Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de septiembre de 2022

JOYCE CAROL OATES. BLONDE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Termina el mes de septiembre y cerramos con él la serie de propuestas que os he venido presentando tras nuestro retorno estival, centradas todas en el cine y que han aparecido aquí con la innecesaria excusa de la llegada del festival de San Sebastián a su septuagésima edición, finalizada hace apenas unos días, y el cumplimiento de los noventa años de la creación del Festival de Venecia. Mis recomendaciones de estas semanas atrás no sólo han girado sobre libros vinculados en general al séptimo arte, sino a un tipo de cine en particular, el que podríamos llamar clásico, el que entre las décadas de los treinta y los sesenta del pasado siglo acabó por conformar la imagen que hoy resulta “canónica” del cine como fábrica de sueños, como entretenimiento masivo, como instrumento de seducción y conocimiento, como arte, como fenómeno cultural, también como provechosa industria, a partir de centenares de películas que ayudaron a “construir” y desarrollar los grandes géneros cinematográficos, el western, el policial, la alta comedia, el melodrama, entre otros, que se asocian hoy, y así es ya para siempre, a lo que, de modo magistral, se configuró en aquellos años. En los tres anteriores programas del ciclo os he presentado interesantes libros sobre filmes, directores, actores y actrices que representan las más altas cimas del cine de esa época y, por tanto, de todos los tiempos, como El hombre que mató a Liberty Valance, Lo que el viento se llevó, Vértigo, El apartamento, Billy Wilder, Alfred Hitchcock, John Ford, Gary Cooper, Cary Grant, James Stewart, John Wayne, Grace Kelly o Kim Novak, por citar sólo a los más destacados de los muchos nombres presentes en mis reseñas. Unos comentarios que, más allá de su finalidad principal - proponer la lectura de algunos libros de interés innegable (diez en total, en las tres emisiones ya radiadas)-, contenían también una invitación a adentrarse en las espléndidas e inagotables filmografías de los creadores y artistas mencionados, integradas por decenas de películas (y me quedo corto) que, insisto, forman parte hoy del inexcusable canon de la historia del cine. 

Esta tarde ponemos fin a este apasionante viaje cinematográfico de Todos los libros un libro con una novela, muy vinculada, claro, al universo del cine, y que, al margen de esa relación y de su calidad y su valor intrínsecos, aparece aquí en estos días por razones de oportunidad, pues la película basada en sus más de novecientas páginas se estrenará en Netflix hoy mismo, 28 de septiembre, aunque ya ha podido verse en los dos festivales mencionados, Venecia y San Sebastián. Se trata, quizá muchos ya lo habréis adivinado, de Blonde, el libro de Joyce Carol Oates en el que la prolífica escritora norteamericana recrea novelísticamente la vida de Marilyn Monroe. Andrew Dominik, un director de reducida trayectoria, con un par de documentales sobre Nick Cave y, entre alguna otra, dos películas protagonizadas por Brad Pitt (Killling them softly y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford), es el realizador del filme, con el mismo título que la novela, en el que “nuestra” Ana de Armas interpreta de manera formidable a la universal estrella rubia. 

Blonde -el libro, la película no he podido verla todavía- se publicó originariamente hace ya más de veinte años, en 2001. En nuestro país apareció en 2012, cuando se cumplió el medio siglo de la muerte -el 5 de agosto de 1962- de la deslumbrante e icónica estrella mundial. Son ahora sesenta los años transcurridos desde su muerte, otra circunstancia relevante, por si no hubiera más, para presentaros ahora el libro que, en traducción de María Eugenia Ciocchini, publica, con éxito duradero y reediciones constantes, la editorial Alfaguara. A propósito de la traducción, debo señalar que en las últimas ediciones se han modificado los títulos de algunas películas, inicialmente en inglés y adaptados ahora a su denominación en español, y también la grafía de algún nombre propio. 

Joyce Carol Oates nació en Lockport, Nueva York, en 1938 y es una de las grandes figuras de la literatura contemporánea estadounidense. Es autora, como señala la editorial en su presentación, de más de medio centenar de novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción, once libros de poesía y nueve obras de teatro en sus más de cinco décadas de trabajo. Ha sido galardonada con numerosos premios, como el National Book Award, el PEN/Malamud Award, el Prix Fémina Étranger y, en España, con el Premio BBK Ja! Bilbao por el «modernísimo humor negro de su obra» y el Premio Pepe Carvalho 2021. En 2010 recibió la National Humanities Medal, el más alto galardón civil del gobierno estadounidense en el campo de las humanidades y, en 2012, el Premio Stone de la Oregon State University por su carrera literaria. 

Alfaguara ha publicado en España más de quince de sus libros, pese a lo cual, pese a la muy extensa presencia de su obra en nuestras librerías, yo no había leído ninguno de ellos hasta que me embebí, simultáneamente entusiasmado por la lectura y apenado por no haberme decidido antes a conocer otros de sus títulos, en este deslumbrante Blonde

El libro se abre con una Nota de la autora muy elocuente sobre el propósito que ha movido y el planteamiento que sigue Joyce Carol Oates en la redacción de su novela. Blonde es una «vida» radicalmente destilada en forma de ficción y, a pesar de su longitud, el principio de apropiación es la sinécdoque, afirma, de entrada, aclarando a continuación: Por ejemplo, en lugar de los múltiples hogares de acogida en los que vivió Norma Jeane de pequeña, Blonde explora solamente uno, y éste es ficticio; de sus numerosos amantes, crisis médicas, abortos, tentativas de suicidio e interpretaciones cinematográficas, Blonde muestra un grupo selecto y simbólico. Del mismo modo opera la escritora con otros aspectos de la biografía del mito. Es sabido, en este sentido, que Marilyn llevaba un diario personal y escribía poemas, de más que dudosa calidad. Oates incluye sólo dos verdaderamente suyos, inventando el resto de los que incorpora. También recoge frases, reflexiones y pensamientos de la propia “diva”, extraídos de entrevistas reales, aunque muchos de ellos, confiesa, son falsos. En la larga lista de libros que Monroe lee a lo largo de su vida y que la novelista nos “muestra” en manos de la estrella hay, igualmente, algunos imaginarios. En definitiva, y como también indica Oates, quien desee conocer datos biográficos fidedignos de Marilyn Monroe no debería buscarlos en Blonde, que no pretende ser un documento histórico, sino en biografías autorizadas (mencionando a continuación cinco esenciales). 

Y, sin embargo, el libro, monumental, es espléndido no sólo porque invita e induce a una lectura arrebatada sino, sobre todo, porque, pese a la posición de partida, claramente “novelística”, de su autora, el lector acaba por conocer a fondo tanto los aspectos más destacados del personaje público, ya divulgados y objeto de general conocimiento, como lo esencial de la personalidad y la vida íntima de la infortunada actriz. Y todo ello de una manera fidedigna y verosímil, convincentemente “real”, a pesar de los elementos inventados, de modo que, en todo momento, uno “ve” a la “verdadera” Marilyn (Blonde es un ejemplo perfecto de la tesis de Vargas Llosa en La verdad de las mentiras: la ficción literaria permite desvelar con insuperable autenticidad los entresijos del alma humana, mostrar la verdad del corazón, de la emoción, del sentimiento, vislumbrada a través de la siempre fría crónica de los hechos, de las grabaciones documentales, de los testimonios recogidos en los archivos). Siguiendo una estructura cronológica -el libro se abre en 1932, cuando la entonces niña cuenta apenas siete años, y se cierra a su muerte en agosto del 1962, tras una existencia de sólo treinta y seis años y sesenta y tres días, en cómputo exacto de la autora-, aunque con notables elipsis y ligeros juegos temporales, con destellos del pasado y flashbacks oníricos que surgen entre las escenas del presente, Oates presenta a su personaje a través de una muy variada conjunción de técnicas; integrando los diversos materiales literarios utilizados; intercalando versos, citas, transcripción de documentos, monólogos interiores; llevando a cabo frecuentes cambios de registro, pasando de la tercera a la primera persona; introduciendo otras voces -y, por tanto, otras perspectivas- diferentes a la de la propia actriz o a la de la narradora omnisciente (podemos oír, así, a Norma Jeane y a Marilyn Monroe, en un juego dual -la persona y su personaje- que constituye una de las claves de la novela; a sus maridos y amantes varios a lo largo del tiempo; a los productores y directores que tuvieron la oportunidad de trabajar con ella en el set; a los muchos actores que la conocieron; a sus médicos personales; a sus maquilladores; a las personas que la tuvieron bajo custodia cuando era una niña de acogida; a su madre, la mujer que, en su escasa presencia y en su dilatada y sufriente ausencia, desempeñará un papel esencial en la personalidad de la actriz y en su infausto destino); e incorporando de continuo frases en cursiva, que recogen los pensamientos de los personajes (sobre todo de la propia Norma Jeane) y ponen el contrapunto subjetivo a la objetividad de los hechos narrados. Sin embargo, el tono general del relato es uniforme y, pese a la relativa polifonía y la variedad de puntos de vista, el lector no pierde en ningún caso la sensación de continuidad, en una narración fluida y, como digo, arrebatadora. 

La novela nos muestra las múltiples facetas de un personaje inagotable, complejo, contradictorio, una mujer simultáneamente ingenua y torturada, desesperada e inocente, seductora e inestable. La mujer deseada por todos, la encarnación (en sus pechos, en sus nalgas y en sus caderas, en su boca y en su pelo, en su cuerpo entero) de todas las fantasías masculinas, la personificación y el rotundo símbolo del erotismo y el sexo, la icónica imagen que sedujo al mundo entero desde las pantallas, las carteleras y las portadas de las revistas, esa Marilyn Monroe con categoría de mito que escondía, no obstante, en su más recóndito interior, a Norma Jean, la niña insegura, llena de miedos y vacilaciones, dañada por la mirada depredadora de los hombres, obligada a sobrevivir en un universo violento y agresivo, siempre sola en su intimidad, víctima ansiosa de sus terrores, presa de una permanente sensación de abandono y desesperación, demandando la constante aprobación del mundo, afligida por una enfermiza necesidad de ser querida, amada, deseada, perdida en su desesperada búsqueda de una identidad que dotara de sentido al vacío de su alma. Esa dualidad perturbadora, ese conflicto constante entre la sensibilidad, la ternura y la inocencia de Norma Jeane Baker, tantas veces inaccesibles hasta para ella misma, y la Marilyn inventada, una artificial construcción de Hollywood, todo lentejuelas, pelo rubio platino, intenso brillo rojo de labios, es uno de los recurrentes leitmotivs del libro. La agotadora -y a la postre fracasada- batalla de una muchacha sencilla por sobrevivir a esa imagen de estrella aparentemente frívola y superficial, de oxigenada muñeca sin cerebro, por demostrar su verdadero talento, su condición de actriz, permea la narración entera y ofrece la que, quizá, es la explicación última de la muerte de la diva. 

Como ha escrito algún crítico, la historia que Oates nos cuenta tiene algo de cuento de hadas y de pesadilla emocional. “Cuento de hadas”, sí, porque conocemos los sueños de una niña de dolorosa infancia, hecha de heridas y carencias, que perdurarán en la mujer adulta y que se encarnan en algunos personajes arquetípicos: la Amiga del Espejo, la Bella Princesa, el Príncipe Encantado, el Ex−Deportista, el Dramaturgo, el Presidente, personificaciones de los quiméricos anhelos de Norma, de sus ilusiones y sus esperanzas (en el amor, en los hijos, en la vida estable). Pero también, tristemente, “pesadilla emocional”, porque a diferencia del final feliz de las fantasiosas fábulas infantiles, la vida de Marilyn será una sucesión de duras pruebas y sufrimientos constantes: abandono del padre, violencia por parte de una madre demente, estancias en orfanatos y familias de acogida, abusos sexuales por parte de adoptantes y profesores, decenas de novios atraídos por una belleza y un desarrollo corporal impropios de una niña de doce, catorce, dieciséis años, una boda precoz y fallida, adolescentes apariciones como vulgar pin-up de calendarios, desnudos fotográficos para revistillas y almanaques, victorias fugaces en baratos certámenes de Miss, anónimas e imperceptibles intervenciones en películas de segunda fila, infinidad de episodios de violaciones y acoso sexual con actores, fotógrafos, agentes y productores, abortos -espontáneos y provocados-, consumo de amargos cócteles de ansiolíticos, drogas, barbitúricos, tranquilizantes, codeína, Nembutal, Demerol, Benzedrina, Dexamyl, Dexedrina, Seconal, Miltown, hidrato de cloral, un inagotable arsenal farmacológico, por fin la notoriedad y la fama, el acceso al estrellato, decenas de amantes, más matrimonios. Pero, incluso tras el éxito rutilante, tras el ostentoso glamour, tras la belleza joven, sonriente, voluptuosa, de un atractivo carnal irresistible que conocemos por sus películas y sus fotografías, continúan las turbulencias, la violencia doméstica y las humillaciones, y persiste la Norma Jean atormentada, destructiva, presa de la vulnerabilidad, la desconfianza, la ansiedad, la timidez y las vacilaciones, el tartamudeo, la fragilidad, la avidez de cariño y reconocimiento que fragua en una promiscuidad sexual a la vez triste y enternecedora, la inestabilidad emocional, los temores, los conflictos, el infierno de una mujer/niña que nunca encontró la paz que ansiosamente persiguió toda su vida. 

Más allá del profundo análisis de la personalidad de la actriz, de la apasionante ficción biográfica en que consiste, Blonde interesa, en un plano muy secundario, pero, aun así, sugerente, por su condición de fresco histórico, porque el recorrido por la vida de Marilyn lo es también por la sociedad de su tiempo, lo que permite al lector conocer la sociedad estadounidense de los años cuarenta a sesenta del pasado siglo. Por el libro pasan la incorporación de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial; la euforia optimista tras la victoria (estaban en otra era, la de la próspera posguerra. De los escombros de Europa y las demolidas ciudades de Hiroshima y Nagasaki había brotado un palpitante mundo nuevo); el posterior dominio hegemónico norteamericano como primera potencia mundial; la inusitada ola de fantasías, esperanzas y anhelos, también de ansiedad, discriminación y violencia, que generó una época de cambio tras el final de la contienda; los conflictos bélicos posteriores en Asia, singularmente la guerra de Corea; la paranoia anticomunista, reflejada especialmente en el Código Hays, la Junta de Investigación y el Consejo de Control de Actividades Subversivas, las delaciones de intelectuales, las detenciones de artistas y creadores, la ejecución de los Rosemberg; el encuentro entre el presidente Eisenhower y representantes de la recién fundada República Federal de Alemania; las pruebas de la bomba de hidrógeno en el atolón Bikini, en el Pacífico Sur; los inicios de la “guerra fría”, el incidente de Bahía de Cochinos, en Cuba, la crisis de los misiles; las manifestaciones antirracistas con el reverendo Martin Luther King a la cabeza; la “exportación” de los valores, iconos y sueños de esa “América” dueña del mundo, a través de un Hollywood que actuará como referente cultural de la humanidad entera (el cine era la religión de Estados Unidos). Y todo ello en un recorrido paralelo al de la propia actriz, como si Joyce Carol Oates quisiera subrayar las concomitancias de los destinos individual y colectivo, finalmente imbricados en las intrigas políticas, secretas, quizá falsas, que acabaron en la misteriosa y aún inexplicada muerte del icono (en la novela se apunta a la intervención determinante del FBI). 

Al margen de algunos incisos y de breves excursos entre “secciones”, el libro se articula en cinco grandes apartados, La niña, que abarca los años entre 1932 y 1938; La adolescente, que recorre la etapa entre 1942 y 1947; La mujer, centrada en el tiempo que va de 1949 a 1953; Marilyn, que se ocupa del segmento entre 1953 y 1958; y, por fin, La otra vida, que da comienzo en 1959 y llega hasta el 1962 de la muerte de la artista. 

En la primera etapa nos asomamos a la infancia desvalida de Norma en Los Ángeles. Una madre -Gladys Mortensen- joven, soltera, recién despedida de La Productora, ella también vinculada al cine como montadora, que la quiere y la maltrata; los múltiples amantes de Gladys; la penuria económica; la sucesión continua de casas, a cual más destartalada; la necesidad de un hogar; la ausencia del padre -una foto en el espejo-, la sensación de abandono y de carencia; la adorada abuela, Della Monroe; la enfermiza, casi patológica, necesidad de sentirse amada y, por tanto, de complacer; la desvencijada muñeca, pronto calva, desnuda y mugrienta, triste regalo de su madre; la “creación” de la Amiga Mágica del Espejo; la posterior “deserción” de la madre, enferma, internada en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk tras haber intentado quemar a la pequeña; la acogida en casa de los amigos de su madre, Jess Flynn y Clive Pearce, los abusos por parte del hombre, sus lloros y su dificultad para dormir, las píldoras de la señorita Flynn; el terrible orfanato, la desoladora Casa de los Expósitos de Los Ángeles, en donde sufre humillaciones constantes de sus compañeras que la llaman, despectivamente, Ratón y le pegan y le roban sus escasas pertenencias; la cariñosa protección de la directora, la doctora Mittelstadt, cuyas algo esotéricas creencias cristianas dejarán huella en la niña; las adopciones frustradas, niña ya a priori problemática por los antecedentes médicos de su madre; la familia de acogida; la llegada de la dolorosa y vergonzante regla; los miedos, el desvalimiento y la soledad; la ventana de los libros, una tenue escapatoria de la dolorosa niñez; el encantamiento del cine, las películas de moda, los actores y actrices de los que le habla la madre, la emoción de las salas a las que, desde muy pequeña, acudía sola (en el Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard, donde podía ver dos películas por la módica cantidad de diez centavos), los posters de famosos que la miran desde las paredes de su cuarto -sobre todo Charlie Chaplin, cuyos estremecedores ojos Norma Jeane no se cansaba de mirar, convencida de que Chaplin la veía-, la antena de la RKO Motion Pictures, en Hollywood, que se veía desde las angostas ventanas del orfanato, las ensoñaciones románticas -la Bella Princesa, el Príncipe Encantado- que suscitan las películas. 

La segunda etapa, La adolescente, que se extiende desde 1942 a 1947, nos presenta a la muchacha, aún una cría inocente e ingenua, que recala en una familia de acogida, los Pirig, la afectuosa Tía Elsie y el ausente, esquivo e inquietante Warren. Norma, con apenas doce años ha desarrollado precozmente su cuerpo y resulta muy atractiva para una legión de admiradores, jóvenes y adultos. Sale con infinidad de hombres a cuyos insistentes escarceos consigue resistir, con candor y turbación infantiles e inexplicable ausencia de malicia. La tía Elsie, en cambio, se espera lo peor, en particular por parte de su propio marido, por lo que romperá la relativa y transitoria paz que el hogar de los Pirig representa durante unos años en la agitada vida de la chica, “forzándola” a abandonarlo por la vía que ella considera menos dolorosa para Norma: “empujándola” al matrimonio. Así, se verá obligada a casarse, con sólo dieciséis años, con Bucky Glazer, poco mayor que ella, al que acabará por querer sinceramente. Bucky, embalsamador en una funeraria, se alistará y será movilizado en la guerra y ella comenzará a trabajar en la cadena de montaje de distintas fábricas de aviones, la Radio Plane Aircraft, la Lockheed Aviation. Unas imágenes casuales captadas por un fotógrafo descubren su belleza al “mundo”. Sobrevienen entonces los reportajes para revistas, las poses insinuantes en fotos de calendario, las vulgares campañas publicitarias, las esporádicas apariciones como modelo mostrando, de modo más o menos explícito, su ya deslumbrante desnudez, los patéticos concursos de misses de serie B (Miss Productos de Aluminio, Miss Sueños Dorados, Miss Productos Lácteos del Sur de California, Miss Rubia Bombazo, Miss Hospitalidad). Siguen los primeros contactos con el mundo del cine, las clases de interpretación a las que la llevan su perfeccionismo y su afán de superación, los cursos de poesía, por los que se interesa como muchacha hipersensible, tímida y, paradójicamente, teniendo en cuenta su “éxito” social, retraída (Antes de que empezaran las clases, fingía leer un libro. En ocasiones era A Electra le sienta bien el luto, de Eugene O’Neill. Otras veces, Las tres hermanas, de Chéjov. Shakespeare, Schopenhauer). Se suceden las audiciones, los abusos del señor Z, un poderoso productor (Darryl F. Zanuck, el gran magnate de la 20th Century Fox), a los que debe someterse para conseguir una participación en un filme, en una escena desgarradora y brutal, violenta e insoportable para el lector, y, además, una de las claves de la novela (Norma es invitada a visitar el alucinante y algo siniestro aviario del poderoso productor, y mientras espera la previsible e inevitable agresión, contempla los pájaros que la hacen pensar en actrices famosas. Se fija entonces en el colibrí, su pájaro favorito. Diminuto, de apariencia frágil, condenado a aterrizar en las ramas y no en el suelo por la forma de sus patas, alimentándose sobre todo de néctar y con el corazón más grande de todas las aves, capaz de volar hacia atrás y en el lugar a una velocidad extraordinaria, resulta una imagen de extraordinario valor metafórico). Divorciada de su marido, se dan los primeros atisbos de la todavía tímida frecuentación de la droga, pastillas para dormir sobre todo, su vinculación con una serie de personajes salvajes y decadentes de la periferia hollywoodiense y el sometimiento a nuevos abusos sexuales (el fotógrafo Otto Öse, Cass Chaplin, el heroinómano y alcohólico hijo del fichado Charlie Chaplin, el productor I. E. Shinn, el actor Richard Widmark), la angustia y la aflicción infantil que continúan en una personalidad marcada por la desazón adulta y el creciente horror. Y llegan, por fin, los primeros contratos, abusivos y precarios, con La Productora y, en 1948, el debut en la pantalla, una aparición ínfima en Scudda Hoo! Scudda Hay! (Tormentas de odio), los poco consistentes pasos iniciales, con el cambio de nombre y el “hallazgo” de Marilyn Monroe, de un aún incipiente salto al estrellato. 

Bajo la rúbrica de “La mujer”, Oates nos introduce en la doble vida de Norma/Marilyn (con esta segunda “invadiendo” progresivamente el espacio de la primera) entre 1949 y 1953. Su carrera cinematográfica avanza, interviene, con una presencia casi siempre episódica, sin reflejo siquiera en los carteles, en las primeras películas que alcanzan una cierta repercusión (Eva al desnudo, La jungla del asfalto, la deslumbrante aparición en Niágara, su definitivo trampolín a la fama, Los caballeros las prefieren rubias), continúa la preparación para el estrellato, las audiciones, los cursos, el afán de superación y la esperanza que deposita en los libros (Sobre la actuación, de Michael Chejov, Un actor se prepara, de Konstantin Stanislavski, The Thinking Body, de Mabel Todd, La interpretación de los sueños, de Freud, La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi), aunque siempre será una actriz intuitiva, desordenada, que improvisaba basándose en su propia interpretación de la historia, para desesperación de actores y directores (era incapaz de ceñirse al guion. De su boca podía salir cualquier cosa) y llegaba cada vez más tarde a los rodajes, abstraída en sus ensoñaciones, pese a lo cual consigue desempeños apreciables. Persiste también el trasiego de amantes, la relación triangular abierta, provocadora y sexualmente voraz con Cass Chaplin y Eddy G. Robinson (los Dióscuros, atormentados hijos de sus famosos padres), una cierta estabilidad -él está casado- con otro actor famoso, Van Johnson, V. en el libro. Y, como rasgo dominante de su personalidad, se mantienen las inseguridades, los antiguos temores, la angustia y la ansiedad el miedo al fracaso, la necesidad de superación de la infancia, el desdoblamiento en la actuación (la Angela de La jungla del asfalto, la Nell de Niebla en el alma, la Rose Loomis de Niágara, la Lorelei de Los caballeros las prefieren rubias, más adelante la Cherie de Bus Stop, la Sugar Kane de Con faldas y a lo loco o la Roslyn Tabor de Vidas rebeldes, avatares todas ellas de la despampanante rubia Marilyn Monroe [que] era el personaje que debía interpretar), y la asfixiante dualidad entre Norma y Marilyn. La búsqueda desesperada del éxito, que le permite transformarse y dejar atrás, sólo en parte, sus temores infantiles, el perfeccionismo patológico. Como consecuencia de todo ello, la presencia de las drogas se hace más frecuente. Y el desorden de su vida se expresa en su embarazo (¿quién es el padre? ¿Cass?, ¿Eddy?), en la ilusión inicial y el aborto posterior (inducido, en cierto modo, por La Productora, que cuenta con ella para rodar Los caballeros las prefieren rubias), en sus declaraciones “sin filtro” a favor de sus compañeros “comunistas”, lo que la pone bajo la mira de los Comités de Actividades Antiamericanas. 

Las pautas “dibujadas” en este capítulo se mantienen en el siguiente, Marilyn 1953-1958. Norma Jeane permanece más o menos “escondida” ante el fulgurante éxito de la Actriz Rubia. Se suceden los abusos sexuales y la explotación laboral, en una demostración paradigmática de lo que sesenta años después denunciará el MeToo. Proliferan los amantes, hay abortos, escándalos, se multiplican los rumores sobre su pasado, reaparecen las fotos eróticas que se hiciera años antes, todo el mundo habla de unas supuestas películas porno de juventud, un “asalto” del ayer que empaña, pero también potencia, su ascenso al estrellato. Los cronistas de sociedad, los periódicos y las revistas de la época (Oates cita medio centenar) difunden los chismes, verdaderos o no, sobre su vida, la tienen en portada, muestran sus desnudos, se divulga un supuesto informe del FBI que recopila una lista de centenares de nombres de personajes con los que se ha acostado, entre los que está la plana mayor del estrellato hollywoodiense de la época. 

Se casará con el Ex−Deportista (en la vida real, Joe DiMaggio, jugador de béisbol retirado), pero lo que nace como un muy deseado intento de paz y felicidad durará apenas ocho meses, consumido el marido por los celos, por la sobreexposición pública de la actriz, por su “degradación” al seguir aceptando en las películas papeles de mujer seductora, expuesta, promiscua, desvergonzada, un descrédito -para el posesivo marido- acrecentado por el estreno de La tentación vive arriba y la polémica filmación de la hoy icónica escena de la falda levantada sobre la rejilla del metro. Y él, consumido por las sospechas, contratará un detective y habrá violencia doméstica, puñetazos, agresiones, Y a ello se suma la tensión en su profesión (había firmado un contrato que la comprometía a filmar siete películas con La Productora en condiciones prácticamente de esclavitud), la insoportable disociación Norma Jeane/Marilyn Monroe, el caos personal, la mala administración de los reducidos sueldos que recibe, claramente discriminatorios en relación con sus compañeros de reparto. 

Y sigue, inquieta y perdida, leyendo, La autobiografía de un yogui, La senda del zen y El libro del Tao, Las enseñanzas de Nostradamus, Ciencia y salud, de Mary Baker Eddy, Los hermanos Karamázov, los cuentos de Chéjov. Pero todos recelan de esa dimensión intelectual de la joven (En Hollywood bromeaban diciendo que Marilyn Monroe se creía una intelectual, cuando ni siquiera había terminado los estudios secundarios y usaba mal una de cada dos palabras que decía). Y hay un conflictivo viaje a Tokio para apoyar a las tropas estadounidenses en Asia, en el que su protagonismo opaca al de su marido, agudizando la tensión entre ellos. 

Y llegará el divorcio, aunque persistirán las amenazas, los seguimientos, las llamadas del irascible divorciado. Y habrá más drogas, pastillas e inyecciones de tranquilizantes, y más roces con la Junta de Investigación de Actividades Subversivas, y un confuso intento de suicidio, y la ruptura del contrato con La Productora, y la huida de Hollywood y el cine, hastiada de la explotación, de su encasillamiento en papeles de rubia tonta y sexy, para introducirse en el mundo del teatro en Nueva York. Y de nuevo deberá conceder favores sexuales, esta vez a Max Pearlman, director del New York Ensemble of Theatre Artists, en el que Marilyn toma clases de interpretación. Y conocerá a Marlon Brando, “Carlo”, otro inadaptado, con el que mantendrá el resto de su vida una amistad inocente, noble. 

Y entrará en su vida el Dramaturgo, Arthur Miller, seducido por su don natural para la actuación, también por su fragilidad, por el temblor como de llama en su voz, por su vulnerabilidad, por su belleza, claro está. La presencia del escritor parece ofrecer a la estrella un paréntesis de relativa estabilidad. Pese a las dudas de él, casado y con hijos, el encantamiento mutuo es muy poderoso y acabará llevando a un nuevo matrimonio para ambos. Miller se convertirá para Norma en una suerte de acogedora figura paterna, la cuidará y la protegerá, se convertirá en su enfermero, en su marido abnegado y angustiado frente a la fragilidad y los altibajos emocionales de ella. 

Las deudas con la Productora, que la ha demandado la hacen volver a Los Ángeles, donde rodará una nueva película, Bus Stop. Norma vive un estado cercano a la felicidad. Retoma su carrera con “dignidad”, empiezan a pagarle de acuerdo con el mucho dinero que genera. Cambia de agente. Ahora tiene un equipo de abogados, un «capitalista», una secretaria de prensa, un maquillador, una peluquera, una manicura, un experto en piel y vello que había estudiado en la Universidad de Los Ángeles, un masajista, un sastre, un chófer y una «ayudante general. Se aloja provisionalmente en las lujosas Bel-Air Towers, cerca de Beverly Boulevard. Hay fiestas nocturnas en las residencias de los millonarios en las colinas de Los Ángeles. Acude en limusina a las citas profesionales, entrevistas, sesiones fotográficas, encuentros de preproducción. Es portada en Time, ¡llegó un poco de buena suerte! 

Viaja con su marido a Inglaterra, para el rodaje de El Príncipe y la corista, bajo la dirección y el protagonismo masculino de O, un Laurence Olivier distante, fríamente educado, que en el plató, ante las cámaras, la menospreciaba dirigiéndose a ella como se habría dirigido a una niña retrasada. Pero sin sonreír. «Mari-lyn. Querida, ¿podría hablar usted con un poco más de claridad? Con más coherencia.», haciéndola sentirse fuera de lugar en aquel ambiente tan british de actores shakespearianos de academia que desprecian Hollywood y lo que significa. Entonces los problemas que la acompañan desde siempre surgen de nuevo. Cada mañana tiene que pasar más tiempo evocando a su Amiga Mágica delante del espejo. Remolonea en la cama, incapaz de levantarse, llega tarde a los rodajes, le cuesta cada vez más ponerse en la piel de Marilyn, que antes había desdeñado y a la que ahora invoca, desesperada, Ven, por favor. ¡Por favor! No me abandones. ¡Por favor! Tiene dificultades para memorizar sus textos, está nerviosa, asustada, llena de dudas, muerta de miedo, recita con titubeos, tose de continuo, obligando a repetir las tomas. Miller constata la tendencia de su mujer a hacerse daño adrede, su carácter autodestructivo, sus pensamientos paranoicos, su mente susceptible, sensible, influenciable. Y reaparecen las drogas, y los doctores complacientes, Doc Bob, el doctor Fell, la inequívoca sintomatología, los episodios extremos. Poco después de terminar la película, había estado destrozada, se le notaban cada vez más los años

Tras el infierno británico, de nuevo en Estados Unidos, en una muestra más de su montaña rusa emocional, vuelve a estar felizmente embarazada, rebosante de ilusión. Norma se retirará de su profesión «en el mundo» […] para cultivar una vida verdadera en el estado matrimonial y la maternidad. Miller alquila una casa veraniega en Galapagos Cove, en la costa de Maine. Vida sana, tranquila, aparentemente libre de tensiones, sin medicamentos, se recuperándose completamente en pocas semanas del desmoronamiento de Inglaterra, se ve de nuevo con fuerza y energía, saludable, como una mujer de Renoir en la cima de su belleza física femenina. Su marido la cuida, la abraza, la mima, enamorado de su presencia infantil, anhelante, nostálgica, seductora, que le encandila y despierta su deseo. Pero la desgracia acecha. Una terrible caída por las escaleras del sótano en la casa de la playa le provocará lesiones serias y un nuevo aborto. 

La otra vida es el capítulo final y se desarrolla desde 1959 hasta la muerte de la infortunada Marilyn en 1962. Con la ambivalencia que ha caracterizado su vida, la vemos en la plenitud de su carrera, tras su participación en el papel de Sugar Kane en Con faldas y a lo loco, la obra maestra de Billy Wilder de la que hablamos aquí hace siete días, pero hundida a la vez en una progresivamente acelerada espiral de abandono, locura y destrucción. Pese al éxito de la película, ganadora de tres Globos de oro y nominada a seis Oscars (ganando sólo uno, el de vestuario para el genial Orry-Kelly), y el particular de Marilyn (uno de los Globos de oro, el de la Mejor interpretación femenina, sería para ella), las condiciones en las que se produjo el rodaje y las circunstancias que rodeaban su vida personal de entonces, eran dramáticas. Drogada, sedada y aterrorizada, con su existencia hecha jirones, con la cabeza estallándole de dolor, despreciándose a sí misma, incapaz de afrontar el juicio de los demás, abrumada, más que nunca, por un paralizante miedo escénico, con el lacerante recuerdo del hijo perdido corroyendo sus entrañas, distanciada del Dramaturgo, a quien ha dejado de querer, las peripecias de los días de grabación del filme de un W (Wilder) desesperado, resultan patéticas y muy tristes. 

Se pierde en las colinas que rodean Los Ángeles y es incapaz de recordar la dirección de su casa. Tiene encuentros sexuales esporádicos con desconocidos con los que coincide en algún bar. Sola, temerosa, desconcertada e incapaz de confiar en nadie (hay un recuerdo nostálgico a Brando: Carlo-el-no-amante-que-sin-embargo-la-amaba), se comporta como una loca desconocida que había tirado al suelo frascos y tubos de maquillaje, colorete y polvos de talco, que había arrancado los vestidos de las perchas del armario, y a veces también sus libros favoritos, páginas arrancadas y esparcidas, y el espejo roto de un puñetazo. A su fiel Whitey le resulta cada vez más difícil hacer milagros con el maquillaje y convertir su rostro, su pelo, su piel, a menudo devastados, en la seductora belleza de la Sugar Kane que debe aparecer en pantalla. 

En los rodajes se queda abstraída, dice palabras incoherentes, confundida, abandona el plató tambaleándose como una borracha. Interrumpe las escenas rompiendo en extraños sollozos, grita como un animal al que están matando, se lanza, llena de furia, a darse tirones en el pelo recién teñido y cardado, necesitada de la “ayuda” del doctor Fell para apaciguar sus cuadros de histeria (¿quién sabía qué sustancias mágicas se inyectaban directamente en el corazón?), ingresada, en alguna ocasión, en urgencias. Llega tarde a la filmación y, cuando por fin se incorpora al set, obliga de continuo a repetir las tomas, treinta y siete veces, en una ocasión, setenta y cinco, en otra, provocando la irritación, benevolente y comprensiva, no obstante, del director y de sus compañeros de reparto, en particular de C (Tony Curtis), que la detesta (fantaseé con estrangular a aquella mala pécora) y repudia su conducta infantil y egoísta, su reiterada incapacidad para llegar al estudio a tiempo y, una vez allí, su incapacidad para recordar frases, por mezquindad, por estupidez o porque las drogas le estuvieran derritiendo los sesos, que retrasa y “empantana” su trabajo. 

Y sin embargo, su interpretación acaba por resultar memorable, sin rastro alguno del caos y la convulsión interior. Oates hace decir a “su” W, que acierta con una de las claves de la compleja personalidad de la muchacha: En las proyecciones diarias veíamos a una persona completamente distinta, la Monroe de verdad en quien yo pensaba siempre, «Sugar Kane» o con otro nombre. Si se hubiera permitido a sí misma ser sólo Marilyn, habría estado estupenda. […] He dirigido durante muchos años y creo que nunca he trabajado con nadie como ella. Era un rompecabezas que no se podía resolver, conectaba con la cámara, no con los demás, miraba a través de nosotros como si fuéramos fantasmas. Quizá fuera la Monroe que había debajo lo que hacía especial a Sugar Kane, que tuviera que pasar a través de la Monroe para llegar a Sugar Kane, que sólo es superficie. Puede que para alcanzar la «superficie» haya que calar muy hondo, recibiendo mucho daño y causándoselo a otros. […] En la vida real, aquella mujer era el infierno y estaba en el infierno; en la película, estuvo divina. No había ninguna conexión. Ni más misterio en el asunto que éste

Llega, por fin (en todos los sentidos, pues acabará por ser su última película) Vidas Rebeldes, cuyo guion escribe expresamente para ella su exmarido (Vidas rebeldes había querido ser su regalo de San Valentín y era ya la tumba de su relación conyugal), el Dramaturgo, convertido ahora en la niñera de una actriz famosa. Vidas rebeldes, la película maldita, pues además de su protagonista femenina, los otros dos personajes principales, Clark Gable y Montgomery Clift, no vivirían mucho tiempo tras el rodaje. Roslyn Tabor sería el personaje más fuerte que encarnaría en la gran pantalla (¡No una cosa rubia! Una mujer, por fin). Miller se apropió de las palabras de su mujer y de ciertos trances dolorosos de su vida, quiso también apropiarse de su alma. La devastación íntima de Norma Jean es ya patente para todos. El primer día de rodaje, citada en el plató a las diez de la mañana, se encerrará en el baño de su habitación en el hotel, incapaz de soportar la horrible imagen que le devolvía el espejo, para aparecer horas después, ya por la tarde, hecha un manojo de nervios, sin dormir, con el drogado cerebro sumido en el sopor del sueño, enfadando a H (John Huston), el director, que afirmará: Lo que le pasaba a la Monroe lo llevaba escrito en los ojos. Siempre enrojecidos, con capilares reventados. Vidas rebeldes no habría podido rodarse en color aunque hubiéramos querido

Las últimas sesenta páginas del libro se centran en el relato del “descenso a los infiernos” de la estrella, su desaforado consumo de drogas (su organismo había desarrollado tanta tolerancia que masticaba y tragaba pastillas de codeína mientras hablaba, reía y «hacía de Marilyn» con otros), los constantes lamentables sucesos en los que aflora su devastación psicológica, su caos doméstico (comienza el día con seis tazas de café negro, mezclado con tranquilizantes y unas gotas de ginebra), personal (Porque tengo mucho miedo. No me atrevo a presentarme ante el público en un espectáculo en vivo. En una ocasión, mientras soñaba que trabajaba en una obra de teatro, se había apoderado de ella semejante pánico que se había orinado en la cama), profesional (la señorita Monroe estaba enferma y no podría ir a trabajar; otros días llegaba con horas de retraso, tosiendo, con los ojos rojos y la nariz goteando) y económico (No era Elizabeth Taylor, que ganaba un millón de dólares por película; ella tenía suerte si sacaba cien mil y de eso le quedaba una miseria después de pagar los gastos, a sus agentes y Dios sabía a quién más de los que le chupaban la sangre, ay, casi le daba vergüenza decirlo, pero no tenía mucho dinero): gritos, penosas escenas en público, ansiedad, sospechas, diarrea, mareos, náuseas, vómitos, pensamientos y sentimientos paranoicos exacerbados por las drogas, visitas a psiquiatras y asesores en “salud mental”, ingresos constantes en el Hospital Cedars of Lebanon, lavados de estómago. Tenía el cerebro más estropeado que un reloj de juguete

Empieza el rodaje de una nueva película, Something’s Got to Give, inconclusa por los numerosos problemas que generó la actriz (La Productora la despedirá reclamándole una indemnización de un millón de dólares por incumplimiento de contrato). En esos días aparece El Presidente, que la reclama para unos sórdidos y degradantes encuentros sexuales. La descripción de esos episodios resulta insoportable para el lector, indignado por el desprecio y la humillación a los que Marilyn se ve sometida, a la vez que conmovido por su frágil vulnerabilidad, por una indefensión que se intuye terminal. Y aún “asistiremos” a la famosa escena del Happy Birthday Mr President, cantada en una convención demócrata (Tan borracha que el risueño presentador tuvo que ir a buscarla entre bambalinas, cogerla por las axilas y prácticamente arrastrarla hasta el micrófono. Tan apretada dentro de ese ridículo vestido y con unos zapatos de tacón de aguja tan altos que apenas si podía andar y tenía que dar pasitos de niña. Tan asustada, a pesar de que estaba bebida y encocada hasta las orejas, que apenas si podía enfocar la vista. Qué espectáculo. Qué visión. El público de quince mil demócratas ricos expresó a gritos su aprobación). 

Perturba la siniestra utilización de la actriz, la gélida y violenta presencia de los miembros de Seguridad y de los hombres del FBI, el viscoso papel del cuñado del mandatario (el actor Peter Lawford), el Macarra del Presidente, los abusos y, probablemente, las violaciones, la frialdad, la desatención, la inhumanidad, la ignominiosa consideración del “icono” como mero objeto de placer por un Kennedy descrito como un abominable egoísta, sin piedad, sin empatía, un depredador sexual sin sentimientos que se aprovecha de su posición y de la debilidad de su víctima, envuelta, a esas alturas, en una confusa niebla mental. La vulnerabilidad y el desamparo de una Norma Jeane a la que ya sabemos irremisiblemente “sentenciada”, una mujer perdida, de un desvalimiento y una soledad dramáticos, hacen que avancemos por esas postreras páginas del libro con una muy triste sensación de amargura, desconsuelo y melancolía. 

En fin, una novela memorable, de lectura obligada, esta Blonde, escrita por Joyce Carol Oates y que retrata en casi mil espléndida páginas la muy dura vida y la compleja personalidad de uno de los grandes mitos del siglo XX, Marilyn Monroe. Os invito a seguir, a partir del próximo lunes, 3 de octubre, los dos programas, que, en mi otro espacio de Radio Universidad, Buscando leones en las nubes, voy a dedicar al libro, con canciones interpretadas por Marilyn para integrar la vertiente musical de las emisiones. Y precisamente porque tendréis ocasión de escuchar la voz de la actriz en esos dos programas, os dejo ahora con una canción no cantada por ella, Mood indigo, que tiene un papel significativo en la novela y que representa, a mi juicio, algo esencial del alma de esta infortunada Blonde en ella retratada. Aquí aparece en la versión de Duke Ellington y Rosemary Clooney

 
Videoconferencia
Joyce Carol Oates. Blonde

miércoles, 21 de septiembre de 2022

JONATHAN COE. EL SEÑOR WILDER Y YO; CAMERON CROWE. CONVERSACIONES CON BILLY WILDER; AA.VV. EL UNIVERSO DE BILLY WILDER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura, que como director del programa elijo siempre con criterios de calidad y en la confianza de que mis recomendaciones puedan interesaros. A lo largo del actual septiembre y con la excusa de la celebración entre los días 16 y 24 de este mes de la septuagésima edición del Festival de San Sebastián y de la llegada del de Venecia al nonagésimo aniversario de su creación, he decidido dedicar al arte cinematográfico en general una serie de cuatro emisiones, de la que mi sugerencia de esta tarde constituye su tercera entrega. En las semanas precedentes han comparecido aquí, en la primera de ellas, José Luis Garci y su libro de homenaje a Lo que el viento se llevó, la inconmensurable monografía de Eduardo Torres-Dulce sobre El hombre que mató a Liberty Valance y el atractivo librito de Luc Moullet en el que el crítico francés reivindicaba la importancia del cine de actor, con su Política de los actores, el apasionado repaso a las trayectorias de cuatro intérpretes magistrales, Cary Grant, James Stewart, Henry Fonda y John Wayne. Hace siete días, en la segunda entrega del ciclo, era Alfred Hitchcok el protagonista único del programa con otros cuatro magníficos libros que lo tenían como centro: Las fascinantes rubias de Hitchcock, de Serge Koster; El enemigo de las rubias, de Abraham “Abe The Ape” Menéndez; El universo de Alfred Hitchcok, la insuperable monografía de Ediciones Notorious, que recoge múltiples aproximaciones a la obra del genio británico a cargo de diversos expertos y críticos de cine de nuestro país; y las indispensables -si se está interesado en la figura de Hitchcock- conversaciones del orondo director con su talentoso admirador francés, François Truffaut. 

Hoy continuamos, pues, con la serie cinematográfica ocupándome de otro director genial, Billy Wilder, del que os recomiendo, casi sin excepción, su entera filmografía y, en nuestro estricto ámbito libresco, tres estupendos volúmenes, de naturaleza, enfoques y propósitos diversos en torno a su figura: una novela, un libro de conversaciones y un ensayo sobre su vida y obra. El señor Wilder y yo, que publicó la editorial Anagrama en los primeros meses de este 2022 en traducción de Javier Lacruz, es una espléndida novela del escritor inglés Jonathan Coe, del que presenté aquí hace algunas temporadas otra de sus creaciones, la conmovedora La lluvia antes de caer. El director Cameron Crowe mantuvo un largo encuentro con el legendario director, fruto del cual es Conversaciones con Billy Wilder, publicado originariamente en un ya lejano 1999, y aparecido un año después en nuestro país en el sello de Alianza Editorial traducido por María Luisa Rodríguez Tapia. Por último, dentro de la colección El universo de… que Ediciones Notorious viene dedicando desde hace décadas a algunos de los principales actores y directores, sobre todo hollywoodienses, la editorial nacida bajo los auspicios de José Luis Garci presentó en 2015 el número monográfico dedicado a Billy Wilder, en un título hoy prácticamente inencontrable. Os propongo, pues, como puede deducirse de la mera enumeración de mis sugerencias, un estupendo itinerario para conocer a un director de leyenda y adentrarse en su formidable filmografía. 

El señor Wilder y yo es una muy interesante novela, llena de encanto y sensibilidad, de nostalgia y ternura, también de sugerentes temas de reflexión y apetitosas referencias cinéfilas. Más allá de la presencia esencial de Billy Wilder, como luego veremos, la novela gira sobre Calista Frangopoulou, una casi olvidada compositora de bandas sonoras para el cine que vive en Londres con su marido Geoffrey, también vinculado al mundo del séptimo arte, y que, en enero de 2013, a sus casi sesenta años, se encuentra sumida en una suerte de crisis existencial (¿Qué va a ser de mí, Geoff? […] Tengo talento para dos cosas. Dos cosas que me dan una razón para seguir viva. Soy una buena compositora, y soy una buena madre. Componer y criar niños. Eso es lo que sé hacer. Y ahora me vienen a decir, más o menos, que ninguna de esas dos habilidades le hace falta ya a nadie. No tengo nada que hacer en los dos frentes. Kaput. ¡Y solo tengo cincuenta y siete años! Cincuenta y siete años nada más), que sobrelleva gracias a sus recuerdos y a la entrega incondicional al terapéutico consumo de queso (Cuando estoy así de desesperada, solo hay una cosa que me consuela. Siempre guardo por lo menos tres clases distintas de Brie en la cocina para situaciones de emergencia). En el plano profesional no le llegan apenas encargos desde hace tres lustros, pues su concepción de la música cinematográfica, añorante de la frescura de ideas y de la abundancia de melodías de la época dorada del cine, no encaja en el ruido de explosiones, tiros y choques de coches y el estrépito de los estruendosos fondos orquestales de las actuales películas de acción, tan alejadas de su educación clásica (La música siempre fue mi pasión, pero a los compositores que me gustaban más (Satie, Debussy, Ravel, Poulenc, todos franceses por alguna extraña razón) ni se les había dado una oportunidad esa vez). Su vida familiar experimenta igualmente una etapa de cambio, con el aburrimiento consiguiente a veintisiete años de casada y la tenue aparición del “síndrome del nido vacío”, con la decisión de la menor de sus gemelas, Fran, de poner fin a su embarazo antes de incorporarse el otoño próximo a la universidad de Oxford, y, sobre todo, con la inminente partida de su otra hija, Ariane, a Australia, en donde disfrutará de una ventajosa beca. La marcha de su hija desde Heathrow, a donde la ha acompañado para tomar su largo vuelo, le trae el recuerdo de una ocasión similar en la que su propia madre se despidió de ella, en julio de 1976, en el aeropuerto de Atenas, cuando una joven Calista de veintiún años se había lanzado a la experiencia de recorrer Estados Unidos de mochilera durante tres semanas en verano. Una vez en el vasto territorio norteamericano, el encuentro fortuito en Springfield con Gill, otra chica inglesa más o menos de su edad, igualmente viajera por libre, las unirá en el resto del viaje, que compartirán visitando St. Louis, Oklahoma, Nuevo México, el Gran Cañón y, por fin, Las Vegas. Allí, acompañará una noche a Gill a una cena de compromiso en Beverly Hills con un director de cine, antiguo amigo de su padre al que había prometido la visita y al que ninguna de las dos conoce. ¿Es famoso?, preguntará, curiosa, Calista. No creo, responderá su amiga, para empezar, tiene unos setenta años

Sin embargo, el anciano director sí era famoso, ni más ni menos que Billy Wilder, con una larga y magistral carrera a sus espaldas, con varios Oscars en su haber, como guionista y director, aunque se encuentra ya, no obstante, en el ocaso de su deslumbrante trayectoria profesional. Las tímidas y avergonzadas muchachas se enfrentan en el restaurante, desconcertadas e indecisas, con el viejo señor Wilder, que está acompañado por su esposa Audrey, su amigo y colaborador habitual, el productor I.A.L. Diamond, y la mujer de éste, Barbara. “Obligadas” a una cena con un personaje del que ignoran absolutamente todo, incluido su muy reconocido legado artístico, y al que solo le unen el encargo del padre de Gill, la velada es un fracaso, entre otras razones porque las constantes menciones a Marlene, Con faldas y a lo loco, Jack Lemon, la Garbo o El apartamento, y el extraño acento de Billy, constituyen un enigma insondable para Calista, la única realmente interesada en el desarrollo de la conversación, pues Gill, despechada por la obligada separación de un novio al que acababa de conocer en su periplo norteamericano, abandonará sin dar explicaciones la cena en pos de su fugaz enamorado dejando a su bostezante amiga ante un incómodo trance. El hecho de que Calista sea griega y se desenvuelva con normalidad en ese idioma y en inglés activa la curiosidad del director y el productor que en esos días están intentando sacar adelante, no sin gran esfuerzo, la financiación para el rodaje de su nueva película, tras unos años de, con notables excepciones, constantes fracasos en taquilla y sucesivos varapalos de la crítica. Fedora, que así se llamaría el penúltimo filme del austríaco (aunque Sucha, su lugar de nacimiento, en esa Galitzia tan martirizada por la Historia, hoy pertenece a Polonia), debía de rodarse en alguna isla griega aún por determinar. Pese a ese tenue elemento de interés común, el cansancio de la chica, su sensación de desconcierto por lo extraño de la situación, sola entre desconocidos, y la dificultad para sumarse a la conversación de los comensales conducirán al progresivo distanciamiento de la muchacha y abocarán a un final sorprendente en el que Calista acabará por pasar la noche en la mansión de los Wilder, para abandonarla a la mañana siguiente con el guion de Fedora bajo el brazo como inesperado regalo del muy amable y algo paternal director. 

Meses después, en mayo de 1977, la muchacha, de vuelta ya en Grecia, se licenciará en la universidad, realizará sus primeros y muy modestos pinitos como compositora, y se entregará, espoleada por la voluntad de superar el recuerdo del lamentable encuentro con Wilder, a la enfebrecida memorización de enciclopedias de cine (mis conocimientos sobre cine habían pasado de ser inexistentes a ser enciclopédicos, literalmente hablando. Podía decirte los títulos de cientos de películas de Hollywood y los años en que se habían realizado, aunque nunca hubiera visto ninguna). Su vida seguía adelante sin especiales alicientes en una nebulosa de tedio apenas soportable hasta la última semana de mayo del 77. Entonces, una llamada de una mujer que decía pertenecer al despacho de producción de la película Fedora, transmitía al padre de Calista que el señor Wilder le había pedido que se pusiera en contacto conmigo. Tres días después volaba hacia Corfú para vivir la gran Aventura de la Intérprete Griega, como dirá Wilder, y, desde ese momento, su vida sería ya otra para siempre. 

La novela, que alterna de continuo esos dos planos temporales, el presente de conflicto personal y la rutina familiar en Londres y el pasado que aflora en la remembranza de la inolvidable experiencia del rodaje de Fedora, se centra, fundamentalmente, en el relato de esa primera, afortunada y decisiva incursión de Calista en el universo del cine, en su imborrable relación con un Wilder simultáneamente afable y gruñón, cercano y cascarrabias, en unos meses, que transcurren en diversos escenarios -sobre todo en Grecia, en la isla de Lefkada, a lo largo del verano de 1977, pero también en Múnich, París y los ya citados de Londres o Los Ángeles-, que la harán superar su timidez y su inseguridad (mi auténtica naturaleza: introvertida, melancólica y solitaria), la abrirán al mundo, a la edad adulta, al amor, cambiarán su vida, y serán la causa, claro está, de su a la postre decisiva dedicación profesional al séptimo arte. 

La novela es, así, especialmente interesante para los amantes del cine y, en particular, para los que -como yo mismo- son devotos seguidores del inolvidable director. Las circunstancias que rodearon la difícil puesta en marcha de esa Fedora en cierto modo crepuscular, los insalvables obstáculos a superar para conseguir la financiación necesaria, las muchas vicisitudes del muy complicado rodaje, filmado en escenarios en Alemania, Francia y Grecia, con actores de diversos países, distintas culturas y variadas escuelas interpretativas, los enfrentamientos con Marthe Keller, la actriz principal, que no resulta del agrado del viejo Wilder, el escaso éxito de crítica y público una vez estrenada (salvo, significativamente, en España, en donde sí gozó de una cierta repercusión) son aspectos “reales” que dan cuerpo a la historia personal de Calista y que “obligan” -una exigencia altamente placentera- al lector a ver la película en paralelo al exaltado y ameno avanzar por las páginas del libro, y, por otro lado, a no detenerse en este solo e incomprendido título sino a aprovechar para zambullirse en la filmografía entera del director -deslumbrante en la mayor parte de sus títulos- para el mejor disfrute de un texto salpicado por una infinidad de referencias cinéfilas, no sólo relativas a la obra de Wilder. Así lo he hecho yo en los meses transcurridos entre mi lectura de la novela en enero de este mismo año, en los que he “devorado” la casi totalidad de las veintitantas películas que integran su descomunal legado artístico. He gozado de nuevo, con placer indecible, las grandes obras del Wilder director, La tentación vive arriba, El crepúsculo de los dioses, Perdición, Con faldas y a lo loco, Testigo de cargo, El apartamento, Un, dos, tres, Irma la dulce, Días sin huella, Primera plana, En bandeja de plata, la mayor parte de las cuales había visto ya varias veces en mi juventud; he revisado algunas otras de muy vago recuerdo en mi memoria, Sabrina, Ariane, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? o La vida privada de Sherlock Holmes; y me he acercado por primera vez a algunos títulos menos conocidos pero siempre estimables como Bésame, tonto, El gran carnaval, El vals del emperador, Berlín Occidente o Cinco tumbas al Cairo; además de Bola de fuego, Si no amaneciera o Ninotchka, obras maestras en las que Wilder se desempeñó como guionista. 

Y es que Billy Wilder se nos muestra, entre los hilos de la historia inventada de Calista Frangopoulou, como el verdadero protagonista de la novela. Un Wilder al que vemos, acompañado en todo momento por otro gran “personaje”, su contrapunto, su álter ego, el gran Iz Diamond, guionista y productor habitual en la última etapa de la carrera de su amigo, luchando vanamente en defensa de un tipo de cine -ligero, entretenido, rezumando ilusión, maravilla, gracia, alegría, humor y risas, vida intensa y feliz- que, irremisiblemente, ha quedado arrumbado en un pasado que la fulgurante aparición de la “panda de la barba” (Coppola, Spielberg, Scorsese) amenazaba entonces por hacer olvidar. El cine ha cambiado, dice el director en la novela, pesaroso y resignado. Sufrió una revolución en los años sesenta, igual que la sociedad. Y si no eres capaz de tener eso en cuenta, estás acabado. Muerto y sepultado. El muy entrañable personaje que “dibuja” Coe, se ve superado por ese nuevo cine hecho por intelectuales, inspirados y alentados por la culta intelligentsia europea -los sesudos críticos de Cahiers du Cinema-, en una deriva hegemónica en las salas desde finales de los sesenta: películas brillantes pero desesperanzadas, con sus problemas, sus conflictos, su caos existencial, su amargura, su desilusión, su despiadada inmersión en los aspectos más descarnados, más dramáticos, más trágicos incluso, de la cruda realidad. Películas tras las que, como vanamente intenta explicarle a Calista un muy adusto novio juvenil, te sientes emocionalmente agotada. Te sientes como si alguien te hubiera dado una auténtica paliza. Te han machacado el alma. Han destrozado tu fe en la humanidad. Nunca habías visto tanta fealdad y tanto horror en una pantalla. Ante lo que Calista, cuya progresiva cercanía sentimental con Wilder en la novela la hará compartir la melancólica visión del mundo del anciano, se dirá: Empezaba a pensar que a lo mejor había nacido en el momento equivocado

El momento equivocado. El inexorable paso del tiempo. La añoranza de un ayer en el que todo es percibido -desde nuestro ya triste presente- como exultante y feliz. El pasado que queremos inútilmente atrapar pero que no vuelve. Fedora (un filme que fundamentalmente trataba de un viejo productor de cine que intenta hacer una película ya nada acorde con los tiempos) es, en este sentido, una suerte de testamento artístico de su director, a la vez que la metáfora perfecta del estado de ánimo, del sentir, de la nostalgia que aqueja el alma de Billy Wilder en esos momentos declinantes de su carrera. Wilder -y Diamond, otro personaje retratado con ternura- han llegado a la conclusión de que lo que teníamos que ofrecer ya no lo quería nadie: un mundo, el suyo, por desgracia entonces ya periclitado, en el que la joie de vivre coexistía siempre con una melancolía implacable y persistente, la sutil, dulce, tierna y grata melancolía de La tentación vive arriba, Con faldas y a lo loco o El apartamento, por citar sólo tres ejemplos cimeros del “espíritu” cinematográfico wilderiano. Ambos, pese a sus incontestables carreras profesionales, se ven obligados a peregrinar por los despachos de los productores de Hollywood ofreciendo su película en vano (Billy y yo no estamos precisamente en la cresta de la ola ahora mismo -dirá Iz-. Nuestro último gran éxito fue hace catorce años. Y en estos últimos un par de películas han perdido mucho dinero. Pero mucho. En Hollywood la gente tiene en cuenta ese tipo de cosas. No te lees Cahiers du Cinéma lo primero por la mañana antes de ponerte a trabajar. Lees los resultados de taquilla). Y a pesar del rechazo, y de las muchas dificultades, y de tener que “emigrar” a Europa para encontrar financiación, Wilder se empecina en sacar Fedora adelante, la historia -una suerte de El crepúsculo de los dioses revisitado- de una vieja actriz que lo fue todo en el glamuroso universo hollywoodiense y que ahora, víctima de ese cruel paso del tiempo que a todos nos aniquila, intenta inútilmente mantener vivos su encanto, su belleza y su poderoso influjo en la añorante legión de sus apasionados admiradores. Billy ve la película como una tragedia. Es la tragedia de alguien que solía tener el mundo a sus pies pero que ya no lo va a volver a tener más. La película no es sobre Barry Detweiler [el productor, interpretado -como en El crepúsculo de los dioses- por William Holden, que se acerca a Fedora para intentar recuperarla para el cine; una Fedora alejada de los platós desde hace décadas y recluida (escondida, en realidad) en una pequeña isla griega]. Él es un personaje secundario. Es sobre Fedora. Ella es la heroína trágica. Y con quien Billy se identifica. Por eso quiere hacer esta película

En último término, El señor Wilder y yo es, además de una muy apreciable novela que se disfruta con fruición (yo la leí, embebido y ajeno al paso del tiempo, en un viaje en tren de ida y vuelta a Madrid, pesaroso de que el trayecto -el literario- llegara a su fin), una muy melancólica reflexión sobre la pérdida de la juventud (esos personajes […] que luchan por encontrar su papel en un mundo al que ya solo le interesan la juventud y la novedad), sobre el quebranto de las ilusiones, sobre lo que la vida hace con nuestros sueños, sobre el fracaso y la derrota consustanciales a la existencia. Y, a la vez, es un muy vivificante alegato sobre los muchos motivos para la felicidad, sobre la necesidad de disfrutar con pasión de cada instante, de cada detalle, de cada momento, de cada vivencia, sobre los innumerables alicientes que ella nos ofrece (Te depare lo que te depare –dijo–, la vida siempre tiene placeres que ofrecerte. Y deberíamos aprovecharlos. –Y entonces aquel hombre que había conseguido tantos logros en su vida, y sufrido tanto al mismo tiempo, ladeó el sombrero que llevaba en la cabeza para que quedara en el ángulo justo, y lo inclinó un poco hacia mí–. Acuérdate de eso –añadió. Y siempre lo he hecho, afirmará Calista, conmovida). Una Calista tiernamente agradecida -como lo está el lector- por las enseñanzas del maestro (Una inefable sensación de agradecimiento hacia Billy, de agradecimiento por que se hubiese tomado el trabajo de concebir y alimentar a aquella criatura extraña y única, de traerla al mundo para que de diversas maneras pudiese conmover e inspirar a la gente que la viera), que llevará consigo hasta este presente en el que la crisis de su madurez la hará recordar con dulzura aquellos episodios de hace más de tres décadas. 

Porque, a la postre, lo que nos ofrecen Calista, el Wilder personaje, Jonathan Coe y, sobre todo, las magistrales películas del director, es un amable aunque contundente alegato a favor del cine. Porque el cine (un tipo muy particular de cine, el de la época dorada de Hollywood, del que apenas quedan, por desgracia, rastros en las actuales frenéticas pantallas de las languidecientes salas) es una de las más inteligentes, inspiradoras, emocionantes, cautivadoras, agradables, encantadoras y eficaces armas para escapar del absurdo de la insulsa y roma cotidianidad, para poblar de magia y deseo y anhelos y quimeras y ensueños y fantasía nuestras vidas, para dotar de sentido a la existencia. El cine es la vida mejorada, multiplicada, embellecida. La vida es horrible. Eso lo sabemos todos. No te hace falta ir al cine para darte cuenta de que es horrible. Vas porque durante un par de horas le darán a tu vida un poco de chispa, ya sea por el humor o las risas, o aunque solo sea..., no sé, por unos trajes bonitos o unos actores guapos o algo; una chispa que no tenía antes. Un poco de alegría, supongo, como Wilder le cuenta a su joven colaboradora en la espléndida novela que hoy os traigo. 

Y ese personaje entrañable, cercano, afable, íntimo, cálido, afectuoso, que se abre a Calista, que le hará confidencias (hay una notable mención a la madre muerta en Auschwitz, en un hilo, menor pero relevante, que sólo puedo apuntar aquí), que le mostrará sus debilidades, su fragilidad (tengo setenta y un años y sé lo que es ser viejo, y te puedo jurar que es una auténtica putada) es el que comparece también, provocando una insuperable experiencia lectora, muy gozosa y placentera, a lo largo de casi cuatrocientas páginas, en el segundo de los libros que esta tarde, ahora ya de un modo más apresurado, quiero recomendaros. Conversaciones con Billy Wilder es el resultado de una larga serie de entrevistas, que se desarrollaron a lo largo de más de un año, de comienzos de 1997 a la primavera de 1998, entre un entonces joven director, Cameron Crowe, que acababa de estrenar su tercera y exitosa película, Jerry Maguire, y la ya muy anciano mito de Hollywood, que en ese momento contaba ya 91 años, aunque, pese a sus limitaciones -se mueve con ayuda de un bastón y lleva diez años sin dirigir- se mantiene activo, acudiendo diariamente a su despacho en Beverly Hills, lee, sigue en contacto con el mundo del cine y, sobre todo, conserva una envidiable lucidez intelectual. 

Crowe se había puesto en contacto con su muy admirado referente en 1995 con la intención de ofrecerle el papel de Dicky Fox en Jerry Maguire (Fox era el mentor del personaje que interpretó Tom Cruise en la película, una suerte de “coach del management” -y perdón por la (reveladora) concesión al extranjerismo-, que acabaría encarnando Jared Jussim, él mismo un alto ejecutivo norteamericano). Tras una fría entrevista inicial en la que Cameron sólo obtuvo una aséptica firma en el cartel de El apartamento con el que acudió a la cita, se sucedieron sus llamadas y sus nuevos intentos de aproximación (para los que buscó incluso la mediación de Cruise), obteniendo por todo logro un reiterado ¡Déjeme en paz! En 1997, alentado por el oscarizado éxito de su película, Crowe publicó en Rolling Stone un diario de la gestación de su filme en el que relataba algunas anécdotas de aquella primera frustrante conversación. Wilder, al que le llegó a través de una amiga, lo leyó, le gustó y accedió a una nueva conversación siempre que su publicación fuera en una revista y dejando claro que no quería otro libro de entrevistas sobre él. Ese “nuevo” primer encuentro fue distendido, la conversación fluyó, el viejo cascarrabias se sintió cómodo, habló sin parar y contó y contó creando entre ambos un primer y tímido vínculo emocional. Y así, poco a poco y sin premeditación (al menos aparentemente) fue haciéndose este Conversaciones con Billy Wilder, que apareció en Estados Unidos en 1999 y que vio la luz en España un año después en una espléndida edición de Alianza Editorial (hay varias posteriores, en bolsillo, no tan brillantes formalmente) en traducción de una muy reconocida especialista, María Luisa Rodríguez Tapia. 

El libro es un apasionante recorrido por la vida y -sobre todo- la deslumbrante obra del entrevistado, que incluye, aparte de la obvia transcripción de las muchas horas de estimulante diálogo entre fervoroso admirador y accesible leyenda, ilustrado con una inagotable caudal de imágenes, fotogramas de las películas, carteles, fotos personales, de los actores y actrices, de los rodajes, de la promoción, etc., una filmografía completa comentada, que recoge las películas que Wilder firmó como guionista, una sección miscelánea con anécdotas, discursos, consejos a los guionistas, un índice de las películas citadas en el libro, y un inabarcable registro onomástico con centenares de referencias. 

En nueve extensos capítulos Cameron indaga en los recuerdos de su entrevistado, haciendo aflorar sus ideas, sus reflexiones, sus opiniones, su ingenio, su cáustico humor, siempre en relación con el mundo del cine en general y el de su trayectoria fílmica en particular. Y así, Wilder habla, sabiamente dirigido por Crowe -dentro de lo que cabe, pues la desbordante facundia del anciano lleva la conversación por donde él mismo quiere, mezclando lo personal y lo profesional-, de la felicidad; cuenta cómo escoge los nombres de sus personajes; ironiza con su edad; recuerda, de su etapa europea de periodista, la entrevista fallida con Freud, el momento culminante de mi carrera; refiere su preocupación por los aspectos técnicos de sus películas (la estética, los detalles visuales, la dirección artística, la iluminación, la fotografía); sonríe, socarrón, ante el dictamen de William Holden: Billy Wilder tiene el cerebro lleno de cuchillas; se manifiesta en contra del absurdo prejuicio de Hollywood -exacerbado hasta el delirio en nuestros días- de galardonar a los actores que interpretan personajes extremos, trastornados, con algún tipo de lacra o defecto o perturbación (cualquier actor que haga de jorobado tiene más posibilidades que un personaje atractivo. Es la venganza de los votantes, porque ellos no consiguen a la chica); reniega de los “barbudos”, los modernos directores “intelectualizados”; aboga por el tipo de películas que siempre ha valorado y que constituyen lo esencial de su producción, aquellas en las que el público se divierte y olvida sus preocupaciones -como ya defendía su álter ego en la novela de Jonathan Coe (Tengo una idea muy razonable de la gente con la que tratamos y sé que no estamos haciendo una película para la facultad de Derecho de Harvard, sino para gente de clase media, la gente que se ve en el metro o en un restaurante. Gente normal. Y confío en que les guste)-; recuerda a su madre, muerta en Auschwitz; se regodea en sus filias y fobias… en un amplio catálogo de temas de imposible resumen, que aparecen aliñados con infinidad de comentarios -algunos muy mordaces- sobre los actores, actrices, directores, guionistas, productores con los que había coincidido en su larga carrera. 

De este modo, en el largo recorrido comparecen los actores, su favorito Jack Lemmon; Cary Grant y la frustración por no haber podido trabajar con él; Marlene Dietrich y su imponente personalidad; la fascinación ante el encanto de Audrey Hepburn; Humphrey Bogart y su afición a la bebida, las quejas del resto del reparto de Sabrina porque escupe cuando habla y porque en el rodaje se portó como un imbécil; la rendida admiración ante Charles Laughton, el mejor actor que ha existido nunca. Y la irritación que le provoca Marilyn Monroe, por sus impuntualidades y sus despistes (No trabajaré nunca más con ella, afirmará tras La tentación vive arriba; aunque luego reincidiría Con faldas y a lo loco), y el “descubrimiento” de Joe E. Brown, para siempre en la historia del cine por su réplica “Nadie es perfecto” en esta última película, y el rechazo al “republicanismo” de James Cagney, y el antisemitismo de, de nuevo, Bogart; la incondicional entrega a Lubitsch y su “toque”, su elegante forma de contar la historia “de otra manera” (¡Dios mío, cuántas cosas se pueden hacer con la insinuación!); su cariño por sus actrices (Tengo afecto por todas mis actrices, excepto, tal vez, Marilyn Monroe, y eso era cuando me había hecho esperar un día entero, o incluso tres días, a veces). Y hay comentarios sobre William Holden, Gloria Swanson, Fred McMurray, Barbara Stanwyck, Kirk Douglas, Shirley MacLaine, el no muy buen actor Ray Milland, Walter Matthau, Dean Martin (Adoro a Dean Martin, el hombre más divertido de Holywood) y tantos otros. 

En otro plano, quizá menos conocido para el gran público, aparecen sus colaboradores “técnicos”, para los que tiene palabras cariñosas: Joseph LaShelle, su director de fotografía favorito; Charles Lang, otro de sus habituales directores de fotografía, muy apreciado; Alexander Trauner, frecuente director de producción y amigo, del que Wilder glosa su “creación” de la infinita oficina de El apartamento; el Iz Diamond coprotagonista de la novela de Coe, como en ella siempre taciturno, y Charles Brackett, por el contrario parlanchín, con los que escribió sus guiones, siempre encerrados en un apartamento, en dos etapas distintas de su carrera; Raymond Chandler, con quien escribió el guion de Perdición, y del que resalta las muchas discrepancias entre ambos; Edith Head, su muy habitual directora de vestuario (aunque se queja de su aparición en los créditos de Sabrina, pues los vestidos de la Hepburn eran todos de Givenchy). 

Y, además, el texto, muy ameno, se ve salpicado de continuo por muy jugosas anécdotas -a menudo hilarantes-, sobre los actores y algunas escenas de sus películas: la tacañería de Cary Grant; la falta de profesionalidad “provocada” de Audrey Hepburn en Sabrina (la actriz aceptó fingir un retraso para posponer unos días el rodaje y dar tiempo así a Wilder a completar un guion inacabado); la puerta del pasillo que se abre hacia afuera en Perdición; la cámara fija sobre Barbara Stanwyck cuando Fred McMurray asesina a su marido, también en Perdición; la admirativa sorpresa del director ante la aparición de Marilyn Monroe en camisón, bajando por la escalera interna que une su casa con la de su enamorado vecino en La tentación vive arriba (“Nadie lleva sujetador debajo del camisón", "no llevo", repuso ella. Cogió mi mano y la puso sobre su pecho. No llevaba sujetador. Sus pechos eran un milagro de forma, firmeza y una pública resistencia contra la fuerza de la gravedad); las broncas con la actriz ante su “incompetencia”, incapaz de repetir “¿Dónde está ese bourbon?” y obligando a repetir la toma más de cincuenta veces); el cauce diplomático de Audrey; la elección por descarte de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses; el disparatado diálogo de Jack Lemmon y George Cukor, muy representativo de la personalidad de ambos interlocutores, en Una rubia fenómeno (Lemmon llega acelerado al rodaje. Lee de un tirón media página de diálogo, brrrrrrmmmm, y suena: “Corten”, y mira a Cukor. Este se le acerca y le dice: “Ha sido estupendo, va a ser una gran estrella. Pero… en la gran parrafada, por favor, un poco menos. Ya sabe, en el teatro, estamos muy atrás, en plano general, y hay que entregarse. Pero en cine, si se intercala un primer plano, no puede haber tanto entusiasmo.” De forma que lo repite, menos enérgico. Y Cukor vuelve a decirle: “¡Fantástico! Totalmente maravilloso, ahora vamos a repetirlo, un poco menos.” Al cabo de diez o doce veces, en las que Cukor no deja de decirle: “Un poco menos”, Lemmon comenta: “Señor Cukor, por Dios, voy a acabar no actuando en absoluto”. Cukor replica: “Ahora nos vamos entendiendo”); la condición de conquistador del elegante Gary Cooper, un auténtico follador; la queja del marido de Jean Arthur porque, a su parecer, Wilder cortaba algunos de sus planos para favorecer a Marlene Dietrich, la otra intérprete de Berlín Occidente; los modos de sortear a la censura en Con faldas y a lo loco y Bésame estúpido; las estrategias “técnicas”, para disimular la diferencia de edad de Gary Cooper y Audrey en Ariane; un encuentro fortuito y fugaz con Greta Garbo, ya casi desaparecida de la vida pública, que accederá a tomar un Martini en su casa, para sorpresa de su esposa; la prohibición autoimpuesta de enamorarse de sus actrices (Siempre coqueteaba con la doble. Era una cosa tan buena o mejor que hacerlo con la actriz, porque a ésta le habrían tenido que arreglar el cabello después. Y habríamos perdido tiempo en el rodaje); la broma malévola a Cukor, perfeccionista con sus muchas tomas de cada plano, mostrándole en la sala de montaje ocho idénticas para que eligiera entre ellas la mejor; su deseo de rodar La lista de Schindler (se le “adelantó”, como es sabido, Spielberg), que Wilder quería que fuera su última película, porque su madre, a la que había podido ver fugazmente en un viaje a Viena en 1936, había muerto en Auschwitz; el regalo que le hizo Sinatra, un picasso, por ayudar al guionista de una de sus películas, Ocean’s Eleven, de 1960; entre una interminable sucesión de historias y episodios que convierten la lectura del libro, más allá de su innegable valor testimonial e informativo, en una placentera delicia. 

Y pese a que el tiempo y el espacio de esta reseña están ya claramente desbordados, no quiero ponerle fin sin, al menos, presentaros brevemente otro libro altamente recomendable para cualquiera mínimamente interesado en el director que hoy ha protagonizado nuestro espacio. El universo de Billy Wilder es uno de los más destacados títulos de la indispensable serie “El universo de…” que la editorial Notorious, surgida bajo los auspicios -y creo que también la financiación- de José Luis Garci y su círculo de amigos y colaboradores, muchos de los cuales han formado parte de los extraordinarios elencos de sus distintos programas televisivos a partir de aquel seminal ¡Qué grande es el cine!, que, en distintos formatos y en diferentes cadenas, han venido sucediéndose en nuestras pantallas desde hace ya casi treinta años. Con prólogo del propio Garci, con textos de David Felipe Arranz, Guillermo Balmori, Joan Bassa, Quim Casas, Ramón Freixas, Ignacio García Garzón, Fernando R. Lafuente, Juan Carlos Laviana, Miguel Marías, Luis Martínez, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Antonio José Navarro, Carlos Reviriego, Hilario J. Rodríguez, Moisés Rodríguez, Oti Rodríguez Marchante, Enric Ros, Gerardo Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, Eduardo Torres-Dulce, Jaime Vicente Echagüe, el libro constituye una exhaustiva enciclopedia del director, en la que se analizan todas sus películas, se exploran sus temas favoritos, se presenta a sus actores y colaboradores “fetiche” (y también a los no tan relevantes) y se explora cuanto elemento susceptible de estudio puede encontrarse en la sobresaliente filmografía del creador, en una obra voluminosa -en extensión y en formato-, ofrecida con la habitual brillantez formal (en cuanto objeto: tapas duras, papel satinado, abundancia de excelentes fotografías; los “formalismos” tipográficos adolecen, por el contrario, de las mismas lacras que ya comenté aquí hace algunas semanas a propósito de otras obras del sello) de las publicaciones de Ediciones Notorious y de su editorial “hermana”, Hatari Books. 

En fin, espero que os haya resultado atractiva esta múltiple recomendación cinéfila de esta tarde, tanto como para, espoleados por el interés de los libros, decidiros a una completa inmersión en la excepcional filmografía de Billy Wilder, uno de los nombres mayores de la historia del cine (si no el mayor: recordad la frase de Fernando Trueba al recibir el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 1993 por su Belle Époque: Quisiera creer en Dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder, él es mi verdadero Dios. Gracias, Mr. Wilder. Al parecer, Wilder, que en ese momento estaba viendo la ceremonia en su casa mientras se tomaba su “séptimo Martini”, le dijo a su mujer, con su habitual ironía: Mándale a Trueba la factura de la tintorería de la alfombra). Os dejo ahora con un breve fragmento de El señor Wilder y yo, una muestra más -y la anécdota relatada no parece apócrifa- del ingenio del director. Tras él, uno de los muchos posibles acompañamientos musicales a esta reseña: el clásico Fascination interpretado por Jane Morgan que está en la banda sonora de Ariane.


–¿No conoces la historia de Nijinsky? –me preguntó–. Era un gran bailarín, pero se volvió majara. Acabó en un manicomio, teniendo unos delirios tremendos. También hay una historia divertida sobre eso. 

Parecía bastante raro, pero el señor Diamond estaba decidido a contármela de todas formas. 

–Una vez Billy estaba reunido con un productor. Y le estaba diciendo que quería hacer una película sobre Nijinsky. Así que le contó toda la historia de la vida de Nijinsky, y el tipo se quedó mirándolo horrorizado, diciendo: «No hablarás en serio... ¿Quieres hacer una película sobre un bailarín de ballet ucraniano que acaba volviéndose loco y pasando treinta años en un psiquiátrico pensando que es un caballo?» Y Billy le contesta: «Ya, pero nuestra versión de la historia tiene un final feliz. Acaba ganando el Derby de Kentucky.» 

Y esta vez sí me reí, en parte porque la historia me parecía divertida y en parte porque me gustó cómo la contó el señor Diamond, cómo le brillaron los ojos cuando llegó al final del chiste, cómo para él (aunque fuera solo un momento) contar aquella gracia aportaba un instante de extraña alegría y claridad al mundo. Y me di cuenta de que, para un hombre como él, un hombre esencialmente melancólico, un hombre para el que este mundo cruel solo podía ser una fuente de amargura y desilusión, el sentido del humor no era solo algo bonito sino algo necesario, que contar un buen chiste podía aportar un momento, fugaz pero maravilloso, en el que la vida tenía un extraño sentido y ya no parecía azarosa ni caótica ni inescrutable. Me alegró pensar que en medio de todos los problemas espinosos del mundo seguía conservando aquella fuente de consuelo.

(Fe de erratas: En la emisión radiada, se deslizan dos erratas que ahora aclaro. Califico a Drive my car de "película coreana", cuando en realidad es japonesa. Además, indico que el padre del personaje de Audrey Hepburn en Ariane es profesor, cuando se trata de un detective, encarnado por el gran Maurice Chevalier. El fallo es especialmente grave -y muy ilustrativo sobre mi endeble memoria- cuando la condición detectivesca de su profesión incide directamente en la trama de la película. Mis disculpas...)


Videoconferencia
Jonathan Coe. El señor Wilder y yo

miércoles, 14 de septiembre de 2022

SERGE KOSTER. LAS FASCINANTES RUBIAS DE HITCHCOCK; ABE THE APE. EL ENEMIGO DE LAS RUBIAS; GUILLERMO BALMORI. EL UNIVERSO DE ALFRED HITCHCOCK; FRANÇOIS TRUFFAUT. EL CINE SEGÚN HITCHCOCK

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo os da la bienvenida a esta segunda edición septembrina de Todos los libros un libro, un mes, que por mor de la celebración del Festival de San Sebastián, que abre sus puertas el próximo sábado, día 17, llegando a su septuagésima edición, y del cumplimiento de los noventa años de la inauguración del Festival de Venecia, he querido que tenga en nuestro espacio un contenido especialmente cinéfilo. Así, la semana pasada, os hablaba de tres magníficas obras, la entrañable aproximación de José Luis Garci a Lo que el viento se llevó, la exhaustiva monografía de Eduardo Torres Dulce, El asesinato de Liberty Valance, en torno al clásico de John Ford, y la singular propuesta de Luc Moullet, Política de los actores, reivindicando el genio de James Stewart, Gary Cooper, Cary Grant y John Wayne, como reacción frente a la generalizada mitificación, sobre todo en Europa, y a partir de los años sesenta, de los directores, a los que se les otorgó el enfático estatuto de “autores” y a los que la crítica intelectual francesa -pero no sólo- hizo descollar por sobre el resto de profesionales -guionistas, montadores, productores e intérpretes- que contribuyen a que las películas queden en la memoria del espectador. 

Con el mismo aire nostálgico que impregnaba mis comentarios de hace siete días, en el caso de hoy, mi propuesta, de nuevo plural, gira sobre, esta vez sí, un indiscutible “creador” cinematográfico, el incomparable Alfred Hitchcock, de cuya primerísima película, Number 13, se cumplen cien años este 2022, y cuya compleja figura se presenta y analiza desde cuatro acercamientos distintos. En primer lugar, uno de los tópicos recurrentes del director, su atracción por las actrices rubias, a menudo ambigua, algo turbia y siempre perturbadora, se estudia en el estupendo Las fascinantes rubias de Hitchcock, escrito por el francés Serge Koster y publicado en 2015 por Periférica en traducción de Manuel Arranz. Incidiendo en esa adoración obsesiva del cineasta por las atractivas blondas, el pasado 2021 la editorial Lunwerg nos ofreció Alfred Hitchcock. El enemigo de las rubias, un desenfadado librito de Abe The Ape, “nombre de guerra” de Abraham Menéndez, que cuenta con unas curiosas ilustraciones del propio autor y que complementa el libro de Koster ya desde el título, pues la fascinación de uno y la enemistad del otro constituyen los dos ejes contrapuestos que definen la ambivalente mirada del británico sobre sus, a la vez, deliciosas y perversas, idolatradas y temidas actrices. 

La aproximación libresca a Hitchcock carece de sentido sin la paralela visión de sus películas, que ayuda a profundizar en los inteligentes y perspicaces análisis de Koster y Menéndez. En los últimos meses he revisado lo esencial de su filmografía, placentera tarea que recomiendo a nuestros oyentes. Para ello, resultan de inestimable ayuda otros dos libros, estos ya de mayor enjundia y extensión, absolutamente indispensables, a mi juicio, para cualquier interesado en el mundo “hitchcokiano” y para disfrutar de sus muchas obras maestras: El universo de Alfred Hitchcock, un título, coordinado por Guillermo Balmori en 2019, encuadrado en la formidable serie de Notorious Ediciones, en la que, bajo la rúbrica unificadora de El universo de…, el sello madrileño lleva años ofreciendo al cinéfilo sus desbordantes estudios sobre las principales figuras de la era dorada de Hollywood. Y si, como a mí, al lector le mueve el afán de conocimiento y quiere ahondar en las claves últimas de las películas de nuestro invitado de esta tarde, qué mejor que entregarse a la apasionada lectura de El cine según Hitchcock, la larga conversación -más de cincuenta horas- que mantuvieron en un lejanísimo 1966, “Hitch” y el director François Truffaut; un libro cuya primera edición española en Alianza Editorial es de 1974, aunque ha conocido decenas de reimpresiones y reediciones desde entonces, siempre con la traducción de Ramón G. Redondo, a la que se ha incorporado la colaboración de Miguel Rubio, Jos Oliver y Ricardo Artola para el capítulo 16, añadido en las versiones más recientes, las presentadas a partir de 2010, y que incluye comentarios sobre los títulos postreros del británico: Topaz, Frenesí, La trama y, por último, The Short Night, la película que Hitchcock preparaba cuando murió. 

En Las fascinantes rubias de Hitchcock, Serge Koster analiza, tras avanzar las claves de su planteamiento en un interesante prefacio, cuatro figuras femeninas de leyenda, rubias por supuesto, que encarnan, en sus distintas apariciones en las películas del director, ese prototipo equívoco y paradójico de la mujer que constituye el núcleo central de la dimensión erotómana de su cine: Grace Kelly, Kim Novak, Eva Marie Saint y Tippi Hedren, cada una de ellas estudiada en un filme especialmente significativo: La ventana indiscreta, Vértigo, Con la muerte en los talones y Marnie la ladrona, aunque en el texto aparecen también otras de sus interpretaciones en Atrapa a un ladrón, Crimen perfecto o Los pájaros

Koster nació en París en 1940 y murió este pasado enero. Fue profesor de literatura y colaborador en medios radiofónicos y televisivos, entre los que destaca Apostrophes, el legendario programa de libros de Bernard Pivot. Experto en Racine, Voltaire, Rousseau o Proust, publicó ensayos y novelas. Para abrir el libro que hoy os presento eligió una muy reveladora cita extraída, precisamente, de la obra de Truffaut que comentaré al término del espacio: Cuando abordo cuestiones sexuales en la pantalla, le confiesa Hitchcock a su entrevistador francés, no olvido que, también ahí, el suspense lo es todo. Si el sexo es demasiado escandaloso y demasiado evidente, se acabó el suspense. ¿Por qué razón elijo actrices rubias y sofisticadas? Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en «putas» en el dormitorio. Quizá esta última frase resulte intolerable para la actual mojigatería biempensante, esa corrección política presuntamente de izquierdas que no duda en abrazar las prácticas censoras de la derecha más ultramontana, pero, en cualquier caso, formulada hace casi siete décadas, resulta altamente reveladora del sentir del director y constituye la piedra angular del ensayo de Koster. 

En “El deseo según Hitchcock”, título del preámbulo de breve librito, su autor adelanta los ejes más relevantes de su ensayo. Vamos a estar en compañía de algunas de las criaturas del Maestro, anticipa. Estrellas de la pantalla, sólo existen para ser vistas una y otra vez, estrellas que brillan para deleitarnos, para deslumbrar nuestros sueños, estrellas cuyo «fundamento» es la carne que no se ve. En esta mención a lo oculto, lo insinuado, lo apenas entrevisto radica ya una de las pautas sustanciales del apasionado análisis que nos disponemos a leer. Una lectura, por cierto -obligado aviso para navegantes-, en la que aflora la indudable condición de Koster como “intelectual francés”. Y entrecomillo porque se trata de una “especie” bien definida, ya registrada en las imprecisas taxonomías con las que calificamos a los exponentes más destacados de la cultura occidental. Un “intelectual francés” quiere decir Derrida, Althuser et alii; quiere decir coqueteo con el psicoanálisis; quiere decir concepción de la cultura como arma (más o menos) arrojadiza; quiere decir erudición “sobreactuada” (son decenas las referencias literarias que inundan el texto); quiere decir elitismo en el fondo y en las formas; quiere decir, en fin, y esta es la dimensión que más nos afecta como lectores, categorías conceptuales algo abstrusas y sofisticadas, devoción por un simbolismo freudiano ligeramente forzado, léxico abigarrado, prosa enrevesada rozando a veces la ininteligibilidad. Un intelectual francés escribe con la nariz alzada, en una posición moral que sitúa al resto del mundo por debajo de una desmedida inteligencia de la que el autor es consciente y que subraya de continuo de modo ostensible. 

Y, pese a ello, el libro aporta ideas, sugiere enfoques, descubre facetas no apreciadas en una visión “convencional” de las películas. Hay inteligencia y gracia, perspicacia y humor, que se abren paso con naturalidad entre las menciones al deseo, a la represión, a los falos erectos que afloran por doquier -una rígida escayola, un corsé, un bastón-, al cabello femenino como anticipo del vello púbico, a las frases banales que, por metonimia, “equivalen” a propuestas sexuales, a la insinuación carnal tras una frase anodina (un "su cara me gusta”, “significa” la mano en la bragueta, metonímicamente hablando, [una] abierta invitación al desenfreno en el marco de las convenciones sociales), a la castración alegórica, a las referencias al orgasmo que se ocultan tras un accidente de tráfico, a la vagina ofrecida a la que alude la apertura de un bolso, al coito implícito tras la imagen de un tren que se adentra en un túnel, al voyerismo y la vampirización, todos esos excesos del discurso filosófico galo post-68, que Koster maneja con soltura y pertinencia (teniendo en cuenta, por otro lado, que la sinuosa personalidad cinematográfica de Hitchcock justifica con creces, y hasta provoca, ese adentramiento en los más turbios abismos del alma humana).

Si el cine hollywoodiense creó las estrellas de los años treinta, me parece incuestionable que fue Alfred Hitchcock uno de los que más contribuyó a darles una dimensión mítica, cuya proyección se mide por contraste con el mediocre estatus de artista al que el cine actual reduce a sus protagonistas más notorias, independientemente de la calidad de las películas, obligadas como están a frecuentar los estudios, los platos de las televisiones, que las utilizan para vender sus intercambiables servicios. Ese mundo que encarnan las actrices fetiche de Hitchcock está, definitivamente, desaparecido, y es por ello -entre otras causas- por lo que la revisión de sus películas resulta todavía inquietante. La mirada del director transforma a sus “víctimas”, las convierte en la encarnación de la belleza, del deseo, de la seducción. Una mirada perversa y calenturienta, simultáneamente gélida y febril, que encierra timidez enfermiza y curiosidad insaciable, atracción compulsiva y sed infinita de sexo, puritana represión y obsceno atrevimiento. Una mirada que sugiere una promesa que une el placer y la felicidad, la carne y el espíritu, el arte y la eternidad, el amor y la muerte. Cita a este respecto el autor a Serge Kaganski, periodista musical francés, para el que el apellido del director encierra una clave oculta, pero indudable: «Itch cock» es la «picazón en la polla», el «pene que pica». Ingenioso, aunque, lo dicho, demasiado francés. 

Las rubias de Hitchcock se nos muestran, a causa de ese enfoque pervertido, vicioso y depravado del director (que en más de un caso las aborrece personalmente), como diosas inaccesibles, míticas, rodeadas de un aura espiritual, intangible, evanescente, por encima de la condición humana, y aparecen, también y simultáneamente, como la apoteosis de la carnalidad, la huidiza promesa del sexo, la más viva e incandescente representación del erotismo, de la lujuria, de la sensualidad. La vertiente «tierna» y la vertiente «sensual» se fusionan sin problemas, sin inhibiciones. Y ese dualismo -uno de los leitmotivs recurrentes en el estudio de Koster- lo lleva a preguntarse, ante el cóctel venenoso que nos inocula el brujo británico al mostrarnos la atracción melancólica y fúnebre de Kim Novak en Vértigo, la frigidez, la cleptomanía y el carácter homicida de Tippi Hedren en Marnie la ladrona, la elegancia provocadora de la inocente y aparente “mosquita muerta” Grace Kelly en La ventana indiscreta, el promisorio erotismo de la insensible y ardiente Eva Marie Saint en Con la muerte en los talones: ¿Existe hoy alguna actriz a cuyos elixires sucumbiríamos con semejante placer? 

Su enorme talento permite que, frente a las fascinantes rubias que nos muestra, todos nos convirtamos en espectadores encadenados enamorados de sus cadenas. Como subraya con agudeza Koster: Wanted: el letrero de «se busca» pegado a un muro en los westerns, ¿qué individuo de sexo masculino no lo lleva también pegado a la piel? El más maniático inventor de planos cinematográficos no filma otra cosa que esta obsesión, cuya represión infiltra su genio. Como una bomba de relojería dispuesta para explotar en el momento oportuno, a la altura de la bragueta, en el asiento de atrás de un taxi (según algunos de los términos que él mismo utiliza en su diálogo con François Truffaut), Alfred Hitchcock coloca su cámara de manera que inyecte lo esencial del suspense en «las cuestiones del sexo en la pantalla», que exigen la mayoría de los resortes de la intriga policíaca

Y así, en ese apasionante repaso por la presencia fílmica de sus divas, comparece Grace Kelly, la rubia chic, que bajo su frágil apariencia de inocente candidata al matrimonio -como aspiración última en La ventana indiscreta, como realidad perturbadora en Crimen perfecto-, con su belleza fría y elegante, su pasión interior, su mente despierta (y la sumisión total a su dueño) acaba por revelarse como la encarnación de los fantasmas personales y profesionales del cineasta, la actriz más colaboradora que conoció nunca. Ese dualismo “constitutivo” de las rubias de sir Alfred se manifiesta de modo paradigmático en su papel junto a James Stewart en la “voyerística” y exitosa película que los unió: Virgen en vísperas del matrimonio, concupiscente ante la idea de la noche de bodas, el doble mito Madonna/Magdalena. En esta obra maestra indiscutible, la fascinante Grace otorga su aura máxima a la encarnación del deseo de acuerdo con la declinación hitchcockiana. 

Koster, goloso, se recrea en el análisis de la exhibición de la lencería íntima que insinúa, pero no muestra los encantos escondidos; que promete, pero no otorga el deleite prohibido. Aflora entonces en la memoria del autor, tan retorcido al menos como el director al que analiza, la figura de Georg Wilhelm Pabst, ordenando a su actriz Louise Brooks, primero reticente y luego convencida, que se ponga, en lugar del «soberbio negligé de seda amarillo», la «basta bata blanca»: «La llevarás, y el público debe saber que estás desnuda debajo», en otra manifestación -extrapolada al bueno de Sir Alfred- de la tortuosa mente del creador. 

Y luego están los besos, los innumerables, demorados, interminables, lentísimos, extáticos besos de las películas de Hitchcock, el resquicio tierno y jadeante de los besos, que todos los amantes hitchcockianos intercambian con un fervor en el que el idealismo romántico disfraza un frenesí sensual cuya iniciativa es competencia de la dama (para solaz del cineasta y de los espectadores). Grace Kelly protagoniza algunos de los más memorables, como harán Kim Novak, de nuevo con James Stewart como partenaire, Eva Marie Saint, con Cary Grant en el tren de Con la muerte en los talones, o Tippi Hedren con un exageradamente viril Sean Connery en Marnie, entre infinidad de otros ejemplos. Hitchcock puede tranquilamente filmar la felicidad en el rostro de los amantes y confirmar la fórmula del místico Angelus Silesius: «Hay un signo infalible en el que reconocerás que amas a alguien de verdad, y es cuando su rostro te inspira más deseo físico que cualquier otra parte de su cuerpo»

Hitchcock detesta a Kim Novak y se arrepiente de su participación en Vértigo, (Al menos tuve el placer de arrojarla al agua, afirmará, malévolo, recordando las muchas tomas a las que obligó a someterse a la actriz, en la escena de su intento de suicidio sumergiéndose bajo el Golden Bridge de San Francisco), y ello porque en opinión del cineasta la actriz se equivoca tres veces al interpretar su película. Para empezar, Kim no era su primera opción, sino que Vera Miles era la actriz inicialmente elegida para el papel, pero tuvo que abandonar a causa de su embarazo cuando comenzaba el rodaje. Además, la ostensible (en todos los sentidos) voluntad de la actriz de no llevar sujetador, sus pechos tensando el jersey, chocan con el puritanismo del director, que canaliza su ansia sexual de un modo menos notorio. Por último, plantea un conflicto entre el pelo suelto o recogido en un moño del personaje que encarna, y ello -la cabellera desatada- quiere decir que está ya casi desnuda ante él pero se niega aún a quitarse las bragas, en frase, al parecer, del propio Hitchcock. 

Novak no le gusta tampoco a Koster (ni a mí, por si ello interesara): Cara demasiado llena, trasero muy marcado, complexión robusta, una dosis de exceso por todas partes. No es mi tipo. Demasiado alejada, con su desbordante y algo vulgar carnalidad, de la languidez espiritual, de la etérea elegancia de las otras rubias “peligrosas”. Y, sin embargo, Hitchcock hace girar sobre ella su deslumbrante película. Es cosa de magia, leemos, haber hecho de esta mujer de andares un poco torpes un ídolo, una idea de mujer, un arquetipo carnal; una presencia inasible en su primera encarnación, una loba acorralada después, para terminar por no saber cuándo es ella misma, ni quién es. Una vez más, la ambivalencia de las féminas “hitchcockianas”, ¡Cuánto ha amado, cuánto nos ha hecho amar este cineasta mojigato y audaz a las mujeres de dos caras! Cocinándolas a fuego lento, ¡a qué régimen las habrá sometido, invitándonos al festín con una mueca de sibarita, sazonadas y devoradas! 

Por otro lado, Vértigo, con su indudable trasfondo psicológico, permite que Koster lleve hasta el paroxismo esta lectura freudiana, psicoanalítica, que encuentra claves, desvela signos, explica significados ocultos, todos ellos con ambiguas y rebuscadas interpretaciones de índole sexual. El desdoblamiento, la caída, la impotencia, las pulsiones de Eros y Tánatos, los componentes masoquistas, la angustia, los fantasmas, las oscuras metáforas (moño/sexo femenino; lencería/desnudez; corsé quirúrgico/impotencia), las elipsis endiabladas (la aparición de Kim, desnuda, en la cama del protagonista, tras haberla él salvado de las aguas: No cabe duda: la ha desnudado, tocado, visto. Fulgurante elipsis, erótica castidad, blasones del cuerpo femenino imaginados. Ya no se trata de ninguna persona ni de su alias, sino de ese cuerpo, oculto por el brazo, y luego por el batín rojo del anfitrión, ese cuerpo que curiosea por las habitaciones, paseando, prometiendo su desnudez oculta (…). Ofrecida como pasto a nuestra concupiscencia frustrada, este cuerpo, este sexo confieren a la sublime marioneta hollywoodiense un valor identitario que trasciende todas las villanías que, sabemos, han tenido lugar en los alrededores del plato. Se convierte en el arquetipo de la desnudez victoriosa de todas las infamias imaginadas por el abominable Hitch)

Un “juego” similar nos plantea Koster en relación con Tippi Hedren (y altero, aunque sólo a causa de esa similitud, el orden en el que, en el libro, se nos presentan a las actrices, postergando a Eva Marie Saint, tercera en aparición, al último lugar en mi reseña). Con la madre de Melanie Griffith, Hitchcock se entrega a una doble masacre, tanto en el evanescente ámbito del universo fílmico, situándola en el papel de víctima ante los sañudos ataques ornitológicos en Los pájaros y frente a la angustia psicológica de la traumatizada Marnie, como fuera de escena, donde parecen constatadas las acechanzas, insinuaciones, propuestas y ofrecimientos del ya muy maduro director sobre su -en Marnie la ladrona- anoréxica y frígida objeto de deseo. Hombres, les dices no, gracias y ya quieren ponerte la camisa de fuerza, hará que exclame su personaje, en una paradójica asunción de culpabilidad. Aquí reaparecen, con más fuerza, pues forman parte de la trama, los lugares comunes del psicoanálisis: el trauma infantil, la figura de la madre, la aversión al contacto físico, el instinto masoquista, la obsesión por el sexo, la simbología sugerida (el bolso/vagina, la sangre y el rojo, también, de nuevo, el moño que imanta la mirada y provoca destellos: desatar, destrenzar, penetrar esta arquitectura capilar dorada mientras se sueña con acariciar los bucles que adornan el monte, algo más abajo, donde se curvan las bragas fetiche de Hitch), los equívocos y rebuscados tópicos que oculta la enfebrecida imaginación del director, presentes todos en otra película magistral. 

Como lo es, igualmente, Con la muerte en los talones, en la que, más allá de la siempre sobresaliente presencia de Cary Grant, campa a sus anchas, dominadora, poderosa, Eva Marie Saint, que seduce al espectador (Grant es un medio en manos de Hitchcock), que se agita ante el irremediable desasosiego que suscita la belleza, la maestría, la turbación, los mensajes sensibles que emite, toda la sobriedad y la sofisticación de una actriz que se mueve por la pantalla con una gracia maravillosa; que se inquieta por la invitación a la felicidad y la amenaza de muerte que transmite la encantadora rubia (de nuevo condenada a la duplicidad como mujer y como espía); que cae rendido -¡qué remedio- y subyugado ante la inversión de roles sexuales que encarna (en todo momento es ella quien dirige el juego del gato y el ratón); que se entrega definitivamente, simultáneamente atraído y desconcertado, en la escena del vagón restaurante en la que, con su coqueto traje de chaqueta negro, su pelo impecable, como recién salida de la peluquería, y luciendo una sonrisa burlona que es una invitación a la prudencia tanto como a la depravación, lady Eve se presenta); y que arde, por fin, con la combustión de los besos en la que Grant operará como mero testaferro del espectador y, claro está, del propio y libidinoso director, que se esconde, pudoroso y lascivo -valga el oxímoron- tras la imagen inequívoca de la marcha jadeante del tren a través de una noche de lujo y de placer y hacia la oscuridad del túnel y su promesa de happy end (Es el final más impertinente que he rodado nunca, confesará Hitchcock). 

Estas cuatro inolvidables beldades blondas están presentes también, junto con algunas otras, casi todas al menos tan atrayentes como las elegidas por Koster, en Alfred Hitchcock. El enemigo de las rubias, el muy interesante volumen, escrito e ilustrado por Abe The Ape, el nombre comercial con el que se presenta el diseñador Abraham Menéndez, publicado por Lunwerg Editores el pasado 2021. 

El autor es un joven (o quizá no tanto: nació en 1977) licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universidad Complutense de Madrid y diplomado en Diseño de Moda por el Instituto Europeo de Diseño. Diseñador (colabora con marcas como Chanel, Dior, Shiseido, Perrier o Massimo Dutti) creador de su propia firma de platos decorados, de cerámica, objetos decorativos, camisetas e ilustraciones muy personales y reconocibles, muy alegres y coloristas, El enemigo de las rubias es su primer libro y en él destacan, por encima de su interesante contenido, las deslumbrantes imágenes que cubren más de dos tercios de las largas doscientas páginas del volumen. Su estilo, pop, sesentero, elegante, divertido, glamuroso y sexy, luminoso y seductor, muy vinculado con el universo, los iconos y los tópicos de la moda y la publicidad, convierte en extraordinariamente agradable la lectura de unos textos, por lo demás también sugerentes, rebosantes de informaciones y anécdotas, llenos de ironía y humor, optimistas, desenfadados, escritos con una tono ligero, desenvuelto e informal. 

El libro se abre con un prólogo de Esperanza García Claver, en el que se pone el acento, sobre todo, en el interés de Hitchcock por la moda, el diseño gráfico y la creación artística del siglo XX, aspectos que se reflejan en su obra a través de la cuidadosa elección de los vestidos de sus heroínas, del significativo uso del color, de la atención a los detalles (los bolsos, los moños, las llaves, las joyas) que Menéndez recoge en sus espléndidas ilustraciones, que tan bien reflejan ese elenco de mujeres irresistibles, bellas, frías y majestuosas, representando la que quizá sea principal “marca de la casa hitchcockiana”. 

Tras una sucinta introducción que resume brevemente la trayectoria biográfica del director, y en la que Abe the Ape se detiene en analizar la evidente misoginia (El problema de hoy en día es que no torturamos a las mujeres lo suficiente, afirmación que, en nuestros puritanos días, hubiera condenado al ostracismo a su provocador autor) del supuesto homosexual reprimido que era el británico (imperturbable, gordo, cínico, misógino, machista, fetichista, reprimido, ambiguo y genial, lo califica, además, en una prueba muy reveladora de la desprejuiciada ausencia de corrección política en su texto) la obra se adentra en sus capítulos sustanciales. 

Así, en Chicas Hitchcock se presentan los perfiles de Barbara Bel Geddes, Carole Lombard, Doris Day, Eva Marie Saint, Grace Kelly, Ingrid Bergman, Janet Leigh, Joan Fontaine, Kim Novak, Madeleine Carroll, Marlene Dietrich, Tallulah Bankhead, Tippi Hedren y Vera Miles, algunas de las más destacadas actrices de sus películas, de las que se relatan las circunstancias más sobresalientes -incluidos abusos, vejaciones y torturas psicológicas- de sus interpretaciones bajo la férula del genial tirano. 

La Pandilla nos acerca al grupo de fieles colaboradores “técnicos” y artísticos con los que, de un modo más o menos recurrente, Hitchcock contaba para sus filmes: su inseparable y muy paciente Alma Reville, siempre detrás del director, y siempre en silencio, pese a que ahora sabemos que su participación en las decisiones artísticas de su marido era todo menos testimonial (trabajaron juntos en más de cincuenta películas, aunque ella sólo aparece en los créditos de dieciséis); el gran compositor Bernard Herrmann, presencia constante en las películas de Hitchcock (Con la muerte en los talones, Vértigo o Psicosis, entre otras); la directora de vestuarios Edith Head, figura clave de Hollywood en su ámbito; el director de fotografía Robert Burks o el diseñador Saul Bass, cartelista genial, reconocible responsable de los créditos de innumerables éxitos.

En el apartado titulado Películas comparecen algunas de las más representativas, en concreto 39 escalones, Alarma en el expreso, Rebeca, Sospecha, La sombra de una duda, Náufragos, Encadenados, La soga, Extraños en un tren, Crimen perfecto, La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros, Marnie, la ladrona, Frenesí, Recuerda. Bajo la rúbrica Televisión se incluye un sucinto comentario sobre la muy notable presencia del director en la pequeña pantalla, a través de la muy popular serie Alfred Hitchcock presenta, que apareció en las televisiones de todo el mundo a principios de los años sesenta. La entusiasta recepción de la filmografía del director por parte de la crítica francesa más “intelectual”, la que orbitaba en torno a Cahiers du cinéma, se recoge en Vive La France!, el penúltimo capítulo del libro que, antes de la entregada declaración de amor de su autor en el epílogo que le pone fin, aún acoge otro corto apartado -Influencia- dedicado a a rastrear el poso que el cine de Hitchcock ha dejado en películas y directores ajenos, Brian de Palma, Spielberg, Tarantino, Polanski, David Lynch o Scorsese. 

Todo ello presentado, ya se ha dicho, mediante un tratamiento ligero, muy fresco, sin ninguna pretensión académica, con numerosos toques de humor, en epígrafes muy breves, de una o dos páginas, a lo sumo, de amplia tipografía, repletas de anécdotas y apreciaciones subjetivas y “decoradas” -en lo que, para mí, es el principal logro del libro- con unas muy sugerentes láminas. 

Ya sin tiempo apenas para algo más que una rápida despedida, dejadme presentar los dos libros finales de esta muy larga reseña, dos obras voluminosas y más académicas y rigurosas que las de Koster y Menéndez, siempre ligeras y desenfadadas. Dos libros que, como he señalado, resultan de consulta casi obligada mientras se repasa la filmografía esencial del director; dos libros imprescindibles si el lector quiere adentrarse, con profundidad, rigor, detenimiento y paciencia, en la inconmensurable obra del británico; dos libros de lectura reposada, complementaria al visionado de las películas; dos libros, pues, merecedores cada uno de ellos de una reseña autónoma, que hay que leer a lo largo de los meses, en una suerte de enriquecedor “Seminario Hitchcock” en el que se degusten los innumerables detalles magistrales de sus filmes, subrayados, analizados, y objeto de las inteligentes y perspicaces explicaciones recogidas en ambos textos. Así llevo haciéndolo yo desde hace casi un año y, creedme, la experiencia proporciona un placer difícilmente igualable. 

El monográfico que, a cargo de Guillermo Balmori, presentó en 2019 la editorial Notorious (nombre hitchcockiano, el título original de la película que en España se conoce por Encadenados), dentro de la ambiciosa e imprescindible serie El universo de…, centrada en esta ocasión en el director británico, es una muy completa enciclopedia sobre todo cuanto aspecto quepa imaginar en relación con su vida y su obra. Con centenares de imágenes -fotografías, carteles publicitarios, fotogramas- el libro analiza en sus primeras trescientas páginas la filmografía completa del director, con comentarios de cada una de sus películas, incluyendo las de su inicial etapa británica y los trabajos para la televisión ya antes comentados. El resto de la obra, que alcanza casi las quinientas páginas, lo ocupa un “diccionario” en el que, por orden alfabético, se estudian los principales temas que configuran lo esencial de la muy singular creación artística de Sir Alfred. Dos necesarios índices -de películas y de “conceptos”- facilitan la búsqueda de información, allanando el camino al lector en un volumen que no se lee de corrido sino “picoteando” aquí y allá -con gozo y placer infinitos- en paralelo al exhaustivo repaso -muy recomendable, ya se ha dicho- de las inolvidables películas del genio. 

Para un conocimiento más profundo de ese estimulante “planeta Hitchcock” resulta obligada la lectura de El cine según Hitchcock, las conversaciones entre el director británico y su homólogo francés, François Truffaut. Hay infinidad de ediciones del libro en nuestro país, la que yo he leído es la de Alianza Editorial de 1977 y a ella os remito para sumergirse en el inteligente diálogo entre dos genios del séptimo arte. Hay, también, e igualmente resulta de visionado indispensable, un documental sobre el libro, dirigido en 2015 por Ken Jones, con el título Hitchcock-Truffaut y que puede verse en Filmin.

Muy fuera de tiempo os dejo ya con un fragmento del libro de Serge Koster, con Grace Kelly “provocando” a James Stewart en La ventana indiscreta. Como cierre musical a esta ya muy larga reseña sonará Doris Day cantando Que Será, Será (Whatever Will Be, Will Be), un tema decisivo en la resolución de la trama de El hombre que sabía demasiado, la película de 1956 en la que Hitchcock “revisita” uno de sus títulos primeros, de 1934. 


Por la noche surge ella (Grace Kelly) de los arcanos de la ciudad, su morfología como un bello objeto. «¿Cómo está tu pierna?». «Me duele un poco». «¿Y tu estómago?» «Vacío como un balón de rugby». «¿Y tu vida amorosa?» (Vale decir sexual.) «No demasiado activa». Y ella pronuncia estas otras palabras cuando él pregunta «¿Quién eres tú?». «De arriba abajo, soy Lisa… Carol… Fremont», y mientras responde enciende, una a una, las lámparas del cuarto y aumenta el resplandor, que alumbra su impecable cabellera. 

Su ocupación de la pantalla, su perfección ansiogénica, la exhibición de la lencería íntima hacen balbucir al fotógrafo, cuya herida no le impide radiografiar, con una mezcla de éxtasis y de fastidio, los magníficos secretos de esta anatomía que descubre su etérea y última prenda: «Tu ropa interior que no pesa ni doscientos gramos… ¡Cien gramos!». La (futura) casada (casi) desnudada por su propio (director). Esto nos recuerda, sin duda, a Marcel Duchamp, pero también, y sobre todo, a ese precursor: Georg Wilhelm Pabst, ordenando a Louise Brooks, primero reticente y luego convencida, que se ponga, en lugar del «soberbio negligé de seda amarillo», la «basta bata blanca»: «La llevarás, y el público debe saber que estás desnuda debajo». Don de videncia concedido a los grandes creadores, don de obediencia del que están dotadas las más sublimes intérpretes. Ellas lo narran, y nosotros lo repetimos sin cansarnos. 

Vista por detrás. Desnuda debajo. ¿Quién no se excitaría? ¿A quién no obnubilaría la impaciencia de vérselas con el «bagaje» de la rubia? Descoser las costuras, olfatear el maquillaje, el culo al aire, todo en desorden. Hay uno que, al menos en apariencia, se queda de piedra o, más bien, de escayola: James Stewart, gentleman y reporter un pelín grosero. ¿Grosería debida a su egoísmo de soltero o a su accidente? Él pretextará con un simbolismo equívoco: lo encadena el cilindro que aprisiona su pierna; ese enjaezamiento rígido tiene algo de provocador para la dama, que puede verlo como un impresionante consolador erecto por el deseo y por su represión; de manera que parece tenerlo a su disposición sin poder disponer de él. Él no le concede, sin comprometerse demasiado, más que el resquicio tierno y jadeante de los besos, que todos los amantes hitchcockianos intercambian con un fervor en el que el idealismo romántico disfraza un frenesí sensual cuya iniciativa es competencia de la dama (para solaz del cineasta y de los espectadores). Bajo el maquillaje y el brillo del rostro que ilumina la noche pálida y umbría, la rubia fascinante, cansada del papel de madonna y ávida de los desvanecimientos de Magdalena, se convierte en la zorra que aspira a ser, nos susurra al oído Hitch.
  
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Serge Koster. El enemigo de las rubias