Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de marzo de 2018

FRANÇOISE FRENKEL. UNA LIBRERÍA EN BERLÍN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy, el ya veterano espacio de literatura en Radio Universidad de Salamanca os acerca una obra interesante, de lectura muy instructiva aunque a mi juicio algo fría, sobre un tema bien conocido y del que aquí ya os hemos presentado infinidad de aproximaciones. Se trata de Una librería en Berlín, el relato en primera persona en el que Françoise Frenkel, una ciudadana judía de origen polaco, desconocida para mí en tanto escritora, da cuenta de su experiencia como librera en Berlín a principios de los años veinte del pasado siglo y, sobre todo, de su trágica huida por Alemania, Francia y Suiza, escapando de la agobiante opresión del nazismo entre 1939 y 1943. El título escogido para la aparición del libro en España no es el original, mucho más significativo respecto a su contenido: Rien où poser sa tête (“ningún sitio donde descansar la cabeza”), siendo además algo equívoco y pudiendo inducir a la confusión, pues la presencia de la librería berlinesa referida ocupa apenas treinta de las casi trescientas páginas del volumen. Una librería en Berlín fue publicado en 2017 por la editorial Seix Barral en traducción de Adolfo García Ortega, excelente escritor él mismo (hace años presenté en este espacio El mapa de la vida, una magnífica novela) y muy interesado, en sus libros y sus traducciones, por las dramáticas vicisitudes vividas por los judíos en el terrible siglo XX. El texto viene precedido de un clarificador prefacio de Patrick Modiano, otro escritor (también reseñado en esta página) “obsesionado” con la segunda guerra mundial, en particular con los escenarios y personajes de la ocupación de Francia por las tropas hitlerianas, y se cierra con un muy necesario dosier final, que incluye documentación variada sobre la protagonista del libro y sobre algunos de los detalles de los que se habla en él. De este curioso dosier adjunto os comentaré más adelante algunos detalles relevantes.

La mayor parte de las obras literarias centradas en los trágicos episodios vividos por las víctimas -sobre todo judías- de la barbarie nazi en el período que va desde la ascensión al poder de Hitler hasta el fin de la Segunda guerra mundial, tanto las que se plantean a partir de una base autobiográfica y casi documental como las que adoptan abiertamente la forma de un relato de ficción, suelen presentar a los personajes en sus vidas anteriores a su deportación a los siniestros campos de concentración y exterminio o bien una vez incorporados a ellos. En el primero de los casos, las narraciones se centran en el clima de terror que progresivamente va tomando cuerpo en la Alemania -y en el resto de los países invadidos- dominada por el nacionalsocialismo, en las amenazas a los judíos, en las sospechas y vejaciones, en la humillante exposición pública, en la infamante exigencia de portar la estrella de David en sus ropas, en las ofensas y agresiones inicialmente esporádicas, luego constantes, en los ataques y linchamientos, en la expulsión de sus trabajos, la destrucción de sus negocios y el vacío social y profesional, en el ambiente irrespirable, los registros, los saqueos y las confiscaciones, en la enajenación de sus bienes, el racionamiento y la degradación, en el confinamiento en guetos y, por fin, en la exacerbación de los pogromos con su detención y su cruel conducción a los campos, cientos de miles de personas hacinadas e indefensas en los inhumanos trenes de la muerte. Una segunda vertiente -muy nutrida y copiosa, y de extraordinario valor “moral”- entre los libros que registran ese infausto momento histórico lo constituyen aquellos que describen las penalidades sufridas por sus protagonistas en los centros de internamiento y exterminio, en las diversas variantes del horror y la atrocidad, de la bestialidad y la locura sobre las que se articulaba la existencia en lugares como Auschwitz, Birkenau, Treblinka, Dachau, Buchenwald o Mauthausen. (Aprovecho, una vez más, para recordaros la inexcusable visita a la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos que puede verse hasta el próximo 17 de junio en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid).

Mucho menos a menudo nos encontramos con libros que se centren en la descripción de la huida, en la dura cotidianidad de quienes, vislumbrando el peligro escondido en los ominosos indicios que ofrecían las primeras acciones perpetradas por las desenfrenadas huestes de las tropas de asalto o las juventudes hitlerianas o desesperados ante la desaparición de sus conocidos, allegados o parientes, deciden escapar, dejando atrás pertenencias y amistades, familia y propiedades -la existencia entera-, para salvar la vida y en busca de seguridad y, sobre todo, libertad. En el caso de la literatura de expresión francesa, a la que pertenece la autora que hoy nos ocupa, es bien cierto que existen algunos ejemplos notables de esta “tendencia”, pues el propio Patrick Modiano sí ha basado una parte sustancial de su obra en referir el día a día en la Francia ocupada, pero sus novelas reflejan más la “normalidad” que la fuga, en la medida en que en ellas la amenaza nazi es más difusa, está en el ambiente, claro -las calles de las ciudades asisten al paso triunfal de los invasores alemanes-, pero no acosa directamente a los personajes, que se desenvuelven en su existencia habitual condicionados por la presencia de la guerra pero no presionados o agredidos o violentados brutalmente por ella. Suite francesa, la obra maestra de Irène Némirovsky, que aprovecho para recomendaros apasionadamente, un libro que tiene más de un punto en común con el que hoy os presento, sí se centra en el sufriente itinerario de la retirada y dispersión, angustiosa y desesperada, de miles de familias que abandonan un París bombardeado para escapar de sus más que probables verdugos. Sin embargo, la novela de Némirovsky, a años luz (a su favor) en calidad literaria de Una librería en Berlín, no se limita, como lo hace ésta, a la mera descripción casi notarial de las peripecias de los desplazados, sino que tiene más altura, más profundidad, más dimensiones en definitiva, constituyendo un espléndido y vivo testimonio de la sociedad francesa y del estado del mundo en su época, así como una profunda indagación en la condición humana.

En cambio, como digo, la historia que se nos cuenta en Una librería en Berlín es, sin despreciar el enorme valor que supone como muestra -una más- de la feroz e inhumana irracionalidad a la que puede llegar nuestra especie, es más trivial, más “ligera”, más “rutinaria” -y espero que los adjetivos no suenen frívolos en este contexto-, o al menos ésa ha sido mi percepción durante su lectura.

Frymeta Idesa Frenkel, que se hará llamar Françoise Frenkel, nace en 1889 en Polonia. Estudiante de Letras en la Sorbona realiza sus prácticas en una librería parisina. En 1921 se instala con su marido, Simon Raichenstein (del que, muy sorprendentemente, no aparece ni una sola referencia, por pequeña o indirecta que fuese, en el libro), en Berlín, en donde ambos fundan La Maison du Livre, la primera librería especializada en literatura francesa de la capital alemana. Las primeras intimidantes sombras que enturbian la normalidad de la vida de los judíos llevan al exilio al marido, mientras Françoise permanece en Berlín al frente de su establecimiento (Yo amaba a mi librería como una mujer ama, con verdadero amor, será la declaración más entusiasta sobre su oficio -y a mí y ya me parece algo retórica y, en el fondo, vacua-, aparte de alguna mención superficial a escritores y títulos favoritos) hasta julio del 39 en que la declaración de guerra la obliga a dejar Alemania y huir a París. La crónica de esos largos años -en ese momento nuestra protagonista tiene ya cincuenta- ocupa, como ya he señalado, una treintena de páginas, mientras el núcleo principal del libro se detiene en las sucesivas etapas de un cada vez más penoso peregrinaje en pos de una liberación que la mujer acabará encontrando en junio de 1943 cuando, tras al menos tres intentos fallidos, logra cruzar a Suiza y alcanzar la salvación. Su marido, en cambio -pero esta información no la conocemos por el relato de Françoise-, acabará deportado a Auschwitz y morirá en el campo. El lector de Una librería en Berlín seguirá a su autora por mil y una peripecias, de Berlín a París y, desde la capital gala, a Aviñón, Vichy, de nuevo Aviñón, Niza, algún lugar perdido de las montañas prealpinas, Grenoble, Annecy, Saint-Julien, otra vez Annecy y por último el tranquilizador país helvético tras cruzar abruptamente la frontera desde la región de Saboya. En su arriesgado itinerario, en el que utilizará distintos medios de transporte (trenes, autobuses, camiones, burros, sin excluir las muchas caminatas a pie), Françoise -que parece gozar de una holgada condición económica, pues se aloja, al menos los primeros años de su periplo, en hotelitos de una cierta calidad- se asienta en sus diferentes destinos siempre a la expectativa de alguna benéfica novedad (El fondo subyacente de aquella experiencia era la espera, escribe), se adapta en ellos, mientras no llegan las buenas noticias, a una relativamente despreocupada normalidad y entra en contacto con gentes variadas, amigos, conocidos, acogedoras familias que la albergan, lugareños afables o siniestros que la ayudarán a escapar cuando la placidez de su refugio se ve en peligro por una nueva aproximación de los temidos invasores... Su relato recrea puntualmente las diferentes situaciones por las que transcurre su escapada, en la que son frecuentes los cambios de domicilio, en condiciones cada vez más austeras, punteándolas con reflexiones personales en las que comenta los pormenores de su errante vida, añora a sus seres queridos y los tranquilos días del pasado, emite juicios sobre las personas que encuentra, desliza algún pensamiento más o menos filosófico e introduce algún pasaje poético o tocado de un cierto lirismo. Desde el punto de vista literario, pues, el libro no me dice mucho; es, incluso, a mi juicio, algo simple, muy llano y elemental, sin demasiados aspectos sobresalientes o de una especial relevancia: la narración algo desapasionada y sin la intensidad ni el dramatismo ni la emoción, al menos desde mi percepción lectora, que las duras vivencias experimentadas conllevan, de una mujer con posibles que ve cómo su vida se desmorona y se ve obligada a abandonar cuanto tiene y adaptarse a muy difíciles circunstancias, pero siempre de un modo privilegiado frente al sufrimiento y la indefensión que debieron padecer muchos de los perseguidos en aquellos días, gentes del común a la postre no tan favorecidos por la fortuna como sin duda lo fue, pese a sus desgracias, Françoise Frenkel. Quizá sea este hecho el que motive que al lector le resulte difícil sentirse del todo identificado con la protagonista del relato en sus tristes contingencias.

La edición española se completa, como he anticipado, con un muy ilustrativo dosier final que incluye una sucinta cronología, algunas pruebas documentales -fotografías, recibos, facturas, testimonios notariales, declaración juradas, escritos oficiales, artículos de prensa, dedicatorias, páginas de listines telefónicos- de los hechos narrados en el texto, así como de la inusitada y azarosa trayectoria del libro original, “desaparecido” durante décadas tras su publicación en 1945 y “recuperado” por azar en un tenderete de un rastro hace menos de un lustro.

En fin, una lectura, pese a todo, interesante, la de esta Una librería en Berlín de Françoise Frenkel que esta tarde os recomiendo. Como acompañamiento musical a mi reseña os dejo a Yves Montand poniendo su voz a un bellísimo poema, Barbara, de Jacques Prévert, algo posterior -1946- a la acción narrada en el libro, pero lleno de referencias a la brutalidad de la guerra entonces recién terminada (Oh Barbara/Qué gilipollez la guerra/Qué habrá sido de ti/Bajo esta lluvia de hierro/De fuego de acero de sangre/Y aquel que te estrechaba en sus brazos/Cariñosamente/Estará muerto desaparecido o quizá viva).


Cuando pienso en los últimos años tan atormentados de mi estancia en Berlín, de nuevo veo ante mí una cadena de hechos alucinantes: los primeros desfiles silenciosos de los futuros camisas pardas; el proceso que siguió al incendio de Reichstag, típica muestra del proceder nacionalsocialista; la rápida transformación de los niños alemanes en larvas excitadas de las Juventudes Hitlerianas; el aspecto masculino de las chicas rubias de ojos azules que desfilaban con zancadas tan bruscas que hacían vibrar los escaparates y temblar los libros que había en los expositores como un sombrío presentimiento; la visita de una madre alemana que lloraba por su hijo, quien acababa de ser felicitado delante de toda la clase y puesto como ejemplo por haberla denunciado por sus opiniones antinazis; o esa otra madre, esta judía, que, con el corazón lleno de dolor, me contó que se había encontrado en la calle con su hijo, de padre cristiano, y como iba acompañado de camaradas hitlerianos hizo como que no la conocía; la creciente desolación de todas las madres ante el desafecto de sus hijos arrancados del hogar familiar; la influencia de los jefes de edificio que se metían en la vida de los inquilinos, los delataban ante los tribunales de comportamiento, dislocaban los lazos del matrimonio, de la amistad, del cariño, del amor; las personas desposeídas primero de sus trabajos y de sus funciones, luego de su fortuna y finalmente de sus derechos cívicos y humanos; la huida de los perseguidos hacia las fronteras; los entierros de los desesperados que se habían arrojado a las ruedas del tren o por las ventanas; la desaparición definitiva en los campos de concentración; el regreso de algunos clientes después de largas ausencias, mentes finas y lúcidas -con la cabeza rasurada como condenados a trabajos forzados, mirando al infinito, desquiciados, temblándoles las manos- que se habían convertido en unos viejos en tan pocos meses.
Recuerdo la aparición de un jefe con cara de robot, cara en la que el odio y el orgullo estaban tan profundamente marcados que en ella había muerto todo sentimiento de amor, de amistad, de bondad, de piedad…
Y alrededor de ese jefe, con voz histérica, una muchedumbre hechizada capaz de toda violencia y de todo asesinato.
Visión del nacimiento de ese monstruoso y siempre creciente termitero humano que se extendía rápidamente por todo el país con un siniestro chirrido metálico, termitero de un incalculable potencial de fuerzas colectivas. 



Françoise Frenkel. Una librería en Berlín

miércoles, 21 de marzo de 2018

PALOMA DÍAZ-MAS. LO QUE OLVIDAMOS 

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta espléndida, un libro intenso, emotivo, intimista, sincero, conmovedor, escrito por una autora no demasiado popular aunque sí muy reconocida por la crítica y que tiene tras de sí una amplísima trayectoria desde hace casi cuarenta años. Se trata de Paloma Díaz-Mas, a la que yo leí con entusiasmo en los años ochenta y noventa del siglo pasado en novelas y cuentos magníficos -El rapto del Santo Grial, Nuestro milenio, El sueño de Venecia, Una ciudad llamada Eugenio, La tierra fértil-, que os recomiendo con fervor, y que ha presentado, a finales de 2016 y en su sello habitual, Anagrama, Lo que olvidamos, una novela de corte claramente autobiográfico que relata la terrible experiencia de la enfermedad de alzheimer sufrida por su madre y la repercusión que en la hija, en su memoria y sus recuerdos, tiene el hundimiento de aquella en el desconcierto y el olvido, en la oscuridad y el sinsentido. La sensibilidad, la belleza, la ternura que rezuma el libro son difícilmente transmisibles en una reseña como ésta, forzosamente neutra y hasta distante, objetiva y por ello siempre algo fría, razón por la que os invito a mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, en el que en próximas semanas, inmediatamente después de las vacaciones de Pascua, dedicaré dos programas al libro, con una amplia muestra de significativos fragmentos de la obra que os permitirán apreciar -si os decidís a escucharlos- la vibrante y tristísima, la doliente y amorosa, la compasiva y cálida, la íntima y enternecedora historia que se cuenta en Lo que olvidamos.

En setenta y cinco no muy largos capítulos que se presentan al modo de breves viñetas, fragmentos significativos de una vida, distintos episodios del pasado, acontecimientos relevantes y otros triviales, citas literarias, reflexiones, pensamientos y hasta digresiones, la narradora describe la dramática evolución de la enfermedad de su madre. Primero aparecen algunos ligeros atisbos del mal, casi inapreciables y de difícil valoración: olvidos menores, contradicciones, despistes, más tarde despropósitos, frases sin sentido, repeticiones, incoherencias. Entre todo ello, no obstante, la normalidad, su inteligencia y sentido del humor habituales, su amabilidad, su encanto, su fluida conversación, sus prácticas cotidianas desenvueltas como de costumbre, hasta el punto de hacer dudar a los hijos, a los amigos, a los conocidos: ‘serán sólo rarezas del carácter, manías de la edad, salidas intempestivas de una anciana’. Pero, progresivamente, comparecen, ante la tristeza y el desgarro de los seres queridos, el deterioro, el ensimismamiento, el descuido en el vestir, la relajación en los hábitos, el desorden, los objetos perdidos, la irreparable ampliación de la frontera entre la madre conocida -lúcida, alegre, locuaz- y ya casi inexistente, y el abismo al que se abre una personalidad del todo ajena, ya un fantasma, una mente perdida, irreconocible, sumida en una confusión dramática, impotente.

Muy pronto -muy pronto en la novela- llega el internamiento en la residencia, las visitas de la hija, la deprimente atmósfera de las salas pobladas de enfermos apagados y solitarios, de cuasi cadáveres ambulantes, el hundimiento acelerado de la madre en su extrañeza, en su inaccesible cerrazón. Y entonces, cuando la certeza de la enfermedad es ya completa, cuando la familia debe renunciar a cualquier posibilidad de recuperar una vida ya “esfumada”, y en paralelo a los encuentros cotidianos en las dependencias del establecimiento hospitalario, llega el desmantelamiento de la casa materna y con él la reaparición de decenas de objetos arrumbados en cajones, en trasteros, en carpetas, en armarios, que despertarán los recuerdos de la narradora al tiempo que los de su madre se desvanecen en una densa tiniebla impenetrable. El contacto con esos recuerdos “materiales” casi olvidados avivará los verdaderos, los que guardábamos en la memoria y ahora se nos hacen presentes por intercesión de un trasto viejo e inútil. Lo que olvidamos:
Viene ahora la inacabable tarea de deshacer esta casa que fue sucesivamente tantas casas: la casa de nuestros abuelos, la casa de nuestros padres, la de nuestra familia, la de una viuda (nuestra madre) con hijos, la de una viuda con la que vivían cada vez menos hijos, la de una anciana sola viviendo en un caserón inmenso.
Cada una de esas etapas ha ido dejando en este piso antiguo y enorme un estrato de cosas que un día adquirimos con ilusión, que luego cayeron en desuso y fueron quedándose ahí, como pecios de nuestra vida, de nuestras respectivas y sucesivas vidas. Una casa grande invita a no tirar nada; todo, hasta lo más inservible, acaba encontrando un acomodo en sus lugares visibles y luego en los rincones invisibles: el fondo de los cajones, el altillo de los armarios, los anaqueles más altos de las librerías, las habitaciones que poco a poco van dejando de utilizarse y acaban convirtiéndose en trasteros. En realidad, ésa ha sido la evolución de esta vivienda: de una casa viva a una colección de cuartos de los trastos, con uno o dos espacios apenas habitados (el dormitorio, el cuarto de estar que pasó a ser el centro de la vida doméstica, abandonado el salón por demasiado grande y demasiado frío, la cocina decrépita y el cuarto de baño insuficiente).
Muchos de los objetos que hay aquí, en estas habitaciones progresivamente deshabitadas, fueron guardados porque los considerábamos recuerdos, vestigios tangibles de momentos memorables. Quisimos guardarlos para no olvidarnos de que vivimos aquello. Inútiles recuerdos los que han caídos en el olvido, los que están sepultados en el anonimato de un cajón, de un armario o de una caja cerrada en un trastero, los que durante muchos años fueron invisibles y que en todo ese tiempo no sirvieron para recordarle nada a nadie. Ahora toca descubrir que estaban ahí, sacarlos a la luz, decidir cuáles merecen ser salvados y guardados -muy pocos tendrán que ser: vendida esta casa enorme, la mayoría ya no cabrán en ninguna parte- y cuáles se verán abocados a un olvido sistemáticamente organizado en diversos contenedores de reciclaje.
Y ahora sí, según vayamos descubriéndolos, examinándolos y decidiendo cuál será su destino, estos recuerdos cumplirán su función de hacernos recordar y nos irán llenando poco a poco de una melancolía que hará aún más lento y oneroso el proceso de desmontar una casa con tanta historia. Los recuerdos materiales, a medida que desaparezcan tragados por la basura o los contenedores de papel, de vidrio o de ropa vieja, nos obligarán a evocar detalles de nuestra vida que habíamos olvidado y serán así sustituidos por los verdaderos recuerdos: los que guardábamos en la memoria y ahora se nos hacen presentes por intercesión de un trasto viejo e inútil. Lo que olvidamos.

La novela nace ahí, pues, en ese elenco de cachivaches, de muebles, de cartas y postales, de cuadernos y libretas, de joyas, de cajas -de costura, de botones, de dulces-, de ajados periódicos amarillentos, de herramientas de trabajo, de juguetes, de cámaras y de fotografías, de tallas religiosas, de cosas inservibles, de objetos inútiles que reaparecen inesperados en el melancólico arqueo de la hija y que la llevan a evocar su infancia y juventud, la alegre -y a veces conflictiva- relación con la madre; pequeños acontecimientos, sucesos disipados en la traicionera memoria: un amigo casi olvidado, un perrillo que acompañaba los juegos infantiles, las baldosas hidráulicas del comedor familiar (en un fragmento memorable que os dejo como cierre a esta reseña y que “conecta” con el cuadro que se recoge en la portada del libro). Y tras cada pieza, tras cada utensilio, una nueva historia, que la autora hilvana con delicadeza y emoción, con dolor y con tristeza, con melancolía y sensibilidad, permitiendo al lector conocer los pormenores de unas vidas -la suya propia, la de una narradora que parece ser Paloma Díaz-Mas, y la de su madre- que se entremezclan en un doble plano, el personal y subjetivo y el colectivo y social, la peripecia biográfica y los acontecimientos políticos, el relato íntimo y el marco histórico, con la guerra civil y el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 como referentes principales, en un continuo trasvase entre el pasado y el presente imbricados con maestría en la musical y envolvente escritura de la autora.

Y esa remembranza heteróclita (Mis recuerdos no son una cadena ni un hilo en el cual se ensartan los sucesos, sino un puzle desordenado, hecho de pequeñas piezas que cuesta mucho trabajo colocar), construida a partir de retazos deslavazados del pasado (Todos mis recuerdos están desordenados y mi memoria es confusa, como la de quien mira a través de la niebla), conlleva un punto de descubrimiento, de aparición imprevista de algún suceso tan olvidado que parece no haber existido nunca (Lo que nunca supimos se va extendiendo como una mancha que cubre y oculta lo que hemos sabido y estamos empezando a olvidar, contagiando de no-saber nuestros propios recuerdos), incluso de reinvención, de imprevisto e inusitado desvelamiento de recodos ocultos de una personalidad que se ha elaborado -fragmentaria e imprecisa- desde hechos o episodios o situaciones o circunstancias que nunca llegaron a existir (Cuántas veces vivimos sin entender lo que pasa y reinventamos nuestra experiencia basándonos en una equivocación). De modo que en cierto modo nada es en realidad cierto e indubitable, todo es leyenda y creación, todo es invento y ficción, el pasado y la memoria y el olvido obran a su antojo, somos la suma de recuerdos falsos, lo acaecido se nos escapa y difumina un segundo después de vivido, todo queda atrás, todo se desvanece, todo pierde sustancia y se apaga y desaparece, somos la sombra de un recuerdo, tal y como se pone de manifiesto en este fragmento de La Celestina que la autora intercala en su texto: Pues los casos de admiración y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada día vemos novedades y las oímos, y las pasamos y dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen «la tierra tembló» u otra semejante cosa que no olvidases luego, así como «helado está el río», «el ciego ve ya», «muerto es tu padre», «un rayo cayó», «ganada es Granada», «el Rey entra hoy», «el Turco es vencido», «eclipse hay mañana», «la puente es llevada», «aquél es ya obispo», «a Pedro robaron», «Inés se ahorcó»...? ¿Qué me dirás, sino que, a tres días pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville? Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás.

Y en esta operación de perderse y encontrarse en los huidizos territorios del recuerdo y el olvido, en la triste caducidad de nuestra pobre memoria, madre e hija acaban por encontrarse (De repente caigo en la cuenta de que al fin y al cabo mi madre y yo no somos tan distintas: ella ha sido incapaz de identificar las fotografías, a mí los textos escritos en el dorso me abren el abismo de todo lo que viví y ya no recuerdo) y el relato alcanza su máxima emoción, su bellísima y conmovedora última clave.

No dejéis de leer esta espléndida novela, Lo que olvidamos, de Paloma Díaz-Mas. Os dejo ahora con una canción de la banda de Arizona Calexico (con acento en la "e" y no como incorrectamente lo pronuncié en antena), The Vanishing mind, inspirada en la experiencia real de dos de sus miembros principales, cuyas madre y abuela, respectivamente, sufrieron la terrible enfermedad degenerativa que ocupa el núcleo central del libro.


A veces -sólo a veces; en realidad, sólo excepcionalmente- las cosas que perdimos par siempre y que creíamos destruidas salen a nuestro encuentro. Así que esa pérdida no era, en realidad, para siempre, sino sólo por un tiempo. Las cosas amadas regresan a nosotros, como un animal que vuelve a su querencia; pero de alguna forma ya no son las mismas. Las reconocemos, sin embargo: algún día fueron nuestras. Y cuando dejamos de poseerlas creímos que esas cosas, sin nosotros, no podrían sobrevivir. Desaparecían, puesto que ya no las teníamos.
Las cosas, sin embargo, siguieron existiendo. Lejos de nosotros, apartadas de nuestra vista, iniciaron una vida nueva de la que nada sabemos. Fueron poseídas y usadas por otros. Cuando, inesperadamente, volvemos a encontrarlas por azar, nos sorprende que aún estén ahí, que no se extinguieran cuando nos desprendimos de ellas.
Las cosas, sin embargo, son tozudas, insisten en sobrevivir y, quizás, en sobrevivirnos. Pueden apañárselas muy bien sin nosotros, sus antiguos poseedores. Y, liberadas de nuestra posesión, se reencarnan en numerosos avatares.
Por ejemplo, ese suelo de baldosas hidráulicas que fue parte de nuestras vidas, elemento fundamental de los juegos de la infancia, y que vimos por última vez hace ya más de dos años. Las que mandó colocar en toda la casa nuestra abuela en los años treinta (entonces eran el pavimento decorativo de moda), cuando a nosotros nos faltaban muchos años para empezar a existir.

No sé bien por qué se nos ocurrió acudir a esta exposición antológica de pintura hiperrealista española. Era, nada más, una manera de pasar esta tarde lluviosa y fría de un otoño que parece ya invierno. Deambulábamos, un tanto desganados, por las salas en las que se exhibían lienzos bastante previsibles: el bodegón en el que el jarro o la fruta destacan sobre un mantel blanco heredado directamente de Zurbarán; los fragmentos de cuerpos desnudos cuyos miembros se enredan en las sábanas de una cama revuelta; una botella medio llena o medio vacía en cuyo vidrio se refleja el cuadrado de sol de una ventana ausente; frutas en un lebrillo de barro vidriado; la vieja máquina de escribir mecánica, sobre un pupitre de madera en el que se amontonan, en cuidadoso desorden, libros y cuadernos en lo que casi podemos leer. Hasta que, en una de las salas, lo vi: un lienzo grande que ocupaba casi toda la pared Un óleo en blanco y negro de calidad casi fotográfica en el que puedo identificar sin vacilación, sin ningún atisbo de duda, las coloridas baldosas, de dibujos complicados, del comedor de la casa de mi madre, de la casa de mi infancia y de mi juventud, de la casa que fue también de mis abuelos. Alguien dijo que era el mejor cuadro de la exposición; para mí fue como entrar en una foto antigua de esa casa que hace tanto tiempo que no habito.
La casa, con su comedor embaldosado, había dejado de ser mía y ahora era de otro. Alguien, el pintor, había entrado en ella, había pisado aquel mismo suelo y se había apropiado de él para llevarlo a otro lugar: el lienzo en el que cuidadosamente lo había pintado, reproduciendo con mimo cada detalle, invirtiendo días, semanas, meses en repetir una realidad que yo conocía bien, pero que ya no existía o existía de otra manera. La vida de las cosas se nos escapa.
No podía ser simplemente un suelo parecido, sino el mismo suelo de la casa de mi infancia, no cabía ninguna duda. Las mínimas variaciones creativas del pintor no habían podido disfrazarlo.
El tema pictórico tenía un punto de nostalgia: dos habitaciones vacías, comunicadas entre sí por el hueco de una puerta con jambas pero sin puerta. En la habitación del fondo, una niña de ocho o nueve años mira, melancólica, por la ventana; en el suelo, un par de cajas de cartón, como las que se usan en las mudanzas, medio abiertas, por las que asoman algunos juguetes. El resto de la casa parece vacío, como si se hubiese hecho ya la mudanza. Así que el cuadro es también un relato, una narración sobre el marcharse y el perder cosas que se han tenido, sobre cómo la niña, sola en las habitaciones ya despojadas, se despide de la casa que ha sido suya, se asoma por última vez a la ventana para ver la calle desde una perspectiva desde la cual ya no la verá jamás. No volverá a esa casa que ahora abandona y que será, para siempre en su recuerdo, la casa de su primera infancia.
La niña está al fondo del cuadro, sugiriéndonos apenas su historia, pero el verdadero protagonista de la imagen es el suelo brillante de baldosas que se adivinan llenas de color (aunque el cuadro, en realidad imita una fotografía en blanco y negro), unas baldosas sobre las que riela el cuadrado de luz de la ventana: el suelo que tantas veces habíamos pisado.



Paloma Díaz-Mas. Lo que olvidamos

miércoles, 14 de marzo de 2018

OTTESSA MOSHFEGH. MI NOMBRE ERA EILEEN

1964
De haberme visto entonces, probablemente me habríais tomado por una de esas chicas que se ven en un autobús cualquiera de una ciudad cualquiera, una de esas chicas que leen un libro de la biblioteca encuadernado en tela sobre plantas o geografía, que quizá se cubren el pelo castaño claro con una redecilla. Podríais haberme tomado por una estudiante de enfermería o una mecanógrafa, quizá os habríais fijado en mis manos nerviosas, en mi pie que no deja de golpear el suelo, en que me muerdo el labio. No parecía nada especial. A mí me resulta fácil imaginarme a esa chica, una versión extraña, joven e insignificante de mí misma, con un bolso de cuero anónimo, que come una bolsita de cacahuetes y hace girar cada uno entre sus dedos enguantados, hunde las mejillas y mira ansiosa por la ventanilla. El sol matinal iluminaba la fina pelusa de mi cara, que intentaba cubrir con maquillaje, un tono demasiado rosa para mi tez pálida. Yo era delgada, tenía una figura irregular, todo eran huesos, me movía insegura, mi postura era rígida. Cicatrices de acné blandas como baches recorrían la geografía de mi cara y desdibujaban cualquier dicha o locura que pudiera encontrarse bajo ese frío y cadavérico exterior de Nueva Inglaterra. De haber llevado gafas, podría haber pasado por inteligente, pero me faltaba paciencia para ser inteligente de verdad. Quizá habríais imaginado que era de las que disfrutan de la calma de las habitaciones cerradas, que ese silencio apagado me consolaba, que mi mirada recorría lentamente el papel, las paredes, las gruesas cortinas, que mis pensamientos no se apartaban de cuanto identificaban mis ojos: libro, escritorio, árbol, persona. Pero yo deploraba el silencio. Deploraba la calma. Detestaba casi todo. Constantemente me sentía infeliz y furiosa. Intentaba controlarme, pero eso solo me hacía sentir más incómoda, más infeliz, más furiosa. Yo era como Juana de Arco, o Hamlet, pero nacida en una vida equivocada: la vida de una don nadie, una marginada, alguien invisible. No hay mejor manera de decirlo: en aquella época no era yo misma. Era otra persona. Era Eileen.

Hola, buenas tardes. Con este significativo texto abrimos hoy Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una sugerencia de lectura. Se trata del inicio, como digo muy indicativo y revelador del “clima” y del singular personaje principal del libro, de Mi nombre era Eileen, una estupenda novela, algo desasosegante pero también extrañamente divertida -con un soterrado humor negro apenas perceptible aunque patente-, escrita por la muy joven Ottessa Moshfegh, norteamericana con padre iraní y madre croata, y publicada por la editorial Alfaguara en 2017 con traducción de Damià Alou; una versión al cestellano a la que cabe una única objeción (que quizá se deba a una deficiencia mía como lector): la desafortunada redacción de la frase Los hombres llevaban el pelo largo y las mujeres eran rollizas y arrugadas, con los dientes podridos y cubiertos de tatuajes, e iban en ropa interior, en la que la puntuación elegida no permite conocer quiénes se paseaban semidesnudos, si los dientes podridos estaban además, insólitamente, tatuados, o si ese deterioro dental era solo de las mujeres o afectaba por igual a ambos sexos. Mi nombre era Eileen ganó el PEN/Hemingway Prize al mejor debut literario del año y fue finalista del Man Booker Prize, dos de los más prestigiosos premios estadounidenses de literatura, en 2016.

La novela no tiene, a decir verdad, una trama argumental nítida. Durante casi doscientas cincuenta páginas (de las doscientas ochenta del libro) no hay “acción” en sentido estricto. Eileen, una joven de veinticuatro años, nos cuenta su anodina, macabra y deplorable existencia -utilizando algunos recursos técnicos que afectan a la estructura del relato y que luego detallaré-, una vida sórdida que se desarrolla en la gris rutina que supone su trabajo como administrativa en un siniestro reformatorio de menores, el cuidado de su padre viudo, un patético y alcoholizado policía jubilado, permanentemente al borde del delirium tremens, una total ausencia de relaciones sociales y unos oscuros hábitos cotidianos -aislada en la claustrofóbica, deteriorada y mugrienta vivienda familiar- caracterizados por la extravagancia, la suciedad, la dejadez, la vulgaridad, el aburrimiento, la infelicidad y la ausencia de expectativas vitales más allá de las imposibles fantasías que alimenta en su imaginación desbocada e irreal, única fuente de esperanza en un entorno por lo demás tristísimo.

Eileen, que relata cincuenta años después, cuando ella es una anciana de setenta y cuatro, los hechos acaecidos en 1964, da cuenta de la pesadilla de aquellos días tenebrosos y obsesivos, presentándolos como la crónica de una huida que la alejará de su opresivo pueblo (un X-ville anónimo, a medio camino ente Boston y Nueva York, equivalente de tantas otras poblaciones norteamericanas) y que, sobre todo, le permitirá dejar atrás su insípida personalidad. Una escapada que solo acabará por tener lugar, tras la larga presentación preliminar -el núcleo central del libro-, en los postreros momentos de la obra y gracias a un sorprendente -y como todo en la novela, inusitado- giro argumental que no quiero desvelar.

En su narración hay dos ejes que corren en paralelo, imbricándose de continuo: la prolija (en la segunda acepción del término: minuciosa y esmerada, detallada y cuidadosa) y nada autocomplaciente descripción por parte de la chica de su propia figura, destructiva y nihilista, reprimida y puritana, y de su mísero marco vital, y, simultánea y algo contradictoriamente, la presentación, fantasiosa aunque escéptica, ilusionada pero no del todo ingenua, de sus quimeras, de sus deseos, de sus imposibles sueños.

Eileen no tiene reparos en usar calificativos nada benévolos en su autorretrato retrospectivo. El fragmento con el que he abierto la reseña ya es revelador en este sentido, pero aún lo son más las decenas de frases que surcan el texto en las que se inflige todo tipo de adjetivos brutalmente autocríticos con los que podemos hacernos un retrato muy consistente de su personalidad: Yo era una cretina provinciana; Tan solo era infeliz; Era una persona sin gracia, pedestre, lerda; Yo era lo que llamaríais una fracasada, una pringada, una chiflada. Una aguafiestas; Soy una infeliz, demasiado apasionada, demasiado efusiva, demasiado; En aquella época no era más que una chica rara. Una jovenzuela que no hallaba su lugar; Al volver la vista atrás, diría que yo no estaba muy civilizada; No era exactamente una persona agradable; Parecía una anciana, un cadáver, un zombi; Yo era una don nadie, una infeliz; Yo era ingenua e insensible. Yo era patética, fea, débil, rara. Yo era aburrida; Inocentona, desamparada, llena de rabia, culpa y preocupación. Eileen es antipática (En aquella época yo detestaba a casi todo el mundo), egoísta (No me importaba el bienestar de los demás), ensimismada y narcisista (Mi único objetivo era conseguir lo que quería), asocial (Yo no sabía hacer amigos), confusa y ambivalente (Ese era mi gran dilema: tenía ganas de matar a mi padre, pero no quería que muriera). En su trato con la sociedad (su cotidianidad laboral, el sostenimiento de la casa, la alimentación, las labores de “intendencia”, la atención al padre) es tímida y desastrada, introvertida y sociópata, siniestra y difícil, desaseada y sucia. Es adicta a los laxantes, comparte la inclinación al alcohol de su progenitor -en menor medida que él-, no se ducha, usa la vieja ropa de su madre muerta, se alimenta -sin horarios regulares, sin método ni criterio algunos- de pan, aunque abre de vez en cuando alguna lata de judías o de atún o fríe una tira de beicon, bebe leche directamente del cartón que se encuentre en la nevera, se desplaza en un coche desvencijado, roba nimiedades en los supermercados. Vivimos en el infierno, ¿verdad?, le dice a su padre, consciente de su perturbadora existencia. Para que su tétrico y lúgubre mundo interior no aflore y perturbe su contacto con las convenciones de la normalidad, adopta de cara al exterior lo que denomina Mi máscara mortuoria pétrea e inexpresiva. Eileen se cierra al mundo, a la realidad, porque es, pese a su inadaptación y su marginalidad, sensible. Su historia será, como ya he dicho, el testimonio de una huida, tanto de su gris y sombría ciudad como, sobre todo, de sí misma, de su grotesca y aborrecible personalidad; una huida que, hasta que se produce el desencadenante que lo revolucionará todo, solo se produce en su fantasía.

Y es que la chica se pasa la vida construyendo quimeras que la alejen de sus inhóspitas circunstancias (En aquella época yo creía lo que fuera para evitar la aterradora realidad de las cosas). Infeliz por su rareza, por su invisibilidad, sin haber recibido ni una sola muestra de cariño en su vida (sus recuerdos cuando de pequeña su padre, en una de sus borracheras, intenta estrangularla son elocuentes en este sentido: Notar sus manos en el cuello, de hecho, era una especie de bálsamo: todo el afecto que recibía en aquella época), aislada, frustrada, Eileen ansía, agitada e impaciente, el amor ([Yo era] alguien lo bastante desesperado para hacer cualquier cosa -excepto asesinar, pongamos- con tal de conseguir gustarle a alguien, por no hablar de que alguien me amara), que construye, con compulsiva y desatinada imaginación, a partir de ensoñaciones difusas y recreaciones idealizadas de su mezquina realidad (Lamentaba la falta de amor y afecto en mi vida, y mis deseos se resumían en que vinieran unos ángeles que me arrancaran de mi desdicha y me llevaran a una vida completamente nueva). Desde este punto de vista, su “espejismo” principal tiene a Randy, un atractivo compañero de trabajo, como protagonista; un Randy, que ni siquiera ha reparado en ella, con el que fantasea en su cama pero al que -en una prueba más de su trastorno- espía en su vida privada, sigue en su coche al término del trabajo, acecha en su ocio, sin que, obviamente, el muchacho llegue a enterarse de su febril delirio. Y así era como vivía en una fantasía perpetua, reconoce, lúcida, para añadir: Prefería regodearme en el problema, soñar con días mejores.

Estas ensoñaciones cambiarán de destinatario cuando en el correccional aparece Rebecca Saint John, la nueva directora educativa del centro. Rebecca, elegante, sofisticada, guapísima… y extrañamente atenta -y hasta cercana y amigable- con una chica a la que todo el mundo ignora, pasa a ser, desde ese momento inaugural, su nuevo e irresistible foco de inspiración. El “descubrimiento” de Rebecca exacerba su fantasía y le permite construir y sublimar un sentimiento salvador, un supuesto enamoramiento, ficticio e ilusorio, pero, sobre todo, dará fuerzas a Eileen -el impulso necesario- para su deseada fuga, tal y como podéis comprobar en el texto que cierra esta reseña, una reflexión de la chica tras observar una sesión de trabajo de su diosa con un chico del correccional.

La dicotomía existencia desdichada versus proyecto ideal, tendencia a la muerte frente a aspiraciones vitales y realización de los sueños, tan presente y definitoria de sus días (A los veinticuatro años estaba obsesionada con la muerte. Intentaba distraerme de mi terror no con las tareas domésticas (…) sino a través de mi estrafalaria alimentación, mis hábitos compulsivos, mi inagotable ambivalencia, Randy y demás), se refleja en el lema Per aspera ad astra, la divisa de los cigarrillos que fuma la brillante y adorada recién llegada: A través de las espinas hacia las estrellas. Aquello definía mi difícil situación con toda exactitud, dice Eileen, y más adelante subraya: Conocer a Rebecca era como aprender a bailar, como descubrir el jazz. Era como enamorarse por primera vez. Siempre había aguardado a que mi futuro irrumpiera a mi alrededor en una avalancha de esplendor, y ahora me parecía que por fin estaba ocurriendo. Rebecca era todo lo que necesitaba. Per aspera ad astra. Y de manera aún más clara, la joven pone de manifiesto el cambio que introduce en su existencia la fascinación y el encantamiento que le provoca la etérea nueva amiga: Ahora tenía a Rebecca. La vida era maravillosa. Mi pequeño mundo, que hedía a tubo de escape y vómito, era maravilloso.

Parte del atractivo de la novela, más allá de la formidable creación del personaje principal (al parecer inspirado -parece mentira viendo las fotos y leyendo las declaraciones de la autora- en la propia vida de Ottessa Moshfegh) y de la sencillez y sin embargo densidad de la prosa, de su imaginación y su humor, reside en la estructura del relato que se organiza en torno a dos recursos relativamente desacostumbrados. En primer lugar, y como ya he señalado, Eileen escribe desde “su” presente de 2014, cinco décadas después de los acontecimientos que narra, intercalando la recreación de esa época (siempre con tiempos verbales en pretérito) con incisos emitidos desde su situación “actual” (redactados en presente, pues). Ello introduce en el texto una información casi subliminal en virtud de la cual el lector sabe, sin necesidad de que se explicite abiertamente, que la partida de la chica ha tenido éxito y que ha accedido, por fin, a una nueva vida de la que, por otro lado, asoman retazos desperdigados en la evocación de la ahora anciana. Además, en todo momento la narradora se dirige a quien lee (dejadme que os cuente una última cosa de Randy; podríais decir que era un tanto siniestra, entre múltiples ejemplos), favoreciendo así el acercamiento y aun una cierta complicidad con un personaje a priori tan desagradable.

Por otro lado, la novela despierta y mantiene la tensión desde su inicio (una “excitación” y una intriga propias del thriller y la serie negra, género a la que la adscribe la propia editorial en la presentación del libro en su web), merced a lo que yo llamo “anticipaciones”, constantes “avisos” que puntean regularmente el curso de la narración en los que se adelantan -meras insinuaciones nunca del todo evidentes- los sucesos “decisivos” que van a producirse y que -como ya he mencionado- no se desencadenarán hasta muy al final del libro. Desde la revelación de las primeras páginas: Mi nombre era Eileen Dunlop. Ahora ya me conocéis. En una semana me escaparé de casa y nunca volveré. Esta es la historia de cómo desaparecí, en el texto se intercalan estas llamadas de atención (Dejad que os cuente una cosa antes de que aparezca la auténtica estrella de este relato o Me dirigía a encontrarme con mi destino) que hacen que el lector avance en el texto deseoso de conocer qué ocurrirá por fin con la excéntrica joven y con su idolatrada Rebecca.

En fin, una excelente novela, esta Mi nombre era Eileen, algo extraña, triste y de un tono negrísimo, pero interesante y sugestiva, que os recomiendo con entusiasmo. Entre las varias referencias musicales que surcan el libro, todas de los años sesenta, os ofrezco ahora Mr. Lonely, la melancólica y desesperanzada -y por ello muy ajustada al espíritu de la novela- canción de Bobby Vinton.



Durante las horas de visita restantes, mi imaginación reprodujo la escena una y otra vez: Rebecca inclinada hasta quedar tan cerca del muchacho, sus cabellos derramándose por los hombros, tan cerca que sin duda él podía oler el aroma de su champú, su perfume, su aliento, su sudor. Y ella debía de haberse dado cuenta de cómo reaccionaba él ante su presencia, de cómo la tensión de sus hombros aumentaba, de cómo el pecho le subía y bajaba a cada respiración, del calor que desprendía el cuerpo de Lee. Y luego ponerle la mano en la rodilla. No imaginaba qué podía significar ese gesto. De no haber estado yo allí, de haber estado ellos solos, ¿habría subido su mano por el muslo del muchacho, le habría recorrido la entrepierna, le habría rodeado las partes íntimas? Y Lee, ¿habría apartado los cabellos de Rebecca y habría entreabierto los labios al inhalar el aroma de su cuello? ¿Le habría besado el cuello, le habría cogido la cara con sus dos manos casi viriles, y habría pasado los dedos, AMOR, por las delgadas muñecas, recorriendo los brazos hasta llegar a los pechos? ¿La habría besado, atraído hacia él, la habría tocado toda, cálida y suave, completamente en sus brazos? ¿Habrían hecho todo eso?

Di rienda suelta a mis fantasías, primero celosa de Rebecca, luego de Lee, y pasando de uno a otro mientras consideraba sus papeles respectivos y cómo me habían traicionado, pues ya había decidido que Rebecca era mía. Era mi premio de consolación. Era mi billete de salida. Su comportamiento con ese chico lo ponía todo en peligro. ¿Era eso lo que le habían enseñado a hacer en Harvard, a ganarse a los chicos con encanto y afecto y luego educarlos? Quise pensar que a lo mejor se trataba de algún método nuevo, una especie de pensamiento liberado. Pero cuanto más lo pensaba, más absurdo parecía. ¿Qué le había dicho? ¿Qué intimidad podían haber cultivado en cuestión de días? ¿Qué había hecho o dicho Rebecca para ganarse la confianza de Lee? Imaginé la escena en el despacho de Rebecca. Quería saber lo que estaba ocurriendo. Los visitantes iban y venían. Me sentía enferma de abandono. Era muy dramática. Me dije que debería marcharme en ese mismo instante y ahorrarme más sufrimiento. De nuevo imaginé que conducía mi Dodge hasta los acantilados y que de ahí me despeñaba hacia el océano. ¿No sería emocionante? ¿No sería la manera de enseñarles a todos lo valiente que era, lo harta que estaba de seguir sus reglas? Así se enterarían de que prefería morir que continuar así, que estar entre ellos, conducir por sus bonitas calles, o estar sentada en su bonita prisión... No, conmigo que no contaran. Casi me eché a llorar. Ni siquiera Randy, hermoso, con su olor a humo y cuero lustrado, podía animarme. 



Ottessa Moshfehg. Mi nombre era Eileen

miércoles, 7 de marzo de 2018

JANET LEWIS. LA MUJER DE MARTIN GUERRE. EL JUICIO DE SÖREN QVIST. EL FANTASMA DE MONSIEUR SCARRON

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que acude un miércoles más a su semanal cita con los oyentes en Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una propuesta de lectura que pueda resultar interesante y atractiva. En el caso de mi recomendación de esta tarde son tres los libros de los que quiero hablaros, tres novelas magníficas que integran una suerte de serie o proyecto global que, bajo la rúbrica conjunta de Casos de pruebas circunstanciales, escribió su autora, la escritora norteamericana Janet Lewis, en 1941, 1949 y 1959, respectivamente para cada uno de los títulos. Los libros, La mujer de Martin Guerre, El juicio de Sören Qvist y El fantasma de Monsieur Scarron, en el orden de su inicial publicación en Estados Unidos, se han presentado en nuestro país, en el seno de la muy selecta Editorial Reino de Redonda, en los años 2016, 2017 y 2015, en una cronología que no respeta, como se observa fácilmente, la de su escritura original. Las tres obras aparecen, con la acostumbrada exquisitez formal del sello, en la traducción de Antonio Iriarte, a la que sólo se le puede achacar el uso excesivo de “el mismo”, “la misma” y locuciones equivalentes en oraciones en las que a mi juicio -aunque quizá no estemos ante un hecho objetivo y se trate exclusivamente de una preferencia personal- cabe una opción más sencilla y “natural”, como ocurre en estos dos casos, bien ejemplificativos de otros numerosos que trufan el texto y acaban por irritar al lector: rodeando con sus fachadas idénticas y elegantes la plaza, y en el centro de la misma (¿por qué no “de ella” o “en su centro”?); o su último pensamiento (…) fue para las dos monedas que había dejado (…) ¿Qué habría sido de las mismas? (¿no suena mejor “de ellas”?). Los libros cuentan con ilustrativos prólogos (que yo aconsejo leer tras finalizar las novelas) de Manuel Rodríguez Rivero, en el caso del Martin Guerre, José Carlos Llop, en el Sören Qvist, y el propio Antonio Iriarte en el volumen postrero.

Janet Lewis encaró la redacción de sus tres novelas principales a partir de la lectura de Famous Cases of Circunstancial Evidence, una obra póstuma del jurista británico Samuel March Phillips, nacido en 1780 y muerto en 1862, en la que se recopilan, comentados por el autor, procesos de diferentes épocas (los sucesos sobre los que se construyen las tres novelas ocurren en los siglos XVI, XVII y XVIII) relevantes porque en ellos se produjeron notorios errores judiciales y porque todos concluyeron con la condena de personas inocentes sobre la base de la toma en consideración por jueces y tribunales de presunciones plausibles, de pruebas circunstanciales aparentemente consistentes y fidedignas pero en el fondo falsas y que, interpretadas de modo precipitado y erróneo, arrastrados los implicados (jueces, testigos, declarantes, acusadores, abogados) por la persuasiva fuerza de unos hechos que se presentan como irrefutables, acaban condicionando el destino de un inocente, una persona honesta que así perderá su vida -la dureza punitiva del Derecho en esas épocas pretéritas era, habitualmente, terrible- mientras se arruinan las de sus familiares y amigos. Trocito a trocito, nada de lo expuesto se podía negar, pero la imagen resultante no se la creía en absoluto, señala un personaje de la segunda de las novelas dudando de una sentencia basada en unas evidencias que por separado parecen ciertas, pero que, en su conjunto, arrojan un resultado inconcebible y contrario a la justicia, y ofreciendo así -“encriptada” de modo casi imperceptible en el texto- una de las claves de este singular proyecto literario de la autora.

Como puede deducirse, una compilación de esta naturaleza encierra en sí misma abundantes motivos de interés histórico, filosófico, sociológico y, claro está, literario. Y es por ello por lo que Janet Lewis encontrará en ella el germen para, con esa referencia inicial, elaborar, con su enorme talento y su muy perceptible inteligencia, sus magistrales novelas. Lewis toma tres de esos relatos -cuyo texto original puede consultarse en internet, tal y como se señala en más de una ocasión en la edición- y levanta sobre ellos sendas refinadas construcciones literarias en las que -más allá de dar cuenta de unas historias con una indudable potencialidad narrativa- trata muchos otros temas sugestivos como la imposible búsqueda de la verdad “objetiva”, el conflicto entre la moral y las creencias, la identidad, el valor de la individualidad frente a las convenciones de la tradición, de la tribu, las limitaciones de la justicia, los prejuicios que nos ciegan, la presencia del mal en el mundo, la fidelidad a las propias convicciones, el respeto de valores que sobrepasan, que trascienden, el egoísmo personal, y tantas otras interesantes cuestiones.

La autora defiende su fidelidad a las historias subyacentes, remarcando el carácter casi documental de lo narrado: He intentado ser tan fiel a los acontecimientos históricos como permite la lejanía en el tiempo y en el espacio, escribe en el prólogo a Martin Guerre. Y en Sören Qvist: Estoy segura de que la historia (…) constituye en los hechos fundamentales y en muchos de sus detalles, incluso en lo tocante a los discursos de algunos personajes principales, narración histórica antes que ficción. Sin embargo, no niega -y a ojos del lector ésta resulta una verdad evidente- su labor de creación pues resultaría imposible, además de disparatado, intentar ofrecer una versión arqueológicamente correcta de la leyenda, tal y como señala en el prólogo a la segunda de las novelas.

En esa labor de sutilísima orfebrería literaria, sobresale la brillantez de la prosa poética de Lewis (con una fundamental trayectoria como poeta); la precisión de su escritura; su estilo sencillo y transparente; el lenguaje con un punto arcaizante para así transportar mejor al lector a la época descrita en cada caso; el leve trasfondo histórico, logrado con datos que aparecen en meras pinceladas, reveladoras pero en absoluto “invasivas”, que informan y sitúan en su contexto la acción sin alterar el muy fluido ritmo de la narración; la abundante pléyade de personajes secundarios, todos con entidad, muy “vivos” y de caracterización psicológica muy bien perfilada; la prodigiosa recreación de los paisajes y el entorno natural, en descripciones bellísimas que permiten dar cuenta de manera imperceptible y sutil del paso de las estaciones, del discurrir del tiempo. No me resisto a dejar una sola muestra -y son decenas en los tres libros- de esta última deslumbrante cualidad de la literatura de Janet Lewis: Anna Sörensdottir se fue a casa por el camino más largo. La suave templanza de ese último día de abril no se extendería al atardecer, pues se estaba levantando un suave viento racheado de poniente. En los trigales no había más que delgadas y afiladas lanzas verdes y en los hayedos apenas estaban empezando a despuntar las primeras hojas. Los grandes robles viejos, de los que se alzaba uno en cada campo a lo largo de toda la extensión arada de la finca, sólo mostraban ligeras pinceladas de un verde acuoso. Entre las transparentes coronas verdes de los tilos, los empinados tejados de paja de los edificios de las granjas arrojaban unas sombras azuladas que se iban alargando hacia el este, y cada pequeño guijarro granítico del arenoso camino proyectaba asimismo su larga sombra sobre la tierra luminosa. El aire, casi tan frío como el agua de los arroyuelos, rodeaba los tobillos de la muchacha y acariciaba placenteramente sus brazos desnudos y su frente. El contraste entre la caricia del viento y la luminosidad del sol del atardecer le encantaba.
El aire estaba lleno de enjambres danzarines de mosquitas, el vuelo raudo de pequeños pájaros de cabeza rojiza al otro lado del camino y las notas de la alondra cayendo del cielo; toda su textura estaba entretejida con los sonidos de la vida. Al acercarse Anna a un pequeño otero no demasiado apartado del camino, también le llegaron los remotos mugidos del ganado y la melodía de un violín y una tuba, intermitente como el viento del atardecer.

A destacar también la importancia de los personajes femeninos, pues no siendo ellas las protagonistas de los hechos relatados, las figuras de Bertrande de Rols, Anna Sörensdottir o Marianne Larcher, son creaciones excepcionales con un fascinante magnetismo que las convierte en el núcleo central de sus respectivas novelas.

La historia de La mujer de Martin Guerre (objeto de otras traslaciones novelísticas -debidas a Alejandro Dumas o Rubén Darío, entre otros- y cinematográficas, de entre las que sobresalen dos películas: El regreso de Martin Guerre, dirigida en 1982 por Daniel Vigne, con Gérard Depardieu y Nathalie Baye como intérpretes principales, y Sommersby, a cargo de Jon Amiel, que dirigió en 1993 a Richard Guere y Jodie Foster) comienza una mañana de enero de 1539, fecha de la boda concertada entre los muy jóvenes -apenas once años- hijos de las familias Guerre y De Rols, Martin y Bertrande. Tras la boda y después de unos años en los que los niños permanecen en sus particulares hogares familiares, llega por fin la convivencia marital, que se revela -pese a que a su inicio los jóvenes son dos desconocidos- pacífica y agradable, capaz de hacer nacer en la chica un apasionado amor por su joven marido, por más que en éste, en general cariñoso, afloren rasgos de la autoritaria severidad de su padre, el respetado, y temido, “patriarca” del clan. Precisamente el enésimo enfrentamiento entre el sanguíneo padre y el rebelde hijo provoca que Martin, para apaciguar a su progenitor, abandone el pueblo, dejando atrás a su entregada mujer y a su recién nacido hijo Sanxi por lo que inicialmente va a ser una breve semana. Por razones desconocidas para los suyos la ausencia se prolongará durante largo tiempo, sumiendo a Bertrande en la incertidumbre, el dolor y hasta en un incipiente resquemor ante el irrespetuoso comportamiento para con ella de su desaprensivo marido. Cuando, ocho años después, un Martin adulto y curtido, sin apenas rastro en él del joven desaparecido, vuelve a casa entre la entusiasta alegría de sus allegados y los vecinos del pueblo (en un episodio que podéis leer en el fragmento que dejo como cierre de esta reseña), Bertrande no podrá compartir con plenitud el gozo general, debatiéndose en cambio entre la satisfacción esperanzada por el tan deseado retorno del marido ya casi olvidado y una torturante duda, pues no puede identificar del todo en el recién llegado a aquel muchacho, adorado padre de su hijo, que la dejó hace casi una década. Incapaz de aceptar con placidez el nuevo estado de cosas, y pese a que el “nuevo” Martin Guerre -con unos rasgos físicos en todo semejantes al del “antiguo” esposo- resulta ser más cariñoso y comprensivo que el de años atrás, hasta el punto de despertar en Bertrande un renovado amor y hacerla concebir un nuevo hijo, la mujer se ve acuciada por las sospechas, devorada por la incertidumbre y angustiada por la inseguridad, mientras los vaivenes de su pensamiento -que roza la locura- saltan entre la convicción acerca de la identidad única de ambos personajes, el huido y el recuperado, y la certeza de que ha admitido en su hogar -y en sus afectos, en su lecho y en su cuerpo- a un impostor. Conforme pasaba el tiempo, se vio cada vez más y más abocada a la obligación de admitir que desvariaba sin remedio, o de reconocer que estaba aceptando de forma consciente como marido a un hombre al que creía un impostor, dice.

Desbordada por la situación, dramáticamente abismada en infinidad de dudas de toda índole -moral, religiosa, sentimental, psicológica- (Estoy acosando a un hombre hasta la muerte, a un hombre que ha sido muchas veces bueno conmigo, el padre de mi hijo pequeño. Estoy destruyendo la felicidad de mi familia, ¿y por qué? Por el bien de la verdad, para librarme de un engaño que estaba consumiéndome, matándome, piensa, angustiada), confundida por la presencia de indicios contradictorios (¿será Martin Guerre, en realidad, el inesperadamente aparecido Arnaud du Tilh, como afirman algunos testigos?), decide acudir a la justicia. Es entonces cuando la narración penetra de lleno en el territorio de los documentos jurídicos en los que se basa, sucediéndose los distintos episodios de un proceso judicial que deberá dilucidar, con los precarios medios y los estrictos y puritanos valores de la época, la verdadera identidad de Martin Guerre. La novela dará cuenta de las vicisitudes de ese procedimiento en el que se producirán giros inesperados, de los cuales, así como del resultado final del juicio, no quiero desvelaros ningún pormenor.

Por debajo de la narración de los hechos, en el relato aparecen de un modo muy nítido la mayor parte de los temas, que ya he anticipado, recurrentes en la serie entera: la conformación de la propia identidad, la imposibilidad de una auténtica justicia, la colisión entre apariencia y realidad, entre verdad e impostura, la lucha entre las íntimas creencias y los valores admitidos, la aceptación de los hechos objetivos y su negación y el autoengaño (la interpretación que parece cierta, afirma un personaje, solo es verdad a tus ojos), la autoridad incuestionable y el relativismo moral, la pertenencia y el respeto a la tradición y la familia frente a la búsqueda de un espacio de pensamiento libre y personal; conflictos todos que Bertrande -elemento central de la novela ya desde su mismo título- vive con desgarro, sabedora de que el solo hecho de planteárselos llevará consigo el abandono de la confortable seguridad del hogar -en todos los sentidos, también el metafórico- y que el precio a pagar será la infelicidad y la muerte, la desgracia para sí y los suyos. Dejando atrás el amor que había rechazado porque estaba prohibido y el amor que la había rechazado a ella, caminó hasta la salida a través de un gran vacío, y salió a las calles de Toulouse sabiendo que el regreso de Martin Guerre en modo alguno compensaría la muerte de Arnaud, pero sintiéndose al fin libre, en su amarga y solitaria justicia, de ambas pasiones y ambos hombres, dirá, cuando todo acabe.

La estructura con la que Janet Lewis presenta el terrible caso de Sören Qvist, en la segunda novela de la serie, responde a una lógica distinta a la que rige la anterior. Si en Martin Guerre la acción se organiza de un modo cronológico directo, de modo que asistimos a la evolución de los hechos y el conflicto a la vez que sus protagonistas y solo accedemos a su resolución al término del libro, en El juicio de Sören Qvist hay, con el recurso al flashback, un cambio de perspectiva, pues ya en los primeros capítulos conocemos el desenlace de la historia, lo realmente acontecido, la interpretación “verdadera” de lo ocurrido, para en el resto de la obra mostrársenos el trágico error que abocará al dramático final ya para entonces conocido. Así, en el escaso primer tercio de la novela nos situamos en 1646, cuando Niels Bruus regresa, tras más de dos décadas supuestamente fallecido, a su pueblo, Aalsö, en Jutlandia, la gélida pero también plácida y bellísima península danesa, provocando la estupefacción y el espanto en cuantos lo recordaban de aquel tiempo lejano, obligados a revivir, por esta repentina e inesperada aparición, los desagradables sucesos acaecidos en los días previos a su ausencia. A mediados de 1625, Niels yacía enterrado en el huerto del pastor Sören Qvist, tras haber sido asesinado y sepultado por éste después de uno de los arrebatos de cólera a los que el anciano -un hombre ejemplar de natural bondadoso- sin embargo era propenso. Ésa era, al menos, la creencia generalmente admitida a lo largo del proceso en el que se juzgó y condenó a muerte al anciano pastor, un procedimiento complejo en el que las pruebas circunstanciales vuelven a ser decisivas y que se narra con brillantez en las doscientas últimas páginas del libro. La muy tardía declaración de Niels aclarará los hechos ya irremediables, arrojando una luz retrospectiva sobre la injusta decisión que provocó la decapitación de un santo, la impunidad de un malvado abominable y, en la propia víctima y sus seres queridos, una angustia existencial muy “nórdica”, muy de Bergman o Dreyer, cuyos singulares universos fílmicos son evocados de continuo por el lector a partir del “clima” de la novela.

Aparte de la fuerte atracción de la trama y del interés de los temas tratados -y que ya he referido-, una vez más destaca la creación de un puñado de personajes formidables -Niels, su brutal hermano Morten, la fiel Vibeke, el torturado magistrado Thorwaldsen, el ejemplar pastor- entre los que descuella la magnífica Anna Sörensdottir, hija del pobre hombre erróneamente condenado (uno más de los muchos hombres y mujeres que han preferido perder la vida que aceptar un universo sin propósito y sin sentido) y víctima ella misma, por razones que debéis descubrir al leer el libro, del deplorable error que llevará a su padre a la muerte y destrozará su propia vida.

En El fantasma de Monsieur Scarron el marco histórico de referencia -que está presente también en las otras dos obras- cobra una mayor importancia, constituyéndose en el presupuesto y el desencadenante de la trama que afectará a los personajes. Estamos en la Francia de 1694 en la que, bajo el reinado de Luis XIV, el Rey Sol, el país se halla inmerso en la guerra de los Nueve Años con la Liga de Augsburgo, la Gran Alianza en la que Inglaterra tiene una participación capital, sobre todo teniendo en cuenta que el reino insular acoge a muchos exiliados franceses, obligados a la emigración por las leyes que limitan la libertad de conciencia y prohíben el protestantismo en tierras galas. La censura imperante lleva al descontento a muchos ciudadanos, mientras que los ingentes gastos que ocasionan las campañas militares junto a las consecuencias de la sequía y la consiguiente gran hambruna que vive el país, condenan a la población al padecimiento y la muerte. En ese contexto de pobreza y desnutrición, de insatisfacción y malestar las gentes alientan sentimientos de rebeldía ante la opulencia y el esplendor de la corte versallesca. Cuando la novela comienza, una de las manifestaciones de este malestar perturba la tranquilidad del monarca. Se trata de la difusión de un anónimo panfleto, De cómo Scarron se le aparece a madame de Maintenon, y de los reproches que haca a ésta a cuenta de sus amores con Luis el Grande, en el que se ridiculizaba la figura real y se achacaban gran parte de los males que el pueblo sufría a la nefasta influencia que sobre aquél ejercía una de sus amantes, esta madame de Maintenon, viuda de un famoso escritor satírico, el fantasmagórico Scarron al que se alude en el título del libelo y de la novela. La decisión del rey de investigar con rigor la difusión del panfleto y de castigar severamente a cuantos tuvieran algo que ver con él -inspiradores, autores, editores, encuadernadores, libreros, divulgadores- acabará por repercutir en la vida del matrimonio Larcher, Jean y Marianne, y su hijo Nicolas, una acomodada familia de encuadernadores cuya existencia tranquila se ve alterada por la doble circunstancia de su azarosa vinculación con el perseguido panfleto y por la relación adúltera de la mujer con Paul Damas, un oficial que trabaja en el taller de los Larcher. En consonancia con el espíritu último que inspira la serie, las pruebas circunstanciales, una vez más, imprecisas y sesgadas pero en apariencia concluyentes, acabarán con el juicio, la condena y la ejecución del doblemente inocente Jean, en un relato apasionante que se desenvuelve a lo largo de casi cuatrocientas adictivas páginas.

Pero el desarrollo de una trama casi policiaca, cuya intensidad se gradúa de un modo genial (el núcleo central del conflicto, su planteamiento esencial, no se descubre hasta casi la mitad del libro, y esta demora incrementa su interés), no es el único atractivo de la novela, que destaca -como ocurriera también en los dos libros anteriores- por la prodigiosa ambientación: la fidedigna recreación de la vida de los distintos estratos sociales, tanto en la minuciosa descripción de los ceremoniales de la corte (inolvidable el relato del lever real, los protocolos del cotidiano despertar del monarca), como en el muy preciso dibujo de la sordidez de las calles y las viviendas parisinas, la suciedad, la humedad del río, la oscuridad nocturna, las tabernas y las plazas, las diversiones populares, así como la exactitud -fruto sin duda de una bien estudiada documentación- en la descripción de las profesiones, los ropajes, las viviendas, el menaje, los rituales del trabajo o el ocio de las gentes. A ello debe añadirse, una vez más, la riqueza en la construcción de los personajes, magníficos los cuatro principales que centran la acción, pero excelentes también los muchos secundarios, todos consistentes y verosímiles, incluso los de aparición meramente episódica.

En fin, son muchos, como puede comprobarse tras esta reseña de extensión ya desmesurada, los motivos de interés de esta formidable trilogía de Janet Lewis cuya lectura os recomiendo con auténtico entusiasmo. Como correlato musical a mis comentarios os ofrezco ahora un extracto de la banda sonora, compuesta por Michel Portal, del filme de Daniel Vigne.


Transcurridos ocho años de la marcha de Martin Guerre, su esposa Bertrande estaba sentada en la alcoba un día, enseñándole el catecismo a su hijo. Ya habían llegado los primeros calores del verano y ni la madre ni el hijo estaban prestándole tanta atención como debieran a la lección que tenían entre manos. El aposento amplio, sombreado y fresco, los aislaba de forma eficaz de los sonidos de la cocina y del patio. Los postigos de madera estaban abiertos de par en par, pero la ventana era alta. Dejaba entrar la luz del sol, aunque no permitía ver el patio. La tranquilidad de la jornada estival allí fuera, la pausada media hora a solas con Sanxi, el verse libre de su ronda continua de obligaciones prácticas, todo eso había relajado a Bertrande. Fijó la vista en la fresca mejilla de Sanxi junto a su rodilla y pensó: “Por fin empiezo a estar tranquila”. Y su pensamiento, tras recorrer velozmente todos los momentos de angustia, deseo, odio incluso, horas de feroz rencor contra Martin por hacerla sufrir, por mantenerla apartada de cualquier vida que no fuese la prolongada y estéril espera de su regreso, horas de terror en las que había imaginado su muerte en alguna batalla de las guerras con España, horas revividas con espanto durante las cuales había deseado su muerte, con tal de poder quedar libre de la agonía de la incertidumbre, revisándolos todos en un instante con un agudo conocimiento íntimo de su ser, su pensamiento volvió como una paloma cansada a aquel momento de paz en el que el amor no era más que amor por Sanxi, tan inocente y fresco y hermoso como la curva de su mejilla.

Contempló a su hijo pensativa, con ternura, y Sanxi, alzando los ojos hacia los de su madre, sonrió secretamente divertido.

-Repite la respuesta, hijo mío -dijo Bertrande.

Sanxi así lo hice y su deleite aumentó.

-Me has dado esa misma respuesta a dos preguntas, Sanxi. No prestas atención.

-No, madre, a tres; la misma respuesta a tres preguntas -dijo él, divertidísimo de repente.

-No debes burlarte de las cosas sagradas -le dijo su madre todo lo sería que pudo, pero ninguno de los dos se llamó a engaño, y mientras se sonreían, se oyó un alboroto en el patio, que hizo que Sanxi corriera a la ventana.

Aun de puntillas, seguía sin poder ver gran cosa aparte de los edificios colindantes. El tumulto se acrecentó, con griterío agudo, decididamente festivo. Bertrande de Rols se volvió hacia la puerta, inclinándose ligeramente hacia delante de la silla. El ruido atravesaba la cocina y se acercaba a la alcoba; la puerta se abrió de repente, franqueando el paso al tío de Martin, Pierre, a sus cuatro hermanas y a un hombre barbado, vestido de cuero y acero, que se detuvo en el umbral mientras todos los demás se adentraban en la estancia. Por detrás de él asomaban los excitados semblantes rubicundos de todos los criados de la casa y de uno o dos trabajadores de los campos. La vieja sirvienta, abriéndose paso, casi trastornada de júbilo, se inclinó todo lo que pudo en una reverencia y gritó:

-¡Es él, madame! -

Es Martin, hija mía -dijo el tío Pierre.

-Bertrande -gritaron a coro las hermanas-, ¡he aquí a nuestro hermano Martin!



Janet Lewis. La mujer de Martin Guerre