Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de abril de 2023

FRANCISCO J. LEIRA CASTIÑEIRA. LOS NADIES DE LA GUERRA DE ESPAÑA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde hace unas semanas, nuestro programa viene ofreciéndoos una serie de recomendaciones literarias, de difusa adscripción genérica, a caballo del ensayo histórico, la crónica periodística y los relatos de ficción, cuya temática principal se centra en tres décadas muy significativas de nuestro convulso pasado de la mitad del siglo XX: las que van de 1931, año de instauración de la Segunda República, hasta principios de los sesenta, en que, al menos formalmente, se puede dar por terminada la muy oscura posguerra. Entremedias, claro está, la propia contienda fratricida, un acontecimiento histórico de primer orden, que ha marcado, en sí misma y en sus consecuencias, el acontecer de nuestro país en los últimos casi cien años. Así, en la primera emisión de la serie os hablé de ambos extremos de ese arco temporal, con dos sugerencias debidas al mismo autor, Paco Cerdà: 14 de abril, que recrea distintos episodios ocurridos el día de la huida de España de Alfonso XIII y de la proclamación de la República, y El peón, que, a partir de la partida que el 10 de febrero de 1962 jugaron en Estocolmo, enfrentados en los tableros de ajedrez, el genial maestro norteamericano Bobby Fischer y el legendario ex “niño prodigio” español Arturo Pomar, repasa el estado de nuestro país y del mundo entero en aquellos años en los que la España franquista se adentraba en una incipiente apertura y el orden internacional se veía amenazado por los roces, tensiones, amenazas y provocaciones de la Guerra Fría. La semana pasada, el protagonismo del espacio recaía ya en los terribles sucesos de la Guerra Civil, narrados con lucidez, independencia, compromiso con la libertad y ausencia de fácil maniqueísmo por Manuel Chaves Nogales en su indispensable A sangre y fuego

Esta tarde os traigo otro libro, un ensayo, cuyo núcleo central lo constituye también nuestra muy cruenta última guerra, en una nueva aproximación a aquellos controvertidos acontecimientos de nuestra historia. Siguiendo, en cierto modo, el hilo del clásico de Chaves, quiero presentaros una obra, Los Nadies de la Guerra de España, muy interesante -pese a algunos defectos que la lastran, a mi juicio- y capaz, como también ocurría con los relatos del periodista sevillano, de aportar al lector innumerables motivos para la reflexión a la vez que lo sume en una lúcida melancolía, dada la irracionalidad, las injusticias, los desatinos, las crueldades y el fanatismo que poblaron aquellos años infaustos. Se trata de un muy sugestivo y original ensayo de Francisco J. Leira Castiñeira publicado hace unos meses por la Editorial Akal. No quiero dejar de recordaros ahora que la serie se prolongará aún un par de emisiones más, con nuevos acercamientos, contados también desde ópticas muy diversas, a aquellos desgraciados sucesos, aunque entonces el telón de fondo histórico no se centrará solo en los días del enfrentamiento, sino que, sobre todo, se desplazará a los muy grises, inclementes y aciagos años de la primerísima posguerra. 

El autor de Los Nadies de la Guerra de España, gallego nacido en La Coruña en 1987, es doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela. Con una consolidada trayectoria académica -es profesor en dicha Universidad y cuenta con distintos premios en su ámbito de conocimiento-, ha publicado diversos libros, de los que el anterior al que hoy os presento, Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar, de 2020, ha alcanzado, como este que hoy presento, una notable repercusión, pese a lo muy específico de la materia tratada. 

El libro se abre con una cita, muy explícita, de un texto de Eduardo Galeano, extraída de El libro de los abrazos, a mi juicio una de las obras mayores -sin duda la más emotiva y conmovedora- del escritor uruguayo. Escribe Galeano y reproduce Leira: 

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. 

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. 
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: 
Que no son, aunque sean. 
Que no hablan idiomas, sino dialectos. 
Que no hacen arte, sino artesanía. 
Que no practican cultura, sino folklore. 
Que no son seres humanos, sino recursos humanos. 
Que no tienen cara, sino brazos. 
Que no tienen nombre, sino número. 
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. 
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata. 

En torno a una docena de esos “nadies” que cuestan menos que la bala que los mata, aquellos que han dejado poca documentación, que no salieron en la prensa; en su mayor parte, en consecuencia, olvidados de la Historia, son los indudables protagonistas del libro, en el que se nos presentan las biografías de esos individuos más o menos anónimos, personas corrientes -hay, no obstante, algunos de indudable repercusión pública, como luego veremos- para, a partir de ellas, explicar el universo sociopolítico y cultural en el que han vivido, indagando, en un plano más teórico y hasta académico, en el marco general, político, ideológico y social, en el que se inscriben las trayectorias de cada uno de ellos. Estamos, pues, ante el libro de un historiador, si bien el acercamiento al objeto de su estudio no es solo el consabido y propio de las ciencias humanas, riguroso, analítico, documentado (Quiero dejar claro que no tenéis [el para mí enojoso tuteo al lector no es el menor de los problemas formales del libro, que padece una muy desmañada y lamentable redacción en muchos de sus pasajes, además de flagrantes errores de edición] entre las manos un libro de Historia. Me refiero a que no es una Historia de España o, en concreto, de la Guerra Civil o el franquismo. Tampoco es un libro que trate de resumir «los supuestos aspectos más importantes» del conflicto y mucho menos un manual. Todos esos tratados tienen una pulsión que los une: la frialdad y la enorme distancia con la que se relata lo sucedido, como si solo incumbiese a un puñado de actores –casi siempre, hombres con poder y nombre propio– el devenir de lo sucedido. Esos otros, los Nadies, «que no son seres humanos», han tenido y tienen sentimientos o pensamientos incoherentes que entran en conflicto con lo que hacen –solo a nuestros ojos, que no a los de ellos–. Son personas que deben ser incorporadas a la narración del historiador más que elementos inanimados que acompañan de fondo el gran relato), sino también uno más subjetivo y personal (No quiero influiros con mi explicación de la Guerra Civil española, sino plantearos preguntas y haceros dudar sobre lo que conocéis sobre este pasado reciente y traumático. No quiero –y jamás lo voy a hacer– presentaros una verdad absoluta, sino una interpretación de unos acontecimientos que he reconstruido), que Leira construye recreando las historias -con minúscula- de estos otros personajes “menores” que hicieron -y sufrieron- la guerra. Hay, por lo tanto, algo -mucho- de interpretación (A pesar de haber consultado toda la documentación de archivo disponible, oficial y personal, una parte [del libro] siempre será “ficción”) en su “lectura” de aquella controvertida realidad. 

Este es, sin duda, uno de los mayores motivos de interés del libro y la causa principal de me haya decidido a leerlo, aunque, como luego veremos, sus logros -grandes- no están, sin embargo, a la altura de las expectativas generadas. El autor postula una aproximación a la Historia menos fría y distanciada, menos aséptica y desapasionada, menos neutra y profesoral que la habitual de las publicaciones de la disciplina. Y para ello, para ofrecernos una visión más poliédrica, más completa, más vivaz y palpitante, más “real”, más, por tanto, fidedigna de aquellos terribles sucesos, se adentra en las vidas de estos ciudadanos comunes, tratando de averiguar sus motivaciones, de identificar sus posibles emociones y de comprender su contexto social y cultural. Y añade, las personas a las que pongo nombre, imagen y voz en este libro, aunque en otra época y en un contexto distinto, representan lo que hoy somos como seres humanos. Fueron individuos con miedos, preocupaciones y contradicciones por los que hemos podido pasar cualquiera de nosotros, con independencia de ideologías, cultura o clase social. Por eso, me gustaría que sostuvierais este libro sin prejuicios y empatizarais con los protagonistas. Que quisierais «comprender» para, así, entender el camino que eligieron otros muchos Nadies, afirma. Lo que deseo -sigo citando sus palabras de presentación- es darle voz a los que no la han tenido a causa del «historicismo». Quiero remarcar que no solo dársela a los «oprimidos» o, utilizando el lenguaje de la propaganda, a los «vencidos» de la guerra; también quise dársela a los considerados como «vencedores», porque ya son muchos los años que otros han estado hablando en su nombre. Se plantea así una interesante y polémica cuestión, que daría para un largo excurso que no puedo permitirme dadas la naturaleza y la extensión del espacio (y cuyas tesis últimas el autor, con una muy fácilmente identificable posición política, no estoy seguro de que pudiera compartir), acerca de la para mí mal llamada “Memoria Histórica” (por definición, la memoria, siempre subjetiva y parcial, no puede “oficializarse”, pues ¿cuál de todas ellas, de los millones de memorias parciales, debe representar la visión uniforme y última, “estable” e institucionalizada del Estado?) 

Y aquí surge otro de los elementos sobresalientes del libro, además de ese inteligente y humanista “poner el foco” en la vida de los “nadies”: la voluntad explícita -no siempre conseguida, insisto- de evitar las dicotomías. Leira pretende huir de los apriorismos, de las ideas preconcebidas, de las lecturas maniqueas, rígidas, inconmovibles -fijadas ya para siempre en el pensamiento de cada contendiente, de cada intérprete, de cada historiador, de cada ideólogo-, de unos hechos más complejos, con más aristas y matices que el retrato plano y simplista que se hace desde cada una de las enfrentadas órbitas políticas. Con un loable propósito de superar ese reduccionista dualismo, que tan cruentos efectos produjo en aquellos años aciagos y que de manera tan mísera envenena y empobrece el debate político actual, el autor defiende, valiente y categórico, que debemos quitarnos los grilletes y romper con los condicionamientos y categorías heredadas en torno a la Guerra Civil y el franquismo. […] Debemos hacerlo desde y para la sociedad civil, con honestidad, precisión y sin maquillaje. Y de un modo aún más nítido: La existencia de esos prejuicios y categorías proviene nada menos que de la dictadura. De alguna manera, la democracia, al no cuestionarlos, los ha perpetuado, transformándose en cómplice de la traición a aquellas vidas dañadas o apagadas por la guerra, porque las sociedades no encajan con categorías predeterminadas y, en ocasiones, proceden de la propaganda que utilizan los actores políticos en la actualidad. De ahí sale la decisión de mirarnos al espejo, reconocernos, cuestionarse los tabúes, los prejuicios y las categorías o, al menos, intentarlo, y, así, acercarnos a comprender y a hacer comprensible […] el pasado

En este sentido, el libro reconoce las zonas grises de los episodios narrados, los claroscuros, las ambigüedades, al contrario de los limitados formulismos con los que suele analizarse esta triste etapa de nuestra historia. No todos los sublevados eran fascistas, no todos los militares rebeldes eran asesinos despiadados, no todos los religiosos ejecutados por la República eran inicuos, ni eran culpables de ningún delito muchos de los paseados y fusilados por los simpatizantes de ambos bandos. No todos los defensores del orden vigente nacido el 14 de abril de 1931 eran personas íntegras, santos laicos que propugnaban la solidaridad, la cultura, la libertad, los valores democráticos. No solo están aún en las cunetas las víctimas de la crueldad franquista, no todos los ganadores de la guerra fueron reconocidos por el régimen de Franco, no todos los contendientes eran fanáticos ideologizados, no todos se prestaron a la lucha a causa de sus creencias, no todos apoyaban el golpe de Estado o pretendían la dictadura del proletariado. Y a todos ellos, a unos y otros, se les debe una memoria democrática, lo más objetiva y neutra posible -sin obviar que el levantamiento frente al orden constituido fue un acto ilegal, y sangrienta y antidemocrática la dictadura de cuarenta años que lo siguió-, que no los discrimine en función de las ideas políticas del ocupante de turno de los sillones del poder. 

Pese a esta objeción inequívoca a la explicación dualista de una frontal división entre españoles como causa última de la guerra (Se debe poner en duda la idea de las dos Españas condenadas a enfrentarse), y sin que pueda negarse que España fue el escenario, el campo de batalla, de un conflicto de dimensiones más amplias, el combate a muerte entre el fascismo y el comunismo internacionales, Leira recuerda en su libro la pluralidad política, social y cultural de nuestro país, reflejo de una ciudadanía cuyos intereses, preocupaciones, objetivos y expectativas vitales obedecían a una multitud de factores culturales, familiares, generacionales, laborales, sociales y residenciales no principal ni necesariamente vinculados a las cerradas e intransigentes ideologías que expelían y contagiaban sus abominables mensajes de odio. Sin embargo, la adscripción ideológica del autor -que presumo cercana al socialismo menos socialdemócrata; su libro fue presentado por José Luis Rodríguez Zapatero, y no solo porque el abuelo del expresidente del Gobierno sea uno de los protagonistas “retratados” en la obra- le lleva a rechazar, por liberal y en el fondo connivente con el olvido del pasado y, en consecuencia favorable a la impunidad de los crímenes franquistas, la propuesta de esa “Tercera España” que defendieron en aquel momento Manuel Chaves Nogales, Juan Ramón Jiménez o Miguel de Unamuno y que sostienen en la actualidad intelectuales como Trapiello o Félix de Azúa, entre otros (No hubo tres Españas: hubo casi tantas como españoles). El profesor gallego no pone en el mismo plano la violencia en las calles, los asesinatos y atentados de las fuerzas revolucionarias, los fusilamientos crueles, las venganzas despiadadas y los salvajes ajustes de cuentas de los grupos paramilitares de izquierda, y las acciones criminales, perpetuadas en cuatro largas décadas de brutal dictadura, de quienes el 18 de julio de 1936 se levantaron contra el orden legal establecido en una atroz y sanguinaria barbarie. Y este desequilibrio en la balanza y, por tanto, en el enfoque de su análisis, resulta ostensible en el libro. Y aborreciendo yo mismo la absurda equidistancia -insisto, hay, de partida, un golpe de Estado contra la legalidad republicana-, pienso que el relato más o menos mitificador -que, en parte, subsiste en el libro- de la causa y de los personajes principales de las corrientes izquierdistas, puede y debe, aún hoy, ser objeto de un más matizado examen; aunque es obvio que no soy un experto en la materia y que, por lo tanto, mis reflexiones tienen mucho de intuición, condicionada, sin duda, por mis propios planteamientos ideológicos, muy cercanos a los de esa “Tercera España” en la que Leira ve rastros de un conformismo liberal reaccionario. Pese a todo ello, Los Nadies de la Guerra de España resulta, para un profano como yo, una muy interesante y también muy noble aproximación a ese controvertido segmento de nuestra Historia (y prueba de ello es su presencia en Todos los libros un libro y mi firme recomendación de su lectura). 

La dimensión más académica de la obra, tras la que se encuentra la figura del historiador y del investigador, se sustenta en numerosas fuentes de todo tipo: memorias escritas, cartas, entrevistas y recuerdos de primera mano de los descendientes de los personajes estudiados; pero también documentos oficiales, fuentes hemerográficas y de archivos civiles y militares, artículos, libros y publicaciones varias que se recogen en una bibliografía final que incluye más de trescientas referencias. Pero hay también, ya se ha dicho, una cierta construcción “literaria”, una recreación de las motivaciones, las preocupaciones y los miedos más íntimos de las personas objeto de su estudio. Esta doble consideración del libro es “confesada” abiertamente por su autor, cuando -de nuevo en su prólogo- afirma: “Los Nadies de la Guerra de España” no es una Historia de la Guerra Civil, aunque hay Historia. Naturalmente, no es una novela, aunque haya relatos basados en construcciones propias

Los protagonistas de esos relatos, de cada uno de los cuales se incluyen algunas fotos en su correspondiente capítulo- representan trayectorias biográficas, experiencias vitales y posturas ideológicas relativamente variadas, aunque hay un predominio y, sobre todo, un énfasis, un subrayado encomiástico, quizá inconsciente, un sesgo levemente enaltecedor -en otra muestra de la toma de partido del responsable de su presencia en el libro-, en la presentación de los miembros de los partidos revolucionarios, los combatientes antifascistas o las mujeres militantes (no se llega al retrato hagiográfico de controvertidas figuras como las de Dolores Ibárruri o Rafael Alberti, pero ni siquiera cabe una ligera insinuación sobre su siniestro y bien documentado proceder durante la guerra). Conocemos también a representantes del otro bando: militares del Ejército de Franco, anticomunistas señalados, religiosos represaliados y republicanos moderados; hay, igualmente, cierta presencia de personas no significadas políticamente a las que los azares de la vida condujeron al primer frente de batalla en donde, en algunos casos, llegaron a morir batiéndose heroicamente por una causa que no era suya, como escribió Chaves Nogales en frase que recordábamos hace siete días. 

Leira escoge a cada uno de sus personajes en tanto le sirven -más allá de esa condición de “nadies” que hilvana la tesis principal del libro- para ejemplificar en ellos el contexto sociopolítico y cultural que los condiciona y del que no pueden escapar. Cada caso es, pues, la excusa para presentar al lector los fenómenos históricos que, en cierto modo, encarnan en su experiencia subjetiva, en lo que quizá resulta la vertiente más árida de la obra, por la proliferación de datos, siglas, grupos políticos, organismos públicos, movimientos partidistas, corrientes ideológicas, iniciativas legislativas, asonadas e intentos de golpes de Estado, intrigas de poder, enfrentamientos entre facciones, antecedentes, cronologías varias, influencias extranjeras, explicaciones académicas. 

Así, la historia del soldado Francisco Pérez Ponte, recluta forzoso del Ejército rebelde, muerto con otros mil quinientos militares en la tragedia del Castillo de Olite, hundido en Cartagena por las fuerzas republicanas, permite al autor reflexionar acerca de la vertiente doméstica de la guerra, las vivencias de las familias de los fallecidos, desatendidas, incluso, contra la versión predominante de los hechos, por el Régimen al que sirvieron y que utilizó su recuerdo para legitimarse (la familia del muchacho sigue ignorando dónde están sus restos mortales y no recibieron ninguna ayuda del Estado). El capitán del Ejército de Franco, Manuel Fernández Fecho, no comulgaba con los presupuestos ideológicos de quienes lo dirigían, circunstancia que lleva a Leira a combatir otra idea preconcebida, la del Ejército rebelde -la de cualquier Ejército, en suma- como paradigma de lo reaccionario, el atraso, la incultura, la irracionalidad, el despotismo, la indigencia intelectual, la brutalidad y la pulsión de muerte. La visión dicotómica que preexiste de la guerra lo tacharía [al capitán] de fascista convencido, sin atender a las aristas que afectan a todas las experiencias vitales. El capítulo a él dedicado despeja esos apriorismos que sustentan esa imagen rancia del Ejército, ajena a la democracia y la modernización, a la vez que indaga en los sistemas de reclutamiento de cada uno de los dos ejércitos, e investiga en las campañas del norte de África como caldo de cultivo del golpe de Estado del general Franco. 

Otro capitán, esta vez al servicio de la República, Juan Rodríguez Lozano, centra el tercer capítulo del libro. Con una trayectoria profesional que incluyó también destinos en el norte de África, su figura desmiente de nuevo la idea del Ejército como un colectivo monolítico, ultranacionalista, reaccionario, trasnochado, golpista, violento y fascista, que haría suya el régimen de Franco. El capitán, símbolo de la “otra” España, opuesta a la de los rebeldes, fue el abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero, al que este, en su momento, introdujo en el debate político a propósito de la aprobación durante su gobierno de la controvertida Ley de Memoria histórica. Leira analiza su accidentada carrera profesional -que incluyó medallas y condecoraciones, también depuraciones y arrestos, así como la cercanía al ideario socialista e, incluso, la pertenencia a una logia masónica- que acabó con un juicio sumarísimo, su condena -sin que se sepa todavía hoy cuáles fueron las causas que la motivaron- y su ajusticiamiento el 18 de agosto de 1936. A partir de su desgraciada historia, el autor analiza los orígenes de la cultura militar republicana y se detiene, igualmente, en los pormenores de la legislación penal militar. Fray Cándido Rial Moreira fue un religioso franciscano cuya experiencia en la guerra fue, cuando menos, singular en sus muchas y dramáticas vicisitudes. Detenido por los milicianos en su convento madrileño tras el golpe, logró escapar en una primera instancia, para ser capturado y nuevamente encerrado con otros cuatro religiosos, los cuales serían fusilados a primeros de agosto. Indultado por sus captores por no se sabe qué motivos -quizá la confesión de que pertenecía a una familia pobre-, será enviado a la primera línea del frente formando parte de las milicias de defensa de la República -Me equiparon con unas alpargatas, un mono viejo y un fusil, que nunca llegué a utilizar, confesará en sus memorias, en las que da cuenta con horror de los crímenes presenciados-, para acabar aprovechando un descuido de sus “camaradas” para pasarse al bando rebelde, en el que sería aceptado tras las iniciales suspicacias que lo llevaron a prisión y en el que, tras la contienda, llegaría a ser capellán en una cárcel franquista. Su extraordinario recorrido vital (vivir la represión de aquel Madrid posterior al golpe de Estado, ser miliciano comunista, desertor, prisionero de guerra de los sublevados y capellán en una cárcel franquista) es la muleta en la que se apoya el investigador para dar cuenta de lo que llama La «trinidad» española: clericalismo, laicismo y anticlericalismo, un estudio de la evolución del poder de la Iglesia en nuestro país desde el siglo XIX hasta los años de la guerra. 

Ion Moța, miembro de la anticomunista Guardia de Hierro rumana, llegado a España para combatir con los rebeldes y Frank Ryan, nacionalista irlandés que se incorpora a la contienda para apoyar a la República, protagonizan el capítulo quinto, en el que se explora la dimensión transnacional de aquella guerra y el apoyo internacional que se brindó a las fuerzas en lucha en nuestro país, al que, contrariamente a lo que se piensa, fruto, una vez más, de la “mitologización” y la propaganda de la causa republicana, no llegaron solo arriesgados y comprometidos luchadores contra el fascismo, sino también convencidos opositores a los avances del comunismo. Muchos de ellos, además, de uno y otro lado, decididos a morir y matar no siempre con base en el discurso retórico, movilizador y legitimador empleado por ambos bandos, sino también movidos por intereses menos ideológicos y más humanos: la atracción que en ellos despertaba la guerra como aventura, rito de paso e imagen de la nueva masculinidad

Los capítulos sexto y séptimo giran sobre los casos de Amada García, la joven de Mugardos ejecutada tras dejar que diera a luz -había sido detenida estando embarazada- por, supuestamente, tejer una bandera republicana, y de Antonia Portero Soriano, miliciana y comisaria política, de misteriosa trayectoria aún no del todo explorada. Sus vidas sirven al autor para detenerse en el análisis del papel de la feminidad en la historia de los conflictos políticos. Al margen de las excepciones individuales, el rol de la mujer seguía siendo el de la domesticidad, el cuidado de la casa y de los hijos, la sumisión y el apoyo pasivo a los hombres, tanto en el bando rebelde como en el revolucionario, e incluso en este la participación femenina a través de la figura de la miliciana quedó desacreditada gradualmente, hasta el extremo de ser acusadas de obstaculizar el desarrollo bélico óptimo, hacer parecer débiles a los soldados, causar «líos de faldas», ser prostitutas, transmitir enfermedades venéreas o ser espías. La prevalencia de estos estereotipos, de estos valores convencionales (abusa Leira, a mi juicio, del término “patriarcales”, utilizado sin tasa en contextos en que, por situarse hace casi un siglo, no cabe su aplicación), contrarios a la legítima emancipación femenina que, afortunadamente, hoy contemplan nuestros días, se manifiesta también en el capítulo octavo, en el que, a partir del referente indirecto de José González Marín, actor malagueño, profundamente religioso, contrario al Frente Popular y, de cara al asunto que interesa al autor, notorio homosexual, se estudia lo que Leira denomina, en expresión algo enfática y, de nuevo, muy deudora de nuestra actualidad, “la masculinidad normativa de principios del siglo XX”. En él, y en paralelo a los clichés ya referidos sobre el limitado espacio cultural, social y político que se reservaba de la mujer, afloran los rancios valores que debían guiar el comportamiento masculino (el hombre debía salir a salvaguardar la familia, el pueblo, el rey, la nación, la república, la revolución o la contrarrevolución) y en virtud de los cuales se castigaba y reprimía la homosexualidad, al proscribir en un hombre lo débil, lo blando, lo feminoide, rasgos que se asociaban a la tibieza, a la endeblez moral, a la cobardía, y contrarios, por tanto, a los principios de virilidad, de valentía, de aventura y de furia que exigía la participación en la guerra. Las alusiones descalificatorias y los insultos, proferidos desde cada bando a las figuras de Azaña y Franco, calificados explícitamente de “maricas” y “afeminados” por las fuerzas enemigas, son bien reveladores del estado de cosas imperante sobre el asunto. 

Un entrañable Ramón Montserrat Ferrando, miembro de la “quinta del biberón”, la del 41, cuyos integrantes apenas tenían dieciséis años cuando tuvieron que incorporarse a filas, protagoniza el capítulo noveno. La peripecia del muchacho da pie al examen del proceso de reclutamiento forzoso en el Ejército Popular de la República en las etapas postreras de la contienda. En esa compleja trayectoria sobresalen el miedo, omnipresente en su experiencia de guerra, la ausencia de rencor para con quienes lucharon en el otro bando -al ser movilizado tan joven, casi un niño, no había en él ninguna concienciación política o premisa ideológica que indujera al odio- y el respeto mutuo -en el transcurso y después de la guerra- ante los demás combatientes, como él, “gente corriente” obligada a sobrevivir en situaciones extremas. Dichos rasgos dibujan el retrato de muchos de los participantes en la contienda y de gran parte de la sociedad española no fanatizada, y nos proporcionan una de las claves de las tesis defendidas por Leira: la violencia política existente en la España de la Segunda República no fue un indicador de que la sociedad estuviese condenada a dividirse entre rojos y azules, y a luchar a garrotazos hasta la muerte. En el mismo sentido afirma que la división la creó el contexto bélico y la propaganda, no los individuos

Las mujeres retoman el protagonismo del libro en su último capítulo, previo a uno final de conclusiones. Las gallegas Urania Mella y María Gómez, proletaria y destacada miembro de la Unión de Mujeres antifascistas y del Socorro Rojo, la primera, hija del histórico militante y gran teórico del anarquismo Ricardo Mella; burguesa y de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña, la segunda, primera alcaldesa gallega, en el pueblo pontevedrés de La Cañiza, encarceladas ambas por el franquismo, coinciden en la cárcel de Saturrarán, en la localidad guipuzcoana de Motrico. Sus biografías paralelas -pese a las ostensibles diferencias ideológicas- las llevan a prisión, en la que fraguarán una amistad que se refleja en la foto que encabeza el capítulo, en sendos itinerarios vitales que servirán como muestra de las vías de represión sociopolítica ejercida contra la mujer. 

Bajo el muy revelador título de Preguntas e incertezas, Leira cierra el libro en un epílogo profuso, confuso y difuso en el que, de un modo algo infantil y con un tono entre el titubeo y la admonición, recapitula las principales tesis sostenidas a lo largo de su obra: reivindicación de los “nadies”; necesidad de un análisis histórico desprovisto de anteojeras ideológicas; defensa de una Historia Pública -concepto que propone frente a los de “Memoria histórica” o “Memoria democrática”- que se aleje de los grandes nombres y se centre en las personas individuales, en los “olvidados”; importancia de la memoria, de una memoria viva, que no permita el olvido y que aclare, con objetividad y noble afán de verdad, los sucesos del pasado; invitación, en este sentido, bienintencionada y algo ingenua a que las familias buceen en la historia de sus familiares y que incluso cedan esas cartas, memorias, fotografías a algún archivo; sugerencias, de nuevo con un enfoque ciertamente naïf, acerca del estudio de la Historia en los centros de enseñanza; queja frente al actual uso partidista de la guerra civil -y aquí, de nuevo, se deja clara la postura ideológica de la que se parte: No se puede negar que quien enfangó el debate ha sido el PP y algunos miembros de la vieja guardia del PSOE, precisamente porque no quieren mirarse en el espejo del pasado y reconocerse-; e incisos algo sentimentaloides acerca de la propia historia familiar, personificada en las terribles vivencias de los parientes de una de sus abuelas, víctimas de la represión franquista. Y todo ello presentado de un modo algo revuelto y caótico, en un batiburrillo asistemático en el que se suceden los lugares comunes y las obviedades, las digresiones, las reiteraciones y recurrencias, en un texto pergeñado -en apariencia- con prisa, con descuido, en el que se echa en falta una mínima labor de corrección -también tipográfica- y con una redacción que en muchas ocasiones, no se aleja demasiado de la habitual en un trabajo escolar. 

Pese a todo ello, el libro merece la pena, tanto por las historias individuales que nos da a conocer, como porque induce a la reflexión y al análisis desprejuiciado de una etapa de nuestra historia reciente que todavía ahora, casi noventa años después, se aborda con anteojeras ideológicas interesadas y reduccionistas. Os lo recomiendo, pues, vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro, extraído del capítulo centrado en el joven Ramón Montserrat, que incorpora una parte de sus iluminadoras memorias, de título El paso del Ebro, utilizadas por Leira para fundamentar los comentarios relativos a su biografía. Y como complemento al texto y a la reseña entera sonará Justo, un tema de Rozalén, una cantante que no es, precisamente, “santa de mi devoción” pero que aquí recrea, con emoción y poesía, la historia de un tío abuelo suyo, miembro también de la “quinta del biberón” y tristemente desaparecido en la guerra. 


“Poder de adaptación: el llamado poder de adaptación es patrimonio de todos los mortales. Uno se adapta a pesar de su voluntad, al ambiente en el que vive. Se adapta a la riqueza o a la pobreza, y llega a considerar su estado como normal de un modo (sub)inconsciente [sic], por distinto que sea del anterior. El que queda ciego va adaptándose a su ceguera y tiene días de buen humor como el que ve. El que pierde a un hijo llega a acostumbrarse a vivir sin su compañía tarde o temprano, y el dolor irresistible de los primeros días pierde intensidad, llegando a desaparecer en muchas ocasiones” 

La reflexión anterior podría haber sido extraída de un tratado de filosofía. Podría haber sido pronunciada por grandes intelectuales de cualquier periodo histórico. El propio Primo Levi, en su trilogía sobre su paso por los campos de concentración nazi, reflexiona de forma similar. Sin embargo, lo escribió un tal Ramón Montserrat Ferrando, desde la perspectiva que le aportó su experiencia en la guerra pocos años después de su finalización. 

Era un joven de la quinta de 1941, consideradas como las del biberón del EPR [Ejército Popular de la República], pues sus integrantes apenas tenían 16 años cuando se produjo el golpe de Estado. A Ramón no le quedó más remedio que alistarse, pues lo movilizaron de manera forzosa, y, como se observa en sus memorias, tuvo que adaptarse a las nuevas circunstancias. Ya en aquel momento, y años después cuando escribió una semblanza de su Paso por el Ebro, lamentó haber perdido su juventud. Desde ese momento, debía convivir con el recuerdo de la experiencia traumática que provoca un conflicto bélico. Las generaciones posteriores, nacidas a partir de la década de los setenta, rememoran su juventud con dicha, algo que no pudo hacer ni Ramón ni toda la generación que vivió la contienda y la posguerra. 

En sus memorias desnuda parte de su trayectoria como combatiente; quizá, como afirma el propio Ramón, la parte más dura fue el comienzo, cuando pasó de las comodidades a la insalubridad y los piojos. De la monotonía de la vida diaria al miedo, la violencia y la inseguridad. De ser una persona corriente a tener que matar o ser muerto en combate. Él narra cómo fue ese proceso por el cual pasó de ser un ciudadano a un soldado, con todas las obligaciones que ello conllevaba. El agravante es que fue de la quinta del biberón, un chico muy joven cuando empezó la contienda y que un año antes ni se imaginaba que iba a dejar la escuela, su trabajo en el campo, a sus amigos y familiares, para empuñar un arma. Un fusil –máuser– que, seguramente, en 1935, no había tenido en sus manos, pero que, años más tarde, tuvo la obligación de disparar. 

A pesar de lo corta que pueda resultar la lectura de las memorias, estas muestran con claridad esa otra guerra, la que no se retrata en las películas de Hollywood, la que ni es heroica ni contiene gestas. Reconoce que no fue una experiencia que quiera recordar, pero que tampoco debe olvidar. Hay aspectos que se pueden ver en otras memorias, como las de Ramón J. Sender de Marruecos, Gabriel Chevalier sobre la Primera Guerra Mundial o las del teniente Kovalev –el famoso militar soviético que colocó la bandera de su país en el Reichstag, pero que se arrepintió de los crímenes de guerra que cometió– sobre la Segunda Guerra Mundial. Sin olvidar a los autores de la oleada pacifista de la primera posguerra mundial, como Erich Maria Remarque o Robert Graves. Ramón, no cuenta nada nuevo, aunque pueda parecernos novedoso. 

Reafirma algo que varios historiadores vienen contando desde hace tiempo, a saber, la parte humana, contradictoria, y el rechazo que genera la violencia que pudieron perpetrar Ramón o cualquier otro soldado en una contienda bélica. Los «piojos», el «hambre feroz», «matar o que te maten» y el «miedo» son elementos comunes a la experiencia de combate, vivencias que unen a todos los combatientes, pertenecieran al Ejército sublevado o el republicano. Tanto al de los Aliados de la Segunda Guerra Mundial como a los del Eje Roma-Berlín-Tokio. A los soldados del Ejército de Estados Unidos o el del Việt Cộng. Trascienden fronteras, ideologías y periodo histórico. 

Además, en su escrito, cuando se refiere al «enemigo» no lo hace peyorativamente, algo que muestra que la experiencia de guerra no siempre «brutaliza», como algunos autores señalan. Las memorias están escritas con la perspectiva que da el tiempo, pero compuestas en la década de los cincuenta, a pesar del peligro que suponía para un excombatiente republicano narrar su actuación en la guerra. En cualquier caso, el propio Ramón reconoce esa dualidad que existe tras pasar por el frente, la de su ética y moral, que permanecen intactas, y la de sus acciones en un contexto como el que le tocó participar y sufrir. No siempre van de la mano, y en estas situaciones no queda otro camino que «traicionarse» a uno mismo para sobrevivir.
  
Videoconferencia
Francisco J. Leira Castiñeira. Los Nadies de la Guerra de España

miércoles, 19 de abril de 2023

MANUEL CHAVES NOGALES. A SANGRE Y FUEGO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que esta semana continúa con la serie, que iniciamos hace siete días y que nos va a tener “ocupados” durante varias semanas, dedicada al turbulento pasado de la España de la primera mitad del siglo XX, en particular al período que se inicia con la instauración de la Segunda República, sigue con la sangrienta guerra civil, se extiende hasta los años de la inmediata posguerra y finaliza en los días del desarrollismo franquista, en un arco temporal de tres décadas, las que van de 1931 a 1962, ámbito en el que se desenvuelven las distintas propuestas lectoras del ciclo. Así, el miércoles pasado, y coincidiendo con el nonagésimo segundo aniversario del 14 de abril republicano, os hablé aquí de un altamente recomendable libro de Paco Cerdà que, bajo ese mismo revelador título, 14 de abril, nos mostraba una muy completa “fotografía” de lo ocurrido en España en ese día en que la Monarquía de Alfonso XIII dio paso al fervor republicano e inauguró una esperanzadora aunque convulsa etapa de la Historia de nuestro país. También entonces, y con idéntica autoría, presenté El peón, con el que se cierra la curva cronológica que enmarca mis sugerencias en esta serie, pues su desarrollo gira -en un libro con muchas concomitancias con el primero mencionado en planteamiento, enfoque, estructura, técnica literaria y hasta difusa adscripción genérica- sobre un año, 1962, del que se muestran dos realidades, la de la España de un franquismo que ha asentado su régimen dictatorial y la de un mundo envuelto en la muy tensa y peligrosa “guerra fría” entre dos potencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, que aparecen como destacado telón de fondo de un eje principal, la legendaria -al menos en nuestro contexto local- partida de ajedrez entre el más conocido jugador español de aquella época -quizá de todas-, el que fuera niño prodigio Arturito Pomar y la, indiscutiblemente, mayor figura que ha dado la historia del tablero en el último siglo, el singular Bobby Fischer. 

Para completar esa visión panorámica, mis recomendaciones de esta tarde, tras optar la semana pasada por los extremos -1931 y 1962- del marco temporal seleccionado, se sitúa en su centro, en los días de la guerra civil. Así, os hablaré del magistral, aunque de lectura muy triste y espeluznante, A sangre y fuego, el clásico de Manuel Chaves Nogales, objeto de numerosas ediciones desde su publicación originaria en 1937 y que ahora os ofrezco en dos versiones: la de Libros del Asteroide en donde apareció por primera vez en 2011, multiplicando sus reimpresiones -son ya decena y media- desde entonces; y la magnífica de la editorial Renacimiento, de 2013. 

Andrés Trapiello, que ha estado presente en más de una ocasión en Todos los libros un libro con sus novelas, su poesía y sus diarios, y que volverá a aparecer aquí en otras emisiones de este ciclo sobre la República, la guerra civil y la incivil posguerra, es en gran medida, el principal responsable de la “recuperación” del libro de Chaves Nogales para nuestras letras, tras su entusiasta y reivindicativa mención en el ya canónico Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil 1936-1939, de 1994: Chaves ni siquiera figura en los diccionarios de literatura, quizá porque lo tengan por periodista. Lo fue, sin duda, pero el nervio de su escritura y un talento ilimitado tendrían que haberle llevado ya por lo menos al gallinero del Parnaso, como el excelente escritor que fue. Si sale ahora al proscenio de estas páginas, es de la mano de un libro suyo en verdad excepcional, tal vez, de cuantos haya leído uno sobre la guerra española, el más sorprendente de todos. El título le echaría a uno para atrás: A sangre y fuego. El subtítulo es aún más imposible: «Héroes, bestias y mártires de España». Pero cuánta belleza, cuánta verdad en esas páginas. Son historias, novelas cortas sobre la guerra y la revolución escritas y publicadas en el mismo año 37 con una libertad que es infrecuente encontrar en uno o en otro bando. Ni siquiera en los independientes. El hecho, por otra parte, de que se editara en Chile le hace aún más raro y precioso, lo convierte en algo que si no es por la generosidad de un amigo (en mi caso el librero de viejo y poeta Abelardo Linares), quedaría para siempre fuera de nuestro alcance, como las utopías, como los tesoros

Las nueve historias del libro -en realidad son once, tras la ulterior incorporación de dos más en las ediciones más recientes- se publicaron durante la guerra en diversos periódicos y revistas de América Latina -Argentina, México o Cuba-, y también de Europa, en Francia e Inglaterra. Pronto fueron reunidas en un libro cuya peripecia editorial dio comienzo, en efecto, como apunta Trapiello, en Chile, en donde apareció la primera edición en 1937, pocos meses después de que su autor lo hubiera escrito. Pronto, igualmente, en ese 1937 y en 1938, vieron la luz las traducciones al inglés, en Nueva York y Londres, respectivamente. Desde ese momento, silencio absoluto en nuestro país hasta que, en 1993, y desde ámbitos académicos, el texto se incluye en Obra Narrativa Completa de Manuel Chaves Nogales, publicado por la Biblioteca de Autores Sevillanos y la Fundación Luis Cernuda de la Diputación de Sevilla bajo la coordinación de la catedrática María Isabel Cintas Guillén, la gran experta en la literatura del periodista. Pero es la referencia de Trapiello la que desencadena el proceso de redescubrimiento y “normalización” de la figura de Chaves Nogales, ejemplificado en las posteriores ediciones de Espasa, de 2001, prologada por la periodista Ana R. Cañil; de Libros del Asteroide, en 2011, con prólogo de la profesora Cintas, y la de la también sevillana -como el propio autor- editorial Renacimiento, en 2013, con estudio introductorio de Trapiello y presentación de la misma Cintas. Esta última edición es magnífica, a mi juicio la mejor, pues aparte de incluir ya los dos cuentos adicionales, y de incorporar las siempre sabias palabras del escritor leonés y la catedrática andaluza, recoge también un completo listado de las ediciones de los relatos, tanto en prensa -La Nación, de Buenos Aires, la revista cubana Bohemia, la mexicana Sucesos para todos, el diario inglés The Evening Standard y el neozelandés The Weekly News-, como en libro, y aporta, igualmente, las ilustraciones de Fernando Ríos, para la revista de México y las de Álvarez Moreno, en la edición de Cuba. En noviembre de 2020 Libros del Asteroide recopiló, en un proyecto en colaboración con la Diputación de Sevilla, la Obra completa de Chaves, en una edición magnífica, recogida en un espléndido cofre, a cargo de Ignacio F. Garmendia y con prólogos de Antonio Muñoz Molina y, de nuevo, Andrés Trapiello. En los cinco volúmenes se incluyen todos los escritos literarios y periodísticos del andaluz, nueve libros en total, entre ellos el que quizá sea el más conocido de todos, Juan Belmonte, matador de toros, que había llegado a ser reeditado durante el franquismo, en 1969, en la entonces recién nacida Alianza Editorial, al mando de José Ortega Spottorno -hijo de Ortega y Gasset-, Javier Pradera y Jaime Salinas, que, pocos años después, formarían parte del núcleo germinal del diario El País. 

En la introducción de María Isabel Cintas y en la de Ana R. Cañil se incluyen sendas someras biografías de Chaves Nogales. A ellas me remito para una mayor profundización en su trayectoria vital. También os recomiendo un muy interesante documental, El hombre que estaba allí, dirigido en 2013 por Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola, y que cuenta con las intervenciones de, entre otros, la profesora Cintas, Muñoz Molina, el fallecido Jorge Martínez Reverte y, cómo no, Andrés Trapiello. Dejo aquí tan solo un breve apunte para ubicar su figura. Nacido en Sevilla, hijo de periodista y periodista él mismo desde muy joven, ejerció en la capital andaluza y luego en Madrid. La mayor relevancia de su desempeño profesional se produjo entre 1927 y 1937, viajando por el mundo entero, inteligente y lúcido reportero que recorre una Europa convulsa, escribiendo crónicas y reportajes para los principales periódicos de la época y dirigiendo, desde 1931, el diario Ahora, que no ocultaba su vinculación con Manuel Azaña, del que Chaves era partidario. De convicciones inicialmente izquierdistas, comunista “utópico” -si tuviera un temperamento heroico creo que sería comunista; no lo soy porque me falta ese espíritu nazarenoide que hoy se necesita para ser comunista militante. Cumplo, sin embargo, con mi débito esparciendo en cuanto escribo ese difuso sentimiento comunista que me anima, escribía en 1928, en una entrevista en La Gaceta Literaria, como destaca Ana R. Cañil-, durante la guerra civil se puso al servicio de la República y siguió informando hasta mediados de noviembre del 36. No abandonó Madrid hasta que lo hizo el gobierno republicano, momento en el que decidió dejar España. Tras pasar por Barcelona para recoger a su mujer y sus hijas, que habían dejado la capital meses antes, se exiliaría en París, de donde, en 1940, tras la ocupación nazi, Chaves tuvo que huir de nuevo, esta vez a Inglaterra; su familia volvería, no sin dificultades, a Sevilla. En Londres, viviendo solo durante cuatro años en los que continuó con su labor periodística, fallecería en 1944, con apenas cuarenta y seis de edad, a causa de una peritonitis. 

La figura de Chaves Nogales y su postura frente al enfrentamiento civil resultan ejemplares y muy iluminadoras para entender no solo los sucesos de aquellos años trágicos, sino también para acercarse con lucidez a la crispación, el enfrentamiento permanente y la ciega polarización que -a otra escala, indudablemente- caracterizan hoy la mediocre política española. Sin ocultar su apuesta por una República ilustrada y modernizadora, que defendía sacar a una España predominante rural -un adjetivo que no se aplica solo por sus connotaciones “geográficas”-, del atraso, la ignorancia, la incultura, la irracionalidad y el despotismo que la mantenían anclada en un siglo XIX bárbaro, pronto rechazó -hay un manifiesto de finales de los años veinte que Chaves firmó y que se expresaba en este sentido apoyando a Ortega y Gasset como referente intelectual y moral de un grupo de genérico y resuelto liberalismo- los excesos, tan miserables como los que se pretendían dejar atrás, perpetrados por los fanatismos del comunismo, anarquismo o socialismo radical que, sobre todo tras el inicio de la contienda, se hicieron dueños del poder fáctico republicano. Esta postura racional y equilibrada -que no tibiamente “equidistante”-, claramente alejada de los sectarismos de uno y otro signo, es la que lo convierte en una personalidad ejemplar, en una referencia intelectual de primer orden, cuyo pensamiento y, especialmente, cuya modélica toma de posición arrojan una luz nueva y muy esclarecedora sobre lo sucedido en la guerra civil más allá de los consabidos discursos oficiales sobre la lucha fratricida entre las “dos Españas” y aún mucho más lejos de la visión maniquea que todavía hoy se sostiene, desde ambos bandos, del excluyente combate entre “buenos” y “malos”, entre rojos y azules. 

En este sentido, el excepcional prólogo que el propio Chaves Nogales escribe para A sangre y fuego, fechado en enero-mayo de 1937, en Montrouge, en el francés departamento de Seine (cuya lectura merece, por sí sola, la adquisición del libro, y a cuya transcripción íntegra aquí, evitando así mis torpes comentarios, me cuesta resistirme), es muy explícito acerca del posicionamiento político y moral del sevillano, explora ciertas vertientes hasta hace poco no demasiado conocidas -al menos por el gran público- de la cruel contienda y explica -no deja de ser una introducción al libro- los presupuestos desde los que se presentan las once historias que lo integran. 

Desde el primero de estos tres planos, el “emplazamiento” político, intelectual y moral desde el que habla Chaves, nos encontramos con un profesional íntegro que hace su labor con compromiso y rigor, y, también, con la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Inteligente y lúcido defensor de la verdad, antifascista y antirrevolucionario por temperamento, aborrece tanto el espíritu revolucionario como el reaccionario, los dos extremos que dominaban la brutal vida española en aquellos años. Su profunda libertad y su insobornable independencia lo convierten en objeto de críticas de unos y otros; y pese a ello, entre serias amenazas de fusilamiento surgidas desde ambos bandos, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria, como escribirá, en un ejemplo vivo de lo que se ha dado en llamar “la tercera España”. Cuando la guerra estalla (y aún antes, en los pocos meses de gobierno del Frente Popular, con la salvaje ola de asesinatos perpetrados desde uno y otro lado del espectro político y, en particular, con los “paralelos” del teniente Castillo y Calvo Sotelo, el 13 de julio de 1936, pocos días antes del levantamiento franquista), Chaves Nogales observará horrorizado -dejando registro de ese espanto en sus crónicas, reportajes y artículos- la barbarie que teñía de sangre nuestro país. Aguantará al lado de la República -ya se ha dicho- hasta que el propio gobierno abandonó Madrid para instalarse en Valencia. Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba, señalará, para añadir: En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas

Intuyendo el funesto destino de España, consciente de la imposibilidad de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo, convencido de que tras la guerra, rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano, persuadido de que entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia, mantendrá viva fuera de España su autonomía intelectual y su independencia de criterio -soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa- como ponen de manifiesto los relatos que recoge A sangre y fuego, la obra maestra que hoy comento. 

El segundo gran eje de interés del libro reside en que nos muestra la guerra civil desde ángulos que si bien han sido suficientemente estudiados por los historiadores no resultan tan conocidos si nos atenemos a las versiones -a menudo simplistas, maniqueas, interesadas, parciales- de los actuales herederos de las dos facciones contendientes. El relato de la izquierda, hegemónico desde la Transición, nos pinta un panorama idílico -dentro de su tragedia- de heroicos y cuasi angelicales revolucionarios, benéficos combatientes en favor de cuanta causa justa cabe en el mundo -educación pública gratuita, liberación de la mujer, defensa de los oprimidos, justicia social, reconocimiento de los derechos de los trabajadores, armónico desarrollo de la sociedad-, en una República ejemplar que habría visto truncada su altruista y liberadora labor emancipadora de las clases populares a causa de la irrupción, tras el levantamiento militar, del cruel fascismo que imperaría durante más de cuatro décadas en nuestro país. La actual derecha revisionista discute el carácter ilegítimo del golpe de Estado del general Franco a partir de su cuestionamiento del régimen republicano, en particular el resultante tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y el clima de violencia y, desde ciertas posturas, anarquía -desorden, pillaje, saqueo, destrucción, en palabras del entonces líder de la oposición Calvo Sotelo-, que vivía España en esos días, con cerca de cuatrocientos asesinatos “políticos” desde esa fecha hasta el 18 de julio, un caos que imposibilitaba el libre desarrollo de la virtud, la herencia, la propiedad, el trabajo, el mando, como afirmó el mismo Calvo Sotelo en su discurso ante las Cortes el 16 de junio de 1936. 

La terrible “fotografía” que nos ofrece Chaves Nogales en sus once dramáticos “cuadros”, ajeno el autor a los apriorismos de uno y otro signo, nos permite, en cambio, conocer las atroces barbaridades, la ferocidad, la locura, el fanatismo, la irracionalidad, el horror, la violencia atávica, el furor desatado, la ira, el odio, la bestialidad, la cólera ciega, el ansia y el éxtasis de la muerte, el rencor, las venganzas, las represalias, los crímenes, los asesinatos, los “paseos” y los fusilamientos, que desde un frente y otro, convirtieron España en un inmenso mar de sangre. Pero hay también muestras -recuérdese, el subtítulo del libro es Héroes, bestias y mártires- de valentía, de coraje, de integridad, de arrojo, de solidaridad y compromiso, de fidelidad a las ideas propias, de bravura y heroísmo, de inocencia, de ejemplaridad y sacrificio, de nobleza y altruismo, de entrega y bondad. 

Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos, escribe el autor en su clarividente prólogo, y, en consecuencia, sus relatos describirán, sin complacencia, sin ideas preconcebidas, sin hacer, por tanto, distingos ideológicos, once de esos episodios de terror y barbarie que subyacen -siendo, sin embargo, lo más importante de la guerra- a las “narrativas” convencionales sobre el fratricida conflicto bélico. Recoge el espíritu que ya podía vislumbrarse en las palabras que Chaves escribió en La defensa de Madrid, un libro publicado en México en 1939: la verdad es esta: los heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en Ciudad Universitaria estaban formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las fuerzas que los componían. Frente a la Brigada Internacional de los rojos, la Novena Bandera del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos los criminales aventureros y desesperados de Europa

Desde esta innegociable libertad de criterio, la narración se centra en las vivencias de un grupo de personajes que representan diferentes facciones de la sociedad española: un periodista liberal, un falangista, un comunista, un soldado republicano, un aristócrata, un anarquista en lucha contra todo poder, un sacerdote, entre otros. A través de sus experiencias, el autor ofrece una crónica detallada de los sucesos que tuvieron lugar durante la Guerra Civil en toda España, y proporciona una visión muy compleja y matizada de los conflictos ideológicos y políticos que dividieron al país en aquellos años. Pese a lo que pudiera parecer, siendo como son una obra de ficción, todos tienen su correlato real bien documentado, como pone de manifiesto el propio Chaves Nogales en una nota introductoria: Estas nueve [otras dos fueron añadidas en ediciones posteriores] alucinantes novelas, a pesar de lo inverosímil de sus aventuras y de sus inconcebibles personajes, no son obra de imaginación y pura fantasía. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico; cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica, que sólo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantiene discretamente velada. La precisión periodística en la descripción de los detalles, la prosa clara y concisa, el talento para la narración, la alternancia de personajes que representan puntos de vista diferentes, la excelente construcción, muy penetrante y verosímil de las personalidades de quienes protagonizan los relatos, introducen al lector en una atmósfera muy realista y creíble y le permiten obtener una visión panorámica, multifacética, y por ello más rica, de la Guerra Civil, en una obra que se aleja de la reduccionista -y sin embargo habitual- dicotomía entre buenos y malos. 

Así, ¡Masacre, Masacre! nos sitúa en un Madrid en el que sus ciudadanos se afanan en sus tareas cotidianas entre el terror y la resignación, mientras a su alrededor se producen los devastadores bombardeos de los aviones franquistas. Cada nueva carga de obuses provoca la inmediata reacción de los milicianos de la Escuadrilla de la Venganza, que imponen por su cuenta y sin respaldo oficial alguno el nuevo orden revolucionario, un régimen de terror hecho de represalias terribles y fusilamientos indiscriminados. El personaje principal del cuento, Valero, típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de rebeldías que durante la dictadura fueron las universidades españolas, se fijará en un hombre vacilante (desconoce que se trata de André Malraux, el intelectual francés; otros relevantes nombres propios de la época, como Rafael Alberti y María Teresa León, aparecen en el cuento) que, agotado, se echa de bruces sobre la mesa en un rincón del comedor en el que habitualmente coinciden oficiales de las milicias, diputados, periodistas extranjeros, intelectuales antifascistas y diversos tipos raros. Su mirada lúcida -Tuvo lástima de aquel hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o santidad- será compatible con su cobardía, pues no se atreverá a oponerse a las hordas asesinas de la Escuadrilla, prestas a ejecutar a su propio padre, comandante de infantería retirado y, por lo tanto, “presumible” fascista. Y estamos ahora en Andalucía, en donde el marqués, sus tres hijos y quienes para él trabajan viven unas jornadas dantescas, de persecuciones y enfrentamientos brutales, de idas y venidas a caballo -La gesta de los caballistas es el título del cuento-, de tomas de pueblos cuyos habitantes padecen, incapaces de saber a quién deben complacer, la ira de sus sucesivos ocupantes, ahora milicianos, ahora rebeldes, siempre expuestos a un destino fatal por una palabra mal dicha, una duda, una vacilación, una mirada, un desgraciado azar (se fusilaba en el acto a todo el que ofrecía la sospecha de que había disparado contra las tropas. La comprobación era rapidísima. Se le cogía por el cuello de la camisa y se le desgarraba el lienzo de un tirón hasta dejarle el hombro derecho al descubierto. Si se advertía en la piel la mancha amoratada de los culatazos que da el fusil al ser disparado, pasaba en el acto a la terrible jurisdicción del sargento moro), en un aquelarre de balas, explosiones de dinamita, incendios, acuchillamientos, golpes de bayoneta y atrocidades sin cuento. Rafael, el señorito, hijo menor del marqués y Julián, el Maestrito, luchador comunista, antiguos compañeros de escuela y ahora enemigos de clase con la vida en juego, personificarán la locura que fue la guerra. 

Y, de nuevo en Madrid, en Y a lo lejos, una lucecita, los resistentes republicanos se enfrentan a la “quinta columna”, hombres y mujeres que desde distintos emplazamientos en el interior de la ciudad se comunican, usando el código morse mediante lámparas y linternas, con los rebeldes que acechan al otro lado del frente, en la Casa de Campo, a escasos kilómetros de la capital. Las ejecuciones sumarias, los tiros de gracia, los asesinatos por la espalda pueblan un relato que, como el resto de los del libro, se abre también a una dimensión más humana -tristemente humana-, a la reflexión filosófica, a la duda moral. La columna de Hierro nos transporta al Levante, en donde una tropa de facinerosos, expresidiarios, gentes “liberadas” de las cárceles, salidas de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, anarquistas, desertores de los frentes aragoneses y genuinos luchadores por la República, recorría los pueblos valencianos llevando a cabo todo tipo de abusos, matando y saqueando impunemente, sin respetar autoridad alguna y sin que ningún poder legítimamente constituido pudiera ponerles freno, para desesperación de los comités revolucionarios pacíficos (Aquellos hombres que durante toda su vida habían luchado por el triunfo de sus ideales revolucionarios no se resignaban a que la revolución los desbordase, y estaban dispuestos a hacer frente a aquella fuerza sin control que trataba de apoderarse de ella). Los saqueos y las matanzas de la turba salvaje provocan la desafección y el odio de los ciudadanos, que no saben a qué atenerse: —¿Qué hacías, idiota? —le preguntó éste. Jorge, tan sorprendido de hallarse entre sus amigos de la víspera como de haber estado combatiendo contra ellos sin saberlo, respondió: —Peleaba contra los fascistas. —¡Pero si los fascistas son ésos de ahí fuera! En este caos, incluso los demócratas republicanos acaban por abrazar la causa franquista: Es el horror de la guerra lo que provoca esas reacciones. ¿Crees tú que del otro lado no hay gente de bien, conservadoras y católicas, a las que están convirtiendo en revolucionarias los asesinatos de los falangistas? Seis meses más de guerra y verías la inmensa mayoría de los revolucionarios de hoy convertirse en reaccionarios, pero también dentro de medio año, si la guerra continúa, no le quedarán a Franco más que sus asesinos pagados. Las poblaciones que al principio se pusieron a su lado suspirarán por un régimen de libertad y porque cese al fin el régimen de terror a que las tienen sometidas, en otra significativa muestra de la lucidez con la que Chaves Nogales observa y juzga los hechos. 

Ese énfasis del autor en subrayar lo absurdo de la guerra, el sufrimiento estéril de las gentes del común, en gran parte ajenas a las consignas, a los supuestos ideales, a unas causas que justifican el asesinato de quien, sin aparente razón objetiva se ve situado en uno u otro lado de los bandos en conflicto, puede observarse también en El tesoro de Briesca, en el que el valiente comisionado Arnal intenta vanamente salvaguardar de los inminentes bombardeos franquistas las obras de arte, casullas y estelas bordadas, paños de altar, los cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana, entre ellos dos cuadros del Greco. En otra espantosa escena de ametrallamientos y ráfagas de fusilería, de disparos a bocajarro, de gritos espeluznantes, de combates y furia y muerte, todo acaba por fin y en la plaza desierta sólo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber, ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras

En Los guerreros marroquíes se nos presenta a una autoridad marroquí, un caíd, uno de los “moros” que se incorporaron a las tropas de Franco y cuya sola mención provocaba el terror en las poblaciones a las que se anunciaba su inminente llegada. Tras luchar en las estribaciones de Gredos, en el valle del Tiétar, los guerreros del Rif se allegarán a la Casa de Campo para, desde allí “ser lanzados” al asalto por sorpresa de la Ciudad Universitaria. El caíd será apresado por la milicia republicana y Chaves nos lo muestra mientras atraviesa con los suyos la ciudad, exhibidos todos como trofeo de guerra en la batea de un camión, y se adentra en sus sentimientos, una mezcla de fascinación ante el -pese a la guerra- brillo de las populosas calles de Madrid y la exaltación de sus gentes, y la resignación y el miedo ante su previsible final. Como es frecuente en casi todos los relatos el libro, el relato registra la presencia de un hombre bueno, un miliciano que, ajeno al odio reinante, muestra su humanidad, inútil al fin, compadeciéndose de la víctima y confortándole en sus últimos momentos: —Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti. Y esta aparición de la bondad, de gentes generosas y benévolas, que, pese a sus convicciones, son capaces de comprender el sufrimiento y el dolor de sus enemigos, poniéndose en su lugar e intentando salvar vidas arriesgando la propia, es uno de los elementos más sobresalientes de ¡Viva la muerte!, ambientado en un pueblecito de la sierra madrileña en el que milicianos de uno y otro bando, revolucionarios y derechistas, obreros socialistas y gerifaltes falangistas, trabajadores y señoritos, se enfrentan con la consabida carga de violencia y terror, de represalias y venganza, en unos episodios que nos llevarán hasta la arrebatada exaltación de un desfile fascista en Valladolid y en los que, entre la crispación y el rencor, la destrucción y el odio, afloran algunas casi imperceptibles acciones de altruismo y misericordia, de generosidad y nobleza, envueltas en dudas morales, miedos, vacilaciones, reparos de conciencia y, también, cobardía. El Bigornia del relato del mismo título es un herrero de dimensiones mitológicas, un gigante anarquista, un ogro individualista y excesivo, valiente y noble, un amante inagotable con dos decenas de hijos engendrados de varias mujeres, que se sumará al asalto del cuartel de la Montaña, exponiéndose a pecho descubierto, con la sola ayuda de su martillo -hércules de leyenda, ahora gordo y ventrudo, tan terrible como grotesco-, a los disparos de los militares que defienden la plaza y que, harto de la insensatez que percibe en sus correligionarios se vuelve a su casucha de los arrabales, para acabar sus días subido a un tanque ruso, arremetiendo contra los moros de Franco en un escenario dantesco en el frente extremeño. 

Consejo obrero sigue los pasos de Daniel, tornero de una fábrica expropiada por los sindicatos revolucionarios. Independiente y apolítico, explotado hasta el 18 de julio por sus patrones y, desde esa fecha, por el comité comunista que se ha hecho con el poder de la empresa, su indiferencia ante los avatares políticos, su falta de implicación en la causa de quienes ahora mandan, su silenciosa y conformista entrega a una trabajo alienante que le provee, sin embargo, de pan para sus hijos, le ganan la acusación de fascista y servidor del capitalismo, y lo llevan ante el Consejo obrero, que debe decidir sobre su expulsión del trabajo, lo que en esas circunstancias equivale a una muerte segura (¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!). El elocuente alegato de Daniel ante el radicalizado tribunal de camaradas -en el que, más allá del destino del trabajador, comunistas y anarquistas dilucidan la prevalencia de sus tesis políticas-, condensa, de nuevo, el núcleo central del libro, y pone de manifiesto, de manera ejemplar, la irracionalidad y el absurdo de la criminal intolerancia que conlleva el fanatismo: Yo servía al patrón... La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses! El pensamiento de Chaves Nogales, sus tesis liberales y democráticas, afloran en esta desesperanzada conclusión: Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad. Daniel, ejecutado a las pocas horas, murió batiéndose heroicamente por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese, en una aún más explícita declaración de principios del autor. 

Las dos últimas narraciones del libro, El refugio y Hospital de sangre, fueron incorporadas, tras su hallazgo por la mencionada profesora Cintas, inéditas hasta entonces, por Andrés Trapiello en la edición de 2013 de la editorial Renacimiento. Con el telón de fondo de la guerra en Bilbao, ambos relatos cuestionan una vez más, leídos hoy, el falso relato, monolítico e idílico -tan apreciado y difundido por el nacionalismo vasco-, de una guerra civil que enfrentó a gudaris y casheros cristianos viejos de Euzkadi con las hordas franquistas, en defensa del pueblo vasco y la legalidad republicana contra el “invasor” español. Por el contrario, la historia no resulta tan maniquea, pues hubo también en el País Vasco gentes que deseaban la llegada liberadora de las fuerzas rebeldes, que muchos propiciaron pasando información relevante a las milicias ocupantes. Sin embargo, en estos dos relatos postreros prevalece la dimensión humana, trágica, conmovedora y emotiva, de la guerra, más allá de la -aquí en segundo plano- vertiente política. En una capital vizcaína sacudida por la constante descarga carga mortífera de fuego y metralla por parte de la aviación fascista, un hombre, que se dispone, tras la enésima llamada de alerta, a entrar en un refugio al que han acudido pocos minutos antes sus cuatro hijos, observa aterrado como una bomba de ciento cincuenta kilos destruye el edificio. El relato describe la angustia del padre mientras rebusca entre los escombros algún rastro de sus pequeños que le permita mantener la esperanza de encontrarlos con vida. En Hospital de sangre, la llegada de cuatro milicianos asturianos con el cuerpo destrozado por la metralla, unos hombres rudos, ateos, blasfemos, combativos, reclama la atención de una monjita, la antítesis ideológica de los revolucionarios, a quienes cuidará, compasiva y amorosa, en sus padecimientos. La súbita irrupción de los malheridos ha interrumpido la redacción de una carta que la religiosa envía a su tío, que, como conoceremos al término del relato, resultará ser un personaje fundamental de nuestra guerra. 

No deberíais dejar de leer este inolvidable, por muchos motivos, A sangre y fuego, que hoy os recomiendo vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro, el inicio de su indispensable prólogo, y, tras él, una canción muy popular en aquellos días. La hija de Juan Simón, interpretada por Angelillo, formaba parte de la banda sonora de la película del mismo título que, dirigida por José Luis Saénz de Heredia y producida por Luis Buñuel, se había estrenado con gran éxito a mediados de diciembre de 1935, pocos meses antes del terrible estallido de la guerra. Hay, reciente, una más que estimable versión de Rosalía.


Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.

Videoconferencia
Manuel Chaves Nogales. A sangre y fuego

miércoles, 12 de abril de 2023

PACO CERDÀ. 14 DE ABRIL; EL PEÓN  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más, un trimestre más, a Todos los libros un libro, que reanuda sus emisiones tras las vacaciones de Semana Santa, con una muy interesante propuesta de lectura vinculada a una efeméride cercana. Y es que pasado mañana, 14 de abril, se cumplen noventa y dos años de la proclamación de la Segunda República, un régimen nacido de un modo un tanto irregular -quizá hasta ilegal en sentido estricto: los republicanos, ganadores de las elecciones municipales del día anterior, no quisieron esperar a una transmisión “natural” del poder y forzaron el exilio de Alfonso XIII-, cuyo transcurrir no estuvo exento de numerosas convulsiones que desembocaron, como es sabido, en el estallido, cinco años más tarde y tras el golpe de estado de las fuerzas franquistas, de la Guerra civil española y, a su término, en las cuatro décadas posteriores de dictadura. 

A lo largo de varias semanas, voy a traeros aquí libros que suponen distintos acercamientos a ese controvertido período del pasado de nuestro país, en enfoques que nacen desde distintos géneros literarios -aunque, como se verá, la adscripción genérica no siempre resulta fácil- y que se sitúan en los extremos y el centro de ese marco temporal. Así, en el caso de esta tarde, os hablaré de 14 de abril, el libro de Paco Cerdà presentado por la editorial Libros del Asteroide a finales de 2022, que gira en su totalidad, en un planteamiento muy original, sobre el día en que la Monarquía de Alfonso XIII dio paso al fervor republicano. En las próximas ediciones de Todos los libros un libro mis propuestas irán avanzando en el tiempo y se adentrarán en los terribles sucesos de nuestra guerra fratricida y en los no menos dramáticos, aunque quizá no tan ostensibles, de la sórdida posguerra y los primeros años del franquismo. 

Empezamos, pues, la serie con la inclasificable obra de Cerdà, un cruce de caminos entre el rigor del periodismo, la belleza de la literatura y la mirada ponderada de la historia, en palabras del propio autor. Paco Cerdà, muy joven -no llega a los cuarenta años-, es periodista, colaborador de El País y la Ser, entre otros medios, y escritor, autor de dos novelas (una de ellas, la única que he leído, El peón, también magnífica y que os recomiendo vivamente, tanto que dedicaré una significativa parte de esta reseña a comentárosla), además del libro del que ahora me ocupo. 14 de abril ganó el II Premio de No Ficción Libros del Asteroide. 

El libro repasa, con una muy sólida base documental, una indudable toma de partido ideológica y en un estricto itinerario temporal, los sucesos ocurridos en toda España a lo largo de la jornada cuya fecha da título a la obra. Organizada en ocho ejes que coinciden con las horas canónicas de la liturgia cristiana -prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas, maitines y laudes-, la narración se desarrolla en cuarenta y nueve muy breves capítulos (una cifra que resulta ser una opción algo cabalística -y con un alto significado metafórico- del autor, que confiesa en una carta que ha dirigido a sus muchos lectores: la semana del 14 de abril se iba a leer en las iglesias y los monasterios el Libro del Apocalipsis (era el tiempo litúrgico de la segunda semana de Pascua). El 7 es el número por excelencia del Libro del Apocalipsis. Siete sellos, siete trompetas, siete copas. 7 x 7 = 49) que recorren el día entero (de las seis de la mañana del día 14 hasta la misma hora del 15) y todos los extremos de la geografía española, hilvanando un relato en el que se da cuenta de los pequeños y grandes acontecimientos que acabaron por configurar el devenir de una fecha decisiva en la historia de la España contemporánea. Los relatos en los que se da cuenta de cada uno de estos episodios se articulan a partir de una muy trabajada fundamentación que se sustenta en infinidad de fuentes que el propio Cerdà enumera de modo exhaustivo en el capítulo postrero del libro: docenas de periódicos de abril del 31, archivos fotográficos, vídeos, documentales, películas, ensayos, tesis doctorales, trabajos final de máster, artículos académicos, libros de memorias, crónicas, diarios personales, cartas, dietarios, telegramas, radiogramas, cables diplomáticos, partes policiales, pasquines políticos, alocuciones radiofónicas, revistas, informes de partido, fichas de afiliados, gacetas oficiales, estatutos jurídicos, sentencias judiciales, boletines militares, cédulas, partes de defunción, registros meteorológicos, órdenes militares, árboles genealógicos, el calendario lunar, estadísticas futbolísticas, cuadros, esculturas, breviarios, archivos militares, fichas antropométricas, el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, mapas de carreteras y callejeros de época, actas plenarias, bases de datos de la España de 1931, inscripciones en lápidas, obituarios, listas de fusilados, textos teatrales, el romancero popular, poemas, letras de zarzuela, himnos, resultados electorales, fichas técnicas automovilísticas y náuticas, el visor de Google Maps y el de Google Street View, y numerosas entradas de Wikipedia y del Diccionario biográfico español. De este inabarcable caudal de fuentes, y en esta misma sección final de su obra, el autor glosa con detalle, en siete apretadas páginas, las decenas de libros cuya consulta le fue necesaria para “reconstruir” hasta la menor circunstancia que envolvió la vivencia de cada uno de los hechos presentados en su fragmentaria -y muy completa- “fotografía” de aquella agitada, emocionante, difícil, esperanzadora, alborotada, turbadora, ilusionante, desoladora, conmovedora, inquietante y revolucionaria jornada (pónganse o quítense los adjetivos en función de la posición ideológica de cada uno de los protagonistas). Sirva todo ello de prueba de una primera afirmación sustancial sobre el carácter del libro: Todas las historias narradas en este libro de no ficción son reales

Cada uno de los ocho tramos principales se abre con una muerte, la de una víctima -casi siempre casual, azarosa, fruto de la mala fortuna- del atropellado encadenamiento de sucesos de aquel día, a la que el narrador se dirige en segunda persona, en un tuteo cercano que acentúa la proximidad empática y permite intuir la posición ideológica desde la que escribe Cerdà, un narrador que “habla” desde un inequívoco presente (hay menciones en su relato a los cuadros de Genovés o la poesía de Wislawa Szymborska, por poner solo dos ejemplos; y entre las páginas de su texto se deslizan, de un modo a veces muy explícito, otras más sutil, menciones o citas -intertextualidades, las llama el autor- a y de Miguel Hernández y Federico García Lorca, César Vallejo, José Agustín Goytisolo, San Juan de la Cruz, Luis Eduardo Aute -al alba- o Elena Fortún). Los capítulos de apenas tres o cuatro páginas, el carácter fragmentario de la narración, los constantes saltos espaciales -de Éibar a Huelva, de Jaca a Almería, de Alicante a La Coruña, de Salamanca a Melilla, de Madrid a Barcelona e incluso a París-, la multiplicidad de personajes en una obra de claro carácter coral, las frases muy cortas, las oraciones concisas, sin complejidades sintácticas, la muy bien trabada estructura de la narración y lo apasionante de los hechos descritos, provocan una lectura fluida, ligera, muy ágil, que arrastra a un lector que se ve inevitablemente envuelto en los terribles hechos que pasan ante sus ojos, en una experiencia que constituye una formidable lección de historia, contada con rigor periodístico y no exenta de una cierta dimensión de creación literaria, de fabulación, en lo que se refiere a la ideación de las reflexiones y los sentimientos de sus personajes, pese a que, como he adelantado, casi “todo” tiene su reflejo documental. 

Así, la acción comienza -y también terminará- con el infortunado Emilio Arauzo Honorio agonizando en el Equipo Quirúrgico del distrito Centro. Salía del cine (¿había visto Horizontes nuevos, con John Wayne, o Su noche de bodas, el último gran éxito de Imperio Argentina?, como ha conjeturado Daniel Ventura en un artículo para The Huffington Post sobre la última víctima mortal de la monarquía de Alfonso XIII), y se encontró de repente, en el Paseo de Recoletos madrileño, en medio de una carga de la Guardia Civil que reprimía la enardecida manifestación de ciudadanos que celebraban la victoria electoral. Una bala que le atraviesa el pulmón y saldrá por su vientre acabará con su vida, con la mañana apenas despuntando en sus primeras luces. Cándida es una pescadora y sindicalista de Moaña, el pueblo marinero situado enfrente de Vigo, al otro lado de su ría. Ha salido a las calles a primera hora de la mañana para festejar con su hijo Manuel la victoria de la República; también una bala, disparada en medio de un tumulto, pondrá fin a su dura existencia de combativa trabajadora. Teresa Claramunt, la Virgen Roja, la rebelde propagandista del anarquismo internacional, una libertaria enemiga de la religión, de la explotación capitalista, de la dominación masculina, del militarismo, de la incultura, será otro de los personajes elegidos por Cerdà para significar la carga de dolor y muerte que llevó consigo ese día, feliz y aciago casi a partes iguales; fallecida el 11 de abril, su entierro tuvo lugar el día 14. Un joven, Francisco, casi un niño, solo dieciséis años, cae en Huelva con el vientre perforado por otra bala, otra víctima inocente y azarosa de la represión, esta vez de la que se enfrentó a los movimientos callejeros protagonizados por los obreros de la compañía minera de Riotinto. Antonio sube al atestado tranvía en la efervescente tarde de un Madrid que celebra la victoria electoral republicana. De pie en el estribo de la entrevía, con medio cuerpo fuera del repleto vehículo que avanza lentamente por entre la multitud, su cabeza impacta contra una columna del alumbrado público. Una muerte absurda -otra muerte absurda-, innecesaria, desdichada, fatal. Eduardo Rovira es un soldado barcelonés que, de licencia ese día, se encuentra accidentalmente delante de la delegación de Policía de Atarazanas. Una turba de exaltados, delincuentes, menesterosos, proscritos, decide asaltar el retén policial y destruir todas las fichas policiales que contienen sus datos incriminatorios: Timadora, estafadora, prostituta, carterista, anarquista. Cuando la muchedumbre intenta ocupar el local y prender fuego a los documentos, los policías disparan. Entre la confusión y el caos resultantes, los transeúntes recogerán el cuerpo exánime de Eduardo y lo conducirán, tarea inútil, la cabeza destrozada, al dispensario. Y hay otro Francisco, también joven, veintiún años, natural de Falset, un pueblo del Priorato catalán. Trabajador de la Casa de Correos, cuando sale a la calle, a primeras horas de la madrugada, tras terminar su jornada, grupos de desconocidos, maleantes, recién liberados de la cárcel Modelo por la militancia anarquista, desatada tras los acontecimientos del día, intentan penetrar en el departamento de valores declarados, atraídos por la tentación del dinero. Las dos parejas de guardias de seguridad se defienden y disparan sus fusiles. De nuevo una bala perdida, de nuevo una muerte inútil, de nuevo una existencia cortada de raíz por un insensato capricho del destino. 

Por entre todas estas muertes de personajes casi anónimos -en cualquier caso comunes, irrelevantes en la crónica “pública” de los hechos- con los que Cerdà ha querido encabezar cada una de las secciones del libro y que ejemplifican, precisamente por ese carácter “ordinario”, la repercusión particular, subjetiva, concreta, de los sucesos del día, desfilan otros protagonistas que encarnan la dimensión colectiva y general, “histórica”, de los importantes acontecimientos de esa fecha trascendental de nuestro discurrir como nación: alcaldes, concejales, ministros de la Monarquía a punto de ser destituidos y futuros ministros de la República horas antes de su nombramiento, aristócratas, embajadores, líderes políticos, militares -entre ellos el en esos días aún general Franco-, altos cargos de la Guardia Civil, periodistas, escritores, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia, su familia, sus asistentes y colaboradores, el entorno de Palacio. 

Así, y a primerísima hora del día, el libro nos lleva al ayuntamiento de Éibar, el primero de España en declarar el cambio de régimen, cuando a quince minutos de las siete de la mañana Mateo Careaga, el concejal más joven de la corporación, iza al viento la bandera republicana. Y el foco se desplaza ahora a Jaca, a la lóbrega prisión en la que cumplen su condena ochenta militares y más de cincuenta civiles tras participar en la fallida sublevación del diciembre anterior, que llevó ante el pelotón de fusilamiento a sus dos máximos responsables, los capitanes Galán y García Hernández. Todos ellos sobrellevan el rigor carcelario pendientes del Consejo de guerra que se celebrará en mayo (reclusión a perpetuidad o pena de muerte, es el horizonte judicial que les espera), e inquietos ahora ante las noticias que a las ocho de la mañana difunde el diario hablado de Unión Radio. Y vemos a Alejandro Lerroux, enlace entre el Gobierno provisional de la República y la plana mayor republicana, encarcelada hasta pocas semanas atrás, leyendo los editoriales de los periódicos mañaneros y reconociendo en ellos el ímpetu revolucionario que él mismo les inspiró. Y ahora, apenas son las nueve, Juan de la Cierva, ministro conservador, recibe perplejo y enrabietado la decisión del Rey, inducida por el Conde de Romanones, ministro de la Gobernación, de dejar España. Y el general Sanjurjo, máxima autoridad de la Guardia Civil, comunica que ya no puede responder de la reacción de la Benemérita. Pocas horas después, son las dos de la tarde, Niceto Alcalá Zamora, líder de los revolucionarios, alma y cerebro de la República, negocia -impone- la renuncia del Rey, bajo la sombra fantasmal -la amenaza- de un baño de violencia y sangre. Vemos ahora a Francesc Macià, telegrafiando al ya presidente del Gobierno provisional, poniendo a Esquerra Republicana de Catalunya al servicio de la República. En Madrid, un jovencísimo Santiago Carrillo, apenas dieciséis años, redactor de El socialista, recibe el encargo de su director de buscar a Julian Besteiro, concejal electo hace solo unas horas, para proclamar la República en la capital. Constancia de la Mora y Maura -Connie- aristócrata, nieta del que fuera cinco veces presidente del Consejo de ministros de Alfonso XIII, Antonio Maura, recién separada de su marido, capaz de sostener ideas propias frente a los miembros de su clase, republicana confesa, una apestada, despreciada por sus amigos de “toda la vida”, se mezcla, vigorosa e ilusionada, con las gentes que rebosan las calles madrileñas. Y a la misma hora que la República, nace en Cádiz Pepe, el primer niño español de esa nueva era. Y en la Escuela Naval Militar de San Fernando se organiza la salida de España del alumno Borbón, don Juan, infante de España, alteza real, tercero en la línea de sucesión al trono. Y en Granada unas mujeres gritan libertad al pie de la estatua de Mariana Pineda. 

Ya son las cinco de la tarde. Alfonso XIII preside el último Consejo de ministros de su reinado y lee el “Manifiesto al País” que ha esbozado el duque de Maura y que él mismo ha retocado. Y Miguel de Unamuno, que ayer ha sido elegido concejal, se dirige al pueblo salmantino desde el balcón del consistorio. Confío en que la República venga para todo el mundo. Sin distinción alguna y para el bien de España, dirá. Un grupo de jóvenes italianos, recién llegados, esa misma mañana, a la estación de Delicias, se pasean nerviosos por las calles de Madrid. Son los integrantes de la selección italiana de fútbol, que hacen tiempo en la capital antes de partir al día siguiente hacia Bilbao, donde jugarán un partido amistoso en San Mamés. Representan la imagen deportiva del fascismo mussoliniano. Tienen miedo de la posible ira republicana, no quieren cumplir el programa turístico que se había preparado para ellos, nada de toros, nada de excursiones, nada de pelota vasca, nada, incluso, del partido previsto. En la Academia militar de Zaragoza, su director, un Francisco Franco de carrera meteórica, que con treinta y tres años es el general más joven de Europa, acepta el nuevo orden establecido pero se niega a arriar la bandera roja y gualda y sustituirla por la tricolor hasta que no reciba una orden escrita, subterfugio burocrático para retrasar lo que, en su fuero interno, considera inadmisible. El genial fotógrafo Alfonso añade a su larga serie de imágenes de leyenda la instantánea de una Puerta del Sol atestada y, en ella, un joven teniente enarbolando, él sí, la bandera republicana. En la calle, el tenor Miguel Fleta es reconocido por la gente y se lanza a cantar “La Marsellesa”. La actriz Margarita Xirgu sale a escena en el Teatro Muñoz Seca. La obra avanza lentamente, con muchas butacas vacías en la platea, hoy el teatro está fuera y es gratis. El embajador norteamericano transmite a su país el desmoronamiento de una dinastía de dos siglos y medio

Son ahora, ya bien cumplidas, las ocho y media de la tarde. Niceto Alcalá-Zamora ha ordenado que en su despacho se instale un micrófono de Unión Radio para dirigirse a la población: En nombre de todo el Gobierno de la República española…, comenzará su discurso. Los periódicos de la noche -en Madrid, en Melilla, en casi toda España- titulan con un ¡Viva España libre! sus crónicas del momento histórico. Paco, el ayuda de cámara y antes chófer de Alfonso XIII prepara el equipaje del monarca, dispuesto ya a la partida. A las nueve de la noche, el Rey se despide de su mujer y sus hijos, y se incorpora a la caravana de vehículos que sale del Palacio Real en dirección al puerto de Cartagena; más de cuatrocientos kilómetros de trayecto en una larga noche en la que el temor a un destino funesto impregna el ánimo de todos los viajeros. La sede madrileña de los Legionarios de España, hijos del tradicionalismo carlista y defensores del rey, es asaltada y sus instalaciones destrozadas, quemado el mobiliario y los documentos. En Barcelona, una cuadrilla de tumultuosos aprovecha la noche para forzar las puertas de la cárcel de mujeres, liberando a las treinta y seis presas, ladronas, lesbianas, blasfemas, prostitutas. En París, el periódico oficial del comunismo, L’Humanité, y en relación con los sucesos que vive el país vecino, evoca la toma del Palacio de Invierno de los zares en la Revolución de Octubre soviética. En toda España -es madrugada, son las primeras horas republicanas- grupos provistos de escaleras derriban las ya anacrónicas estatuas de monarcas -Felipe III, Isabel II, la reina María Cristina- y arrancan las placas callejeras que contienen referencias monárquicas. A la una y cuarto de la madrugada, en la barcelonesa plaza de Sant Jaume, el capitán Guillermo Reinlein, encaramado al balcón del Palau de la Diputació, lee el mensaje de Francesc Maciá proclamando la República Catalana. En los talleres de La Gaceta de Madrid, boletín oficial del país, el linotipista prepara la edición de la mañana, que incluye los decretos de nombramiento de los miembros del nuevo Gobierno. Josep Pla vuelve a su hotel en Madrid a donde se ha desplazado en su condición de periodista, y, antes de dormir, escribe en su dietario los sucesos que ha presenciado en la muy larga jornada. Entretanto, Alfonso XIII cruza España en un recorrido punteado por el rastro de los Borbones en los pueblos y ciudades que atraviesa, en las plazas y los monumentos que han sido históricos testigos de la presencia de siglos en nuestro país de la dinastía borbónica. 

Y se acerca ya el despuntar del día. La Reina Victoria Eugenia Julia Ena de Battenberg, en ese momento ya solo Ena, una mujer extranjera, sola, confusa y desgraciada, se apresta, con los cinco hijos que la rodean, sin noticia alguna del destino de su marido por la parte trasera de Palacio, a salir, en esta primera hora de la mañana, en los cuatro automóviles reales que conducirán a la familia al Escorial. Desde allí, en el tren expreso, viajarán a Irún; luego cruzarán a Francia para recalar en París, inicial destino de un largo exilio de tres décadas. Entretanto, son las cinco de la mañana, su marido, a centenares de kilómetros de distancia, en el puerto de Cartagena, embarca en el Príncipe Alfonso, el crucero que lo llevará a Marsella. El día se acaba, la II República comienza su convulsa andadura. 

Con un planteamiento ideológico (algo reduccionista y ligeramente maniqueo), una estructura, un enfoque, una cierta, y ya mencionada, indefinición genérica y, en cierto modo, un contexto similares -aunque, en este último caso, la perspectiva es más amplia y no se reduce al estricto ámbito español-, Paco Cerdà había presentado, un par de años antes que este muy interesante 14 de abril, el exitoso El peón, que va ya por su cuarta edición, ha obtenido el premio Cálamo al mejor libro de 2020 y resultado finalista en otros galardones -Mejor libro extranjero publicado en Francia en 2022, el Virevolte y el Des Avignonnais, también el año pasado, y estando, al parecer, a punto de ser llevado al cine. 

El eje sobre el que gira el libro es la partida, legendaria -al menos en el estrecho ámbito de la pequeña historia del régimen franquista en nuestro país-, que el 10 de febrero de 1962 jugaron en Estocolmo el genial -y que apunta ya entonces muestras de su excentricidad futura- Bobby Fischer, que diez años después llegaría a ser inolvidable campeón del mundo, y Arturito Pomar, el que había sido el niño prodigio del ajedrez español y que, superados ya entonces los treinta años, acababa de alcanzar la categoría de Gran Maestro, la más alta en dicho deporte. En setenta y siete capítulos, tantos como movimientos tuvo la partida -cuya notación encabeza cada apartado, de tal manera que el lector puede reproducir, paso a paso, el enfrentamiento-, Cerdà describe las circunstancias en las que se desarrolló el lance, y, en torno a ellas, de un modo también fragmentario -como en 14 de abril-, nos presenta las singulares vidas de sus dos protagonistas, en lo que constituye el núcleo central del libro: la “ascensión”, la explotación por el régimen franquista, los años de esplendor, el declive y la “irrelevancia” final de Arturito Pomar (cuya vida asocia Cerdà a la de otros niños -Joselito, Marisol, Pablito Calvo- que en aquellos años aciagos brotan de la nada, explotan con estruendo y desaparecen en silencio, marcados por un sino inclemente y fatal); y la sobresaliente irrupción del genio de Chicago, su extravagancia, su singular personalidad, su utilización como “arma” frente a la Rusia Soviética, sus manías, sus delirios, sus exigencias disparatadas, sus detenciones, su condición de proscrito, su progresiva locura, su desaparición de la vida pública, su enfermedad, su reclusión y su triste muerte, casi anónima). Por entre los momentos relevantes de esas vidas en cierto modo paralelas, en El peón se reconstruyen diversos episodios de las existencias de otros personajes que, desde una posición secundaria, anónima en muchos casos, formaron parte de acontecimientos sustanciales en la España y el mundo de 1962 y que están ya, en mayor o menor medida, en la memoria colectiva de quienes vivimos aquellos años. 

En un, de nuevo, apabullante ejercicio de documentación (Este libro nació con la premisa de que ni una sola palabra atribuida a sus protagonistas ni el más nimio detalle de las historias narradas fueran producto de la imaginación del autor o de una recreación novelesca), a partir de sucesos muy bien elegidos por su carácter representativo, poniendo el foco sobre las vidas de personas sin relieve, alejadas del primer plano, individuos oscuros, “normales”, ciudadanos de a pie que, sin embargo, operaron como “peones” en un juego que se desarrollaba en un tablero complejo -la España de Franco y el mundo de la Guerra fría-, el autor construye un mosaico muy completo, aunque algo sesgado, de la sociedad de aquel tiempo, contando -en una nueva coincidencia con el primer libro reseñado- la Historia con mayúsculas a partir de las existencias comunes, anodinas, de gentes que ni siquiera ocupan el muy discreto espacio de una nota a pie de página en los tratados académicos o en los libros de texto. Todo ello siguiendo el hilo conductor de la partida, lo que hace del libro una lectura muy sugestiva también para los amantes del ajedrez (yo me recuerdo, en los días de mi adolescencia, reproduciendo en el tablero los movimientos del Campeonato Mundial de 1972 entre el ruso Borís Spasski y el propio Fischer, en un ejemplo más de la fiebre por el juego que se desató en aquellas décadas, propiciada por el enorme “tirón” mediático del extravagante norteamericano). 

De este modo, en el libro comparece Julián Grimau, miembro del Partido Comunista y presente en Madrid en misión secreta, que, delatado por un compañero en noviembre de 1962, será fusilado, apenas cinco meses después, en el campo de tiro de Carabanchel, el último muerto de la Guerra Civil. Y conocemos también la historia de Francis Gary Powers, piloto del Ejército estadounidense reclutado por la CIA para misiones secretas, cuyo avión espía U-2 será derribado, el 1 de mayo de 1960, en pleno vuelo de reconocimiento fotográfico sobre la Unión Soviética. Tras casi dos años de penoso cautiverio será por fin liberado en febrero de 1962, canjeado por el coronel soviético de la KGB Rudolf Abel, preso en los Estados Unidos, en una ceremonia algo “peliculera” que tiene lugar en el puente Glienicker, que une las dos partes, oriental y occidental, del Berlín dividido posterior a la Segunda Guerra mundial. Y oímos la voz de Robert F. Williams, un negro norteamericano, exiliado en Cuba, que desde Radio Dixie Free, el programa de Radio Habana desde el que emite este huido del FBI predica la resistencia armada frente a la opresión blanca en su país. La acción vuelve ahora a nuestro entorno para darnos a conocer a Román Alonso Urdiales, solo veintidós años, un falangista fanático, de los de camisa azul, que en un acto público en el Valle de los Caídos, en el que el dictador recuerda la muerte de José Antonio Primo de Rivera, le espetará, rotundo, “Franco, eres un traidor”, pagando su atrevimiento con doce años de reclusión en un batallón disciplinario en pleno desierto del Sáhara. Y, otra vez en Estados Unidos, El-Hajj Malik El-Shabazz, un predicador de la Nación del Islam, que acabará siendo conocido universalmente como Malcolm X, grita enardecido contra el enésimo caso de violencia policial contra un hombre negro, Ronald Strokes, muerto por el disparo a sangre fría de un agente cuando, desarmado y con los brazos en alto, se incorpora tras auxiliar a un compañero herido. El propio Malcom será asesinado solo dos años después. 

Y sigue la huelga minera en Asturias -6 de abril-; y Marcos Ana, que ha pasado más de veintidós años en las cárceles franquista habla en el Mahatma Gandhi Hall de Londres -3 de junio- en el acto de homenaje a los presos antifranquistas; y James Meredith empieza sus clases -1 de octubre- en la Universidad de Misisipi, el primer negro que lo hace en aquel estado racista; y Dionisio Ridruejo, el poeta fascista, falangista de 1936, viaja a Múnich -de nuevo en junio- para participar, con otros españoles, del exilio y del interior, todos opositores al franquismo, en el IV Congreso del Movimiento Europeo, en lo que el régimen calificará como el “Contubernio de Múnich”; y ahora la radio del Vietcong, dará a conocer -también en junio- la carta en que George Fryett, apresado por el Vietnam comunista, denuncia -posiblemente bajo torturas- los abusos del Ejército norteamericano en el país asiático; y el avión que pilota Rudolf Anderson será derribado -27 de octubre- por un misil soviético cuando sobrevuela Cuba, convirtiéndose en el único muerto en combate durante la “crisis de los misiles”, como ha pasado a la historia; y, del otro lado del trágico juego, a pocos kilómetros de allí, el lugarteniente soviético Alexey Raypenko, accionará el botón que provocará la salida del arma mortífera. 

Y el ambiente es ahora -19 de mayo- más festivo en el Madison Square Garden neyorquino, en donde Marilyn Monroe susurra su Happy Birthday to you a un satisfecho John Fitzgerald Kennedy. Y al otro lado del océano, en la abadía benedictina de Belloch, en el pueblo francés de Urt, tiene lugar la primera asamblea del Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional, que propugna el uso de la violencia para resolver los conflictos políticos, en lo que supone el nacimiento de ETA; seis años después llegarán los primeros asesinatos. Y en París, es Año Nuevo, Diego Martínez Barrio, presidente de la Segunda República Española en el exilio, morirá de un infarto mientras come. En las librerías norteamericanas coexisten The Other America: Poverty in the United States, de Michael Harrington, y Capitalism and Freedom, de Milton Freeman, dos ensayos, dos visiones contrapuestas de la realidad de su país. Un centenar de estudiantes son detenidos e internados en la cárcel Modelo barcelonesa -11 de mayo- tras el robo del cuadro de Franco que presidía el paraninfo de la Facultad de Medicina de Barcelona; uno de ellos es Manuel Vázquez Montalbán, que acabará siendo juzgado por rebelión militar. Es febrero, un frío invierno en Minnesota, en cuya prisión provincial languidece Clyde Bellecourt, cuyo nombre en la lengua de su pueblo, los ojibwa, es Nee-gon-we-way-we-dun (el trueno antes de la tormenta); él será el origen del Grupo Americano de Folklore Indio, la semilla del Red Power Movement, el movimiento de reivindicación y defensa, de autodeterminación y lucha por los derechos de la población indígena norteamericana. El 28 de diciembre, la Jefatura Superior de Policía de la ciudad condal desarticula el Partido Socialista Unificado de Cataluña, deteniendo a sus dirigentes. 

En fin, dos libros muy apreciables, en los que conocemos la Historia de España y del mundo en algunos de sus momentos significativos y a través de las vidas de decenas de personajes, de relevancia pública o, en su mayor parte casi anónimos o, al menos, desconocidos, y que gracias a la perspectiva desde la que encara su relato Cerdà, permiten una aproximación muy cercana, íntima diría, a los hechos y las gentes mostrados. Os dejo ahora con un texto de 14 de abril que he elegido con la voluntad expresa de subrayar uno de los frentes del arco ideológico, estrecho y limitado, en el que se mueve el libro. Una posición que, a mi juicio, no resulta suficientemente reflejada en ninguna de las dos obras (en lo que, en mi modesta apreciación constituye su principal defecto: el perceptible maniqueísmo y el ostensible desequilibrio en la mirada; y no estoy hablando de equidistancia; aunque sobre esta cuestión me pronunciaré por extenso en la próxima entrega de este breve ciclo de libros sobre la República, la Guerra Civil y la posguerra). Se trata de la estampa en la que el autor nos muestra la zozobra de la reina Victoria Eugenia en aquellas horas en las que debe preparar a su familia para huir de España. También citada en 14 de abril, la pieza que cierra este reseña es la interpretación que el tenor Miguel Fleta hace de La Marsellesa: La alegría estalla cuando el tenor lírico Miguel Fleta, que ha cantado en La Scala de Milán y en la Opera House de Nueva York antes de la maldita faringitis, es reconocido por la Gran Vía y se aviene a cantar La Marsellesa. La gente lo mira y él se arranca con la versión zarzuelera de Miguel Ramos Carrión: Marchemos, hijos de la patria, glorioso día luce ya. Otra vez el sangriento estandarte los tiranos se atreven a alzar. ¿Oís rugir por la campiña esa turba salvaje y audaz? Degollar vuestros hijos desea para ahogar en su sangre nuestra idea. ¡El arma preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! Fleta toma aire, con el público excitado cerca del edificio del Fénix, y acomete la parte final. Mirad las hordas de traidores que el suelo patrio van a hollar. ¿Para quiénes son esas cadenas que forjando iracundos están? Son para ti, pueblo querido; presto ve tal afrenta a vengar; el furor en tu pecho despierte, busca ya la victoria o la muerte. ¡El arma preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! El fervor estalla con las voces repitiendo el estribillo de Fleta. Risas, aplausos, vivas. La Marsellesa: el himno de la revolución, del patriotismo republicano, del asalto a las Tullerías y el final de los Borbones en el trono de Francia. El canto de los sublevados resuena por todo Madrid


Que cada familia infeliz lo es a su manera se ve esta noche. Qué más da ser nieta de la reina de Inglaterra, hija de la princesa británica, reina consorte de España y madre del príncipe heredero. Qué importa haber nacido en un castillo escocés, tener cuatro nombres ilustres, Victoria Eugenia Julia Ena, el tratamiento de alteza serenísima y un apellido ilustre: Battenberg. Qué más da todo eso, sólidamente volátil. En esta noche confusa ella solo es Ena, la madre extranjera de una familia desgraciada. Desgraciada a su manera, pero desgraciada. 

Pobre Ena. No tiene noticias del marido, huido a la fuerza en el misterio de la noche. Apenas sabe nada de un hijo de diecisiete años que ha sido obligado a cruzar el mar por miedo a la muerte. Tiene otro hijo de veinticuatro años paralizado en la cama, y es tan duro haberlo visto enfermo toda su vida y saber que la causa está en la sangre, en su sangre, sangre inglesa y real, sangre envenenada y mortal. Ve a sus dos hijas asustadas y llorosas, de veintiuno y diecinueve, que no se separan de mamá en esta noche convulsa dominada por el miedo. También tiene a otros dos hijos varones, uno sordomudo de veintidós y otro hemofílico con dieciséis, en absoluto preparados para este trance. Ella, con cinco hijos a su cargo, debe afrontar esta noche, la última. La última en su casa, la última en España, tal vez la última con vida. Quién sabe. La casa rebosa de servidores, mayordomos y mozos de comedor, rebosa de doncellas, criadas, amas de llaves y ayudas de cámara: toda la declinación posible de la servidumbre voluntaria, a punto de adquirir una nueva y esclava libertad. También están las fieles: lady Carisbrooke, la duquesa de la Victoria, la condesa del Puerto, la duquesa de Lécera y algunas otras damas de la aristocracia. Y sin embargo, la familia se sabe sola. Solo quedan ellos: Ena, Alfonso, Jaime, Beatriz, María Cristina y Gonzalo. Y afuera los gritos roncos. Y los ruidos turbadores. Y adentro Ekaterimburgo y todo el terror que una mente es capaz de fabricar. 

La fortaleza está asediada. Lazos rojos, gorros frigios, banderas republicanas. Que se vayan, que se vayan. La Puerta del Príncipe permanece cerrada. Se ve un camión amenazante. Podría embestir la puerta en cualquier momento. La guardia exterior se ha refugiado en el interior de las garitas. Todo parece a punto para el asalto de la turba. Dos secciones de la escolta real están listas en la explanada de Caballerizas. Otra sección de guardia patrulla el Campo del Moro. El Regimiento de Húsares de Pavía, montado a caballo, hace guardia en la explanada de Caballerizas. Los alabarderos van armados con fusil. Y muchos leales acérrimos esconden sus armas entre las ropas, temiendo lo peor y dispuestos a lo que haga falta si la revolución cruza la raya, la última frontera del poder, el mullido bastión de la monarquía: el Palacio Real. 

Adentro hay una familia repentinamente desgraciada. No una reina, un príncipe y cuatro infantes. Las máscaras han caído, arrumbados han quedado los coturnos, ya para qué interpretar papeles. La auténtica tragedia se explica sola, sin shakespeares que la adornen. Y en esta tragedia hay una madre, cinco hijos y un destino: el ostracismo. Ese es el plan que le han explicado a Ena. Saldrán a primera hora de la mañana por la parte trasera de Palacio. Los cuatro automóviles reales los conducirán al Escorial. Allí, en mitad de la sierra, tomarán el expreso a Irún para cruzar a Francia y llegar a París. Por eso hay que prepararlo todo. El personal de servicio va abriendo armarios y revolviendo cajones para llenar maletas y baúles. Sus hormigueantes sombras son proyectadas por las lámparas de araña, ridículos esqueletos del boato destronado. Es una noche de luces encendidas. Por eso los canarios no dejan de cantar en toda la madrugada. Jaula de oro, prisión real. Cantan y cantan los canarios, y la reina recoge sus joyas y también las de la reina María Cristina, como le ha pedido el rey. Siguen cantando los canarios y el peligro afuera se va calmando. Hombres con una cinta roja en el brazo izquierdo se han cogido de las manos, formando un cordón humano ante la fachada del Palacio Real, y han gritado cinco metros atrás, cinco metros atrás, escorzos imposibles en unos rostros ya exhaustos de tanta mueca demudada y tanto alarido febril. La muchedumbre ha reculado. Ya han bajado los escaladores de la fachada tras colgar una bandera. La tensión se ha rebajado. El capitán Creus respira. El capitán Marquina ha aguantado la angustia. El conde de Aguilar de Inestrillas parece aliviado. Y el teniente general López Pozas, jefe de la Casa Militar del Rey, que luchó en Mindanao, sobrevivió a la guerra de Cuba y salió vivo del Barranco del Lobo marroquí, considera ya a salvo el Alcázar y su mayor tesoro: la familia real.
 
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Paco Cerdà. 14 de abril; El peón