Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de septiembre de 2021

XAVIER MASSÓ. EL FIN DE LA EDUCACIÓN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una vez más a Todos los libros un libro. Tras el programa de presentación de la temporada, que os ofrecimos hace quince días, hoy empezamos “de verdad” el nuevo curso con mi primera recomendación de lectura que, como ha ocurrido en años precedentes, girará sobre el mundo educativo, haciendo coincidir mi propuesta, por unas siempre algo innecesarias razones de oportunidad, con el presente más inmediato. 

Y esa realidad cercana está marcada en estos días, en una emisora universitaria como es la nuestra, por el comienzo de curso escolar, lo que justifica la presencia en el espacio de El fin de la educación, el libro de Xavier Massó que como su inequívoco título sugiere se ocupa de analizar la crisis que vive la enseñanza, en particular la de secundaria, en nuestro país. El libro, un acercamiento muy interesante a lo que, a mi juicio, constituye uno de los principales problemas de nuestra sociedad, la mediocridad en que se desenvuelve en España la institución educativa, en cualquiera de sus niveles, se presentó en marzo de este año por la editorial Akal, con el subtítulo, también expresivo, de La escuela que dejó de ser, y con un entregado prólogo de Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Ferrández, estos dos últimos directores de la colección Educación de la editorial, por lo que el lector debe relativizar -quienes escriben son juez y parte- el entusiasmo que rezuman sus palabras, obviarlas de entrada y esperar a juzgar por sí mismo si le parecen o no oportunas las tesis del catalán. 

De Cataluña viene, en efecto, Xavier Massó Aguadé, nacido en Tarragona en 1959, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación y Antropología social y cultural, y catedrático de Enseñanza Secundaria por la especialidad de Filosofía. Akal resalta igualmente, en la breve nota biografía que incorpora a la solapa del volumen, que es también colaborador en la Sección Aula del Diari de Girona, Secretario general del sindicato Professors de Secundària desde el año 2014 y presidente de la Fundación Educativa Episteme; formación y trayectoria profesional que garantizan, de entrada, tanto la solvencia de la fundamentación teórica de sus argumentos como el conocimiento profundo de la realidad de la que habla. 

Resumiendo de un modo elemental la esencia de su planteamiento, en El fin de la educación Massó sostiene que las constantes reformas educativas que sufre -y elijo a conciencia el verbo- la enseñanza secundaria en España desde hace treinta años, y la aparentemente acrítica aceptación, por legisladores y autoridades educativas, por facultades y docentes, en claustros y aulas, de postulados pedagógicos supuestamente progresistas, de prácticas metodológicas “alternativas”, de recursos didácticos tecnológicos basados en el uso de dispositivos electrónicos, en definitiva, todo ese frenesí “innovador”, está desvirtuando el objetivo principal y la función primordial de la “escuela”, que no es otro, al decir del autor, que la transmisión de conocimientos. Y todo ello en nombre de una modernidad mal entendida, que con la coartada moral de la defensa de la igualdad de oportunidades y la adaptación a los acelerados cambios que experimentan las sociedades desarrolladas contemporáneas, están provocando, sin embargo, lo contrario de lo que pretenden (a no ser que “eso” sea exactamente lo que se pretende, sospecha Massó): la progresiva “aculturización” y el analfabetismo funcional de grandes capas de la población, precisamente las más desfavorecidas, condenándolas así a un futuro -a un presente- de adocenamiento personal, precariedad laboral e irrelevancia social que las convierten en víctimas propiciatorias del dirigismo y la manipulación populistas. 

El profesor tarraconense estructura su análisis en torno a tres grandes ejes, cada uno de ellos coincidente con una de las acepciones del término “fin” que protagoniza el título de su libro. Fin, en primer lugar, como objetivo o finalidad, el para qué de la enseñanza, el propósito último, la naturaleza y funciones que debe desempeñar un sistema educativo. Fin, a continuación, como “confín”, como límite, cómo ámbito: cuál debe ser el “territorio” de la educación y cuáles las “fronteras” que lo delimiten. Y, por último, fin como término, como agotamiento, como acabamiento, como la extinción y el final de un modelo escolar quizá ya, por desgracia, definitivamente periclitado. 

La preocupada voz de alarma en que consiste El fin de educación nace, en una primera instancia, de la aceptación del hecho, innegable por otra parte, de que los constantes avances tecnológicos y, como consecuencia de ellos, el cambio permanente y la complejidad del mundo actual, caracterizado por la fugacidad y la incertidumbre, por la volatilidad y la aceleración, por la ambigüedad y lo efímero, por la instantaneidad y la rapidez, por la urgencia, la inmediatez y las prisas, exigen una “reconsideración” del fenómeno educativo, una reflexión profunda acerca de las grandes cuestiones que han interesado -es más, que han sido constitutivas de ellos- a los sistemas educativos. Para qué se enseña, qué y cómo debe enseñarse, cuáles deben ser los objetivos, los propósitos, los métodos, las prácticas, las enseñanzas que deben guiar la formación de los escolares en las sociedades contemporáneas son preguntas que necesariamente han de reformularse intentando buscar para ellas respuestas acordes a los requerimientos y las necesidades que imponen los frenéticos tiempos que vivimos. Subraya Massó, en efecto, que desde hace décadas nuestra enseñanza reglada está en crisis precisamente porque desde todas las instancias educativas y sociales -profesores, expertos, padres, alumnos, autoridades educativas, políticos, medios de comunicación, pedagogos y psicólogos, economistas, empresarios, sindicalistas, ciudadanía en general- se constata el abismal desajuste existente entre lo que ocurre dentro de las aulas (la lentitud, la profundidad, la exigencia, la disciplina, la “forja del carácter”, la gravedad, lo sólido, la concentración, la memoria, el saber, el pasado, la palabra, por resumir metafóricamente el territorio de la escuela) y fuera de ellas (los rasgos ya mencionados que caracterizan hoy a las sociedades desarrolladas: lo efímero, lo superficial, lo inmediato, la ligereza, lo “líquido”, la dispersión, el presente, las pantallas, la “libertad”; de nuevo por recurrir a las metáforas algo simplificadoras). Ante esta ostensible discordancia entre ambos mundos, las propuestas planteadas, al menos las hoy hegemónicas, las formuladas en las tres últimas décadas de nuestra reciente historia (la LOGSE, paradigma, en cierto modo, del fenómeno estudiado, es de 1990), coinciden no sólo en la constatación del problema inicial, sino en su respuesta a partir de dos ideas principales. Según la primera, la “responsabilidad” última de esta inadecuación entre vida y escuela recaería en la obsolescencia del sistema escolar “clásico”, una institución anacrónica, decimonónica -cuando menos-, fundada en la memoria, la repetición, los contenidos, las asignaturas, las clases magistrales, los exámenes, los deberes, el esfuerzo, la jerarquía, conceptos absolutamente ineficaces para la formación de los niños y jóvenes de este siglo XXI inestable, incierto, mudable, apresurado y tornadizo. En consecuencia, los treinta últimos años de la enseñanza secundaria en España se han caracterizado -y este es el segundo rasgo definitorio del estado de cosas actual, según Massó- por un progresivo proceso (al menos en sus planteamientos teóricos; en su implementación práctica se percibe una mayor renuencia a aplicarlos por parte de los “afectados”) de encumbramiento y exaltación, de mitificación casi, de las llamadas metodologías activas, de las prácticas pedagógicas más o menos novedosas (el aprendizaje basado en proyectos, la clase invertida, entre otras muchas, casi siempre presentadas en inglés o a través de abstrusas siglas), de la omnipresencia de la tecnología en las aulas como fórmula revolucionaria para mejorar la calidad de la enseñanza, y, sobre todo, de la proliferación y rendición fascinada ante nociones como la educación por competencias, la comprensividad, la enseñanza inclusiva, el emprendimiento, el valor de lo emocional, las inteligencias múltiples, el papel del profesor como mero guía u orientador, el protagonismo del alumno, el énfasis en el aprendizaje y no en la enseñanza, y otras tantas ideas de difusa consistencia hoy dominantes en el escenario escolar. En definitiva, el absoluto predominio -la dictadura casi- de un lema fundamental ante el que sólo parece caber la sumisión incondicional: la innovación permanente, el delirio innovador, como lo denomina nuestro autor. 

Y aquí surge el concepto acuñado por Massó, la pedagogía de la sospecha. Sospecha en torno a si la innovación a cualquier precio, en lugar de facilitar el conocimiento potencia su banalización. Sospecha sobre si el objetivo último de tantas reformas no es la mejora de la enseñanza sino su destrucción, al menos la desaparición de su concepción racional e ilustrada, consolidada a lo largo de los últimos doscientos años. Sospecha acerca de si el revolucionario paradigma educativo que desde la nueva pedagogía se pretende construir, que se explicita en una sucesión de “mantras” que en la actualidad se aceptan acríticamente, y con fervoroso entusiasmo, por la mayoría de los modernos “operadores” educativos (además de los ya referidos: la inteligencia emocional, la relegación del papel principal del profesor, el nuevo rol del alumno, la irrelevancia de los contenidos, el descrédito de la memoria, la preponderancia de las competencias, la “divinización” de la tecnología, el rechazo a los exámenes y la evaluación, el mito del emprendimiento y su introducción en el currículo -así como la de los “valores”, la afectividad, la empatía, las omnipresentes soft skills-, las metodologías activas) representa, en efecto, un avance, un mejora o un progreso, o, por el contrario, constituye en realidad una auténtica disolución de lo más valioso de las instituciones de enseñanza -en particular, de la pública-, de sus innegables logros igualitarios, de su irrenunciable voluntad de una educación emancipadora, democrática y transformadora. Sospecha, en fin, acerca de si los demostrados efectos de depauperación, mediocridad, trivialización, ignorancia y descrédito del conocimiento que han provocado en nuestros estudiantes tres décadas de absoluta supremacía de las tesis “neopedagógicas” acabarán por suponer -si no lo han hecho ya- la demolición definitiva, el acabamiento, la consumación, el fin, pues, del valioso edificio cultural que, simbólicamente, representa la institución escolar que conocemos. 

Y a la investigación sobre esas distintas fuentes de sospecha dedica su libro el profesor Massó, cuya condición de filósofo impregna la obra entera. En la primera de sus tres partes rastrea la finalidad y la función de lo que hoy llamamos “sistema educativo”, a través de un informado recorrido histórico, en el que, tras mencionar al paso los antecedentes en Egipto, Mesopotamia, India o China, analiza su plena consolidación en Grecia, su institucionalización a partir de la Ilustración en el siglo XVIII y de la Revolución industrial del XIX, hasta llegar, por fin, al actual -y degradado- estado de cosas. En toda esa trayectoria pueden apreciarse ciertos elementos comunes que unifican y que, por tanto, acabarán por definir el contenido esencial de la escuela, su propósito y noción principal, su razón de ser: la enseñanza como instrucción, como transmisión de conocimientos o destrezas; la necesidad de la traditio, la entrega, el traspaso de una generación a otra de los logros conseguidos en el desarrollo de la sociedad, una transferencia de saber que, por un lado, preserve lo mejor de lo creado, lo obtenido, lo descubierto o averiguado en el pasado y, por otro, evite el absurdo proceso de permanente construcción desde cero, de “reinvención” ex nihilo de lo ya alcanzado; en consecuencia, la exigencia de instruir o enseñar no sólo en las prácticas y las habilidades, en el cómo se hacen las cosas, sino también en sus fundamentos teóricos, en el porqué de esas destrezas, en el saber que las explica, que las justifica y que, en definitiva, permitirá reproducirlas en el futuro; la articulación del binomio docente/discente como fórmula, hasta ahora eficaz, para llevar a cabo esa transmisión, un esquema que acepta la radical desigualdad de origen -la jerarquía, pues- entre quien sabe y quien no, entre quien es “más”, tiene más experiencia, más conocimientos, es más sabio -el magister- y el niño, el joven que, inexperto, ignorante, debe, “tiene”, que aprender. 

En la evolución de ese modelo, los ideales ilustrados -la igualdad, la justicia, el conocimiento, la razón, la lucha contra la ignorancia, la ciencia, el combate contra la superstición y la irracionalidad- acabarán por confluir con las exigencias que imponen los avances de las nuevas sociedades industriales, en particular una formación básica de la población, una mínima instrucción en ciertos saberes, cuyo conocimiento previo será requisito para poder realizar determinadas tareas, indispensable para hacer frente a las crecientes necesidades productivas impuestas por la maquinización, que, además, afectarán a un cada vez mayor número de individuos contribuyendo a la progresiva generalización de la escolaridad. De esta manera, la escuela que hoy tenemos bebe de esas fuentes diversas, aunque complementarias, y se configuraría como una síntesis de ambas, con todos los matices derivados de los diferentes momentos y las distintas áreas geográficas en que se concrete, una combinación entre lo ideal y lo material, entre lo teórico y lo instrumental, que ha prevalecido hasta nuestros días. No me resisto a transcribir un fragmento del libro muy significativo de cara a la caracterización de este modelo educativo: 

Estamos ante un modelo en cuyo planteamiento se prefigura un concepto de individuo, de ser humano, que se proyectará sobre los siglos siguientes bajo distintas formas, pero cuyo desiderátum, y también su mayor logro, será la conquista de la democracia y unas sociedades con unas cuotas de libertad hasta entonces inéditas en la historia; una sociedad que, para poder funcionar, requiere de individuos libres, de ciudadanos, en el pleno sentido del término. Y para ser un ciudadano libre de la república ilustrada, se requiere de instrucción. Queda claro que los presupuestos morales de la Ilustración encajan de lleno con su ideal educativo y que, de una forma u otra, se adaptarán a las exigencias más pragmáticas de la nueva sociedad que surgirá con el liberalismo decimonónico y con la industrialización. 

Bien es cierto que, en paralelo a este modelo que, por simplificar, podríamos denominar “ilustrado” surgió también, sobre todo a partir de Rousseau y su muy influyente Emilio o la educación, otro esquema, opuesto a él, que Massó denomina, siguiendo a Isaiah Berlin, “antiilustrado” o romántico. Desde postulados radicalmente opuestos -recuérdese, el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad (léase, la educación) lo corrompe y pervierte- se ponen las bases de una corriente que defendería la espontaneidad primigenia del niño, el respeto a su natural fluir, la visión de la educación como un opresivo corsé que conforma y constriñe, que limita y condiciona, que impone y configura, que reduce, enajena y hasta prohíbe y castra el libre desarrollo de la personalidad infantil y juvenil. Una visión ingenua, romántica (Massó cita a Margaret Mead y su idílica mirada sobre las comunidades primitivas de Samoa), que llevada a su extremo rechazaría la transmisión del saber en beneficio de la fértil indagación que nacería de la inocente curiosidad de todo ser humano no maleado por las constricciones sociales. 

Y de esos polvos vienen estos lodos, porque, en realidad, afirma el autor, el debate educativo actual sigue siendo en gran medida el de la pugna entre el modelo ilustrado y el romántico. Un debate acrecentado por el desmesurado desarrollo tecnológico actual que ha cambiado nuestras sociedades en este agitado siglo XXI, hasta el punto de que, quizá, la cadena evolutiva de los sistemas de enseñanza, tras el primer gran hito que supuso la cultura helénica y el segundo eslabón representado por el ideal ilustrado y el tecnicismo industrial, esté viviendo en nuestros días un nuevo, determinante y quizá irreversible punto de inflexión. Estaríamos asistiendo, así, a un momento de crisis, crepuscular por un lado, pero seminal por otro, que supondría una frontera abrupta entre unos sistemas educativos languidecientes y condenados a su pronta obsolescencia y unos nuevos paradigmas educativos que den respuesta y se ajusten a los requerimientos de una civilización VUCA (acrónimo acuñado desde hace ya algunos lustros para referirse a las características que definen nuestras sociedades fuertemente “tecnologizadas”: volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad, por sus siglas en inglés). 

La principal preocupación de Massó, que desarrolla en los dos últimos apartados de su libro, reside en si estos cambios, al parecer inevitables, suponen un avance o, por el contrario, una regresión, que desnaturaliza y pervierte, que elimina, de hecho, los grandes logros que representan los principios ilustrados. Su diagnóstico no puede ser más pesimista, pues, a su juicio, estaríamos ante un proceso de neomedievalización cuyo primer efecto sería la destrucción o, como mínimo, la neutralización del sistema educativo, por el medio de alterar su finalidad originaria. Y es que, en efecto, la escuela que el estado de cosas vigente -y las leyes que han permitido configurarla- ha “diseñado” desde finales de los años noventa hasta hoy mismo falla en los dos principales ejes que la habían constituido desde su origen: ni aporta saberes sólidos conforme a su función primigenia (es prácticamente unánime el consenso acerca de las insoportables cifras de abandono escolar -en torno al 30 por ciento-, la deficiente formación, el bajo nivel académico y cultural y las limitaciones en las destrezas básicas de nuestros escolares, como certifican una y otra vez las distintas evaluaciones internacionales), ni prepara convenientemente para la inserción profesional satisfactoria (como revelan tanto los datos relativos a la supuesta “sobrecualificación” de nuestros empleados, como los que aluden a la imposibilidad por parte del mundo empresarial de encontrar perfiles acordes a sus necesidades “reales”, por no hablar de las cifras del desempleo juvenil). 

En el análisis de las causas de este pernicioso fenómeno menciona Massó las explicaciones que de él hacen las dos tendencias contrapuestas en el debate público, reedición actualizada de la controversia románticos/ilustrados. La primera, que representan los soi-disant innovadores y progresistas, los adeptos de la “nueva pedagogía”, ve el sistema educativo como una estructura esclerótica e intempestiva, anclada en el anacronismo e incapaz de afrontar los retos que plantea la nueva realidad social, plural, multicultural, conectada y digital. En consecuencia, aboga por una transformación estructural en profundidad, en la que ya no cabe la institución escolar como la habíamos conocido hasta ahora; ni sus programas de estudios, ni el tipo de conocimientos que se transmitían, ni la forma como se impartían, ni sus maestros y profesores… y hasta puede que ni siquiera su alumnado, que también deberá ser rediseñado de acuerdo con los requisitos de la ingeniería social de turno. La base teórica de esta postura reside, siempre según el criterio del profesor catalán, tanto en un no siempre sutil antiintelectualismo -más propio de la izquierda- contrario según los postulados de Rousseau ya mencionados a una enseñanza que se percibe como un explotador y opresivo instrumento de perpetuación de las desigualdades sociales, como en lo que Massó denomina la escuela de la «teocnología» -de adscripción ideológica algo más difusa, aunque quizá más cercana a la derecha-, de corte economicista y empresarial que sostiene la necesaria conexión de la enseñanza con el mundo laboral -con el “mercado”- y que la desea, así, centrada en los aprendizajes “útiles” -con las nuevas tecnologías como centro- y vaciada, pues, de “estériles”, superfluos e innecesarios conocimientos teóricos; mercantilizada, pues, en tanto limitada a contenidos básicamente instrumentales y de efectivo rendimiento económico, de muy tangible productividad. 

Desde la perspectiva opuesta se aduce que estas pedagogías reformistas han convertido la universalización de la escolaridad en una uniformización igualitarista a la baja, minimalista, entendiendo erróneamente la igualdad de oportunidades como un punto de llegada, y no como el punto de partida que en realidad ha de ser. Unos presupuestos ideológicos poco fundados que, además, perjudican, sobre todo, a aquellos en cuyo nombre se pretexta estar haciendo estas reformas: los menos favorecidos social y culturalmente, condenándolos a la marginalidad y a ocupaciones de baja cualificación, perpetuando y profundizando en la brecha social. El fin de la educación se alinea de modo nítido con este enfoque a partir de una argumentación que se desarrolla, con consistencia y rigor, a lo largo de los apartados segundo y tercero del libro, que ocupan, aproximadamente, doscientas setenta de sus trescientas cincuenta páginas. 

Así, se estudia en primer lugar cómo la escuela ha ido abandonando progresivamente su función instructora (y aquí resulta revelador el análisis acerca del uso hoy casi monopolístico del término “educación”, frente a los más clásicos -y a menudo relegados en el uso cotidiano- de “enseñanza” o “instrucción”), en beneficio de otro tipo de cometidos que hasta ahora correspondían a otras instancias, sobre todo la familia. De este modo, los centros de enseñanza secundaria (y, en alguna medida, también los universitarios) van dejando de lado sus funciones académicas, de sólida y rigurosa transmisión del saber, para convertirse en instituciones asistenciales que dotan a sus usuarios/consumidores de prestaciones centradas en los aspectos de tutela, emocionales, psicológicos, sociales, de los que las sociedades civiles parecen haberse desentendido y que hacen prevalecer la inteligencia emocional sobre la cognitiva y el aprendizaje de destrezas y competencias frente al de conocimientos y saberes. Por resumir, algo caricaturescamente: en tanto el saber está en la Wikipedia al alcance de todos y la problemática social se multiplica y desborda los límites de lo que familias y ciudadanía pueden asumir, se desprovee a la escuela de su primordial función instructora y se amplían sus confines para asumir en ellos esta dimensión emocional/afectivo/asistencial. Pero la premisa de la que se parte, según la cual el conocimiento estaría disponible en internet al alcance de un clic, es uno solo -se cuentan por decenas- de los lemas falsos, de los “mantras” que, acrítica y ciegamente, se repiten por doquier en el mundo educativo para justificar los necesarios cambios que debe abordar la enseñanza secundaria; unos mitificados eslóganes, unos apriorismos de dudosa justificación científica que hoy conforman la ideología dominante en el universo educativo y que Massó, con agudeza y espíritu crítico, con notable solvencia teórica y muy apreciable ausencia de prejuicios, desmonta en lo que constituye el núcleo central de su libro. 

Resulta imposible, es obvio, sintetizar siquiera aquí lo esencial de los muy sensatos razonamientos con los que se desvela la endeblez y falta de consistencia teórica de estos “revolucionarios” principios que estarían “deconstruyendo” el sistema educativo. Mencionaré tan sólo algunas de las ideas que en la implacable tarea de demolición que acomete el autor desfilan por las páginas del libro analizadas y cuestionadas por el catedrático: La “innecesariedad” de los contenidos (en la red no está el saber, y sí la información; la educación ha de servir para convertirla en conocimiento). el alumno como centro; la consiguiente subsidiariedad del rol docente; el igualitarismo; el aborrecimiento de las jerarquías; la inutilidad de la memoria; la enseñanza como juego y no como coacción; el “cultivo” de las emociones y de la autoestima; lo superfluo de los exámenes; la proscripción de los saberes “inútiles” y la consiguiente “fetichización” de la tecnología; la sumisión al mercado; y, en definitiva, los innumerables postulados de la “buena nueva” pedagógica. 

Así están las cosas, con la enseñanza secundaria hundida en una insoportable miseria académica mientras la mayor parte de sus “operadores”, profesores y expertos, pedagogos y padres, gobiernos y autoridades educativas… y también, por supuesto, las sucesivas cohortes de banalizados alumnos participan -conscientemente o sin saberlo siquiera- de esta cotidiana apología de la mediocridad que se respira en nuestras aulas. La exigencia intelectual, política, cívica y moral de poner fin a este lamentable estado de cosas es una de las enseñanzas, quizás la más importante, que deja al lector este imprescindible -y sin duda polémico- El fin de la educación

Os dejo, tras el “preceptivo” fragmento del libro, explícito con respecto a su contenido fundamental, con un tema musical que ya ha aparecido otras dos veces en nuestro espacio (siempre a propósito de textos relativos a la educación). Se trata de Another brick on the Wall, del grupo Pink Floyd, cuyo mensaje explicita, al decir del autor, la idea nuclear que inspira las nuevas tendencias pedagógicas que nutren desde hace treinta años nuestra enseñanza secundaria. 


Podemos entender la deriva que ha seguido el sistema educativo como un proceso de neomedievalización del conocimiento, y la consiguiente imposición de una insalvable brecha educativa, que restringe los contenidos más teóricos y académicos a las élites que pueden pagarse una educación selecta. Para el resto de la población quedaría, en distintos grados, una educación orientada hacia un aprendizaje puramente instrumental y, por lo demás, convertida en subproducto cultural. Ello entendido a la manera de Juan de Mairena, el personaje machadiano, cuando afirmaba, en una soberbia apología del ideal ilustrado, que lo que hacía falta no era una escuela superior de sabiduría popular, sino una escuela popular de sabiduría superior. Hoy lo que tenemos es que lo segundo está siendo desplazado por lo primero. 

O podemos entenderlo como el resultado de una creciente complejidad social que ha forzado al sistema educativo a atender frentes que, o bien antes no existían, o los cubrían otras instituciones sociales, como la familia o entidades de auxilio social, que hoy estarían sobrepasadas o habrían más o menos abdicado, cuyas funciones la escuela ha de asumir total o parcialmente. Si, como solía decirse antes, la escuela enseñaba y la familia educaba, ahora muchas de estas otras funciones educadoras no escolares recaerían también sobre el sistema educativo. Con ello, la transmisión de conocimientos queda inevitablemente diluida en el magma de las nuevas prioridades, forzosamente banalizada y como algo en el mejor de los casos accesorio. 

O también lo podemos ver desde muchas otras perspectivas, como que la escuela ha dejado de ser el ascensor social que fue en un tiempo de expansión económica, y que por ello ha perdido entre la población el atractivo que pudo tener. O como una progresiva subordinación de la escuela a las leyes de la oferta y la demanda. Un escenario en el cual la enseñanza pública jugaría el papel de un servicio subsidiario, reducido a lo básico y meramente asistencial. 

Siempre, eso sí, con el alumno como proclamado centro del sistema, ahora entendido también como «cliente». Pero al igual que «unos son más iguales que otros», también con clientes más preferentes que otros, cuya centralidad lo es solo con respecto al producto dirigido a ellos, y en clara posición periférica. 

Podrá ser por cualquiera de estas causas, o por una combinación entre todas ellas y muchas más, o el resultado de un proceso cuyo origen y verdadero alcance acaso se nos escape. Pero lo cierto es que el sistema educativo se encuentra más allá de sus propios límites y está al borde del colapso. En realidad, ya ha colapsado; solo que este estado de colapso se ha convertido en sistémico y ni siquiera llama la atención; una atención que, por otro lado, ya se desvía oportunamente hacia otros centros de interés. Y si la escuela todavía sigue ejerciendo de alguna manera su antigua función de transmisión de conocimientos, sería por inercias atávicas que cada nueva reforma educativa erosiona un poco más.
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Xavier Massó. El fin de la educación

miércoles, 8 de septiembre de 2021

PRESENTACIÓN 2021-2022

El primer programa del curso 2021-2022 consiste en una presentación del espacio, de su contenido y propósito, de su estructura y planteamiento, de su título y su melodía de apertura y cierre. También se adelantan los leves cambios que, en su configuración, van a realizarse en la temporada que ahora empieza. 

Para completar mis comentarios “técnicos” sobre las emisiones, vuelvo a recomendar, como hice en octubre de 2008, cuando comencé la larga travesía en que se ha convertido Todos los libros un libro, los cuentos completos de Julio Cortázar, en su edición de Alfaguara. De ellos, leo en antena Continuidad de los parques, que os ofrezco también aquí, en el blog del programa, al igual que hace trece años. 

Como acompañamiento musical al espacio os dejo su sintonía habitual: Mensagem de amor, un tema precioso de Lucas Santtana. 


Continuidad de los parques 

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. 

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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Presentación 2021-2022