Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de febrero de 2021

R.A. DICK. EL FANTASMA Y LA SEÑORA MUIR; JAVIER MARÍAS. DONDE TODO HA SUCEDIDO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro cierra el mes de febrero con la tercera y última entrega de una breve serie cinematográfica del espacio. A partir de una premisa algo evanescente, febrero como mes del cine, sostenida en razón de la coincidencia, a lo largo de este mes, de las ceremonias de entrega de los principales premios cinematográficos de la temporada, un fenómeno que este año, como consecuencia de la pandemia, no se ha producido, o lo ha hecho en una medida menor de los habitual, suelo traeros aquí libros que se relacionan de uno u otro modo con el séptimo arte. En semanas precedentes os he presentado títulos -El paciente inglés, El hombre que llegó a ser rey, Kim- que, aparte de constituir muestras de excelente literatura, han gozado de unas sobresalientes adaptaciones a la gran pantalla. Así ocurrirá hoy también, aunque de un modo más “moderado”, en tanto que el libro -no así la película correspondiente- siendo interesante, no puede considerarse una obra maestra en su género. Os hablo de El fantasma y la señora Muir, que yo conocí antes como film que en su versión novelística, pues la cinta dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1947 pudo verse en Televisión Española en los días de mi juventud (creo que se emitió por primera vez en enero de 1974… y luego en infinidad de ocasiones), mientras que el libro en que se basa solo ha sido traducido en España a finales del pasado 2020. 

Empezaremos, sin embargo, por el libro, que vio la luz gracias a la iniciativa de la editorial Impedimenta, que lo ofrece en traducción de Alicia Frieyro. Escrito en 1945 por R. A. Dick, seudónimo de Josephine Aimee Campbell Leslie, una para mí desconocida autora de los géneros gótico y fantástico, que usó un recurso -el de “esconderse” tras el nombre masculino- muy común en la historia de la literatura, aun la relativamente reciente. La novelita -uso el diminutivo no de un modo descalificatorio sino, al contrario, porque parece escrita con una inocente ausencia de pretensiones- es deliciosa y entrañable. “Nuestra” señora Muir, Lucy, es una para la época ya no tan joven viuda -supera la treintena- que, con dos hijos pequeños y la insuficiente renta de la que dispone tras la repentina muerte de su marido, decide, o se ve obligada -o tal vez ambas cosas-, a replantearse su existencia. Hasta entonces, en los largos años de vida conyugal, sus días se han plegado a los designios de otros: el marido, la suegra, las cuñadas. Oprimida por las exigencias y convenciones familiares y sociales, consciente de que ha vivido conforme a pautas impuestas y no propias, hay en ella un anhelo de libertad e independencia que acaba por fraguar -y todo ello, la descripción del asfixiante entorno cotidiano, del agobio de las deudas, de la voluntad de cambio, explícito desde la primera página del libro, en un fragmento que os dejaré al cierre de este comentario- en su resolución de abandonar Whitchester -en donde ”opera” la tupida red de relaciones que la atenaza- y buscar una nueva vida en algún lugar alejado del sofocante escenario de sus insulsos años de casada. Impulsivamente se dirige a la estación del tren, impulsivamente pide un billete “al mar” (“muir” es “mar” en gaélico), impulsivamente acepta la sugerencia del taquillero (¿A Whitecliff?), e impulsiva e ilusionadamente se dirige al pueblito costero para buscar un alojamiento agradable que dé cobijo a sus difusas e idílicas ensoñaciones para el futuro (Sería toda una novedad vivir junto al mar, y buenísimo para los niños. Se divertirían de lo lindo construyendo castillos en la arena, remando, bañándose, sin niñeras ni institutrices ni tías…). Encandilada por Gull Cottage, una bonita y barata casita aislada en la cima de una colina, con un pequeño jardín y grandes ventanales que permiten ver el mar que rompe casi a los pies del edificio, se enfrenta al criterio del agente inmobiliario, inexplicablemente renuente a alquilársela, y decide trasladarse a ella de inmediato con sus hijos. Y ello a pesar de que, como podía deducirse del extraño comportamiento del empleado y de la aparición de ciertos sucesos extraños durante su visita, acaba por saber (y apenas llevamos veinte páginas del libro; no destripo nada sustancial, por tanto) que la casa está encantada y alberga al fantasma de su antiguo dueño. 

El misterioso espíritu se corresponde con el difunto capitán Daniel Cregg, un marino, antiguo dueño de la propiedad, que, una vez retirado de su profesión y abandonado el mar, vivió en la casa y, al parecer, se suicidó en ella, antes de haber tenido tiempo a plasmar por escrito en su testamento su voluntad de que la vivienda se convirtiera, tras su muerte, en una residencia para marinos retirados. Negándose, desde “el otro mundo”, a que la casa sea habitada por nadie que no sea hombre -y marinero-, “reaparecerá” puntualmente espantando a cualquier posible inquilino con sus gruñidos, sus carcajadas, sus voces de ultratumba, acompañados del crujir de muebles y de otros inexplicables ruidos. La no demasiado discreta presencia del fantasma no arredrará, sin embargo, a Lucy, que con una pasmosa naturalidad “admitirá” la espectral irrupción del capitán, lo incorporará a sus rutinas cotidianas, hablará con él como si de una persona viva se tratara, paliando así, a la postre, una soledad que a duras penas mitiga la compañía de sus hijos, el circunspecto Cyril y la alegre Anna, y la de su fiel cocinera Martha. El cascarrabias fantasma y la pizpireta señora Muir sellarán un pacto en virtud del cual aquél solo se manifestará en la habitación de Lucy, renunciando a sus estentóreas apariciones, y ella, a cambio, se comprometerá a llevar a cabo la última voluntad del capitán, manteniendo vivo el propósito de convertir la morada en hogar de acogida para ancianos navegantes y aceptando su nada convencional compañía. 

De este modo, con el paso del tiempo, la relación entre ambos va ganando en proximidad y afecto, intercambiando confidencias (Lucy sabrá así que el capitán no se suicidó, sino que su muerte se produjo al haberse dejado abierto el gas mientras dormía, y Cregg intuirá la aburrida aventura matrimonial de la mujer, entre otros atisbos de sus intimidades respectivas), comentando las vicisitudes del día a día -los afanes domésticos de la señora Muir, las tareas escolares de los chicos o, en el caso del etéreo David, las muy peculiares circunstancias derivadas de su falta de corporeidad-, compartiendo momentos (ella cose ensimismada y cuenta, él escucha mientras fuma su pipa), “conviviendo” en silencio, sabedores de la “presencia” del otro, necesitándose el uno al otro, material (el difunto marino se aprovechará de las ventajas derivadas de su condición fantasmal para ayudar a Lucy en algunos asuntos mundanos, y ésta servirá de testaferro en las operaciones legales que aseguren el cumplimiento del testamento nunca redactado) y espiritualmente (la cercanía, la confianza creciente, el apego, el imposible pero evidente vínculo, la apacible intimidad, la amorosa costumbre), en una suerte de irrealizable vida conyugal, conscientes ambos de las muy disparejas dimensiones en las que se desarrollan sus existencias (si es que puede hablarse en estos términos con respecto al espíritu). En el curso del relato la vida avanza, se suceden los años, las vivencias, y el paso del tiempo actuará sobre ambos protagonistas de un modo que, obviamente, no quiero revelar. 

Son muchos -y muy interesantes- los “ejes temáticos” que pueden apreciarse en la novela, entre ellos, la reivindicación -discreta y sin enojosos subrayados- de la libertad femenina y de la independencia de la mujer frente a los planes trazados por otros, presente, como ya se ha observado, sobre todo en las primeras páginas del libro (Y acurrucándose contra la puerta del coche, se cubrió las orejas con las manos por temor a que aquella vieja costumbre suya de plegarse a los planes de los demás fuese a imponerse de nuevo. Todas aquellas llamadas al sentido común, la idoneidad, lo correcto y a lo que hace todo el mundo, querida, dando zarpazos a su independencia en ciernes para destrozarla en mil pedazos y dispersarla a los cuatro vientos); o el rechazo, por parte de la muy desenvuelta y desprejuiciada Lucy, del rígido mundo convencional (A lo mejor me pasa algo raro porque toda mi alegría me viene en realidad de no hacer según qué cosas: de no pasar las tardes de verano en salones cargantes escuchando a mujeres fortaleciendo la moral de sus vecinos a la mesa de bridge, de no pasar las noches de estío escuchando a hombres y mujeres arreglando los problemas del mundo delante de una cena de cinco servicios, de no coser en círculos de costura, ni leer en grupos de lectura. Debo ser muy egoísta, pensó, porque no quiero enderezar nada ni tampoco a nadie; lo único que deseo es que me dejen en paz para lidiar como pueda con este problema que llaman vida, por mí y por mis hijos), una idea que la señora Muir llevará al extremo, atreviéndose a su “relación” con el fantasma, lo cual, como es evidente, desafía hasta las más extremas reglas de comportamiento aceptadas… 

Pero en donde El fantasma y la señora Muir revela la originalidad de su planteamiento es al mostrar esa tan evidente dimensión de nuestras vidas -pese a que no siempre seamos muy conscientes o reflexionemos sobre ella- que tiene que ver con el hecho de que lo que nos constituye no es solo lo que sucede, lo que “realmente” vivimos, sino también todo lo que pudo suceder y nunca ha tenido lugar, lo que sí sucedió y ha terminado y deja un rastro evanescente y difuso, aunque consistente, perceptible, en nuestras vidas. Cómo somos -también- los recuerdos, los anhelos, los deseos, los sueños, las ilusiones, la vida espiritual (Solo son las personas de ideas fijas, incapaces de captar o comprender otro punto de vista que no sea el suyo, las que están sordas espiritualmente), la vida de nuestra alma, la vida solo interior, y por ello algo irreal, “afantasmada”. Y el libro es también -y sobre todo-, cómo no, una historia de amor, ese amor que no respeta barreras, que ignora los obstáculos, que salta y desprecia los límites, incluso cuando son tan notables como las fronteras que separan la vida y la muerte. 

La película de 1947, que dirigió uno de los grandes nombres de Hollywood, Joseph L. Mankiewicz (con algunos títulos de leyenda en su haber: Eva al desnudo, con Bette Davis; Cleopatra, con los turbulentos Burton y Taylor; La condesa descalza, y la bellísima Ava Gardner; Carta a tres esposas, también magnífica, con Kirk Douglas; la historia de espionaje de Operación Cicerón; el estupendo musical Ellos y ellas, o su despedida del cine, La huella, con Michael Caine y Sir Laurence Olivier), es también espléndida. Con las estupendas interpretaciones de la muy bella Gene Tierney (quién no la recuerda en Laura), de Rex Harrison en el papel del algo vociferante fantasma, de George Sanders como frívolo galán (un rol en el que lo hemos visto tantas veces), y de una niñita Natalie Wood interpretando a la pequeña Anna (Cyril ha desaparecido en el paso a la pantalla, una de las pocas infidelidades de la película con respecto a la novela); con la música, muy “hitchcockiana”, de otro nombre mayor de la historia del cine, Bernard Herrmann; con una fotografía, de Charles Lang, que acentúa los aspectos sombríos de la aparición del espectro, frente a la luminosidad de espíritu de Lucy, la película es una delicia, sensible y enternecedora, que nos hace disfrutar de una hora y media inolvidable, melancólica, algo triste incluso, pero muy agradable y llena de encanto. 

En la historia “fílmica” de la señora Muir y su fantasma, abierta a múltiples sugerencias, está el cruel paso del tiempo (el tablón con el nombre de la niña, deteriorándose con los años, en un recurso cinematográfico eficaz y elegante para representar los días que corren); está la nebulosa, la sombría intuición de la muerte; está el miedo a la soledad y a la vejez desamparada; está la necesidad de trascender y de dejar huella de nuestro paso por la vida; está la búsqueda de la felicidad, que siempre exige coraje, valentía, atreverse a adentrarse en lo no consabido, ni esperado, ni aconsejable, ni adecuado, que siempre exige correr riesgos (para ser feliz hay que arriesgarse mucho, dirá el espíritu); está, claro, el amor imposible -en cierto modo, todos lo son, siempre nos enamoramos de una quimera- y su paradigma, la imposibilidad “por excelencia”: el enamoramiento de un fantasma (Daniel, dirá Lucy al reconocerse enamorada, me parece que nos hemos metido en un lío tremendo); está la importancia del pasado y de los recuerdos en la construcción de nuestra vaporosa identidad; y está, una vez más, ese mismo insensato, imprudente, poco razonable amor como principal -como único- antídoto frente al tedio y el absurdo de una existencia sin sentido. 

Y con una intensidad quizá menor que en el libro, pero aún así ostensible, está el enorme peso de lo no vivido, lo solo deseado, los sueños, los anhelos, lo imaginado: ¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de medianoche, y navegar junto al arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, y hacia las Falkland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco! Lo que nos perdimos, Lucía, lo que nos hemos perdido ambos (cito a partir de la traducción de Javier Marías, del que a continuación os hablaré). Hay dramatismo, claro, en la película, hay melancolía (es un buen recuerdo, aunque solo fuera un sueño), hay desolación y pesar y emotividad y tristeza y aflicción. Y hay también ilusión, esperanza, serenidad, entusiasta voluntad de trascendencia y la alegre -agridulce, más bien- aceptación de nuestros pobres límites. Hay ansias de vida, hay, sobre todo, mucha belleza. 

El mencionado Javier Marías, que escribió en 1995 un esclarecedor artículo sobre la película para el libro Écrire le cinema, en la editorial francesa Cahiers du Cinema añade otra sugestiva dimensión a la cinta: su condición de película sobre las palabras, sobre su fuerza, su capacidad de encantamiento, de persuasión, también de instigación, de seducción y de enamoramiento. Su artículo, como siempre rebosante de inteligencia, agudeza, talento para la observación y una soberbia capacidad de “penetración”, de ver más allá de lo que los demás, con nuestra torpeza, con nuestra superficialidad, apenas intuimos, se recoge, junto con otros sesenta y dos, todos de temática cinematográfica, en Donde todo ha sucedido. Al salir del cine, un libro muy interesante que aprovecho también para recomendaros. 

Presentado en 2005 por la editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, en el volumen (en cuya portada vemos, precisamente, a Lucy Muir bajo la forma de Gene Tierney) aparecen los principales artículos sobre cine de Javier Marías publicados con anterioridad en Nosferatu, Nickel Odeon, El Semanal, El País y otras publicaciones, entre 1992 y 2004. Su hermano, Miguel Marías, crítico de cine, introduce la obra con un prólogo, El arte de recordar, en el que defiende la necesidad de pensar -también las películas-, pues, el que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera. Con mayor libertad, porque al sustraerse al poder hipnótico del flujo imparable de las imágenes en una pantalla, y al “suspense” intrínseco de toda narración, lo puede mirar -aunque sea mentalmente- a otro ritmo, con holgura para establecer conexiones y asociaciones, para comparar y no quedarse encerrado -como les sucede cada vez más a muchos cineastas- dentro del propio cine. La realidad y las demás artes, narraciones antiguas o posteriores, otros momentos, visiones previas repartidas a lo largo de la propia biografía... arrojan nueva luz, casi sin proponérselo e incluso si uno se resiste a su asalto, sobre las películas, sean recientes (nuevas, al menos, para nosotros) o viejas conocidas de la infancia. Eso es, precisamente, lo que hace Javier Marías en esta muy iluminadora colección de artículos, en los que nos adentramos en su manera de pensar el cine, de interrogarse, de dudar, de hacer hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de «leer» en las caras y en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar, de tener presente lo que no lo está ya o no se percibe todavía, sólo se intuye, un modo de proceder definitorio, por otro lado, de su literatura entera. 

Organizada en ocho bloques temáticos, la antología se cierra con un índice de procedencias, en el que se indican las ediciones originales de los artículos, con mención de las cabeceras de las revistas en las que vieron la luz, junto a la fecha de su primera publicación, y con un muy jugoso Apéndice, con las respuestas de Javier Marías a las encuestas de Nickelodeon sobre mejores películas del cine español, diez películas románticas -que encabeza, cómo no, la que hoy os he comentado-, diez westerns, diez comedias españolas, diez screwball comedies, tres películas sobre Madrid, las diez mejores películas de Billy Wilder, sobre el mundo del cine, del cine francés, de John Ford, de Woody Allen, de la historia del cine (cuatro de ellas han aparecido aquí, en diferentes reseñas, o en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes: El río, de Jean Renoir; El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford; Dublineses, de James Joyce; y, claro está, “nuestro” El fantasma y la señora Muir), las seis mejores películas de Luis Buñuel, las de Nicholas Ray, los mejores actores de Europa, las tres mejores películas de Orson Welles, lo mejor de la obra de Lubitsch, de Chaplin, lo más destacado del cine sobre el deporte, las cinco mejores actrices y los cinco mejores actores que han fumado en una película, y, por fin, las veinticinco películas de nuestra vida

Muchas de las “nominadas” por Marías en la excepcional revista de José Luis Garci están también entre las comentadas en Donde todo ha sucedido. En la primera sección del libro -El novelista que se fue al cine- el escritor expone la relación, muy estrecha, entre su literatura y su afición al cine (en Los dominios del lobo, su primera novela, “están” El buscavidas y Dulce pájaro de juventud, Desde la terraza y Con la muerte en los talones, Lo que el viento se llevó y Pasión bajo la niebla, Un magnífico bribón y Esplendor en la hierba y mil más; en Todas las almas, El río, de Jean Renoir; en Corazón tan blanco, Macbeth; en Mañana en la batalla piensa en mí, Ricardo III, en su versión de Laurence Olivier; y Recuerdo de una noche, Perdición o Campanadas a medianoche tienen también una presencia significativa en algún otro de sus libros). Películas con música e insomnio incluidos, recoge sus artículos sobre películas queridas -casi todas clásicos indiscutibles- y alguna aborrecida, la aclamada Dancing in the dark, de Lars von Trier (Qué timo, qué estafa, escribe). En Dos maestros y dos parientes, las reseñas se centran en Ford y Welles, los maestros, y en Jess Frank y Ricardo Franco, cineastas con un vínculo familiar con Marías). Este don tan raro repasa sus preferencias en el estelar universo de actores y actrices, en un listado extenso, inigualable y ejemplar. Las conexiones entre fútbol y cine, dos de las pasiones del escritor, se rastrean en El balón en la sala, quinta sección del libro. La que le sigue, De buena ley, recoge reflexiones generales sobre el cine, incluyendo una sustanciosa polémica con Antonio Muñoz Molina a propósito de Tarantino y la risa en pantalla. En La rueda del mundo se estudia la imagen de ciertas figuras o personajes históricos en sus representaciones cinematográficas, en unos comentarios con una especial presencia de la política. Por fin, en La tentación de salirse se refiere a aspectos “externos” a las películas en sí mismas, premios, productores, doblaje -dos de los artículos, hilarantes, ¿Es usted el Santo Fantasma? y Por la felicidad de los lectores, recogen disparates en las traducciones-, estrategias comerciales, con inclusión de varios apuntes en los que el proverbial -y muy apreciado por mí, quizá por afinidad- carácter maniático del escritor campa a sus anchas. 

En fin, tres propuestas muy interesantes, El fantasma y la señora Muir, en su doble versión, literaria y cinematográfica, y Donde todo ha sucedido, el libro de críticas de cine del siempre estimulante Javier Marías. Os dejo ahora con un fragmento de la novela y con una canción, On A Bicycle Built For Two, que suena en la radio en un pasaje del libro. Aquí la podemos oír en la interpretación de Dinah Shore.


—Me iré de Whitchester —sentenció en voz alta y, sentándose en la cama y apartando las sábanas de forma repentina, se dijo de nuevo—: ¡me iré de Whitchester, vaya que sí! ¡Cómo no se me ha ocurrido antes! Es la única solución. 

La sensación de libertad que la poseyó fue tal que también ella se puso a cantar mientras se vestía; trozos de melodías que no había entonado desde que era una jovencita de diecisiete años y Edwin Muir se presentó en la casa campestre de su padre para reconstruir el ala de la biblioteca y se quedó para cortejarla. En Nether-Whitley no había jóvenes casaderos que le convinieran, y ella se encontraba leyendo por entonces una novela en la que el héroe lucía un bonito rizo de pelo sobre la frente. A Edwin el cabello le crecía de la misma manera, y su padre, siempre abstraído e instalado en el pasado, mayoritariamente entre los poetas griegos, no era hombre versado en cortes de pelo. La novela terminaba con un beso en el jardín de rosas y con las palabras mágicas «y vivieron felices para siempre», y Lucy Muir, habiendo sido besada en el huerto, no pudo contemplar otro final para su propio romance. Pero el héroe de aquel libro no había sido un hijo único con una madre viuda y dos hermanas de armas tomar que vivieran casi casi en el umbral de casa. No es que su vida hubiese sido infeliz, es que sencillamente no había sido suya en modo alguno. Había sido la vida de la vieja señora Muir, repleta de armarios de medicamentos, y emulsiones con las que frotar el pecho de Edwin por si este carraspeara aclarándose la garganta, y tónicos que debían dispensarse tres veces al día después de las comidas por si él pareciera un poco pálido, y camisetas interiores de franela roja y calcetines de lana rosas para llevar en la cama. Había sido la vida de Helen Gould, y Helen, la hermana pequeña de Edwin, la arrastró para que se uniera a todos los clubes de la ciudad; clubes de bádminton, clubes de cróquet, clubes de arco, clubes de cartas; y había sido la vida de Eva Muir, con grupos de coro, sociedades de teatro y círculos literarios. Lo que quedaba después de todas estas actividades y sus obligaciones caseras le había pertenecido a Edwin. Incluso sus noches habían sido todas de él, y no suyas, en la enorme cama de matrimonio donde el desafortunado hábito que tenía su marido de roncar había sometido los sueños de ella al ritmo de la respiración de él. No le habían dejado nada propio. Le escogían los sirvientes, los vestidos, los sombreros, las lecturas, los placeres, hasta las enfermedades. «Nuestra querida pequeña Lucy parece un poco pálida, que beba una copita de borgoña» y «Nuestra pequeña Lucy, pobrecita, parece que está perdiendo peso, que tome aceite de ricino». Lucy, que detestaba los ruidos, las discusiones y la violencia, les dejaba hacer las cosas a su manera, incluso cuando se trataba de sus hijos, Cyril y Anna. Claro que tampoco es que hubiera tenido hasta entonces tiempo para pensar en que no era así como ella haría las cosas; solo ahora, en la soledad que le brindaba el alejamiento de toda actividad social, y que sus cuñadas le consentían por razón del duelo, empezaba a darse cuenta de que existían otras maneras de vivir que quizá se acomodaran mejor a su forma de ser.

 Videconferencia
R.A.Dick. El fantasma y la señora Muir

miércoles, 17 de febrero de 2021

RUDYARD KIPLING. EL HOMBRE QUE LLEGÓ A SER REYKIM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca sale al aire, una semana más, con nuevas e interesantes recomendaciones de libros. Como sabéis nuestros oyentes habituales, el miércoles pasado iniciábamos una serie, que se prolongará por un total de tres semanas, con el cine como protagonista indirecto de cada emisión, con propuestas de libros, novelas exactamente, que a su indudable valor literario suman lo valioso de sus correspondientes traslaciones cinematográficas. La acostumbrada celebración, en este mes de febrero, de la entrega de los más importantes premios de la industria del cine, retrasada este año, en muchos casos, a causa de la pandemia, justifica esta reiterada dedicación cinéfila del programa, curso tras curso, en este segundo mes del año. 

Si hace siete días nuestro “invitado” fue El paciente inglés, en su dimensión literaria -la novela de Michael Ondaatje- y cinematográfica -la película de Anthony Minghella-, hoy mi “oferta” es cuádruple, con dos libros y sus correspondientes traslaciones a la gran pantalla centrando mis comentarios. Se trata de un conocido cuento y una también muy divulgada novela de Rudyard Kipling, el autor británico nacido en la India en 1865 y muerto en Londres hace ahora ochenta y cinco años, en 1936. El hombre que llegó a ser rey es el nombre del relato en la muy reciente edición de Fórcola, en la que aparece con una nueva traducción de Amelia Pérez de Villar (que, entre otros cambios con respecto a versiones anteriores, introduce uno, muy sustancial, en el título, que abandona el clásico El hombre que pudo reinar, con el que ha sido conocido desde siempre), un prólogo del sabio Eduardo Martínez de Pisón y un epílogo de Ignacio Peyró. La novela, probablemente la mejor del primer Nobel del Reino Unido, es Kim, que llega este 2021 a otro aniversario redondo: ciento veinte años. De las muchas ediciones del libro os traigo la presentada en 2006 por Mondadori, en su colección Grandes Clásicos, con traducción de Verónica Canales. Hoy Mondadori pertenece al grupo Penguin Random House, en donde pueden encontrarse reediciones más actuales del libro. 

De la infinidad de recreaciones de la obra de Kipling en el cine -Gunga Din, Capitanes intrépidos, las muchas de El libro de la selva-, las correspondientes a los dos títulos elegidos para el espacio de hoy son especialmente memorables. Lo es sin duda, mejor incluso -si cabe- que el cuento en el que se basa, El hombre que pudo reinar, dirigida en 1975 por John Huston con la inolvidable presencia de Michel Caine y Sean Connery en sus papeles principales. Antes, en 1950, Victor Saville había dirigido Kim de la India, con Errol Flynn y un jovencísimo Dean Stockwell, perdido en el olvido tras alguna interpretación reseñable en cintas destacadas de los ochenta, como Kim. De ambas os hablaré al término de este comentario, tras la presentación de los respectivos libros. 

Rudyard Kipling nació y vivió los primeros años de su vida -los más felices de su existencia, tal y como él mismo afirmaba- en la India. (Hay una interesante recreación de ciertos aspectos algo insólitos de su biografía en el libro de Javier Marías Vidas escritas, en un capítulo titulado Rudyard Kipling sin bromas). Su padre, oficial del Ejército británico, decidió mandarlo, con solo seis años, en compañía de una hermana, a una institución escolar en Inglaterra para completar su educación. El sentimiento de abandono, la tristeza y el sufrimiento de esos años de formación se reflejarían en su obra. Ante la imposibilidad de continuar sus estudios en la Universidad, viajó de nuevo a la India, con diecisiete años, para trabajar como redactor en un periódico de Lahore y comenzar su carrera de escritor. Con sus primeros relatos (con solo veintidós años publicó El hombre que llegó a ser rey) obtuvo un formidable éxito de público y una fama casi universal, lo que le permitió viajar por medio mundo -Japón, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Ceilán, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica- antes de instalarse, de manera más o menos definitiva, en Inglaterra. Pero es la profunda impregnación en su vida de las fecundas estancias en el vasto país asiático lo que caracteriza su obra literaria más destacada, en la que el entorno, las costumbres, los valores, los personajes, los mitos, la sociedad, las instituciones y los conflictos étnicos, políticos y religiosos de la India Colonial británica, constituyen el marco de referencia de sus historias. 

El hombre que llegó a ser rey refleja de modo paradigmático la experiencia y el conocimiento de Kipling de la realidad de aquellas regiones del Indostán, en un cuento en el que no resulta difícil vislumbrar la figura del propio autor tras el periodista que, en las primeras páginas del libro, recibe la visita, en una noche sabatina de tranquilidad en las rotativas y aburrimiento en la redacción, de los dos extravagantes personajes, los suboficiales británicos Danny Dravot y Peachey Taliaferro Carnehan, a los que había conocido -por separado- meses antes en un confuso episodio en sendos trenes de los muchos que atraviesan el país. Dravot y Carnehan son dos loafers, europeos que pululan por la India sin oficio ni beneficio, buscavidas, truhanes, trotamundos, pícaros, vagabundos, mendigos, rateros, que se presentan ante el narrador con un proyecto descabellado: Hemos recorrido toda la India, casi siempre a pie. Hemos sido caldereros, maquinistas, chapuzantes… de todo. Y hemos decidido que la India no es lo bastante grande para gente como nosotros. Espoleados por el ejemplo de sir James Brooke, un soldado inglés que en 1841 llegaría a ser nombrado rajá de Sarawak, por orden del sultán de Borneo, los estrafalarios amigos deciden convertirse en reyes de Kafiristán, una región inhóspita del noreste de Afganistán, hoy conocida como Nuristán, un lugar casi inaccesible, un amasijo de montañas, picos y glaciares, cuyos bárbaros habitantes estarían dispuestos -al decir de los entusiastas y lunáticos aventureros, curtidos en mil batallas- a aceptar como rey a cualquiera con los suficientes arrestos como para llegar a aquellos territorios, sobrevivir a las múltiples escaramuzas con las muchas tribus de la zona y aprovechar los enfrentamientos entre ellas para levantar un ejército con el que usurpar el trono de algún reyezuelo ignorante. Persuadidos no solo de la legitimidad sino, sobre todo, de la viabilidad de su propósito, firman un contrato el que rubrican su amistad, se comprometen a permanecer juntos y ayudarse ante cualquier dificultad y aceptan no mirar ni a una botella de licor ni a una mujer negra, blanca o mestiza, mientras no alcancen el ansiado reinado. El periodista, al que han acudido en busca de ayuda “logística” -algún mapa, algún libro-, los verá partir hacia su delirante objetivo a la mañana siguiente, disfrazados de sacerdote enloquecido y de criado afanoso, con dos camellos de alforjas cargadas con armas y munición para solventar los más que posibles combates que habrán de arrostrar en su insensata expedición. 

Lo que sucederá en esa aventura lo conoceremos por boca del narrador que, tras una larga elipsis de dos años, escuchará de boca de Carnehan, que vuelve para contarlo, el relato de la trepidante, absurda, disparatada y, en cierto modo, ejemplar, sucesión de proezas y desgracias vividas por los valientes, ilusos, geniales y algo chiflados buscadores de gloria y fortuna. El cuento es una oda a la aventura, con una presencia principal de los temas que, desde siempre, se han asociado a ella: la lealtad, la codicia y el honor, la amistad, la solidaridad fraterna y la camaradería, la alegría, la nobleza, la valentía, la ambición, el pleno disfrute de la vida sin miedo, la dignidad, la derrota, el fracaso, el coraje, la fortaleza, los ideales, el sentido de la justicia, la búsqueda de la gloria, la fatalidad y el destino, el aliento épico. En La infancia recuperada, Fernando Savater evoca -indirectamente- su pasión por estas figuras contradictorias, admirables aunque no siempre moralmente intachables, que pueblan la obra de Kipling: Aunque esta confesión pueda políticamente perjudicarme, debo admitir que siento decidida simpatía por ese tipo de aventurero inglés, dorado hijo del imperialismo, cuyo poético coraje descubrió (o inventó) las maravillas de la India para una Europa fascinada. Es el tipo de soldado o funcionario británico que aparece como protagonista en muchos de los mejores relatos de Kipling: un héroe tan incompatible con el mero respeto a las formas y seres del medio colonial en que se mueve como lo fueron los españoles en América, un héroe cuyo heroísmo consiste en ser lo suficientemente impermeable a lo que le rodea como para no perder jamás su identidad y sus anglovalores, y lo suficientemente sensible a la belleza épica como para fraguar la leyenda del mundo que destruye. 

En el libro se incluyen, además de la maravilla del relato, nuevamente traducido, como ya he señalado, varios otros elementos que aumentan su disfrute. Hay unas breves palabras preliminares del editor, Javier Jiménez, que ensalzan este espíritu de aventura presente ya en la mitología clásica y en las peripecias de sus dioses, y que recogen tanto el cine como la literatura que muchos hemos disfrutado desde niños. Aparecen también una veintena de ilustraciones -carteles de películas, grabados, fotografías, dibujos, mapas- que recrean el universo en el que se desenvuelven nuestros dos “héroes” (más bien antihéroes). Podemos leer, igualmente, el prólogo -Lectura geográfica de la montaña de los infieles- de Eduardo Martínez de Pisón, ya conocido en nuestro espacio, en el que la consabida erudición del emérito catedrático de Geografía corre en paralelo a su entusiasmo viajero y a su entrega apasionada a las historias del género, desde Julio Verne a Tintín, sobre los que ha publicado libros. Y resulta estimable, igualmente, el cierre del pequeño volumen, con el epílogo, La busca y la gloria, de Ignacio Peyró, centrado en el análisis del Imperio británico a partir de su representación en el cuento. 

Todas estas dimensiones del texto de Kipling están presentes en la película El hombre que pudo reinar, a la que nunca podremos cambiarle el nombre con el que nos impresionó hace más de cuarenta y cinco años. Cuatro décadas y media que han hecho mella en ella, sobre todo desde el punto de vista formal. Para la recreación del entorno físico afgano, con las resbaladizas escarpaduras, los valles escabrosos, las peligrosas montañas, las vertiginosas gargantas, las turbulentas cuencas fluviales, se eligieron escenarios reales ubicados en Marruecos y, para las escenas de nieve, las cumbres de… ¡¡Chamonix!!; y algo de esa “artificiosidad” se trasluce en la cinta. Los decorados, los interiores, los patios y las construcciones en los palacios de los jerarcas locales dejan ver, de modo ostensible para un espectador de 2021, la impostura del cartón piedra. Los muchos extras, necesarios para las abundantes escenas multitudinarias, revelan su origen norafricano, especialmente cuando hablan o cantan. Sus vestimentas -en síntesis: pellejos de oveja por doquier- tampoco revelan un exceso de fidelidad a la investigación etnográfica. Del mismo modo, las escenas callejeras, el abigarramiento de los mercados, el bullicio y la turbamulta del paisaje urbano, recuerdan más a los intrincados zocos marroquíes que a las igualmente repletas y coloristas ciudades de la India. Incluso la música de Maurice Jarre resulta en exceso enfática y suena un poco de “baratillo”. Se percibe, en general, un tratamiento formal algo naif, de serie B; una estética como de -exagerando- voluntarioso vídeo casero, al menos con la perspectiva actual, quizá demasiado mal acostumbrada a la exhibición de medios y, en consecuencia, a una casi absoluta perfección en la dirección artística. 

El espíritu de la obra, sin embargo, sigue siendo tan memorable ahora como en las muchas ocasiones en que he visto la película desde su estreno. Los temas principales del relato están en el film, realzados por las espléndidas y muy convincentes interpretaciones de Caine y Connery (también la de Cristopher Plummer, fallecido la semana pasada, como Kipling), convirtiendo la historia de Carnehan y Dravot en el paradigma del “cine de perdedores” que tan buenos exponentes ha dado el largo siglo de vida del celuloide (y, en particular, en la propia obra de John Huston). Hay en la cinta una notoria presencia de algunos aspectos “externos” que, estando presentes -y de manera importante- en la narración original, cobran aquí, quizá, un mayor protagonismo: las referencias a la masonería, la ambigüedad en la representación -crítica y, a la vez, reivindicativa- del fenómeno colonial y de los valores y rituales del Imperio Británico, los vínculos históricos con la figura de Alejando Magno, el tratamiento de la locura megalómana de Dravot, el episodio del matrimonio del sobrevenido rey con una lugareña (que en la película interpreta la esposa de Caine, Shakira Caine, de una exótica belleza). 

Pero es, sobre todo, en la vertiente menos explícita, la que refleja los valores, ya referidos, de la amistad, la camaradería, la persecución de los sueños, la nobleza de los propósitos, las falsas ilusiones, la fortuna y el azar, el desengaño y el fracaso; en definitiva, la vida como aventura irremisiblemente malograda, en donde la película alcanza cimas sublimes. La conversación en que los dos arriesgados soñadores, creyendo la muerte cercana, ateridos de frío en una oscura gruta, incapaces de llegar a Kafiristán a causa de las terribles nevadas, se preguntan si su vida ha tenido sentido y se despiden de ella entre carcajadas, recordando los momentos felices; la secuencia en que, ante el ataque final de las encolerizadas tribus, desarmados y sabiéndose definitivamente derrotados, reavivan su amistad; la secuencia -casi postrera- en el puente de cuerda, con el saludo final entre ambos, cantando The Minstrel Boy (que cerrará esta reseña en un vídeo que contiene un decisivo spoiler), el himno irlandés al que, para la ocasión, Huston cambió la letra por las de otro tema similar, The son of god goes forth to war, de Reginald Heber; las emotivas palabras de un agotado, desvalido, desesperanzado, triste y nostálgico Darnehan a Kipling, cuando clausura el largo flashback en que consiste la película… son escenas, momentos excelsos de la historia del cine. 

Ambientada igualmente en el vasto y colorista país asiático, Kim pasa por ser la obra más importante de Rudyard Kipling. Se trata de una simultáneamente entretenida y compleja, asequible y difícil, mezcla de narración de aventuras, novela picaresca, historia de iniciación, road “movie” literaria y relato de espías, que incorpora elementos de la crónica histórica, del estudio antropológico y hasta del reportaje periodístico, ambientada en la India de “El Gran Juego”, el conflicto entre dos Imperios, el británico y el ruso, por hacerse con el control de las regiones del Asia Central y el Cáucaso a lo largo del siglo XIX. Publicada originariamente en 1901, la novela sigue los pasos de Kimball O’Hara -obviamente, el Kim del título- un muy joven huérfano de un sargento irlandés del ejército indio y una madre inglesa y también blanca. De sus difusos orígenes conserva su partida de nacimiento y un par de raros documentos, con símbolos vinculados a la imaginería masona -como en El hombre que llegó a ser rey-, a los que el chico otorga un valor de amuleto y que guarda en un saquito que siempre lleva colgado al cuello. Su infancia de “niño de la calle”, pobre entre los pobres, se desenvuelve en los bazares de Lahore, en los que sobrevive mendigando, haciendo encargos, llevando recados misteriosos entre amantes, procurándose el sustento de mil maneras, correteando de aquí para allá, en el fondo un niño, jugando entre las callejuelas, trepando por las cañerías, saltando de terraza en terraza, huyendo de las consecuencias de sus pillerías por pasajes oscuros. Su apodo, “Amigo de todo el mundo”, da cuenta de su popularidad en las míseras y abigarradas calles de la ciudad, en las que pasa por ser un lugareño más, casi nadie percibe en él a un blanco. Desarraigado, carente de referencias que le sitúen en una identidad acogedora (¿Qué soy yo? ¿Musulmán, hindú, jaino o budista?, dirá de sí mismo; y también, de un modo aun más explícito: Este es un vasto mundo, y yo soy solo Kim. ¿Quién es Kim? Pensó en su identidad, algo que no había hecho jamás, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Era un ser insignificante en todo ese torbellino ensordecedor de la India, que se dirigía hacia el sur sin saber qué le deparaba el destino) desconocedor de su lugar en el mundo, se ve obligado a buscarse la vida, a espabilar de modo prematuro, a avivar el ingenio, a endurecerse, a entrar en contacto con los aspectos más sórdidos de la existencia, también con el mal (sabía reconocer lo malo desde que tuvo uso de razón). Muy pronto se encontrará con un viejo lama que busca el río sagrado que según una leyenda tibetana hizo crecer una flecha lanzada por Buda en una conocida ceremonia de iniciación. La búsqueda de ese río será para el monje, y para Kim, que se convertirá en su chela, su discípulo, el motivo último de su existencia, en una de las dimensiones, la iniciática, del libro. En pos de sus aguas salvíficas, que lavan todos los pecados, maestro y aprendiz vagabundean como mendigos aventureros por la India, atravesando la “Gran Vía” (así traduce Verónica Canales The Grand Trunk Road, la gran carretera nacional que une Calcuta y Peshawar -en el actual Pakistán- y que los protagonistas transitan, en distintas idas y vueltas, desde Lahore a Benarés, con diversas desviaciones hacia el Tibet, Cachemira y la cordillera del Karakorum, en las estribaciones del Himalaya). La desenvoltura del muchacho, su inteligencia natural (reflexivo, inteligente y cortés, aunque un tanto pillín, dirá el lama de él), la facilidad de movimientos que le proporciona su constante deambular, su fluido dominio de varias lenguas y un inusitado talento para el disfraz que lo hace pasar desapercibido en distintos ambientes, acaban llevando a Kim, jovencísimo aún, a ser captado por el servicio secreto inglés para colaborar en un plan que pretende desbaratar una conspiración urdida por agentes rusos que alienta la insurrección antibritánica de una de las provincias del norte del estado indio del Punjab. En el curso de ese peregrinaje y tras las múltiples peripecias a las que lo conduce su enigmática y reservada carrera de espía, Kim conocerá a Mahbub Alí, un comerciante afgano de caballos que trabaja para los ingleses, al coronel Creighton, jefe del servicio secreto británico y etnógrafo, a otros espías como Lurgan Sahib y Hurri Babu, y a infinidad de personajes locales con los que trabará relación en su periplo por las muy bulliciosas y pobladas rutas de la península indostánica. En su recorrido, geográfico y vital, íntimo y aventurero, espacial y temporal, Kim crecerá, se hará un hombre y acabará por descubrir su identidad (Yo también soy un buscador […] aunque solo Alá sabe lo que busco) y -en la lectura mística de la obra- acceder a la iluminación. 

En un primer plano, ya se ha dicho, Kim es una novela de aventuras, poblada de lances, de acontecimientos, de episodios, de intrigas, de sorpresas, de mensajes secretos, de documentos escondidos, de incidentes inesperados, de ocultaciones y secretos, de robos, persecuciones y enfrentamientos, de huidas y tiroteos, en un relato en el que brilla el ingenio y la ligereza de espíritu de su autor, que dota a la narración de un carácter vivaz, lleno de atractivo y energía. El entorno en el que se desarrolla la agitada experiencia del chico aparece descrito con sobresaliente verosimilitud como una muy detallada y fidedigna “fotografía” de la India de la época, no en vano Kipling era un profundo conocedor de aquellos lugares. Es en la presentación de este marco -mucho más que un mero telón de fondo- en donde se nos muestran numerosas manifestaciones del intenso colorismo local. La ingente turba de los pasajeros que atestan los trenes y duermen en los andenes, los incontables caminantes en la gran ruta, las familias numerosas, las mujeres no siempre sometidas (¡Los dioses nos ayuden!; qué sería de nosotras, pobres mujeres, si no pudiéramos hablar), los aldeanos con trajes festivos, los vendedores de dulces, los muchos santones, los malabaristas ambulantes, los soldados del Raj, los oficiales del Servicio de Espionaje del Ejército británico, los policías locales, y una turbamulta de ladrones y extorsionadores, presidiarios, brahmanes y chamares, banqueros y rateros, barberos y banianos, peregrinos y alfareros, miembros de todas las castas y clases de hombres (pastunes, sansis, cachemires, akalis, sijs, jainies, santones de toda laya), gentes variopintas hablando en decenas de lenguas y dialectos (urdu, inglés, euroasiático, chino del Tibet, indi y bengalí), el mundo entero que va y viene, constituyen una suerte de tumultuoso río que “inunda” la novela entera y que nos permite conocer la exótica India de hace más de cien años. 

Pero si solo leemos Kim como un relato de aventuras de un muchacho, o como una descripción detalladísima de la vida en la India, no leeremos la novela que Kipling escribió en realidad. Así lo afirma el prestigioso intelectual y reconocido crítico Edward W. Said, fallecido hace ya casi diez años, en el sustancioso, esclarecedor e interesantísimo prólogo que ocupa las cincuenta primeras páginas de la edición de Mondadori y que, como ocurre a menudo con estos muy reveladores preámbulos, yo aconsejo leer -y hasta “estudiar”- tras la lectura del libro. 

En él, Said, que es responsable también del medio millar de notas que aclaran aspectos del texto de difícil comprensión para un lector occidental, se aproxima a la obra desde una perspectiva mucho más rica que la que aflora tras una simple lectura superficial, y resalta en ella elementos de consideración indispensable para una completa intelección de las muchas dimensiones de la novela. Así, la penetrante inteligencia del pensador, su lúcida capacidad de análisis, desvelan el imperialismo subyacente al relato, que es también, obviamente, el del propio Kipling (su autor escribe no solo desde el punto de vista dominante de un blanco en medio de una posesión colonial, sino desde la perspectiva del conjunto del sistema colonial, cuya economía, funcionamiento e historia habían adquirido prácticamente la categoría de un hecho natural); los rasgos principales que explican la compleja situación política de la época y la región, con dos imperios, ambos en el inicio de su declinar, en liza; los cambios sociales y la dinámica de oposición al dominio británico, que acabarían por confluir en la independencia del país en 1947; los tópicos sobre el mundo oriental que impregnan la mirada que el narrador posa sobre la India, como el papel subordinado de los orientales frente a los blancos, su inferioridad “congénita”, la necesidad de que esas razas fueran gobernadas por una civilización superior; los vínculos de Kim con la tradición literaria británica (Thomas Hardy, Henry James, George Eliot, Samuel Butler) y universal (Flaubert, Zola, Proust… y hasta nuestro Quijote), con una breve pero enjundiosa acotación sobre las semejanzas y diferencias entre los personajes de Kim y Jude, el protagonista de Jude el oscuro, de Thomas Hardy, un libro presentado en estas páginas hace años; el optimismo desbordante de Kim, el héroe positivo que viaja disfrazado por toda la India, que cruza cercas y tejados, que se adentra en pueblos y tiendas, con un desparpajo y una seguridad que, a decir del prologuista, son traslación de la suficiencia y hasta la impunidad derivadas de la perspectiva imperialista de Kipling; la relevante consideración que tienen el ámbito espacial y el temporal en los que se desarrolla la novela, reflejo en ambos caso de la visión eurocéntrica, ultrarreaccionaria y cercana al racismo que permea el libro, de nuevo en la interpretación de Said: la lujosa expansión geográfica y espacial de Kim por la Gran Vía india, el mapa de sus movimientos, transmiten la impresión de que el tiempo está de nuestra parte (correspondiendo el posesivo, de modo evidente, al imperio británico), y traslucen la idea de que nada en aquel territorio podía escapar del control del colonizador que “posee” de modo “natural” un espacio que es suyo, que le pertenece por naturaleza o por algún extraño e inmutable designio divino. 

La película de Victor Saville, correcta sin más, resulta sin embargo interesante por la cuidada ambientación, lo cual no resulta de extrañar cuando su director artístico es Cedric Gibbons, uno de los grandes nombres de la historia del cine, miembro fundador de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, institución que concede los Oscars, a los cuales fue nominado ni más ni menos que en treinta ocasiones, habiendo obtenido el galardón en once de ellas. El colorista ambiente de la India, las abigarradas escenas en The Grand Trunk Road, las vestimentas (salvo las de Errol Flynn, que parece un galán de opereta), la atmósfera de las callejuelas, trasmiten una sensación de verosimilitud gracias, fundamentalmente, a la labor de Gibbons. Por lo demás, el film tiene, a mi juicio, fallos clamorosos, principalmente la insensata elección de Paul Lukas, un secundario clásico de Hollywood, alejado -a años luz-, por fisionomía y “estilo”, de la pacífica espiritualidad que debía emanar su personaje. A su poca consistencia en pantalla contribuye sin duda la absurda caracterización, con sus ropajes abigarrados y fuera de contexto -no dejéis de observar, si decidís acercaros a la película, su extemporáneo calzado-. 

Por lo demás, la película, que la Metro Goldwin Mayer había querido hacer por primera vez en 1938, con el niño prodigio Freddie Bartholomew como Kim y el guapo Robert Taylor como Mahbub Alí, en un proyecto que truncó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; y que los legendarios estudios volvieron a intentar en 1942, con Mickey Rooney en el papel del niño, y Conrad Veidt (el marido de Ingrid Bergman en Casablanca) como lama, sin que la idea progresara más allá de su planteamiento inicial, esta vez por el miedo a ofender los intereses indios en plena contienda, acabaría por hacerse en 1950, con Dean Stockwell, que entonces tenía catorce años y que borda su interpretación del chico respondón, pillo, descarado, resuelto, atrevido, noble, responsable y sensible que era Kim. La participación de Errol Flynn como Mahbub Alí, amanerado, artificioso, impostado y ceremonioso, no es uno de sus principales papeles. La escena en la que el chico y su mentor “mundano” (el espiritual era, sin duda, el santón), hacen caer una gran roca -de un evidente cartón piedra- sobre sus perseguidores afganos (que huyen de la avalancha ante un muy notorio croma), puede estar sin excesiva dificultad en un catálogo de los más disparatados momentos de la historia del cine. Y otro tanto puede afirmarse de la inenarrable secuencia en el que el lama accede a la iluminación, capaz, por sí sola de provocar las carcajadas del espectador. Pese a ello, la visión de la película -sobre todo si antes se ha leído el libro- puede proporcionar una hora y media larga de entretenimiento. 



El lama no alzaba los ojos del suelo ni un solo momento. No se daba cuenta de que pasaba apresurado el prestamista, montado en su jaca de ancha grupa, para cobrar los intereses vencidos; o la pequeña turbamulta -todavía formada militarmente- de soldados indígenas de permiso, alegres de verse libres de sus calzones y polainas, gritando a voz en cuello y diciendo los requiebros más desvergonzados a las mujeres más respetables con que se cruzaban. Ni siquiera vio al vendedor de agua del Ganges, aunque Kim esperaba que por lo menos compraría una botella de ese precioso líquido; miraba fijamente al suelo, caminando con el mismo paso regular hora tras hora con su alma alejada de aquellos lugares. Pero Kim se encontraba transportado al séptimo cielo. La Gran Carretera, en aquel sitio, está construida sobre un terraplén que la preserva de las crecidas invernales, y el camino resultaba un poco elevado sobre el campo; marchaban, pues, como por una majestuosa galería, viendo ensancharse toda la India a derecha e izquierda. Era hermoso contemplar los carros cargados de grano y algodón, que, arrastrados por varias parejas de bueyes, serpeaban en los caminos vecinales; el chirrido quejumbroso de sus ejes se percibía desde una milla de distancia, e iba acercándose poco a poco, mezclado con gritos, aullidos y blasfemias, hasta que ascendiendo los carros por la inclinada rampa de acceso, se hundían en la avenida central entre mutuos insultos de los carreteros. Era también un hermoso espectáculo ver a los campesinos -pequeñas manchitas de rojo, azul, rosa, blanco y azafrán- regresar a sus aldeas por grupos de en dos y de tres en tres, separándose, dispersándose y haciéndose cada vez más pequeños, a través de la inmensa llanura. Kim devoraba todas estas emociones, aunque no podía expresar con palabras sus sentimientos. Se limitaba a comprar caña de azúcar pelada, y escupía generosamente la médula sobre el suelo. De vez en cuando, el lama tomaba rapé; al fin llegó un momento en que Kim no pudo resistir el silencio. 

- ¡Es una buena tierra..., la tierra del sur! -dijo-. El aire es bueno, el agua es buena, ¿no es cierto? 

- Y todos atados a la Rueda -replicó el lama-. Atados, vida tras vida. A ninguno de éstos les ha sido mostrada la Senda. - Y la agitación lo hizo volver a este mundo. 

- Hemos hecho una buena jornada -dijo Kim-. Seguramente que pronto llegaremos a un parao (lugar de descanso). ¿Nos detendremos allí? Mira, ya se está poniendo el sol. 

- ¿Quién nos alojará esta noche? 

- Es lo mismo. El país está lleno de buena gente. Además -y bajó la voz hasta que no fue más que un susurro-, tenemos dinero. 

La multitud se iba haciendo cada vez más compacta conforme se acercaban al lugar de descanso que marcaba el fin de la jornada. Una hilera de puestos donde se vende tabaco y comistrajos, un montón de leña, una comisaría de policía, un pozo, un abrevadero, un grupo de árboles, y, bajo ellos, un suelo endurecido por las pisadas y manchado con las cenizas blancas de lumbres apagadas. Tales son los principales rasgos que caracterizan a un parao del Gran Tronco, si se añaden los mendigos y los cuervos..., siempre hambrientos. 

A la hora de su llegada, los rayos del sol se filtraban a través de las ramas del mango en anchas franjas de oro; los periquitos y las palomas regresaban a centenares en busca de sus nidos; las parlanchinas siete hermanas 9 de grises espaldas, charlaban sobre las aventuras del día, paseando en grupos de dos y tres arriba y abajo, casi entre los mismos pies de los viajeros; y las sacudidas y agitaciones de las ramas indicaban que los murciélagos se disponían a salir en sus nocturnas cacerías. Rápidamente, la luz pareció replegarse en sí misma y pintó por un momento de intenso rojo escarlata los semblantes, las ruedas de los carros y los cuernos de los bueyes. En seguida se hizo de noche, variando el aspecto del paisaje. Una suavísima niebla a ras de tierra surgió como gasa azulada y sutil que se extendía a través de los campos. Y esta bruma difundía poderosamente el humo de leña, el olor del ganado y el agradable aroma de las tortas de trigo asándose en las cenizas. La patrulla de policía en servicio de tarde se dirigió apresuradamente hacia el puesto, con fuertes toses y reiterando órdenes. La bola de carbón encendido en la cazoleta de un narguile que pertenecía a un carretero situado a la orilla del camino, brilló con bermejo fulgor; los ojos de Kim percibieron los últimos destellos del sol en las pinzas de latón. Traducción de José Luis López Muñoz para Alianza Editorial 

Videoconferencia (de nuevo, con un sonido deplorable y muchas deficiencias técnicas)
Rudyard Kipling. El hombre que llegó a ser rey

miércoles, 10 de febrero de 2021

MICHAEL ONDAATJE. EL PACIENTE INGLÉS 

Hola, buenas tardes. Saludos desde Todos los libros un libro, el programa de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Respondiendo a una inveterada tradición en nuestro espacio, entre los meses de enero y febrero, en los que se concentran -este año retrasadas, en más de un caso, a causa de la pandemia- las ceremonias de entrega de los principales premios cinematográficos del mundo, los Goya españoles y, sobre todo, los Globos de Oro norteamericanos, los Bafta ingleses, los César franceses y los Oscar hollywoodienses y universales, solemos ofreceros aquí algunas recomendaciones literarias vinculadas de algún modo al cine. Así ocurre con mi sugerencia de hoy, una novela excepcional, que ha sido objeto de traslación a la gran pantalla en una película también extraordinaria, de la cual, por cierto, se cumplen veinticinco años en este 2021. 

La novela, El paciente inglés, del canadiense nacido en Colombo, capital de un Ceilán que hoy es Sri Lanka, Michael Ondaatje, ganó en 1992, año de su publicación, el prestigioso premio Man Booker, que desde 1969 se concede cada año a la mejor novela original escrita en lengua inglesa por un ciudadano de un país perteneciente a la Commonwealth o a la República de Irlanda. Además, el pasado 2018, y ante la entonces inminente celebración de los cincuenta años del galardón, se otorgó el Golden Man Booker Prize, que seleccionó entre las novelas ganadoras de los premios anuales a la más destacada de todas ellas y que fue a parar, también, al libro que esta tarde quiero presentaros con entusiasmo. De Michael Ondaatje ya os había hablado aquí hace unos años, en 2015, a propósito de El viaje de Mina, otra novela espléndida. Hace escasos meses vio la luz, también en Alfaguara, Luz de guerra, su por ahora última y también apasionante novela, que os recomiendo con entusiasmo, una historia de iniciación (El diccionario completo del amor, la guerra, la educación, el crecer y el hacerse mayor), llena de silencios y secretos, ambientada en la Inglaterra de los años posteriores a la Segunda guerra Mundial y narrada con la deslumbrante maestría literaria de su autor. 

Por otro lado, mi proposición es hoy, en cierto modo, triple, pues aparte del libro mencionado, que centrará mi comentario, quiero adelantaros mi consejo de lectura de otra obra muy interesante, que indaga en los hechos reales en que aquella se basa. El oasis perdido, escrito en 2002 por Saul Kelly, profesor de Historia Internacional en el londinense King’s College y que publicó en nuestro país a finales de 2018 Desperta Ferro Ediciones con el subtítulo de Almásy, Zerzura y la guerra del desierto en traducción de Javier Romero Muñoz, es una investigación apasionante, basada en una ingente documentación, sobre el grupo de románticos aventureros (quizá no tanto, su lírico idealismo teñido en algunos casos por los intereses económicos, las inclinaciones ideológicas y la utilidad militar) de diferentes nacionalidades, sobre todo británicos -financiados por la reconocida Royal Geographic Society de Londres-, que en los años treinta del pasado siglo se lanzaron al desierto de Libia, en una aventura arqueológica y geográfica que acabó revistiendo graves connotaciones políticas y bélicas, en busca de ciudades perdidas, yacimientos inexplorados y civilizaciones desaparecidas, sus almas, y también sus pasos, guiados por el magnético influjo de las Historias de Heródoto. El libro es, sin embargo, tan atractivo y tiene tantas líneas de interés que se presta a un comentario más extenso y detallado, por lo que me limito ahora, simplemente, a dar noticia de su existencia, reservándome para más adelante, hasta dentro de tres o cuatro meses, una reseña específica centrada en sus páginas. 

Uno de estos personajes, el conde László Almásy, será el protagonista, bien que “estilizado”, “literaturizado”, conveniente y radicalmente reinventado para la ficción, de la novela de Ondaatje e, interpretado por Ralph Fiennes, el centro de la película, del mismo título que el libro, dirigida en 1996 por Anthony Minghella; una superproducción que, con un reparto magnífico -el mencionado Fiennes, Kristin Scott-Thomas, Juliette Binoche, William Dafoe, Naveen Andrews y Colin Firth en sus papeles principales-, obtendría nueve Oscars esa temporada. De ella os hablaré brevemente al término de mi reseña. 

El paciente inglés -el libro- apareció por primera vez en España en 1995, en la editorial Plaza y Janés. Recientemente, en 2017, Alfaguara lo ha reeditado, manteniendo la traducción originaria de Carlos Manzano y renunciando, sin embargo, por desgracia, a la portada primitiva para poner en su lugar una anodina, poco representativa y reduccionista imagen -aunque imagino que más “productiva” desde el punto de vista comercial- del film. En relación con la traducción quiero apuntar que siendo la misma -aparentemente- que la de la edición de Plaza y Janés, hay sin embargo pequeñas modificaciones poco relevantes, cosméticas podríamos decir, debidas quizá -de nuevo- a criterios empresariales y al margen, probablemente, de la voluntad del traductor. No se han cambiado, no obstante, algunas de las discutibles opciones elegidas por Carlos Manzano para verter al castellano el inglés de Ondaatje. Siendo yo un absoluto profano en las artes de la traducción y aceptando por lo tanto, como es obvio, el mejor criterio sobre el asunto de un experto con una larga y valiosa carrera y un reconocido prestigio en su profesión, no acabo de entender por qué se eligen siempre -de un modo que acaba, casi, por irritar- las alternativas, válidas pero algo anticuadas, de “obscuro” u “obscuridad” para dark o darkness, en vez de las más “convencionales” sin la “b”; por qué aparece “murmurio” en lugar de rumor, susurro o murmullo, para rustle; o por qué se insiste en la reiterada -y de nuevo algo incómoda, precisamente por su omnipresencia- acepción de “carmelita” (como los hábitos frailunos) para dar cuenta en nuestro idioma del color brown. Todo ello contribuye a dotar a la, es cierto, ya muy refinada prosa del autor de un cierto tono preciosista y estetizante, como de distante sofisticación académica, algo atildada, que no sé si está en el texto original. ¿Habrá en el dark inglés la doble opción obscuro/oscuro? De haberla, ¿cuál usa Ondaatje? Y si no la hay, ¿por qué preferir “obscuro”? Son, sin duda, ridículas preguntas de un ignorante en la materia. 

La novela nos presenta, con una estructura compleja aunque muy bien trabada, en una narración poliédrica que se mueve atrás y adelante en el tiempo, que cambia constantemente de escenario, y que superpone voces, relatos objetivos y flujos internos de conciencia, intercalando historias diversas, saltando de una a otra perspectiva, jugando con la elipsis, dejando espacios en blanco o en suspenso que se irán “rellenando” con el avanzar de las páginas, a cuatro personajes “encerrados”, en un par de meses entre la primavera y el verano de 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial está llegando a su término, en un antiguo convento de monjas (¿carmelitas?), una espléndida pero desvencijada villa italiana -Villa San Girolamo-, primero baluarte alemán, luego hospital aliado y ahora abandonada y parcialmente destruida, plagada de minas, tras la retirada de las tropas del Reich y el avance del Ejército Britoestadounidense -fuerzas canadienses, británicas y estadounidenses, sobre todo- hacia el norte de la península Itálica. Un enfermo anónimo -el paciente inglés- de imposible identificación pues su deformado rostro -y parte de su cuerpo- está carbonizado tras sufrir gravísimas quemaduras, espera la muerte, al no poder sumarse, por la gravedad de sus lesiones y los dolores atroces que lo asaltan, inmovilizado en su camilla, ni a los convoyes que dejando atrás la Toscana liberada prosiguen su marcha victoriosa, ni a otros pacientes y sanitarios que buscan un lugar seguro en zonas más meridionales. Junto a él, seducida por el enigma que encierra el hermético personaje y progresivamente interesada en cuanto, muy tímidamente, empieza a contar los intensos avatares de lo que fue su vida, se quedará Hana, una enfermera canadiense de apenas veinte años, que lo cuidará con creciente atracción. En el -pese a lo ruinoso de su estado- idílico paraje comparecerá al poco tiempo Caravaggio, un hombre torturado, de pasado difuso, ladrón “por naturaleza” y espía sobrevenido, antiguo amigo de la familia de Hana a la que conoció con solo dieciséis años en Canadá. Semanas más tarde, arribará a la villa Kip, un zapador sij, que llega a la zona rastreando explosivos y desactivando minas, y que instalará su tienda de campaña en los ahora salvajes jardines de la mansión. Los cuatro suman a las heridas, no solo físicas, de la guerra sus propios conflictos internos, la agitación, las turbulencias y la conmoción que perturban sus sueños. El paciente inglés nos mostrará a esos seres golpeados, desvalidos, perturbados, confusos y desconcertados -en mayor o menor medida-, nos permitirá conocer sus oscuros (¿obscuros?) pasados, adentrarnos en sus recuerdos, atisbar sus secretos y asistir emocionados a las relaciones -de amistad, de fraternidad, de amor- que acaban por entablar en ese microcosmos excepcional que se crea en el, por lo demás, casi paradisíaco entorno. 

Villa San Girolamo es un espacio fuera de la realidad, sin electricidad, con gran parte de los muebles destrozados -y los que no lo están convertidos en leña para alimentar el fuego con el que calentar aquel inmenso palacio venido a menos-, con las paredes de muchas de sus habitaciones y aun los muros de la casa derruidos, con los techos agujereados por el impacto de los proyectiles, con la capilla incendiada, con la vasta biblioteca desventrada (¿por qué el Diccionario de la Real Academia no recoge “desventrar”?) por los bombardeos, con los ecos de las explosiones aún cercanas, los libros cuarteados por la humedad y las tormentas nocturnas, con los aposentos convertidos en pajareras, con la presencia constante en las salas magníficas de hojas, excrementos, orina y restos varios de los antiguos ocupantes, con una pila en el huerto anejo por toda fuente de agua. El recinto es un universo ajeno al mundo civilizado, en el que nada hay que perteneciera al mundo exterior. Un ámbito propicio, pues, para que esos cuatro desarraigados (de un modo u otro, y en diferente medida según los casos: El problema de todos nosotros es que estamos donde no debemos. ¿Qué estamos haciendo en África, en Italia?), se entreguen a la remembranza y el olvido, a tirar del hilo de sus propias vidas, a despojarse de la propia piel, a buscar su verdad en los otros, a dar melancólica cuenta de sus sueños insatisfechos, de sus esperanzas frustradas, de su odio y su desesperación, de los perdidos días felices, de sus proyectos truncados, de sus heridas, del impacto de la terrible guerra en sus almas sensibles, del recuerdo del amor exaltado que da sentido a la vida, también del amor que se malogra, del imposible, del que arrasa y desarbola y destruye todo cuanto toca, de los celos y el deseo, de la pasión que ilumina un fugaz instante de la existencia y cuyo tenue y declinante fulgor, apenas un pálido y minúsculo destello, servirá para soportar levemente el dolor, la soledad, el sufrimiento, la desolación y el absurdo de sus días presentes, ya menguantes en el caso del protagonista principal. 

Hana ha perdido a su padre, muerto en la guerra, y está lejos de Clara, su madrastra, con la que tiene una buena relación. Ha perdido también un hijo, muerto antes de nacer (Salí con un hombre que murió [también en la guerra] y el niño murió. La verdad es que el niño no murió precisamente, sino que acabé yo con él). De la chiquilla confiada y llena de ilusión que había sido hasta solo cinco años antes ya no queda apenas nada (aunque en una escena entrañable, que mantiene la película, la vemos jugar a la rayuela, en la tibia oscuridad de la noche, en las inmensas estancias del caserón, apenas iluminadas por las velas). La guerra acabó con la pasión, con la esperanza, ella es ahora una mujer triste, lastimada, vulnerable: Había quedado alterada por los cinco años que habían precedido a aquella noche de su vigésimo primer cumpleaños en el cuadragésimo quinto año del siglo XX. Sin embargo, en San Girolamo construirá un apacible mundo en miniatura: la entrega al enfermo, la búsqueda, entre los restos de la desbaratada biblioteca, de los libros que le leerá para apaciguar su sufriente tortura, el trabajo en el huerto, la preparación de la comida, el deambular por los aposentos, la súbita irrupción de Caravaggio y Kip, mitigarán en parte su dolor y acabarán por curarla. Ella se sentía segura allí, a medias adulta y a medias niña. Después de lo que le había ocurrido durante la guerra, se había trazado sus propias reglas mínimas de conducta. No volvería a acatar órdenes ni cumpliría tareas por el bien general. Iba a ocuparse sólo del paciente quemado. Le leería, lo bañaría y le daría sus dosis de morfina

El paciente inglés parece ser muy probablemente -pero eso solo se desvelará, en un sentido u otro, en el curso de la novela, y yo no quiero destriparla-, bajo el atroz anonimato que le impone su rostro deformado y la ausencia de identificación documental, el conde László Almásy. Por su propio relato, que unas veces aparece como tal, narrando su historia a Hana o a Caravaggio, y otras como una suerte de confusas ensoñaciones que arrebatan su cerebro, sabremos que ha sobrevivido -su cuerpo desgarrado- a un accidente de avión en el desierto libio, de donde fue rescatado, con la cabeza en llamas, por unos beduinos que mitigaron su dolor con ancestrales pócimas, lo mantuvieron con vida con ungüentos y cuidados, y lo trasladaron al oasis de Siwa, en el norte de Egipto. Después aparece en un hospital en Italia, en Pisa, y ahora balbucea sus recuerdos frente a Hana en un duermevela delirante inducido por la morfina que calma sus padecimientos mientras se acerca la inevitable muerte. Unos recuerdos en los que se mezclan las pasadas aventuras, las expediciones del grupo de amigos, alemanes, ingleses, húngaros, italianos, egipcios, que a partir de 1930 buscan apasionadamente, en un territorio en las lindes de Egipto, Libia y Sudán, el mítico oasis de Zerzura (sólo nos interesaban cosas que no podían comprarse ni venderse, carentes de interés para el mundo exterior. Debatíamos sobre latitudes o sobre un acontecimiento sucedido setecientos años atrás), las páginas de Heródoto, los lances de la guerra, el espionaje, la inesperada llegada al campamento en el desierto, en 1936, del aeroplano del joven Geoffrey Clifton, que se suma al proyecto con su bellísima esposa, Katherine, una mujer inteligente, fascinante, el imprevisto e irrefrenable amor, siempre el amor, que refulge entre los jirones de la memoria, las oleadas del dolor y la irreductible soledad. Las páginas que recrean las campañas en el desierto, el ambiente cosmopolita de El Cairo de finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta -las fiestas, los clubes nocturnos, los bailes, la música, el tráfago de los diplomáticos, arqueólogos, buscavidas y espías- y la poderosa, irrefrenable, turbulenta historia de amor adúltero, son memorables, de una profunda belleza que conmueve al lector y lo emociona, lo exalta y lo entristece, como solo lo logra la excelente literatura. 

Otro personaje enigmático, con un pasado en sombras, es Caravaggio. De unos cuarenta y cinco años, nacionalidad desconocida, amigo gregario del padre de Hana en el Canadá, desde mucho antes de la guerra, entonces ladrón y siempre mujeriego, feliz y permanentemente enamorado, curioso y reservado, había trabajado para los servicios de inteligencia británicos en El Cairo y en Italia, elaborando mentiras, propalando rumores falsos ente el enemigo, corriendo arriesgadas y secretas aventuras, inventando agentes dobles, hasta que fue capturado por la Gestapo. Cuando lo conocemos, con terribles secuelas físicas del paso por los calabozos nazis, en donde en un cruel interrogatorio se le amputarán los pulgares, yace ahora en su oscuridad, sumido, como el paciente inglés, en las tinieblas de la morfina, vagando por el caserón, cuidando de Hana e intentando confirmar sus sospechas sobre el anónimo enfermo. 

Y por último está Kip, el zapador sij, que se juega la vida de continuo desactivando bombas. Es un hombre muy joven, tranquilo, introvertido y despreocupado de sí mismo, aparentemente conforme con el mundo, concentrado, responsable y comprometido, sumido en sus rituales aunque racional -en sus venas la espiritualidad de la India-, y que, pese a las aflicciones de la guerra -algunos de sus amigos, de sus compañeros, de sus subordinados, volarán por los aires al detonar una mina o un explosivo trampa-, será siempre fuente de sosiego y de luz, sobre todo para Hana, que encontrará en él algo de paz, un ámbito de quietud y placidez en el horror circundante. 

Ondaatje va variando el foco de atención de la narración de uno a otro de los cuatro personajes principales, y mientras fluyen sus historias y se van enlazando, en una arriesgada y deslumbrante sucesión de flashbacks sobre las vidas de cada uno de ellos, aparecen los grandes temas del libro: los pavorosos efectos de la guerra, la muerte, la fraternidad, el amor, la pasión, su verdad y su belleza, también su crueldad y su violencia, el deseo, la amistad, la fuerza y el impulso vitales, las ambiciones, la lealtad y la traición, los sueños, la nostalgia de la felicidad vivida, el peso del pasado y el sostén de los recuerdos, el perdón y las posibilidades de redención, el desarraigo y la búsqueda de identidad, (international bastards, “nómadas del espíritu”, llama en la novela a sus “criaturas”), el absurdo de las patrias, las naciones y las fronteras, la reivindicación de lo híbrido frente a lo supuestamente incontaminado y puro (siendo el propio Ondaatje, nacido en Sri Lanka, educado en Gran Bretaña, viviendo en Canadá, una buena muestra de ello), la atracción del desierto y el ansia romántica de aventura, el colonialismo y las reacciones frente a la opresión que supone (que conocemos a través del pasado de Kip), el espionaje, el rechazo al poder financiero y militar que gobierna el mundo. 

Pero lo que hace ciertamente memorable el libro es su valor literario, lo singular de su estilo, la experimentación, los cambios en la voz del narrador (¿Quién hablaba, entonces?), el lenguaje, el valor de las palabras (Las palabras son, como le dijo un amigo, delicadas, mucho más delicadas que violines), la poesía, la estructura intrincada, la multiplicación de historias subyugantes que brotan desde el núcleo central de la Villa, las oportunas digresiones, los relatos dentro de la novela, el bien afinado cruce de las cuatro vidas, el progresivo desvelamiento de los secretos ocultos, las ya reseñadas -y abismales- vueltas atrás en el tiempo, la sutileza de la escritura, la elegancia, la rica prosa, muy lírica, el ritmo moroso, la envolvente y cautivadora lentitud del relato, la atmósfera densa, de una seductora intensidad. También la infinidad de alusiones literarias, empezando por el ya mencionado Heródoto, uno de cuyos textos, que os dejo en el conmovedor fragmento final, protagoniza el instante clave en que germina la historia de amor, y siguiendo por los distintos títulos que escoge Hana -sin aparentemente ningún criterio premeditado- para leerle al paciente inglés, el Kim de Kipling, El último mohicano, de Fenimore Cooper, Ana Karenina de Tolstói, La cartuja de Parma, de Stendhal, Los Anales de Tácito. También las menciones al arte, con múltiples referencias, muy bien imbricadas en la trama, al humanista Poliziano, a los frescos de Arezzo, a Simonetta Vespucci, a obras de Piero de la Francesca, Botticelli, Leonardo y otros artistas del Renacimiento. En fin, como se puede apreciar estamos ante una maravilla abierta a múltiples y muy fecundas sugestiones de lectura. 

Como lo es también, maravillosa y admirable, la película de Minghella. Con sus ya reseñados nueve Oscars, entre ellos los de Mejor película, Mejor director, Mejor actriz de reparto (para Juliette Binoche), Mejor montaje (excepcional y de una dificultad extrema, en una cinta hecha de constantes flashbacks), más todos los premios “artísticos” relevantes -fotografía, sonido, dirección artística, vestuario, banda sonora-, el film, formalmente irreprochable, de una elegancia, una delicadeza y una pulcritud estética exquisitas, rodado en unos parajes de una belleza deslumbrante, gira, principalmente, en torno a la historia de amor -intensa, arrebatada, convulsa, impetuosa, ardiente, dolorosa, trágica- entre Almásy y la atractiva y seductora Katherine, y aunque los “dramas” de los demás personajes se apuntan y se entreveran con eficacia en la trama principal no alcanzan el grado de desarrollo que se despliega en la novela. Además, por citar otra diferencia sustancial entre ambos medios, el mosaico poliédrico que es el libro, de imposible traslación a la pantalla, se “simplifica” aquí -pese al constante recurso a la mirada retrospectiva- en una narración algo más convencional. En cualquier caso, una obra maestra indiscutible que, como el libro, exige más de una “visita”. 

Entre la mucha música que “suena” en la novela y en la película -tanta como para que, desde el lunes próximo y durante un mes entero, le dedique cuatro programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes- os dejo ahora con How Long Has This Been Going On?, un clásico de 1927, compuesto por los hermanos Gershwin y que ahora os ofrezco, ante la imposibilidad de localizar la versión exacta que se menciona en el libro, de la que solo tenemos un dato (Hana y él se deslizaban hacia la tristeza del saxo. Tenía razón Caravaggio. Un fraseo tan lento, tan prolongado, que Hana tenía la sensación de que el músico no deseaba salir del diminuto vestíbulo de la introducción y entrar en la melodía, quería permanecer y permanecer allí, donde aún no había empezado la historia, como enamorado de una criada en el prólogo), en la interpretación, magistral, pero posterior a la fecha en la que aparece en el texto, de Ben Webster. 


Regresamos una semana después. Habíamos hecho muchos descubrimientos y habíamos atado muchos cabos. Estábamos de buen humor e hicimos una pequeña celebración en el campamento. Clifton siempre estaba dispuesto para celebrar a los demás. Era contagioso. 

Ella se acercó con un vaso de agua. «Enhorabuena, ya he sabido por Geoffrey...» «¡Sí!» «Tenga, beba esto.» Extendí la mano y ella me dejó la taza en la palma. El agua estaba muy fría en comparación con la que habíamos estado bebiendo de nuestras cantimploras. «Geoffrey ha preparado una fiesta en su honor. Está escribiendo una canción y quiere que yo lea un poema, pero a mí me gustaría hacer otra cosa.» «Mire, tenga el libro y échele un vistazo.» Lo saqué de la mochila y se lo entregué. 

Después de la comida y el té de hierbas, Clifton sacó una botella de coñac que había mantenido oculta hasta aquel momento. Había que beber toda la botella aquella noche durante el relato de Madox y la interpretación de la chistosa canción de Clifton. Después ella se puso a leer un pasaje de las Historias: el de Candaulo y su reina. Yo siempre me salto esa historia. Está al principio del libro y tiene poco que ver con los lugares y la época que me interesan, pero es, desde luego, una historia famosa. También era el tema del que ella había decidido hablar. 

Aquel Candaulo se había enamorado apasionadamente de su esposa, por lo que la consideraba más bella, con mucha diferencia, que ninguna otra mujer. Solía describir a Giges, hijo de Daskilo (pues de todos sus lanceros era el que más apreciaba), la belleza de su esposa y la elogiaba sobremanera. 

«¿Oyes, Geoffrey?» 

«Sí, cariño.» 

Dijo a Giges: «Giges, me parece que no me crees, cuando te hablo de la belleza de mi esposa, ya que los oídos de los hombres son menos aptos para creer que sus ojos. Así, pues, idea algún medio para verla desnuda.» 

Se pueden hacer varias observaciones, sabiendo que con el tiempo yo llegaría a ser su amante, de igual modo que Giges sería el amante de la reina y el asesino de Candaulo. Con frecuencia abría yo el libro de Heródoto para aclarar una duda geográfica, pero, al hacer eso mismo, Katharine había abierto una ventana por la que asomarse a su vida. Leía con voz cautelosa. Tenía los ojos clavados en la página, como si, mientras hablaba, estuviera hundiéndose en arenas movedizas. 

«Creo que es, en verdad, la más hermosa de todas las mujeres y te ruego que no me pidas que haga algo ilícito.» Pero el Rey le contestó así: «Ten valor, Giges, y no temas que yo diga estas palabras para ponerte aprueba ni que mi esposa pueda causarte daño alguno, pues idearé de antemano un medio para que no se dé cuenta de que has estado viéndola.» 

Ésta es la historia de cómo me enamoré de una mujer que me leyó determinada historia de Heródoto. Oí las palabras que ella pronunciaba al otro lado del fuego y en ningún momento levanté la vista, ni siquiera cuando importunaba a su marido. Tal vez estuviera leyéndola sólo para él. Tal vez no hubiese un motivo oculto en la selección de aquel pasaje, salvo para ellos. Era simplemente una historia que le había chocado por la similitud con su situación, pero de repente se le reveló una senda en la vida real, aun cuando no lo hubiera concebido —estoy seguro— como un primer paso al azar. 

«Te llevaré a la alcoba en que dormimos, detrás de la puerta abierta, y, después de que entre yo, llegará también mi esposa. Junto a la entrada de la alcoba, hay una silla, sobre la cual deja sus vestiduras, a medida que se las va quitando, una tras otra; de modo que podrás contemplarla con toda tranquilidad.» 

Pero la Reina vio a Giges, cuando abandonaba la alcoba. Entonces entendió lo que había hecho su marido y, pese a sentirse avergonzada, no puso el grito en el cielo... mantuvo la calma. 

Es una historia extraña. ¿No te parece, Caravaggio? La vanidad de un hombre que lo mueve a desear ser envidiado o a ser creído, porque no le parece que le crean. En modo alguno era un retrato de Clifton, pero éste pasó a ser parte de esta historia. El acto del marido resulta muy escandaloso, humano. Nos sentimos movidos a creerlo. 

El día siguiente, la esposa llamó a Giges y lo colocó ante una disyuntiva. 

«Tienes dos opciones y te voy a dejar elegir la que prefieras: o bien matas a Candaulo y tomas posesión de mí y del reino de Lidia o bien recibirás muerte inmediata aquí mismo para que en el futuro no puedas ver, obedeciendo a Candaulo ciegamente, lo que no debes. Ha de morir o quien concebía ese plan o tú, que me has visto desnuda.» 

Conque el rey es asesinado. Comienza una nueva era. Hay poemas sobre Giges escritos en trímetros yámbicos. Fue el primero de los bárbaros que consagró ofrendas en Delfos. Reinó en Lidia durante veintiocho años, pero aún lo recordamos como un simple eslabón en una historia de amor inhabitual. 

Cesó de leer y levantó la vista, fuera de las arenas movedizas. Estaba evolucionando. Conque el poder cambió de manos. Entretanto, con la ayuda de una anécdota, yo me enamoré. 

Así son las palabras, Caravaggio. Tienen poder.

 Videoconferencia (lamentable sonido)
Michael Ondaatje. El paciente inglés