Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de noviembre de 2010


FERNANDO ARAMBURU. LOS PECES DE LA AMARGURA

Hola, buenas días oyentes de los miércoles, buenas tardes, seguidores de los viernes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, ese modesto intento que hacemos aquí, en Radio Universidad de Salamanca, por ofreceros semanalmente una sugerencia de lectura que pueda ser de vuestro agrado.

Hoy os traigo un colección de cuentos que seguro va a interesaros. Se trata de Los peces de la amargura, su autor es Fernando Aramburu y lo publicó la Editorial Tusquets en 2006.

Fernando Aramburu, nacido en San Sebastián, aunque residente en Alemania, es un escritor ya ciertamente consolidado en el panorama de la literatura española actual. Desde su debut en 1997 con el magnífico y muy premiado Fuegos con limón hasta hoy ha publicado cerca de una decena de obras entre colecciones de cuentos, novelas e incluso relatos infantiles, pero es quizá, este Los peces de la amargura el libro que más repercusión ha tenido fuera de los estrechos límites de los círculos literarios.

Pese a que el País Vasco ya había aparecido, con una presencia más o menos destacada, en la obra de Fernando Aramburu, es en esta recopilación de cuentos donde las calles, los paisajes y sobre todo la gente, los ciudadanos de su tierra de origen desempeñan un papel esencial. Y si hablo de ciudadanos es porque Los peces de la amargura, más allá de una excelente colección de relatos, es también una obra con un enorme valor cívico, es una propuesta literaria con una, a mi juicio, manifiesta voluntad de intervenir en la vida pública, en el debate social o, si no a intervenir, si al menos a mostrar las consecuencias humanas del mal llamado ‘problema vasco’; un problema que fundamentalmente es el que genera la persistencia enloquecida del terrorismo etarra.

Me gustaría que quedara claro a nuestros oyentes, no obstante, que Los peces de la amargura es una obra literaria; no es un documento, no es un alegato político, no es un ensayo que crítica la locura y el terror de ETA, no es, ni mucho menos, un panfleto a favor de las víctimas del terrorismo, aunque, claro está, hay denuncia de los crímenes, y de los silencios y de las complicidades que los permiten, y hay también homenaje a quien sufre la violencia etnicista de la banda. Pero que nadie espere una crónica periodística al uso. Estamos ante literatura con mayúsculas; el lector que se enfrente con estos cuentos va a encontrarse, ante todo, una sobresaliente calidad literaria. Y así quiero llamaros la atención sobre la aparente sencillez de la escritura de Fernando Aramburu, su sobriedad narrativa -no hay grandes dramatismos en los relatos-, la modestia de sus recursos estilísticos, el dominio de las técnicas de escritor para conseguir una naturalidad, una proximidad que nos conmueva. Y os puedo asegurar que en casi todos los relatos trasluce la emoción, y la mayor parte de ellos yo los he leído con un nudo en el estómago.

Todos los cuentos que se presentan en el libro tienen como protagonistas a ciudadanos anónimos, a personas de la calle, a gentes comunes, a seres normales, pero cuya vida cotidiana, su ordinaria rutina, que es la misma que la de cualquiera de nosotros, se ha visto perturbada de un modo trágico por la barbarie terrorista. Son historias que parten de perspectivas diversas, aunque unidas por el hilo conductor de la violencia. Y así, asistimos a las vivencias de un padre cuya existencia queda afectada para siempre por la invalidez de su hija tras un atentado, a la huída triste y resignada de la mujer de un policía que abandona su pueblo por el acoso del que es objeto, al fastidio cobarde y egoísta de un matrimonio ‘equidistante’ por los efectos que sobre ellos tiene el hostigamiento a un vecino, al suicidio de un hombre por la mera sospecha, inducida por el entorno terrorista, de colaboración con el ‘enemigo español’, a las amenazas cínicas de la madre de un etarra encarcelado, o a la vida destrozada de un joven, marcado desde niño por el asesinato de su padre, cuando ambos se encaminaban al cine.

Es precisamente un estremecedor fragmento de esta última historia el que quiero leeros para despedir la sección por hoy. Leed este libro de Fernando Aramburu y, además de disfrutar de unos placenteros momentos de lectura, sin duda aprenderéis más sobre la vida y sobre la, perdonad el tópico, heroica resistencia de muchos ciudadanos anónimos frente a la violencia del terror.

Música vasca también, como complemento a mi recomendación de esta tarde. El acordeonista Kepa Junquera con la pieza que da nombre a un álbum de hace unos años, Hiri.


Faltaría cosa de diez minutos para el comienzo de la película. Ya habíamos sacado las entradas. Y es que vivíamos en las afueras y siempre era un lío encontrar aparcamiento. Cuando íbamos al cine, salíamos de casa con bastante adelanto para no tener después que apresurarnos. A mí, como tantas otras veces, me entró capricho de beber horchata. Yo es que sin mi horchata no iba a ninguna parte. Por esa razón veníamos los dos andando de aquel puente, pues al otro lado del río había, ahora no lo sé, una tienda de helados donde servían horchata. Te la sacaban con un cazo de unos cántaros de metal. Me gustaba mucho. Blanca, fresca, dulce, una delicia que desde entonces no he vuelto a probar. Mi padre no me negaba nada, con que allá fuimos.

A la vuelta vi que de un jardín que hay detrás de este hotel salieron dos individuos. En esos momentos, un niño de nueve años, ¿qué va a pensar? Imagino que los asesinos tendrían el portal de nuestra vivienda vigilado. Ellos o sus cómplices. Apenas hora y media antes habíamos decidido ir al cine. Y el caso es que mi madre estuvo a punto de acompañarnos. Imagínate, me podía haber quedado huérfano del todo.

Mi padre no se percató de que nos seguían. Me estaba explicando algo sobre los peces del río y sobre una caña de pescar que le habían regalado de joven. Cruzamos la carretera, y al llegar a este lugar un ruido a la espalda golpeó mi atención. No te sabría decir si fue un carraspeo, una tos o una palabrota. Lo único que sé de cierto es que me volví. Uno de los dos individuos nos había dado alcance. Tenía una pistola en la mano. A mi padre le faltó tiempo para volverse. Ya con el primer disparo se desplomó.

-¿Y qué hiciste mientras tu padre recibía los disparos?, dije, y al preguntárselo me mordí el labio para no dejarme arrastrar por la emoción. Ver a mi padre caído fue un golpe duro para mí. Cuando, además, me di cuenta de que echaba sangre ya no lo pude aguantar y clavé la mirada enfrente, en la pared del Victoria Eugenia. Esperaba que el tipo de la pistola se marchase para que mi padre se pudiera levantar. Fíjate lo que son las cosas, me preocupaba que nos perdiéramos el comienzo de la película.




miércoles, 17 de noviembre de 2010

GUSTAVO MARTÍN GARZO. TODAS LAS MADRES DEL MUNDO

Hola, buenas días o buenas tardes, según el día de la semana en que me escuchéis. Bienvenidos. Os saludo una semana más desde aquí, desde Todos los libros un libro, desde donde todos los miércoles a las diez de la mañana o los viernes a las cinco y media de la tarde os ofrezco mi peculiar recomendación literaria.

Hoy quiero presentaros un librito encantador, muy tierno y lleno de dulzura. Se trata de Todas las madres del mundo, lo publica la editorial Lumen y su autor es el vallisoletano Gustavo Martín Garzo. El libro es una reedición del que vio la luz en el año 2003 en la editorial RqueR, entonces con el título de Pequeño manual de las madres del mundo, y que como os digo ahora reaparece en una nueva edición más cuidada y con ligeras modificaciones.

No voy a contaros nada de Gustavo Martín Garzo, aparte de por nuestras habituales premuras de tiempo, porque es, además, un escritor y un personaje suficientemente conocido, en especial en Salamanca, en donde ha estado infinidad de veces dando conferencias, presentando sus ya muchos libros y firmándolos en distintas Ferias.

Si quiero hablaros, en cambio, brevemente de este libro; si querría ofreceros, al menos, unas ligeras pinceladas que ayuden a esbozar una idea general sobre esta especialísima propuesta literaria de Martín Garzo. El libro consiste en la descripción, llena de ironía y humor, de poesía y sensibilidad, de alegría y felicidad, de cincuenta tipos de madres (cincuenta y nueve en la primitiva edición). Son relatos brevísimos, de una o dos páginas de extensión como máximo, escritos a partir del encargo de un cuento que una ONG le hizo al escritor y que éste fue haciendo crecer hasta que aquel pequeño esbozo original se convirtiera en el volumen que hoy comentamos.

Martín Garzo confiesa haber escrito el libro para que las madres sean felices leyéndolo. O, mejor dicho, para que prolonguen con su lectura la felicidad que sienten junto a sus niños y disipen, con un poco de humor e ironía, el miedo de verlos crecer. Y ciertamente la lectura del texto es siempre gozosa, pasamos sus páginas con una sonrisa en la boca, asistiendo con agrado a la tierna imaginación que despliega el escritor vallisoletano en sus retratos maternales.

Las descripciones de estas distintas tipologías de madres (las madres vampiro, las imprudentes, las que se infantilizan, las madres dadivosas, las desconfiadas, las madres canguro, las madres pájaro, entre otras) se mueven entre la fantasía, ese terreno de los cuentos y las leyendas que tanto gusta a Martín Garzo, y la más prosaica cotidianidad, a la que siempre se observa con un sentido realista que, de tan pegado al mundo práctico, a veces acaba pareciendo también, imaginativo y ficticio, como podréis observar en el cuento que he seleccionado para leeros hoy.

Pero en general, los brevísimos retratos ofrecen una muestra variada de los distintos aspectos, tantas veces ambiguos o abiertamente contradictorios, de las personalidades maternas: las vacilaciones, la ternura, la tristeza, las dudas, el amor, la dulzura, las aprensiones y los miedos, los afanes y las esperanzas, las preocupaciones, los sufrimientos, el encantamiento, la entrega, y tantas otras manifestaciones habituales de las relaciones entre las madres y sus hijos. Y así, por ejemplo, las madres pez, al carecer de brazos o tentáculos, no pueden agarrar a sus hijos, no son capaces de experimentar la deliciosa intimidad de un abrazo, sufren el desapego de sus vástagos y envidian a las madres humanas por la posibilidad que estas tienen de acceder a un mundo de estremecimientos y dulzuras que a ellas les están vedadas; o las madres maestras, que ya inmediatamente después del parto no se permiten el pensar en los deleites que el contacto con sus hijos les reportaría a ambos y empiezan a urdir una espesa trama de exigencias y obligaciones creadas con el afán de educar convenientemente a sus pequeños, o las madres extraterrestres, obsesionadas porque sus hijitos no muestren a otros niños sus extraordinarias facultades, a las que se entregan en secreto en los sótanos de sus casas: volar sobre las ramas más altas de los árboles, andar sobre el agua, tocar el fuego sin quemarse.

He elegido para mi lectura final de hoy el primero de los tipos de madres que Martín Garzo nos ofrece, el de las madres trapecistas. Espero que a través de su escucha podáis haceros una idea certera de cuál es el amable tono del libro, de su inocencia, de su encanto, de su extraordinaria belleza.

Para ilustrar musicalmente la emisión os dejo un clásico de Paul Simon, muy apropiado al tema tratado, Mother and child reunion, publicado en 1972.

Lo primero que pensaban las madres trapecistas cuando por fin tenían a su bebé en los brazos era que había llegado el momento de abandonar su profesión. Una profesión ciertamente envidiable y hermosa, pero también bastante insensata, que las forzaba a asumir riesgos poco compatibles con aquella nueva responsabilidad, ya que atender a un recién nacido durante las primeras semanas de vida era una de las cosas más absorbentes y llenas de incertidumbre que existían. De modo que, a su regreso del hospital, anunciaban a bombo y platillo en el circo su propósito de retirarse. Sus compañeros, especialmente los más experimentados, asentían con la cabeza, aun sabiendo, por otros casos como ése, que no deberían tomarse demasiado en serio esa decisión. Es difícil haber probado el aire del trapecio y olvidarse de él. Era como una droga, porque allí arriba, en el trapecio, parecías tener algo de lo que los demás no sabían nada. Y en efecto, pasados esos primeros meses de atenciones y dulces sobresaltos en que los cuidados de aquel bebé ocupaban todo su tiempo, las trapecistas volvían una tarde a dejarse caer por el circo, y unos días después, como el que no quiere la cosa, estaban de nuevo colgadas en el trapecio. Y, aunque durante las primeras semanas se mostraran demasiado cautas, rehuyendo los números más arriesgados, muy pronto sólo vivían para descubrir esas nuevas formas de hacer posible lo que no lo parece, que es la eterna búsqueda del trapecio. Y poco a poco sus ojos y su piel volvían a adquirir ese brillo incomparable, en todo semejante al que se produce al hacer el amor, que era la causa de su indiscutible poder sobre los hombres. Como si allí arriba, junto a la carpa, llegaran a vivir una vida distinta, una vida que nada tenía que ver con aquella que llevaban en el suelo, ni estaba sujeta a las mismas obligaciones o leyes, y en la que incluso llegaban a olvidarse de sus propios nombres y sus propias familias. Tal vez por eso, cuando regresaban a sus casas y volvían a encontrarse con sus bebés, las embargaba un sentimiento de culpabilidad que las llevaba a hacer todo lo posible para mantenerlos apartados de aquel mundo lleno de riesgos y de estricta amoralidad que era el mundo vertiginoso del trapecio. Se volvían entonces extremadamente protectoras y les llevaban a colegios de frailes y monjas, tratando de que el día de mañana se inclinaran por alguna de esas profesiones -médicos, maestros, ingenieros de caminos o técnicos de telecomunicaciones- que quieren para sus hijos e hijas los padres y madres normales. Nada que tuviera que ver con aquel mundo de locos maravillosos, de criaturas extrañas y de dulces perversidades, que era el mundo del circo. Pero también esto duraba sólo un tiempo y, sin duda, el día más feliz de la vida de las madres trapecistas era aquel en que, al entrar en la habitación de su hijita para darle las buenas noches, se la encontraban dormida con toda naturalidad en lo alto del armario.



miércoles, 10 de noviembre de 2010


PAUL AUSTER. BROOKLYN FOLLIES

Hola, buenas días si nos estáis escuchando en miércoles, buenas tardes para quienes lo hagáis en viernes. En cualquier caso, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy quiero presentaros una estupenda novela de Paul Auster. Brooklyn Follies es su título y se publicó en 2006 por la editorial Anagrama.

Paul Auster es un escritor formidable. Hay en él un rasgo que a mí como lector, más allá de juicios académicos, me entusiasma y es su capacidad para contar historias que atrapan. Todas sus novelas, y Brooklyn Follies no es la excepción, están llenas de pequeños relatos que se mezclan, de narraciones aparentemente autónomas que se imbrican, de historias que se entrecruzan, formando un tapiz, una especie de red, en la que el lector queda enganchado desde las primeras páginas.

Pero Paul Auster no sólo es un extraordinario narrador, tiene, además, por así decirlo, una visión del mundo. En sus novelas hay siempre un acercamiento a las grandes cuestiones que preocupan al hombre actual. De hecho, el jurado que le concedió el premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2006, resaltó en su obra “la renovación literaria de varios géneros (narrativa, poesía, ensayo, guión), su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual, su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo y su capacidad para captar la atención del público joven”.

El protagonista de la novela de Auster es un anciano judío que vive en el Brooklyn en nuestros días, recuperado de un cáncer de pulmón y decidido a morir tranquilo alejado del fragor del mundo, escribiendo lo que el denomina ‘El libro del desvarío humano’. El reencuentro con un sobrino al que hace años que no ve, la aparición de la niña Lucy y el contacto con muchos personajes más que aparecen en su vida le hacen cambiar la perspectiva de su existencia y pasar de su inicial desánimo a la ilusión esperanzada. Pero, más allá de esta leve trama argumental, en la novela hay infinidad de historias, de digresiones, de, como siempre en Auster, metaficción, de relatos de vidas humanas, inusualmente optimistas y felices.

Voy a leeros un largo fragmento de Brooklyn Follies, con el que despediremos el espacio por hoy. No me importa minimizar el peso de mis comentarios reduciéndolos a lo esencial -hoy, ni siquiera eso- con tal de que podáis escuchar una historia como la que ahora os leeré que no sólo es magnífica en sí misma, sino que, a mi juicio, resulta central en la novela e incluso, en cierto modo, concentra el espíritu que guía toda la obra de su autor. Os pongo en antecedentes para una mejor comprensión del texto: Kafka está en Berlín en el otoño de 1923, primavera de 1924. Está gravemente enfermo. Tiene sus días contados y los pasa con Dora, la única mujer con la que vivirá jamás. En un momento de la novela, y como uno más de los muchos desvíos de la obra, aparecerá esta historia que Kafka vive en esa época berlinesa de su enfermedad.

Como cierre musical de la emisión, y teniendo en cuenta el título del libro y el barrio en el que se desenvuelve la obra entera y aun la vida de Paul Auster, os ofrezco Brooklyn, un pequeño clásico de Steely Dan.

Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. Tu muñeca ha salido de viaje, le dice. ¿Y tú cómo lo sabes?, le pregunta la niña. Porque me ha escrito una carta, responde Kafka. La niña parece recelosa. ¿Tienes ahí la carta?, pregunta ella. No, lo siento, dice él, me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo. Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe que pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?

Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.

Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas. Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.

Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar en un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.



miércoles, 3 de noviembre de 2010

JULIO CORTÁZAR. CUENTOS COMPLETOS

Hola, buenos días o buenas tardes si nos seguís en la redifusión de los viernes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy empezamos, plenamente, de verdad, con nuestro espacio, la semana pasada me limité a contaros los rasgos generales del programa, no se trató, en realidad más que de un anticipo; pero hoy no, hoy voy a presentar el primer libro de los muchos que, semana a semana, os iré ofreciendo, aquí, en Radio Universidad de Salamanca.

Y como estamos ante un programa inaugural, he elegido un libro que puede servir como ejemplo paradigmático, como muestra representativa de lo que va a ser nuestra emisión a lo largo de las próximas semanas. Se trata de los Cuentos completos de Julio Cortázar, aparecidos por primera vez en 1994, reunidos en dos tomos por la Editorial Alfaguara, aunque su extraordinario éxito comercial ha provocado una sucesión constante de reediciones posteriores, estando además publicados bajo otros formatos, en antologías varias, en ediciones de bolsillo, en concreto en Alianza Editorial.

Quiero aclararos de entrada, muy brevemente -ya sabéis que sólo disponemos de diez minutos, música incluida-, algunas razones por las que he escogido esta obra para empezar la presente temporada de Todos los libros un libro. En primer lugar, y tal como os conté hace siete días, porque a Julio Cortázar debemos el título de nuestro programa. Uno de los cuentos que recoge la colección que hoy os presento, uno de los más conocidos y mejores cuentos de Cortázar, se llama Todos los fuegos el fuego, un título al que de manera obvia y sin ningún tipo de disimulo remite nuestro Todos los libros un libro.

Además, los cuentos del genial escritor argentino son especialmente radiofónicos, y algunos de ellos han sido objeto de emisiones a través de este medio en ámbitos muy distintos y países diversos. Y ya veréis, permitidme que me atreva a este pronóstico inmodesto, cómo el relato que hoy voy a leeros va a interesaros y va a “sonar” muy bien aquí a través de las ondas.

Pero es que además Julio Cortázar es una gran figura de la literatura del siglo XX, un escritor de una calidad excelente, y sobre todo uno de los mejores cuentistas hispanoamericanos de todos los tiempos; es, por lo tanto, un referente literario de primer orden, que va a suponer, sin duda, una muy apropiada, una magnífica puerta de entrada a nuestras emisiones.

Y como este espacio, este Todos los libros un libro es muy corto y no tengo tiempo para casi nada, y como, además, siempre prefiero que hable el texto de referencia más que la torpe voz de este presentador, paso a leeros un cuento muy breve de Julio Cortázar contenido en esta colección de sus Cuentos Completos, publicados por Editorial Alfaguara. Continuidad de los parques se llama el cuento, y contiene gran parte de los rasgos característicos de los relatos cortazarianos: la idea de excepcionalidad, es decir, de una cierta suspensión de la realidad provocada por la inmersión que hace el autor, y que su maestría es capaz de inducir en el lector, en un territorio inicialmente conocido, pero transformado a través de la narración en un espacio distinto, con tintes oníricos y surreales; la noción de apertura, de proyección de la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que trasciende la anécdota o la historia relatada; la concentración, la capacidad de condensar en pocas páginas toneladas de significatividad, por decirlo así, a partir de hechos triviales o rutinariamente cotidianos: el simple acto de ponerse un jersey, el habitual regalo de un reloj de pulsera, el descenso diario a las entrañas del metro se convierten en los cuentos de Cortázar en atisbos de la esencia misma de la condición humana; la intensidad, la eliminación de los elementos superfluos; el humor muy sutil pero omnipresente; el misterio, la sorpresa, el giro final inesperado y revelador, la esclarecedora vuelta de tuerca que desconcierta e ilumina, que casi siempre provoca un choque intelectual y, por ello, nos abre la conciencia.

En fin, siento que este comentario sobre la obra cuentística de Cortázar deba acabar así, de un modo tan escueto y superficial, pero quiero dejaros íntegro Continuidad de los parques, su espléndido cuento incluido en los dos tomos de Cuentos completos publicados por Alfaguara. Con él nos despedimos hasta la semana que viene, no sin antes mencionar que tras la lectura del relato escucharéis Fine and mellow, una maravilla de Lester Young y Billie Holiday, tan queridos del escritor argentino. Hasta dentro de siete días.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.

Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.

Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.

Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Apostilla sólo para el blog (recordad que el texto precedente es la transcripción literal de mis palabras en la radio, sin retoques posteriores; no tengo tiempo para reelaboraciones): siempre he pensado en Magritte y en el cuadro que acompaña esta entrada, La condición humana, como el correlato pictórico de Continuidad de los parques. Espero que disfrutéis de ambos.