de hallarlos
a no ser que los lleves en tu corazón,
mientras tu corazón no los ponga frente a ti.
 
Ruega por que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
cuando arribes –¡con qué placer y alegría!–
a puertos nunca vistos.
Detente en los mercados de Fenicia
y compra allí lindos artículos,
madreperla y coral, ámbar y ébano,
y toda clase de perfumes sensuales,
tantos perfumes sensuales como puedas;
acude a muchas ciudades egipcias
para aprender y aprender de los versados.
 
Ten siempre a Ítaca en la mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero en ningún modo apresures el viaje.
Mejor dejar que dure muchos años,
para que llegues, viejo ya, a la isla,
rico con todo lo que has ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te dé riquezas.
 
Ítaca te dio un hermoso viaje,
si no es por ella no habrías emprendido el camino,
pero no te dará más.
 
Y si la encuentras pobre, Ítaca no se ha burlado.
Así de sabio como te volviste, con tanta experiencia,
entenderás entonces qué querían decir las Ítacas.
 

miércoles, 11 de mayo de 2016

ALBERTO MANGUEL. UNA HISTORIA DE LA LECTURA

Hola, muy buenas tardes. Esta semana, Todos los libros un libro quiere sumarse, como en tantas otras ocasiones en cursos pasados, a la celebración de la Feria del libro en nuestra ciudad. Para ello, quiero recomendaros una obra que gira sobre el universo del libro y de la lectura, pocos días después de nuestro múltiple homenaje -aquí mismo y en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes- a la ya extinta librería Cervantes. El de hoy es un texto, ya un clásico, que desde su presentación hace ahora veinte años ha conocido en nuestro país infinidad de reediciones en formatos variados -en tapa dura o bolsillo, con ilustraciones y sin ellas, en blanco y negro o en color, en ediciones en rústica y de lujo- e incorporando en cada nueva entrega pequeños cambios, aportaciones, detalles, ensayos, crónicas, prefacios, reseñas, capítulos e imágenes nuevas, siendo objeto incluso de diversas “reescrituras” por parte de su autor, el sabio -no hay mejor término para calificar su inabarcable erudición- argentino/canadiense, Alberto Manguel. El libro, Una historia de la lectura, que dadas las ambiciosas pretensiones de su autor -que pueden deducirse a partir del mero título, que lleva implícita la imposibilidad de la tarea- es por definición una obra inacabada y siempre en progreso, alcanza ya, en la edición que ahora os presento, seiscientas veinte páginas, reunidas en un esplendoroso volumen de consulta obligada para cualquier persona con interés por los libros.

Una historia de la lectura se publicó originariamente en inglés en Canadá en 1996, fruto de siete años de exhaustivo trabajo de su creador. La obra obtuvo de inmediato una excelente acogida en el mundo entero, multiplicándose las traducciones a más de treinta idiomas y convirtiéndose en una referencia inexcusable, un texto canónico, un clásico, como he dicho, sobre la materia. Dos años después de su nacimiento primigenio vio la luz una primera edición en España, ofrecida, bajo el patrocinio de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, por Alianza Editorial en traducción de José Luis López Muñoz. Esa versión ha sido reeditada sin cesar desde entonces en la misma editorial y sigue disponible actualmente en las librerías, a precios muy asequibles y en diseños y hechuras muy distintos.

La versión que hoy quiero proponeros es la que en las Navidades de 2005 presentó la editorial Lumen, un libro que aunque respeta en lo esencial aquella edición original es, en más de un modo, una obra nueva. En primer lugar porque su trasvase al español corresponde a otro traductor, Eduardo Hojman; además, porque el contenido se amplía considerablemente en capítulos inéditos, con, entre otras variaciones, los comentarios de Manguel a propósito de las novedades que surgieron en el mundo del libro, impetuosas y aceleradas, en los diez años transcurridos desde su primera redacción (singularmente, las derivadas de la proliferación de tecnologías digitales aplicadas al libro y el auge de los e-books); y, por último, por la incorporación de trescientas cincuenta ilustraciones en color en una edición primorosa y exquisita, formidable, un rigor y un atractivo formales que convierten al volumen, más allá de su contenido, en una auténtica obra de arte.

Y, precisamente, la belleza del libro -además de su temática- lo hace especialmente recomendable como obsequio en estos días de la Feria, tan propicios para los regalos (valorando, claro está, su elevado precio, unos cuarenta y cinco euros, que si os decidís a invertirlos serán, sin embargo, muy bien empleados). Una historia de la lectura es una auténtica fiesta para los sentidos pues, al margen de su interés intrínseco, que es ya muy grande como luego os comentaré, se disfruta con sólo tenerlo en las manos, acariciar sus tapas, oler el papel, pasar las yemas de los dedos por la tersura de sus páginas, repasar sus profusas y bellísimas ilustraciones (cuadros, esculturas, grabados, fotografías, cartas, cuadernos, facsímiles, mapas, fotogramas de películas, viñetas y muestras de humor gráfico, dibujos,cubiertas, portadas y páginas de libros, reproducciones tablillas u otros soportes para la lectura, carteles, etc.), hasta el punto de que el solo hecho de hojearlo -para los muy fetichista, su mera tenencia- constituye una auténtica celebración que casa muy bien con la alegre exaltación de estas fechas de generalizada invitación al placer de la lectura.

En Una historia de la lectura Alberto Manguel nos cuenta, con una prosa inteligente y erudita, plagada de informaciones y datos, pero a la vez amena, divertida y de muy fácil seguimiento, que atrapa sin remisión, su peculiar interpretación de la historia de la lectura, que abarca desde la aparición de las primeras tablillas sumerias hasta el ya hoy superado CD-Rom o los e-books ahora consolidados y quizá indispensables en unos años.

Estructurado en cuatro grandes ejes -La última página, Lecturas, Los poderes del lector y El último pliego- que han ido cambiando en las diferentes ediciones, el libro nos sumerge en un relato -arrebatador y magníficamente escrito, apasionante y adictivo- en el que se reflejan el acontecer histórico de la palabra escrita, de la lectura y de los libros, el origen y la evolución del acto de leer, el descubrimiento de la lectura como placer, los diferentes hábitos lectores, los lugares de la lectura y tantos otros temas relacionados con la práctica lectora. El descubrimiento de la lectura silenciosa, la lectura para otros, las formas del libro, la pasión por los libros y el a veces inevitable robo de libros, los poderes del lector, la prohibición de los libros o la locura lectora… son algunos de los fascinantes capítulos de un libro encantador.

En la primera sección, La última página, Manguel repasa su propia trayectoria como lector, desde su inicial descubrimiento, a los cuatro años, desde la ventanilla de un coche, de un cartel inteligible para él por primera vez -en un episodio entrañable que os transcribo íntegro al cierre de esta reseña-, pasando por sus experiencias lectoras adolescentes y juveniles, de las que da cuenta a través de la larga lista de títulos deslumbrantes y apetecibles para un chico ya infectado por la pasión de los libros, hasta el desarrollo de su “vocación” adulta (yo quería vivir entre libros) que lo llevó, entre otras muchas ocupaciones vinculadas a los libros, a ser lector del ciego Borges.

El segundo bloque, Lecturas, recoge diversos acercamientos del autor a los procesos que intervienen en la lectura. En capítulos de sugerentes denominaciones (Leer sombras, Los lectores silenciosos, El libro de la memoria, Aprender a leer, La primera página ausente, Lectura de imágenes, Leer para otros, Las formas del libro, Lectura privada y Metáforas de la lectura), se nos narran -siempre de manera sugestiva y plagada de sustanciosos ejemplos- los diferentes modos de leer y las implicaciones sociales, cognitivas, neuropsicológicas o fonéticas de cada uno de ellos.

En la tercera sección, Los poderes del lector, el foco se desplaza desde el hecho de la lectura hacia la figura del lector, que se estudia desde muy diversas vertientes que pueden deducirse con la mera enumeración de la rúbrica de sus capítulos (Ordenadores del universo, Leer el futuro, El lector simbólico, La lectura entre paredes, Robar libros, El autor como lector, El traductor como lector, La lectura prohibida o El loco de los libros, entre otros).

Por fin, en El último pliego, y partiendo de una frase de Hemingway en Las nieves del Kilimanjaro (Conocía por lo menos veinte buenas historias del mundo exterior y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?), el autor especula sobre los libros que no hemos leído o, en su caso, que no ha escrito, incluyendo entre ellos La historia de la lectura, un volumen ideal -que describe detalladamente- que superaría las carencias del presente Una historia de la lectura, para acabar señalando que La historia de la lectura, afortunadamente, no tiene fin. Después del último capítulo -escribe- y antes del copioso índice antes mencionado, nuestro autor ha dejado unas cuantas páginas en blanco para que el lector agregue nuevas ideas sobre la lectura, temas que se han pasado por alto, citas apropiadas, sucesos y personajes todavía futuros. Hay cierto consuelo en esta decisión. Me imagino dejando el libro sobre la cama, me imagino abriéndolo esta noche, o mañana por la noche, o la noche siguiente, y diciendo para mis adentros: “No he llegado al final”, en una clausura muy abierta y prometedora que nos implica en la continuación y “recreación” de la obra.

El libro se completa con una postrera y extensa sección de información adicional, que incluye una abundantísima e interesante bibliografía para cada uno de los capítulos, un índice onomástico con más de mil entradas, así como los inevitables créditos de las innumerables fotografías e imágenes.

Os dejo ya con un largo fragmento de Una historia de la lectura. Espero que a través de él -pese a su extensión tan sólo una muestra somera- pueda trasladaros algo, una brizna siquiera, del espíritu del texto reseñado. Aunque nunca como en este caso las palabras que os ofrezco suponen un tan pálido reflejo de la magnitud de la obra de la que quieren dar noticia. Reading in Bed (Yo también leía en la cama. En la larga sucesión de camas en las que pasé las noches de mi infancia, en extrañas habitaciones de hotel donde las luces de los automóviles que pasaban por la calle barrían misteriosamente el techo, en casas cuyos olores y sonidos no me eran familiares, en chalés veraniegos pegajosos por la brisa del mar o donde el aire de montaña era tan seco que me ponían cerca una palangana humeante con agua de eucalipto para ayudarme a respirar, la combinación de cama y libro me proporcionaba una suerte de hogar al que sabía que podía volver, noche tras noche, sin importar dónde me encontrara. Nadie me llamaba para pedirme que hiciera esto o aquello; tampoco mi cuerpo necesitaba nada, inmóvil bajo las sábanas. Lo que sucedía sucedía en el libro, y yo era el narrador. La vida seguía su curso porque yo pasaba las páginas. No creo recordar una mayor alegría total que la de llegar a las últimas páginas y dejar entonces el libro, de modo que el final no se tuviera lugar hasta al menos el día siguiente, recostándome después en la almohada con la sensación de que realmente había conseguido detener el tiempo), un muy apropiado título -y solo eso, la canción no está tan vinculada a la lectura como su encabezamiento sugiere- de Emily Haines & The Soft Skeleton cierra este comentario.


A los cuatro años descubrí que podía leer. Ya había visto innumerables veces las letras que sabía (porque me lo habían explicado) que eran los nombres de las ilustraciones bajo las que estaban colocadas. Me daba cuenta de que el niño (boy en inglés), dibujado con vigorosos trazos negros y vestido con pantalones cortos de color rojo y con una pelota verde bajo el brazo (la misma tela roja y verde de la que estaban recortadas todas las otras imágenes del libro, perros y gatos y árboles y madres altas y esbeltas) también era, de alguna manera, las negras formas severas situadas debajo, como si hubieran descuartizado su cuerpo para crear tres figuras muy nítidas: un brazo y el torso, b; la cabeza cortada y perfectamente redonda, o; las piernas caídas, y. Dibujé ojos con la cara redonda y una sonrisa, y también llené el círculo vacío del torso. Pero había más: yo sabía que esas formas no sólo eran un reflejo del niño, sino que también podían contarme con precisión lo que él estaba haciendo, con los brazos extendidos y las piernas separadas. El niño corre, decían las formas. No estaba saltando, como yo podría haber pensado, ni fingiendo haber quedado congelado de pronto, ni jugando a un juego cuyas reglas y finalidad me eran desconocidas. El niño corre.

Pero aquellas percepciones eran simples actos de magia que perdían parte de su interés porque otra persona los había ejecutado para mí. Otro lector —mi niñera, probablemente— me había explicado esas formas y entonces, cada vez que el libro se abría y me mostraba la imagen de aquel exuberante muchacho, yo sabía cuál era el significado de las formas que había debajo. Era, desde luego, algo placentero, pero con el paso del tiempo dejó de interesarme. Faltaba la sorpresa.

Hasta que un día, desde la ventanilla de un auto (ya he olvidado el destino de aquel viaje) vi un cartel a un costado del camino. La visión no pudo haber durado mucho tiempo; tal vez el automóvil se detuvo por un instante, quizá sólo redujo la velocidad suficiente para que yo viera, grandes e imponentes, formas similares a las de mi libro, pero formas que no había visto nunca antes. Sin embargo, supe de inmediato lo que eran; las oí dentro de mi cabeza; se metamorfosearon, dejaron de ser líneas negras y espacios blancos para convertirse en una realidad sólida, sonora, cargada de significado. Todo eso lo había hecho yo por mi cuenta. Nadie había realizado para mí ese truco de magia. Las formas y yo estábamos solos, revelándonos mutuamente en un diálogo silencioso y respetuoso. Haber podido transformar unas simples líneas en una realidad viva me había hecho omnipotente. Ya sabía leer.

No sé cuál era la palabra que leí hace tantos años en aquel cartel (creo recordar que tenía varias aes), pero la repentina sensación de entender lo que antes sólo podía contemplar es aún tan intensa como debió serlo entonces. Fue como si adquiriera un sentido nuevo, de modo que ciertas cosas ya no eran sólo lo que mis ojos veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mi nariz olía y mis dedos tocaban, sino que eran, también lo que todo mi cuerpo descifraba, traducía, expresaba, leía.

Los lectores de libros, una especie a la que sin saberlo, me estaba incorporando (siempre sentimos que estamos solos ante cada descubrimiento, y cada experiencia, desde que nacemos hasta que morimos, nos parece espantosamente única), amplían o concentran una función que nos es común a todos. Leer letras en una página no es más que una de sus muchas formas. El astrónomo que lee un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto japonés que lee el terreno donde se va a construir una casa para protegerla de las fuerzas malignas; el zoólogo que lee las huellas de los animales en el bosque; la jugadora de cartas que lee los gestos de su compañero antes de lanzar sobre la mesa el naipe ganador; el bailarín que lee las anotaciones del coreógrafo y el público que lee los movimientos del bailarín sobre el escenario; el tejedor que lee el intrincado diseño de una alfombra que está confeccionando; el organista que lee al mismo tiempo diferentes líneas de música orquestada; el padre que lee la cara de su bebé buscando señales de alegría, miedo o asombro; el adivino chino que lee las antiguas marcas en el caparazón de una tortuga; el amante que de noche lee a ciegas el cuerpo de su amada; el psiquiatra que ayuda a los pacientes a leer sus propios sueños desconcertantes; el pescador hawaiano que lee las corrientes marinas hundiendo una mano en el agua; el granjero que lee el clima en el cielo; todos ellos compartes con los lectores de libros la habilidad de descifrar y traducir signos. Algunos de esos actos de lectura están matizados por el conocimiento de que otros seres humanos crearon la cosa leída con ese propósito específico –la notación musical o las señales de tránsito, por ejemplo-, o que lo hicieron los dioses, en el caparazón de la tortuga, en el cielo nocturno. Otros están relacionados con el azar.

Y, sin embargo, en todos los casos, es el lector quien interpreta el significado; es el lector quien atribuye (o reconoce) en un objeto, un lugar o un acontecimiento cierta posible legibilidad; es el lector quien debe adjudicar sentido a un sistema de signos para luego descifrarlo. Todos nos leemos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde estamos. No podemos hacer otra cosa que leer. Leer, casi tanto como respirar, es nuestra función primordial.


miércoles, 4 de mayo de 2016

ALAN BENNETT. UNA LECTORA NADA COMÚN
 
Hola, buenas tardes, sed bienvenidos a Todos los libros un libro. Radio Universidad de Salamanca os ofrece todos los miércoles a esta hora de la tarde una particular sugerencia de lectura con el fin de orientaros en el muy profuso mundo de las novedades editoriales. Hoy, coincidiendo con la inminente apertura de la Feria del Libro en nuestra ciudad, os traigo un título centrado en el universo de los libros, una delicia, poco más de cien páginas que se leen en un suspiro, una novela delicada, aparentemente ligera, de lectura arrebatadora y muy agradable. Se trata de Una lectora nada común, su autor es el británico Alan Bennett, y la edita Anagrama en traducción de Jaime Zulaika. Antes de adentrarme en mi comentario del libro quiero referirme brevemente a su autor, cuyo nombre ha aparecido estos días en los medios de comunicación a causa del estreno de una película, La dama de la furgoneta, basada en otra obra suya del mismo título cuya lectura también os recomiendo con entusiasmo. En la novela -la película aún no he podido verla- Bennett cuenta la historia de Miss Shepherd, una enloquecida anciana, indigente y lunática, que se instaló en una furgoneta desvencijada aparcada ante la casa del escritor. La problemática presencia de la mujer en las cercanías de su domicilio, las constantes agresiones sufridas por ella a manos de desaprensivos gamberros y un no del todo nítido impulso benevolente del autor lo llevaron a invitar a la excéntrica abuela a pasar las noches en una caseta de su jardín. Al poco tiempo, la furgoneta y su inquilina estaban instaladas en su muy sucinto patio y allí permanecieron durante quince años hasta la muerte de Miss Shepherd. En ese tiempo, Bennett y quienes lo visitaban debieron acostumbrarse a la inusitada presencia de la desgreñada mujer y de sus cochambrosas pertenencias. Con delicadeza y humor, con sensibilidad e inteligencia, con aparente distanciamiento, extraordinario respeto y evidente compasión, el escritor inglés nos habla de la edad, del paso del tiempo y el deterioro, de la soledad y la decadencia, de los abismos de la existencia y las vicisitudes de la fortuna en la vida humana, en una novela muy tierna y entrañable, que, al igual que mi consejo de esta tarde, tampoco deberíais dejar de leer.
 
Alan Bennett es un prolífico escritor, dramaturgo, guionista de televisión, actor y novelista, que lleva más de cincuenta años -tiene ahora ochenta y dos- responsabilizándose de decenas de trabajos televisivos, colaborando en programas radiofónicos, escribiendo el guión de numerosas películas -recuerdo ahora, entre las más conocidas, Ábrete de orejas, la transgresora cinta de finales de los ochenta dirigida por Stephen Frears, o la oscarizada y excelente La locura del Rey Jorge, de Nicholas Hytner, adaptación de Bennett de una pieza teatral propia con el mismo título-, publicando infinidad de libros -novelas, ensayos, memorias-, escribiendo y dirigiendo una gran cantidad de obras de teatro, que en ocasiones también ha interpretado (quiero subrayar, también con apasionamiento, The History boys, que dio lugar a otra magnífica película, centrada en el mundo de la educación, que yo he utilizado alguna vez en mis clases), y siendo, en definitiva, una figura muy destacada de la escena cultural británica.
 
Una lectora nada común parte de una anécdota trivial y, como supondréis en cuanto os la relate, obviamente inventada. Un buen día, en las dependencias del palacio de Buckhingam, la reina de Inglaterra, que persigue a algunos de sus perros especialmente inquietos, se encuentra por azar con el bibliobus municipal de Westminster. Sube a él, y azorada ante el personal de la biblioteca ambulante por lo insólito de la situación, y consciente de su siempre simbólico papel como reina, se ve obligada a escoger un libro, retirarlo, llevarlo a sus aposentos y, como corolario natural de tal concatenación de acontecimientos poco probables, leerlo. A Isabel II, hasta ese momento, dice el narrador, no le había interesado mucho la lectura. Leía, por supuesto, como todo el mundo, pero el gusto por los libros era algo que dejaba a los demás. Era un hobby, y la naturaleza de su trabajo entrañaba no tener hobbies. El jogging, cultivar rosas, el ajedrez o escalar, el aeromodelismo o decorar tartas. No. Las aficiones suponían preferencias y había que evitar las preferencias: excluían a la gente. No tenía preferencias. Su trabajo consistía en mostrar interés, no en interesarse. Y además leer no era hacer algo. Ella hacía cosas. Pero el encuentro fortuito con los libros despertará en ella una desbordante pasión lectora que la llevará a devorar más y más libros y que cambiará gradualmente su vida hasta desembocar en un final desconcertante, imprevisto y divertidísimo que no puedo revelaros pero que sin duda vais a disfrutar como el resto de la novela.
 
Hay muchos planos superpuestos que despiertan nuestra atención, nuestro asombro, que inducen a la reflexión, muchos niveles de lectura distintos, muchos elementos de interés en la novela, que la hacen, insisto, altamente recomendable. En primer lugar, la propia historia, el relato de los hechos con la evolución del personaje de la Reina (tan de moda estos días por su nonagésimo cumpleaños), nos interesan por sí mismos; la narración es muy fluida y ligera, nos atrapa y nos lleva de un modo imperceptible, depositándonos al término del libro en la soledad de nuestra habitación, con una sonrisa en los labios, tras un par de horas que han pasado de manera fugaz, rapidísima, como un cuento que nos ha encantado, que nos ha entusiasmado y transportado fuera del tiempo.
 
Además, y sobre todo, Una lectora nada común es una fábula sobre el poder de los libros para cambiar nuestras vidas, sobre la seducción, la magia, la fascinación de la lectura, la capacidad que tiene la literatura para proporcionarnos emoción y conocimiento y alegría y reflexión y felicidad e intensidad y placer y, en definitiva, vida plena. La Reina, a partir del momento en que el ‘veneno’ de la lectura se apodera de ella, cambia su vida, la ve con otros ojos, se aburre en las ceremonias oficiales, le resultan insufribles la banalidad de los políticos, la estupidez de sus ayudantes, lo insustancial de sus fastidiosas obligaciones institucionales, la superficialidad de los dirigentes internacionales (genial y desternillante el banquete oficial con el presidente de Francia, con los desconcertantes intentos de la Reina por introducir al escritor marginal Jean Genet en las conversaciones). Desde su descubrimiento de los libros, la Reina de Alan Bennett se desentiende de sus exigencias reales, que descuida o abandona o lleva a cabo a la ligera, para recaer una y otra vez en los libros, para leer en sus habitaciones, en sus viajes, en los tiempos muertos de las engorrosas celebraciones. Llega incluso a recorrer Londres en el carruaje real saludando con aparente convicción a sus súbditos, mientras sostiene un libro abierto por debajo del nivel de la ventana de la carroza, manteniendo la mirada en el texto y no en la muchedumbre hacia la que mueve su mano con profesional e inadvertida y automática desgana.
 
Pero hay mucho más, hay una descripción genial del ambiente de Palacio, de los consejeros serviles, de los ministros hipócritas e ignorantes, de la banal aristocracia palaciega. Alan Bennett toma todos los tópicos, reales o inventados, sobre la Reina de Inglaterra, los recrea con maestría y los introduce en la historia con delicadeza y humor, para confeccionar un fresco muy verosímil de la vida íntima de las monarquías, para hablarnos del sentido de su función, de su papel en nuestras sociedades democráticas. Porque Una lectora nada común es también una reflexión sobre el absurdo del Poder, sobre su irracionalidad, sobre la falta de autenticidad, de vida, de conocimiento, de inteligencia en la clase política…
 
Leed este admirable libro, Una lectora nada común de Alan Bennett, publicado por la Editorial Anagrama, estoy seguro de que, como a mí, os va a entusiasmar. Se trata, además, de una lectura especialmente indicada en estos días en los que la Feria del Libro ilumina nuestras calles con la presencia siempre deslumbrante de la literatura.
 
Como complemento al libro, una canción que habla también de la Reina de Inglaterra: The Queen is dead, de The Smiths.
 
 
Fue por culpa de los perros. Eran unos snobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín, subían a los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
 
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.
 
Era la biblioteca ambulante del municipio de Westminster, una camioneta grande como un camión de mudanzas, aparcada junto a los cubos de basura, delante de una de las puertas de la cocina. No era una parte de palacio que ella visitase a menudo, y desde luego nunca había visto estacionada allí la biblioteca, y probablemente tampoco los perros, y de ahí el alboroto, y como no logró calmarlos subió la escalerilla de la camioneta para disculparse.