Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de febrero de 2018

JUAN ANTONIO MOLINA FOIX.
HISTORIAS DE CINE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy cierra la serie de recomendaciones literarias vinculadas al cine en una relación, la de la literatura y el séptimo arte, que hemos venido subrayando estas últimas semanas de febrero y marzo, en las que tienen lugar las ceremonias de entrega de los Oscars y de los Goya, entre otros prestigiosos premios cinematográficos como los César franceses o los Bafta británicos.

Como espléndido colofón a nuestra plural propuesta, esta tarde os traigo un libro magnífico que explora las indudables -y muy frecuentes- conexiones entre las obras literarias y sus correspondientes traslaciones fílmicas. Se trata de Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas, la sugestiva y reveladora rúbrica bajo la que Juan Antonio Molina Foix presenta once cuentos o relatos breves que están en el origen de otras tantas conocidísimas y significativas cintas. El libro, publicado por la editorial Siruela, recoge los textos en los que se basaron los guionistas y directores de películas clásicas de la historia del cine -algunas de ellas legendarias- como son Rashomon, Le plaisir, Cuentos de la luna pálida, La paura, Ellos y ellas, Testigo de cargo, El hombre que mató a Liberty Valance, Los pájaros, Una historia inmortal, Une femme douce y Dublineses, casi todas obras mayores de sus respectivos realizadores, Akira Kurosawa, Max Ophüls, Kenji Mizoguchi, Roberto Rossellini, Joseph L. Mankiewicz, Billy Wilder, John Ford, Alfred Hitchcock, Orson Welles, Robert Bresson y John Huston, respectivamente.

Tras un breve pero sustancioso prólogo, el responsable de la edición nos ofrece, en cada caso, el relato correspondiente junto a una breve introducción en la que se comentan aspectos destacados tanto del texto como de la adaptación cinematográfica. El lector puede encontrarse también una reproducción -por desgracia en blanco y negro; los únicos apuntes de color se muestran en la portada- del cartel original de cada película.

El interesante capítulo preliminar se inicia con un muy sucinto repaso de la historia del cine y de su evolución -muy rápida- desde su inicial función como crónica documental en movimiento, en las primeras cintas de los Lumière, pasando por su utilización como mágico espectáculo de feria a partir de la fantasía y el talento de George Méliès, hasta llegar, por fin, a su plena consideración artística, con la “invención” de un lenguaje narrativo propio -la traducción en imágenes del relato novelesco decimonónico- en las películas de Griffith. David W. Griffith inventa -cuenta Molina Foix- el flashback para mostrar o recordar un acontecimiento pasado, el contraluz lateral, el desenfoque como efecto artístico, el salto de imagen, el montaje en paralelo, la fragmentación de las secuencias en planos de diferente valor, el desplazamiento del punto de vista de la cámara dentro de una misma escena, la utilización del primer plano con intención dramática, la profundidad de campo, entre otros hallazgos técnicos novedosos… ¡¡y el siglo XX no ha hecho más que empezar!!

Tras este muy concentrado “recordatorio”, el autor pasa a profundizar en las relaciones entre cine y literatura. La literatura -escribe- es analítica, se ve abocada a utilizar un lenguaje sucesivo y, por tanto no puede abarcar todos los aspectos de la realidad. El cine, en cambio, es sintético -condición propiciada por la simultaneidad que el tratamiento de imágenes permite- y, en consecuencia, poliédrico, pues ofrece visiones distintas de esa realidad ya no tan única. La ambigüedad y la capacidad de sugerencia y evocación de las palabras se contraponen a la concreción de la imagen fijada en el cine. El texto literario despierta la imaginación, el cine la ciñe a unas acciones, unos paisajes, unos rostros determinados.

Y es por ello, por las notorias diferencias entre ambas narrativas, por lo que resulta tan complejo el trasvase -por llamarlo así- de “elementos” nacidos en uno de los dos universos hacia el otro. Intentar convertir en película un texto literario, pretendiendo una rigurosa fidelidad a la obra originaria, “ilustrando” su argumento con imágenes, es, pues, una operación prácticamente imposible -o inevitablemente fallida- que sólo podrá resolverse con éxito si se abandona de raíz esa inalcanzable exigencia de reproducción de la “literalidad” y el creador se abre a la “producción” de una obra nueva y autónoma. En otras palabras, cualquier intento de recreación cinematográfica de un relato o una novela ha de centrarse precisamente en lo que el término indica: re-creación, invención -con los códigos y los parámetros del cine- de un “artefacto” casi enteramente distinto que, eso sí, mantenga vivo el espíritu del texto del que procede.

El corolario que extrae Molina Foix de estas premisas es que, habiendo buenas películas basadas en obras literarias sobresalientes, no hay en cambio, salvo excepciones -y cita alguna: Avaricia, de Erich Von Stroheim, Deseos humanos de Fritz Lang o Perceval le gallois, de Eric Rohmer, entre otras- grandes películas que “procedan” de grandes novelas. Más fácil ha sido y es, por el contrario -seguimos leyendo en el preámbulo-, que el cine haya dado -y continúe haciéndolo- obras maestras cuyo origen está en textos literarios de menos entidad, no tan importantes o clásicos. La lista que aporta el antólogo es, en este caso, desbordante y, por su extensión, de imposible reproducción aquí; siendo los títulos contenidos en ella, casi sin excepción, extraordinarios, tanto los filmes nacidos de novelas como, aun en mayor número, si se trata de “versiones” de relatos breves o nouvelles. Por mencionar solo algunos ejemplos: Sabotaje de Hitchcock o Lord Jim, de Richard Brooks, basadas en obras de Conrad; Muerte en Venecia de Luchino Visconti, a partir del relato del mismo título de Thomas Mann; Barry Lyndon de Kubrick, sobre la novela homónima de Thackeray; Extraños en un tren, también de Hitchcock, o El amigo americano, de Wim Wenders, que adaptaron sendas novelas de Patricia Highsmith; las galdosianas Nazarín y Tristana, de Buñuel; Las uvas de la ira, de John Ford, traslación de John Steinbeck; La edad de la inocencia que dirigió Martin Scorsese sobre una obra de Edith Wharton; Eyes Wide Shut, en la que Stanley Kubrick recrea una novelita de Arthur Schnitzler. Y además, clásicos del cine negro como El halcón maltés de John Huston, o Tener y no tener y El sueño eterno, ambas de Howard Hawks, espléndidas adaptaciones de Dashiell Hammett, Ernest Hemingway y Raymond Chandler, respectivamente.

A esta última categoría de los relatos breves pertenecen los textos escogidos en la edición que ahora os presento, una recopilación de obras más que dignas -más aun, de gran calidad- que han dado lugar a películas memorables que, con mayor o menor dificultad, están al alcance de cualquier espectador. Por muchas razones (limitaciones de espacio o concesión de permisos de reproducción, entre otras) la selección, en cuanto al cine se refiere, es por fuerza limitada, incompleta y subjetiva, aunque, como reivindica su responsable, altamente representativa, con presencia de cinematografías, géneros y directores bien diversos.

Ni que decir tiene que mi sugerencia de hoy pretende -quizá en un exceso de ambición- abrirse a las muchas posibilidades que un libro de esta naturaleza nos ofrece. Así, creo que extraer todo el jugo posible a la obra de Molina Foix “exigiría” no sólo la lectura de los once cuentos sino también el visionado de las películas a las que dieron lugar. Yo así lo he hecho, aunque he de confesar que sólo he vuelto a ver ahora una larga media docena de ellas, basándome, para mis comentarios de las restantes, en mis recuerdos de, en ocasiones, hace varias décadas.

Un primer ejemplo paradigmático de las complicadas relaciones entre literatura y cine lo constituye el cuento El idilio de Miss Sarah Brown, escrito por un para mí desconocido Alfred Damon Runyon en 1933. En apenas veinte páginas, en un texto curioso y sin demasiado relieve, más allá de su peculiar estilo, su redacción en presente y su lenguaje entre alambicado y jergal, el autor nos narra las peripecias de Sky, un tipo simpático, de carácter desenfadado, que se desenvuelve en el mundo del juego, las apuestas, el hampa y los bajos fondos, por el que revolotea ligero y sin ataduras, saltando de timba en timba y de partida en partida. Sus principios y su honestidad, su despreocupada y sentimental visión del mundo, su sentido del humor y su tranquila y muy liviana concepción de la existencia encuentran en ese entorno plagado de tramposos y trileros, de oportunistas y pícaros, un espacio idóneo que le facilita un pasable modus vivendi. Todo cambia cuando encuentra en la calle a la puritana señorita Brown que forma parte de una suerte de ridículo Ejército de Salvación dedicado a salvar la virtud de esos muchos pecadores que pululan por las calles de Broadway jugándose el dinero que no tienen a los dados y a los caballos. Sarah Brown, con sus bellos ojos cien por cien, acaba por subyugar al muy curtido Sky, que, por ella, pondrá en juego su alma en una singular partida. Cómo esta poco más que entrañable historia, cuyo argumento se resuelve en cien palabras, puede convertirse en una deslumbrante comedia musical de dos horas y media es una de las pruebas más contundentes del hecho de que, en efecto, cine y literatura constituyen dos universos casi paralelos y, en cualquier caso, autónomos. Ellos y ellas fue dirigida en 1955 por Joseph L. Mankiewicz, con un reparto formidable -Marlon Brando y Frank Sinatra por un lado y Jean Simmons y Vivian Blaine por otro- y con escasos elementos en su metraje rescatados de la obra original. Manteniendo el marco de referencia de la historia, el simpático y en el fondo benévolo ambiente de los pícaros y delincuentes de poca monta que aparecen en el cuento, su director estira de un modo encantador la descabellada anécdota sobre la que aquel gira, el tipo duro que arriesga por amor todo lo que es, dando lugar a una película que cuenta con deliciosos números musicales -en particular un comienzo arrebatador de relampagueante coreografía- y que se ve con una sonrisa en los labios dejando en el espectador una amable disposición de ánimo.

Extraordinaria es también la traslación al cine de Testigo de cargo, el soberbio cuento de Agatha Christie, publicado en 1925, que dio lugar a la película del mismo título dirigida por Billy Wilder en 1957. El relato es muy breve, concentrado, con sólo tres personajes principales (¿quizá cuatro?) y alguno secundario de presencia episódica y menor. Sin embargo, la historia respira misterio e intriga, y el giro final que da una vuelta de tuerca completa a la enigmática trama resulta auténticamente magistral. Todo ello está también en el film, que incrementa el número de personajes, interpretados por un elenco de actores muy solventes, con dos de ellos insuperables, el genial Charles Laughton y la magnética Marlene Dietrich, y una tercera, la desenvuelta Elsa Lanchester -que se había dado a conocer con La novia de Frankestein veinte años antes-, también formidable en un papel inexistente en el texto original. Laughton y Lanchester, matrimonio en la vida real, fueron candidatos al Oscar por sus respectivos papeles. La presencia de Tyrone Power es, desde mi punto de vista, más discreta y convencional. El guion cinematográfico incorpora además, con respecto al texto primitivo, el uso de los flashbacks, con dos muy elocuentes y explicativos; el recurso al humor, marca de la casa del director -sobre todo en el papel de Laughton, que subraya el carácter gruñón del perspicaz abogado que interpreta-; y un nuevo inesperado y chocante efecto previo al The End, que muy convincentemente riza el rizo del ya contenido en la obra base, llevando así al espectador de sorpresa en sorpresa, hasta el punto de que una voz en off que se oye mientras pasan los créditos finales reclama a quienes acaban de ver la película que no den cuenta a nadie del impactante e insospechado colofón, un cierre bastante más optimista e indulgente, más complaciente y políticamente correcto que el concebido por la sagaz y algo malévola y retorcida Miss Christie.

El cuento sobre el que se fundamenta El hombre que mató a Liberty Valance, el gran clásico de John Ford, es un texto muy sucinto publicado en 1949 por Dorothy Marie Johnson, una, al parecer, reconocida especialista en el western, con infinidad de relatos y novelas del Oeste en su haber, aunque prácticamente desconocida fuera de ese ámbito. Su narración -apenas divulgada si la comparamos con la inmensa repercusión y la duradera influencia del film- es espléndida, con tres personajes admirables que concentran en sí mismos y en la intensa historia que comparten los valores más reconocibles en las obras mayores del género: la amistad, el amor, la entrega, el heroísmo, la nobleza, la dignidad, el coraje, la valentía, el honor, el idealismo, los principios. La película participa de estos rasgos, en una de las muestras más representativas del universo estilístico y moral de su director. Acompañado de James Stewart y Vera Miles en los papeles principales y de una pléyade de magníficos secundarios, en el reparto destaca un John Wayne sobresaliente, en una caracterización inolvidable, de hondo dramatismo y profundo sentido ético. La maestría de Ford, que parte de los elementos esenciales del texto de Johnson, preservados en la cinta, e introduce en ellos algunas diferencias llamativas, crea una atmósfera intensa, muy lírica y sentimental, para conformar una obra maestra, que nos muestra con una perspectiva nostálgica y teñida de romanticismo el paso de la América salvaje y libre de los pioneros que expandían el país en territorios agrestes en los que la vida se abría paso a tiros, fuera del imperio de la ley, a la edad moderna, que acompaña la llegada del ferrocarril, el emblema de un progreso que traerá también los mejores logros de la civilización: la educación, el orden público, el derecho, la justicia, la política, la democracia… En definitiva, dos joyas imperecederas, cada una en su particular dominio, que prueban, una vez más, la compatibilidad entre cine y literatura para emocionar, instruir, conmover y tocar la sensibilidad de quienes se acercan a sus principales frutos.

El trasvase al cine de Miedo, el relato de Stefan Zweig, escrito en 1910, es también revelador de los diferentes parámetros en los que se desenvuelven ambas expresiones artísticas, la literaria y la cinematográfica. El cuento, concentrado y magnífico, desasosegante e intenso, narra la devastación psicológica y moral que provoca el adulterio en una mujer acomodada, que vive las sosegadas rutinas de una económicamente muy holgada existencia, que sin ser del todo placentera se desenvuelve, con un amoroso marido abogado y dos pequeños hijos, en una agradable tranquilidad. Ambientada en la Viena de principios del siglo pasado, Zweig construye un artefacto perfecto, con una trama que rezuma suspense y un desenlace insospechado, en el que el estado de tortura psicológica en el que se ve sumida su protagonista al saberse descubierta en su relación ilícita, nos es descrito con profundidad y extraordinaria sutileza. Son, tan sólo, cuarenta escasas páginas, pero en ellas el retrato del alma de la esposa, Irene, la leve y como difuminada -aunque poderosa- presencia del marido, los pormenores del chantaje al que se ve sometida la mujer, el clima opresivo y asfixiante que la envuelve, sus dilemas morales, su desesperación y su angustia, se nos cuentan con un magistral dominio del lenguaje y una inusual capacidad para la penetrante indagación en los abismos de su espíritu. Con estos mimbres Roberto Rossellini filmó en 1954, La paura, objeto de la censura italiana desde su título, que se vio obligado a cambiar por un no se sabe por qué más admisible Non credo piu all’ amore, con su mujer, Ingrid Bergman -justo hasta este film, que supuso el fin de la relación matrimonial y de la colaboración profesional entre ambos-, en el papel principal. La película es extraña; las escenas se suceden con rapidez, precipitadas; el metraje es muy reducido, poco más de una hora; el final abrupto -como si se hubiera interrumpido súbitamente sin razón justificada para ello- e impostado, tranquilizador y complaciente. Con respecto a la novela-base se mantiene -y es su mayor logro- la perturbadora atmósfera de inquietud, la tensión y la culpa de su protagonista, su íntimo sufrimiento, sus dudas. Hay, sin embargo, novedades significativas: la ambientación en Berlín -los actores son casi todos alemanes-, la voz en off en la que Irene nos da cuenta de sus padecimientos, y, sobre todo, el temprano desvelamiento de la enigmática clave del relato, que en la novela se mantiene hasta su final. En este sentido, el cambio en la profesión del marido -científico en esta ocasión, investigador en un laboratorio- contribuye a subrayar metafóricamente el núcleo principal de la obra: la desesperada e imposible huida de una mujer que corre alocada cual cobaya en manos de un designio fatal que no controla.

Los pájaros, el clásico de Alfred Hichcock, bebe de las fuentes de otra gran obra maestra, el cuento del mismo título de Daphne du Maurier, algunas de cuyas novelas -Jamaica Inn o, sobre todo Rebeca-, ya habían servido de base a otras películas del orondo británico. El relato, que yo no conocía hasta ahora, es espléndido, capaz de envolver al lector en un clima de zozobra e inquietud, de incertidumbre y ansiedad, de desasosiego e intriga equiparable al del agobiante film. Con cambios en la ubicación de la trama -el texto se desenvuelve en las sombrías y apartadas tierras de Cornualles, el ámbito literario favorito de Daphne du Maurier (recordad Mi prima Rachel, que comenté hace unos meses en este mismo espacio), mientras que la acción de la película se traslada a California-; incorporando modificaciones en el grupo protagonista -a los personajes “hitchcockianos” los unen relaciones más complejas y perturbadoras que las que vinculan a la pareja con dos niños que sufre el ataque de los pájaros en la novela corta-; diferenciándose en la trama argumental, centrada en el desconcertante asedio de las pertinaces aves en la versión literaria y con más hondura psicológica en la cinematográfica, ambas obras comparten, no obstante, lo esencial de su propuesta -basada, por cierto, en un hecho real en el que se inspiró la escritora-: la irrespirable atmósfera de terror y opresión que envuelve a los personajes a causa de la inexplicable y violenta irrupción de miles de pájaros que se lanzan de manera inconcebible y suicida contra los humanos.

Cuando yo leí con apenas veinte años Los muertos, el último de los cuentos -en realidad una novela corta- incluido en la edición de Dublineses, de James Joyce, en la traducción de Guillermo Cabrera Infante para Alianza Editorial, me pareció un relato anodino y sin mayor interés. La cena navideña, las ancianas mujeres, la pareja protagonista, las conversaciones entre los invitados, la celebración y el baile, las constantes referencias a personajes de la historia, la política y la cultura irlandesa me resultaron ajenos. No pude entonces, como es obvio (sin exagerar diré que tampoco puedo ahora), percibir la profusión de interpretaciones, citas, alusiones, juegos intertextuales y conexiones con la vida de su autor que los críticos han encontrado en la obra. Ni siquiera puedo recordar una especial conmoción -en realidad no hubo ninguna y sí un aburrido correr de páginas hacia el final del libro- en la escena que cierra el cuento, con Greta y Gabriel de vuelta en el hotel tras la ceremonia y con la lírica explosión de emociones -un juicio que hago ya desde el presente- con la que se cierra la historia. Sin embargo, todo cambió para mí cuando en 1987 un John Huston octogenario y al borde de la muerte, dirigiendo desde una silla de ruedas y conectado a una bomba de oxígeno, llevó al cine el relato para crear a partir de él una auténtica obra maestra y una de las películas que más estremecimiento y placer, que más temblor y entusiasmo me han proporcionado en mi vida. Desde esa fecha he visto la cinta decenas de veces, siempre entregado, disfrutando de las tiernas y melancólicas escenas de su primera parte e incapaz de contener las lágrimas al adentrarme en su intenso y profundo final, lleno de belleza y verdad. Llevado por esa pasión dediqué, hace más de diez años, una emisión a Los muertos en mi otro espacio en Radio Universidad, Buscando leones en las nubes, que podéis encontrar en el blog del espacio bajo la rúbrica “James Joyce/Van Morrison”, quizá el programa del que me encuentro más satisfecho de entre los más de seiscientos alcanzados hasta este momento. Y ahora he vuelto a leer el cuento en este Historias de cine que hoy os comento, aunque en una versión distinta, pues es el propio Molina Foix el que nos ofrece esta vez su traducción del texto original (como hace, por cierto, en gran parte de los once relatos que selecciona), más contenida y menos imaginativa que la muy libre de Cabrera Infante de hace décadas. Y, sin demasiada sorpresa, he constatado que es también una obra magistral, capaz de conmover en su profunda visión de la vida humana: el paso del tiempo, los recuerdos, el amor, la pasión y el olvido, el sentido de nuestra existencia, lo absurdo de los inútiles afanes cotidianos, la inexorable realidad de la muerte. Un relato soberbio que justifica por sí mismo la lectura del libro.

La versión cinematográfica -más exactamente televisiva- de Una historia inmortal, dirigida por Orson Welles en 1968, es absolutamente fiel a la novela corta de Isak Dinesen escrita quince años antes, más allá de que en la cinta la acción transcurra en Macao y en el libro sea Cantón la ciudad mencionada (el rodaje, no obstante, tuvo lugar en un muy castizo Chinchón, que difícilmente pasa por oriental, por más que sus por otro lado rústicas casas hayan sido aderezadas con algunos estandartes y telas con inscripciones de grafía y caracteres chinos y sus calles aparezcan surcadas esporádicamente por algún individuo de rasgos más o menos exóticos). Sin embargo, la capacidad de evocación del cuento, su poderosa inventiva, las historias entrelazadas que se abren como en un abismo de muñecas rusas, una cierta cualidad evanescente e inaprensible de la narración, el simbolismo latente, las alusiones veladas, la apertura a infinidad de interpretaciones meramente sugeridas, el tono como legendario del relato que lo aproxima a una suerte de Las mil y una noches a pequeña escala, son -a mi juicio- muy superiores a la pese a todo estimable cinta de Welles, en la que ni la presencia como actor del orondo director, ni el magnetismo de una bellísima Jeanne Moreau, ni la atmósfera intimista que recrea la música de Erik Satie, logran levantar su por otro lado escasísimo metraje -apenas una hora- de la categoría de rareza con pretensiones, en cierto modo fallida. Aparte de los detalles de la trama -como digo casi idénticos en ambos “formatos”-, en la película y en el cuento sobresale el planteamiento -en clave poética- del juego entre ficción y realidad, la perenne necesidad del ser humano de superar las limitaciones de su mísera cotidianeidad con los mitos, los cuentos, las leyendas, las historias, como en este caso, inmortales, entre las que ocupan un lugar primordial las que construimos para inventar y acompañar al amor.

Sin tiempo ya para más comentarios, baste decir que las dos cintas japonesas -dos clásicos, Rashomon, de Akira Kurosawa, y Cuentos de la luna pálida, de Kenji Mizoguchi- que yo recuerdo de mi primera juventud, en los varios inagotables ciclos de cine películas niponas en los cine-clubs universitarios, son también excelentes y están por encima de sus relatos de origen: Rashomon, de 1915, y En la espesura del bosque, de 1922, debidos a un para mí desconocido Ryunosuke Akutagawa, en los que se basó la primera, y La cabaña entre las cañas esparcidas, al parecer una joya de la literatura japonesa escrita en 1776 por Ueda Akinari. No obstante, y abstracción hecha de sus cualidades técnicas, en particular la peculiaridad estructural de Rashomon, con su historia narrada desde distintos puntos de vista, en un recurso muy influyente en el cine posterior, el carácter simbólico de ambos filmes, la incomprensible gestualidad actoral, la recurrente presencia de lo fantástico y lo sobrenatural, no son precisamente mis opciones estilísticas preferidas.

Le plaisir, dirigida por Max Ophüls en 1951, y Une femme douce, obra del realizador francés Robert Bresson, que la presentó en 1969, nacen de sendas obras breves de Guy de Maupassant, La casa Tellier y de Fiódor Dostoievski, La sumisa. También interesantes -narraciones y películas- no cabe ya un comentario más detenido sobre ellas

Os recomiendo con entusiasmo esta múltiple posibilidad de disfrute que nos ofrece Historias de cine de Juan Antonio Molina Foix, con sus once atrayentes textos y sus respectivas y casi siempre también estimulantes películas. Como acompañamiento musical a esta ya muy larga reseña os dejo con Aldo Ciccolini y su interpretación de la Gymnopédie nº 1 de Erik Satie, que suena en Una historia inmortal de Orson Welles. 


Cuando Irene bajaba la escalera del edificio de su amante, la invadió una vez más aquel miedo insensato. Un torbellino negro se formó de repente ante sus ojos, las rodillas se le entumecieron en una rigidez horrible, y le fue preciso sujetarse a la barandilla para no caer. No era la primera vez que se arriesgaba a aquella peligrosa visita y no le era extraño ese súbito acceso; siempre, al regresar a su casa, sucumbía sin resistencia posible a semejantes ataques de insensato y ridículo miedo. Era, sin duda, más fácil, el camino de ida; mandaba parar el coche en la esquina, andaba presurosa los pocos pasos hasta el umbral del edificio y subía al vuelo las escaleras, desvaneciéndose el temor en el cual ardía también la impaciencia bajo la tempestad de los primeros abrazos. Sin embargo, después, a la vuelta luego, la inundaba aquel terror misterioso, unido a la culpa y la loca aprensión de que las miradas de los transeúntes desconocidos podían leer en ella de dónde venía y contestar a su confusión con una sonrisa descarada. Los últimos minutos de la visita a su amante estaban ya envenenados por la creciente inquietud del presentimiento; al disponerse a salir, le temblaban las manos con una prisa nerviosa; oía distraída las palabras de él y evitaba las últimas demostraciones de su pasión; salir, salir de pronto, es lo que todo en ella anhelaba, salir de la casa, del edificio, de la aventura, para refugiarse en la paz de su mundo familiar. Luego, todavía aquellas últimas palabras tranquilizadoras, que ni siquiera oía en medio de su agitación, y aquellos segundos de comprobar detrás de la puerta si subía o bajaba alguien. Pero, tan pronto ponía los pies en la escalera, la esperaba el miedo, impaciente por hacer presa en ella, adueñándose de tal modo del latir de su corazón, que bajaba los pocos peldaños como inconsciente.

Permaneció un minuto con los ojos cerrados y respirando, con esfuerzo, el frescor crepuscular de la escalera. En uno de los pisos altos se oyó el ruido de una llave en la cerradura. Sobresaltada, se armó de valor, mientras acercaba sus manos temblorosas al tupido velo, y bajó aún más deprisa los últimos escalones. Continuaba la amenaza con aquel último paso, el más terrible, el cruzar el umbral extraño hasta la calle. Bajó la cabeza como un toro al embestir y saló deprisa por la puerta medio abierta. Dio un fuerte empujón a una señora que se disponía a entrar.



Juan Antonio Molina Foix. Historias de cine

miércoles, 21 de febrero de 2018

VÍCTOR ARRIBAS. GOOF! LOS MEJORES GAZAPOS DEL CINE

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro que desde hace un mes lleva ofreciéndoos su semanal sugerencia de lectura centrada en estas ocasiones en títulos relacionados con el cine, corriendo así nuestro espacio en paralelo a las distintas celebraciones que el mundo cinematográfico festeja en estos días de febrero y marzo, singularmente los premios Goya y los Oscar.

Tras algunos acercamientos más formales y académicos, más sesudos y hasta densos, hoy mi propuesta se desenvuelve en un plano relativamente ligero, muy asequible y entretenido, ameno y muy curioso, a partir de Goof! Los mejores gazapos del cine, un divertido y bien documentado librito del comunicador Víctor Arribas, presentado el pasado 2017 en la editorial Espasa. Víctor Arribas, controvertido periodista tanto en su etapa en los informativos de Telemadrid como en su actual desempeño como presentador de La noche en 24, en el polémico canal 24 horas de Televisión Española -la sombra de la parcialidad y el sesgo progubernamental lastrando, en ambos casos, su trayectoria-, es también un apasionado y erudito cinéfilo, habiendo publicado numerosas obras centradas casi siempre en el cine clásico y en distintos géneros cinematográficos, en particular el negro, del que ya ha presentado las dos primeras entregas de una anunciada trilogía. En el caso del texto que nos ocupa, y como resulta evidente desde su muy inequívoco título, Arribas recopila centenares de gazapos, de equivocaciones y despistes de toda índole que inundan las películas casi desde el mismo origen del séptimo arte.

El término goof, bobadas, y sus equivalentes gaffe o flubb, errores, meteduras de pata, designan en Estados Unidos los descuidos y deslices, algunos de muy grueso calibre, que, inopinadamente y sin que el común de los espectadores llegue a percibirlos, afloran en una cinta rompiendo la coherencia de una escena, revelando un fallo de rodaje, mostrando un anacronismo o, en general, alterando la correcta construcción de una creación cinematográfica.

El elenco de posibilidades a las que se abre el estudio de Arribas es muy amplio e incluye problemas técnicos no detectados al rodar, inexactitudes históricas, datos inconsistentes o directamente falsos en las biografías de los personajes, absurdos desajustes en la narración, cabos sueltos, discontinuidades, olvidos y equivocaciones varios a los que no se sustraen ni las más reconocidas y aclamadas producciones del medio. Junto a este tipo de errores “comunes”, consabidos, pues -valga el ejemplo del avión que surca los cielos por encima de Brad Pitt en una escena de Troya, ambientada en el siglo XII antes de Cristo-, en el libro se incluyen también otras “curiosidades” en cierto modo colindantes con aquellos: bromas, guiños, parodias, autocitas, cameos, alusiones, etc. Por desgracia, y aunque es muy abundante la colección de referencias analizada, la edición no cuenta con un correlato fotográfico equivalente o siquiera digno, siendo una escasa veintena la pobre aportación de imágenes al, pese a todo, altamente interesante volumen. Lamentablemente también, el autor no ha sido ajeno a las “imperfecciones” que con rigor y meticulosidad detecta en las películas, incurriendo a menudo en ellas, no tanto en el contenido de su texto (alguna hay), como desde el punto de vista formal, con frecuentes erratas y, en general, una sintaxis algo descuidada.

Pese que la idea del libro pueda resultar teñida de “negativismo”, al centrar su estudio en los “defectos” de las películas, el enfoque del autor no es crítico ni destructivo, ni, mucho menos, sospechoso de iconoclastia. Víctor Arribas es un devoto del cine, palabra que siempre escribe con mayúscula -Cine- para subrayar su grandeza y defender la inmortalidad de sus muchas obras maestras (e incluso de bastantes de las menores, como afirma en su preámbulo). Cuando, en su exhaustivo repaso, detecta inmisericorde los errores que por descuido, falta de atención, ignorancia o simple mala suerte aparecen en las películas, nunca pone en cuestión la validez de las cintas afectadas por el “mal”, antes al contrario, el descubrimiento y la revelación de sus imperfecciones lo llevan a reforzar sus elogios y a ensalzar su bien ganada leyenda. Llega incluso, en el caso, que se recoge en el entregado prólogo, de Centauros del desierto, una de las excelsas creaciones de John Ford, a disculpar la flagrante contradicción histórica en la que se incurre en el guion, que alude a la concesión a un determinado personaje de una medalla sudista en la Guerra de Secesión -una distinción que en la documentada realidad de la contienda nunca existió-, señalando que se trata de una licencia consciente y por tanto voluntaria de su, por tantas razones, mitificado director. Y por si fueran pocas tales aclaraciones, disculpas y prevenciones iniciales, en las postreras páginas del volumen se incluye un redundante Desagravio final en el que se vuelve a entonar un entusiasta cántico en pro de la magia, el encanto y la fascinación de esta deslumbrante manifestación artística, la fábrica de sueños cinematográfica.

El libro se articula en torno a veintiún capítulos -de contornos algo imprecisos- en cada uno de los cuales se explora una variante distinta de las muchas en que se manifiestan las incongruencias fílmicas recopiladas. Siendo, una vez más, de todo punto imposible recoger todas ellas aquí, en el breve espacio de esta reseña, me limitaré a mencionar algunas de las más llamativas y destacadas. Así, en un primer apartado de título Lo imposible solo pasa en el cine, se aportan docenas de ejemplos de hechos, situaciones, personajes o circunstancias de realidad absolutamente inverosímil y que, sin embargo, han encontrado acogida -casi siempre involuntaria- en el poco cuidadoso metraje de una película. ¿Por qué en La diligencia los indios no disparan a los caballos poniendo fin de una vez por todas a la historia? ¿Por qué la policía no detiene a Viktor Laszlo en cuanto aparece en Casablanca, dejándolo pasearse por uno y otro lado con el único fin aparente de permitir que la película se desarrolle? ¿Por qué los protagonistas alados de Los pájaros no proyectan su sombra sobre el suelo o los tejados de las casas? ¿Por qué en uno de los tiroteos de Dos hombres y un destino el personaje de Sundance Kid que interpreta Robert Redford realiza diecisiete disparos cuando cada uno de sus dos revólveres sólo tiene capacidad para albergar seis balas? ¿Por qué el embarazo de Melania Hamilton, el rol al que daba vida Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó, dura -teniendo en cuenta las fechas señaladas en la película- veintiún meses? ¿Por qué las pupilas de Janet Leigh aparecen contraídas tras su asesinato en la ducha en Psicosis si, como certifica el gremio entero de oftalmólogos, deben dilatarse inmediatamente después del fallecimiento? ¿Por qué en Pulp fiction vemos el impacto de un disparo antes de que la detonación se produzca? Preguntas todas de imposible respuesta lógica, como tantas otras con las que ilustra Arribas este primer capítulo de disparates cinematográficos, entre los que la ingeniosa mirada del autor incluye también curiosas contradicciones entre las experiencias y las ideas de ciertos personajes en algunas películas que se verán “rectificadas” por las que vivirán o mantendrán otros encarnados por los mismos actores en cintas posteriores. Es el caso del Nicholas Cage protagonista de Peggy Sue se casó cuando anticipa a su compañera de reparto Kathleen Turner que, entre los muchos males que podían acontecerle en el futuro si ella no aceptase su propuesta de matrimonio, cabría considerar la pérdida de un brazo. Pues bien, ello acaba por ocurrirle al propio Cage, sólo un año después, en Hechizo de luna.

El capítulo segundo recoge los fallos de racord, de continuidad entre planos, escenas o secuencias. Sombreros que los personajes pierden en una escena y reaparecen misteriosamente en la siguiente, perfectamente colocados sobre su cabeza, caso de Chaplin -Arribas se niega a llamar Charlot a su alter ego fílmico- en El vagabundo; la gabardina empapada tras la suerte de diluvio universal que cae sobre Rick cuando -en el emotivo flashback de Casablanca- espera inútilmente la llegada de Ilsa a la estación de París, que, en la toma posterior, cuando Bogart sube, por fin, desesperanzado, al tren, se ve completamente seca, como, por otro lado, el sombrero y la figura entera del héroe; la guirnalda que lleva James Stewart en una escena de ¡Qué bello es vivir!, que cambia por arte de magia de la mano del actor a una mesa y luego de nuevo a la mano sin motivo aparente; los muchos brindis cinematográficos, con copas que se llenan y se vacían sin justificación alguna en, entre otras, Magnolias de acero, Memorias de África o Dick Tracy; las innumerables prendas que se esfuman y recuperan sin solución de continuidad; los números de una calle que se confunden en dos planos consecutivos; los motores de avión que se multiplican o dividen según estén en el aire o en tierra; los objetos que cambian de lugar o se desvanecen, gafas, vendajes, manchas, hasta cadáveres que hacen mutis por el foro; las heridas que cambian de pierna o brazo de una a otra toma; las posiciones de los actores, las posturas, los emplazamientos, que se mueven de continuo; los figurantes que desaparecen o que irrumpen por sorpresa sin que haya explicación para ello. O, en este orden de cosas, el más llamativo traspiés, a mi juicio, de nuevo en Dos hombres y un destino. Con la inmortal Raindrops keep fallin’ on my head sonando de fondo, Paul Newman, con bombín, se pasea en bicicleta con Katherine Ross, muy guapa y etérea, de blanco, sentada sobre la barra con las piernas colgando hacia un lado. Sólo un plano después, la chica se recuesta en el manillar con los pies apoyados en las tuercas que ajustan la rueda delantera… ¡y aún habrá más cambios en el curso de la escena!

Si algo puede salir mal… es un catálogo de errores en el proceso de rodaje que han pasado a la posteridad al verse incluidos en el metraje definitivo de sus respectivas películas: técnicos que se presentan de improviso en una escena, micrófonos que asoman, cámaras que roban plano, operadores que se cuelan reflejados en un espejo. También se mencionan el anillo de matrimonio de un actor casado que se muestra en el anular de su personaje soltero, como le ocurre a Fred MacMurray en la obra maestra del cine negro, Perdición, dirigida por Billy Wilder; los relojes en brazos de romanos en más de un peplum; los aviones, los coches, los helicópteros, las farolas, que desconciertan con su anacrónica presencia en una película de época. Y el más divertido de los ejemplos de esta sección, los genitales de Superman que, incapaces de mantenerse estáticos embutidos en los estrechos límites del “pijama” de lycra de su dueño, se mueven de uno a otro lado de su eje al albur de las arriesgadas aventuras del superhéroe. El capítulo incluye también un vergonzoso ranking de fallos en películas, que encabeza Apocalypse Now, pese a ello una obra maestra, con sus 568 mistakes.

Un extenso repertorio de disparates se recoge en La historia convertida en papel mojado, tras cuya lectura es fácil llegar a la conclusión de que casi ningún personaje o acontecimiento histórico con una cierta relevancia ha escapado a su correspondiente deformación cinematográfica. Infinidad de documentados episodios de la epopeya conquistadora norteamericana se presentan en los western bajo imaginativas versiones fruto de la libérrima creatividad de sus directores; las dos guerras mundiales, la del Vietnam, la carrera espacial se han recogido en el cine con significativas inexactitudes. Y fuera de Estados Unidos, hay también abundantes pruebas de esta ligereza histórica de los grandes creadores cinematográficos: Braveheart, Apocalypto, 1492. La conquista del paraíso o Ágora, de nuestro Alejandro Amenábar, “caen” también bajo la incisiva y despiadada lupa de Arribas, que se detiene, igualmente, en algún detalle menor: de nuevo en ¡Qué bello es vivir! vemos, en una escena ambientada en 1919, un cartel de Coca-Cola que sólo aparecería en la “vida real” en 1938.

En Cinco joyas imperfectas, el autor se muestra despiadado con otras tantas obras maestras (o casi, en alguno de los casos) de la historia del cine: Casablanca, Lo que el viento se llevó, 2001, una odisea del espacio, Ben-Hur y El puente sobre el río Kwai. En cada una de ellas son decenas las “pifias”, de distinta entidad. Resalto ahora la soltura con la que Rick saca un cigarrillo de su pitillera mientras aún sigue fumando el anterior, en la película de Michael Curtiz; los “renuncios” históricos en la gran producción de David O. Selznick y Victor Fleming; los errores científicos que no resisten un examen académico básico en la epopeya de Kubrick; el compendio de incoherencias de todo tipo -históricas, técnicas, simbólicas, narrativas… ¡¡y hasta agropecuarias (la raza de terneras que aparecen en la cinta no se importó hasta 1922 al Oriente Próximo)!!- que no desmerecen el juicio sobre la imperecedera película que protagonizó Charlton Heston; las incorrecciones, discontinuidades, faltas de concordancia, imprecisiones del clásico de David Lean, entre las cuales destaco ahora la imposible alteración del sentido del discurrir del agua del legendario río, al cambiar de orilla el equipo de rodaje en diferentes planos de la misma secuencia.

Sin tiempo para más, no puedo dejar de mencionar el espléndido capítulo -La firma de los artistas- que selecciona la algo narcisista presencia de los creadores que pretenden dejar su sello explícito en los filmes que dirigen o protagonizan, con el proverbial ejemplo de Alfred Hitchcock, del que Arribas presenta un exhaustivo listado de sus propios cameos en las cintas que dirigió (excepcional el recurso utilizado en Náufragos, que se desarrolla íntegramente, como es sabido, en un bote a la deriva, con la aparición del orondo director en un anuncio de un producto contra la obesidad -con fotos del “antes” y el “después” encarnadas por su reconocible figura-, en una revista empapada que llega a la frágil barquichuela). También Besos (no tan) míticos, un algo desmitificador apartado -del que os dejo un breve fragmento como cierre a esta reseña- en el que se desvelan los entresijos, no siempre ejemplares, de algunos grandes -y supuestamente apasionados- besos cinematográficos, con los ejemplos paradigmáticos de Bette Davis masticando ajos antes de besar en pantalla a un Errol Flynn al que odiaba, en La vida privada de Elizabeth y Essex, también con Michael Curtiz en la dirección, o el de Toni Curtis a Marilyn Monroe en Con faldas y a lo loco; fue como besar a Hitler, afirmó el actor quejándose de la agreste actitud de la diva. Igualmente interesantes son Apoteosis de la corrección política que analiza excelentes películas poco conformes con los criterios ideológicos hoy imperantes; El gazapo catódico y otras barbaridades tecnológicas, en donde se incluyen descalabros vinculados a la emisión televisiva del cine -con el summun del disparate en la programación de Retorno al pasado, la obra magna de Jacques Tourneur, que se emitió con los “rollos” cambiados, presentando la segunda parte antes de la primera, hecho que muchos telespectadores no percibieron, dado el carácter onírico del film y el recurso que en él se hace al flashback-; o Con el título hemos topado, que daría para un libro entero, con la mención de las muchas películas que han visto cambiado su título original por razones de censura o de supuesta rentabilidad económica, y que incluye una breve pero sustanciosa coda final relativa a los gazapos en los créditos.

Las inexactitudes geográficas comparecen en Los mapas se han vuelto locos, con desajustes en los que se confunden ciudades, provincias, estados, países… ¡¡¡y hasta continentes!!!; y todo ello sin contar los copiosos errores en las localizaciones o las ostensibles discrepancias entre el espacio que se representa en la película y su real ubicación en los mapas. Las anécdotas sobre los problemas que afrontan los realizadores en su difícil labor de coordinar el trabajo de grandes equipos y las negativas consecuencias que, en ocasiones, se trasladan al resultado final de sus obras, se glosan en El ingrato oficio de director. Quien debió ser y no fue incluye decenas de casos de actores y actrices que renunciaron a un papel o fueron sustituidos en última instancia en un rodaje o sufrieron el desaire de la industria del cine o arrastraron sus enfrentamientos y hasta su odio personal a las películas que protagonizaron juntos, con la bien conocida -y virulenta- rivalidad entre Joan Crawford y Bette Davis como muestra descarnada y casi cruenta. El apartado relativo a los guionistas -La maldición de teclear en la Underwood- recoge las peripecias de los profesionales probablemente menos valorados del complejo proceso de creación cinematográfica. Lo que el doblaje se llevó nos permite conocer algunas desopilantes historias referidas a las alteraciones de las líneas de diálogo originales como consecuencia de la necesaria adecuación a las exigencias del doblaje, con resultados muchas veces catastróficos con respecto al sentido original del texto y, por lo tanto, hilarantes. En Jirones de piel perdidos en un plató conocemos algunos de los más llamativos incidentes sufridos por actores y figurantes: caídas, golpes, accidentes, quemaduras y lesiones, pero también quejas, enfados, abusos, agresiones y hasta muertes ocurridos durante los rodajes. Lo que el Oscar olvidó recopila los principales caprichos, omisiones, errores, olvidos, manipulaciones y, sobre todo, anécdotas e incidencias remarcables en las ceremonias de entrega de los más importantes premios de Hollywood. No puede faltar, obviamente, el muy reciente fiasco, el pasado 2017, en el que incurrieron Faye Dunaway y Warren Beatty cuando otorgaron a La la land la estatuilla a la mejor película que en realidad correspondía a Moonlight.

Las cuatro secciones finales del libro albergan sorpresas estimables. Unhappy end: finales infelices enumera modificaciones impuestas a los desenlaces pensados originalmente para diversas películas: cambios exigidos por la censura, rodajes alternativos en previsión de las expectativas del público, adiciones postreras que alteran el significado completo de la obra, cierres fallidos o apresurados, finales forzados para permitir la continuación futura de una serie. Hay también espacio para las escenas malditas, secuencias eliminadas, pasajes vueltos a filmar. En ¡Dejen en paz a los clásicos! el autor arremete contra la funesta manía de los remakes, las revisiones de obras logradas que no hacen más que empeorarlas en un ejercicio muchas veces vacío condenado a la esterilidad. Entre la treintena de lamentables casos reseñados destacan también algunos milagros que consiguen estar a la altura de sus predecesores: Luna nueva de Howard Hawks en relación a The front page de Lewis Milestone, y Primera plana de Billy Wilder superando a ambas como excepciones gloriosas. Cuando falla la materia prima se refiere a las incongruencias producidas al pasar del guion al rodaje, con alguna muestra llamativa, como es la “desaparición” de Noah, uno de los hermanos del Tom Joad encarnado por Henry Fonda en Las uvas de la ira, que abandona la película sin despedirse cuando no ha transcurrido aún la mitad de su metraje. Por fin, en La taquilla diabólica se ofrecen datos de algunos de los grandes fracasos de recaudación en la historia del cine, en una doble lista: nimiedades cuya escasa atracción de público es consecuencia lógica de su banalidad artística y técnica y, por otro lado, películas imperecederas, consideradas hoy clásicos incontestables, que perdieron dinero a espuertas en su recorrido por las salas en sus respectivas épocas; valgan como ejemplo de estas últimas, Ciudadano Kane, ¡Qué bello es vivir! o Blade Runner.

Por desgracia, en este muy completo vademécum del error cinematográfico que es Goof! Los mejores gazapos del cine, el interesante libro que esta tarde os he recomendado con entusiasmo, no hay una sección específica dedicada a la música de las películas. Me quedo, pues, como complemento sonoro a mi reseña, con la ya mencionada Raindrops keep fallin’ on my head, el inolvidable éxito de Burt Bacharach y Hal David que en la película interpreta B.J.Thomas.



Una acción tan humana y sensual como el beso entre dos amantes corresponde a una galería de momentos irrepetibles del Cine que las películas han sublimado hasta convertirla en inmortal. El catálogo de sensaciones que proporciona la cantidad innumerable de reacciones físicas y químicas que produce, quedan retratadas a veinticuatro fotogramas por segundo de una manera que ninguna de las otras artes podrá plasmar. Tal vez podrá acercarse a su magia la pintura, tal vez Klimt con su pareja ocultando el beso carnal de los labios y haciendo volar las manos como intérpretes sensitivos del juego del amor, tal vez el beso pop de Liechtenstein con las lágrimas en los ojos de la mujer entregada a la pasión, o la escultura con el beso de los amantes de Rodin que son en realidad muchos besos esculpidos en relieve. Pero siempre perdurarán los besos en celuloide. Ni Klimt ni Liechtenstein ni Rodin podrán igualar, ya pasen dos siglos o cinco, el beso que creó John Ford en la Irlanda contemporánea entre dos personas que se reencuentran y ya nunca volverán a separarse: John Wayne besa a Maureen O’Hara en El hombre tranquilo (1952) bajo la lluvia y cubiertos los dos de la égida de la pasión de dos amantes que se están empezando a descubrir. No busquen defectos en esa escena de la campiña irlandesa en la que Sean Thornton y Mary Kate Danaher se encuentran y que termina con la irrefrenable tormenta en todos los sentidos: no los hay. Plasticidad, lirismo, emociones en estado exacerbado, sexualidad brotando de todos los poros de la piel de ambos personajes, y una cámara que, como beso famoso y distinguido de la historia del Cine, se acompaña de otros momentos casi tan maravillosos a lo largo de un relato de ensueño y de soñadores. 



Víctor Arribas. Goof! Los mejores gazapos del cine

miércoles, 14 de febrero de 2018

CARLOS AGUILAR. CINE Y JAZZ

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que os hoy ofrece la tercera entrega de la serie que estamos dedicando al cine, con la excusa, por otro lado innecesaria, de la concesión, en estos meses de febrero y marzo, de algunos de sus grandes premios; en particular nuestros Goya, cuya ceremonia de entrega tuvo lugar hace unos días, y los universales Oscar, galardones que conoceremos dentro de unas semanas.

En esta sucesión de programas he procurado -y así continuaré haciéndolo en las dos emisiones postreras que completan las cinco finales del ciclo- que los acercamientos al fenómeno del cine, a su casi inabarcable universo, se produjeran desde ámbitos y con perspectivas muy diferentes, no solo por una razón práctica, relacionada con el medio radiofónico en el que nos desenvolvemos, y que tiene que ver con el entretenimiento, la distracción y el interés del oyente, al que, probablemente, le resultara poco estimulante la incidencia reiterada, miércoles tras miércoles, en los mismos temas; sino también por una cuestión de principio, porque, aparte de parcial y reduccionista, y por tanto inexacto, resultaría injusto un planteamiento que no mostrara la multiplicidad de facetas que el cine encierra, la infinidad de dimensiones a las que se abre, pues son conocidos, y han sido estudiados con profusión, los vínculos del arte cinematográfico con otras expresiones del espíritu, de la labor creativa del hombre, como la arquitectura, la pintura, la literatura o la música.

Y es precisamente la música quien protagoniza nuestro apasionante periplo de esta tarde, a través de un muy completo recorrido por la presencia de las canciones en las películas. Un recorrido que se hará siguiendo un libro ambicioso, una exhaustiva enciclopedia que prácticamente agota su muy sugestivo tema (aunque haya críticos especializados que han subrayado algunos olvidos, para mí menores, y el propio autor niegue tal exhaustividad apelando en cambio al carácter meramente representativo y didáctico de su creación). Cine y jazz, que publicó la Editorial Cátedra en 2013, es un espléndido diccionario, escrito por Carlos Aguilar, en el que, en decenas de entradas ordenadas alfabéticamente, se exploran las conexiones entre ambos mundos, con un minucioso repaso a directores, actores, músicos, compositores, discos, canciones y bandas sonoras que certifican los fecundos lazos que, casi desde su nacimiento, ha mantenido el cine con el siempre innovador género musical. El libro, cerca de cuatrocientas apretadas páginas de desbordante información, se presenta en la Colección Signo e Imagen, la misma a la que ya me referí hace quince días a propósito de Ciudades de cine.

El núcleo central del extenso volumen lo constituyen los capítulos que recorren con detalle el alfabeto, en la doble vertiente mencionada, cinematográfica y jazzística, pero hay otras secciones interesantes que hacen de este Cine y jazz una obra sobresaliente y de lectura indispensable. Por un lado, destaca un esclarecedor prólogo en el que se estudia, siquiera de modo somero, la interrelación entre estas dos notables manifestaciones artísticas. Hay, además, un utilísimo índice onomástico de imprescindible consulta, dada la cantidad de información manejada y los centenares de referencias que trufan el texto; y también se presenta una somera pero atractiva bibliografía. Y, sobre todo, pueblan el libro numerosas y muy evocadoras ilustraciones, en color y blanco y negro, con fotos y carteles de películas, carátulas de discos, retratos de artistas, músicos y cineastas, imágenes de salas de cine y clubs de jazz, diversas tomas de conciertos y actuaciones, y tantas otras. Y todo ello en una edición excelente, muy “acogedora”, con tapas duras en cartoné, páginas a doble espacio y de amplio formato, que propicia una lectura agradable y placentera.

La singular estructura de la obra, con las muchas y normalmente muy breves reseñas de piezas musicales, películas, intérpretes o directores, la hacen muy adecuada para su traslado al medio radiofónico, razón por la cual en las tres primeras semanas de marzo dedicaré al libro sendos espacios de Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, con una selección de comentarios entresacados del texto complementados con sus correspondientes canciones, casi todas muy conocidos standards del jazz aparecidos en películas.

Carlos Aguilar, un prolífico historiador del cine (cuyo musical cinefilia nace de su abuelo materno Obdulio, un músico que tocaba el piano en las salas durante los años del cine mudo), con más de setenta obras en su haber, comienza por indagar, en el preámbulo -que se presenta bajo la significativa rúbrica de Cine & jazz: reunión-, el origen del término jazz, ofreciendo una amplia variedad de especulaciones semánticas y etimológicas, la mayor parte de ellas vinculadas, como es conocido, al argot americano -de raíz francesa, en ocasiones- de uso común en el mundo de la prostitución, la droga, el hampa y la noche, repleto de alusiones al movimiento, la excitación, la pulsión sexual y -en definitiva- el sexo. A continuación, y con idéntico enfoque “tentativo” ante la imposibilidad de “cerrar” una versión definitiva del asunto, Aguilar tantea una imprecisa definición del género. Partiendo de la ya legendaria respuesta de Louis Armstrong a la cuestión ¿Qué es el jazz?: Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás, opta por los acercamientos líricos, apasionados, literarios, frente a los académico-científicos, para establecer el germen del estilo en el período de la esclavitud del Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, en el profundo sur del país americano, y en la forzada convivencia de dos “etnias”: la blanca y la negra. En ese desigual contacto de dos mundos, se produciría la fructífera fusión de las raíces africanas con los instrumentos y las estructuras musicales europeas, en una ecléctica amalgama y una promiscuidad cultural que permiten al autor hacer suyo el criterio del experto alemán Joachim E. Berendt: En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica. Podéis profundizar en este apasionante asunto en el breve fragmento que os dejo como complemento a esta reseña, suficiente por sí solo, a mi juicio, para despertar el interés por el libro.

El autor se adentra después en los antecedentes iniciales del cine -un terreno mejor conocido- para encontrar los primeros vínculos entre jazz y el séptimo arte, pues parece comprobado que el cinematógrafo llegó a Estados Unidos en la misma época en la que el jazz afloraba en ese vasto continente. En concreto, en 1896, un colaborador y compatriota de los hermanos Lumière, el operador Felix Mesguich, llevó la novedosa maquinaria a Nueva York, propiciando el nacimiento del cine en un país que lo desarrollaría hasta sus cotas más brillantes y, simultáneamente, el inicio de una muy sustanciosa interconexión entre ambos universos artísticos. Una relación en la que la sabiduría de Aguilar encuentra numerosas concomitancias: la lucha, tanto del cine como del jazz, por ganarse la respetabilidad cultural a partir de sus orígenes oscuros o al menos de poco prestigio intelectual (los bajos fondos y la raza negra en un caso, y el entretenimiento y el espectáculo de feria, en el otro); los elementos comunes -laborales, psicológicos- entre sus respectivos artífices, intérpretes y cineastas; el trasvase entre músicos y directores, con infinidad de ejemplos de destacados nombres de un ámbito que se desenvuelven también con solvencia en el otro -Clint Eastwood o Woody Allen como referentes notorios-; los compartidos mitos fundacionales, siendo la armónica o el violín del pionero en el cinematográfico western y la trompeta o el saxo del errabundo músico de jazz dos de los emblemas más poderosos de la aportación norteamericana a la cultura desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.

Por otro lado, las apreciables afinidades técnicas que alientan la simbiosis entre la música de jazz y el entramado narrativo propio del cine no ocultan las dificultades -y así se señala en el prólogo que comento- que entraña superponer la rabiosa subjetividad de las piezas jazzísticas a una paralela y autónoma evolución del discurso fílmico que transcurre en pantalla. No obstante, ese juego, a menudo forzado, abrupto, acaba por enriquecer la visión de las películas, abriéndolas a posibilidades que un tratamiento musical más convencional no permitiría.

Tras estas cuestiones iniciales, en el resto de la presentación preliminar se repasa la constante imbricación entre ambas artes, ya desde el primer contacto en el cine mudo, cuando la música -tantas veces de jazz- acompañaba las alegres y ruidosas sesiones de cine en las salas. El autor imagina las reacciones que probablemente acometerían al orondo Fats Waller ante las peripecias en pantalla del imperturbable Buster Keaton, o a Count Basie “dialogando” al piano con las desorbitadas aventuras de Chaplin. También se resalta -y no por ser obvio resulta menos revelador- el hecho de que el nacimiento del cine sonoro tuviera lugar con una película -El cantor de jazz, estrenada el 6 de octubre de 1927, hace ahora noventa años, con Al Jonson, blanco caracterizado de negro-, pese al título poco cercana al jazz, que abrirá una interminable lista de cintas de Hollywood (y de otras cinematografías europeas) con presencia jazzística y que se analizan con detalle en el texto a través de muy diversos décadas y estilos (el desprejuiciado Dixieland previo a la Gran Guerra, el más tenso estilo de Chicago en los “alegres años veinte”, el swing de poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el be bop de los cuarenta, el cool jazz, el hard bop y el free jazz de los más libres decenios posteriores, los estilos consolidados en el bienestar de los setenta, el período áureo de los ochenta y los noventa, con clásicos como Cotton Club, Alrededor de la medianoche, Bird, Los fabulosos Baker Boys, Acordes y desacuerdos y, en general, la cinematografía completa del director de esta última, Woody Allen), géneros (la comedia musical, el drama psicológico o el thriller) y países (con, además del cauce principal norteamericano, algunos ejemplos de Italia, España, Japón y singularmente la Francia de los 50, con un París aún centro del mundo cultural).

En este sentido, y dentro del citado recorrido histórico, tiene interés también, y quiero por ello comentarla brevemente, la distinción que se hace en este capítulo introductorio entre música diegética y extradiegética, es decir entre un tratamiento musical en las películas que desempeña un cometido expresivo de tipo interno, consustancial a la dramaturgia, y otro que sólo supone un aditivo epidérmico, aun siendo considerable e incluso preponderante dentro de los ingredientes del film. Sostiene Carlos Aguilar que en los primeros decenios del cine sonoro, el jazz en general consistía en actuaciones, por lo común de orquestas swing, dentro de, casi siempre, comedias musicales; mientras que, por el contrario, desde los inicios de los años 50, sin abandonarse por entero la opción anterior, el jazz se integra en la propia banda sonora, gracias al trabajo innovador de compositores tan soberbios como Alfred Newman, Alex North, Leith Stevens y Elmer Bernstein. Ese doble enfoque prevalece claramente en nuestros días, con películas que en su seno incluyen actuaciones o conciertos o interpretaciones en salas o “garitos”, integradas en la trama del film, y otras que, no siendo estrictamente musicales, incluyen una banda sonora significativamente jazzística.

Lo sustancial del libro reside, no obstante, en el amplio catálogo de largometrajes -de ficción y documentales-, cineastas, discos, músicos de jazz y creadores de partituras para cine que integran el extenso índice alfabético de la obra. Un listado del que el propio autor excluye -y justifica su criterio en el cierre al capítulo preliminar- a prestigiosos compositores de bandas sonoras, esenciales en la historia del cine -como Ennio Morricone, Bernard Herrmann, Max Steiner o Nino Rota, entre otros muchos-, y actores/cantantes destacados -Judy Garland, Bing Crosby o Doris Day, por citar tres ejemplos- pero cuyo enfoque musical ni siquiera roza -a juicio de Aguilar- lo jazzístico. Del mismo modo, no encontraremos a vocalistas, intérpretes y, en general, reputados jazzmen -Charlie Parker, Coleman Hawkins o Bill Evans, sólo entre los clásicos- que no han tenido más que una relación episódica o menor con el cine. Pero dar cuenta de los centenares de entradas que convierten este Cine y Jazz en una publicación magistral es tarea condenada de antemano a la imposibilidad. Os remito, pues, a Buscando leones en las nubes, el espacio de música y literatura que también dirijo en Radio Universidad de Salamanca, para, a partir del próximo 5 de marzo, y en tres emisiones de una hora cada una, escuchar una treintena de estas breves reseñas que incorpora el libro, acompañadas de sus correspondientes ilustraciones musicales.

Ahora os dejo, entre infinidad de posibilidades de elección, con una pieza emblemática de la música del cine: uno de los temas de la banda sonora de Ascensor para el cadalso en la interpretación de Miles Davis, su inspirado creador. La película, un hito de las relaciones entre el cine y el jazz, fue dirigida en 1957 por el francés Louis Malle, que debutó en la gran pantalla con este título.


Cine & jazz: reunión

Sigue sin determinarse con la deseable precisión el origen del término «jazz», pese a que la música que define cuenta ya con un siglo de existencia, redondeando fechas, y disfruta de una copiosa bibliografía internacional, a menudo magnífica. No obstante, existe un cierto consenso en el rudimento más o menos escabroso del vocablo, partiendo del irrefutable hecho histórico de la incubación del jazz hacia finales del siglo xix en Storyville, un barrio de Nueva Orleans a la sazón degradado y festivo por igual, en particular pródigo en burdeles de baja estofa («el paraíso más seguro de Estados Unidos para la gente más viciosa del mundo», en brutal resumen del guitarrista Danny Barker), dentro del cual confluían, entre heteróclitos marginados sociales e incluso delincuentes, los músicos negros y los criollos (Black and Tan, según la terminología que popularizaría el propio jazz, a partir del tema compuesto por Duke Ellington) y cuya populosa calle Basin Street no tardaría en titular un tema cardinal de la modalidad, que pronto devino standard. Así, «hay quien dice que deriva de un juego de palabras de carácter onomatopéyico, gism-jasm, que tiene que ver con la fuerza pero también con el esperma. Para otros procede de chasse beau, o buena caza en francés, voz asociada al baile del cake walk que se desarrolló durante las últimas décadas del siglo xix en Nueva Orleans y que terminaba con el premio de un pastel. Chasse beau terminó por deformarse en jasbo, palabra que llegó a ser una especie de apodo de los músicos. Asimismo se ha señalado la posible relación con otra voz del argot criollo de Nueva Orleans de origen francés, el verbo jasser, que significa acostarse. También las prostitutas de la ciudad recibían el nombre de jazz-belles, que sin duda procede de la deformación del nombre bíblico Jezabel. Otra posibilidad la apuntó hace años el jazzman Dizzy Gillespie, para quien «jazz» procede de la voz jasi, de origen africano y que significa «vivir intensamente». Las especulaciones semántico-etimológicas no perecen aquí, considerando todo lo que posibilitan la doble z del término y el hecho de que, al principio, se escribiera jass (el primer disco que graba tal música, en 1917, está firmado por la Original Dixieland Jass Band) e incluso, durante una corta etapa, jaz. Por ejemplo: «Es una onomatopeya que implica un sonido más o menos continuo, como por ejemplo buzz, en francés bourdonner = zumbar, rumor sonoro y continuo, murmurar, entre otros derivados y posibilidades; o whizz = zumbido, o, todavía rizando el rizo, el adjetivo razz matazz = actividad o atmósfera abigarrada, pintoresca, alucinante. Así, como vemos, la doble z se relaciona con un conjunto de significados que aluden velada o claramente a la confusión, el desorden, el sexo (a través de la rima jass-ass, del adjetivo jazzy y del nombre jazzle, que denota sexappeal en el argot americano de los años 40 y 50), la velocidad, etc. Ahora bien, si tomamos el término por su inicial j, la cosa se enriquece más al acercarnos a vocablos como jig-jag o zigzag (en inglés), zig-zag (en francés), etc. O bien jazzed, en francés déchiqueté = cortado, picado; jabber = parloteo, charloteo; jam = atasco, embotellamiento». Sin agotar las hipótesis, consten también, al menos, las que consideran que el término jass era, sin más, una forma de decir «excitación» por parte de los criollos de Nueva Orleans; una mera variante fonética del conjunto Razz Band, de inicios de siglo; una derivación del término africano jassm, que significa «orgasmo»; o la aclimatación imprevisible de la provocadora, e intraducible, imprecación Jass it up, boys! que un entusiasta cliente beodo bramó en un local de Nueva Orleans a una de las primeras orquestas. Aunque sin desoír que existen algunas hipótesis disonantes, tan autorizadas como la del jazzman Lionel Hampton, quien sostenía que jass derivaba de la palabra jackass, que significa «asno» o «borrico», y era usada despectivamente por la población blanca de comienzos de siglo para el jazz; esta sería, así, la inculta música de una etnia indigna de ser considerada humana.


Por añadidura, tampoco se ha revelado tarea fácil la propia definición del jazz. «Al igual que el blues, es imposible de definir», resumía de forma tajante uno de sus mayores genios, el citado Dizzy Gillespie. Otro de ellos, Louis Armstrong, que fue quien configuró y encarriló decididamente el jazz en cuanto que estilo musical vero e propio, afirmó, con tanta guasa como insolencia: «¿Qué es el jazz? Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás». Puede entenderse, pues, que las glosas más relevantes y recordadas no sean académicas y/o científicas, sino de índole lírica y/o apasionada, al proceder del campo de la literatura, la poética o la narrativa, preferiblemente que de la musicología o del propio sector profesional. Parece irrefutable, con todo, que el jazz germina del horrendo período de la esclavitud en la América previa a la Guerra de Secesión y brota a finales del siglo XIX de un peculiar ensamblaje de rasgos-elementos musicales blancos y negros, en proporción ardua de delimitar, surgido en la parte de los Estados Unidos donde la convivencia entre ambas etnias era más especial e intensa, en todos los sentidos; es decir, el sur. Otro divo del sector, Dave Brubeck, blanco y no negro como Gillespie y Armstrong, resumió tal embolismo con gran espíritu de síntesis: «En Nueva Orleans estaba la influencia africana. De la Europa occidental llegó el sentido armónico, la estructura tonal y los instrumentos usados». Por tanto, resulta de lo más oportuno, y compartible, el siguiente parecer del experto alemán Joachim E. Berendt: «En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica». Enésima confirmación de las ubérrimas virtudes del mestizaje cuando se manifiestan felizmente en el arte, la cual, además y en este caso particular, ejemplifica de forma idónea el eclecticismo cultural y la promiscuidad étnica que caracterizan la nación donde surge tal música; es decir, los Estados Unidos de América.




Carlos Aguilar. Cine y jazz

miércoles, 7 de febrero de 2018

EDUARDO TORRES-DULCE. CASABLANCA. 75 AÑOS DE LEYENDA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, semanalmente, os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. En el caso de hoy, continuamos con la serie que iniciamos hace siete días y que, en estas fechas cercanas a la entrega de los premios Goya y, algo más tarde, el próximo cuatro de marzo, la de los Oscar, os trae libros relacionados con el cine.

Como seguro que todos sabéis, pues los medios de comunicación se hicieron eco con profusión del acontecimiento, hace unos meses se cumplieron los setenta y cinco años del estreno, el 26 de noviembre de 1942, de Casablanca, la legendaria película de Michael Curtiz que se exhibió por primera vez en dicha fecha en el teatro Hollywood de Nueva York, aunque su estreno general tuvo lugar semanas después, a finales de enero de 1943. Desde esa lejana fecha, la cinta, cuyos procesos de creación y rodaje fueron más bien caóticos e impremeditados, sin que nadie pudiera prever su éxito posterior, se ha convertido en un título mítico de la historia del séptimo arte, incluida una y otra vez -y el fenómeno es constante- en cuanto ranking se presenta seleccionando las cien o cincuenta o diez mejores películas de este largo siglo de vida del cine, siendo reconocida y valorada por cualquiera con un mínimo de interés por el fascinante universo cinematográfico (o por cualquiera con un gusto, un criterio estético y una sensibilidad simplemente moderados).

Pues bien, Casablanca es la invitada y protagonista absoluta de nuestro espacio de hoy, a partir de un libro excelente, presentado, con ocasión del redondo aniversario, en las últimas semanas del pasado 2017. El libro, titulado Casablanca. 75 años de leyenda, aparece en Notorious Ediciones, fruto de la labor de Eduardo Torre-Dulce, bajo cuya responsabilidad unificadora se agrupa una pléyade de escritores, historiadores, cinéfilos y expertos críticos cinematográficos como son -por riguroso orden alfabético- Antonio Alférez, Ramón Alfonso, Víctor Arribas, Guillermo Balmori, Quim Casas, Lourdes de Orduña, Marco da Costa, Pedro Crespo, Miguel A. Fidalgo, José Luis Garci, Pedro G. Cuartango, David Gistau, Luis Herrero, Manuel Hidalgo, Juan Carlos Laviana, Carlos Marañón, Miguel Marías, Fernando Méndez-Leite, Diego Moldes, Andrés Moret, Nativel Preciado, José Antonio Pruneda, Oti Rodríguez Marchante, José Ramón Rubio, Miguel-Fernando Ruiz de Villalobos, el propio Eduardo Torres-Dulce, Joaquín Vallet y Juan Carlos Vizcaíno. Los interesados en la materia -el cine- reconoceréis en el completo elenco referido a muchos de los amigos y compañeros de batalla de José Luis Garci, la mayor parte de ellos de frecuente aparición tanto en su espléndido programa ¡¡Qué grande es el cine!!, presente en la parrilla de La 2 en diez inolvidables años (de 1995 a 2005), como en su sello editorial, este Notorious caracterizado por una inmejorable política de publicaciones, siempre interesantes en su contenido y primorosas y muy cuidadas en lo formal, sobre distintos aspectos de la fascinante “fábrica de sueños”.

La obra, doscientas cincuenta esplendorosas páginas a doble columna, recoge, en veintinueve sugestivos capítulos a cargo de cada uno de los autores mencionados, todos los acercamientos posibles, incluso los más insólitos, a una película que casi todo el mundo ha visto y conoce bien: sus características técnicas y artísticas, su azarosa creación, su complicado rodaje, su guion “plural”, sus intérpretes, su música, su vestuario, sus personajes, su “ambientación”, su carrera comercial, los reconocimientos y premios, su repercusión e influencia, y, en fin, cuanto detalle significativo -hasta los aparentemente inapreciables- ha caído bajo el exhaustivo criterio escrutador de unos autores tan capaces del análisis académico, mesurado y racional, como de la fascinada y fervorosa entrega al encantamiento que suscita en casi cualquier espectador -no sólo los “iniciados”- la sucesión de imágenes -tantas de ellas icónicas- de una película deslumbrante.

En consecuencia, el volumen es un inagotable compendio de datos, anécdotas, informaciones y detalles varios que van desde lo más trivial y liviano a aspectos del mayor calado psicológico, sociológico, filosófico y hasta moral, pasando por sugerentes reflexiones estrictamente cinematográficas. Entre los diferentes ensayos, rebosantes siempre de erudición y humor, de sabiduría y entregado entusiasmo, de conocimiento y pasión, aparecen también -y es una de las más luminosas fuentes del poderoso atractivo del libro- decenas de fotos de los actores y el director, momentos del rodaje, escenas de la película e, incluso, la reproducción completa -casi fotograma a fotograma- de algunas secuencias “míticas” del film, como la del inolvidable -y, como veremos, inexacta en su formulación más reiterada- Tócala otra vez, Sam, o la del para siempre inmortal último acto de la cinta, la despedida de Rick e Ilsa en el aeropuerto y el diálogo postrero entre el propio Rick y el afable capitán Louis Renault. Se incluyen, además, en las guardas iniciales y finales, sesenta y cuatro imágenes, entre carteles, programas de mano, invitaciones o prospectos, en distintos idiomas, con los que se difundió la película en épocas y países diversos.

Resulta imposible, claro es, agotar aquí, en esta breve reseña, esa multiplicidad de planos en que se desenvuelve un libro casi inabordable. Me referiré tan sólo, y de un modo superficial, a algunos de sus “momentos” más destacados. Así, en una primera intervención que aparece como prólogo a la obra, Eduardo Torres-Dulce, que enfatiza la importancia de los recuerdos (La patria de un hombre) en nuestras vidas -y en la del personaje encarnado por Humphrey Bogart-, nos invita a adentrarnos en el libro para encontrar en él la magia, el encanto, la turbiedad, la amargura, la melancolía, el patriotismo, la guerra, el amor y el desamor, la amistad, la muerte, la lascivia y el heroísmo, la piedad y la desesperación que, a su juicio, brillan una y otra vez en cada nueva visión de Casablanca. Esa dimensión sentimental está presente también en el capítulo que firma José Luis Garci. En Mi Casablanca, un texto extraído de Casablanca revisitada, el documental que presentó el director en 1992 y del que os dejo un fragmento como cierre a esta reseña, Garci sostiene, tras analizar distintos aspectos del film y con su habitual prosa elegíaca, que “Casablanca es más que la película. Casablanca es las películas”. Más allá de estos y otros enfoques generales, en los que afloran la ilusión, los misterios, el mito de Casablanca y la muy intensa historia de amor que nos cuenta, Antonio Alférez explora, de modo exhaustivo, las conexiones entre la película y entorno bélico de la época. De esta manera, disecciona los entresijos de la Operación Torch, que puso a la Casablanca real en el tablero de la Segunda Guerra mundial; las singularidades de la Operación Backbone, que debería haber supuesto la toma de Marruecos primero y de Andalucía después por los ejércitos aliados; la evocación de los años negros de Vichy, con la sumisión de los gobernantes franceses a las autoridades alemanas, un trasfondo que -de modo muy sutil; o no tanto: la botella de agua de Vichy lanzada a la papelera en una escena del film, por poner un solo ejemplo- impregna el clima de la película. En El nacimiento de una leyenda, de nuevo Torres-Dulce, ahora como autor y no en tanto editor, da cumplida y minuciosa cuenta del proceso de creación de Casablanca, desde el verano de 1938, en que Murray Burnett, un sencillo profesor norteamericano, viaja por Europa con su esposa y se empapa de la atmósfera prebélica que vive el continente, acumulando unas vivencias que un par de años más tarde le llevarán a escribir con Joan Allison, una comedia, Everybody Comes to Rick’s, que recrea esa atmósfera y será el germen de la cinta; pasando por las muchas peripecias de un proyecto que enfrentará a diferentes productores e inversores, exigirá un gran número -no menos de siete- de guionistas, involucrará a varios candidatos a director, manejará diversas opciones de actores y actrices que irán descartándose de manera sucesiva, conllevará distintos momentos de un rodaje que se desarrollará con lentitud, pues las páginas del guion con las líneas de diálogo de los intérpretes se reciben con escasas horas de antelación; hasta llegar, por fin, al ansiado estreno y el comienzo de la exitosa carrera comercial con las ocho nominaciones a los Oscars y los tres recibidos -mejor película, director y guion- en la ceremonia del 3 de marzo de 1944.

Andrés Moret firma un extenso ensayo, muy bien documentado, sobre la Warner Brothers, que produjo el film. Los hermanos Warner eran judíos y en los años de la guerra la actividad de sus estudios se centró en hacer películas que mostrasen la realidad de la amenaza fascista en Europa; en ese contexto propagandístico se inscribe el rodaje de Casablanca, con esa secuencia paradigmática -¡quién puede no recordarla!- de La Marsellesa entonada por los clientes del bar, en un clamor de emotividad y fervor democráticos, acallando los cánticos de los militares alemanes.

La figura del director, Michael Curtiz, es glosada por Miguel A. Fidalgo, que en el capítulo correspondiente del libro repasa su carrera y se adentra en los vericuetos del rodaje de la película, analizando las decisiones técnicas del realizador, interpretando la resolución dada por él a algunas situaciones planteadas en su transcurso y proporcionando sustanciosas informaciones sobre días de filmación, jornadas de trabajo, presupuesto desembolsado o beneficios obtenidos. Igualmente, la azarosa historia del guion, sus múltiples borradores y los consecuentes cambios, las reescrituras casi diarias, las constantes improvisaciones en el mismo rodaje, las discrepancias de los protagonistas en sus relatos a posteriori sobre lo realmente sucedido con el texto final en el que se basó la filmación, son el objeto central del capítulo que escribe Manuel Hidalgo.

Con idéntico enfoque “particularista”, que pone el objetivo en un aspecto singular y determinado de la película, ¡Vístelos otra vez, Orry!, se fija en la figura de Orry George Kelly, el modisto y diseñador australiano que “vistió” al elenco entero de Casablanca. Lourdes de Orduña recuerda la vida personal y artística del que fue amante de Cary Grant y responsable del vestuario de medio Olimpo femenino hollywoodiense (Marilyn Monroe, Barbara Stanwyck, Ava Gardner, Katharine Hepburn, Olivia de Havilland y la propia Ingrid Berman, entre otras muchas), y desmenuza su aportación a la caracterización psicológica de los personajes de Casablanca lograda, también, a través de las prendas que Orry-Kelly (como se le conocía) diseñó.

Esa perspectiva monográfica y especialísima es la elegida también por José Ramón Rubio para trasladarnos la pequeña historia de As time goes by, el inmortal tema que suena en la película y que cualquier cinéfilo identifica con Casablanca. El experto periodista musical rastrea en los orígenes de la pieza, compuesta en letra y música por un modesto y poco conocido Herman Hupfeld, al que sus amigos llamaban Dodo -el capítulo se titula La canción del pájaro Dodo-. También nos cuenta sus distintas versiones a lo largo de los años: Billie Holiday, Rosemary Clooney, Carmen McRae, Peggy Lee o Barbra Streisand, entre otras muchas voces femeninas que recrearon una canción cuya interpretación en la película llegó a pensarse que debiera correr a cargo de Ella Fitzgerald, que habría hecho el papel que en la versión definitiva desempeñó Dooley Wilson. Un Dooley Wilson que, originariamente baterista, no toca el piano en la cinta, sólo lo simula, el pianista fantasma, lo llama Rubio. Conocemos también que la célebre frase a la que antes aludía, Tócala otra vez, Sam, ni está en el guion ni se pronuncia en la película; Tócala, Sam, es lo que dice en realidad el personaje de Ingrid Bergman. Además, el interesante capítulo nos informa de los intentos del compositor de la banda sonora del film, el afamado Max Steiner, por suprimir la pieza y sustituirla por una suya, algo que, finalmente, no se llevó a cabo porque ello exigía volver a rodar la escena entera e Ingrid Bergman ya había abandonado el rodaje y se había cortado el pelo para una nueva cinta.

Diego Moldes estudia la ambientación de la película a partir de la figura de Carl Jules Weyl, su director artístico. Con envidiable sabiduría, el autor nos presenta al arquitecto, decorador y diseñador alemán, mostrándonos los aspectos más destacados de su biografía y su personalidad creativa, y diseccionando con rigor y acierto sus opciones estilísticas para crear la escenografía de Casablanca. La influencia del expresionismo germánico, del impresionismo francés y del realismo vitalista americano, junto al exotismo africano de callejas, tiendas y localizaciones varias, así como el aire arabesco del Rick’s Café, conforman, al decir de Moldes, unos espacios de una rara verosimilitud que contribuyen a que la película se fije para siempre en la memoria de sus espectadores.

En Casablanca en estado noir, Victor Arribas, que admite que Casablanca es una película sin género, la analiza, sin embargo, desde la perspectiva del cine negro. En su estudio, y aunque no la considera una película que pueda incluirse en el “abanico noir”, destaca ciertos rasgos que la aproximan a él: la trayectoria previa de su director, Michael Curtiz, en ese ámbito; la reconocible figura de Bogart -la gabardina, el sombrero, el sempiterno cigarrillo- como icono destacado de esa oscura tendencia estilística; la presencia de un actor como Sydney Greenstreet, entre otros secundarios a los que luego me referiré, al que podemos encontrarnos en otros títulos del género, singularmente en El halcón maltés; la figura del director de fotografía, Arthur Edeson, habituado a “construir” atmósferas sugerentes en otras películas “negras”; el ambiente exótico, a menudo recurrente en algunos clásicos “policiales”…

A partir de la significativa rúbrica de El zoo de Rick’s, se diseccionan en distintos capítulos firmados por Luis Herrero, Fernando Méndez-Leite, Juan Carlos Laviana, Ramón Alfonso, Marco da Costa, Quim Casas, Juan Carlos Vizcaíno, Pedro Crespo o Carlos Marañón, los muchos personajes de interés -protagonistas y secundarios- de una película inolvidable también por su reparto. La compleja y aparentemente ambigua personalidad de Rick, sus heridas, sus claroscuros, su supuesto cinismo, su ética, su individualismo y su compromiso; la confundida y frágil Ilsa, casi siempre tan contenida, cuestionada en el retrato de Nativel Preciado; el firme y enérgico Victor Laszlo, enérgico y arrollador en la defensa de sus ideas y de su misión; el Louis Renault desprovisto de convicciones -al menos exteriormente- que borda Claude Rains; el cercano y carismático Sam -Sancho Panza, lo llama Marañón-, el amigo fiel, el “buen negro”, la “simpática anomalía”, el cliché consabido que Hollywood se permite para lavarse la cara de su racismo subyacente; el villano Mayor Heinrich Strasser, tras el que aflora la magnética personalidad del actor Conrad Veidt; el miserable Ugarte, encarnado por un Peter Lorre como siempre espléndido en su representación de caracteres perturbadores; el Ferrari entre amenazador y cómplice que impone en sus apariciones tras la rotunda figura de Sydney Greenstreet; entre otras “comparecencias” más accesorias, pero en las que también se detiene el muy amplio saber de los autores.

Hay, también, un completo examen a las interioridades de la ceremonia de los Oscar celebrada el 6 de febrero de 1944, con un repaso de todos los títulos en contienda y con especial mención a las nominaciones y los galardones obtenidos por Casablanca, que con tres premios quedó por detrás de la algo ñoña ¡¡La canción de Bernadette!!, de presencia habitual en las pantallas televisivas en la Semana Santa de mi infancia, que obtuvo cuatro. Guillermo Balmori, que firma el capítulo, se lamenta por la ausencia de Ingrid Bergman entre los nominados o por las de Bogart, Rains o la banda sonora de Max Steiner de entre la lista de los finalmente premiados.

En el capítulo llamado La sombra de Casablanca se comentan las muchas películas que han bebido de la inagotable fuente de inspiración que es el gran clásico que hoy protagoniza nuestra reseña. Joaquín Vallet encuentra concomitancias, de diferente índole, con la película de Curtiz en La Reina de África, Tener y no tener, Sabrina, Recuerda, Encadenados, Una noche en Casablanca, Un cadáver a los postres, Una vida y un amor, Cuba, En busca del arca perdida, El buen alemán, Diamantes para la eternidad, Cuando Harry encontró a Sally, Aterriza como puedas y hasta La niña de tus ojos, de nuestro Fernando Trueba.

Pero donde esa influencia es explícita es en la obra entera de Woody Allen y, en particular, en Play it again, Sam, titulada en España Sueños de seductor. A la hilarante película dirigida por Herbert Ross, pero rezumando todo el espíritu woodyallenesco, se consagra un capítulo final escrito por Oti Rodríguez Marchante.

En fin, son decenas, como veis, los motivos para acercarse a este Casablanca. 75 años de leyenda, que edita Eduardo Torres-Dulce para el sello Notorious. Y muchos más, como es obvio, para volver a ver un clásico insuperable de la historia del cine. Para abrir boca a esa nueva revisión de la película os dejo, cómo no, con As time goes bye, en la imperecedera interpretación de Dooley Wilson que suena en el film.


Mi Casablanca

A comienzos de los años 60, los estudiantes de Harvard frecuentaban el Bradol Heather, una simpática sala de Cambridge, Massachusetts, con estupendo marco juvenil: bromas durante las proyecciones, chicle, brazo de chico sobre hombro de chica, exhibición de los primeros paquetes de cigarrillos, libros de literatura o física, apuntes a ciclostil de Teoría Económica, el Fedón de Platón y un single de Neil Sedaka en las manos. Ella se parecía, bueno, quería parecerse a Natalie Wood en la escena de la cascada, y él trataba de mirar como Warren, vestido de granjero en la secuencia final. Esplendor en la vida. Siempre era primavera en aquellas sesiones de cine después de clase.

La noche en que aquellos centenares de estudiantes vieron por primera vez Casablanca, una noche sin fecha, nació la sensibilidad de un tiempo nuevo. Las películas yo no iban a leerse de la misma manera… y eso mismo iba a ocurrir con otras formas de Arte.

Casablanca era la ética en acción, la deontología en pie de guerra, el rostro de la lealtad y la entereza. Apenas desaparecido el “The End” sobreimpresionado al mapa de África, todavía la música de “La marsellesa” en los oídos, ellas y ellos salieron disparados hacia sus habitaciones, y allí arrancaron los banderines triangulares y clavaron en la pared la imagen de Rick, al tiempo que colocaban, sin darse cuenta, la primera piedra de la cinefilia de nuestro tiempo.

Acodado sobre la mesa de su cabaret vacío, en la alta madrugada, chaqueta blanca, pajarita negra, la mano izquierda agarrando el vaso, la mirada arcillosa haciendo travelling hacia un amor perdido, vuelto a encontrar, perdido definitivamente…

Rick, Rick Blaine. Siempre con las decisiones tomadas, una de esas personas capaces de ir hasta el final… Producía vértigo contemplar a Rick en blanco y negro, pues, aunque fuera de forma borrosa, se sabía que allí, en él, con él, había alguna clase de esperanza. Rick Blaine, propietario del “Café Americain”. No, no era un joven, era un tipo adulto, pero un adulto que pensaba como si fuera joven. Despreciaba la hipocresía, rechazaba cualquier pacto de arriba, era el guardián entre el centeno hecho hombre, algo batido y abatido, con una emocionante tristesse, con una bien visible costra resguardándole de su no menos bien ganada decepción ante la condición humana.

Rick Blaine es el auténtico “amigo americano”, el neoyorquino extranjero esté donde esté, el que oculta ideales destrozados… el que sepulta amores perdidos.

A las chicas que estudiaban Arte o Literatura, Rick, además, les parecía ese tipo al que todo le ha sucedido la noche antes, el que invadía sus zonas mágicas, al que entregaban el último pensamiento, el que las rodeaba de un peligro indefinible… ese que jamás les daría seguridad en ninguna clase de amor y sí riesgo de 18 quilates. 

Cuando llegaron las primeras vacaciones, las lumbreras de Harvard comentaron el asunto Casablanca con la familia durante la cena. Entonces, hijo, teníamos películas de verdad, películas hechas con sentimientos, honradas… Pero Casablanca fue algo especial. Estábamos en guerra, la emoción, entonces, te domina más fácilmente… Se convirtió en nuestra película.




Eduardo Torres-Dulce. Casablanca. 75 años de leyenda