Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de octubre de 2021

EMMANUEL CARRÈRE. EL REINO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Un espacio que, este curso, como ya sabéis, y por “culpa” de mis múltiples e inabarcables obligaciones laborales, abandona su habitual formato semanal, que hemos mantenido durante más de diez años, para, al menos hasta el ya cercano diciembre, pasar a una cita quincenal con nuestros oyentes. 

En el caso de esta tarde, quiero aprovechar un relevante acontecimiento cultural, que tendrá lugar pasado mañana, viernes 22 de octubre, para hacer girar en torno a él mi propuesta. Y es que, en efecto, dentro de un par de días se celebrará en Oviedo la entrega de los Premios Princesa de Asturias que este año llegan, en su apartado dedicado a las Letras, a su cuadragésima primera edición. El galardonado ha sido, como es bien conocido, dada la repercusión de los premios y la omnipresencia de la información sobre ellos en los medios de comunicación, el escritor francés Emmanuel Carrère, al que un jurado, reunido esta vez telemáticamente e integrado por grandes nombres de la cultura española e iberoamericana -Xuan Bello Fernández, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, José Luis García Delgado, Jordi Gracia García, Lola Larumbe Doral, Antonio Lucas Herrero, Carmen Millán Grajales, Rosa Navarro Durán, Leonardo Padura Fuentes, Laura Revuelta Sanjurjo, Carmen Riera Guilera, Iker Seisdedos García, Jaime Siles Ruiz, Diana Sorensen y Sergio Vila-Sanjuán Robert-, presidido por Santiago Muñoz Machado y con Fernando Rodríguez Lafuente actuando como secretario, ha reconocido por haber construido, en expresión literal del acta del jurado, una obra personalísima generadora de un nuevo espacio de expresión que borra las fronteras entre la realidad y la ficción. Sus libros contribuyen al desenmascaramiento de la condición humana y diseccionan la realidad de manera implacable. Carrère dibuja un retrato incisivo de la sociedad actual y ha ejercido una notable influencia en la literatura de nuestro tiempo, además de mostrar un fuerte compromiso con la escritura como vocación inseparable de la propia vida

Emmanuel Carrère es un autor bien conocido en Todos los libros un libro. Desde el inicio de nuestras emisiones en octubre de 2010, os he hablado aquí de tres libros suyos, El adversario, De vidas ajenas y Limónov. Con un elemento común entre todos ellos, el de moverse en un género híbrido, a caballo de la ficción y realidad, precisamente uno de los rasgos que ahora subraya el jurado asturiano en su “justificación” del premio, en las tres obras las tramas novelescas se imbrican en la propia vida del autor, de manera que la invención y la verdad documentada se mezclan y resultan, a la postre, indiscernibles. En los tres libros Carrère lleva a cabo una investigación sobre hechos e individuos reales y da cuenta en ellos de esa indagación, de la que se narran las causas, los procesos, los avances, las conclusiones. El resultado final no se limita a una mera descripción neutra y objetiva de los acontecimientos referidos, lo cual convertiría los libros en manifestaciones destacadas del género periodístico, sino que el lector se encuentra ante auténticas novelas, porque la voz narrativa es una voz creadora: inventa, imagina, penetra en el alma de los protagonistas, recrea emociones, intuye sentimientos, impregna el relato de fecunda subjetividad. En definitiva, sobre la base de unos hechos realmente producidos, efectivamente existentes, verídicos pues, se instaura una nueva verdad más verdadera podríamos decir, la verdad de la literatura que, si es de calidad, si es auténtica, si es Literatura con mayúsculas, emociona, conmueve, transmite sentimientos y arroja una luz más diáfana y esclarecedora sobre nuestra pobre condición humana. 

Pero, más allá de esta coincidencia en el enfoque “híbrido” de sus obras, los motivos, las tramas, las experiencias objeto de atención por el escritor francés son, en el caso de esas tres novelas ahora recordadas, bien distintos. Como lo es también -“diferente” y muy original-, el planteamiento del libro que ahora quiero presentaros. Se trata de una novela -vamos a aceptar esta taxonomía reduccionista-, de título El Reino, publicada como las ya mencionadas -y algunas otras que no he leído- en la editorial Anagrama, con traducción, todas ellas, del muy reconocido Jaime Zulaika. Presentada en nuestro país en 2015, aprovecho la ocasión de la entrega del Premio Princesa de Asturias para recuperarla ahora y recomendaros breve pero apasionadamente su lectura. 

El argumento -si cabe hablar en estos términos- de El Reino es, cuando menos, insólito. A través de dos ejes principales -que se abren a muchos otros hilos, episodios, personajes y digresiones varias- Carrère nos habla, en páginas teñidas, impregnadas, de una fuerte subjetividad autobiográfica, de su relación con el cristianismo, usando para ello tanto su vivencia personal como las figuras de San Pablo y San Lucas. Así, en un primer plano -pero, como he dicho, más allá de una cierta separación que se revela en la división del libro en tres secciones relativamente autónomas, todo en él está entrecruzado e interrelacionado- se nos muestran los días, veinte años atrás, en los que el escéptico, racional, agnóstico y descreído escritor actual vivió un “rapto” de iluminación, en una etapa en la que el abuso del alcohol, una compleja relación amorosa y la influencia de una tía, una mujer mayor a la que estaba muy unido, lo llevaron a profesar, convencido, las creencias cristianas y a profundizar en sus prácticas. Por otro lado, no estrictamente en paralelo, pues, como ya se ha comentado, ambas vertientes del libro se imbrican de continuo, Carrère, partiendo de una profunda y muy rigurosa lectura de los Hechos de los apóstoles y el Evangelio de Lucas y las epístolas de Pablo, investiga -y las connotaciones detectivescas del término no resultan inapropiadas- las vidas de los dos personajes, rastreando en ellas y en sus obras, los orígenes del cristianismo, las vidas de los primeros miembros de esa incipiente iglesia, destinada a convertirse en un movimiento universal, y la “verdad” última de esa extraña fe que durante siglos, y hasta hoy mismo, ha arrebatado a millones de seres humanos. 

El primer elemento destacable del libro, y que quiero subrayar pese a ser, como se ha dicho, recurrente en la obra del francés, es el enfoque, a caballo de la autobiografía, el ensayo documentado -y en este caso, erudito- y la creación novelesca. Carrère “inunda” su texto de constantes alusiones a este carácter difuso, fluido, heterogéneo, de su obra. Porque, partiendo de una indisimulada base real, de su presencia “biográfica” en algunos de los episodios que narra, siempre en primera persona, es muy explícito en su reconocimiento de la condición ficticia de otros pasajes del libro. Tanto, que acaba por sembrar la sospecha en el lector, por hacerlo dudar acerca de la verosimilitud de lo que presenta como real, por, en definitiva, sumirlo en un escepticismo desconcertado que lo llevará a relativizar la “verdad” de lo contado (un desconcierto, que todo hay que decirlo, es de corta duración, pues muy pronto, quien lee se lanza al gozo y al disfrute del relato, dejando de lado cualquier intento de deslindar las fronteras entre lo seguro, lo probable, lo posible y, justo antes de lo directamente excluido, lo imposible, territorio donde se desarrolla una gran parte de este libro, como de modo muy revelador -¿o es todo una maniobra de distracción de un escritor de un talento extraordinario?- afirma en un fragmento de su texto. El Reino está así plagado de estos elementos que podríamos llamar metaliterarios: la categórica aseveración de que todo en las páginas que se nos ofrecen es ficticio (soy libre de inventar siempre que diga que estoy inventando), la insistencia en resaltar el carácter fabulado de su creación (El Lucas que imagino -porque, por supuesto, es un personaje de ficción, lo único que sostengo es que esta ficción es verosímil…), la esclarecedora reflexión sobre los límites de la novela histórica (Aunque haya dicho que aquí hay una novela, el tema no me inspira. Y si no me inspira quizá se debe a que es una novela. Aparte de que yo no soy de esas personas capaces de hacer que personajes de la Antigüedad digan sin pestañear, en toga o faldilla, cosas como «Salud, Paulus, ven pues al atrio». Es el problema de la novela histórica, y con mayor razón de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica: enseguida tengo la impresión de estar en Astérix), la atrevida consideración de Lucas como un novelista (¿de dónde saca Lucas esto que ha escrito? Tres posibilidades. O lo ha leído y lo copia, la mayoría de las veces del Evangelio de Marcos, del que se admite generalmente que es anterior al suyo, y del que más de la mitad se encuentra en el de Lucas. O bien se lo contaron, y, entonces, ¿quién? Aquí entramos en la maraña de las hipótesis: testigos de primera, de segunda, de tercera mano, hombres que han visto al hombre que ha visto al oso... O bien, directamente, se lo inventa. Es una hipótesis sacrílega para muchos cristianos, pero yo no soy cristiano. Soy un escritor que trata de comprender cómo se las ha arreglado otro escritor, y me parece evidente que a menudo inventa. Cada vez que tengo motivos para incluir un pasaje en esta casilla, estoy tanto más contento porque muchas de estas capturas no son menudencias: es el Magnificat, es el buen samaritano, es la historia sublime del hijo pródigo. Lo aprecio como hombre del oficio, tengo ganas de felicitar a mi colega); la discrepancia con el método realista de contar la historia que defiende Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano de contar las cosas “como fueron” (No pretendo que sea lo mejor. Hay dos escuelas, y lo único que se puede decir en favor de la mía es que encaja mejor con la sensibilidad moderna, amiga de la sospecha, del lado oscuro y de los making of, que la pretensión, a la vez altanera e ingenua de Marguerite Yourcenar, de borrarse para mostrar las cosas tal como son en su esencia y su verdad); los comentarios sobre los retratos -en la historia del arte- realizados con un modelo y los retratos imaginarios, un dualismo extrapolable a la literatura, especialmente apreciable en el Evangelio de Lucas y consiguientemente a su libro (Una vez más, sé que es subjetivo, pero aun así se percibe esta diferencia entre personajes, palabras, anécdotas que evidentemente han podido ser alterados, pero que poseen un origen real y otros que pertenecen al mito o a la imaginería piadosa. El pequeño recaudador Zaqueo que trepa a un sicómoro, los hombres que hacen un agujero en el techo para bajar a su amigo paralítico hasta la casa del curandero, la mujer del intendente de Herodes que a escondidas de su marido va a auxiliar al gurú y a su grupo, todo esto posee el acento de la verdad, de cosas que se cuentan simplemente porque son ciertas y no por moral ni para mostrar que se cumple un lejano versículo de las Escrituras. Mientras que en el caso de la Santa Virgen y el arcángel Gabriel, lo siento mucho, pero no. No sólo digo que no existe una virgen que da a luz a un niño, sino que los rostros se han vuelto etéreos, celestiales, demasiado regulares. Que hemos pasado, de un modo tan evidente como en la capilla de Benozzo Gozzoli en Florencia, de las caras pintadas del natural a las nacidas de la imaginación); el conflicto entre la (supuesta) fluidez cuando escribe de sí mismo y las (aún más presuntas) dificultades al encarar la ficción (Claramente, me atasco. Y desde que concebí el proyecto de este libro siempre me atasco en el mismo sitio. Todo va bien cuando se trata de contar las disputas de Pablo y de Santiago como las de Trotski y Stalin. Mejor aún cuando hablo del tiempo en que creía ser cristiano; si hablo de mí, siempre se me puede tener confianza. Pero en cuanto tengo que hablar del Evangelio me quedo mudo); la ¿sincera? confesión del propio método de trabajo (Para un teólogo, las cartas de Pablo son tratados de teología; hasta se puede decir que toda la teología cristiana se fundamenta en ellas. Para un historiador son fuentes de una frescura y una riqueza increíbles. Gracias a ellas se capta vívidamente lo que era la vida cotidiana de las primeras comunidades, su organización, los problemas que afrontaban. Gracias a ellas también nos hacemos una idea de las idas y venidas de Pablo, de un puerto a otro del Mediterráneo, entre los años cincuenta y sesenta, y cuando los especialistas del Nuevo Testamento, sean del ideario que sean, intentan reconstruir este período, todos tienen encima de la mesa las cartas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles. Todos saben que en caso de contradicción hay que creer a Pablo, porque un archivo en bruto tiene más valor histórico que una compilación más tardía, y a partir de aquí cada uno se confecciona su guiso. Es lo que yo hago a mi vez). 

Otro aspecto significativo del libro, también “marca de la casa” Carrère, es la apertura de su texto, a partir del hilo conductor principal, a infinidad de digresiones, a otras historias aparentemente alejadas de la narración central que, en realidad, apuntalan el relato, con conexiones y paralelismos imprevistos, vínculos ocultos, relaciones en apariencia forzadas pero que, a la postre, esclarecen, aportan luz a la trama, al núcleo sustancial de la obra, contribuyen a dotarla de consistencia y a hacerla aún más apasionante. En el caso de El Reino nos encontramos con incisos sobre una serie televisiva en la que participa Carrère como guionista y que abandona, por discrepancias con quienes financiaban el proyecto, poco antes de que este alcanzase un éxito mundial (Les revenants); con una “historia dentro de la historia” que tiene como protagonista a Jamie Ottomanelli, una excéntrica canguro de sus hijos; con oportunas reflexiones sobre Philip K. Dick, al que la cuidadora lee y sobre el que nuestro autor escribió una biografía, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos; con frecuentes “desviaciones” a su propia obra anterior (la que tiene como centro al autor norteamericano de ciencia ficción y también las ya comentadas por mí al comienzo de mi reseña); con paralelismos frecuentes entre la vida de los primeros cristianos y la de las distintas “facciones” bolcheviques en los años posteriores a la revolución rusa; con un sorprendente paréntesis en torno a la pornografía en internet; con curiosas referencias al arte, en particular, a la obra de Van der Weyden o a lo poco que los Hechos de los Apóstoles y la vida de San Pablo han inspirado la imaginería religiosa, frente a la omnipresencia del Nuevo Testamento en la historia de la pintura; con la mención a la figura de Edgar Allan Poe, cuyo cuento El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether, en el que el narrador visita un manicomio en el que el director le anticipa que algunos pacientes han desarrollado un delirio colectivo extrañamente coherente: creen que son el director y los enfermeros, encerrados por los locos que han tomado el poder en el manicomio y usurpado su lugar, excusa que permite a Carrère reflexionar -previo paso por variaciones vinculadas a Dick o al terror estalinista y los procesos de Moscú- sobre cuál de los dos Pablos (el de antes, fustigador de los cristianos, o el posterior a la “caída del caballo”, enfervorizado e intolerante difusor del mensaje de Cristo) era el “verdadero”, el que, realmente, estaba cuerdo; y, a partir ahí, la conexión con su propia experiencia de convencido agnóstico -valga el oxímoron- y creyente fugaz. Y luego está la continua presencia de personajes de existencia real en su vida cercana, familiares, amigos -el íntimo Hervé, Luc Ferry-, y, claro está, la indispensable aparición de la obra de estudiosos y especialistas del cristianismo, exégetas, filósofos y teólogos (Ernest Renan y su Vida de Jesús, el historiador Paul Veyne, Séneca, entre otros), que dan pie a los análisis sobre las fuentes originales del cristianismo y sus puntos oscuros, las controversias que suscitan. 

En último término, y ya sin tiempo para más, el libro me ha interesado por el modo en que, entre las dos grandes líneas de desarrollo de su trama: la peripecia de la extraña “conversión” del autor, dos décadas atrás, y el relato sobre los cincuenta primeros años del cristianismo, tras la muerte de Jesús, a partir de las biografías de Lucas y Pablo, tanto en su vertiente real y documentada que aflora en los “textos sagrados” como en su dimensión novelesca fruto de la creación de Carrère (Rehago por mi cuenta lo que hacen desde hace dos mil años todos los historiadores del cristianismo: leer las epístolas de Pablo y los Hechos, cotejarlos, entremezclar lo que se puede con las exiguas fuentes no cristianas. Pienso que he cumplido honradamente este trabajo y que no he engañado al lector sobre el grado de probabilidad de lo que cuento. Sobre los dos años que pasó Pablo en Cesarea no tengo nada. Ya no hay ninguna fuente. Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar); el modo en que entre esos dos grandes ejes, en sí mismos apasionantes, se vislumbra el Reino, la formidable potencia y la necesaria actualidad del mensaje originario del cristianismo, su discurso a contracorriente, su valor liberador, profundamente revolucionario, su sencillez primordial, sus valiosas enseñanzas en un mundo, como el actual, narcisista, centrado en el consumo, obsesionado con el ego y la autorealización onanista, en el que nuestras existencias se obcecan con la repercusión y la relevancia públicas, con el éxito, la influencia y los likes, con el efímero y falaz supuesto reconocimiento de millones de desconocidos; en que agotamos nuestros días, esclavos del deseo, del placer, del dinero, de la fama, de la siniestra idealización de la belleza ideal, en un torbellino frenético en el que cada mínimo logro se desprecia y se olvida y no sirve más que para constituir el desencadenante de una nueva y aún más neurótica aspiración, en una rueda absurda, estéril, extenuante, condenando a sus protagonistas -a nosotros, miserables ratas de laboratorio en un experimento perverso- a la permanente insatisfacción, a la ansiedad, al dolor, a la infelicidad. 

Y al igual que hace veinte siglos, en el escenario de las vidas de los primeros apóstoles -lleno de tensiones, de enfrentamientos entre facciones, de conflictos entre los romanos y las distintas ramas del judaísmo, de abruptas divergencias entre los diferentes intérpretes de la buena nueva de Cristo-, y al igual que en la propia existencia del Carrère de 1990, joven, rico, inteligente, talentoso, escritor consolidado y reconocido, rebosante de éxito y autosatisfacción aunque profundamente infeliz a causa de la angustia que le impide apreciar su felicidad, la revelación del Reino, novedosa y opuesta al sentir dominante de la época -sea cual sea esa época-, inquieta y cuestiona, perturba y hace dudar, introduce la sospecha de si la verdad no estará en otra parte. La buena nueva cristiana ofrece conclusiones que contradecían todo lo que se sabía e iba en sentido contrario de lo que siempre se había considerado natural y humano, y que, incluso hoy, resultan, a la vez, provocadoras y estimulantes. Os transcribo ahora un elenco de las que me han parecido más relevantes a partir de su formulación por el escritor francés: 

Amad a vuestros enemigos, alegraos de ser infelices, preferid ser pequeño que grande, pobre que rico, enfermo que saludable. 
 
Es humano querer el bien propio: no lo queráis. Desconfiad de todo lo que es normal y natural desear: familia, riqueza, respeto de los demás, autoestima. Preferid el duelo, la desazón, la soledad, la humillación. Todo lo que se juzga bueno consideradlo malo y viceversa. 

Los pobres, los humillados, los samaritanos, los pequeños de todo género de pequeñez, las personas que no se consideran gran cosa: el Reino es para ellos, y el mayor obstáculo para entrar es ser rico, importante, virtuoso, inteligente y orgulloso de tu inteligencia. 

Sin embargo, una vocecita testaruda viene a perturbar periódicamente estos conciertos de autosatisfacción farisea. Esta vocecita dice que las riquezas de que disfruto, la sabiduría de que me jacto, la esperanza confiada que tengo de estar en el buen camino, todo esto es lo que me impide el logro verdadero. Estoy ganando siempre, cuando para ganar realmente habría que perder. Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí! 

El Reino es a la vez el árbol y el grano, lo que debe advenir y lo que ya ha ocurrido. No es un más allá, sino más bien una dimensión que la mayoría de las veces es invisible para nosotros pero que aflora en ocasiones, misteriosamente, y en esta dimensión tiene quizá sentido creer, contra toda evidencia, que los últimos son los primeros y viceversa. 

Buscad el Reino y lo demás se os dará por añadidura. 

Como cierre a mi reseña os dejo un nuevo texto, también muy significativo del “espíritu” del libro. En él se cita una pieza, las Cuatro canciones serias de Johannes Brahms, que sirven de acompañamiento musical a mi reseña en la interpretación de Dietrich Fischer-Dieskau. 


Agap-e, de donde Pablo sacó la palabra «ágape», es la pesadilla de los traductores del Nuevo Testamento. El latín lo vertió como caritas y el francés como «caridad», pero es bien evidente que esta palabra, después de siglos de buenos y leales servicios, ya no sirve hoy. ¿Entonces «amor», sencillamente? Pero agap-e no es ni el amor carnal ni el pasional, que los griegos denominaban eros, ni el amor tierno, apacible, y que ellos llamaban filia, de las parejas unidas o de los padres por sus hijos pequeños. Agap-e va más allá. Es el amor que da en lugar de recibir, el amor que se empequeñece en vez de ocupar todo el espacio, el amor que desea el bien del otro antes que el suyo propio, el amor liberado del ego. Uno de los pasajes más alucinantes de la alucinante correspondencia de Pablo es una especie de himno al agap-e que es tradicional leer en las misas de matrimonio. El padre Xavier lo leyó cuando nos unió a Anne y a mí en su humilde parroquia del Cairo. Renan lo considera –y coincido con él– el único pasaje del Nuevo Testamento que está a la altura de las palabras de Jesús, Brahms le puso música en la última de sus sublimes Cuatro canciones serias. Por mi cuenta y riesgo, propongo esta tentativa de traducción:

«Yo podría hablar todas las lenguas de los hombres y las de los ángeles, pero si no tengo el amor no soy nada. Nada más que un sonido de metal o un choque de platillos. 

»Podría ser profeta, podría tener acceso a los conocimientos mejor guardados, podría saberlo todo y poseer además la fe que mueve montañas. Si no tengo el amor no soy nada. 

»Podría repartir todo lo que tengo entre los pobres, entregar mi cuerpo a las llamas. Si no tengo el amor no me sirve de nada. 

»El amor es paciente. El amor presta servicio. El amor no envidia. No se jacta. No se da importancia. No hace nada feo. No busca su interés. No tiene en cuenta el daño. No se alegra con la injusticia. Se alegra con la verdad. Lo perdona todo. Lo tolera todo. Lo espera todo. Lo sufre todo. No falla nunca. 

»Las profecías caducarán. Las lenguas perecerán. La inteligencia se abolirá. La inteligencia tiene sus límites, las profecías tienen los suyos. Todo lo que tiene límites desaparecerá cuando aparezca lo que es perfecto. 

»Cuando yo era niño hablaba como un niño, pensaba como un niño, razonaba como un niño. Y después me hice hombre y puse fin a la infancia. Lo que veo ahora lo veo como en un espejo, es oscuro y confuso, pero llegará el momento en que lo veré de verdad, cara a cara. Lo que conozco por el momento es limitado, pero entonces conoceré como soy conocido. 

»Hoy existe la fe, la esperanza y el amor. Los tres. Pero de los tres el más grande es el amor.»

Videoconferencia
Emmanuel Carrère. El Reino

miércoles, 6 de octubre de 2021

MASSIMO RECALCATI. LA HORA DE CLASE
  
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. La segunda edición “formal” de nuestro espacio por esta temporada -hubo una de presentación, más informal, que no incluyo en este cómputo- continua la breve serie de recomendaciones de libros relativos al mundo educativo que iniciamos hace quince días con ocasión de acompasar el objeto central de ambas emisiones con la vuelta a las aulas que, en sus diferentes niveles, desde primaria hasta la universidad, se está produciendo en las últimas semanas. 

Si en el programa anterior os ofrecía las interesantes reflexiones, cargadas de un cierto tono apocalíptico, del profesor Xavier Massó, que analizaba en El fin de la escuela el declive de la institución escolar en nuestros días, con una visión nada complaciente ni edulcorada de nuestra realidad educativa, esta tarde, sin abandonar esa perspectiva crítica ni diferir en el diagnóstico principal del problema, que no es otro que el estado de peligrosa mediocridad, de banalidad generalizada, en que se encuentra hoy sumida la enseñanza (principalmente la secundaria, pero también la de niveles superiores), quiero ofreceros un acercamiento al, para mí, sugerente asunto, a partir de un enfoque algo más propositivo y optimista. La educación se ha deteriorado y parece haber dimitido de su función primordial, la transmisión de conocimientos; las sucesivas y constantes reformas legislativas, la estulticia y la mirada a corto plazo, electoralista y obtusa, de los políticos, la aceptación incondicional de las tesis pedagógicas dominantes de difusa consistencia científica, la sumisión al atropellado y superficial “signo de los tiempos” han convertido los centros escolares en espacios asistenciales, en los que el énfasis se pone en el bienestar, las emociones y la felicidad de los alumnos más que en su rigurosa y esforzada tarea de ampliar los límites de su estrecho mundo. Sin embargo, ante esta trivialización, esta miseria, este descrédito de la escuela, nuestro autor invitado en el espacio de hoy nos muestra -con matices- una luz de esperanza, depositada en aquellos profesores cuya entrega entusiasmada a la docencia convierte cada hora de clase en una experiencia apasionante, de crecimiento y sabiduría, de estimulación y goce, de conocimiento y placer y vida. 

Estoy hablando de Massimo Recalcati, célebre psicoanalista italiano, especializado en trastornos alimentarios, del que os traigo La hora de clase, publicado, como el resto de su obra en España, por la editorial Anagrama. El libro, aparecido en nuestro país en 2016, se presenta con un atractivo y aparentemente ambiguo subtítulo, Por una erótica de la enseñanza, en traducción de Carlos Gumpert. 

La hora de clase es un libro formidable, repleto de sugerentes ideas sobre la calamitosa situación de escuela, la simultáneamente burocratizada y transformadora labor de los docentes y la deseable humanización de la vida a la que la enseñanza debe aspirar. Hay en él, no obstante, un par de “lastres”, ninguno decisivo, ninguno capaz de limitar el extraordinario interés que encierran las tesis de su autor, aunque sí significativos y, por ello, dignos de mención. Lo es, sin duda, un cierto desaliño formal, con algunas incorrecciones en el texto (no creo que atribuible a su traducción, Carlos Gumpert es un destacado especialista), sutiles y casi inapreciables, en general, aunque en ocasiones se llega al fallo clamoroso, como ocurre en la irrupción, en la página 21, de un insoportable “incapié”. La segunda rémora que, quizá, pueda dificultar a algún lector la completa comprensión de las tesis de Recalcati la constituye el enfoque y la jerga psicoanalista y, en particular, lacaniana, que impregnan el libro entero. Más allá de la presencia constante de las ideas de Deleuze, Guattari, Foucault, Klein y, sobre todo, Jacques Lacan, pensadores estrella de la corriente evolutiva del psicoanálisis que podríamos llamar estructuralista, es sobre todo su abstruso universo léxico -del que La hora de clase participa de un modo notorio- lo que puede disuadir a un lector que sea profano en los insondables abismos de la especulación psicoanalítica. Pero haría mal ese lector en abandonar el libro por el rechazo que le suscite la aparente ininteligibilidad de algunos de sus pasajes, porque, siendo enrevesada la críptica jerigonza, es también, en muchos momentos, muy evocadora y hasta poética, y con una mínima cultura de base y un ligero esfuerzo se puede “entender” su sentido metafórico y acceder así, sin dificultades insalvables, al contenido del sugestivo y estimulante pensamiento de su autor. Lo afirma el propio Lacan, en un fragmento de su obra recogido en el libro, que encierra, además, una idea esencial del actual problema de la escuela, el debate complejidad/simplificación: Me esfuerzo para que no tengan ustedes un acceso demasiado fácil al conocimiento, de modo que se vean obligados a poner algo de su parte. En cualquier caso, quiero dejar aquí una muestra del singular estilo expresivo del italiano a modo de prudente “aviso para navegantes”: 

El sujeto es introducido como digno de interés y de amor, erómenos. Es por él por lo que uno está allí. Eso es el efecto, si se puede decir así, manifiesto. Pero hay un efecto latente que está ligado a su no ciencia, a su inciencia. ¿Inciencia de qué? De ese algo que es justamente el objeto de su deseo de una manera latente, quiero decir objetiva, estructural. Este objeto está ya en el Otro, y es en tanto que esto es así que él está, lo sepa o no, virtualmente constituido como erastés. Por este solo hecho, cumple esa condición de metáfora, la sustitución del erastés al erómenos que constituye en sí misma el fenómeno de amor. 

Vuelvo a insistir en que, pese a este, en apariencia, carácter disuasorio de la escritura de Recalcati, sus planteamientos afloran de manera nítida y propician unas muy sustanciosas reflexiones, a partir siempre de las categorías intelectuales acuñadas por la disciplina en la que es especialista (el deseo, el goce, la transferencia, la sublimación, el Padre, el Otro, lo Mismo, la semiosis, lo incestuoso, lo agalmático, la forclusión) por citar algunos de los conceptos consabidos del psicoanálisis y su literatura. Por resumirlos de manera breve, dadas las limitaciones de tiempo y espacio en, respectivamente, las versiones radiofónica y escrita de esta reseña, son tres, desde mi punto de vista, los frentes principales en los que se desenvuelve La hora de clase: la convincente descripción del lamentable estado de cosas vigente en la institución escolar en la actualidad, languideciente y mortecina, caracterizada por la dimisión de su labor de creación de un conocimiento vivo y por la desertificación absoluta del discurso educativo; el recorrido por las tres grandes etapas recientes de la evolución de la escuela, estudiadas desde el simbolismo, tan caro a Freud y al psicoanálisis, que encierra la noción de “complejo” (considerado como organizador inconsciente que guía y dirige la vida del sujeto (…), pero también la de los grupos e instituciones); y el análisis principal, que ocupa la mayor parte del libro, relativo a la propuesta “salvadora” frente a la banalización imperante, una esperanza que recae en la hora de clase (la importancia de la hora de clase para promover el amor por el conocimiento como condición para todo aprendizaje posible) y, dentro de ella, en lo que constituye lo esencial de la labor del profesor: despertar el deseo de saber, ensanchar el horizonte del mundo, abrir vacíos en las cabezas, abrir agujeros en el discurso ya formado, hacer hueco, abrir las ventanas, las puertas, los ojos, los oídos, el cuerpo, abrir mundos, abrir aperturas no concebidas antes

En relación con el primero de dichos frentes, la “fotografía” de esta escuela actual depauperada y en estado crítico, Recalcati detecta dos causas principales interrelacionadas que explicarían el estado de la cuestión: el auge de una pedagogía neoliberal que reduce la Escuela a una empresa, y que, en consecuencia, exalta la adquisición de las competencias y la primacía del hacer, y suprime, o relega a un rincón apartado, toda forma de conocimiento no relacionado de manera evidente con el dominio pragmático de una productividad concebida sólo en términos economicistas (por ejemplo, la filosofía o la historia del arte en la escuela secundaria); y por otro lado, la dificultad de resistir frente al dominio casi absoluto de un totalitarismo blando, narcotizador o excitante, que elimina cualquier atisbo de pensamiento crítico aprovechando la función hipnótica ejercida por los objetos de goce que han invadido la vida de nuestros jóvenes, seducidos, subyugados, sometidos a la adicción de los dispositivos electrónicos que les insuflan -de modo imperceptible y, en apariencia, no consciente- la destructiva convicción del “¿por qué no?” que define nuestro hedonista mundo contemporáneo: ¿por qué no gozar sin límites?, ¿por qué no al disfrute permanente?, ¿por qué no a la superficialidad, a la inmediatez del presente, al placer instantáneo? ¿Por qué no a la facilidad gratificante? 

Como consecuencia de ambas “fuerzas” los programas de estudio se reducen, se exige que los exámenes universitarios se basen en bibliografías que no superen cierto número de páginas, los padres protestan ante la carga excesiva de deberes, los procedimientos disciplinarios son vistos como abusos autoritarios. El problema de la cuantificación del saber, de la simplificación de los programas, de la desafección de la práctica de la lectura de textos es un fenómeno más que evidente en cualquier nivel de nuestras Escuelas. En definitiva, la escuela se trivializa, se simplifica y aligera, se “adelgaza”, pierde contenido, deja de preguntarse por el sentido de la vida, arriesgándose a no proponer ya un saber como ampliación del horizonte del mundo. Y, en ella, la figura del profesor se convierte en un híbrido de tecno-burócrata, limitado a proporcionar herramientas útiles para un ulterior desempeño profesional de sus alumnos, y de asistente emocional, que ha de estimular -a la postre un coach de la autoayuda- la empatía (¡horror!), la resiliencia (¡¡más horror aún!!), el empoderamiento y la iniciativa emprendedora (¡se me acaban los horrores!) de unos jóvenes obnubilados, adormecidos por sus poderosos ingenios tecnológicos. 

A esta situación actual se ha llegado pasando por tres grandes etapas en las que La hora de clase concreta la transformación de la enseñanza en las últimas décadas, ejemplificadas en tres grandes mitos de la antigüedad clásica: la de la Escuela-Edipo, la de la Escuela-Narciso y la de Escuela-Telémaco (que el autor propugna como único esperanzador horizonte futuro). Sobre las tres cabe, así lo anticipa el autor, una lectura diacrónica y sucesiva, y otra sincrónica y simultánea. Describen, pues, en efecto, diferentes momentos en la conformación de las instituciones educativas, pero, a la vez, sus distintas señas de identidad son rastreables, hoy mismo, superpuestas, en las aulas de nuestro país (aunque el trabajo original de Recalcati se centra, fundamentalmente, en el universo educativo italiano). La Escuela-Edipo -clásica, anacrónica, reaccionaria (y adjetivar, y hacerlo, además, de esta forma, ya me resulta problemático, un rasgo de soberbia intelectual)- se basa en el poder de la tradición, en la autoridad del Padre, en la fidelidad al pasado, en el respeto de la Ley y en el castigo a su transgresión. Es la escuela que quienes hoy tenemos más edad conocimos en nuestra infancia y primera juventud, la escuela autoritaria, acrítica, disciplinaria, represora, acientífica, vertical y jerarquizada, piramidal, la escuela de la sumisión, la obediencia, la uniformización, la escuela del dominio, del poder. Frente a ella surge la Escuela-Narciso que, tras la muerte del padre castrador -como quiere el mito edípico- y a partir de la insatisfacción y la rebeldía de mayo del 68, y como refleja The Wall, de Pink Floyd, de nuevo presente en nuestro espacio, de nuevo presente en un texto sobre la situación de la educación, rompe las paredes simbólicas de la anterior escuela encorsetada para, con un inicial muy noble impulso vitalista y libertario, igualitario y emancipador, sumirse en un egocentrismo infantil (De esta manera la Escuela abandona su función y se desliza hacia algo nuevo, que la reduce a una suerte de parque infantil en el que se está exento de toda relación comprometida con el saber. ¿Acaso los maestros deberían renunciar a su tarea -que es la de enseñar- para convertirse en compañeros de juego?) que ha conducido, en el fértil caldo de cultivo de los cambios sociales provocados por la masiva invasión de la tecnología en nuestras vidas, a la actual situación de inanidad y ligereza, de esterilidad y falta de conocimiento, de vacío y ausencia de responsabilidad, de deterioro del saber y engañoso igualitarismo buenista que viven nuestras aulas: 

Los profesores llevan tatuajes como sus alumnos, muchos los tutean o se convierten en amigos suyos en Facebook, nadie usa corbata ya, las horas de clase están dedicadas a perseguir un silencio y una atención que parecen imposibles de alcanzar, los exámenes universitarios no pueden superar cierto número de páginas, las notas que los hijos consideran injustas movilizan las afligidas protestas de los padres, las acciones disciplinarias parecen formar parte de un pasado arqueológico, la palabra pierde todo peso simbólico y se ve sobrepujada por una cultura de la imagen, que tiende a favorecer una adquisición pasiva y sin esfuerzo. 

Pero ambas visiones de la enseñanza, la conservadora y la crítico-experimental, por resumir, adolecen de la misma radical deficiencia. Ni la Escuela-Edipo permite el saber, pues lo agosta con la rigidez excesiva de su autoritarismo generador de un permanente conflicto intergeneracional, ni la actual Escuela-Narciso lo potencia, porque lo diluye en la confusión falsamente igualitaria de unos currículos progresivamente simplificados que reducen al mínimo el obstáculo, la confrontación intelectual, el esfuerzo cognitivo. Surge así, en la “nomenclatura” de Recalcati, la Escuela-Telémaco, que ni quiere matar a su padre -Ulises-, ni se regodea en la autosatisfacción hedonista de su estatus de hijo permanente. Telémaco ansía la llegada del padre, lo busca, lo reconoce, asume su legado y construye frente a él, a partir de él, su propio lugar en el mundo, empezando por la lucha contra los pretendientes de su madre. Sabe ya que el padre héroe, carismático, victorioso, el padre-monumento, el padre de la autoridad infalible, no volverá, sino que lo hará sólo un remanente del padre, sólo lo que queda del padre. Trasladada la metáfora al ámbito educativo, el docente Telémaco ya no persigue el ideal del maestro que tiene todo el conocimiento del mundo y lo “inculca” en las mentes vacías de sus alumnos, sino que aspira a convertirse en testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la palabra y del saber que ésta sabe vivificar

Para ser más precisos, afirma el psicoanalista italiano, el maestro del testimonio es aquel que sabe sostener una promesa. ¿Cuál? La promesa de la sublimación: abandonar el goce mortífero, el goce encerrado en uno mismo, el goce inmediato y su alucinación, para encontrar otro goce, capaz de hacer la vida más rica, más dichosa, capaz de amar y de desear. La promesa que la Escuela-Telémaco sostiene a contracorriente es que el acceso a la cultura, obligándonos a renunciar al goce incestuoso, se abre a una vida más satisfactoria, capaz de ensanchar sus horizontes [la negrita es mía]. Más viva en cuanto simbólicamente muerta, eludiendo el goce mortal e incestuoso del consumo inmediato, capaz de reconocerse como perteneciente a una historia, a una memoria compartida, al campo del lenguaje. Frente a la escuela castradora que reprime el saber verdadero (el que ilumina y transforma, el que descubre y se abre a la aventura intelectual, sentimental y hasta física) y la escuela anodina que se aburre en la insulsa “autorreferencialidad” tecnológica, en la inmediatez y la alucinación de las pantallas, propugna una enseñanza que ofrezca a los jóvenes una relación “vital” -más intensa, más satisfactoria, más, superado el disfrute fugaz y superficial de las pantallas, placentera- con el saber. 

Más allá de las recurrentes reformas legislativas, de los cantos de sirena tecnológicos, de la atracción fatal de las metodologías simplistas, de la jibarización intelectual, de la tentación del mercado, lo esencial de la escuela sigue estando, sostiene Recalcati, en la relación del sujeto con el saber, que el papel del profesor debe ser capaz de animar. La “salvación” de la enseñanza se juega en ese terreno, el del profesor, en su capacidad para hacer del conocimiento un objeto capaz de despertar el deseo, un objeto erotizado en condiciones de funcionar como causa del deseo, capaz de estimular, de atraer, de poner en movimiento al alumno

Y así, en las tres cuartas partes de su libro, el profesor italiano examina todos aquellos aspectos de la vida de las instituciones escolares y de, en su seno, la labor docente, que intervienen en esa tarea primordial: el vínculo entre educación y seducción, que permite concebir la enseñanza como la experiencia de ser arrastrado, empujado, remolcado, conducido lejos hasta divergir de todo camino ya trazado; la exigencia de la memoria como base de todo proceso de conocimiento; el conflicto entre deseo y obligación, terreno límite y paradojal en el que se desenvuelve la acción del profesor; la defensa del placer de la renuncia a la satisfacción inmediata (que hoy pregona e impone el hiperhedonismo contemporáneo) y el aplazamiento de la gratificación instantánea, la “senda corta”, en beneficio de un goce más fuerte, más potente, más grande que el que se consigue perversamente con el consumo inmediato y la adicción compulsiva (…). Este otro goce, este goce adicional, sólo puede alcanzarse a través de la senda de expresión y del deseo: es el goce de la lectura, de la escritura, de la cultura, de la acción colectiva, del trabajo, del amor, del erotismo, del encuentro, del juego; la necesidad de vincular instrucción y educación, hasta el punto de que explicar, de este modo, un poema de Ungaretti, las leyes de la termodinámica, la deriva continental, un nuevo idioma, la belleza formal de una operación matemática o un teorema geométrico, no consiste nunca simplemente en instruir, en transmitir asépticamente el contenido de un recipiente a otro, sino en mantener vivos los objetos del saber generando ese arrebato amoroso y erótico hacia la cultura, que es el antídoto más potente para no perderse en la vida: consiste ya en educar; el rechazo a la tentación psicologista de la educación (Hemos de ser claros: las funciones de un docente no son las del psicólogo o psicoterapeuta).

En el mismo sentido, hay capítulos apasionantes en torno al declive de la hora de clase (muerte de los libros, informatización de las herramientas didácticas, exaltación de las metodologías de aprendizaje, encarnizamiento evaluativo, burocratización fatal de la función del docente que debe responder una y otra vez a las exigencias de la institución y no a la de los estudiantes, declive de la hora de clase) y su “elevación” merced a la fuerza del “testimonio”, del “contagio” del profesor en la transmisión del saber; merced al poder de la palabra, de la literatura, de la escritura, de la labor docente para transformar en vida con mayúsculas la experiencia lectiva (Las palabras están vivas, entran en el cuerpo, perforan el vientre: pueden ser piedras o pompas de jabón, hojas milagrosas. Pueden hacer que nos enamoremos o herirnos. Las palabras no son sólo medios para comunicar, las palabras no son sólo un vehículo de información, como la pedagogía cognitivizada de nuestro tiempo pretende hacernos creer, sino cuerpo, carne, vida, deseo); merced a la conversión del aula en un espacio de deseo, erótico, por tanto (una clase sólo será tal si sabe mantener despierto el deseo, si es capaz de generar transferencia, arrebato, enamoramiento primario del saber), merced a la potencialidad transformadora del profesor capaz de vislumbrar y mostrar lo que puede llegar a ser una hora de clase: visitar otro lugar, otro mundo, ser transportados, catapultados por doquier, toparse con lo inesperado, con lo maravilloso, con lo inédito; merced a la capacidad del maestro, de su carisma, de su estilo, de su voz, para hacer que vivan, que vibren, los enunciados que transmite, para devolver la vida a conocimientos que pueden parecer muertos. 

¿Qué es, entonces, una hora de clase? Es un encuentro con el oxígeno vivo del relato, de la narración, del saber que se ofrece como un acontecimiento. Incluso cuando sus objetos son teoremas, ecuaciones, volcanes, células, fórmulas químicas, y no sólo pinturas de Tintoretto o Van Gogh, o poemas de Saba o de Rilke. Sucede cada vez que la palabra de quien enseña abre nuevos mundos. Una y otra vez se produce un despertar. Una y otra vez surge un nuevo mundo. Igual que sucede en el encuentro amoroso. El impacto con el cuerpo de la palabra, cuando tiene lugar, siempre es un encuentro erótico. Si la palabra sabe encarnarse en un testimonio -si quien habla demuestra que lo que dice tiene una estrecha relación con «la vida de deseo, si quien habla lo hace a partir de su propio deseo-, los objetos del saber adquieren el espesor erótico de un cuerpo, se tiñen de libido, cobran vida. 

Esta función del profesor de apertura y acicate, de estímulo y creación, de desvelamiento y transformación, de excitación e impulso, de ánimo, descubrimiento y exaltación, de amor, encuentra una ejemplificación memorable en el emocionante último capítulo del libro, Un encuentro. En él Recalcati relata su propia experiencia como alumno “problemático” y la súbita y deslumbrante, decisiva, “irrupción” en su vida de escolar cercano al fracaso, de la señorita Giulia, la profesora de Lengua que cambió su vida (¿Te quise de verdad? Has sido uno de los más grandes amores de mi vida. Y, como todos los grandes amores, inolvidable e irreemplazable. Por eso lo recuerdo todo de ti. Seguía tu palabra, que era pronunciada por una voz leve que me inspiraba. No veía la hora de leer todos los libros que citabas y me parecía caminar cerca de ti, recorrer contigo un camino que ya conocías y que para mí, en cambio, era de lo más nuevo. Me encantaba leer los libros que me prestabas subrayados por ti. Era tu camino y me habías permitido seguir tus pasos. Esos libros tenían para mí el olor y la consistencia de un cuerpo. Fuiste como una estela luminosa en la noche que no te esperas y que cuando llega parece transformarlo todo). Aunque sólo fuera por esas veinte páginas emotivas y clarificadoras habría merecido la pena leer este muy sugestivo La hora de clase. No dejéis de hacerlo, estoy seguro de que la sabiduría de su autor, la profundidad de su análisis y el entusiasmo por la profesión docente que rezuma su propuesta (no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula) os van a interesar. 

Con la excusa, precisamente, del conmovedor recuerdo de la profesora Giulia y por no volver a repetir el The Wall de Pink Floyd, cuya presencia aquí, como cierre a esta reseña, resultaría oportuna por su temática y por, como ya he señalado, aparecer mencionado en el libro, os dejo ahora, en cambio, con Canço per a la meva mestra, de Joan Manuel Serrat, un tema teñido de nostalgia y con un leve toque de infantil erotismo, que aquí aparece en una versión de 1972. 


No respira, apenas cuenta ya en absoluto, renquea, es pobre, esta marginada, sus edificios se caen a pedazos, sus profesores se ven humillados, frustrados, ridiculizados, sus alumnos han dejado de estudiar, se muestran distraídos o violentos, defendidos por sus familias, caprichosos y procaces, su noble tradición está en irremisible decadencia. Decepcionada, angustiada, deprimida, no solo nadie le otorga reconocimiento, sino que es criticada, ignorada, violada por nuestros gobernantes, que han recortado cínicamente sus recursos y han dejado de creer en la importancia de la culturay de la formación que esta debe defender y transmitir. ¿Ha muerto ya? ¿Sigue viva? ¿Sobrevive? ¿Sirve aun de algo, o está destinada a ser un residuo de un tiempo definitivamente pasado? Este es el retrato del extravío de nuestra Escuela. 

Hemos conocido una época en la que bastaba con que un profesor entrara en clase para que se hiciera el silencio. La misma época en la que era suficiente con que un padre levantara la voz para infundir en sus hijos una mezcla de temor y respeto. La palabra del profesor, al igual que la del paterfamilias, se antojaba una palabra dotada de peso simbólico y de autoridad, independientemente de los contenidos que sabía transmitir. Quedaba garantizada por el poder de la tradición. La palabra de un maestro y un padre adquiría espesor simbólico, no tanto en virtud de sus enunciados sino del lugar de enunciación del que emanaba. El papel simbólico prevalecía sobre quien realmente lo encarnaba, con mayor o menor acierto. Todo ello no impedía que las cabezas de los estudiantes cayeran sobre los pupitres o que sus ojos vagaran aburridos en el vacío, o que los hijos, inmediatamente, dejaran escapar de sus oídos las palabras sin apelación de los padres. 

Pues bien, esa época ha terminado, ha muerto, ha quedado irrevocablemente a nuestra espalda. No debemos añorarla, no debemos sentir nostalgia por la voz severa del maestro, ni por la mirada feroz del padre. Si nuestro tiempo es la época de la disolución de la potencia de la tradición, si es la época en la que el padre se ha evaporado, ningún docente puede vivir de las rentas. Cuando un profesor entra en el aula (o cuando un padre toma la palabra en la familia), debe ganarse una y otra vez el silencio que honra su palabra, no pudiendo apoyarse ya en la fuerza de la tradición -que entretanto se ha desmigajado-, sino apelando únicamente a la fuerza de sus actos. Siempre que un profesor entra en el aula tiene que lidiar con su propia soledad, con un vacío de sentido entre cuyos límites se ve obligado a medir su propia palabra. Lo mismo ocurre en el seno de las familias, donde la autoridad de la palabra del padre no se transmite ya como un hecho natural, sino que debe ser reconquistada en cada ocasión desde el principio. 

Es la cifra fundamental de nuestro tiempo: en la era del debilitamiento generalizado de toda autoridad simbólica, ¿es posible todavía una palabra digna de respeto? ¿Qué queda de la palabra de un maestro o de un padre en la época de su evaporación? ¿Puede contentarse la práctica de la enseñanza con quedar reducida a la transmisión de información -o, como prefiere decirse, de competencias-, o debe mantener viva la relación erótica del sujeto con el saber? 

Se trata de una encrucijada cultural a la que nos vemos abocados. Pero para elegir el camino de la erotización del saber es necesario que el profesor sepa preservar el lugar correcto de lo imposible. Es el rasgo que marca toda autentica transmisión: la transmisión del saber, de la que la Escuela es responsable a todos los niveles, desde los centros de primaria hasta los de posgrado, no consiste en la clarificación de la existencia o en la reducción de la verdad a una suma de datos, sino en poner en evidencia su rotación alrededor de una transmisión imposible. El maestro no es aquel que posee el conocimiento, sino aquel que sabe entrar en una relación única con la imposibilidad que recorre el conocimiento, que es la imposibilidad de saber todo el saber. No porque no exista una Biblioteca de las Bibliotecas capaz de reunir todo el conocimiento, sino porque, aun cuando existiera y leyéramos todos sus libros, no habríamos resuelto en absoluto el límite que recorre el saber como tal. El saber no puede llegar a saberse nunca en su totalidad porque por su misma estructura es un coladero, un no-todo, un imposible. Una brecha irreductible lo separa de la realidad de la vida. Hemos de decir, por lo tanto, que cualquier forma de enseñanza tiene como seña de identidad su careo con el límite del saber a través del saber, mientras que el maestro que pretende poseer el saber solo puede ser una ridícula caricatura del saber. De ahí la centralidad que adquiere el estilo. Todo maestro enseña a partir de un estilo que lo distingue. No se trata de una técnica ni de un método. El estilo es la relación que el docente sabe establecer con lo que ensena a partir de la singularidad de su existencia y de su deseo de saber. La tesis principal de este libro es que lo que perdura de la Escuela es el papel insustituible del enseñante. Función que consiste en abrir al sujeto a la cultura como lugar de ≪humanización de la vida≫, la de hacer posible el encuentro con la dimensión erótica del conocimiento. 

Hace unos años viví en primera persona el episodio de querer seguir dando una clase que fue interrumpida en el aula por los estudiantes que protestaban (con razón) contra la ley Gelmini. Compartía sus motivos, pero no podía ni quería perder mi hora de clase porque ya no podría recuperarla. Hablé con franqueza a mis interlocutores mientras ironizaban acerca de la importancia que podía tener una hora de clase frente al derrumbe general de la Universidad provocada por aquella ley de reforma educativa. Tenían razón, pero no dejé por ello de defender mis razones. Pensaba que no se podía ironizar sobre el peso que una hora de clase puede tener en la vida de un estudiante. Yo quería continuar con mi clase -que, como siempre, me había preparado concienzudamente- porque una hora de clase nunca es baladí, no es el discurrir de un lapso de tiempo que nace ya muerto, no es un automatismo desprovisto de sentido, no es rutina sin deseo, como parecían pensar en cambio mis interlocutores. 

Si acaso, es ese automatismo la auténtica enfermedad de la Escuela, la patología típica del discurso de la Universidad, que recicla un saber que tiende anónimamente a la repetición anulando la sorpresa, lo inesperado, lo no escuchado hasta ahora y lo no conocido aun, haciendo imposible el acontecimiento de la palabra. Es uno de los más acérrimos enemigos del trabajo del profesor: la tendencia a reciclar y a la reproducción de un saber siempre idéntico a sí mismo. Es el fantasma que se cierne sobre este trabajo y puede condicionarlo fatalmente: reclinarse sobre lo ya hecho, sobre lo ya dicho, sobre lo ya visto, reducir el amor por el conocimiento a mera administración de un conocimiento que no nos reserva sorpresa alguna. En ese momento no hay transmisión de un saber vivo, sino burocracia intelectual, parasitismo, aburrimiento, plagio, conformismo. Un conocimiento de este tipo no puede asimilarse sin provocar un efecto de asfixia, de anorexia intelectual, de repugnancia. Pero la Escuela no es en su esencia eso. Procuran demostrarlo cada día los docentes, sea cual sea el nivel educativo en el que actúen: el verdadero corazón de la Escuela está formado por horas de clase que pueden ser aventuras, encuentros, hondas experiencias intelectuales y emocionales. Porque lo que queda de la Escuela, en la época de su evaporación, es la belleza de la hora de clase. Eso fue para mí la Escuela y eso fue lo que me salvó. Por esa razón, frente a los jóvenes que protestaban quise seguir dando clase y lo hice para honrar a todos los profesores que me enseñaron que una hora de clase puede abrir siempre un mundo, puede ser siempre la ocasión de un auténtico encuentro. 

Hoy advertimos una crisis sin precedentes del discurso educativo. Las familias se nos aparecen como tapones a la deriva entre las olas de una sociedad que ha extraviado el significado virtuoso y paciente de la formación, reemplazándolo por la ilusión de carreras sin sacrificio, rápidas y, sobre todo, económicamente gratificantes. ¿Cómo puede una familia hallar sentido a la renuncia si todo fuera de sus confines presiona para rechazar toda forma de renuncia? Por esta razón de fondo invocan las familias a la Escuela como institución “paterna”, capaz de arrancar a nuestros hijos de la hipnosis telemática o televisiva en la que están inmersos, del sopor del goce “incestuoso”, para despertarlos al mundo. Pero también como una institución capaz de preservar la importancia de los libros en cuanto objetos irreductibles a la mera mercancía, objetos capaces de hacer existir nuevos mundos. 

¡Si al menos entendieran eso sus implacables censores! Si entendieran que son los libros por encima de todo -y los mundos que nos abren- los que obstaculizan el camino del goce mortal que empuja a nuestros jóvenes hacia la disipación de la vida (drogadicción, bulimia, anorexia, depresión, violencia, alcoholismo, etcétera). Bien lo sabía Freud cuando sostenía que solo la cultura podía defender a la Civilización del impulso hacia la destrucción animada por la pulsión de muerte. La Escuela contribuye a la existencia del mundo, porque la enseñanza, en particular la que acompaña el crecimiento (la llamada “educación obligatoria”), no se mide por la suma nocional de la información que dispensa, sino por su capacidad de poner a nuestra disposición la cultura como un nuevo mundo, un mundo diferente a aquel del que se alimenta el vínculo familiar. Cuando este mundo, el nuevo mundo de la cultura, no existe o su acceso está bloqueado, como señalaba el Pasolini luterano, solo hay cultura sin mundo, es decir, cultura de la muerte, cultura de la droga. 

Si todo empuja a nuestros jóvenes hacia la ausencia de mundo, hacia el retiro autista, hacia el cultivo de mundos aislados (tecnológicos, virtuales, sintomáticos), la Escuela sigue siendo lo que salvaguarda lo humano, el encuentro, los intercambios, las amistades, los descubrimientos intelectuales, el eros. ¿Acaso un buen enseñante no es aquel capaz de hacer existir mundos nuevos? ¿No es aquel que todavía cree que una hora de clase puede cambiar la vida? 

Milán, julio de 2014
 Videoconferencia
Massimo Recalcati. La hora de clase