Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de marzo de 2014

BERNHARD SCHLINK. EL LECTOR. EL REGRESO

Hola, buenas tardes. Aquí estamos, un miércoles más, en Todos los libros un libro, dispuestos a ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Hoy quiero presentaros un par de libros de un mismo autor, Bernhard Schlink, bastante conocido a partir de la traslación cinematográfica de una de sus obras más destacadas, la primera que quiero comentaros esta tarde.
 
Empecemos, pues, por esta referencia inicial, un libro precioso, una extraordinaria novela, muy hermosa, que se publicó en España hace más de quince años, pero que desde entonces ha conocido varias reimpresiones y sucesivas ediciones, prueba palpable del interés que ha suscitado entre los amantes de los libros. Se trata de El lector, escrita, como digo, por el alemán Bernhard Schlink, y editada por Anagrama. La traducción es de Joan Parra Contreras. Hace unos años, en 2008, Stephen Daldry dirigió una premiada película, con la bella Kate Winslet de oscarizada protagonista, basada en la novela, y que muchos de vosotros habréis visto.
 
La trama argumental de El lector es sencilla y se puede resumir en pocas palabras. En la Alemania de una tardía posguerra, cercana ya la década de los sesenta, un chico, Michael Berg, que a sus quince años agota sus últimos cursos en el colegio, sufre un repentino desvanecimiento en la calle, primer y aparatoso síntoma externo de una hepatitis que lo tendrá postrado en cama desde ese octubre hasta el febrero siguiente. Su desmayo, envuelto en vómitos, en vergüenza y debilidad, encontrará el auxilio de una mujer, Hanna Schmitz, que lo conduce a su casa, y en esos primeros y nerviosos momentos lo consuela, limpia sus ropas manchadas, lo abraza, lo cuida, y, por fin, lo acompaña hasta el domicilio familiar. El impacto emocional, sentimental y, sobre todo sensual del encuentro inesperado con esa mujer, provoca en Michael, durante los largos meses de tediosa enfermedad, un estado de ensoñación, de exaltación, de delirio casi, que la fiebre de la hepatitis acrecienta. Reestablecido de su dolencia, el joven decide acudir de nuevo al domicilio de Frau Schmitz, para agradecerle su amable intervención de aquel día ya remoto y sin embargo muy reciente en su memoria, y sobre todo para revivir, una vez más, el poderoso influjo de su recuerdo. Este nuevo encuentro inaugurará una relación erótica, iniciática, gratamente perturbadora, misteriosa y secreta, deslumbrante y feliz para el chico. Frau Schmitz tiene treinta y seis años, es una mujer madura frente a la juventud inocente del niño, es enigmática y reservada, no habla apenas de su vida personal, ni permite atisbar resquicio alguno de ella. Preguntas mucho, chiquillo, es una de sus frases recurrentes ante la curiosidad y los requerimientos de Michael. Los intensos y muy placenteros encuentros sexuales se acompañan, por expresa voluntad de Hanna y casi desde el comienzo de su relación, de la lectura de fragmentos de diversos libros. Una lectura en alta voz, hecha por Michael, de textos de Schiller, Goethe y otros escritores de la literatura germánica, pero también de la Odisea, las Catilinarias o Dickens o Tolstoi. Y en esa grata amalgama de la comunión de los cuerpos y el placer de la lectura, transcurren algunos meses de felicidad, aunque no exenta de tensión; de exaltación erótica, pero también de conflictos emocionales. Al cabo de un tiempo, un buen día, Hanna desaparecerá sin ningún tipo de explicación, dejando al joven Michael perplejo, desesperado y de nuevo enfermo, esta vez de amor o de deseo.
 
Discurre el tiempo, y tras algunos frustrados intentos por encontrarla, Michael olvida a Hanna, completa sus estudios en el instituto, crece, se matricula en Derecho en la Universidad, y en el curso de unas prácticas académicas en las que debía asistir a algunos juicios contra presuntos criminales de guerra nazis, mientras presencia la vista de uno de ellos, en el que cinco mujeres son acusadas de horrendos crímenes perpetrados cuando ejercían de guardianas de un campo de concentración cercano a Cracovia, allí, siete años después, en el Palacio de Justicia, sentada en el banquillo de las imputadas, Michael vuelve a encontrar a Hanna Schmitz.
 
Siguiendo la indagación que el protagonista hace acerca de las motivaciones que pudieron llevar a su antigua amante a cometer las atrocidades de las que se la acusa, Bernhard Schlink pone ante nuestros ojos una larga serie de cuestiones morales que a todos pueden interesar, pues son comunes al género humano, sea cual sea su condición, su nacionalidad, el tiempo en que le ha tocado vivir. Sobre todo, la novela plantea una reflexión sobre la responsabilidad colectiva y la individual ante los crímenes de los que somos testigos -los horrores nazis en la novela pero extrapolables a otras situaciones desgraciadamente muy actuales, pienso ahora en la barbarie etarra y la tibia cuando no cómplice condescendencia de tantos ciudadanos vascos. La culpabilidad colectiva, dice el protagonista en un momento de la novela, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación. Michael sufre al confrontar su amor por Hanna con la sobrecogedora realidad del pasado nazi de ésta. Y no le consuela, llega a decir, que mi sufrimiento por haber amado a Hanna, fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que le pasaba a los alemanes. El amor y la culpa, el horror y la dignidad, la piedad y la vergüenza, el sufrimiento, la responsabilidad y el compromiso, todo ello aflora en esta extraordinaria novela, que es también una emotiva y tierna y perdurable historia de amor, así como, además, a mi juicio, un alegato sobre la necesidad de la lectura, sobre la capacidad de los libros para cambiar nuestras vidas, para hacernos mejores, para ennoblecer nuestras existencias.
 
La segunda novela que quiero aconsejaros esta tarde no llega, a mi juicio, al nivel de esta anterior maravilla, pero es, no obstante, una obra más que estimable que reitera, además, las principales preocupaciones literarias de su autor. Su título es El regreso y ha sido publicada también por la editorial Anagrama, habitual introductora de la obra de Schlink en España, en traducción de Rosa Pilar Blanco.
 
El protagonista de El regreso, Peter Debauer, que en los años cincuenta del pasado siglo es un niño que vive la dura posguerra con su madre en un pueblecito alemán, pasa sus vacaciones veraniegas en Suiza, en casa de sus abuelos por parte de padre. Un padre, supuestamente fallecido en la guerra, del que el niño nada sabe, más allá de la muy escueta información que recibe de su propia madre y de los recuerdos que mantienen vivos los abuelos del chico, en cualquier caso nada muy preciso, alguna fotografía, historias familiares, anécdotas varias. En sus idílicas estancias suizas Peter escucha las fascinantes versiones de la historia alemana que le cuenta su abuelo, al que adora; canta con su abuela, cuyo afable encanto también aprecia; se inicia en los primeros trabajos en la tierra, en el huerto familiar; realiza excursiones por los alrededores; vive los atisbos de un primer amor, de un sexo inocente; y sobre todo descubre la lectura. El niño lee unas breves novelitas que sus abuelos editan en una colección popular para ganarse la vida. En una de ellas, a la que el muchacho sólo puede acceder fragmentariamente, pues las últimas páginas se han perdido, descubre una historia inacabada que le inquieta hasta tal punto que el conocimiento, la indagación, la búsqueda de su final marcarán su vida entera.
 
El regreso nos cuenta esa vida, una existencia en la que la intención, aparentemente trivial, de encontrar el final de la novela conocida en la infancia se mezcla con el deseo, de más entidad, de buscar las huellas de su padre, al que no llegó a conocer, y con la voluntad de dar respuesta a su propia aventura sentimental que, entre diversas mujeres, no acaba de consolidarse con la que parece ser su gran amor. Todas estas búsquedas acabarán confluyendo en una única trama novelesca, que se ve trufada también, como lo estaba igualmente El lector, de reflexiones sobre la historia de Alemania, de análisis jurídicos y morales sobre la cuestión de la presencia del mal en el mundo, sobre el peso del pasado en nuestras vidas, o sobre la culpabilidad, en una sociedad, como la alemana de posguerra, tan marcada por el horror nazi.
 
El regreso del título alude a la historia descubierta en la infancia, y de la que yo mismo os leeré un breve fragmento para terminar esta reseña, una historia relativamente común en tiempos de guerra, en la que un soldado al que se da por muerto reaparece inesperadamente encontrándose a su mujer casada con otro. Pero El regreso es también el retorno a los orígenes, la recuperación de la figura del padre, la vuelta al amor definitivo, el reencuentro y la aceptación de la propia identidad.
 
Se trata, en definitiva, de una novela muy atractiva e interesante, aunque para mi gusto algo lastrada por la excesiva presencia en ella de disquisiciones teóricas, reflexiones filosóficas, análisis jurídicos algo premiosos -que delatan la condición de juez de Bernhard Schlink-, por la interpolación de documentos varios, de capítulos de la novela original que hace surgir la narración, por algunas subtramas algo tediosas y no demasiado necesarias, como las vivencias del protagonista en Alemania Oriental tras la caída del muro, o la formación como masajista en Norteamérica, o la algo delirante historia final con el surrealista experimento en la comuna filonazi.
 
En cualquier caso, sin llegar a los niveles de maestría de la genial El lector, os recomiendo igualmente El regreso, de Bernhard Schlink publicada por la editorial Anagrama. Os dejo ya con un texto muy significativo de El lector, su desencadenante, en cierto modo; con el prometido fragmento de El regreso; y con una referencia musical, Musik liegt in der Luft, interpretada por Caterina Valente, que suena en The reader, la película de Daldry.
 
 
Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar. Luego me di cuenta de que la historia se me escapaba, y quise recuperarla por medio de la escritura, pero eso tampoco hizo surgir los recuerdos. Desde hace unos años he dejado de darle vueltas a esta historia. He hecho las paces con ella. Y ha vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta que ya no me entristece, Durante mucho tiempo pensé que era una historia muy triste. No es que ahora piense que es alegre. Pero sí pienso que es verdadera y que por eso la cuestión de si es triste o alegre carece de importancia.
 
En cualquier caso eso es lo que pienso cuando me viene a la cabeza sin más. Pero cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento culpable vuelve la culpabilidad de entonces, y en los deseos y añoranzas de hoy se ocultan el deseo y la añoranza de lo que fue. Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antiguo, y no como algo desechado y olvidado, sino presente y vívido. Lo comprendo, pero a veces me parece casi insoportable. Quizá sí escribí la historia para librarme de ella, aunque sé que no puedo.
 
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La primera novela que leí trataba de un soldado alemán que había huido del cautiverio ruso sorteando numerosos peligros en el retorno a la patria. Sus peligros y aventuras los olvidé pronto. Pero no su regreso. Él consigue llegar a Alemania, encuentra la ciudad en la vive su mujer, el edificio, la vivienda. Llama al timbre, se abre la puerta y aparece su mujer, tan hermosa y tan joven como él la había recordado durante los largos años de guerra y de cautiverio. No, más bella aún, si cabe, y si acaso un poco más mayor, pero ha madurado, se ha hecho una mujer es más femenina. Sin embargo ella no lo mira con alegría sino con horror, como si fuera un fantasma, y en brazos sostiene a una niña pequeña, de menos de dos años de edad, mientras otra, más mayor, se arrima a ella y mira avergonzada por detrás de su delantal. A su lado, rodeándole los hombros con el brazo, hay un hombre.

¿Luchan los dos hombres por la mujer? ¿Se conocían ya o es la primera vez que se ven? El que rodea a la mujer con su brazo, ¿la engañó diciéndole que el otro había caído? ¿O se hizo pasar incluso por el otro, vuelto ya de la guerra o del cautiverio? ¿Se enamoró la mujer simplemente de él dejándose llevar por una nueva felicidad? ¿O lo aceptó sin amor, por pura necesidad, porque sin él no hubiese resistido la huida no habría podido emprender un nuevo comienzo? ¿Porque necesitaba un hombre que cuidara de ella y de su primera hija? Su primera hija, que desde luego no es hija del nuevo marido, sino del primero, que está ante ella andrajoso, incrédulo, desesperado.


miércoles, 19 de marzo de 2014

MERCEDES CASTRO. Y PUNTO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura que esperamos pueda resultar de vuestro interés. Hoy os traigo una obra de una autora primeriza, la gallega Mercedes Castro que a sus 34 años publicó -hace ahora seis- su primera novela en la Editorial Alfaguara. Su título es Y punto, y ha conocido, desde su primera edición en enero de 2008, un relativo éxito comercial, pues son ya varias las reimpresiones que han visto la luz en este tiempo. Desde entonces ha publicado otra novela, también en Alfaguara, Mantis, que aún no he podido leer.
 
Pese a ser una ópera prima, Y punto es una novela muy trabajada, nada improvisada, no es el fruto de un impulso creativo, de un arrebato que lleva a una joven a lanzarse a la escritura. Por el contrario, Mercedes Castro, pese a su poca edad, ha ido construyendo su libro con paciencia y laboriosidad, con mucho rigor y de un modo sistemático y concienzudo. Cada día, durante nueve años, dedicó un par de horas a la elaboración de su primera obra, para lograr un resultado más que estimable, una voluminosa e interesante novela de 628 páginas que, como os digo, ha sido muy apreciada por la crítica y los lectores.
 
Y punto es, podríamos decir en una síntesis apresurada, una novela policiaca, aunque no se trata tan sólo de la típica novela de crímenes y misterios por resolver, pues en ella hay mucho más, por ejemplo, entre otros aspectos de los que luego os hablaré, la novela está plagada de referencias a poemas, a canciones, desde la más alta literatura, García Lorca, Gil de Biedma, Lewis Carroll, Paul Auster o Rosalía de Castro entre otros muchos, hasta la música más popular, Nacha Pop, Alaska y Dinarama, El Último de la Fila, boleros, tangos…
 
Clara Deza, su protagonista principal, es una subinspectora de policía en Madrid. Su acontecer profesional se desarrolla en una comisaría repleta de hombres, casi todos desagradables, machistas, muy maleados, escépticos y desencantados, burócratas de la acción policial. Clara es, por el contrario, una mujer sensible, ingenua, frágil y débil por dentro, pero a la vez muy fuerte y resistente, íntegra, luchadora, algo amargada, rebelde, inconformista, poco complaciente, llena de humor, sarcástica, combativa, inteligente y rápida, humana, extraordinaria mujer. Soy la jodida madre superiora en un internado masculino, la profesora de ética en un aula de pandilleros, la mordaza, la censura. Ésa soy yo, la que molesta. La oveja negra, dice de sí misma en un momento de la novela.
 
La aparición del cadáver de El Culebra, un yonqui confidente de la policía, amigo personal, en cierto modo, de Clara, desencadena la acción, que progresivamente va incorporando nuevos personajes, nuevas tramas, historias que se cruzan, Olvido, la prostituta de lujo, el abogado Butragueño, los miembros de la familia Olegar y su imperio económico, el mafioso Vito, el anormal Valentín Malde, la madame Virtudes. Está además la relación con su marido, el abogado Ramón, con su suegra, descentrada y valiente, con la ‘fauna’ de la comisaría: el comisario Carahuevo, el ex novio de Clara, Carlos París, Santi, el Niño, Cara de Gato, la forense Lola, la joven Zafrilla, la inocente Reme y tantos otros personajes, muy bien dibujados, creíbles, que dan verosimilitud a una historia que, pese a desenvolverse en territorios oscuros y marginales, nos resulta cercana, real.
 
Pero, como os digo, más allá del interés de la trama policiaca, que lo tiene y nos hace seguir pegados al libro durante sus más de seiscientas páginas, es la profundidad de su personaje principal, es esta magnífica Clara Deza la que nos subyuga y fascina. Mercedes Castro ha querido huir del estereotipo de mujer policía al que el cine nos tiene acostumbrados. Recojo de nuevo algunas frases de la autora: Me ponen los nervios de punta las policías de buen ver de muchas novelas y series de televisión estadounidenses. Piensas, ¿dónde vas con los tacones detrás del caco? O esas uñas largas que me llevan las de CSI cuando examinan las pruebas... Es incoherente como mujer. Yo hago la compra, pongo una lavadora, llevo zapatos cómodos para patear Madrid y ellas deberían también. Clara Deza lleva a cabo su trabajo con profesionalidad, pero como tantas otras mujeres de nuestro tiempo, se ocupa de su casa, discute con su marido, sufre los altibajos de su relación, se inquieta y tiene miedo ante el previsible diagnóstico de una enfermedad, un pequeño bulto aparecido en su pecho y cuya existencia oculta a todos. Su valentía, su eficacia profesional encubren un ser lleno de sensibilidad, lúcido, valiente. En el retrato de su protagonista, Mercedes Castro parte de una perspectiva claramente feminista: Quería -vuelven a ser sus palabras- a una mujer joven en un mundo de hombres. Una mujer con celulitis, que tuviera el punto de vista femenino. Terminar con el estereotipo de la policía marimacho y con tacones. Porque muchas mujeres que trabajan en un mundo masculino se masculinizan por supervivencia. Creo, y es una reivindicación mía, que la sociedad en la que vivimos es cada vez más inhumana, borde. El fuerte pisa al débil, se falta al respeto. Y quería que ella lo viese y le minase que se cometan abusos a todas horas.
 
En fin, leed este Y punto, un libro muy interesante (muy entretenido también), y aparte de disfrutar con una trama policiaca muy bien hilada y llena de sugerencias, os encontraréis con una mujer extraordinaria, esta formidable Clara Deza que estoy seguro os va a subyugar.
 
Perlas ensangrentadas, la canción de Alaska y Dinarama que “suena” en el libro, cierra por hoy esta reseña.
 
 
Si me miro en los escaparates no me reconozco. Quién soy, alguien que remueve un café con parsimonia en un restaurante caro al que he venido huyendo de los recuerdos universitarios que nunca tuve, porque mejor ser ajena en un restaurante caro por no reconocerme cutre y fea además de enferma. Quién soy, sólo una mujer que come sola. No lo sé, no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento, aunque al menos sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces; ya es seguro que algo se me ha roto por dentro y una amiga, el compañero que dirige la investigación y mi superior inmediato, que además es un buen colega, se han enfadado conmigo y, finalmente, ni me atrevo a refugiarme en mi hogar por miedo a encontrármelo vacío, o tal vez lleno. Por eso, por el miedo de enfrentarme a mi casa y a mi vida, me dedico a desmenuzar los hogares de los demás, hogares serenos y vividos donde parece que la gente, incluso las prostitutas, se sentían a gusto.
 

miércoles, 12 de marzo de 2014

STEFAN BOLLMANN. LAS MUJERES, QUE LEEN, SON PELIGROSAS

Hola, buenas tardes. Esta semana, la propuesta de lectura que quiero ofreceros en Todos los libros un libro viene en cierto modo impuesta por la fecha en la que nos encontramos. El pasado 8 de marzo fue, como bien sabéis, el Día Internacional de la Mujer, así, sin el aditamento “trabajadora” con el que habitualmente completamos la denominación de la fecha; y ello porque más allá del origen laboral de la efeméride, esta jornada ha ido convirtiéndose por extensión en una celebración de la condición femenina. Con ese motivo, el libro de hoy sólo podía ser, claro, uno relacionado con las mujeres. Pero como además nuestro programa se plantea como un espacio para las sugerencias literarias, he querido conjugar ambas circunstancias, homenaje a la mujer e invitación a la lectura, con un libro que se ocupa de ambas. Esta vinculación de género femenino y actividad lectora no es algo que, por otro lado, resulte demasiado forzado, no es algo que pueda parecernos insólito en nuestro panorama cultural, en el que no sólo se da una extraordinaria cantidad de publicaciones escritas por mujeres, sino que, como todas las estadísticas afirman, son las féminas las principales destinatarias de las obras literarias, pues son mayoritariamente ellas quienes leen literatura en nuestro país.
 
El libro que he escogido, pues, para esta doble celebración es Las mujeres, que leen, son peligrosas. Su autor es Stefan Bollman y está publicado por la Editorial Maeva, con un interesante prólogo de la escritora y editora Esther Tusquets y traducción de Ana Košutič. Dejadme que antes de presentaros la obra seleccionada esta tarde me desahogue sin recato -en un exabrupto muy mío, que quienes conocéis este espacio desde hace años podéis sin duda imaginar- “refunfuñando” brevemente sobre la descabellada puntuación con la que se presenta el título que acabo de mencionaros. Porque, ¿qué demonios -disculpadme la expresión, pero ya he anticipado que mi tono será airado- “pintan” en esa frase esas dos comas extemporáneas? Es obvio que si la formulación elegida como rúbrica del volumen hubiera sido Las mujeres que leen son peligrosas, así, sin comas, no estaría yo ahora haciendo esta reflexión, objetando el evidente y absurdo desaliño de la opción manejada por la editorial. La “asesina”, parece evidente, es la traductora; es cierto que el título original alemán del libro incluye los controvertidos signos ortográficos: Frauen, die lesen, sind gefährlich, pero ya la versión inglesa es un razonable Women who reads are dangeorous), por lo que no se entiende la inconcebible elección en castellano. ¿Qué se quiere transmitir con ese disparatado juego de comas? ¿Un ridículo -y mal resuelto- chistecito para asustar a hombres timoratos: todas las mujeres son peligrosas y las que leen lo son más? ¿Una demagógica concesión al más barato feminismo? ¿Quiénes deben darnos miedo: cualquier mujer, sólo las que leen, las mujeres por ser mujeres, las mujeres por el mero hecho de leer...? ¡¡¡Pero es que sea cual sea el propósito pretendido la expresión carece de sentido en nuestro idioma... al menos desde mi punto de vista (salvo que se pretenda un absurdo y rebuscadísimo: Las mujeres, las cuales leen, son peligrosas)!!! En fin...
 
Las mujeres, que leen, son peligrosas (respetaré la delirante voluntad editorial) es una historia ilustrada de la lectura, desde el siglo XIII hasta nuestros días, una historia ilustrada de la lectura protagonizada por mujeres. En él Stefan Bollman (igualmente responsable de un Las mujeres que escriben también son peligrosas, publicado sin comas en la misma editorial) nos presenta unas sesenta imágenes, entre cuadros y fotografías, extraídos de la Historia del Arte, que representan escenas de mujeres leyendo. Mujeres de diversa edad y condición, en actitudes, circunstancias, espacios y situaciones muy distintas, y siendo el objeto de su curiosidad también muy variado: libros, folletos, revistas ilustradas, cartas, periódicos. Hay entre ellas obras de grandes maestros de la pintura como Miguel Ángel, Vermeer, Boucher, Fragonard, Manet, Van Gogh, Matisse o Edward Hopper, por citar al menos a un pintor del siglo XX, y también de autores menos conocidos. Cada cuadro, cada fotografía, que aparecen en reproducciones excelentes -la edición del libro es magnífica, es un libro muy bello como mero objeto-, se acompañan de un breve texto en el que el autor aporta los comentarios que la obra le sugiere, lleva a cabo una particular interpretación de la imagen correspondiente.
 
La tesis del libro, si es que algún propósito ‘ideológico’ tiene más allá de ofrecernos la belleza de las imágenes, el argumento de fondo de su autor está recogido en el propio título: la mujer que lee, -y, para mí, también el hombre, permitidme esta apostilla personal tan poco políticamente correcta- es peligrosa. Y lo es, y cualquier persona, hombre o mujer, que lea es peligrosa en tanto que adentrarse en un libro, ensimismarse en él es, en cierto modo, cuestionar la realidad, inventar mundos diferentes, postular, siquiera sea en la fantasía, en la imaginación, una ordenación del mundo alternativa, extraña a las míseras reglas que rigen nuestra torpe cotidianeidad… y este hecho, el cuestionamiento de lo dado, siempre resulta comprometido y puede provocar insospechadas consecuencias. Un sugerente análisis de estas implicaciones “corrosivas” de la lectura se recoge en el prólogo de Esther Tusquets que abre el libro y que os incluyo en su integridad al cierre de este comentario.
 
Y como no tengo tiempo para hablaros del estupendo volumen con más profundidad, pues quiero leeros también uno de sus fragmentos, el dedicado al muy conocido cuadro Habitación de hotel, de Edward Hopper, que podéis contemplar en el Museo Thyssen de Madrid, un texto que espero os sirva como muestra del tono que escoge Stefan Bollmann para sus comentarios, pongo fin aquí a esta reseña presentando también la canción que sonará al término de mis palabras. En una elección algo traída por los pelos, la dulce voz femenina de Camera Obscura interpreta Books written for girls.
 
 
En 1931 el pintor americano Edward Hopper realiza Habitación de hotel, un cuadro de gran formato, casi cuadrado, de dimensiones poco habituales para el artista. Una mujer en ropa interior está sentada sobre la cama de un hotel, se ha quitado los zapatos, ha colocado cuidadosamente su vestido sobre el brazo de un sillón verde situado detrás de la cama, no ha deshecho aún su maleta ni su bolsa de viaje. La profunda oscuridad debajo de la cortina amarilla revela la negrura de la noche. La mujer, cuyos rasgos están ocultos por la sombra, no lee una carta sino una especie de folleto, probablemente un horario de trenes. Parece indecisa, desorientada, casi indefensa. Sobre la rígida escena planea la melancolía de las estaciones y las habitaciones de hotel anónimas, de los viajes sin destino, de las llegadas que no son más que una breve parada antes de volver a partir. La lectora de Hopper está tan absorta en sus pensamientos como las mujeres que la pintura holandesa del siglo XVII nos ha mostrado sumergidas en la lectura de una carta. Pero este ensimismamiento no tiene interlocutor, está existencialmente deshabitado, no es más que la expresión del malestar en la cultura moderna.
 
Las lectoras de Hopper no son peligrosas, pero están en peligro, no tanto por su imaginación desbordante sino por la depresión, el mal del mundo moderno. Siete años más tarde, otro cuadro mostrará a una mujer parecida en un compartimento de tren, leyendo también un folleto de mayor tamaño. Según estas imágenes, una incurable melancolía flota sobre la lectura y las lectoras, como si el alegre caos engendrado por la fiebre lectora hubiera finalmente conducido a una apatía vertiginosa, la misma que expresan las mujeres lectoras de Hopper con esos impresos que hojean sin verdadero interés.
 
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¿Son peligrosas las mujeres que leen? Esther Tusquets
 
Por qué los artistas han tomado tan a menudo como tema de sus dibujos y sus pinturas, y más recientemente de sus fotografías, a una mujer leyendo? Y ¿qué otras cuestiones se derivan de este hecho? ¿Cabe llegar a la conclusión de que las mujeres que leen, las mujeres que leemos, son o somos peligrosas, y de un modo especial, y más que las otras?
 
Stefan Bollman ha explorado la presencia de mujeres y de niñas lectoras en el arte occidental, desde la Edad Media hasta nuestros días, y nos ofrece una amplia serie de imágenes, acompañadas de comentarios, que empiezan con La Anunciación de Simone Martín (en que María, sorprendida por el ángel en plena lectura, es, nos dice, una femme d’esprit, y no la inocente ingenua que los teólogos tenían por costumbre ver en ella) y termina con la famosa fotografía de Eve Arnold Marilyn leyendo "Ulises" (aducida a menudo como prueba de las inquietudes intelectuales de la actriz, y que a mí, cada vez que la miro, me hace ponerlas más en duda).
 
Se trata de una selección de imágenes muy interesante y atractiva, pero no nos encontramos, aunque sea hermoso, ante un libro objeto, ni ante un libro de arte, porque la intención del autor ha sido muy otra. Por algo no ha elegido como título «mujeres lectoras», sino «las mujeres que leen son peligrosas», título que no se presta a equívocos y muestra a las claras la intención de la obra, y que yo, un poco como juego, un poco haciendo el papel de abogado del diablo, pongo entre interrogantes, como pongo entre interrogantes las cuestiones múltiples que se plantean, que nos plantea este libro en torno al tema.
 
¿Son realmente las mujeres que leen peligrosas? ¿Lo fueron en otros tiempos, siguen siéndolo hasta hoy? ¿Cuál ha sido la reacción de los varones ante esto? ¿Ha contribuido la lectura a la emancipación de la mujer, ha sido un arma eficaz en nuestras reivindicaciones feministas? ¿Leemos nosotras de un modo distinto, establecemos otro tipo de relación con el libro? Y ¿por qué leen actualmente mucho más las mujeres que los hombres? ¿Por qué es en el campo de la escritura donde ocupó primero un lugar la mujer y donde sigue jugando un papel destacado? Todas estas cuestiones, todos estos interrogantes, brotan del libro que tenemos entre las manos.
 
Sin duda es reconfortante que, entre tantas vírgenes ingenuas, Marini nos muestre a María con un libro en la mano y tal vez molesta incluso porque el ángel ha venido a interrumpir su lectura, y que entre tantísimas imágenes en que las mujeres se entregan a las labores hogareñas, o cuidan de los niños, o aparecen con flores, abanicos, perritos de lujo o instrumentos musicales –mientras a los hombres los vemos ganando batallas, participando en importantes acontecimientos políticos, sociales, culturales, experimentando en laboratorios, recluidos en lugares de estudio o de trabajo–, haya algunas en que aparecen leyendo, aunque hay que reconocer que también es un tema frecuente en el arte occidental el hombre lector y sobre todo el hombre con un libro en la mano.
 
Pero volvamos al tema principal: ¿son peligrosas las mujeres que leen? Uno de los argumentos a favor de esta tesis es la frecuencia con que los hombres, a lo largo de siglos, la han suscrito y han actuado en consecuencia. (Cabe pensar, entre paréntesis, que si para ellos es peligroso, para nosotras ha de ser en algún modo positivo.) Los hombres no se equivocan al respecto, y van a coaccionar y vigilar a las mujeres para que lean lo menos posible y para que sólo lean lo que ellos eligen para ellas. Durante siglos se dificultó, pues, el acceso de la mujer a la lectura y se le prohibieron determinados libros. En 1523, el humanista español Juan Luis Vives aconsejaba a los padres y maridos que no permitieran a sus hijas y esposas leer libremente. «Las mujeres no deben seguir su propio juicio», escribe, «dado que tienen tan poco». Y habrá que llegar a la Inglaterra victoriana para que sean las madres las que elijan las lecturas de sus hijas. Durante siglos han sido muchos los hombres a los cuales las mujeres que leen les han parecido sospechosas, tal vez porque la lectura podía minar en ellas una de las cualidades que, abiertamente o en secreto, a veces sin ni confesárselo a sí mismos, más valoran: la sumisión. Todavía cuando yo era niña –en la España de los años cuarenta–, no mi madre, que era una gran lectora, pero sí algunas de sus amigas, me advertían, escandalizadas al verme a todas horas con un libro en las manos, que debía reprimir esta afición, nefasta en una mujer, ya que el exceso de lecturas, como el exceso de saber, me llevaría a tener de mayor problemas con los hombres. Y no me atrevería a jurar que no llevaran parte de razón. Pero creo que la situación ha variado en estos últimos cincuenta años, en que la lectura se ha generalizado y ha perdido poder, y entendí perfectamente que al preguntarle a un amigo, con motivo de este libro, si creía él que las mujeres que leían eran peligrosas, me respondiera: “A mí me dan más miedo las que no leen.” Es indudable que el acceso a la lectura, que es la principal puerta de ingreso al mundo de la cultura, supuso un gran avance para la mujer, como para cualquier colectivo étnico o social en posición de desventaja y de dependencia. Le dio mayor confianza en su propio valer, la hizo más autónoma, la ayudó a pensar por sí misma, le abrió nuevos horizontes. “No existe mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas”, dice Emily Dickinson. Cierto, pero más cierto para aquellos que, como generalmente las mujeres, no poseen fragata alguna ni disponen de la más remota posibilidad de llegar a tierras lejanas. Porque los libros –nos estamos refiriendo todo el tiempo, claro está, a la literatura de ficción– permiten vivir a nivel imaginario lo que no vivimos en la realidad, y pueden convertirse –para bien y para mal, para bien pero también para mal– en un sucedáneo de la realidad. La escritora francesa Laure Adler, especialista en la historia de las mujeres y del feminismo en los dos últimos siglos nos dice en sus comentarios a la obra que tenemos entre las manos: “El libro puede llegar a ser más importante que la vida. El libro enseña a las mujeres que la verdadera vida no es aquella que les hacen vivir. La verdadera vida está fuera, en ese espacio imaginario que media entre las palabras que leen y el efecto que éstas producen. La lectora se identifica totalmente con los personajes de ficción...” Sería terrible sospechar que en muchos ámbitos los hombres viven; las mujeres leen. Pero el modo en que Adler termina su reflexión aleja este temor: “... y no se resignan a cerrar el libro sin que algo haya cambiado en su propia vida. El libro se convierte en iniciación”. Sin embargo, si esto es válido para muchas lecturas, ¿qué imagen dan de la realidad gran parte de las novelas –convencionales y románticas– que leen las mujeres, y a través de las cuales, y más adelante del cine y la televisión, se forma su visión del amor, del hombre ideal, de la pareja? ¿Una muchachita lectora de novelitas rosa y voraz seguidora de seriales televisivos de sobremesa está mejor preparada para afrontar la relación a dos que una campesina analfabeta del siglo XIX? Habrá que suponer que sí. Pero no hay duda de que las mujeres que leen son más o menos peligrosas para los hombres, más o menos peligrosas para sí mismas, según el tipo de literatura que consumen.
 
Laure Adler sostiene que existe un nexo especial entre la mujer y el libro. “Los libros”, escribe, “no son para las mujeres un objeto como otro cualquiera. Desde los albores del cristianismo hasta hoy circula entre ellos y nosotras una corriente cálida, una afinidad secreta, una relación extraña y singular, entretejida de prohibiciones, de aprobaciones, de reincorporaciones”. Y vemos efectivamente en varias de las imágenes –como Interior con muchacha leyendo, de Peter Ilsted, Muchacha leyendo, de Jean-Jacques Henner, Retrato de Katie Lewis, de Edward Burne-Jones, y sobre todo la conmovedora Joven leyendo, de Franz Eybl–, a mujeres profundamente enfrascadas en la lectura. ¿Más de lo que puedan estarlo los hombres? Seguramente, no. Y dada la importancia enorme que tienen los libros para muchos varones, el papel que juegan en su vida –también con frecuencia iniciático–, y la relación singular y especialísima que mantienen con ellos, me cuesta imaginar en qué radica la diferencia respecto a nosotras, las mujeres. Pero que yo no sea capaz de imaginarla, no prueba en absoluto que no exista.
 
Hay además un hecho indiscutible: según los datos de las estadísticas, en la actualidad el ochenta por ciento de los lectores son mujeres. Y en pocos campos de las actividades humanas ha ganado la mujer tanto terreno como en la escritura. Estudios realizados en las escuelas muestran que los niños dan menos valor a la lectura, se mueven más, escuchan menos. Creo que lo fundamental es esto: escuchan menos. Los varones se interesan menos por las historias de los otros. Nosotras sentimos una curiosidad insaciable por los otros, que puede desembocar en chismorreos de patio de vecinos o en grandes obras literarias, y a veces en ambas cosas a la vez. Desde Sherezade hasta nuestras abuelas y nuestras madres, las mujeres han almacenado historias, han sido geniales narradoras de historias.
 
Tal vez sí exista, pues, una actitud especial de las mujeres ante la lectura, tal vez sí haya desempeñado en nuestras vidas un papel singular y distinto, y nos haya ayudado a adquirir otra visión del mundo y nos haya hecho en otras épocas más peligrosas. En cualquier caso, merece la pena leer este libro, examinar las imágenes, y plantearse las múltiples cuestiones que plantea.

miércoles, 5 de marzo de 2014

JACINTO ANTÓN. HÉROES, AVENTUREROS Y COBARDES

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un texto que no pertenece propiamente al territorio de la literatura, sino al del periodismo, aunque ya sabéis, quienes nos seguís desde hace años, que no soy yo demasiado estricto en la espinosa cuestión de las fronteras entre géneros, que tan a menudo, sobre todo en los últimos años, aparecen difusas y con perfiles más bien lábiles y tornadizos. No obstante, y pese a todo el relativismo clasificador que queramos ponerle, este Héroes, aventureros y cobardes que esta tarde os presento es, inequívocamente, un libro recopilatorio de artículos de prensa, alejado, en principio, de las convenciones en las que se desenvuelven la novela, los cuentos, el ensayo, la poesía o el teatro, por mencionar algunos de los géneros literarios más o menos “canónicos”. Y hablo de prensa y me asalta la pregunta -retórica, obviamente, pues no me vais a responder desde donde quiera que escuchéis o leáis este comentario (en el improbable caso de que haya alguien al otro lado de mis palabras)-, tan de actualidad, por otra parte: ¿Leéis periódicos habitualmente? No me refiero a la consulta fugaz, apresurada y urgente, casi compulsiva en ocasiones, de las ediciones digitales de los principales diarios que, al decir de las más recientes estadísticas, se multiplican en nuestro mundo permanentemente conectado. Me refiero a la compra y lectura cotidiana de al menos un periódico, su consulta demorada ante el desayuno o tras él, a mitad de la mañana en un descanso laboral, en la sobremesa como preliminar obligado a la siesta preceptiva, o antes de cenar como reposo relajado tras una ardua jornada de trabajo. Esa práctica, en la que me he reconocido durante años y que sigo ejercitando aunque con matices que merecen ser considerados a los efectos de situaros mejor ante mi reseña de hoy, está desapareciendo de nuestras costumbres, tal y como indican los mismos datos a los que antes me referí, y tal y como dan fe los múltiples cierres de rotativos -el último, hace unos meses, en nuestra ciudad, en la que sólo resta una cabecera de las varias que llegaron a publicarse en el pasado- que desaparecen por doquier dejando a centenares de trabajadores en la calle y a miles de lectores huérfanos de uno de sus favoritos alimentos espirituales (aunque quizá la expresión suene excesiva o demasiado enfática).
 
Pues bien, yo, que estoy suscrito a la edición digital de un periódico, compro, pese a ello, diariamente, El País. Y lo compro, ya no para estar al tanto de la última hora de la actualidad, de la que -como resulta evidente- internet me mantiene informado con puntualidad; ya no para conocer los más recónditos entresijos de la actividad política, casi siempre resueltos en la prensa como una sucesión de inanes intereses partidistas, muy previsibles e irremisiblemente teñidos de juicios apriorísticos en función del “bando” del que escriba o hable; ya no para conocer los resultados deportivos, ajados a los pocos minutos de su culminación, ni los acontecimientos de la política internacional, omnipresentes al segundo en tantas pantallas como nos asaltan a diario, ni los efímeros destellos que protagonizan unas primeras páginas condenadas al olvido en pocas horas. No, yo compro y leo a diario El País, fundamentalmente, por ver si en la edición de cada mañana aparece un artículo de Jacinto Antón, el autor de este Héroes, aventureros y cobardes que, publicado por RBA, quiero presentaros esta tarde.
 
Es evidente que exagero un poco, aunque no tanto, en realidad. Hoy día, sólo las páginas de cultura resultan intemporales y, por ello, imperecederas, y por ello dignas de lectura; y de entre ellas, las crónicas, los reportajes, las entrevistas, las reseñas, los artículos de Jacinto Antón, destacan por la pasión que rezuman, por su poderosa capacidad de contagiar entusiasmo, por su desbordante y humilde erudición -algo insólito en un mundo de soberbia y fatuidad como tantas veces resulta el universo de la cultura-, por su agudísimo y muy a menudo desternillante sentido del humor.
 
Nuestro autor ya nos había dado otra excepcional muestra de su formidable talento en Pilotos, caimanes y otras crónicas, un volumen, también misceláneo, también genial y altamente recomendable, muy similar a este Héroes, aventureros y cobardes que hoy os comento. En ambos casos estamos ante recopilaciones de artículos periodísticos, y en ambos casos es RBA la editorial que los da a la luz.
 
Jacinto Antón es un periodista cultural, concepto algo difuso pero que nuestro invitado de esta semana representa con propiedad, no en vano fue galardonado con el primer Premio Nacional de esa categoría, concedido por el Ministerio de Cultura, en 2009. Redactor, como digo, de El País desde hace veintisiete años, sus intereses, muy diversos pero, como podréis comprobar en cuanto os comente brevemente el libro que ahora os presento, siempre fascinantes (o quizá no sea así, y algunos de sus focos de preocupación cultural no tengan especial relevancia “objetiva” y sólo aparezcan como deslumbrantes gracias al apasionamiento con el que nos da cuenta de ellos el autor), se desenvuelven en el terreno de la historia, la literatura, las aventuras de todo tipo, el universo animal, y otros tantos asuntos escogidos entre los muchos hacia los que se encamina la natural curiosidad de cualquier ser humano, aunque presentados siempre con un matiz de excentricidad en cuanto el que los analiza es nuestro singular periodista.
 
Valgan como ejemplo de la heterogeneidad de sus pasiones las reveladores palabras con las que introduce su entretenidísimo blog, El correo del Zar, informando de su contenido: Las noticias e historias que cabrían en el portapliegos (sabretache) de Miguel Strogoff -y no olvidemos que además de ser visceral y romántico el correo del zar de la novela de Julio Verne pasa mucho rato ciego-. Aventuras de toda clase y especie, hechos extraños, sucesos extraordinarios, exploraciones, gestas universales e íntimas, grandes y pequeños personajes -valientes y cobardes (más de estos), fieles y traidores-. Arqueología, historia natural, historia militar, obras de teatro, películas, esgrima, rugby, arquería y todo aquello que pueda conmovernos tratado con pasión y algún punto de humor e ironía. Y en este sentido, en el mismo blog, las categorías en las que se ordenan las entradas son también muy reveladoras: Aventuras, Ciencias naturales, Esgrima, Exploraciones, Historia, Historia militar, Hámster (en el libro del que os hablo se recoge un desopilante artículo sobre el paso a mejor vida de Robespierre, el muy apreciado hámster familiar de la casa de los Antón), Héroes, Literatura y Teatro.
 
Prácticamente estas mismas “tipologías” definen las distintas secciones del libro que protagoniza esta reseña. Historia antigua, Aventureros, Guerras y soldados, El reino animal y Grandes creadores: encuentros con científicos y escritores son los ejes en torno a los que se articula la obra.
 
En el primero de ellos se recogen artículos sobre el Antiguo Egipto, una de las obsesiones recurrentes de Jacinto Antón (y empleo el término obsesión en el más noble y envidiable de sus sentidos), centrados en la infinidad de peripecias que sobre todo en los últimos ciento cincuenta años han experimentado los muchos arqueólogos, egiptólogos, investigadores y expertos varios que han dedicado sus existencias a la búsqueda de momias, la penetración en las cámaras secretas de las pirámides y otros monumentos funerarios, la apertura de sarcófagos, el rastreo de huellas del paso por el mundo de los faraones, la recolección de piezas del ajuar de los reyes y sus familias o la reconstrucción de la vida cotidiana de hasta hace 3.500 años en los pueblos del Nilo. En la misma sección se incluyen también reportajes sobre El mundo antiguo, con magníficos reportajes centrados en Alejandro Magno, por cuya afición por la bebida, su ambigua vida sexual o su muerte a causa, presuntamente, de la malaria, entre otras cuestiones, se interesa el autor; sobre Herodes, del que conocemos los detalles reales de su auténtica figura histórica que lo alejan de los clichés más estereotipados sobre él; o sobre las muy avanzadas y profesionalizadas prácticas bélicas de los romanos.
 
En la segunda sección del libro comparecen aventureros, exploradores, grandes escritores de viajes, descubridores polares e intrépidos de hoy. Y gracias a la deslumbrante erudición -ya reseñada aquí- de Jacinto Antón el lector entra en contacto con decenas de nombres legendarios que pertenecen ya a la mitología del valor, del ansia del ser humano por la conquista y el descubrimiento: Wilfred Thesiger, que atravesó a lomo de camello las grandes arenas del remoto sur de Arabia; P.C. Wren, cazador, marinero, alistado en la Legión extranjera y, por encima de todo, autor de Beau Geste, que con tanto fervor disfrutamos en su versión cinematográfica los niños de mi generación -la misma, por cierto, año abajo, año arriba- que la de Antón; Henry Marie Just de Lespinasse de Bournazel, cabalgando solo, con la cara ensangrentada, frente a los bereberes, que huyeron aterrados del consecuentemente denominado Hombre Rojo; Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope paleontólogos geniales y enfebrecidos competidores en la búsqueda de diplodocus; Kenneth Anderson, altruista cazador de tigres movido por su voluntad de evitar el sufrimiento que esa especie asesina infligía a los pueblos de la India meridional; John Pendlebury, el arqueólogo que se enfrentó a los paracaidistas alemanes; Andrew Comyn Irvine y Edward Hillary y el sherpa Tenzin y tantos otros héroes del Himalaya; Chennault, sir John Alcock, Johannes Steinhoff o la glamurosa Beryl Markham, aviadores de leyenda; Peary, Cook, Scott, Amundsen, Shackleton, los muy conocidos exploradores polares, junto al capitán Oates o al noruego Nansen, más ignorados por el gran público pero igualmente ejemplares en su indomeñable espíritu aventurero; Patrick Leigh Fermor, escritor y viajero impenitente, que muy joven recorrió Europa a pie y que, ya en su edad adulta, protagonizó el sonado rapto de un general nazi durante la ocupación de Creta; o Jan Morris, recientemente fallecida, escritora de viajes y experta viajera ella misma, protagonista del, quizá, más intenso viaje posible, el que nos lleva al otro lado de nuestra identidad. Durante treinta y cinco años Morris fue un hombre, James Humphrey Morris, y como tal padre de cinco hijos habidos con Elizabeth Tuckniss, con la que siguió viviendo después de cambiarse de sexo atendiendo a una pulsión desgarradora sentida desde su infancia y aceptar su condición femenina, ahora ya definitivamente y para la historia Jan Morris. Todos estos personajes de fábula, pese a su existencia real, y muchos otros que no puedo mencionar por obvias razones de tiempo, pueblan estos capítulos geniales.
 
Y ya en un repaso apresurado, en Guerras y soldados, la tercera sección del libro, nos encontramos con héroes victorianos, húsares de Budapest, valerosos combatientes en la guerra de los bóers, dragones y lanceros británicos, maestros de esgrima, destacados cobardes de la contienda zulú, románticos e intrépidos oficiales ingleses coqueteando con la muerte en los desiertos de los tártaros, salvajes pieles rojas, sioux y cheyennes, iroqueses y mohicanos, comanches y pies negros, soldados de la caballería confederada y generales de la Unión, agentes de la Gestapo y conspiradores contra Hitler, encantadoras espías y enigmáticos agentes dobles, corajudas descendientes de héroes de guerra y lúcidos vástagos de criminales del Tercer Reich, periodistas e historiadores, combatientes y traidores, golpistas y miembros de la resistencia, perseguidores de nazis y jóvenes judíos que, contra la pulsión de deshumanización y muerte omnipresente en los campos de concentración, se enamoran en Auschwitz.
 
El reino animal, cuarta sección de la obra, recoge publicaciones de Jacinto Antón -gran amante de los animales- protagonizadas por pterodáctilos y monos, leones, sapos, serpientes y lobos, ballenas, tortugas y calamares, gorilas, pingüinos y elefantes, y -cómo no- el hámster al que antes hice referencia, e innumerables pájaros, pues el autor se define también como amante del birdwatching, el término inglés con el que se conoce a la observación o avistamiento de aves.
 
Por último, en Grandes creadores: encuentros con científicos y escritores, podemos deleitarnos con iluminadoras entrevistas a científicos y entregadas evocaciones de escritores, como, entre los primeros, Rinchen Barsbold, la gran autoridad mundial en dinosaurios; Johan Reinhard, el experto arqueólogo de las cumbres andinas; Frans de Waal, especialista en grandes monos y entusiasta divulgador de las muy apreciables costumbres sexuales de los bonobos; Robert Blumenschine, sagaz estudioso de las carroñas de los felinos africanos y, con la información que ellas proporcionan, eficaz investigador de las dietas y estrategias de subsistencia de los homínidos en la primera edad de piedra; también Sylvia Earle, bióloga marina nacida en 1935 y con seis mil horas de inmersión acreditadas. Y entre los escritores, Antón nos transmite su fervor por Conrad, Lord Dunsany o Lawrence Durrell, entre otros.
 
Y debo deciros, para terminar esta reseña ya demasiado extensa, que la mayor parte de estos personajes (unos mil quinientos que, en cómputo apresurado, aparecen en el índice onomástico final), y las peripecias históricas o literarias que protagonizaron no habían sido objeto de un especial interés por mi parte antes de leer los artículos que ahora se recogen en Héroes, aventureros y cobardes -es más, en un número considerable de casos me eran absolutamente desconocidos-, pero el arrebatador estilo -a la vez desenfadado y riguroso- en la escritura, la erudición nada ostensible -aunque en cada reportaje el lector puede acceder, por lo general, a tres o cuatro interesantes referencias bibliográficas-, las muchas pinceladas de un humor irreverente pero siempre amable, la poesía, la melancólica emoción, la admiración con la que se recrean las aventuras vitales de un puñado de hombres y mujeres excepcionales que entregan su vida a la búsqueda de una quimera, y, sobre todo, la convicción, el entusiasmo, la ya mencionada y muy llamativa pasión que Jacinto Antón pone en lo que cuenta, convierten sus textos en imprescindibles y hacen que uno desee poder disponer de mil vidas para leer todo lo que él ha leído, para conocer todos los lugares que él ha visitado, para lograr una familiaridad, como la que él demuestra, con tantos seres humanos que, a lo largo de los siglos, han demostrado su valor y su empuje, su energía, su intrepidez y su coraje, su voluntad, su espíritu y su irrenunciable capacidad de lucha, para hacer avanzar a la especie humana y situarla más cerca de sus sueños.
 
No os perdáis este imprescindible Héroes, aventureros y cobardes, de Jacinto Antón que publica RBA, os aseguro horas de intenso placer. Como complemento musical a la atmósfera de aventura del libro, una canción que habla de viajes, ballenas, hielos y arriesgados marineros, Greenland whale fisheries, interpretada por The Pogues.
 
 
¡Arenas movedizas!
 
Si hay un lugar ideal para pensar en quién te echará de menos son las arenas movedizas. Eso, claro, si estás de humor para reflexionar y no te abandonas a un miedo cerval mientras el suelo, habitualmente un elemento estable en el que depositas confianza, te va tragando con voracidad espantosa. Ahí estaba yo, como el personaje de aventura que no soy, como Tarzán, Allan Quatermain, Tremal-Naik o El hombre enmascarado, hundiéndome inexorablemente, bajo un cielo inmisericorde en un paisaje que se mostraba indiferente a mi agonía. Lo más cerca de morir, oigan, que he estado de momento en mi vida, que no ha carecido de riesgos, reales e imaginarios. Dos pensamientos absurdos cruzaban por mi cabeza entre destellos fulgurantes de pánico: ¿cómo demonios he venido a parar aquí? y ¿se me estropeará el móvil?
 
Nunca sabes qué terrores te puede deparar un día cualquiera, incluso si estás un fin de semana primaveral en un lugar en principio tan poco peligroso como Formentera. Había salido tan ricamente del hostal Rafelet en Es Caló de buena mañana para, en un itinerario muy mío, recorrer la zona de la antigua base militar de hidroaviones en el Estany Pudent -que con buen criterio turístico algunos proponen cambiar de nombre a Estany des Flamencs- y dedicarme a buscar testimonios de los aeroplanos y aviadores. Al tiempo, practicaría el birdwatching con las aves del lago. No podía ser más feliz. La isla se me ofrecía entera en un estado puro y salvaje. Nada que ver con la masificación veraniega. De hecho, se me hacía raro no ver ningún italiano.
 
Llegué al Estany embriagado de aire y de sol. La luz lo llenaba todo, hasta el último rincón de mi alma, excepto cuando una ocasional gaviota se cernía sobre mi cabeza creando un instante fugaz de sombra pasajera. Reencarnado en un Huckleberry Finn con afanes aeronáuticos y pajariles deambulé alrededor del decrépito edificio abandonado de uno de los viejos molinos de agua. Las norias de esas construcciones llevaban el agua del lago hacia los estanques cristalizadores de las salinas a través de acequias y compuertas. Entonces, desde la pared junto al esqueleto de la rueda de palas oteé lo que me pareció un raro chorlitejo. Lleno de entusiasmo salté hacia el borde del lago… para caer en el horror.
 
Lo que parecía tierra firme se convirtió de repente en una masa viscosa digna de los Sundarnbans o los Everglades y me vi de golpe enterrado en ella hasta el pecho. La primera reacción fue de incredulidad. La siguiente ya de gran susto. Era una sensación espantosa, en la que se juntaban el asco y un terror animal, básico. Me sentía como si me tuviera abrazado una gran anaconda, y eso que nunca me ha abrazado una anaconda. El barro, cieno, lodo o qué sé yo en lo que me encontraba me tenía completamente atrapado; igual que la Wehrmacht en Rusia. Lo peor fue cuando noté que no hacía pie y que me seguía hundiendo, lentamente. Es en esos momentos cuando deploras tener mucha imaginación. Me vinieron a la mente todas las escenas de arenas movedizas proporcionadas durante años por la literatura y el cine, incluidas las de Las minas del rey Salomón y Tambores lejanos, sin olvidar la canónica de Peter O’Toole tratando -infructuosamente- de rescatar a su sirviente Daud en Lawrence de Arabia. Hubo un tiempo en que la aparición de arenas movedizas resultaba un elemento fundamental en las películas de aventuras. Ahora, aunque salen en la última de Indiana Jones y en The artist, están en franca recesión. Por lo visto, la gente no cree en ellas, ni las teme. Un artículo de Nature sostenía incluso que es físicamente imposible morir en arenas movedizas, aunque no sepas física. Hay que ver. Que hablen conmigo. Seguramente también era escéptico Rodolfo Fierro, el lugarteniente de Pancho Villa apodado El Carnicero por su sutileza y que murió en 1915 en un pantano de Chihuahua en el que quedaron atrapados él y su caballo mientras sus hombres se apelotonaban para observar la escena sin ayudarle -tanto lo odiaban- pese a que él les prometía hacerlos ricos. Parece que el peso de las monedas de oro le hizo hundirse más deprisa. Lo sacaron cinco días después unos chinos, se ve que costó porque se atascaban las espuelas.
 
Yo no llevaba espuelas, y oro ni te digo, pero me hundía y me hundía, a pesar de Nature y la madre que la parió. Grité pero nadie me oyó. ¡Por una vez que necesitaba a los italianos! Es curioso porque tanto haberme ido preparando toda la vida para las peores eventualidades y no me sirvió de nada. Y eso que conozco tanto los pasos teóricos que seguir para escapar de arenas movedizas como de los cocodrilos (la combinación de ambos suele ser letal). Se lo debo al Manual de supervivencia en situaciones extremas de Piven y Borgenicht, que publicó Salamandra y que da más juego que Sándor Márai si, por ejemplo, has de huir de un puma. Pues bien, según el manual, has de llevar siempre un bastón, ponerlo plano y colocar la espalda sobre él. Desgraciadamente no dice nada sobre qué hacer si careces de palo. O de la armónica del indio mudo de The wind across the Everglades, ya que estamos. Tampoco veía por ningún lado la providencial rama con que se salvan los exploradores.
 
Me dio en imaginar dónde pensaría la gente que me había metido. A lo mejor un día me encontrarían saponificado como a una de esas momias de los pantanos y haría las delicias de los arqueólogos. Qué bien, podría escribir de mí mismo… Desvariaba. Una extraña molicie. Consciente del peligro de dejarme ir extraje con gran esfuerzo un brazo y estirándome con denuedo titánico conseguí aferrarme con la punta de los dedos a un saliente del murete del que había saltado. Palmo a palmo, me arrastré en aquella masa infecta, cálida y pestilente empeñada en retenerme como el abrazo de una maligna madre. Hasta que logré extraerme y me desplomé como algo repulsivo vomitado por el pantano.
 
He salido de las arenas movedizas. Me siento orgulloso aunque también algo preocupado. Los sueños se me espesan cada noche alrededor dejándome a la orilla de la mañana sudoroso y con los músculos agarrotados. He sobrevivido al pantano, sí, ¡pero a qué precio! Conozco la voluntad de la tierra, y su paciencia es infinita.