Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de marzo de 2020

VERA BRITTAIN. TESTAMENTO DE JUVENTUD

(Sigue la anomalía, sigue el encierro, siguen la preocupación, el miedo y el dolor. Mantengo aquí, en cambio, una probablemente absurda normalidad: la misma presentación ahora sin sentido, las mismas rutinas que aluden a realidades fuera de contexto -la inexistente emisión, la apagada radio, los oyentes imposibles, las en este momento anecdóticas efemérides a conmemorar-, insulsas al mostrarse desprovistas de significación. No he querido, sin embargo, alterar los "protocolos", en una suerte de exorcismo: si todo sigue igual aquí, todo seguirá igual afuera, en el mundo cada vez más ancho y más ajeno. Os dejo, pues, una nueva reseña, con todos los tics de las anteriores. Espero que encontréis en ella algo -siquiera la entusiasta sugerencia de lectura- que pueda reconfortaros en estos momentos difíciles.)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, último miércoles de marzo, cerramos la serie que durante todo el mes y con la innecesaria excusa de la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer, hemos dedicado a distintas manifestaciones de la literatura femenina. El libro que esta tarde os traigo no solo se acomoda de modo sobresaliente, como luego veremos, a esa adscripción genérica femenina, sino que en él concurren también otras dos circunstancias menores, anecdóticas casi, pero que multiplican la oportunidad de su presentación en estas fechas. Por un lado, su autora, la británica Vera Brittain, murió el 29 de marzo de 1970, por lo que en pocos días se cumplirán cinco exactas décadas desde su desaparición. Además, el libro, Testamento de juventud, se centra en los años y en la terrible experiencia de la Gran Guerra, la devastadora contienda -que ya ha aparecido en nuestro programa en más de una ocasión-, de actualidad en estos últimos meses por el éxito de la formidable película 1917, de Sam Mendes, estrenada a finales de 2019 y que también quiero comentaros brevemente. Hay, igualmente, una versión cinematográfica del libro, con su mismo título, dirigida en 2014 por James Kent, con Alicia Vikander en el rol protagonista. Y antes, en 1979, una miniserie de cinco episodios realizada por la BBC, que puede encontrarse íntegra -aunque solo en inglés- en Youtube, recreó convincentemente, al parecer (no la he visto), los escenarios de la obra literaria.


Testamento de juventud se publicó por primera vez en España en octubre de 2019 en una edición simultánea de Periférica y Errata Naturae con apasionada y espléndida traducción de Regina López Muñoz, en la que, no obstante, se han colado algunos gazapos; entre otros un despiste en la concordancia, Los comentarios de un soldado (…) me llevó a hacer avergonzadas pesquisas; y un chirriante presentía de que. Minucias sin importancia en una obra de casi ochocientas cincuenta páginas.

Estamos ante un arrebatador relato autobiográfico que recoge no solo las intensas y desgarradoras vivencias personales de su autora que, nacida en 1893, era una inocente jovencita sin experiencia cuando dio comienzo la Primera Guerra Mundial, sino que constituye también una apasionante y dolorosa memoria de toda una generación, marcada por la barbarie de una experiencia bélica de una crueldad desconocida hasta la época. Intercalando en el relato en primera persona fragmentos de su diario, transcripciones de cartas y poemas propios y de sus amigos y familiares, muchos de ellos muertos a la postre en la batalla, e infinidad de referencias literarias, Brittain repasa las distintas y significativas etapas de su amarga y palpitante existencia una vez transcurridos tres lustros del final del horror, un 1933, año en que se publica el libro, desde el que contempla retrospectivamente su emotivo y sobrecogedor pasado: la apacible vida provinciana en Buxton, cuando es apenas una chiquilla que vive con su familia una vida desahogada y sin problemas en la que todo parece abocarla a un matrimonio convencional; su temprana aspiración, que choca con los prejuicios familiares y sociales imperantes, de cursar una carrera universitaria en Oxford; los días en el prestigioso Somersville College oxoniense, sus inquietudes intelectuales, su sueño, por fin logrado, de estudiar Literatura inglesa; la brusca interrupción de su deseada trayectoria académica por la declaración de guerra, con la consiguiente incorporación a filas y la aciaga suerte en las trincheras de gran parte de los jóvenes de su entorno, entre ellos su hermano Edward y sus amigos Roland Leighton, Víctor Richardson y Geoffrey Thurlow; su dedicación a la enfermería y su ingreso en el Destacamento de Ayuda Voluntaria de la Cruz Roja, con destinos en Londres, Malta, Italia y Francia; el fin de la guerra, el desarrollo de su vocación de escritora y su actividad “política” posterior, la entrega a causas pacifistas y feministas y la labor de defensa y divulgación de la recién nacida Sociedad de Naciones, único foco de esperanza en una Europa arrasada. Y entreverados en su portentosa narración, que presenta el vigor y la fuerza, la pericia técnica, la expresividad del lenguaje y la capacidad de convicción de una excelente novelista, surcan el libro los pensamientos y reflexiones sobre el absurdo de las guerras y lo inicuo de quienes las alientan, declaran y mantienen; sobre la energía y las ilusiones, sobre los proyectos y los ideales y las jóvenes vidas de tantos muchachos cuyo futuro fue segado de raíz por una contienda pavorosa e inútil; sobre el restrictivo papel de la mujer en aquella represiva sociedad y sobre la necesidad de su independencia, sobre el matrimonio y la maternidad, sobre la búsqueda de un lugar propio en el mundo y la consiguiente lucha feminista; sobre la literatura y la vida universitaria; sobre los anhelos y las esperanzas, sobre las dudas, las vacilaciones, la desesperación y el dolor, las alegrías y los momentos de felicidad, sobre el compromiso y los nobles proyectos de una mujer formidable. En un momento del libro, llevada por la intensidad de su recorrido vital, la narradora se pregunta: ¿Y si escribiera una autobiografía? ¿Se puede hacer un libro a partir de la propia esencia? Y eso, la “esencia” de Vera Brittain es, sobre todo, este magnífico Testamento de juventud.

La primera etapa de su recorrido -que, pese a su carácter predominantemente cronológico y lineal, contiene apuntes y sugerencias sobre episodios y vivencias que se anticipan y recrean en un discreto ir y venir en el tiempo- se centra en los años que van entre su nacimiento, en 1893, como se ha dicho, y su incorporación a la Universidad de Oxford, poco tiempo antes del comienzo de la guerra. Nacida en un entorno de clase media alta -la familia mantiene una posición social más que acomodada gracias a una empresa de fabricación de papel que se transmite de generación en generación-, su infancia en Buxton, Derbyshire, es feliz, su estatus le permite “un buen pasar”, y pese a que subraya que no es una niña rica, en un momento de su relato alude -incidentalmente- a las tres sirvientas que la ayudan tras un cansado viaje de vuelta a casa, elemento por sí solo significativo del desahogado nivel de vida en que se desenvuelve. Su educación es la previsible en ese contexto social, una vida más o menos despreocupada con tenis, golf, patines, trineo, paseos a caballo, bailes, clases de música, grupos de teatro, lecturas, amistades, y los habituales ritos de paso de las jóvenes de su entorno (participa en 1912 en el baile de debutantes, y guardará los carnés de baile, llenos de nombres de jóvenes que más pronto que tarde habrán desaparecido en el fragor de la inminente batalla); pero hay en ella, también, una notable curiosidad y variados intereses intelectuales. Más allá de las consabidas actividades artísticas y deportivas, de ocio y recreo, los valores que “respira” son también los esperados por época, clase y posición: costumbres y educación familiares restrictivas (hablar en público con unos amigos de su hermano Edward -el “incidente”- será objeto de reprobación), usos y convenciones sociales pacatos y anticuados, retrógrados (se quejará de la necesidad de llevar ropa “decorosa”, de la “imposición” de la opresiva franela frente a tejidos más “libres”), y, sobre todo, una concepción de la existencia de la mujer que tiene como único norte el matrimonio y que, consecuentemente, proscribe su autonomía y su desarrollo intelectual y personal.

Sus inquietudes la abren desde temprano a unas expectativas vitales distintas de aquellas a las que está destinada. Hay en ella un ansia por la independencia, un repudio de la comodidad y una apuesta por desarrollar un pensamiento crítico (La mayoría de la gente, tanto hombres como mujeres, aspira a la comodidad por encima de todas las cosas, y el pensamiento encarna un proceso eminentemente incómodo), muy sensible, en particular, a la discriminatoria situación de la mujer y a la defensa de la igualdad entre sexos. De esos años son sus primeros inicios -tímidos- en el feminismo, su interés por la literatura que hoy llamaríamos “de género”, su presencia en asambleas sufragistas, en movimientos, protestas y manifestaciones de mujeres, su participación activa -llega a escribir un editorial alusivo en el periódico de su escuela en 1911- en la causa femenina.

Inteligente y cultivada (en el colegio la llaman cerebrito y se queja de que sus allegados la trataban como a una niña prodigio), desea ampliar sus horizontes, llevar una existencia más azarosa, huir de la vida reducida de Buxton, los muros de una prisión. No acepta la figura “salvadora” de un marido que limite sus oportunidades, manifiesta su deseo de libertad, su propósito de tomarse la revancha del provincianismo -se confiesa adalid del metropolitanismo-, del esnobismo de cuna, riqueza y anglicismo, tan de la clase alta británica, de su respetabilidad puritana, quiere ser “ella” escribiendo una novela, matriculándose en Literatura en la universidad, afiliándose, años más tarde, al Partido Laborista. Aborrece la mala fama que ese rancio provincianismo otorga a la intelectualidad femenina, el que se la tache de “ridícula” y “excéntrica”, de “mujer de mucho carácter”, por el hecho de buscar su futuro en el estudio. Tres hitos le mostrarán su camino: un poema, Adonais, de Shelley, en el que descubre para siempre la belleza de la literatura; una novela, Robert Elsmere, de Humphry Ward, que la convierte en agnóstica, pese a ser frecuentadora de iglesias; y un panfleto, un texto de propaganda, La mujer y el trabajo, de Olive Schreiner (¡Asumimos todos los trabajos como competencia nuestra!), que la despierta a la “militancia” en pro de los derechos de la mujer.

Pero la familia, que considera normales los estudios universitarios de Edward, rechaza los suyos, desdeña sus deslumbrantes boletines escolares, pretende hacerla encajar mejor en el molde femenino y trivial que todos los instintos y ambiciones de mi juventud me impelían a repudiar. Pese a ello, llena de amargura al constatar que la familia considera que la subordinación de la mujer forma parte del orden natural de la creación, preocupada mucho más por la universidad que por un compromiso matrimonial que carece para ella de todo aliciente, conseguirá matricularse en Oxford, contra la opinión de su entorno (La reacción en el pequeño mundo de Buxton: ¿Te has enterado? ¡Vera Brittain va a ser erudita!).

Terminan así esos años, en los que acaba también una era, tanto en lo colectivo, con la muerte de la Reina Victoria en 1901 (permanecía ajena al hecho de que estaba a punto de concluir mucho más que un reinado, y a que la larga época de radiante prosperidad en la que yo había nacido se haría añicos trece años más tarde con una explosión que reverberaría en mi vida personal hasta el fin de mis días), como en lo individual, pues en el breve reinado de Eduardo VII entre la época victoriana y el comienzo de la Gran Guerra pasamos de ser niños a adolescentes y adultos. La ceremonia de final de curso de sus estudios preuniversitarios en Uppingham, la última diversión que disfruté sin preocupaciones antes de la Tempestad, opera como cierre a esta etapa, con su referencia explícita retrospectiva al Adiós a todo eso, de Robert Graves: Nunca más, ni para mí ni para mi generación, se celebraría una festividad cuya alegría no se viera empañada por una sombra ni invalidada por un mal recuerdo.

Oxford representa, inicialmente, la ilusión de un sueño: la delicada belleza del tiempo y las relaciones, las mejores conferencias que en el mundo puede haber, bibliotecas fabulosas y librerías de lance fascinantes (…), lo más alto a lo que podía aspirar en este mundo. La llegada a Sommerville supone, de entrada, cierto desaliento, sensación de soledad, de desajuste, de incomodidad por la pérdida de las placenteras coordenadas de su privilegiada existencia anterior (en su primer contacto con el “college” siente repulsión hacia la vulgaridad de las demás estudiantes, hacia los variados acentos de todo el país, le repugnan la desaliñada vestimenta de sus compañeras, la comida sencillísima de los comedores escolares, atada aún a los “tics” inculcados por su educación, pero acaba por sobreponerse, forzándose al contacto pues se lo exige su condición de “demócrata”). Muchacha ingenua y sencilla, absolutamente ignorante de cualquier cosa que no fuera su reducido ámbito vital (destrezas culinarias y conocimiento del sexo incluidos; algún desconcertante episodio de acoso en un tren le hace constatar: no tomé conciencia hasta 1922 de la existencia legal del abuso sexual), se lanza, no obstante, de manera apasionada, “fuera del cascarón”: entabla relaciones, cultiva amistades -Roland, con el que coincide en Oxford y del que acabará por enamorarse, siendo correspondida; otros jóvenes cercanos, Victor, Geoffrey-, destaca en su entorno, participa en la Asociación por el Sufragio Femenino, en el Bach Choir, en la Asociación Guerra y Paz, publica reseñas en las revistas universitarias. El contacto con la familia de Roland, refinada culturalmente, abierta, cosmopolita, intelectual, la hace más consciente aún de las limitaciones de Buxton y de mi educación de señorita y la vuelve cada vez más satisfecha de su recién alcanzada independencia de pensamiento, de criterio, de decisión, de responsabilidad: ¡Qué de cosas me he perdido! (…) ¡Yo, he tenido que abrirme sola el camino espiritual, y también el intelectual!

Todo es tan emocionante que olvida la guerra, que acaba de estallar, interrumpiendo la belleza de la primavera oxoniense (En esta época del año me parece que todo tendría que ser creativo, no destructivo, y que tendríamos que fomentar la vida, no la muerte), amenazando la vital exaltación de la juventud, los proyectos, las ilusiones, la sangre que hierve, con la movilización de los jóvenes, con su aciago futuro y el sombrío horizonte de la destrucción y el horror en las trincheras. Y los amigos parten al frente y los problemas de la guerra, que pensaba nunca me afectarían de manera directa, llaman a su puerta, el trauma físico y psicológico, el apocalipsis, el absurdo y sangriento ritual de paso, el abrupto proceso de hacerse mayor para una entera generación maldita.

Las páginas dedicadas al relato de los días de la contienda son, a mi juicio, las más interesantes del libro. La Gran Guerra, más allá de su indudable y muy “real” horror, opera como bisagra entre dos mundos, como un revolucionario -y cruento- cambio de era, una ruptura, de la cual el hundimiento del Titanic en abril de 1912, citado en el libro, aparece como metáfora (quiero recordar que la excepcional serie Downton Abbey, reflejo también de esa misma época, empieza con dicho naufragio, al que se dota de idéntico valor simbólico), que inicialmente no es percibida como tal por la chica, embebida en sus placenteros ritos universitarios de tránsito. Cuando estalló la Gran Guerra, afirma en la primera frase del libro, me la tomé no como una tragedia superlativa, sino como una exasperante interrupción de mis proyectos personales. Pero esa visión egoísta, esa desoladora constatación de que la enorme catástrofe tenía como único y principal efecto la interrupción de su sueño de Oxford (Mediante lo que entonces me pareció una larguísima batalla, había abierto una vía por la que huir de mi odiada prisión provinciana, pero el camino hacia la libertad que tanto me había costado ganarme se me negaba por culpa de una bomba serbia que había matado a un archiduque austríaco en la otra punta de Europa), acaba, como es natural, por ceder paso al reconocimiento de la magnitud de la fatalidad colectiva, y si en su afortunada vida, hasta entonces, importaban los incidentes de las existencias personales frente a la distante ajenidad de los asuntos públicos, ahora, de repente, cae en la cuenta de que estos prevalecían sobre los primeros y los acontecimientos públicos y las vidas privadas se volvían inseparables.

La movilización de sus amigos, la implicación de la entera sociedad británica en la contienda -los unos, pobres jóvenes carne de cañón, desde el frente; el resto, mujeres, ancianos, heridos, desde diversas posiciones en la retaguardia-, la reconversión de las instalaciones universitarias en hospitales militares, el eco de los cañones que, llegando desde el cercano continente, aterra a la población civil, el generalizado “clima” bélico, la llevan a interrumpir sus estudios, cambiar de objetivo vital -Ser enfermera era ahora mi propósito-y entregarse sacrificada al cuidado de los heridos de guerra.

La mañana del domingo 27 de junio de 1915 empezó mi etapa como enfermera en el Hospital de Devonshire. A partir de ese momento, el relato alterna dos planos en los que se suceden los dantescos escenarios de la guerra, evocados a través de las cartas de los amigos alistados, y los no menos pavorosos ambientes hospitalarios, poblados, unos y otros, de espeluznantes reflejos de las atrocidades de los combates: las amputaciones, los muñones, el sufrimiento, el dolor, la muerte, los hombres agonizando. Los cuatro años que Vera pasará en distintos hospitales, en una dura rutina de entrega, sacrificio, trabajo extenuante, horarios interminables y muy precarias condiciones materiales, nos muestran la dura labor de cortar hemorragias, reintroducir intestinos, drenar y reinsertar tubos de goma, cambiar gasas sucias y algodones, retirar vendas mugrientas, en un contexto deprimente, caracterizado por la carencia de medios, el agotamiento y la desesperación, las rutinas necesarias pero a menudo inútiles (la batalla cotidiana contra el tiempo y la muerte). Tras veinte años de vivir entre algodones, empieza a conocer la realidad de la vida. Y la vemos inicialmente, diciendo adiós para siempre a mi juventud provinciana, en un Londres bajo la amenaza permanente de los bombardeos, el hospital ubicado en una zona lúgubre y gris, sucia y deprimente, el rastro de la muerte campando por doquier. Y más tarde, en 1916, de servicio en Malta, en donde el sol, el calor y el mar mediterráneos le ofrecen una encantadora tregua al padecimiento y la muerte de sus seres queridos (Yo padecía sufrimiento, ansiedad, frustración, soledad… ¡¡pero qué vida rebosaba!!). Y ahora es destinada a Francia, a hospitales de campaña a pocos metros del frente, con la llegada constante de heridos destrozados, el ruido de los cañones, el temblor de la tierra, la vibración en el viento, la constante amenaza de una muerte inminente, la eterna provisionalidad. Cuando rememoro la guerra, nunca es verano, sino invierno; siempre frío, oscuridad e incomodidades, y la calidez intermitente del entusiasmo que nos exaltaba aun viviendo en esas condiciones. Su símbolo permanente, para mí, es una vela clavada en el gollete de una botella, la llama diminuta parpadeando con una corriente glacial, y creando, pese a todo, la ilusión en miniatura de una luz contra una negrura opaca e infinita. Y mueren más amigos, y las cartas desde las trincheras hablan de batallas devastadoras -Ypres, el Somme, Passchendaele, nombres de trágica leyenda-, revelan las chapuzas en la organización de las acciones bélicas, la ignorancia de los oficiales, la improvisación generalizada, la barbarie de las zanjas enlodadas, el sinsentido de tantos años de muerte y desolación entregados de modo estéril para conseguir tan solo, a veces, un exiguo avance de metros. Y muere Edward en Italia, y ella ahora debe cuidar como enfermera a prisioneros alemanes, el absurdo de curar a los aborrecibles “hunos” responsables de la pérdida de sus amigos, de la destrucción de las vidas de tantos de los suyos. Y la vuelta al hogar para ocuparse de los padres, y entonces el relato nos permite conocer el hambre en la amenazada retaguardia, los cortes de luz, las bombas, la espera continua de noticias, siempre malas cuando al fin llegan, la pesadumbre de la población civil, su desesperanza, su sufrimiento impotente y pasivo. La brutalidad de la guerra aflora de continuo en la vida cotidiana, como en este anuncio en la prensa: Señora, prometido asesinado, con mucho gusto desposará oficial totalmente ciego o incapacitado por la guerra.

Y en todos estos escenarios, Vera intentará mantenerse ajena al sufrimiento y la aflicción, al desánimo y el abatimiento: La mayoría de nosotras contaba con una suerte de persiana psicológica que bajábamos con firmeza sobre el recuerdo de las agonías cotidianas cada vez que disponíamos de algo de tiempo para pensar.

Tiempo para pensar. Por entre la descripción de los insoportables horrores, la inteligencia de la joven la lleva a reflexionar sobre la guerra y su sangrienta insensatez, pero también sobre el idealismo y la nobleza que encierra. Se acerca al pacifismo, pero sin ingenuos utopismos, reconociendo que el sacrificio masivo de cientos de miles de jóvenes en el aniquilador proyecto bélico, preserva en su interior, más allá de su brutalidad, de su disparatada atrocidad, de su monstruoso sinsentido, el prestigio de la gloria, del valor, del heroísmo, la generosa entrega a un fin común, el amor fraternal, la amistad, la aventura, la paciencia, la resistencia sobrehumana, la exaltación, el compromiso, el noble y leal y honorable patriotismo, la –paradójicamente- vitalidad sobredimensionada, toda esa sagrada belleza que glorifica la guerra de cuando en cuando. Llegará a afirmar, conmovida, emocionada, transportada por el coraje y el valor de sus coetáneos: la guerra, mientras dura, genera mucho más heroísmo que embrutecimiento.

Pero cuatro años de destrucción y ruina, de estragos físicos y emocionales, es mucho tiempo para sostener una actitud romántica y hasta utópica. El idealismo inicial cede ante sus largas y dramáticas consecuencias: Mi única esperanza era transformarme en una completa autómata, trabajar mecánicamente y dejar de fingir que me movía algún tipo de ideal. De la optimista euforia primera pasará a un estado permanente de adormecida desilusión, al igual que el resto de supervivientes de mi generación. Su pacifismo se “afina”, su escepticismo racional la endurece (En un conflicto armado ningún bando tiene el monopolio de carniceros y traidores).

Y la masacre por fin termina, pero su poso de irreparable sufrimiento (La guerra había terminado. Empezaba una nueva era; pero los muertos estaban muertos y no regresarían jamás) y lúcido escepticismo se mantiene (Sea cual sea la etapa de mi breve edad adulta que decida repasar –los meses de inquietud en casa; las actividades ingenuas de una universitaria; la tutela del horror y la muerte como enfermera voluntaria; la noche cada vez más negra de miedo, incertidumbre y agonía en una localidad de provincias, en una ciudad universitaria, en Londres, en el Mediterráneo, en Francia-, me parece que todo ha significado una única cosa: “lucha y más lucha para no conseguir nada”). Nada será ya, pues, como antes, no caben ya las vidas movidas por intereses y objetivos individuales, las existencias egoístas ajenas al cruel devenir del mundo, nunca más habrá ya separación entre lo personal y lo colectivo: Cada uno de nosotros forma parte del oleaje de los grandes movimientos económicos y políticos, y cualquier cosa que hagamos, como individuos o como naciones, repercute intensamente en todos los demás. Vera decide retomar sus estudios, pero abandonará la Literatura (quizá más “escapista”, menos comprometida en esos aciagos y cruciales momentos) y estudiar Historia, se incorpora a organizaciones pacifistas, entablará amistad con Winifred Holtby, destacada escritora, significativa figura del pacifismo, del socialismo, del feminismo. Las preocupaciones personales, el descubrimiento de la propia intimidad (Entre los trece y los veintisiete años había vivido en público), la crisis de soledad, la desmesurada necesidad de aceptación (No soy más que un despojo de los tiempos de la guerra, indignamente viva aún en un mundo que no me quiere), la vivencia de aislados episodios colindantes con la demencia al poco de finalizar la contienda, se diluyen ante una tarea de mayor entidad: la apasionada consagración a distintos proyectos políticos, sociales, fundamentalmente pacifistas y feministas.

El libro se abre así a su dimensión a mi juicio menos interesante, convirtiéndose en el relato de una sucesión de viajes, reuniones, charlas y conferencias, también encuentros con personalidades de la política y la cultura -sobre todo mujeres; aflora, entre otros, el nombre de Rebecca West, sucesora en el siglo XX de Mary Wollstonecraft-, intercalados con reflexiones sobre las desigualdades, las consecuencias de la guerra, el nuevo orden mundial, el sueño incipiente de una Europa unida. Se convierte en experta colaboradora y “propagandista” de la Sociedad de Naciones. Viaja por toda Europa difundiendo, entusiasta, el “credo” pacifista por entre las ruinas de la guerra: ¡Por esto, por esto! Ruina, crueldad, injusticia, destrucción; por esto lucharon y por esto murieron. Escribe relatos, toma notas para su primera novela, participa en la pujante lucha feminista por la aprobación de leyes igualitarias, lucha por el estatuto que permitiera a las mujeres graduarse en Oxford, recibe con alborozo la aceptación del sufragio femenino en la Constitución americana, en 1920. Abandona el pacato puritanismo, la romántica ignorancia juvenil sobre el sexo, y se lanza liberada, al debate sobre prostitución y lesbianismo, hablando y escribiendo sin cortapisas sobre anticonceptivos o enfermedades venéreas. Se opone al matrimonio, e incorpora a su narración infinidad de argumentos y razones para justificar su rechazo. Se casará, no obstante, en 1925, y tendrá dos hijos, pero el libro solo aporta una información tangencial e indirecta de ambos hechos.

En fin, una obra que por todos estos motivos resulta altamente recomendable; como lo es también la película que bajo la dirección de James Kent se estrenó en 2014, coincidiendo con el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. No hay apenas tiempo ya para más comentarios por lo que cerraré esta reseña con dos breves apuntes sobre este Testamento de juventud cinematográfico y sobre 1917, la otra excepcional película que he querido traeros hoy a colación de mi recomendación de esta semana.

La cinta de James Kent es digna y se deja ver. Más de la mitad de su metraje se centra en una relativamente convencional historia de amor entre Vera y Roland, que alcanza en pantalla una dimensión que no estaba en el libro, aunque aparecen, claro está, las otras líneas de fuerza del texto escrito: las duras tareas de enfermería, que se muestran con una crudeza dantesca; y en mucha menor medida, con una presencia episódica y meramente tangencial, la vida universitaria, la poesía, la brutalidad bélica, el activismo feminista y la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad. Sin embargo, no hay nada especialmente destacable en el tratamiento fílmico del “fondo” de la obra de Brittain, antes al contrario, ya que son muchos los ejes sustanciales que se omiten o se tocan de manera apenas superficial. Es en los aspectos formales donde la película brilla de un modo más significativo: la habitual solvencia artística británica (la producción es, en parte, de la BBC), la pulcritud en la fotografía, la belleza de los escenarios, la ejemplar dirección artística, ciertos detalles técnicos (un peculiar montaje, una singular y a veces atrevida planificación, con abundancia de primerísimos planos) y, sobre todo, una Alicia Vikander de irresistible magnetismo y de cuyo rostro, dulcísimo, no se separa la cámara ni un momento para solaz del espectador -así ha sido mi caso- encandilado.

Por fin, 1917, de Sam Mendes, es magistral. Muy dura, insoportable por momentos en su crudeza, perturbadora y angustiosa en muchas ocasiones, es también conmovedora y bellísima, estremecedora y emotiva. Ambientada en escasas ocho horas de un solo día, el 6 de abril de 1917, con muy notables alardes técnicos (en planificación, movimientos de cámara, montaje, fotografía, música), el más relevante de los cuales es su ya muy comentado único plano secuencia -no tan único, como confiesa sin reparo el propio director y cualquier espectador avezado percibe de inmediato, pero igualmente genial-, la cinta es una obra maestra y transmite al espectador el miedo y la zozobra, la ansiedad y la congoja, la incertidumbre y la pena, la impotencia y la desesperación, el valor y el sentido del deber, la nobleza y el arrojo, la responsabilidad y el heroísmo que afloran a menudo en las trincheras. Todo este cúmulo de sentimientos y emociones se concentra de un modo sobrecogedor en la interpretación que hace un soldado británico de Wayfaring Stranger, una canción folklórica norteamericana del siglo XIX. Interpretada por el actor y cantante Jos Slovick, no hay otra versión más allá del corto fragmento de la película en que aparece (hay una campaña en change.org, por ahora sin éxito, para solicitar a Sam Mendes el que promueva su grabación íntegra). Con la vehemente recomendación de que no os perdáis la película, os dejo ahora aquí el corte extraído del film con las limitaciones de sonido que derivan de su cruda “extracción” de la secuencia cinematográfica, en la que suena muy alejado, con un ruido de pasos de fondo.


A medida que avanzaba septiembre y se avecinaba la batalla de Loos, cayó sobre todo el país una quietud preñada de ansiedad, que nos tenía a todos tensos, en suspense. Roland me hablaba de un modo vago pero significativo de movimientos de tropas, de grandes cambios inminentes, y parecía más obsesionado que nunca con la idea de la muerte. En la carta en la que me contaba que había supervisado la reconstrucción de unas trincheras viejas dominaba un tono lúgubre, y una repulsión y una acritud que nunca le había visto expresar: 

“Las trincheras están casi todas destrozadas, las alambradas da pena verlas, y entre el caos de hierros retorcidos, maderos astillados y tierra informe se encuentran los huesos sin carne, ennegrecidos, de unos hombres cualesquiera que vertieron el vino rojo y dulce de una juventud desconocida por algo tan intangible como el Honor, la Gloria de la Patria o la Sed de Poder de algún otro. Quien crea que la guerra es una cosa áurea y gloriosa, quien adore soltar palabras de aliento y exhortación, invocando el Honor, la Alabanza, el Valor y el Amor a la Patria con una fe tan irracional y ferviente como la que inspiró a los sacerdotes de Baal a encomendarse a su adormecido ídolo… Quien opine así, que eche un vistazo a la montañita de harapos grises y humedecidos que cubren medio cráneo y una tibia y lo que en otro tiempo fue una caja torácica, o al cadáver que yace de costado, tal y como cayó, acuclillado, perfecto salvo que le falta la cabeza, y cubierto todavía por las prendas harapientas; ¡y que se entere de lo grandioso y glorioso que es haber vertido toda la Juventud, la Alegría y la Vida en un fétido cúmulo de fétida putrescencia! ¿Quién que haya conocido y visto todo esto puede afirmar que la Victoria vale la muerte de tan sólo uno de estos hombres?” 


 

miércoles, 18 de marzo de 2020

OLIVIA LAING. LA CIUDAD SOLITARIA

(De baja médica desde hace siete semanas, de nuevo aislado ahora -como todos- por la cuarentena "coronavírica", imposibilitado en todo este tiempo -y en el previsiblemente largo que se avecina- para grabar programas, sigo dejando aquí, en formato exclusiva y forzosamente escrito, mis reseñas por si pueden despertar el interés por la lectura de algún libro que entretenga el asfixiante encierro. Ánimo a todos… y confiemos en el pronto -e indemne- término de la crisis)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura que semanalmente, desde hace ya casi diez años, os ofrece Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero presentaros La ciudad solitaria, un libro inclasificable y apasionante escrito por la ensayista, novelista y periodista cultural británica Olivia Laing. Publicado en España en 2017, un año después de la edición original, la obra, una muy interesante conjunción de ensayo y ficción, apareció en el sello Capitán Swing con la traducción de Catalina Martínez Muñoz y el explícito subtítulo Aventuras en el arte de estar solo. Con un planteamiento estilístico y un modus operandi relativamente parecido, Laing ya había publicado en nuestro país, en 2016, El viaje a Echo Spring, del que espero poder daros cuenta en este mismo espacio dentro de unos meses, otro sugestivo estudio en el que la singular escritora aborda el tema de la presencia del alcoholismo -Por qué beben los escritores, es la significativa rúbrica que acompaña al título principal- en seis destacados autores norteamericanos del siglo XX: Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, John Berryman, John Cheever y Raymond Carver. La propia experiencia biográfica de Olivia Laing, nacida en una familia alcohólica, sirve de hilo conductor a su libro, que nos hace recorrer el éxtasis y los abismos a los que conduce la bebida, la gloria y los demonios que despierta la adicción etílica, en un deslumbrante viaje literario pero también geográfico, filosófico y cultural repleto de estimulantes reflexiones sobre la enfermedad y la creación, sobre el éxito y el fracaso, sobre el placer y la culpa, sobre la literatura y la vida. 

Idéntica imbricación de experiencia personal, referencias culturales, indagación en los espacios más oscuros del alma humana y estudio con trazas académicas de las trayectorias vitales y profesionales de algunos relevantes creadores -en este caso pintores, fotógrafos, performers y, en general, artistas visuales- constituye este La ciudad solitaria que ahora os comento. 

Ya desde la cita inicial -Si te sientes solo este libro es para ti- queda claro el propósito que mueve a la autora en su trabajo. Estamos ante una espléndida reflexión, hecha desde ángulos y con enfoques muy diversos y heterogéneos, sobre la experiencia de la soledad, un fenómeno que de modo cada vez más frecuente acomete al ser humano contemporáneo (y especialmente "oportuno" en estas semanas de aislamiento. Su profunda búsqueda se lleva a cabo a partir del análisis de la obra de media docena larga de artistas (Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi, Josh Harris y Zoé Leonard, que nuclean los ejes principales del libro; junto a muchos otros secundarios que afloran en el curso del relato: Greta Garbo, Jean-Michel Basquiat, Valerie Solanas, Nan Goldin, Harry Harlow, Vivian Maier, Peter Hujar, Billie Holiday, Alfred Hitchcock, Ridley Scott o la psicóloga Sherry Turkle), caracterizados, en mayor o menor medida, por haber tratado en sus creaciones la incomunicación, el aislamiento, la separación, el rechazo, el anonimato, la diferencia, la estigmatización, la invisibilidad, la desconexión, la privacidad, la exclusión, el sentimiento de pertenencia y el de extrañamiento, y tantas otras manifestaciones de la soledad, esa plaga moderna (y entiendo que el término "plaga" no es, quizá, el más aconsejable en estos bastante tenebrosos días).

Tras una ruptura amorosa, sola -muy sola- y perdida en una espectral y hostil Nueva York después de haber abandonado Inglaterra siguiendo a su amante (Yo estaba en Nueva York porque me había enamorado locamente, pero todo salió mal y de pronto me quedé con las manos vacías. Mientras duró esa falsa primavera de deseo, se nos ocurrió el disparate de que yo dejara Inglaterra para vivir con él en Nueva York. Cuando él cambió de opinión, de la noche a la mañana, y empezó a plantearme dudas cada vez más serias, me encontré a la deriva, perpleja por lo deprisa que había llegado y aún más deprisa se había desvanecido todo lo que yo creía que me faltaba), Olivia Laing analiza su situación y explora sus propios sentimientos ante su soledad y su aislamiento: ¿Qué significa estar solo? -se pregunta-. ¿Cómo vivimos cuando no tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil? ¿Cura el sexo la soledad? Y, en tal caso, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo o nuestra sexualidad se consideran anormales o nocivos, cuando estamos enfermos o no hemos recibido el don de la belleza? Y ¿nos ayuda en algo la tecnología? ¿Nos acerca más o nos atrapa detrás de una pantalla? Consciente de que su “problema” no era en absoluto individual y si, por el contrario, muy común, y sabedora igualmente de que, con frecuencia, escritores, artistas, cineastas y autores de canciones han desarrollado el tema de la soledad de distintas maneras, han tratado de buscar sus ventajas y analizar sus consecuencias, decide “refugiarse” en la ciudad y lanzarse a investigar en su entorno obras de arte contemporáneas -arte visual en su mayor parte-, rastreando en ellas las huellas de la soledad y adentrándose luego en las también solitarias y en muchos casos convulsas vidas de sus creadores para conocer, para aprender y para intentar encontrar una suerte de consuelo, de reconfortante vínculo con su propia desoladora experiencia. La ciudad solitaria es el arrebatador relato de esa exploración, en el que se enlazan de modo muy inteligente su vida personal y las de los personajes elegidos, en un constante ir y venir de la narración que se constituye así en una amalgama que une las vivencias propias con las ajenas, las circunstancias biográficas con el escrutinio de las obras, la descripción de los “hechos” con la exposición de todo tipo de teorías (médicas, psicológicas, artísticas, culturales, antropológicas, sociales, y hasta políticas, muy combativas y militantes) sobre el objeto de su estudio. Con una introducción en que se sitúa al lector en las coordenadas que guiarán la obra y organizado en siete capítulos centrados en los “actores” principales arriba reseñados, de cada uno de los cuales se nos ofrece una foto que abre cada apartado (aunque la mayor parte de ellos no ceñirán su presencia a las páginas de su sección correspondiente sino que saltarán de un capítulo a otro en un fecundo juego de apariciones y desapariciones, de vínculos y conexiones), el libro avanza entre digresiones, incorporaciones de personajes secundarios, declaraciones públicas, referencias de libros, de películas, de obras de arte, citas de trabajos académicos, análisis de la producción de los artistas seleccionados (a este respecto, aconsejo que el libro se lea con la “compañía” de internet, consultando las muchas obras referidas en sus páginas, pues ello enriquece la lectura permitiendo la cabal comprensión de la realidad de los creadores estudiados y la plena “degustación” de los oportunos comentarios de la autora), repaso de sus biografías, recreación de la atmósfera y los hechos relevantes de la época, en una exhaustiva panorámica de las múltiples dimensiones -reales y metafóricas- a las que puede abrirse la experiencia de la soledad. 

Comparece así, en primer lugar, Edward Hopper, el celebrado pintor norteamericano, retratista del alma del neoyorquino a través de sus conocidos cuadros de interiores y ventanas, de oficinas y dormitorios, de hombres y mujeres ensimismados y silenciosos en sus habitaciones, en escenas que rezuman soledad y melancolía. A partir de una entrevista con el tímido pintor en que acepta -con una notoria tibieza: Probablemente soy un solitario- un cierto carácter asocial o un relativo aislamiento (Da la impresión de ser un hombre celoso de su intimidad, que no se lleva demasiado bien con el mundo, se dice de él), Laing repasa algunas de sus obras más representativas -La autómata, Sol de la mañana, Ventana de hotel, Mañana en una ciudad, Ventanas en la noche o la magistral y emblemática Noctámbulos-, en lo que tienen de expresión de la soledad urbana. En ellas aprecia la singular manera de mirar de Hopper, su capacidad para percibir y reproducir una de las experiencias centrales de la soledad: cómo la sensación de separación, de estar rodeado por un muro o encerrado, se mezcla con una sensación de vulnerabilidad casi insoportable, su perspicacia para mostrar el omnipresente anhelo de contacto inherente a la condición humana, sea cual sea el origen étnico o racial, la educación, la clase social o el nivel de ingresos del individuo. En particular, y a propósito de esa condición voyerista de Hopper, destaca su análisis de las muchas ventanas que aparecen en sus cuadros, fruto quizá de las “expediciones” nocturnas del pintor, que recorría las calles de Nueva York en el tren elevado -a la altura, pues, de las ventanas de las casas-, armado con sus cuadernos y sus lápices de creta, observando ávidamente a través del cristal, en busca de momentos luminosos, de escenas que se graban, incompletas, en la memoria visual. El inocente “espionaje” de Hopper permite a la autora vincular su obra con el clásico de Hitchcock, La ventana indiscreta, analizando a partir de los “hallazgos” del pintor y el cineasta cómo incluso dentro de casa, en nuestra intimidad cotidiana, estamos expuestos a la mirada de cualquier desconocido, en una doble dimensión solo aparentemente contradictoria de la soledad: como refugio buscado, voluntario, elegido, para escapar y protegernos frente a la hostilidad del mundo y, simultáneamente, como un oculto deseo de ser visto, de acceder así al otro, de “formar parte” de la vida de los demás. En su fecundo desbrozar las interioridades de la creación “hopperiana” cita Laing a la psiquiatra alemana Frieda Fromm-Reichmann, la auténtica pionera en el estudio de la soledad, y al sociólogo Robert Weiss y sus análisis del dolor, la desolación, la vergüenza, el sufrimiento -el infierno es estar aislado dentro de un bloque de hielo-, la alienación y la culpa que experimenta quien rehúye o, aun más trágicamente, quien no es capaz de establecer vínculos con los otros. 

La figura de Andy Warhol es, también, muy conocida, tanto por su fácilmente identificable obra como por su muy particular personalidad, vertientes ambas -artística y biográfica- que Laing analiza aquí a partir de un mismo nexo común, el que organiza el libro: la soledad. Warhol, es sabido, era un gran tímido, con dificultades en el trato social, algo que resulta paradójico dado el constante frenesí de gentes y eventos, de fiestas y contactos con artistas y famosos, divas y excéntricos personajes de los círculos más cool del planeta entero. En el libro se profundiza en esos aspectos menos glamurosos de su huidiza identidad, resaltando los rasgos que explican una enfermiza y dramática vulnerabilidad: muy callado, con problemas -quizá debidos a una infancia de niño inmigrante- para la comunicación verbal, que rehuía en la medida de lo posible, vergonzoso, con un complejo de inferioridad enorme, convencido de tener un físico repugnante, aislado en su patética incapacidad para integrarse en el mundo (vivía con su madre y llegó a confesar: No me casé hasta 1964, cuando conseguí mi primera grabadora. Y también: Mi mujer. Mi grabadora y yo llevamos ya diez años casados), viviendo con dolor su homosexualidad. En la esclarecedora lectura que la autora hace de su obra -la reproducción de iconos populares, las series indiferenciadas de serigrafías de estrellas de la vida social, la “artistización” de la vulgaridad consumista- sobresale una idea esencial: la voluntad de Warhol de refugiarse en la coraza de la fama, una superficie que, como ya comenté a propósito de Hopper, simultáneamente muestra y protege, que permite preservar el dolor de ser especial y la inseguridad casi patológica que atenazaban su alma y, a la vez, seguir siendo visible, suscitar la atención (Si hay una corriente que anima la obra de Warhol no es el deseo sexual, no es el eros, tal como lo entendemos en general, sino el deseo de atención: el motor de la edad moderna), “conectar” con el otro, su obra entera un intento de restablecer las fronteras del yo y conservar la distancia y el control [mostrando] una personalidad que anhela y teme al mismo tiempo fundirse en otro ego. En el repaso de todas estas facetas del universo “warholiano” no podían faltar unas páginas dedicadas a Valerie Solanas, otro “espécimen” extravagante, de existencia desquiciada, una mujer extrañamente lúcida, pero también psicótica, desquiciada y paranoica, que acabaría por pegar un tiro a Warhol, objeto de su desequilibrada admiración. Su historia, leemos en un pasaje del libro, es casi tan solitaria como [su] propia muerte (abandonada en una habitación anónima de un asilo benéfico, su cuerpo cubierto de gusanos tras días sin que nadie descubriera su cadáver). 

La vida de David Wojnarowicz (generalmente pronunciado Uonnarouvich) también presenta numerosos síntomas de degradación y marginalidad, acrecentados por su condición de sufriente víctima del sida en la época en la que la epidemia se cebó en los ambientes alternativos, sobre todo en los homosexuales, del mundo entero y, en particular, de la populosa, atrevida y promiscua Nueva York de unos años setenta en los que Times Square se había convertido en un violento foco de delincuencia, plagado de prostitutas, traficantes, atracadores y proxenetas. Wojnarowicz, un fotógrafo y artista visual que se movía como pez en el agua en esos círculos extremos -unos dantescos círculos del infierno a tenor de la descripción que de ellos hace Laing-, recogió en su obra -pintura, instalaciones, fotografía, música, películas, libros y performances- ese universo de individuos y experiencias en el límite que constituyen una descarnada reflexión, que la autora analiza con lucidez, sobre la soledad y la diferencia, sobre la diversidad y el aislamiento, sobre la exclusión y la intolerancia, sobre lo innombrable y lo prohibido, sobre, una vez más, la atracción y el rechazo, la necesidad y la repulsión -pese a la apariencia, compatibles- que provocan la homogeneización y el sentido de pertenencia: le duele estar solo, pero no soporta a la mayoría de la gente (¿cuántos, sin tanto dramatismo, sin las experiencias radicales, en la modesta grisura de nuestras vidas rutinarias, no nos describiríamos de igual manera?). Wojnarowicz, resumirá Laing, pasó buena parte de su vida intentando huir del confinamiento y la soledad de distintas maneras, ideando la fuga de la prisión del yo. Tenía dos recursos, dos vías de escape; las dos eran físicas y las dos peligrosas. El arte y el sexo

En el recorrido por la corta, desaforada y afligida existencia del artista, la autora intercala unas páginas dedicadas a Greta Grabo, otro emblema de la soledad, con su firme lucha por mantener el anonimato y preservar su intimidad en sus años de retirada del cine -a los treinta y seis años- y de elegida renuncia a su carrera artística. Garbo decía la famosa frase de que quería estar sola, pero lo que deseaba la verdadera Garbo era que la dejasen en paz, y en el libro hay un interesante excurso sobre la imposible huida por parte de la diva, escapando de la mirada ajena, de los incómodos paparazzi que asaltaban su privacidad cuando deambulaba -escondida, embozada, casi “enmascarada”- por las calles neoyorquinas, en una persecución sin fin. 

Y al hilo de Wojnarowicz surge su íntima amiga Nan Goldin, también fotógrafa, en cuyas fotos las fronteras de los cuerpos, las distintas sexualidades y los géneros parecen esfumarse por arte de magia. Y el sexo, que cura el aislamiento pero que también nos enajena, lleva a Laing a analizar de un modo muy iluminador Vértigo, una de las grandes obras maestras de Hitchcock. 

Y ahora el libro se centra en Henry Darger, un conserje nacido en los barrios bajos de Chicago en 1892, de existencia precaria y marginal, anónimo, solitario, poco sociable, enfermo y pobre, un hombre que se había pasado la vida hurgando en la basura, y a cuya muerte en 1973, en la austera y diminuta habitación alquilada en una casa de huéspedes en un barrio de trabajadores, dejó un legado -que su casero descubrió al limpiar la habitación de los múltiples desechos que Darger había acumulado para paliar quizá su aislamiento- de miles de torturadas, sangrientas, aterradoras, violentas y a la vez delicadísimas obras de arte: preciosas y desconcertantes acuarelas de niñas desnudas, con pene, que jugaban en paisajes de colinas ondulantes. Algunas describían cautivadoras imágenes propias de los cuentos de hadas, como nubes con caras y criaturas aladas que retozaban en el cielo. Otras eran coloridas descripciones de torturas en masa exquisitamente escenificadas, que concluían en delicados charcos de sangre roja. Las imágenes y las correspondientes glosas escritas por su enloquecido autor en un texto delirante (La historia de las Vivían, en lo que se conoce como los Reinos de lo Irreal, sobre la guerra-tormenta glandeco-angeliniana causada por la rebelión de las niñas esclavas), constituyen una corpus de 15.145 páginas, la obra de ficción más extensa de la historia. Laing se suma al coro de historiadores, comisarios de arte, académicos y periodistas que desde la muerte de Darger han intentado interpretar el sentido último de la historia y las ilustraciones desde todo tipo de planteamientos teóricos, tanto los de quienes ven en él un artista marginal único, como los que detectan en su obra claros síntomas de enfermedad mental -autismo, esquizofrenia-, o los de aquellos que creen encontrarse ante un pedófilo o un reprimido asesino en serie. El desapego familiar, su atribulada infancia, su compleja sexualidad y el indudable dolor de su vida representan para la autora otras tantas posibles causas de la soledad y la llevan a ofrecer al lector una apasionante digresión sobre Harry Harlow, investigador de la Universidad de Wisconsin que a finales de los años cincuenta del pasado siglo llevó a cabo unos famosos experimentos con macacos Rhesus, en los que pretendía demostrar cómo el apego, el cariño y el contacto físico a muy cortas edades o, en sentido contrario, su carencia, resultan decisivos en la conformación de las mentes patológicamente violentas. Los monitos separados de sus madres durante su lactancia, enfrentados al dilema de optar entre dos madres “artificiales”, una provista de un biberón que aseguraba el alimento aunque de tacto áspero al estar hecha de alambre, y otra sin leche, pero de acogedor trapo, elegían siempre a las madres de peluche, manteniendo con las otras un breve contacto meramente nutricio. En otro horroroso y quizá hoy cuestionable experimento Harlow confinaba en soledad a macacos recién nacidos, unos durante un mes, otros durante seis y otros, por fin, un año entero. Todos salían con trastornos emocionales y todos, obligados a relacionarse con un grupo, presentaban pautas de comportamiento muy notorias: apartamiento, movimientos compulsivos y tics repetitivos, sometimiento y, en los casos más extremos, incapacidad para las relaciones sexuales. Todos, igualmente, al margen del tiempo que hubieran pasado confinados, eran sistemáticamente víctimas de acoso o ejercían ellos mismos la violencia sobre sus compañeros. 

Y en una enumeración ya casi imposible por la falta de tiempo, aparece la niñera de Chicago Vivian Maier, que, ocupada su vida entera en el cuidado de los hijos de las familias para las que trabajaba, hacía, de un modo anónimo y sin reflejo público alguno, infinidad de fotografías, descubiertas por dos coleccionistas en una subasta; un archivo que salió a la luz cuando su precaria situación económica le impidió pagar los gastos del trastero en que acumulaba miles de carretes, muchos sin revelar. Dramática es también, la vida de Klaus Nomi, el excéntrico cantante mutante de voz prodigiosa y apariencia llamativa (aún recuerdo las portadas de algunos de sus discos, que glosa Laing: la cara empolvada de blanco, el pico de las entradas del pelo dibujado como un alerón negro y los labios pintados como un arco de Cupido negro. No parecía ni un hombre ni una mujer, sino otra cosa, y con su música ponía voz a una diferencia radical, a lo que significa ser el único miembro de una especie). La terrible experiencia vital de Nomi, un emigrante alemán, gay, que nunca encajó ni en el conservador ambiente de la ópera, su destino natural debido a su maravillosa voz, ni en el alternativo de inadaptados artistas del East Village, que se desenvolvió, antes de su efímero éxito en el pop electrónico, en multitud de precarios oficios de subsistencia, y que murió de sida antes de los cuarenta años, no es presentada por la autora a partir del leitmotiv que anuda el libro, el de la soledad (una de las personas que más solas se sentían en el mundo; una frase, una idea, recurrentes en varios de los personajes analizados); en este caso la provocada por la estigmatización que llevaba consigo la aterradora enfermedad. Y el relato se detiene igualmente en Peter Hujar, también fotógrafo -de éxito, autor de reportajes en revistas de moda, de retratos de “famosos”, de portadas de discos (fue autor de la cubierta del segundo álbum de Antony and the Johnsons, I Am a Bird Now, una de cuyas canciones cerrará esta reseña)-, de existencia también marginal, también homosexual, también muerto de sida, también -como Wojnarowicz, del que era amigo- activista. Su obra se centra en personas cuyos cuerpos y experiencias se situaban al margen de las normas, y ésta, la de la diversidad y la diferencia, es la condición que la vincula a la soledad (y una vez más, uno de sus conocidos dirá de él: Peter era probablemente la persona más solitaria que he conocido nunca. Vivía aislado, aunque estaba rodeado de gente. Había a su alrededor un círculo que nadie cruzaba). Y está Josh Harris, un emprendedor en Internet, el típico joven de Silicon Valley, incapaz de desenvolverse fuera del mundo virtual (Creo que quiero a mi madre virtualmente, no físicamente. Me crio sentado delante de la tele horas y horas. Así me educaron. La verdad es que mi mejor amigo, de pequeño, era la tele […]. Mi emocionalidad no está basada en otros seres humanos. Sufrí abandono emocional, pero absorbía virtualmente las calorías electrónicas del mundo que había dentro de la televisión). Harris creó Quiet, un experimento psicológico, una instalación de arte, una larga performance, un campo de prisioneros hedonista o un coercitivo zoo humano, una suerte de Gran Hermano sin limitaciones, descarnado y brutal. El invierno de 1999 –relata Laing-, alquiló un almacén destartalado en Tribeca y se propuso transformarlo en una orwelliana cámara de los hechizos, con ayuda de un equipo de artistas, chefs, comisarios de exposiciones, diseñadores y constructores, además de una inversión casi ilimitada. El espacio, de entrada libre y permanentemente expuesto a la mirada ajena, con miles de cámaras registrando todo lo que la libertad de los participantes estuviera dispuesta a intentar (Podían mirar todo lo que quisieran, pasar por todos los canales de emisión, instalarse en cualquier cubículo, ver a la gente comiendo, defecando o entregándose al sexo. Podían darse un atracón visual, pero no podían esconderse. Podían mirar cualquier cara o cualquier cuerpo que les gustara, pero no escapar a la mirada constante de la cámara. Podían ingeniárselas para aumentar la audiencia y cobrar ese brillo que produce el ser mirado por una multitud de ojos, esa luminosidad de alto voltaje que da la atención masiva. Quiet no era únicamente una metáfora de Internet. Era la cosa en sí, escenificada por cuerpos reales en espacios reales; un bucle de retroalimentación del voyerismo y la exposición), se convirtió en una experiencia desaforada, en una anticipatoria metáfora de la sobreexposición y la pérdida de intimidad, del aislamiento, la dependencia y la alienación digital que hoy nos atenazan. En un paso más arriesgado de su experimento, Harris intentó después -con resultados catastróficos- We Live in Public, cien días seguidos -sin espacio alguno para la privacidad- viviendo con su novia en un entorno permanentemente sometido al control de más de cien cámaras (y ello en el año 2000, antes de la aparición de Facebook y las redes sociales, antes de la eclosión de los programas televisivos de telerrealidad). 

Y, por el camino, se nos habla de Her, la película de Spike Jonze en que el personaje principal, interpretado por Joachim Phoenix, se enamora de un sistema operativo, que habla con la voz de Scarlett Johansson; y de Jennifer Egan y su novela El tiempo es un canalla, de la que os hablé aquí hace unos meses, con pasajes en los que los personajes se hablan a través de su dispositivos electrónicos, pese a estar uno frente al otro; y de la psicóloga Sherry Turkle, profesora del MIT, que ha dedicado las tres últimas décadas a escribir sobre la interacción de los seres humanos con la tecnología, y que es autora de Juntos y solos, un fascinante ensayo sobre nuestra relación con las pantallas, sobre los efectos del estar conectados, sobre el magnetizante olvido de uno mismo que suscita la permanente inmersión en los abismos de las redes; y aparece Blade Runner y su visión apocalíptica del futuro; y Zoé Leonard, con su singular obra Strange Fruit, una instalación de 1997 hecha con 302 naranjas, plátanos, uvas, limones y aguacates, pelados, comidos y puestas luego a secar las cáscaras antes de coserse con hilo rojo, blanco y amarillo, y adornarse con cremalleras, botones, cordones, pegatinas, plástico, alambre y tela, en la que la perspicacia e inteligencia de Laing encuentran similitudes con la biografía de Billie Holiday -Strange fruit fue una de sus canciones más representativas-, con su soledad personal e institucional, sometida al injusto racismo de la época, y con la intensa y simultáneamente exitosa y desgraciada existencia del artista Jean-Michel Basquiat, muerto también prematuramente. 

Todos estos personajes permiten a la autora presentar, a través de la radicalidad de sus respectivas vidas, distintas dimensiones de la soledad, al modo en que Susan Sontag, también objeto de comentario en el libro, hablaba de La enfermedad (el sida) y sus metáforas. Ya muy fuera de tiempo me limito a apuntar ahora alguno de estos hilos de análisis e interpretación que Laing abre, de modo muy sugerente y bien documentado, en su obra. Es el caso de las repercusiones médicas de la soledad; su vinculación con los problemas de identidad; la perspectiva de género -la muchas veces enfermiza preocupación, impuesta a las mujeres, por gustar y acomodarse a los estereotipos de belleza “prescritos” por el entorno-; el sexo consumista como refugio y alienación; la vertiente social de la soledad y las múltiples variantes de la exclusión; el aislamiento y los problemas de comunicación e interacción social; la lectura política de la soledad, con incisivas páginas sobre el activismo y las protestas contra la estigmatización en los tiempos del sida; la soledad y la locura y, más en general, la enfermedad mental; la derivada tecnológica, con, ya se ha dicho, apasionantes pasajes en torno al actual fenómeno de adicción colectiva a la vida virtual… 

En fin, son decenas los motivos por los que merece la pena adentrarse en este arrebatador -también muy duro y desasosegante- ensayo de Olivia Laing. El curso próximo os hablaré, con idéntico entusiasmo, de El viaje a Echo Spring, su anterior trabajo. Ahora os dejo con Fistful of Love, la emocionante canción -citada en el libro- de Antony and the Johnsons, un músico, Antony Hagarth, cuya vida guarda mucha relación con la atmósfera que impregna La ciudad solitaria



Imagina que es de noche y estás al lado de una ventana, en la planta número seis, o en la diecisiete, o en la cuarenta y tres de un edificio. La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos, y es así como este fenómeno urbano tan común, que puede observarse cualquier noche en cualquier ciudad del mundo, produce hasta en las personas más sociables un temblor de soledad, una inquietante combinación de aislamiento y exposición. 

Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que este estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior. Es posible, incluso fácil, sentir abandono y desolación viviendo tan cerca los unos de los otros. Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios y, cuando lo reconocemos, comprendemos que la soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos. «Infelicidad —dicen algunos diccionarios— es el estado del que se ve privado de la compañía de otros». Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud. 

La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de clasificar. Al igual que la depresión, un estado con el que a menudo se cruza, puede estar tan arraigado en la naturaleza de una persona como la risa fácil o el color del pelo. También puede ser pasajero, solaparse o alejarse en reacción a factores externos, como la soledad que deja a su paso una pérdida, una ruptura o un cambio en nuestro círculo social. 

Como la depresión, la melancolía o el desasosiego, la soledad puede entenderse también como una patología, considerarse una enfermedad. Se ha repetido hasta la saciedad que la soledad no sirve para nada, que es, según nos dice Robert Weiss en su obra fundamental sobre el tema, «una enfermedad crónica sin ninguna cualidad positiva». Afirmaciones como esta guardan una relación algo más que casual con la creencia de que nuestra única meta es vivir en pareja, o que la felicidad puede o debe ser un bien permanente. Pero no todo el mundo comparte ese destino. Aunque quizá me equivoque, no creo que ninguna experiencia tan esencial para la vida en común pueda estar completamente despojada de significado, que no tenga alguna riqueza o algún valor. 

miércoles, 11 de marzo de 2020

CONSTANCE DE SALM. VEINTICUATRO HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER SENSIBLE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Como es costumbre en nuestro espacio, cuando llega el mes de marzo, con ocasión de la celebración, el día 8, de la festividad internacional de la mujer, solemos plegarnos al discutible criterio de las cuotas y dedicar todas las emisiones del mes a libros escritos -y muchas veces también protagonizados- por mujeres. Así ocurre también este curso, y tras mi comentario de hace siete días sobre Midllemarch, la obra mayor de George Eliot, le llega el turno ahora a una novelita -el diminutivo hace referencia a la extensión y no tiene connotación despectiva alguna-, Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible, obra de la escritora francesa Constance de Salm, que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX. El libro, que vio la luz en la colección Los intempestivos de la Editorial Funambulista hace casi una década, en 2011, se presenta en traducción de Isabel Lacruz y con un interesante -aunque a mi juicio también controvertido- postfacio de Laura Freixas. En mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, os estoy ofreciendo desde hace unos días, una serie de tres programas dedicados al libro, que podéis descargaros y escuchar en su blog. 

La novela está, al parecer, en el origen de otro libro destacado del que también quiero hablaros, Veinticuatro horas en la vida de una mujer -así a secas, con la sensibilidad desaparecida del título-, la obra de Stefan Zweig de la que hay edición española en Acantilado, en traducción de María Daniela Landa. Hay incluso, inspirada igualmente en la novela de Constance de Salm, una obra de teatro, Sensible, dirigida por Juan Carlos Rubio, y que con la interpretación de Kity Manver y Chevy Muraday giró por España en 2017 y 2018, aunque yo no he llegado a verla. La novela de Zweig ha sido objeto de numerosas traslaciones cinematográficas en Francia, Argentina, Alemania o Estados Unidos y hace unos años se estrenó, al parecer, un musical, en español, basado en el libro. 

Constance de Salm fue una de las típicas -y escasas- mujeres ilustradas de su tiempo. Aristócrata por nacimiento -hija del conde de Nantes- y matrimonio -princesa de Salm tras su boda (la segunda, tras una inicial, juvenil, que acabó con un divorcio que las recientes leyes revolucionarias acababan de permitir) con Joseph de Salm-Reifferscheid-Dyck-, políglota desde niña, educada en el conocimiento y la cultura, su vocación literaria se despertó muy pronto, publicando a los diecisiete años poemas y más tarde obras de teatro. Conocida, por sus logros literarios y su postura intelectual entregada a la “revolución”, como Musa de la razón, escribió en 1797 una Épître aux femmes (Epístola a las mujeres) en la que dejó constancia de su defensa de la causa femenina. Como otras mujeres de su entorno -pienso, por ejemplo, en Madame de Staël, una de las más notorias- fundó y mantuvo en París un salón literario en el que participaron, entre otros, Alexandre Dumas, La Fayette y Alexander von Humboldt. Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible es una obra tardía, publicada en 1824, cuando, cercana ya a los sesenta años, Constance vivía retirada en el castillo de su marido en Renania y, para paliar el tedio de su relativo alejamiento del mundo, se decidió a recuperar un escrito, un breve relato, iniciado y abandonado algunos años atrás. 

Estamos ante una novela epistolar, como tantas que surgieron en la Francia del XVIII. La narradora y protagonista recorre en cuarenta y seis cartas, escritas en el largo curso de una única jornada, entre el miércoles a la una de la madrugada, como figura en el encabezamiento de la primera, hasta el jueves a la misma hora, como reza la última, su particular calvario emocional, desde que descubre, al salir de un concierto en la Ópera, a su amante subiendo al carruaje de otra mujer, Madame de B…, incidente que la sume a ella en una angustiosa vorágine de incertidumbre, desasosiego, especulaciones y celos que se prolongará durante toda la noche y hasta la del día siguiente. Salvo dos cartas de un entregado pretendiente, el conde Alfred, y otras dos finales de su enamorado, indispensables para conocer el desarrollo y el avance de los hechos (que no voy, obviamente, a revelar), las cuarenta y dos restantes, redactadas en un arrebatado frenesí emocional, transportan al lector, con una prodigiosa capacidad de penetración psicológica, a las interioridades del alma de esta mujer efectivamente sensible, víctima -y uso el término con toda la intención- de las manifestaciones más excesivas, más apasionadas, más delirantes, del amor. En el preámbulo que antecede a la primera de las cartas, la escritora (que publicó el libro de manera anónima, aunque, al parecer, todo “el mundo” en su tiempo conocía su auténtica autoría), realiza algunas advertencias a su destinataria, Madame la Princesa de…, y con ella a sus lectores. En primer lugar, subraya que lo que vamos a leer es, en efecto, una novela, una construcción artificial, pues, ajena a vivencias reales; aunque se ve obligada a aclarar también -en una puntualización casi funcionarial- que, pese al carácter ficticio de la obra, el breve lapso de tiempo en el que centra su relato no choca con las leyes de la “realidad”: en su proceso creativo estudia el tiempo necesario para escribir con rapidez estas cartas, calcula con detalle los intervalos que debían separarlas, para concluir que si bien no es corriente escribir tamaña cantidad en veinticuatro horas es, cuanto menos, posible

Además, reconoce haber procedido a su escritura movida por un propósito literario y una finalidad moral. Cansada, nos dice, de las recriminaciones que había recibido acerca del tono serio y filosófico de buena parte de mis libros, decide acometer su proyecto literario para demostrar que la inclinación por las obras serias no excluye en modo alguno la sensibilidad. Su intención confesada es, pues, mostrar esa íntima sensibilidad, oculta y encerrada, que las mujeres (estudio sobre el corazón de una mujer, llama a su libro) se veían obligadas, en muchos casos, no solo a esconder sino incluso a menospreciar, persuadida de que el conocimiento de la “verdad” del alma humana y la iluminación acerca de las interioridades nuestro espíritu, se logran tanto por la filosofía y el pensamiento como por el tierno acercamiento que procura la descripción y el análisis de los sentimientos. Su planteamiento moral reside en la declarada voluntad -que podríamos llamar “pedagógica”, aunque nada hay en el libro de aburrido y reduccionista sermón moralizante- de ofrecer una lección sobre la envidia, sobre el extravío y el dolor, sobre los excesos y el furor, sobre la embriaguez y la turbación que a menudo conlleva el amor. 

Cualquier lector que haya experimentado en sus propias carnes la terrible devastación emocional que ocasiona la vivencia extremada de la pasión amorosa podrá apreciar la sutileza, la profundidad, la “finura” en el análisis del fuego y los abismos del amor que hace Constance de Salm en su breve repertorio epistolar. Quien haya vivido el amor contrariado, el imposible, el conflictivo, el turbulento, el que se enfrenta a obstáculos infranqueables, el sometido a desasosegantes vaivenes, el que oscila entre la entusiasmada entrega y el rechazo visceral, encontrará en Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible un retrato fidedigno y exacto de su anterior y muy reconocible padecimiento, identificará en el enfermizo desasosiego de su protagonista los síntomas de aquella su propia febril dolencia pasada, pues estamos ante un tratado -sutil y hermoso, poético y bellísimo- sobre la exaltación y el delirio sentimental. 

A partir de la conciencia de la “traición inaugural” de su enamorado -o de lo que la narradora, en su soberana ignorancia, interpreta como tal- nuestra heroína da rienda suelta a su dramática especulación (que dota a la novela de un punto de intriga, deseoso el lector de conocer a qué obedece el extraño comportamiento del amante, repentinamente desaparecido sin dar explicaciones), en una montaña rusa de emociones que se suceden, intensas y desmesuradas, en un torbellino de turbación y desconcierto, confusión y rabia, desesperación y dolor, tranquilidad e ilusión, esperanza y ansia, nostalgia y ternura, tristeza y melancolía, celos, odio y deseo de venganza, rechazo y voluntad de morir, dudas y anhelos, repentinos hundimientos en una lastimosa autoconmiseración y enfáticos arrebatos de una dignidad impostada. 

El desarrollo de las distintas etapas -contradictorias, vehementes, excesivas-que recorre en esta trágica jornada el personaje que presenta Constance de Salm nos muestra los extremos -los picos de entusiasmo y los valles de depresión- del delirio amoroso. Entre reflexiones sobre la pasión y sus efectos, a las que luego me referiré, nuestra frenética y dolorida corresponsal inventa conjeturas -todo su itinerario sentimental parte de una construcción imaginaria a partir de un suceso que en realidad desconoce- sobre los motivos del abandono; se inflama de pasión recordando a su amante; se enardece, agitada por el fragor de sus sentimientos; siente la impaciencia de la ternura que la invade; grita exultante por el exceso de felicidad que la acomete al rememorar su dicha; se hunde en la zozobra cuando su criado Charles tarda en traer noticias de la casa del amado ausente (Me ha parecido oír la voz de Charles, confía más que oye); respira aliviada cuando, sin más sustancia que la que deriva del autoengaño, urde una explicación plausible -pero sin base real alguna- que aclara la marcha y el silencio posterior de su idolatrado; consulta el reloj una y otra vez escrutando minuciosamente el paso del tiempo en una torturante y estéril espera; ríe y llora sin solución de continuidad; se entusiasma y se deja llevar por el abatimiento, en una sucesión de bruscos cambios emocionales; se obsesiona por su padecimiento, lamenta su dolor e intenta -inútilmente- distraerse en su gabinete de pintura; se inquieta y sufre, la devasta la amargura; no soporta el dolor -¡Muero de desesperación!-; construye hipótesis descabelladas, sin fundamento alguno, para desdecirse de ellas al instante; confía y se decepciona, perdona y se arrepiente, cree escuchar la llegada de su amante y se lamenta -¡nada!- cuando comprueba que se trata de una falsa alarma; vuelve a las lágrimas y a la desesperación; se agita -respiro fuego- y acaba por conformarse; se ilusiona y constata acto seguido que todo es un sueño, un delirio, una locura febril de su alma atormentada; se tranquiliza con interpretaciones compasivas de los hechos para desbaratarlas a continuación en una extenuante cadena de razonamientos y desmentidos; se aferra a cualquier atisbo de leve optimismo, por descabellado que parezca, para negarlo, lúcida, acto seguido -¡Cómo ciega el amor!; se indigna, pide explicaciones, colma a su amado de reproches y lo insulta –pérfido, indigno, ingrato, embustero, cobarde- y se “derrite”, tiernísima -Amor mío, alma mía, vida mía-, recordándolo; la carcomen los remordimientos; tiembla en la tempestad de las pasiones y se agota en la lasitud que lleva consigo la aceptación de la derrota; vacila, no sabe qué hacer -¿quedarme aquí, tranquila, encerrada en esta estancia, mientras me quitan mi bien? (…) ¿Adónde acudir?-, para de pronto decidir, impetuosa -iré a vuestra casa-, y al momento arrepentirse y renunciar -¡No, jamás!-; escribe compulsivamente, pues está persuadida de que las cartas son un vínculo que la une, siquiera de modo vicario, con su amante -Si no os escribiera, ¿qué haría yo con mi tiempo, de mí misma? ¡El amor ocupa tanto espacio en la vida!-, para desistir después -no os escribiré ya más-; toma decisiones drásticas, se despide para siempre -adiós, adiós, aquí termina este cruel relato- y le falta el atrevimiento para hacerlo; y llega otra vez la crisis, y ahora el arrebato, y luego la estupefacción, el ansia y la inquietud, y de nuevo se siente sola, desesperada, extraviada -voy, vengo, escucho, al mínimo ruido me estremezco-, y baja a la calle, y vuelve a subir, y llama al criado, y se desmorona, y se siente traicionada, perdida, inmóvil, abandonada, ansiosa y agitada; y vuelven los insultos y las lágrimas y la impotente amenaza -me echarás de menos en el momento de tu último suspiro- y la inocua venganza, la poco convincente alusión a la tumba, el adiós furioso y estéril -he reservado esta carta para que sea el último acto de mi vida, escribe en la cuadragésimo cuarta misiva-, antes de que, por fin, llegue la carta de él… 

Y trufando la desazonadora narración de su emocionalmente convulsa jornada, aparecen las reflexiones, los comentarios, los juicios y las valoraciones, los pensamientos y las consideraciones sobre el amor, la pasión, el deseo, los celos, todos ellos marcados también por los titubeos y las dudas, por la categórica afirmación de una determinada postura y por la igualmente radical defensa de su contraria. Y así, nuestra sufriente protagonista se extasía, nostálgica, ante el poder del amor (Hay en el amor algo más que el amor, una unión más íntima, unas relaciones que las almas corrientes no pueden ni comprender ni experimentar, una fuerza de atracción de un ser hacia el otro, que en nada depende de lo que el pensamiento alcanza a definir); evoca con melancolía el arrebatado instante en que sintió su “llamada”; analiza sus síntomas -el torbellino violento que se apodera de nuestras facultades, ideas, sensaciones, y las lleva, todas ellas, hacia un solo lado, a un único punto-, el alma inundada de alegría, las manos temblorosas, los precipitados latidos del corazón, las conjeturas locas y punzantes, las lágrimas ardientes que se vierten torrencialmente a través de mis ojos, el temor ante la ausencia, el miedo a la pérdida-; reclama, desesperada, los momentos de plena felicidad que el amor proporciona; exige el retorno inmediato del éxtasis amoroso (Embriaguémonos (…) con todo lo que el amor tiene de más puro y más ardiente), rememora los dulces encantamientos del ardiente cariño; escruta las muestras del amor en el comportamiento de su enamorado; analiza los efectos del fuego amoroso (embriaga, absorbe, aísla del universo y de uno mismo); se anula ante la falta del amado (Desposeída de las grandezas del amor (…) ya solo soy una mujer corriente); se avergüenza de los excesos a los que lleva el amor: la ruptura de las convenciones sociales, la renuncia al orgullo, la pérdida de vergüenza, la desatención de los principios morales, el olvido de uno mismo (¡Qué poco sabemos de nosotros mismos y de nuestros deseos cuando nos pierde la pasión!), el sometimiento a impulsos irrefrenables e imposibles de controlar (¿Quién puede prever los efectos del amor?), la irracional locura (¿Quién podría explicar ese poder del alma sobre el cuerpo, de la pasión sobre la razón?), la desmesura de los celos, tal y como puede comprobarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña. 

En su interesante postfacio a la novela, la inteligente Laura Freixas, escritora y novelista ella misma y destacada “abanderada” de la causa feminista, hace una lectura pro domo sua del libro, presentando la condición de Constance de Salm como la de una adelantada a su tiempo en la defensa de un papel más activo de la mujer en la vida social y cultural, un rol que superara su tradicional relegación al estrecho límite de la procreación, la maternidad y, en definitiva, el cuidado familiar, y la abriera a las fecundas vastedades de la creación artística e intelectual. Partiendo de su análisis de otras obras de la autora (de las que entresaca una suerte de significativo lema: ¡Oh mujeres! Retomad la pluma y el pincel), Freixas analiza para sustentar su tesis (incurriendo una inocente trampa que ella misma abierta y conscientemente reconoce) las tres fases por las que discurre la agitada jornada de la protagonista. Así, nuestra heroína acepta inicialmente la rendición a los más consabidos encantamientos del amor, aquellos que suponen la anulación, la dependencia, el sometimiento, la sumisión, la entrega incondicional al amado, para, en una etapa posterior, cuestionar racionalmente, tal y como acabo de ejemplificar en mis anteriores párrafos, el desvarío, la pérdida de identidad, la irracional renuncia a la propia personalidad, la cancelación de la voluntad, los propósitos, las ideas y los deseos propios que esa dimensión convencional del amor lleva consigo, y, por último, superados ambos grados (irracional locura y conciencia lúcida) -¡y todo ello en veinticuatro escasas e intensas horas!-, acceder a una suerte de iluminación feminista en la que, refugiada en la pintura y en el arte, liberada de la funesta dependencia del fatigoso varón habría rebasado los angostos lindes en los que los dictados de la época encerraban a las mujeres. Lo que ocurre es que, como la propia Freixas no puede dejar de reconocer, esas tres fases, siendo ciertas y representando en verdad tres momentos graduales de la convulsa y muy concentrada vivencia del personaje, se suceden en el libro en un orden distinto al que ella presenta (me he tomado la libertad de cambiar el orden de las citas) y que acabo de mencionar; una alteración secuencial que modifica radicalmente la interpretación última del texto. Porque, en efecto, la muy desasosegada protagonista experimenta complacida y sin cuestionamiento alguno, antes al contrario, todos los efectos -también los más dolorosos- de su pasión; en síntesis, la entrega y la anulación. Inmediatamente después -y solo cuando la “fuga” de su amado la hace aborrecer de su propio desvalimiento y a padecer su mísera soledad- intenta la vuelta a la razón y se vuelca en la “distracción” -un mero entretenimiento que le permita olvidar la pérdida- del dibujo y la pintura en su santuario de las artes. Pero al final -y el orden en que se suceden los hechos y la evolución sentimental, espiritual e intelectual de la mujer, no es, obviamente, baladí- acaba por volver a “recaer” en los placenteros deliquios del amor, en su extravío, en su abnegada rendición ante los encantos de su amado, refugiándose en las almibaradas convenciones románticas (como sentencia, quizá decepcionada, Freixas) y aceptando en último término el papel atribuido a las féminas por los valores y las convenciones de la época: víctimas propicias del ciego impulso amoroso (Cuando te veo dejo de existir por mí misma. Cuando estás lejos de mí vierto incansablemente sobre el papel mis penas). 

Pero feminista o no, adelantada a su tiempo o fiel deudora de él, Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible es una novela magnífica, altamente recomendable, que va a interesaros y a haceros disfrutar, además, de unas pocas horas -su extensión es muy breve- de placentera lectura. 

Pese a que la mayor parte de la crítica y los comentarios editoriales ven en el libro de Constance de Salm un inequívoco referente del de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, lo cierto es que, más allá del título y del hecho de que los aspectos nucleares de su trama se desarrollan en idéntico corto período de tiempo, no son muchas las semejanzas entre ambos textos (la profesora Ángela Magdalena Romero Pintor, autora de un interesante trabajo sobre la recepción de la obra de la escritora francesa, se atreve a afirmar que probablemente Zweig ni siquiera conociera la existencia de su supuesto antecedente). La novela del austríaco, también espléndida, se centra en la historia de una mujer que, ya anciana, y por motivos que no vienen al caso, se decide a contarle al narrador, con el que, junto a un discreto grupo de personas enteramente burguesas, comparte estadía veraniega en una pensión de la Riviera italiana en los años previos a la Gran Guerra, la profunda experiencia vivida cuarenta años atrás a lo largo de una jornada, desconcertante e intensa, en la que cedió a la irresistible y inexplicable atracción por un joven mucho menor que ella. No obstante, el interés del libro recae tanto en la vivencia de la mujer como en la irrefrenable pasión del muchacho por el juego, en un tema, el de la pulsión lúdica -llamémosla así- que ya había sido objeto de las preocupaciones literarias de Zweig. 

En el apartado musical de esta reseña os dejo con un contemporáneo de Constance de Salm, Ferdinand Hérold, con un Rondo de su Concierto para piano n°4 en mi menor, con Jean-Frédéric Neuburger al piano y la Orquesta Sinfónica de Varsovia bajo la dirección de Hervé Niquet. 


Os atormento, me doy cuenta de ello; estoy celosa, ridículamente celosa; no transcurre casi ni un sólo día sin que un nuevo objeto se convierta, para mí, en la fuente de un nuevo dolor. La Señorita de L…, la Señorita de C…, han llevado, una tras otra, la desesperación a mi seno. Hoy, es el turno de la Señora de B… ¿Me equivoco, estoy en lo cierto? No lo sé; no quiero saberlo. Os justificaréis sin duda esta vez como en las demás ocasiones, con ello me basta. Os creeré, me digáis lo que me digáis. ¡Guárdeme el cielo de poner en duda las palabras del hombre al que he entregado mi corazón! Pero si esta serie de recelos tuviera que alterar vuestro amor, me moriría; me moriría por la pena, tan sólo, de haberme granjeado una desdicha tan terrible. No puedo, sin embargo, vencer lo que siento; no me es posible, en verdad. Y no os dejo ver más que una pequeñísima parte de mis tormentos. Estas violentas emociones tienen un algo de pudor que impide mostrarlas a plena luz del día. Conocéis por fin todo el exceso de mi debilidad. 

Yo os amo, amigo mío, más de lo que nunca se ha amado; pero no transcurre ni un minuto de mi vida sin que una secreta ansiedad venga a entremezclarse con el encantamiento de mi pasión. Cuando estamos juntos en sociedad, la mínima frase o palabra que las normas de la buena educación os llevan a decir a otra mujer desata ya una sombría tormenta en mí. Si no me ofrecéis a mí la mano para ir de un salón a otro, mi inquieta mirada os persigue en medio de la muchedumbre; el más nimio azar que os hace desaparecer de mi vistas, me da temblores. Si estáis un rato sin aparecer, una nube me turba la mirada; no oigo nada, apenas me tengo en pie, y tan sólo recobro la conciencia cuando el dulce sonido de vuestra voz ha sonado de nuevo en mis oídos. Si elogiáis los ropajes o afeites de alguna mujer, un gesto involuntario me lleva al instante a echar una mirada a los míos. Su extrema simplicidad me deja consternada, y entonces me da por pensar (¡qué locura, la mía!) que tan miserable ventaja puede desposeerme de una parte de vuestra ternura. La libertad de estos juegos con los que se divierte la buena sociedad provoca en mi espíritu un desorden aún mayor; preveo con gran antelación qué cosa pueda dar pie, en ese círculo, a la mínima familiaridad, y como estos pensamientos se adueñan totalmente de mi persona, conservo apenas la porción de inteligencia necesaria para poder compartir esas frívolas distracciones. La mera palabra “baile” me deja helada. El vals me parece la más horrenda profanación del amor. Me lo prohíbo con todo el mundo y, docenas de veces, la imagen de la mujer feliz que he visto así en vuestros brazos, y casi sobre vuestro pecho, me ha perseguido durante noches enteras.