Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de noviembre de 2018

ÉRIC VUILLARD. EL ORDEN DEL DÍA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta de extraordinaria calidad literaria, un libro, El orden del día, del francés Éric Vuillard, que se presenta en el seno de la editorial Tusquets, con traducción de Javier Albiñana, con el aval -nada menor- del prestigioso premio Goncourt, que obtuvo en 2017. Su publicación en nuestro país y su alumbramiento en el vecino, han coincidido, casi simultáneamente, con los de otro libro, con el que El orden del día guarda un cierto paralelismo, la obra de Olivier Guez La desaparición de Joseph Mengele, Premio Renaudot en 2017 y objeto también de reseña en nuestro espacio dentro de algunas semanas.

Los libros de Éric Vuillard, media docena ya, de la que sólo dos, incluyendo el que ahora os comento, han visto la luz en España, parecen guiarse por un mismo propósito y seguir una misma pauta en su estructura. El escritor, también cineasta y dramaturgo, pone su atención en un momento histórico, deteniéndose para su examen de los grandes acontecimientos que definieron una época o marcaron el mundo no en el análisis de los sucesos notables y consabidos, de los discursos grandilocuentes, de las decisiones relevantes, sino, por el contrario, analizando hechos menores -la letra pequeña de la Historia- que han pasado inadvertidos o, más a menudo, que han sido relegados o minusvalorados o preteridos u olvidados por el estudioso o el historiador. Fijándose en esos detalles escondidos -apenas apreciables- en documentos y datos estadísticos, en informes y noticiarios, en crónicas y declaraciones, que a veces dicen lo contrario de lo que la Historia oficial -sus protagonistas, sus actores, sus intérpretes- quiere decir, con una lectura muy aguda y perspicaz, muy atenta e inteligente, que penetra “por debajo” de la apariencia supuestamente evidente, Vuillard acaba por descubrir -y mostrarnos- lo esencial, lo que en ocasiones esa interesada Historia quiere ocultar, pues pese a su supuesta nimiedad, tras la lúcida mirada del autor, esos hechos se manifiestan como extraordinariamente reveladores, muy significativos de la “verdad” de unos sucesos históricos que aparecen así iluminados por una luz muchas veces más esclarecedora y decisiva que la que aportan los ensayos académicos convencionales. Así ocurre, sin duda, con este El orden del día que hoy os recomiendo, tal y como luego comentaré. Así también con otra de sus obras que he podido leer, Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, que con traducción de Regina López Muñoz presentó Errata Naturae en 2015, y en donde la figura del legendario personaje del Oeste sirve de excusa para el estudio del cruento nacimiento de los Estados Unidos y de su actual cultura del espectáculo. Y así parecen ser también los casos de 14 juillet, con la toma de la Bastilla como telón de fondo de una investigación que cuenta con el protagonismo de las mujeres; La bataille d’Occident, que repasa la primera guerra mundial a partir de los cementerios en los que están enterrados sus caídos; Conquistadors, con el “descubrimiento” de América como desencadenante; o Congo, en el que la conferencia para la división de África por las potencias europeas centra el discurrir del texto. Hay que señalar que muchos de estos libros han sido premiados en Francia con distintos galardones literarios. Confiemos en que este hecho junto con el actual éxito en nuestro país de El orden del día, que ha sido muy leído desde su presentación en marzo de 2018 y cuenta ya con numerosas reediciones, anime a sus editores a ofrecernos el resto de su, a priori, muy interesante obra.

El interés de Vuillard por el relato histórico puede explicar también otra característica esencial de sus libros -hablo, insisto de nuevo, a partir de los dos que yo he leído-, que es la muy clara opción del escritor por la verdad frente a la ficción, por la historia frente a la novela. La novela, sostiene, es, hoy día, insuficiente para dar cuenta de la realidad convulsa, de las desigualdades y las injusticias de nuestros tiempos. Ávido de realidad, como se define, militante de izquierdas -dato que, creo, hay que tener en cuenta a la hora de entender su singular opción estilística-, considera que la ficción es escapista, omite, embellece, y, por tanto, miente. La literatura en general, y con ella la historia, tiene por vocación principal, al contrario de lo que se puede pensar, no contarnos historias, es decir, mentiras, sino más bien desilusionarnos y ponernos en contacto con la realidad. En lugar de querer dormirnos con las historias, como hacemos con los niños, la literatura sirve para despertar, ha manifestado en declaraciones recientes. Aboga, pues, por una literatura que cuente hechos reales -en El orden del día, como veremos, nada hay ficticio, todos los diálogos son auténticos, los hechos ocurrieron verdaderamente-, limitando el artificio literario, la intervención del autor (más allá de la indagación y exposición de esos hechos), exclusivamente a la elección de la estructura narrativa, la selección y ordenación de los materiales y los vínculos inconscientes que pueden establecerse entre ellos, la composición, el montaje, también la voz. Sólo la mirada del autor y su particular “traslación” al papel de lo observado es lo que resulta singular, inventado, por decirlo así.

Hay, por último, antes de entrar en El orden del día, otro elemento común a las dos novelas (¿lo son?, ¿o son ensayos?, ¿o investigaciones históricas?... Ciertamente lo son, a pesar del enfoque “antificción” de su autor, aunque sólo sea porque aparecen en colecciones de novelas en sus respectivas editoriales, ganan premios de novela y como tales se critican en los suplementos literarios) y probablemente también a las demás no conocidas por mí: la elección de un esquema fragmentario y una extensión muy breve para sus obras; rasgos quizá deudores de una época acelerada en la que todo es muy rápido y fugaz, y apuesta también de Vuillard por un didactismo conectado a su posición ideológica. Tanto El orden del día como Tristeza de la tierra se componen a partir de cortos capítulos en los que se recogen escenas minimalistas, por así llamarlas: anécdotas, episodios aislados, momentos decisivos, personajes “laterales”, unos dibujos, algunas fotografías, la mención de una película, la transcripción de una carta… para a través de ellos, de estos “retales”, ir hilando los argumentos que darán coherencia a la pieza final completa.

Pero vayamos ya con El orden del día, un libro magistral. El 20 de febrero de 1933, en el palacio del presidente del Reichstag -el Parlamento alemán-, veinticuatro grandes empresarios asisten a una reunión a la que han sido convocados por Hermann Göring, en la que, en presencia de un Hitler como siempre bufonesco (Vuillard alude con frecuencia a la muy exacta caricatura que de él hará Chaplin en El gran dictador), se les “solicitará” que financien al partido nazi. El meollo del asunto se resumía en lo siguiente: había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa. La finalidad oculta, sin embargo, era -como ya entonces resultaba evidente- que los empresarios “pasaran por caja” para sostener con sus fondos el proyecto nacionalsocialista de destrucción de orden constitucional vigente y el consiguiente acabamiento de la República de Weimar. Si el partido nazi alcanza la mayoría, les dice Göring, fuertemente “persuasivo”, estas elecciones serán las últimas durante los próximos cien años.

Vuillard transcribe la lista entera de los presentes: Gustav Krupp, Wilhelm von Opel, Albert Vögler, Wolf-Dietrich von Witzleben, Günther Quandt, Friedrich Flick, Ernest Tengelmann, Fritz Springorum, August Rosterg, Goerg von Schnitzler, Erich Fickler, Hans von Loewenstein zu Loewenstein, entre los más destacados, detrás de cuyos nombres -desconocidos en general- están un puñado de empresas, BASF, Bayer, Opel, Siemens, Agfa, Allianz, Telefunken, IG Farben, que, por el contrario, sí son fácilmente identificables para cualquier ciudadano del mundo que no haya permanecido aislado de él en los últimos setenta años. Escribe el autor: Con esos nombres sí los conocemos. Es más, los conocemos muy bien. Están ahí, entre nosotros. Son nuestros coches, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestras radios despertadores, el seguro de nuestra casa, la pila de nuestro reloj. Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas. Nuestra vida cotidiana es la suya. Cuidan de nosotros, nos visten, nos iluminan, nos transportan por las carreteras del mundo, nos arrullan.

El orden del día nos cuenta, a partir de ese revelador episodio inaugural, cómo se produjo esa servil colaboración con el nazismo, cómo esa connivencia fue extraordinariamente rentable para esos individuos y, sobre todo, para sus poderosos grupos empresariales -también para el régimen nazi, obviamente-, y, por último, cómo en la actualidad, las mismas firmas que en los años treinta y cuarenta del siglo pasado contribuyeron al triunfo de la locura hitleriana y propiciaron y hasta alentaron sus devastadoras consecuencias, siguen ocupando una posición relevante en la industria y la economía alemana, europea y mundial, sin haber asumido su culpa ni apenas haber reparado los daños causados.

Este hilo conductor del libro -que se manifiesta en dos “hitos” destacados a su inicio y su final- se completa, en un discurso en paralelo que se imbrica con el principal, con el relato de la ignorancia, la indiferencia, la cobardía o la desfachatez de una serie de gobernantes que con su negligencia -o con su estupidez- consintieron el avance de un peligroso fenómeno -la locura del Reich, ejemplificada en su primera gran operación siniestra y violenta, el Anschluss, la anexión por la fuerza de Austria en la que pone el foco la obra- cuya condición delirante y agresiva, brutal y asesina, tuvieron ocasiones suficientes para conocer y -de haberse atrevido- frenar. Cita Vuillard significativos antecedentes (sin que nadie hiciera nada) de ese decisivo acontecimiento: el incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933; la apertura de Dachau ese mismo año; la esterilización de los enfermos mentales, también en 1933; la Noche de los Cuchillos Largos, un año después; las leyes para la salvaguarda de la sangre y del honor alemán y el censo de las características raciales, en 1935; la degradante exposición “El judío eterno” en 1937, pocas semanas antes de la invasión. Nadie podía ignorar los planes de los nazis, sus brutales intenciones, afirma, categórico y acertado, Vuillard.

El relato de estos hechos se hace en un estilo directo y sencillo a través del cual el autor se “relaciona” con el lector, hablándole, dirigiéndose a él, interpelándolo en primera persona, opinando incluso de lo que está contando (No estoy tan seguro de eso, llega a decir, a propósito de una de sus afirmaciones). Además, y como ya se ha señalado al resaltar los rasgos dominantes de su obra, la narración se hace privilegiando ciertos episodios singulares y significativos, algunos momentos escogidos, determinados personajes, no siempre los más previsibles, en los que se concentrarían las claves de los procesos -de mayor intensidad y magnitud- que han pasado, desgraciadamente en este caso, a la Historia.

El 5 de noviembre de 1937 Hitler comunica a los jefes de sus ejércitos que proyectaba ocupar a la fuerza una parte de Europa. El Anschluss, la siniestra operación llevada por fin a cabo, meses después de ese propósito originario, el 12 de marzo de 1938, será el núcleo y objeto principal del análisis en que consiste el libro, que se inicia con la mención -ligera, como de pasada- al continuum intelectual en el que se inscribe la anexión (los delirios de Herder, el discurso de Fitche, el espíritu de un pueblo celebrado por Hegel, el sueño de Schelling en torno a una comunión de corazones, y ahora, el espacio vital, la “legítima” ampliación de las fronteras del Imperio germánico para dar cabida al fruto de la “natural” supremacía de la raza aria), para pasar a continuación con la presentación de sus protagonistas esenciales, “congelados” en ciertos instantes reveladores de su espíritu, de su moral y su conciencia (o de la falta de ellas).

Así, comparecen, con distinta importancia, el tibio Albert Lebrun, presidente de la República Francesa, firmando “distraído” el 11 de marzo de 1938 -¡¡un solo día antes!!- un decreto sobre una denominación de origen de unos vinos, mientras se están produciendo los gravísimos incidentes precursores de la guerra mundial; Halifax, lord presidente del Consejo Británico, acudiendo a Berlín a una reunión en la que se entrevistará con Hitler (de nuevo un bufón caricaturesco, confundido por el exquisito y elitista aristócrata británico con un sirviente, por su vulgar desaliño), en la que, con una disposición entregada y servil, sostiene la cínica “política de apaciguamiento”, pensando en el Reich como común aliado frente al comunismo -El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, escribirá dando cuenta del encuentro, ¡pero no las considero ni contra natura ni inmorales!- e impidiendo, con su connivencia culpable y la de su país, parar su maquinaria destructiva antes de que, lamentablemente, llegara a manifestar su carácter letal; Kurt von Schuschnigg, el despótico canciller austríaco, invitado también por Hitler (una vez más, en su risible versión chaplinesca), con quien se entrevista en su despacho, en lo que resulta ser una grotesca -si no fuera siniestra- sucesión de humillaciones y desplantes, de provocaciones y amenazas, de intimidaciones y exigencias, de las que derivará la casi incondicional entrega de Austria, puesta en manos, indefensa y sin el menor respeto por la legalidad internacional y las normas constitucionales vigentes, del nazismo expansivo y depredador; el desconocido Louis Sutter, un anciano recluido en un asilo francés desde hace años que, hundiendo en pintura sus dedos, dibuja en manteles, trozos de papel, sobres usados, sus pinturas apocalípticas, fantasmales, agónicas, que resultan anticipadoras, un clarividente presagio del horror que inundará Europa; Seyss-Inquart, principal factótum de la anexión, que será designado ministro ¡de Austria! por Hitler, y que en su lastimosa trayectoria (Vuillard es benevolente al adjetivar), que finalizará con su condena y ejecución en Núremberg, será el responsable de la muerte de unos cien mil judíos holandeses; John C. Woods, el forzado verdugo en ese mismo proceso, que ya había prestado idénticos servicios para el Reich y que tuvo que ser reclutado por los norteamericanos para efectuar un trabajo que no contaba con demasiados candidatos; el culto y refinado Ribbentrop -que también será condenado a muerte en Núremberg-, embajador de Alemania en Gran Bretaña, que se nos muestra, melifluo y taimado, avieso y calculador, en el almuerzo de despedida en Downing Street que le ofrece el gobierno británico, cuando la invasión ya está decidida y los tanques han pasado la frontera y se dirigen a Viena; Günther Stern, judío alemán, un intelectual que emigrado a Estados Unidos se ganará malamente la vida ejerciendo oficios varios para acabar ocupándose -¡paradojas del destino!- de los uniformes nazis, en su trabajo de atrezzista en Hollywood; el ya mencionado Hermann Göring, presidente en su momento del Reichstag, y luego Ministro del Aire, comandante en jefe de la Luftwaffe, ministro del Reich de los Bosques y la Caza, creador de la Gestapo, todo un currículum, mostrando la intimidación mafiosa, la conminación, las amenazas, el tono imperioso, el desprecio, en sus conversaciones con sus “súbditos” austriacos a los que dicta las instrucciones con las que se perpetrará la infamia: Y hora tras hora, Göring dicta su orden del día (en frase que explica el título del libro); Édouard Daladier, primer ministro francés, que después de firmar con Hitler, Chamberlain y Mussolini en la conferencia de Munich, el 29 de septiembre de 1938, la venta de Checoslovaquia a precio de saldo, habla en público de haber salvado a Europa y traído la paz, mientras en privado murmura: ¡Ay, pobres gilipollas, si supieran la verdad!, una verdad que, poco tiempo después, sumirá al mundo en la Segunda Guerra Mundial.

Y con el protagonismo, en primer plano o en una posición más discreta o incluso accesoria o lateral, de este elenco excepcional, afloran en el libro datos, anécdotas, pequeños sucesos que constituyen, como ya se ha dicho, la otra cara de la Historia en esos momentos trascendentales. El supuesto prestigio de la maquinaria bélica alemana y la chapucera realidad de la blitzkrieg, la guerra relámpago, con los tanques varados en mitad de la carretera provocando la irritación de Hitler, en la fatídica jornada del 12 de marzo; las sinuosas maniobras de ingeniería financiera por parte de las empresas mencionadas para burlar la prohibición de fabricar armas; el voto del 99.75% de los austriacos a favor de la incorporación al Reich, y el hecho complementario, probablemente relacionado, de los mil setecientos suicidios registrados sólo en una primera semana justo antes de la invasión (una cuestión, la de los suicidios, que ejemplifica de manera notable la pertinencia del “método Vuillard”, la esencial verdad que se encierra en los detalles, en la reveladora lectura de la “pequeña historia”, tal y como podréis comprobar en el emotivo fragmento que os dejo como cierre a esta reseña); el escalofriante y exhaustivo repaso al inmoral aprovechamiento, por parte de todas las firmas empresariales presentes en la reunión que abrió el libro, de los miles de prisioneros en decenas de campos, auténticos esclavos industriales (Todo el mundo se había abalanzado sobre una mano de obra tan barata, resalta el autor… y también su posterior corolario natural: Tras las pasiones criminales y las gesticulaciones políticas, sus intereses obtenían provecho. La guerra había resultado rentable), carne de cañón en una explotación inhumana (De seiscientos deportados que llegaron en 1943 a las fábricas Krupp, un año después sólo quedaban veinte); la prosperidad actual de las familias responsables, de los “veinticuatro” protagonistas (Esos nombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas. Sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopoderosos conglomerados), cuyas empresas recogen sin vergüenza en sus páginas web, en sus pronunciamientos institucionales, en sus lemas corporativos, en el repaso de su ancestral historia de “contribución” sincera a los logros de su país, consignas de flexibilidad y transparencia, pero sin la más mínima noticia de su oscuro pasado, sin un reconocimiento de culpas, sin una petición de perdón; la ridiculez de las reparaciones, tras la guerra, a las víctimas, a los perjudicados, la hipócrita compensación a los judíos perseguidos, a las familias de los exterminados (Los judíos habían salido muy caros, llegan a decir, con una ligereza insultante, los responsables del consorcio de Krupp).

Aparte de todos los temas ya mencionados, hay uno, a mi juicio quizá el de mayor actualidad en nuestros días, que no quiero dejar de comentar antes de cerrar esta reseña ya muy extensa. Es el del uso de las ostensibles mentiras, las falsedades, los engaños, encubiertos sin embargo, disimulados, disfrazados, presentados como irrebatibles verdades por parte del poder -de los poderes- como arma para “infectar conciencias” y, en consecuencia, alcanzar “democráticamente” -una ficción, un remedo de democracia, una mera apariencia- sus siniestros objetivos. En estos tiempos de fake news, de posverdades, la lectura del libro de Vuillard resulta indispensable e higiénica, un aviso para navegantes, una prudente advertencia, un lúcido recordatorio de a dónde nos puede llevar la aceptación acrítica de los “relatos” dominantes, supuestamente liberadores pero, en el fondo, carcasas vacías que encubren espurios intereses ocultos, voluntad de sometimiento, manipulación e injusticia. El fenómeno Trump, el proceso del Brexit, los mitos en torno a la inmigración, las fabulaciones de la ultraderecha europea y, sobre todo -al menos en mi caso, en el que acepto una preocupación desmesurada, rayana en la obsesión, por el peligro de los nacionalismos-, Cataluña, han irrumpido en mi mente de continuo al leer determinados pasajes de El orden del día. Así, en el aprovechamiento culpable de los excesos y arbitrariedades del “régimen” por parte de un determinado sector de la sociedad -políticos, periodistas y empresarios, intelectuales y artistas, autónomos y profesionales liberales afines a la ideología dominante- que se beneficia económica y socialmente, en la Cataluña del procès, de su connivencia con el poder, hay un evidente reflejo, por fortuna sin -por ahora- las connotaciones criminales del nazismo, de la situación narrada por Vuillard y el protagonismo de los veinticuatro privilegiados y de los miles de alemanes que medraron -en sus negocios, en sus patrimonios, en sus profesiones- por su adhesión a los indignos postulados del Reich que bajo un relato supuestamente emancipador conllevaban la persecución y el exterminio judío. La descarada violación de las leyes por parte del Govern y las autoridades independentistas, sus reiterados desacatos, su constante transgresión de las normas, nacionales e internacionales -incluso las propias de su autonomía-, coinciden punto por punto (vuelvo a insistir: sin, por ahora, incluir un propósito asesino entre sus fines) con las prácticas de Hitler -el inaudito triunfo de la desfachatez- que se describen en el libro. Léase, por ejemplo, en “clave” catalana este muy oportuno párrafo: Al cuerno el derecho, al cuerno las cartas magnas, las constituciones y los tratados, al cuerno las leyes, esas pequeñas escorias normativas y abstractas, generales e impersonales, las concubinas de Hammurabi, que son, como dicen, las mismas para todos, ¡esas pelanduscas! ¿Acaso el hecho consumado no es el más consistente de todos los derechos? Invadiremos Austria [Nos independizaremos de España] sin pedir permiso a nadie, y lo haremos por amor [de manera amable y sin violencia]. La borreguil aceptación que, no sólo entre sus correligionarios sino en determinados ambientes ilustrados, sobre todo de izquierda -periodistas, políticos, historiadores, profesores, intelectuales-, aunque también furibundos y reaccionarios ultraderechistas, tienen algunas de las más evidentes mentiras del también antediluviano independentismo, está apuntada en la novela: El mundo se rinde ante el bluff. Incluso el mundo más serio, más rígido, incluso el viejo orden, aunque nunca cede cuando se exige justicia, aunque nunca se doblega ante el pueblo que se subleva, sí se doblega ante el bluff. La magistral -cuesta emplear el adjetivo cuando los fines son tan siniestros, pero así es, por desgracia, lo que ha ocurrido y está ocurriendo- utilización de los recursos de la publicidad y la mercadotecnia por parte del poder, la construcción de un “relato” que oficialice la mentira, que la cubra de una capa de legitimidad y la difunda persistentemente, sin dar tregua, una lluvia fina -a veces gruesa y burda- que repita sin parar esa ficción para -por efecto de la insistencia y de la aviesa construcción del discurso, reduccionista y emotivo- convencer y persuadir a las gentes, conmoverlas y movilizarlas y enardecerlas y fanatizarlas, son comunes en la Cataluña de Puigdemont y Torra, con las escuelas e institutos adoctrinando y los ayuntamientos emitiendo consignas desde el campanario, con los lazos amarillos, con los carteles y los gritos de “independencia” en el Camp Nou en el minuto 17.14… y en la Alemania de Hitler, con Goebbels dirigiendo la eficaz máquina de propaganda del nazismo: La guerra mundial y su preámbulo son arrastrados a esa película infinita en la que no se distingue lo verdadero de lo falso. Y comoquiera que el Reich ha contratado a más cineastas, montadores, cámaras, técnicos de sonido, directores cinematográficos que cualquier otro protagonista de ese drama, cabe decir que, hasta la entrada en conflicto de rusos y norteamericanos, las imágenes que poseemos de la guerra las dirigió hasta la eternidad Joseph Goebbels. Y ahí está TV3, claro, como ejemplo paradigmático: Los noticiarios alemanes se convierten en el modelo de la ficción. Piénsese también, como rotundo ejemplo de descaro a la hora de perpetrar mentiras que se pretenden verdades, en la torticera traducción de las palabras del juez Llarena en la delirante querella contra él interpuesta por un indecente nacionalismo.

No hay tiempo ya para comentar Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, una magnífica novela, elaborada con las mismas pautas estilísticas y una estructura y una organización interna similares a las de El orden del día, en la que, a partir del Wild West Show, el espectáculo con el que Buffalo Bill recorrió el mundo contando la “verdadera” historia de su país, se muestra como tomó realmente forma la cultura norteamericana: entre el mito y la realidad, entre la explotación y la ocultación, entre la sangre y el dólar, como señala la propia editorial. Con especial atención a episodios como el de Little Big Horn, tantas veces recreado en el cine, o la batalla/masacre (un nuevo ejemplo de cómo las palabras sirven para descubrir u ocultar la realidad, según cómo se usen) de Wounded Knee o personajes como el legendario jefe indio Toro Sentado, Vuillard nos muestra la cara oculta de “la conquista del Oeste”, desvelando asimismo, de un modo poético y muy bello, los sangrientos fundamentos sobre los que se alzó la construcción de los Estados Unidos de Norteamérica: la masacre, el expolio, el dinero, el espectáculo.

Dos libros, pues, altamente recomendables que no deberíais dejar pasar. Os dejo con un tema de Benny Goodman, músico que se cita en El orden del día, como ejemplo del swing -en general, del jazz- prohibido por el régimen nazi. La espléndida versión de St. Louis Blues está extraída del álbum Benny Goodman On the Air, 1937-1938 (años coincidentes con los que centran el desarrollo del libro).


Justo antes del Anschluss, se produjeron más de mil setecientos suicidios en una semana. Muy pronto, anunciar un suicidio en la prensa se convertirá en un acto de resistencia. Algún periodista osará aún escribir “súbito fallecimiento”; las represalias no tardarán en hacerlos enmudecer. Se buscan otras fórmulas usuales, sin consecuencia. Y así, el número de personas que pusieron fin a sus días sigue siendo desconocido y sus nombres ignorados. Al día siguiente de la anexión, aún pudieron leerse en la Neue Freie Presse cuatro necrológicas: “La mañana del 12 de marzo, Alma Biro, funcionaria, de 40 años, se cortó las venas con una navaja de afeitar, antes de abrir el gas. En el mismo momento, el escritor Karl Schelesinger, de 49 años, se disparó un tiro en la sien. Un ama de casa, Helene Kuhner, de 69 años, se suicidó también. Por la tarde, Leopold Bien, funcionario, de 36 años, se arrojó por la ventana. Se desconocen las causas de su acto”. Esa pequeña apostilla trivial nos llena de vergüenza. Porque, el 13 de marzo, nadie puede desconocer los móviles de todos ellos. Nadie. Además, no debe hablarse de móviles, sino de una sola y misma causa. 

Puede que Alma, Karl, Leopold o Helene divisaran, desde su ventana, a aquellos judíos a los que se llevaban a rastras por las calles. Para comprender lo que ocurría les bastó con entrever a aquellos a quienes rasuraron la cabeza. Les bastó con entrever a aquel hombre sobre cuyo occipucio pintaron los transeúntes una cruz de tau, la de los cruzados, la que ostentaba aún, una hora antes, el canciller Schuschnigg en la solapa de la chaqueta. Incluso bastó con que otros se lo contarán, o con que lo adivinaran, lo dedujeran, imaginándolo antes incluso de que sucediese. 

Y tanto da que aquella mañana Helen viera o no viera, entre la multitud vociferante, a los judíos en cuclillas, a cuatro patas, obligados a limpiar las aceras ante la mirada divertida de los viandantes. Tanto da que hubiera presenciado o no aquellas abyectas escenas en las que les obligaban a comerse la hierba. Su muerte refleja únicamente lo que sintió, la enorme tribulación, la repulsiva realidad, su asco hacia un mundo que vio desplegarse en su desnudez asesina. Porque, en el fondo, el crimen estaba ya allí, en las banderitas, en las sonrisas de las muchachas, en toda aquella primavera pervertida. Incluso en las risas, en ese fervor desencantado, debió de advertir Helene Kuhner el odio y el regocijo. Debió de entrever -en un rapto aterrador-, tras aquellos miles de siluetas y de rostros, a millones de condenados a trabajos forzados. Y adivinó, tras el pavoroso júbilo, la cantera de granito de Mauthausen. Entonces se vio morir. En la sonrisa de las muchachas de Viena, el 12 de marzo de 1938, en medio de los gritos de la multitud, en el olor fresco de las nomeolvides, en el corazón de aquella extraña alegría, de todo aquel fervor, debió de asaltarla una negra aflicción. 

Serpentinas, confetis, banderines. ¿Qué fue de aquellas muchachas locas de entusiasmo, qué fue de su sonrisa?, ¿de su despreocupación? ¡De su rostro tan sincero, tan alegre! ¿De todo aquel júbilo de marzo de 1938? Si una de ellas se reconociera actualmente en la pantalla, ¿en qué pensaría? El pensamiento verdadero es siempre secreto, desde el origen del mundo. Pensamos por apócope, en estado de apnea. Debajo, la vida fluye como la savia, lenta, subterránea. Pero ahora que las arrugas han corroído su boca, irisado sus párpados, apagado su voz -la mirada errando por la superficie de las cosas, entre el televisor que escupe sus imágenes de archivo y el yogur, mientras la enfermera se afana a su alrededor ajena a todo, a años luz de la guerra mundial, pues las generaciones se suceden igual que se relevan los centinelas en la noche oscura-, ¿cómo separar la juventud que se ha vivido, el olor a fruta, esa subida de savia que corta el aliento, del horror? No lo sé. Y en su residencia de ancianos, entre el olor dulzón del éter y de la tintura de yodo, con su fragilidad de pájaro, ¿acaso la anciana niña arrugada que se reconoce en el noticiario, enmarcada en el frío rectángulo del televisor, ella que sigue viva, tras la guerra, las ruinas, la ocupación estadounidense o rusa, sus sandalias gimiendo en el linóleo, sus manos tibias cubiertas de manchas cayendo lentamente de los apoyabrazos de ratán cuando la enfermera abre la puerta, acaso suspira de vez en cuando, mientras extrae los recuerdos ingratos de su formol? 

Alma Biro, Karl Schlesinger, Leopold Bien y Helene Kuhner no vivieron tanto. Antes de arrojarse por la ventana, el 12 de marzo de 1938, Leopold hubo de enfrentarse varias veces a la verdad, y luego a la vergüenza. ¿No era él también austriaco? ¿Y no tuvo que soportar durante años las bufonadas grotescas del nacionalcatolicismo? Cuando por la mañana dos nazis austriacos llamaron a su puerta, el rostro del joven pareció de pronto viejísimo. Desde hacía algún tiempo buscaba palabras nuevas, ajenas a la autoridad y a su violencia: no encontraba ya ninguna. Vagaba días enteros por las calles, con miedo a toparse con un vecino malévolo, con un excompañero que apartara la mirada. La vida que amaba había dejado de existir. No quedaba nada de ella: ni las meticulosidades del trabajo, donde a veces disfrutaba haciendo las cosas bien, ni el frugal almuerzo de mediodía, un tentempié sentado en los escalones de un viejo edificio mientras miraba pasar a los transeúntes. Así pues, aquella mañana del 12 de marzo, cuando sonó el timbre, sus pensamientos lo envolvieron en una bruma, oyó por un instante esa voz interior que escapa siempre de las largas intoxicaciones del alma; abrió la ventana y saltó.

 

Éric Vuillard. El orden del día

miércoles, 21 de noviembre de 2018

COLSON WHITEHEAD. EL FERROCARRIL SUBTERRÁNEO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que, como cada miércoles, llega a vuestras casas con una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo una interesante novela que viene avalada por la consecución, en los dos últimos años, de algunos de los más prestigiosos premios literarios norteamericanos, entre ellos el National Book Award y el Pulitzer, entre otros muchos de menor entidad. Se trata de El ferrocarril subterráneo, obra del estadounidense Colson Whitehead, presentada en nuestro país por Penguin Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Del éxito de crítica y ventas del libro -un indiscutible best-seller mundial- da prueba también el hecho de que ya está avanzada su adaptación televisiva, que correrá a cargo, al parecer, de Barry Jenkins, el director de la oscarizada Moonlight

La novela narra las terribles peripecias que sufre Cora, una esclava negra, que escapa de la plantación algodonera en donde pena sus días en la Georgia del profundo Sur estadounidense en el primer tercio del siglo XIX. La historia se retrotrae un siglo atrás, cuando la pequeña Ajarry, la abuela de Cora, es capturada, junto con decenas de hombres, mujeres y niños, en su aldea en el interior del antiguo Dahomey -hoy Benín-, separada de su familia, conducida hacia la costa amarrada con cadenas y recluida en las mazmorras del puerto de Ouidah hasta su venta a alguno de los “negreros” que hacían sus negocios comerciando con seres humanos. Comprada y vendida varias veces en su ruta hacia el puerto -y en muchas ocasiones más a lo largo de su desgarrador peregrinaje-, embarcada en un dantesco viaje a Liverpool, confinada en un hacinamiento inhumano en las infectas bodegas de un buque cargado de esclavos sufrientes, en el que, pese a su corta edad, es reiteradamente violada, formando parte más tarde de un nuevo siniestro “cargamento” con destino a América, Ajarry acaba sus días en la plantación Randall, en Georgia, tras una vida desgraciada hecha de constantes sevicias -abusos, palizas, violaciones- en la que llegó a tener tres maridos que le dieron cinco hijos, de los que sólo uno, Mabel, la madre de Cora, logró superar los diez años. Cuando el relato comienza, Cora -que acaba de alcanzar la pubertad y que no conoce otra vida que la de su cruel reclusión- se plantea la huida de esa cárcel infernal, alentada simultáneamente por el recuerdo de Mabel que, hace años, cuando ella era muy pequeña, escapó sin siquiera avisar a su hija y sin dejar rastro alguno de su empresa (hasta el punto de que la propia chica desconoce si su atrevida aventura tuvo éxito), y por la “invitación” que le hace Caesar, otro esclavo, que se siente atraído por ella y le habla del “ferrocarril subterráneo”, un misterioso tren que permite -a quien logre alcanzarlo en algunos de los puntos secretos por los que transcurre- la evasión hacia el abolicionista y, por tanto, liberador Norte. 

Tras describir con crudeza las condiciones de vida en la propiedad de los Randall -un doloroso infierno hecho de trabajo agotador cosechando algodón, explotación sexual, violencia, golpes, torturas y muerte-, el libro acompaña a Cora en su angustioso éxodo en busca de la libertad, dando cuenta de los sucesos que vive en diferentes etapas en su camino, siempre en un entorno hostil bajo la ominosa amenaza de los blancos y la inmisericorde persecución de un despiadado cazador de recompensas, el brutal Ridgeway, que despechado por el anterior fracaso en su búsqueda de Mabel se toma como una afrenta personal la fuga de la chica. La desasosegante narración de su escapada y de los diferentes escenarios por los que va discurriendo se ve salpicada en el texto -y ello agudiza la opresiva sensación que en todo momento tiene el lector de estar asistiendo a una “cacería”- con la transcripción de gacetas, avisos, anuncios y comunicados de la época -en torno a 1820-, los clásicos “se busca”, en los que los “amos” blancos informan de la huida de alguna de sus “propiedades”, aportan datos que permitan su identificación y ofrecen cuantiosas recompensas a quienes las devuelvan a sus “legítimos dueños”. 

Whitehead no es condescendiente en su relato y no nos ahorra ejemplos del bestial horror que supuso la esclavitud. No son solo los ya mencionados episodios de atrocidades, tormentos, ejecuciones, asesinatos por mero capricho, estupros, forzamientos y utilización sexual, sino otras formas más sutiles -si en un contexto como el de la esclavitud cabían comportamientos que no fueran de un salvajismo ostensible- de este desalmado sometimiento animal al que se condenaba a los negros tiranizados. Y en este marco de bárbara opresión, el autor se detiene en los sentimientos de sus criaturas, obligadas a sobrevivir en una especie de doliente y resignada inercia -la vida que lucha e intenta abrirse paso frente a la muerte-. Sentimos así con Cora y con sus desventurados compañeros de padecimiento, sentimos su desconsuelo, su suplicio, su interminable calvario (La llamada del amo [para ser violada por él]: el recordatorio de que la esclava sólo es ser humano un minúsculo instante en la eternidad de la servidumbre). Sentimos cada uno de los tormentos que se le infligen, sentimos su desolación, su impotencia (Cora no sabía qué quería decir “optimista”. Se lo preguntó a las otras chicas por la noche. Ninguna lo sabía. Decidió que quería decir ‘molesto'). Sentimos, incluso, a la postre, su indiferencia (Si elegía un día para su cumpleaños -nadie sabe su edad exacta en las plantaciones, no hay registros para los nacimientos de quien no es “humano”-, de vez en cuando también podría acertar. De hecho, hoy podría ser su cumpleaños. ¿Qué ganabas con eso, con saber qué día habías llegado al mundo de los blancos? No parecía algo digno de recordarse. Más bien de olvidarlo). 

Y su aflicción no acaba tras la fuga: hasta llegar al Norte -incluso en los estados antiesclavistas- continúan los linchamientos, las ejecuciones, los ahorcamientos, las avenidas flanqueadas por cadáveres calcinados o desollados de pobres negros. Encerrada durante meses, tras su evasión, en una buhardilla en Carolina del Norte (y en este pasaje del libro el recuerdo de Ana Frank acude al lector, en una de las muchas vinculaciones con el genocidio nazi que encierra la novela, como luego veremos), la chica afirma: Qué mundo este, pensó Cora, que convierte una prisión en tu único refugio. ¿Había escapado del cautiverio o caído en sus redes: cómo describir el estatus de un fugitivo? La libertad era una cosa que iba cambiando según la mirabas, igual que el bosque de cerca está repleto de árboles pero desde fuera, desde la pradera, muestra sus límites de verdad. Ser libre no tenía nada que ver con las cadenas ni el espacio que tuvieras

El ferrocarril representa, pues, ese anhelo de libertad, un deseo, el de escapar, un sueño finalmente imposible. Recordó las palabras de Lumbly: “Si queréis saber de qué va este país, tenéis que viajar en tren. Mirad afuera mientras viajáis a toda velocidad y descubriréis el verdadero rostro de América”. Había sido una broma desde el principio. Al otro lado de las ventanillas de sus viajes solo había oscuridad, y siempre habría solo oscuridad. Y así acepta, resignada, su destino: Como si en el mundo no hubiera lugares adonde escapar, solo lugares de los que huir

Ese tren al que alude su título se “dibuja” en la novela con una doble condición, realista y simbólica, lo que dota al libro de una innegable carga onírica, aproximando algunas de sus partes a un estilo como de realismo mágico. Y es que, en efecto, el “ferrocarril subterráneo” tuvo una existencia real, y la expresión representaba el nombre en clave de una red clandestina de casas, iglesias y refugios sostenida por negros libres, blancos abolicionistas y activistas cristianos para la liberación de los cautivos. Su misión, valiente y arriesgada, esforzada y difícil, era facilitar la fuga de esclavos, ayudándoles a llevar a cabo el peligroso viaje hacia el Norte -con la libre y deseada Canadá como horizonte último-, ofreciéndoles alimento, cobijo y transporte en su escapada. Pero el gran hallazgo de Whitehead, la magnífica idea en torno a la que se construye el libro, es convertir ese ferrocarril simbólico que da nombre a la organización “liberadora” (El ferrocarril subterráneo es más que sus operarios... tú también eres el ferrocarril subterráneo. Los pequeños ramales, las grandes líneas principales. Tenemos las locomotoras más modernas y las máquinas más antiguas, y tenemos balancines como ese. Va a todas partes, a lugares que conocemos y otros que no. Teníamos este túnel aquí mismo, debajo de nosotros, y nadie sabe a dónde conduce. Si nosotros mantenemos en funcionamiento el ferrocarril y ninguno ha conseguido averiguarlo, quizá tú sí que puedas), en un tren verdadero aunque “irreal”, un submundo oculto bajo tierra, con sus estaciones, sus túneles, sus vías, sus maquinistas y fogoneros, sus locomotoras y sus vagones discurriendo por unos raíles imposibles que se extienden, en una fantasmagoría de existencia puramente novelesca pero de una formidable potencia literaria, por debajo de todo el territorio de Estados Unidos. 

Quiero, antes de cerrar esta reseña, comentar algún otro aspecto destacado de la novela que, junto a la rigurosa descripción de la trágica cotidianidad de la esclavitud y a este interesante hallazgo de la ficticia pero muy lograda y verosímil y narrativamente eficaz invención de la ilusoria red de trenes subterránea, contribuyen a hacer del libro una obra sobresaliente. Se trata de los vínculos que, de manera consciente y reiterada aunque no siempre explícita, el autor establece entre el propósito, las circunstancias, los planteamientos y las condiciones en los que se desarrolló la aberrante esclavitud, y sus equivalentes en otros dos momentos históricos, la “conquista” de América por los colonos pioneros, descendientes de los británicos desembarcados en el Mayflower, con las consiguientes matanzas de los indios, y, por otro lado, el holocausto, el intento organizado y sistemático de exterminio del pueblo judío en la Alemania nazi, al que me he referido en este espacio más de una vez en los últimos meses, con ocasión de la presencia en Madrid de la indispensable exposición, Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, que desde aquí vuelvo a recomendaros con enfervorizada urgencia, al haberse prolongado su estancia en la capital hasta febrero de 2019. 

Whitehead considera la esclavitud como una manifestación más de lo que en su obra denomina el imperativo americano, una inexorable voluntad de conquista y dominio, de “incautación” del mundo, que caracterizó a los primeros habitantes blancos llegados al inmenso y casi virgen continente norteamericano; una voluntad, un “espíritu”, una misión que los llevó a invadir, ocupar y someter territorios y gentes, arrasándolo todo, destruyendo y depredándolo todo, acabando con quienes se oponían a su ocupación. Como afirma explícitamente uno de los negreros: Después de tantos años, yo prefiero el espíritu americano, el que nos trajo del Viejo Mundo al Nuevo para conquistar, construir y civilizar. Y destruir lo que haya que destruir. Para iluminar a las razas inferiores. Y si no, subyugarlas. Y si no, exterminarlas. Nuestro destino por prescripción divina: el imperativo americano. Esa exigencia, ese mandato -el de la dominación y el sometimiento-, que parecen llevar inscritos en sus genes los humanos, estadounidenses o no, y que se ejerce sobre continentes y personas, sean indios o negros, cosifica todo lo que encuentra a su paso, meros objetos del poder destinados al acatamiento y la apropiación: He aquí el verdadero Gran Espíritu, la hebra divina que conectaba todo empeño humano: si puedes conservarlo, es tuyo. Tu propiedad, esclavo o continente. El imperativo americano. Arribados al Nuevo mundo tras escapar de guerras y persecuciones, impusieron en los espacios de acogida un opresivo régimen aún más tiránico que aquel que dejaban atrás: Los blancos habían llegado a estas tierras para empezar de cero y escapar de la tiranía de sus amos, igual que los negros libres habían huido de los suyos. Pero los ideales que enarbolaban para sí, se los negaban a otros. Estados Unidos se construyó -se sigue construyendo- sobre la violencia y la imposición, sobre la injusticia y la crueldad; este sería uno de los “mensajes” del libro, como podréis comprobar en el fragmento que os dejo como cierre a este comentario. 

De un modo no directo y expreso, El ferrocarril subterráneo remite, a mi juicio de manera inequívoca, a otro episodio funesto de la historia de la humanidad: la masacre de los judíos perpetrada por el delirio hitleriano en la primera mitad del siglo XX. Influido quizá por la mencionada visita a la sobrecogedora exposición sobre Auschwitz a la que ya he aludido en semanas anteriores, lo cierto es que en el curso de la lectura del libro han sido numerosas las ocasiones en las que “saltaba” el paralelismo entre ambos horrores, entre ambas funestas tareas de aniquilación, la esclavitud que narra Whitehead y la “solución final” puesta en marcha por el nazismo. Las bodegas de los barcos negreros convertidas en un amasijo de seres hacinados, obligados a convivir sin espacio, entre deposiciones y cadáveres, como correlato de los trenes de la muerte del Tercer Reich; la indigna “estabulación” de los esclavos en precarios habitáculos en las plantaciones y la de los judíos en barracones, cámaras de gas, crematorios, unos y otros tratados con menor consideración que el ganado (Las conducían en manada y las domesticaban. Ya no eran pura mercancía como antes, sino ganado: criado, capado. Encerrado en residencias que eran como gallineros o conejeras); la tasación de los esclavos (Los hombres sanos y las embarazadas valían más que los menores) y la siniestra contabilidad de los campos; el “marcado” de los esclavos (Todos estamos marcados aunque no se vea, por dentro, si no por fuera, y la herida del bastón de Randall era exactamente lo mismo, la marca de que Cora le pertenecía) y los ignominiosos tatuajes de los judíos en los lager; los experimentos pretendidamente científicos en las regiones esclavistas con los negros como conejillos de Indias (Los negros participaban en un estudio sobre las fases latentes y terciarias de la sífilis) y las perversas prácticas de los doctores de Auschwitz, con la diabólica figura de Mengele sirviendo de espeluznante ejemplo, con judíos, homosexuales, gitanos, discapacitados o gemelos como víctimas; la esterilización de las “razas inferiores” como técnica eugenésica en los dos “frentes” (Con la esterilización estratégica -primero de las mujeres pero, a su debido tiempo, de ambos sexos- podríamos liberarnos de la esclavitud sin miedo a que nos asesinaran mientras durmiéramos). 

En fin, sin tiempo ya para más comentarios y con la inquietud en nuestra alma -¿la Humanidad está condenada a repetir una y otra vez sus trágicos errores, sus infaustos desastres, sin que importe el tiempo pasado y las aciagas experiencias vividas?- os dejo recomendándoos enfáticamente la lectura de este durísimo pero pese a ello conmovedor y esperanzado El ferrocarril subterráneo, la espléndida novela de Colson Whitehead que publica Penguin Random House. En sus agradecimientos finales, el autor cita algunos músicos y canciones que lo acompañaron en la redacción del libro. No atiendo, sin embargo, a esas referencias de presencia por lo demás aquí admisible y cierro esta reseña con un blues, de los orígenes del género, interpretado por una mujer, negra y norteamericana. La gran Bessie Tucker, nacida en torno a 1905, entona con su melancólica voz un lamento desgarrado, Penitentiary



Y América también es una vana ilusión, la mayor de todas. La raza blanca cree, lo cree con toda su alma, que está en su derecho de apropiarse de la tierra. De matar indios. De hacer la guerra. De esclavizar a sus hermanos. Si hay justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad. Y, sin embargo, aquí estamos. 

Se supone que debo responder a la petición de Mingo de un progreso gradual, de cerrar las puertas a los necesitados. Se supone que debo contestar a quienes opinan que este lugar está demasiado cerca de la penosa influencia de la esclavitud y que deberíamos trasladarnos al oeste. No tengo respuesta. No sé lo que deberíamos hacer. Nosotros, en plural. En cierto sentido, lo único que tenemos en común es el color de la piel. Nuestros antepasados vinieron todos del continente africano. Es bastante grande. El hermano Valentine tiene mapas del mundo en su espléndida biblioteca, podéis consultarlos. Nuestros antepasados tenían medios de subsistencia distintos, costumbres diversas, hablaban cien lenguas diferentes. Y esa gran variedad llegó a América en las bodegas de los barcos negreros. Al norte y al sur. Sus descendientes tabaco, cultivaron algodón, trabajaron en grandes haciendas y en granjas más pequeñas. Somos artesanos y comadronas y predicadores y buhoneros. Manos negras levantaron la Casa Blanca, la sede del gobierno de la nación. Nosotros, en plural. Nosotros no somos un pueblo, sino muchos pueblos. ¿Cómo puede una persona hablar por esta raza, grande y bella, que no es una raza, sino múltiples razas, con un millón de deseos y esperanzas y anhelos para nosotros y para nuestros hijos? 

Porque somos africanos en América. Una novedad en la historia del mundo, sin modelos para lo que seremos. 

El color tendrá que bastar. Nos ha conducido a esta noche, a este debate, y nos conducirá al futuro. Lo único que sé de verdad es que nos alzaremos y caeremos como uno solo, una familia de color vecina de una familia blanca. 

Tal vez no conozcamos el camino que atraviesa el bosque, pero podemos levantarnos unos a otros cuando caigamos y llegaremos juntos. 



Colson Whitehead. El ferrocarril subterráneo

miércoles, 14 de noviembre de 2018

 NURIA VIDAL. ESCENARIOS DEL CRIMEN; JIM HEIMANN. DARK CITY. THE REAL LOS ANGELES NOIR

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale a vuestro encuentro un miércoles más en la sintonía de Radio Universidad de Salamanca con una nueva recomendación de lectura con la que cerramos por ahora -el género da para mucho más y sin duda volverá a reaparecer en nuestro espacio- una breve serie de propuestas centradas en el ámbito del thriller, de la literatura policial y detectivesca, que os hemos venido ofreciendo desde hace aproximadamente un mes, cuando, con ocasión de la entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras, os hablé aquí de Fred Vargas. En el caso de esta semana, y a diferencia de las emisiones precedentes, no os traigo un libro de ficción en sentido estricto, primero porque serán dos y no una las obras comentadas, y segundo porque ambos libros son ensayos o trabajos de investigación documental e histórica más que creaciones literarias propiamente dichas. Lo noir, sin embargo, el hilo conductor que ha enlazado estos nuestros últimos programas, sí está presente, y de manera destacada, en los dos títulos, altamente recomendables como a continuación podréis comprobar. 

Mi primer consejo de hoy es Escenarios del crimen, un espléndido volumen, presentado en gran formato, con sobrecubierta y encuadernación en cartoné, con una cuidada tipografía a varias tintas sobre un papel de calidad, conformando una edición repleta de formidables ilustraciones fotográficas que incluyen carteles de películas, fotogramas y localizaciones, en un muy sugestivo repaso de los espacios del crimen en el cine. El libro, que publicó la editorial Océano en un lejano 2004 -lo que lo hace prácticamente inencontrable fuera del mercado de segunda mano-, es obra de Nuria Vidal, reconocida crítica de cine y escritora. Nacida en México en 1949, publica regularmente en diversas revistas especializadas, habiendo trabajado en distintos programas de televisión dedicados al cine. Igualmente ha participado con asiduidad -y lo sigue haciendo- en festivales de cine, como Sitges, San Sebastián, Turín, Pesaro, Gijón, Verona, Las Palmas, Oporto, y fue delegada en España de la Berlinale. Desde 2008 imparte clases de Crítica de Cine en la ESCAC, la Escuela de cine de Cataluña. Es, además, autora de más de veinte libros sobre el séptimo arte, razones todas más que convincentes para acercarse a este ambicioso y fascinante Escenarios del crimen en el que, como puede deducirse de su título, la autora repasa el inabarcable tema de los entornos cinematográficos del asesinato, la ingente y variada cantidad de “sitios” en los que tienen lugar los crímenes en las películas. 

Nuria Vidal comienza por delimitar conceptualmente el sentido de su trabajo. Analiza así la noción de “escenario”, los posibles lugares, los espacios físicos -que luego detallaremos- en los que se comete un crimen. Unos lugares que se rastrearán no en el mundo externo a las pantallas sino, como se ha dicho, entre el metraje de los films. En este sentido, su búsqueda se desarrollará principalmente, y así se mostrará en el texto, en películas del género negro, tan parecido a la vida real y fiel reflejo de ella, casi siempre, con su realismo y su contemporaneidad, pero habrá cabida también en el libro para otras cintas no estrictamente pertenecientes al género. 

Con respecto al vocablo “crimen”, que admite en su seno a cualquier delito grave, la autora parte de una posición de principio voluntariamente restrictiva, pues circunscribe su análisis exclusivamente a los asesinatos (una restricción relativa, pues en el cine negro, crimen y asesinato suelen ser términos coincidentes). Dentro de ellos establece también una elemental tipología de las razones que llevan a sus autores a perpetrar sus “fechorías”: se mata -escribe- por amor, por dinero o por poder. A esas tres yo añadiría dos más: por error y por estupidez. Y en todas estas causas indagará en su muy bien documentado ensayo, aunque muchos de los crímenes expuestos en estas páginas -avanza- responden única y exclusivamente a la necedad de quien los comete

Establecido, pues, el amplio universo potencial de sus pesquisas, Vidal se lanza a la investigación, buscando “un crimen en un escenario”, sin más límite teórico que los ya expuestos y sin estrechos apriorismos ideológicos ni propósito alguno de presentar un panorama representativo o académicamente correcto en el que afloraran, fruto de la aplicación de un rígido corsé sistemático, todas las posibles manifestaciones del universo estudiado. Este libro se ha ido haciendo a sí mismo de una forma natural, señala en el prólogo; para añadir: estaba dispuesta a dejarlo crecer solo. Sin embargo, su enorme erudición y su evidente eclecticismo acabaron por conformar una muestra en efecto variada y significativa -yo diría que exhaustiva- de la temática planteada; una extensa y detallada selección en la que se presentan setenta y ocho películas, de las cuales, por razones obvias, dado el auge del cine negro en aquella filmografía, cuarenta y seis son norteamericanas. Hay, además, veintiséis europeas, con una especial presencia, trece títulos, del cine francés -con la notoria relevancia del “polar” entre sus preocupaciones estilísticas-, siete del Reino Unido y seis de España. Igualmente, se reseñan dos cintas de México, una peruana, una japonesa, una de Australia y otra de Nueva Zelanda. Esta diversidad, y un cierto equilibrio, se reflejan también en las épocas a las que se adscriben las películas escogidas, con veintiséis que podríamos situar en el cine clásico (el de la etapa que va de 1930 a 1950), veintinueve del “cine moderno” (de 1960 a 1980), y veintitrés contemporáneas, en una actualidad que, dada la fecha de presentación del libro, se detiene a principios del siglo. 

Las doscientas treinta páginas de Escenarios del crimen se dividen, tras un breve preámbulo introductorio, en siete capítulos centrados en otros tantos “espacios criminales” y que se organizan conforme a una estructura común. La casa, el trabajo, la ciudad, el pueblo, la naturaleza, el viaje y el pasado son los ejes en torno a los que se articula el estudio de la autora. Cada uno de esos frentes se abre con un breve comentario explicativo de la importancia y la significación del espacio elegido. A continuación, y divididas en secciones unidas por un hilo conductor más reducido dentro del criterio general, aparece un listado de películas relacionadas con dicho entorno, de cada una de las cuales se incluye una también sucinta monografía -apenas dos páginas por título- en la que, además de una completa ficha técnica y artística y una muy básica sinopsis argumental, se ofrece el análisis de cada film desde el punto de vista de su escenario, junto a citas, anécdotas, glosas a las fotografías que acompañan al texto, fragmentos de críticas o curiosidades varias. El libro se cierra con un índice de directores -que recoge ochenta y tres referencias-, otro de películas y una bien elegida bibliografía. 

Ante la obvia imposibilidad de dar cuenta, siquiera mínimamente, del inmenso caudal de jugosa información que puebla el libro, os dejo ahora una breve muestra de lo esencial de cada uno de sus capítulos mencionando algunas de las películas más relevantes que aparecen en ellos. Así, la sección dedicada a la casa, presentada como el espacio de la intimidad, se abre a cuatro apartados principales -las inmediaciones, la biblioteca, la cocina y el dormitorio- y uno final de menor extensión que trata de las “mansiones del crimen”. Entre sus páginas podemos encontrar títulos como El crepúsculo de los dioses, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Arsénico por compasión, Instinto básico o Rebeca

El trabajo, que centra el segundo apartado del libro, es, para Nuria Vidal, la oportunidad del crimen, pues son muchas las horas que pasamos en él y por ello entre las paredes de los centros laborales surgen, con frecuencia, ocasiones propicias para el asesinato. En el capítulo recorremos despachos de detectives -cómo no-, agencias de seguros, escuelas, estudios fotográficos, inmobiliarias, casinos y, en general, todo tipo de oficinas siniestras. ¿Qué aficionado al cine no recuerda, en relación con estas tipologías, películas como El halcón maltés, Perdición, Las diabólicas, El fotógrafo del pánico, Vivamente el domingo, Casino o El sueño eterno

En el capítulo dedicado a la ciudad, cuya nota “espacial” distintiva es la que la conceptúa como el territorio de la soledad y el anonimato y, por tanto, de la impunidad, se ofrecen al lector tres subdivisiones: la calle, con títulos como Scarface, Al final de la escapada o Días contados; otros espacios urbanos, con el parque de atracciones de La Dama de Shanghai, el jardín de Blow-up o el almacén vacío de Reservoir dogs, como principales ejemplos; y una coda final, Ciudades peligrosas, que recoge cintas ambientadas en Tokio, Medellín, Roma o Nueva York como destacados escenarios metropolitanos teñidos por la claustrofobia y la violencia. 

El pueblo representa el aislamiento, las vastas extensiones deshabitadas y vacías, el cerrado y a menudo mezquino ambiente rural en el que las envidias, la inquina y la maldad primitiva, ancestral, desencadenan los crímenes. Ranchos, caminos, senderos, campos desiertos, toman el protagonismo en películas como A sangre fría, Malas tierras o Sangre fácil, u otras con escenarios pueblerinos amenazantes, vengativos, violentos, misteriosos, silenciosos, como ocurre con Twin Peaks, Fargo o Perros de paja

Vinculada a lo rural está la naturaleza, objeto de la quinta sección de la obra. El pico de una montaña, los rápidos de un río, la vasta extensión de las aguas de un lago, los rompientes de unas rocas, el silencio de una playa, la profundidad de un bosque entrañan, a juicio de la autora, la dificultad, el acceso complicado, los inconvenientes para los desplazamientos, la lejanía, el abandono, la soledad, la falta de medios idóneos para llevar a cabo el crimen. En esos espacios hostiles se ambientan películas como El último refugio o El tesoro de Sierra Madre, Deliverance o La noche del cazador, Camino a la perdición o Bwana, Muerte entre las flores o Furtivos. El apartado se completa con una selección final de “paisajes letales”: desiertos, cataratas, precipicios, interminables superficies heladas o selvas con importante presencia en las pantallas. 

El viaje, un momento de cambio en el que el tiempo se suspende y que, por lo tanto, supone una situación inestable, provisional, que lleva consigo inseguridad, es otro territorio común para el asesinato cinematográfico. Carreteras, trenes, barcos u hoteles pueblan una división del libro en la que aparecen películas como Bonnie & Clyde, El cartero siempre llama dos veces, Thelma y Louise, Asesinato en el Orient Express, El amigo americano, El cabo del miedo, Calma total, Psicosis o El resplandor. Bajo la rúbrica Lugares exóticos el capítulo se cierra con la mención a films ambientados en espacios legendarios envueltos en misterio como Shangai, Casablanca, Martinica, Egipto o las Islas Reunión. 

Por último, el apartado final del libro recrea el pasado como espacio mental del crimen. La memoria imborrable de ciertos “hechos malvados”, pretéritos pero no olvidados, contamina el presente de los asesinos o de las víctimas inocentes que los han sobrevivido. Ello ocurre, entre otras, en Retorno al pasado, Vértigo, De repente, el último verano, Recuerda o Muerte de un ciclista

Esta dimensión espacial del asesinato, aunque circunscrita en este caso a una única ciudad, Los Ángeles, y referida a su vertiente real y no a la de la ficción cinematográfica -aunque, como se ha dicho, ambos enfoques presentan muchos puntos coincidentes-, constituye el núcleo central de otro espléndido y voluminoso libro, Dark City. The real Los Angeles Noir, que presentó el pasado 2017 la prestigiosa editorial Taschen. Tras una enjundiosa introducción de Jim Heimann, editor ejecutivo de la división americana de la editorial, antropólogo cultural, historiador y ávido coleccionista, la deslumbrante obra recoge en sus 480 inolvidables páginas centenares de fotografías y recuerdos del submundo de la ciudad estadounidense entre la década de 1920 y finales de 1950, en una antología del lado más oscuro de una ciudad que ha sido tantas veces escenario principal de infinidad de novelas y películas del género negro. El libro, como tantos otros de la editorial alemana, es una maravilla en cuanto objeto. Encuadernado en tapa dura, con un formato muy amplio (25 x 27,8 cm.) que permite disfrutar con delectación de las formidables imágenes, presentado en un llamativo estuche e incluyendo entre sus páginas facsímiles de recortes de revistas de la época, archivos de museos, infinidad de fotografías de fuentes diversas -¡¡incluso de depósitos de cadáveres!!- y hasta unos impactos de bala troquelados que acentúan la sensación de realismo que se deduce de su contenido, la obra se presenta en edición plurilingüe, que, por desgracia, no incluye el castellano: alemán, francés e inglés.

Los miles de imágenes que ofrece el libro nos muestran, en capítulos de títulos muy evocadores (En estas calles siniestras, Asesinato y caos, Tierra glamourosa, Locos, chiflados y salvación, Titulares del crimen, Crimen y corrupción), la dimensión más siniestra de una ciudad cuya historia de crimen y delincuencia podemos conocer en el interesante análisis de Heimann en su indispensable preámbulo al libro. En los días que se documentan en la obra, Los Ángeles era -en realidad siempre ha sido- dos ciudades distintas. Por un lado, estaba la gran urbe -creada de la nada en mitad del desierto y crecida de un modo acelerado y fulgurante-, el refulgente paraíso del sol y las playas, del permanente buen tiempo y las interminables hileras de naranjos, la esplendorosa ciudad del dinero y el éxito, de los casinos y la opulencia, de las mansiones y los clubes de moda, de los astros de Hollywood y los rodajes de películas. Pero tras esa imagen luminosa se escondía otra realidad más lóbrega en la que afloraban la depravación y el vicio, la prostitución, los juegos de azar y las drogas, las mafias, la delincuencia y los asesinatos, los cuerpos acribillados, el sensacionalismo de los noticieros, los periodistas a sueldo de los grupos criminales, los fotógrafos de prensa venales, los jueces comprados y las fuerzas policiales notoriamente corruptas. La magnífica obra que nos ofrece Taschen con su consabida pulcritud formal nos permite apreciar, con el rigor y la verosimilitud de una excelente crónica documental, las escenas del crimen, las morgues y los peligrosos barrios marginales en los que apenas nadie podía entrar, la suciedad y la mugre urbana, los cadáveres aparecidos entre escombros o a la puerta de un garito, el terror en las caras de las víctimas supervivientes, en un recorrido completísimo por la abyección y la miseria moral más descarnadas.

Desde su nacimiento, Los Ángeles siempre arrastró una pésima reputación de ciudad infernal. A mediados del siglo XIX, escribe Heinmann, la ciudad estaba llena de asesinos, vigilantes, ladrones y prostitutas. Las calles eran caminos de baches por los que deambulaban los perros mil razas y en los que a cada poco aparecían animales muertos. Ya en esas fechas las crónicas periodísticas daban cuenta de diversos hechos espeluznantes sucedidos en sus calles, pobladas por una multitud abigarrada, una masa de aluvión que viajaba a California imantada por el brillo de las luces, en busca de dinero fácil, atraída, codiciosa, por la quimera del oro y el petróleo, por la rica fecundidad de los desbordantes recursos naturales. Desde muy pronto pueden datarse masacres de inmigrantes chinos, peleas cruentas, estafas, falsificaciones, fraudes, escándalos varios, negocios turbios, en un ambiente general que mezclaba la especulación, las fortunas rápidas, el crecimiento desmesurado y las posibilidades de lucro con los delitos, las extorsiones, los ajusticiamientos, los saqueos, los sobornos, los chantajes, las torturas, las ejecuciones sumarias, el envilecimiento y el vicio, la podredumbre y la sordidez.

Dark City repasa en imágenes esas intensas décadas de la ciudad, tanto en su somero recorrido histórico -en el texto inicial de Jim Heinmann- como, sobre todo, en las muy reveladoras instantáneas que constituyen el elemento principal del libro. Y así, avanzando entre sus páginas, vemos esos tortuosos inicios, ya comentados, marcados por el conflicto derivado de la llegada masiva de gentes a la ciudad, la explosión demográfica, el auge inmobiliario. Más tarde, en los años veinte, las sangrientas consecuencias de la prohibición de la venta de bebidas alcohólicas: la profusión de bares, tabernas y tugurios clandestinos, los almacenes de elaboración de alcohol, las rutas de importación y distribución; también la proliferación de automóviles como consecuencia de la vasta extensión de su topografía inacabable, prácticamente ilimitada -800 kilómetros cuadrados, en su origen, cruzados por infinidad de carreteras, aprovechadas, por la distancia, por la lejanía, por la impunidad que proporcionan, como escenarios del crimen-; los nuevos espacios de entretenimiento y ocio: casas de apuestas y salas de juegos, hipódromos y canódromos, pistas de carreras y salones de boxeo, fuentes todos de delitos; la locura hollywoodiense, el reino del lujo y el glamour, la sofisticación de las estrellas, pero también las amoralidad desenfrenada, las orgías, los escándalos sexuales, y con ellos las cohortes de facinerosos, hampones y maleantes que sacaban tajada de los ignominiosos excesos de los lujuriosos actores, las insaciables divas y las celebridades degeneradas; y como reacción a tanta desmesura, la multiplicación de predicadores y evangelistas, reverendos, sermoneadores y propagandistas varios, con frecuencia tan deshonestos y licenciosos como aquellos a quienes pretendían denunciar, aunque aparecían a veces reformistas íntegros capaces de ayudar a la regeneración de la ciudad.

Los años treinta son los de la expansión de la gran ciudad, convertida ya en el emblema del sueño californiano. Llegan gentes de todo tipo y condición: estrellas potenciales, víctimas de la Gran Depresión, vagabundos desplazados, buscadores de quimeras, un caldo de cultivo perfecto para el crecimiento de la criminalidad. Conjuras políticas, turbias tramas policiales, asesinatos racistas, encarnizadas luchas entre bandas de gánsteres locales y estatales, florecimiento del mercado negro en vísperas de la segunda guerra mundial acompañan el crecimiento de la ya entonces gran megaurbe.

La presencia de soldados y marineros de permiso en los primeros años de la década de los cuarenta, con la contienda mundial en su apogeo, y la inmigración masiva, sobre todo mexicana, acrecientan las tensiones raciales, los enfrentamientos entre pandilleros, tribus urbanas y grupos de jóvenes. La relativa decadencia de Hollywood, coincidente con la simultánea eclosión de Las Vegas, queda “compensada” con el incipiente crecimiento de los clubes de jazz, los juke joints, los antros de música, los oscuros ambientes cool frecuentados por negros. Crecen los locales de striptease y las ambiguas salas de burlesque, las casas de juego y los clubes de naipes, muchos de ellos ilegales. Aparecen y prosperan entretenimientos novedosos que acaban lindando con lo criminal: colonias nudistas que se convertirán en focos de pornografía, peleas de gallos que acabarán en refriegas entre sus dueños. Se mantienen la prostitución y el comercio sexual. Se dispara el consumo de marihuana y, en consecuencia, los muchos delitos adyacentes.

Con el correr de los años cincuenta se incrementa la criminalidad por el desmesurado crecimiento de unos suburbios -barrios enormes de hormigón entrecruzados por autopistas- que albergaban a millones de desplazados del sur del Estados Unidos, víctimas de la posguerra. La siniestra fama de Los Ángeles ha trascendido los límites de la ciudad real -esa que se muestra en las páginas del libro- y puebla ya -estilizada, convertida en ficción- los títulos cinematográficos y las novelas policiacas, ámbitos en los que se acuña y empieza a reconocerse el sello “L.A. Noir”. Pese a que, como señala Heinmann, a partir de la década de los sesenta casi todas las ciudades importantes de los Estados Unidos podrían competir con el récord criminal de L.A., las obras de James Ellroy o Walter Mosley -reciente ganador del Premio RBA de novela negra en nuestro país-, o películas como Chinatown y L.A. Confidential, entre infinidad de ejemplos, han recuperado la condición mítica -tristemente mítica- de una ciudad que ha sido considerada durante mucho tiempo la cuna del delito y del vicio, del pecado y el crimen. Todo ello está en este magnífico Dark City. The real Los Angeles noir, el espléndido reflejo, el trasunto “verdadero”, histórico, palpitante y real de esa legendaria ciudad que tantas veces hemos visto en el cine o leído en los relatos del género negro.

Como acompañamiento musical a mi reseña de hoy os dejo The lady is a tramp, un clásico interpretado por el Gerry Mulligan Quartet en la banda sonora de la excelente película de Curtis Hanson, ya mencionada, L. A. Confidential.


LOS ANGELES

Su solo nombre evoca visiones de amores y aventuras: Hollywood, el sol, las playas y las interminables hileras de naranjos. Reproducida hasta el infinito durante más de un siglo, esta resplandeciente y brillante imagen que presentaban al mundo los impulsores de la ciudad y la cámara de comercio formaba parte de una muy bien preparada campaña promocional. Mientras tanto, burbujeando bajo la superficie de esta campaña de relaciones públicas la Ciudad de los Ángeles disimulaba su otro rostro. La cara oscura de Los Ángeles se corrompía como naranjas pudriéndose bajo el perpetuo sol. 

Los fotógrafos comerciales y de la prensa desempeñaron un papel primordial en la construcción de la imagen de la ciudad. En el curso de los años que enmarcaron su intenso desarrollo, capturaron un retrato preciso de una ciudad en proceso de invención. Las fotografías de la década de 1920 hasta la década de 1950 ofrecían un paisaje cambiante de calles en obras, colinas niveladas y edificios construidos y luego eliminados para dejar espacio a nuevas estructuras. Las fotos también detallaban los clubes nocturnos y los bares, los cadáveres enterrados, las formas sin vida sobre las camillas de las salas de autopsias, las celebridades de Hollywood, los políticos, los vagabundos de los bulevares y los autoproclamados salvadores del alma. Estas imágenes mostraban los lados luminosos y sombríos de una ciudad absorta en el presente y mirando hacia el futuro. Documentaban una ciudad en constante cambio, evolucionando rápidamente de las chozas de adobe a la 'Maravilla del Oeste'. 

Los fotógrafos podían dar una imagen positiva o negativa de la ciudad. Las fotos glamourosas ayudaron a traer a miles de nuevos residentes a la región. Las imágenes promocionales de las montañas, el sol y las playas prometían una vida mejor de posibilidades ilimitadas, pero los periódicos y los tabloides mostraban a los recién llegados que la visión seductora no daba cuenta de toda la realidad. La otra cara de la moneda escondía una California del sur diferente, en la que florecían las drogas, los delincuentes, los asesinatos sórdidos, las prostitutas, los cuerpos acribillados y una fuerza policial notoriamente corrupta. Era el otro Los Ángeles, una ciudad inundada de corrupción y pecado. La foto de estudio y la instantánea captando el momento. Lo bueno y lo malo. La ciudad que hace soñar y la ciudad de la que escapar. Ambas versiones fueron responsables de crear la mítica Ciudad de los Ángeles. Las fotos y los artículos contaban la historia de una ciudad en su reverso, documentada en blanco y negro y proporcionando la realidad que iba a estar detrás de la ficción de las novelas.

  
Nuria Vidal. Escenarios del crimen

miércoles, 7 de noviembre de 2018

MICHAEL SIMS. DETECTIVES VICTORIANAS

Hola buenas tardes. Sed bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy continuamos con la serie, que iniciamos hace casi un mes, en la que durante cuatro emisiones -y con la sola interrupción del pasado miércoles, para presentar un libro vinculado al Día de difuntos- os estoy ofreciendo distintos libros centrados, desde enfoques muy diversos -novelas, ensayos y cuentos- en el noir, el género detectivesco o policiaco. Además, en otra de las constricciones que voluntariamente me he impuesto para conformar la muestra, en todos los libros son las mujeres las que asumen el protagonismo, bien sea como autoras o como personajes principales de la trama. 

Como recordaréis nuestros seguidores, en la primera entrega apareció, en una emisión no radiada, Tana French y su magnífico Intrusión. Quince días atrás os hablaba con entusiasmo de la obra de Fred Vargas, uno de los nombres destacados del género y, al margen de etiquetas, una excepcional escritora, que recibió por ello -y esa fue la excusa para hablaros de sus libros- el Premio Princesa de Asturias de las Letras en su edición de 2018, cuya ceremonia de entrega tuvo lugar el pasado 19 de octubre. 

En el programa de esta tarde os traigo una obra miscelánea, un volumen de relatos espléndido, recopilado y presentado por Michael Sims, escritor él mismo y experto especialista en la historia de la literatura criminal. Se trata de Detectives victorianas, una selección de cuentos -once en total, publicados entre 1864 y 1915- en los que otras tantas perspicaces investigadoras resuelven enredados casos policiales con una eficacia llamativa tanto por la aparente imposibilidad de esclarecimiento de los enigmáticos sucesos planteados, como por tratarse de las primeras mujeres que se desenvuelven en un medio a priori tan insólito para las féminas del siglo XIX como es el de la indagación detectivesca. El volumen, que se subtitula de modo muy conveniente y esclarecedor Las pioneras de la novela policiaca, vio la luz en su edición original en 2011 y, en la versión española, el pasado 2017. Publicado por Siruela, el volumen cuenta con la traducción de Laura Salas Rodríguez, a la que se le cuelan algunos deslices, como, entre otros, un terrorífico “sentada enfrente mía”, o un uso ciertamente errático de las locuciones repanchigarse o repanchingarse que, siendo ambas válidas, se alternan en el texto induciendo a confusión. 

La compilación se abre con un jugoso e ilustrativo prólogo del propio Sims en el que se rastrean los orígenes de la presencia de las mujeres en el mundo policial -el real y el literario- de la sociedad victoriana. El primero de los enfoques, el sociológico, nos lleva a la descripción, somera pero significativa, de la bulliciosa actividad en las calles del Londres de la Revolución Industrial, un caos de gentes que arriban a la ciudad y se desplazan frenéticamente por sus aceras creando el caldo de cultivo para la actividad delictiva. En esa exaltada agitación proliferan carteristas, rateros y hasta criminales de mayor enjundia. El elenco de desmanes callejeros recogido por Sims es prolijo y ciertamente aterrador: desvalijamientos, robos a mano armada, asaltos, asesinatos, infanticidios, violencia conyugal, crímenes motivados por el odio racial… Partiendo de semejantes inicios, no es de extrañar que las consiguientes historias de detectives, desde sus primeros momentos, tengan como escenario -más allá de algunas incursiones rurales- las abarrotadas calles de las grandes ciudades, sobre todo de Londres, pero también de Nueva York o París. Un arte urbano, así califica el antólogo al género en sus etapas germinales (siéndolo también, en general, en la mayor parte de su desarrollo posterior). 

En ese entorno social londinense -hay algunos relatos ambientados en los Estados Unidos, pero son los menos-, tan dickensiano, se desenvuelven las historias que recoge el libro, que no sólo se centran en la estricta época victoriana sino que se prolongan hasta la Primera Guerra Mundial, permitiéndonos ver cómo cambiaron los tiempos en la generación que siguió a la muerte de la reina Victoria. Desde este punto de vista, resulta curioso e interesantísimo el breve inciso acerca de la evolución de los vehículos presentes en las narraciones policiacas: carruajes, cupés, landós, sillas de posta o el cabriolé, vehículo icónico de la ficción detectivesca; igualmente, y con posterioridad, el tren. El siglo victoriano entró conducido por caballos y salió tras una máquina que escupía humo y se alimentaba de carbón, síntesis afortunada que podemos leer en el prólogo. Especial mención merece, por su valor simbólico, la bicicleta, objeto de un excurso muy elocuente -del que dejo una muestra al término de esta reseña- y en el que el ingenio y la erudición de Sims se manifiestan en su máxima expresividad. Así, comparecen en el texto desde el irónico comentario de Mark Twain -Cómprense una bicicleta. No lo lamentarán, si viven para contarlo-, hasta, en 1897, la popularización de los bloomers, la denominación en inglés para los pololos, llamados así en honor a la sufragista estadounidense Amelia Jenks Bloomer, que argumentaba que las mujeres debían sustituir sus capas de enaguas por algo parecido a los pantalones turcos (fundamentalmente para facilitar sus desplazamientos en bicicleta y, consiguientemente, su autonomía y su libertad, como demostrarán “nuestras” atrevidas investigadoras). Bloomer había sido la autora de la revolucionaria frase La ropa de la mujer debería adecuarse a sus deseos y necesidades, tan descriptiva del cambio de los tiempos. Desde esa misma lógica, se recogen los comentarios de la reformista feminista Ada Ballin, que en The Science of Dress sostendrá que los encajes ceñidos deben desaparecer de la mente y el cuerpo de la mujer que desee conducir el caballo de hierro. Como se ve, los avances técnicos tendrán su traducción en las actitudes íntimas y hasta en la nueva moral femenina, más desprejuiciada, más libre, más atrevida. La bicicleta aparecerá entonces como el emblema de la nueva mujer y, así, el vehículo está presente a menudo en los cuentos de la antología, cuya portada, preciosa, recoge una estampa que ejemplifica esa carga simbólica del artilugio. 

El género policiaco, fuertemente imbricado, como se ha dicho, en la vida real, se muestra no sólo como reflejo de ésta, sino incluso con valor anticipatorio con respecto a los avances sociales. Y así ocurre, en efecto, con las mujeres detectives, que llegaron a la ficción antes, en ocasiones, que a la realidad de las investigaciones en las comisarías. Michael Sims da cuenta de la génesis de esas labores policiales modernas, con un breve pero apasionante recorrido que nos lleva desde los Bow Street Runners, que a mediados del siglo XVIII corrían de un lado a otro para arrestar a delincuentes y repartir citaciones o mandatos judiciales, hasta la Ley de la Policía Metropolitana de 1829, poco antes del comienzo del reinado de Victoria, una norma que, impulsada por el ministro del Interior Robert Peel, instauró una primera fuerza policial más o menos organizada, cuyos miembros se conocerían desde entonces como bobbies, en explícito homenaje a su dirigente. No sería hasta 1883 cuando las mujeres empezaran a colaborar con la policía en tareas poco cualificadas como el registro a las prisioneras en el momento del arresto. De 1905 son los primeros contratos de mujeres en labores que podríamos llamar subsidiarias, como la vigilancia del absentismo escolar, la asesoría legal o la función de vigilancia de prisiones, meras celadoras. La primera agente contratada específicamente como tal no lo sería hasta 1918. Recuerde el lector que el primer relato del libro es, sin embargo, como se ha dicho, de 1864… ¡¡más de medio siglo anterior!! 

Y es que los más conspicuos defensores de los valores de la época se opusieron durante mucho tiempo -a menudo de modo furibundo- a esa presencia policial femenina que se entendía casi como un acto contra natura: La naturaleza misma de las tareas de un agente de policía va en contra de lo mejor y más esencial de la mujer [...] es un trabajo solo para hombres, se podía leer en un documento de esos días. En ese sentido, la aparición de mujeres detectives en las novelas resulta revolucionaria, pues debe imponerse a un estado de cosas presidido por las reticencias y el escepticismo, que afloran incluso en los relatos, como podemos ver en estos ejemplos: Su mente -afirma un personaje de una de las historias- no podía concebir la idea de que una agente de policía vistiese enaguas. Desde un planteamiento similar, dice de sí misma otra de las investigadoras: Si resultaba que ser detective me repugnaba, si resultaba que me obligaba a sacrificar mis instintos femeninos, me despediría. Y éste es el consejo que se le da, ante una dificultad, a una de las detectives: Eres una mujer, aunque te ganes el pan con una profesión masculina, ¡Lo que necesitas es llorar un buen rato! 

Sin embargo, poco a poco empiezan a valorarse -en la realidad y en la ficción- ciertas cualidades “femeninas” que parecen facilitar a las mujeres su desempeño como avezadas investigadoras, una serie de condiciones que se recogen, sintetizadas, en la muy reveladora cita, entresacada de The Female Detective, obra de 1864 de Andrew Forrester (autor de uno de los relatos seleccionados), que encabeza el libro: El lector comprenderá que la mujer detective cuenta con muchas más oportunidades que el hombre para vigilar en la intimidad, y para seguir de cerca asuntos en los que un hombre no podría fisgar a su antojo. La “vigilancia en la intimidad” parecía así ser la función, tan apropiadamente femenina (lo íntimo era el espacio propio de la mujer, quedando todavía la vida pública bajo el dominio del hombre) a la que se destinarían las mujeres policías, aunque progresivamente, sus logros permitirán superar ese reduccionista “campo de juego”. Resulta reveladora, en los cuentos recogidos en el volumen, esta conjunción entre dos tipos de “atributos” presentes en nuestras heroínas. Por un lado, las cualidades tradicionalmente femeninas, sustanciadas en la supuesta facilidad de la mujer para pasar desapercibida. Así, se dice de una de ellas: [Era] una artista de los disfraces (…) lo mismo aparece como un muchacho entregando un telegrama que como una quiromante oracular; en un momento dado se disfraza doblemente de hombre y de francés, en uno de los muchos rasgos de humor de un libro que además de otros valores resulta divertidísimo. En otros casos se pondera en el curriculum de la investigadora el hecho de que ha sido actriz

Pese a ello, las mujeres se encuentran, al menos inicialmente, desubicadas en un entorno masculino ajeno y hasta hostil, por lo que, la mayor parte de las protagonistas de los relatos antologados ofrecen al lector alguna forma de “justificación” que explique esa presencia extemporánea e inusual: un marido que muere de repente, otro condenado a la ceguera, una hermana desheredada, serán las causas que “obliguen” a estas mujeres romper las normas consuetudinarias para procurarse un sustento adentrándose en ámbitos profesionales poco comunes. Sólo en alguna ocasión, es una genuina rebeldía de la investigadora -la naturaleza no me hizo para ser profesora de secundaria- lo que la lleva a ejercer de experta “sabuesa”. 

Pero, por otro lado, poco a poco empiezan a valorarse en estas mujeres pioneras otras “virtudes”, más específicamente masculinas según los criterios del siglo, que las protagonistas de los cuentos poseen en grado sumo, acabando por convencer incluso a los más renuentes opositores a su reconocimiento profesional. Así, abogados, policías, jueces, periodistas y, sobre todo, clientes, remisos a la hora de aceptar que una mujer se encargue de las pesquisas que les conciernen, terminan por apreciar el cerebro vigoroso y sutil, el valor y la fuerza, la astucia y la constancia, la sagacidad, el sentido común, el ingenio y la capacidad de observación de sus interlocutoras, subordinadas u oponentes, según los casos. En su mayor parte son muy originales y algo excéntricas y todas sin duda geniales, y pronto suscitarán la admiración generalizada de quienes las conocen y trabajan junto a ellas. 

En otro orden de cosas, es ciertamente interesante el análisis que hace Sims de la otra vertiente señalada, la específicamente literaria, con un repaso muy completo a las publicaciones de la época en las que se recoge lo esencial de la producción novelística de la época centrada en las mujeres detectives. En ese estudio, sucinto pero muy sólido, aparecen -obviamente- los once relatos compilados, entre otras muchas referencias del género. Además, debo subrayar que la sabiduría y la lucidez de Sims no se limitan a ese preámbulo repleto de conocimiento e ingenio, sino que, antes de cada nuevo relato, el autor nos ofrece una aguda presentación en la que describe al autor, los personajes y el contexto histórico en el que surgen, con un examen detallado que complementa la visión, más general, de dicho prólogo. 

Ante la imposibilidad de glosar aquí de manera pormenorizada las muchas referencias presentadas, me limitaré ahora a un breve comentario general sobre los elementos que tienen en común las narraciones que podréis encontraros si os decidís a abordar este atractivo Detectives victorianas

Dora Myrl, Amelia Butterworth, Violet Strange, la señora Paschal, Loveday Brooke o Sarah Fairbanks son, entre otras, algunas de las investigadoras -cada una con su peculiar personalidad- que protagonizan La condesa misteriosa, El arma desconocida, Dagas dibujadas, El brazo largo, El asunto de la puerta de al lado, El hombre de los ojos feroces, La aventura de la anciana quisquillosa, Las muescas del bastón, El hombre que me cortó el pelo, El hombre que tenía nueve vidas y La segunda bala, relatos debidos a W. S. Hayward, Andrew Forrester hijo, C. L. Pirkis, Mary E. Wilkins, Anna Katharine Green, George R. Sims, Grant Allen, M. Mcdonnell Bodkin, Richard Marsh, Hugh C. Weir y la ya mencionada Anna Katharine Green, que repite participación en el libro. Como se ve, hay, en el elenco seleccionado, tanto autores masculinos como escritoras, aunque en todos los cuentos la protagonista es siempre una mujer. Todas ellas, más allá de sus respectivas singularidades, comparten rasgos en común. Por un lado -ya se ha reseñado- deben sobreponerse a las autoritarias suposiciones, a la displicencia, a la escasísima fe en su inteligencia y su valentía con las que los hombres las tratan y que les exige poco más que permanecer calladas mientras la supuesta perspicacia de sus muy ufanos colegas intenta resolver, a menudo infructuosamente, los crímenes de los que ellas acabarán por encargarse. En segundo lugar, y al margen de excepciones menores, el entorno en que se mueven nuestras detectives es el muy reconocible de las novelas de Sherlock Holmes: noche londinense, abundante niebla sobre el Támesis y las ruedas de un cabriolé repiqueteando sobre el empedrado. Pero no es sólo el evocador cliché “ambiental” lo que las emparienta con los clásicos masculinos del género, hay también en ellas muchos de los ingredientes de esas novelas reconocidas y de referencia, el principal de ellos la figura del investigador -mujer en este caso- inteligente, exageradamente observador, muy racional y a la vez intuitivo, cuya agudeza le permite reparar en detalles aparentemente nimios -y que por ello pasan desapercibidos para el común de los mortales- pero que encierran en sí mismos las claves que permitirán resolver los casos, el prototipo, en definitiva, de la genial invención de Conan Doyle (y este juego de semejanzas se proyecta también hacia el futuro, pues en algunas de las narraciones nos parece reconocer el familiar universo de Agatha Christie, con algún claro antecedente de la popular señorita Marple). En todas las historias hay, además, las necesarias dosis de terror, estremecimiento, humor (muy abundante), amor, misterio, suspense y aventuras como para suscitar un adictivo interés y un fervoroso entusiasmo en los lectores, que se adentran así con pasión en siniestros lances que incluyen asesinatos, robos, estafas, suplantaciones, secuestros y otros entretenimientos antisociales. Si añadimos que, salvo en un caso, cada una de las historias seleccionadas forma parte de una serie que se ha desarrollado a lo largo de otras novelas o distintas colecciones de relatos, nos encontraremos con un elemento adicional, la familiaridad del personaje principal con el público de la época, que explica la repercusión y el éxito de estas adelantadas pesquisidoras. 

En fin, no hay ya tiempo para más que haceros aquí una última y encendida recomendación de lectura de este Detectives victorianas que presenta Michael Sims en la editorial Siruela. Leedlo y seguro que disfrutaréis de unas horas bien amenas. Os dejo, como complemento musical a mi reseña, con una pieza clásica, el Aria de las Joyas, que forma parte de la ópera Fausto, de Charles Gounod, que está presente en uno de los relatos del libro, El hombre que tenía nueve vidas, y que cuenta además con una cierta tradición “detectivesca” pues la canta con obstinada reiteración la inefable Bianca Castafiore en muchas de las aventuras investigadoras de Tintín (en particular, y con un robo de joyas como elemento central, en Las joyas de la Castafiore, uno de los libros más logrados de Hergé). Aquí podéis escucharla en la versión de la tristemente desaparecida Montserrat Caballé y con un magistral y tintinesco montaje videográfico. 


Durante el reinado de Victoria, los coches de caballos experimentaron una evolución considerable antes de rendirse ante los trenes y, más tarde, ante los automóviles. Por el camino, como verán en algunos de los relatos, Inglaterra se enamoró de las bicicletas. «Cómprense una bicicleta», advertía Mark Twain. «No lo lamentarán, si viven para contarlo». La seguridad era un tema candente e íntimamente relacionado con la libertad femenina. En 1880, el semanario de un penique Girl’s Own Paper publicaba —junto con artículos sobre «Manos suaves y pies bonitos» y «Vendedoras y contables (Cómo ganarse la vida)»— recordatorios de que, cuando se vistiesen para coger un triciclo, las chicas debían prescindir de adornos que arrastrasen y pudiesen engancharse en las ruedas. Al principio era común ver a mujeres llenas de volantes y encajes subidas al asiento de un triciclo de ruedas altas, y a sus maridos con traje al lado, montados en monociclo. Pero el vestido tradicional obstaculizaba el ejercicio. Algo que probó públicamente la cantidad de accidentes que se registraban y que pronto llenaron los periódicos, para alegría de los conservadores, que los citaban como ejemplos de los peligros de la innovación. La reformista feminista Ada Ballin, autora del famoso manual de puericultura From Cradle to School, escribió con una fórmula algo pomposa en The Science of Dress que «los encajes ceñidos deben desaparecer de la mente y el cuerpo de la mujer que desee conducir el caballo de hierro». 

Esta observación condensa uno de los miedos más profundos de la época: que a medida que la ropa de la mujer presentaba menos remilgos, su moral hiciese lo mismo. ¿En qué se estaba convirtiendo Inglaterra, con tantas mujeres presuntuosas que circulaban a toda velocidad en aquellos aparatos modernos, al mando de una movilidad impredecible? Las bicicletas —que pronto sustituyeron a su antepasado de tres ruedas— se convirtieron con rapidez en el emblema de la nueva mujer. Aparecen con frecuencia en las páginas de esta antología, como sugiere la portada, y desempeñan un papel clave en un par de historias. En 1897, la portada del Girl’s Own Paper mostraba a una ciclista con pololos, llamados bloomers en inglés en honor a la sufragista estadounidense Amelia Jenks Bloomer, que argumentó que las mujeres deberían sustituir sus capas de enaguas por algo parecido a los pantalones turcos. Bloomer fue quien escribió la revolucionaria frase «La ropa de la mujer debería adecuarse a sus deseos y necesidades». Muchos discreparon. En el hotel Hautboy se le negó la entrada a un personaje de la talla de lady Harberton, ni más ni menos, por aparecer en la puerta con la falda dividida y el abrigo largo que se recomendaba a las ciclistas. La revista Punch satirizó en 1894 a la nueva mujer como «Donna Quixote». 

Los conservadores tenían razón al preocuparse. Como verán en este libro, montar en bicicleta era tanto una nueva aventura como un símbolo al que la nueva mujer se abrazó con ímpetu. En lugar de charlar sobre moda en la salita mientras sus maridos se fumaban el puro después de cenar, estas mujeres se adentran en la neblina de Londres persiguiendo a sospechosos, reptando por pasadizos secretos y hasta tomándoles las huellas a los cadáveres.

  
Michael Sims. Detectives victorianas