Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de septiembre de 2014

JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA. EL CUARTO DE LAS ESTRELLAS

Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale al aire en la emisora de Radio Universidad de Salamanca Todos los libros un libro, el veterano espacio de recomendaciones literarias que se acerca ya, tras más de cuatro años en antena -con anterioridad habían sido otros cuatro de presencia en Onda Cero Salamanca-, a las doscientas propuestas de lectura. La edición de hoy, última de septiembre, cierra también la muestra de libros de autores que ya han aparecido en otras ocasiones en nuestro programa, rompiendo así, en estas semanas en las que el curso aún está “calentándose”, con un principio -en cuyo sostenimiento me muestro cada vez más lábil- que me obligaría a no presentar aquí reseñas de obras de cuyos autores ya se hubiera hablado en emisiones precedentes (pero ya veis que las excepciones proliferan).
 
Este es el caso de José Antonio Garriga Vela, un escritor magnífico del que os ofrecí hace algún tiempo en Todos los libros un libro mis comentarios sobre dos de sus novelas, excelentes, Muntaner, 38 y Pacífico. Por desgracia -o quizá no, quizá sea éste el precio que debemos pagar sus lectores a cambio del rigor, la profundidad y la calidad de sus obras- es también muy poco prolífico, pues publica un libro cada cinco o seis años -libros trabajados, meditados, bien urdidos, lenta y reflexivamente “cocinados”-, y, quizá por ello, relativamente desconocido pues, pese a los premios literarios con los que, casi sin excepción, son celebradas sus obras, se mantiene al margen del mercado -o al menos en un discreto segundo plano con respecto a él- y de las listas de éxitos, de las primeras planas de los medios de comunicación; y ello siendo, como digo, un autor más que sobresaliente.
 
Su último libro, el que ahora os traigo en esta mi postrera reseña septembrina, se titula El cuarto de las estrellas y lo publicó la editorial Siruela el pasado 2013, a finales del cual un prestigioso y muy competente jurado, del que formaban parte la crítico literaria Mercedes Monmany, el poeta Antonio Colinas, y los escritores José María Guelbenzu, Marcos Giralt Torrente y Rosa Regás, le otorgó el Premio de Novela Café Gijón correspondiente a 2013.
 
Resulta complicado daros cuenta aquí de la trama de una novela que, en realidad, carece de ella; lo cual no sólo no es un demérito sino que, por el contrario, habla en favor de un libro que, sin contar una historia en sentido estricto, sin un hilo argumental manifiesto, sin narrar acontecimientos notables, sin presentar peripecias llamativas ni sucesos extraordinarios, logra mantener la atención del lector y, más aún, consigue interesar, conmover, apasionar...
 
Leía estos días en un artículo periodístico ajeno al libro de Garriga Vela -así ocurren, por lo común, estas cosas: azares, casualidades, encuentros fortuitos- una muy conocida reflexión de Pere Gimferrer a propósito de la expresión poética, que aparece en una carta enviada por el académico catalán a Leopoldo María Panero: “En poesía es más importante la palabra manzana que la palabra soledad”. Y este debate algo superfluo -porque, en el fondo, si se consigue transmitir emoción, ¿qué importa la manera en que la maestría de un autor logra hacernos partícipe de ella?- entre “física” y “metafísica”, entre la concreta y muy tangible manzana y los evanescentes y nebulosos territorios de las siempre algo etéreas ideas, los imprecisos pensamientos, la abstracta “soledad”, me ha venido a la cabeza mientras me adentraba en El cuarto de las estrellas, un libro que, como digo, no abunda en “realidades” constatables, en situaciones que puedan sintetizarse en un resumen significativo, ni, en definitiva, en brillantes manzanas al alcance de nuestra mano. El último libro de Garriga Vela se mueve por el contrario en el espacio de la soledad -y no sólo como símbolo-, de la intimidad, de la introspección, del recuerdo, de la ternura, del misterio, de la metáfora, de la poesía.
 
Intentando presentaros, no obstante, un leve esbozo de su argumento os diré que El cuarto de las estrellas cuenta la historia de un hombre que, tras un golpe en la cabeza que le borra la memoria inmediata aunque aviva la remota -un suceso experimentado también por el autor, en uno más de los muchos rasgos autobiográficos que pueblan sus novelas-, vuelve a La Araña, el fantasmal pueblo en el que cuarenta años atrás vivió su infancia, y en donde, a partir de los retazos de recuerdos que afloran en su cerebro dañado, va reconstruyendo la historia de su familia, una historia -anclada en la guerra civil aunque con un hecho determinante vivido a mitad de los años setenta del pasado siglo- hecha de silencios y ambigüedades, hecha de soledad y tristeza, hecha de sueños, pesadumbre y melancolía, una historia hecha de amor y separaciones, apego y distancia, sufrimiento y pérdida y dolor y muerte. El padre, sensible y desencantado, que se aleja de la familia tras un inusual y paradójico golpe de suerte; la madre cuya vida interior está anclada a un primer amor frustrado -El Polaco, cuya muy presente ausencia, valga el torpe oxímoron, marca el libro- y al primer hijo -fruto de ese amor y muerto muy pequeño-; los solitarios amigos de ambos: Javier Cisneros, dueño del estanco del pueblo, que sufre una pasión imposible encerrado en su casa; El Comunista, que deambula como alma en pena por su abandonado hogar; el propio narrador -hijo del matrimonio-; todos los personajes encierran algún secreto que marca sus vidas, y su desvalimiento, su desamparo, sus almas torturadas, su soledad -contra Gimferrer, su poética soledad- definen la atmósfera de una novela en la que la memoria y el recuerdo, la búsqueda de la identidad, la imposibilidad de los sueños, las complejas relaciones entre padres e hijos, el paso del tiempo, la poderosa e inexorable presencia -la irremisible condena- de la muerte, son los auténticos protagonistas.
 
Y todo ello ambientado en La Araña, un lugar fantasmal -aunque existente en la realidad: un barrio de Málaga, localidad que sin embargo no se cita en la obra-, cuatro casas en un espacio desierto entre el mar y una ominosa fábrica de cemento de finales del siglo XIX, que cubre de polvo y humo las inhóspitas calles de ese cementerio en vida. Y así viene a nuestra mente el recuerdo de Comala -la poderosa creación literaria de Juan Rulfo- o el de Ainielle -el pueblo perdido de Llamazares-, lugares de fantasmas, poblados quizá -el voluntariamente ambiguo tono de las tres narraciones, el Pedro Páramo del mexicano, La lluvia amarilla del leonés y este El cuarto de las estrellas, nos hace dudarlo- por muertos, cadáveres ambulantes que nos hablan desde el ingrávido lugar -en donde sólo caben los recuerdos- en el que habitan.
 
Pero no es sólo la ambientación en este paraje desolado y como onírico lo que crea la sensación de “afantasmamiento” que rezuma el libro; la propia estructura de la obra contribuye a la construcción de este clima espectral que impregna la novela. Hay permanentes vueltas adelante y atrás en el tiempo, hay motivos recurrentes que cruzan una y otra vez la narración, las voces se confunden, los jirones de recuerdos surgen de un modo algo evanescente, la pérdida de memoria del narrador (Al reconstruir el pasado me sobrevienen las dudas. Desde que sufrí el golpe padezco lagunas de memoria que cubro con historias que ignoro si son reales o tan solo fruto de la fantasía) otorga a su relato una cierta condición diluida, vagarosa, su rememoración aparece casi siempre velada por una especie de niebla difusa, las cosas son y no son, las situaciones, los parajes, los acontecimientos narrados parecen surgir de un sueño; Garriga Vela, con su magisterio literario, hace que los hechos afloren poco a poco, un fragmento incompleto, un apunte de relato que meramente esboza un suceso, un hilo de recuerdo que no se cierra, una frase cargada de alusiones que quedan abiertas, sin concluir y que se retoman páginas más tarde.
 
Quiero, para poner punto final ya a esta reseña -sabedor de sus limitaciones, pues como siempre en literatura (aunque en este caso de un modo mucho más notorio) la única forma de dar cabal cuenta de la novela sería transcribirla literalmente, ya que sólo así alcanzaría uno a preservar y transmitir su magia-, comentaros brevemente otros tres “recursos” que, a mi entender, contribuyen a la consecución de esta atmosfera imprecisa y sugerente que es uno de los principales logros del libro.
 
En primer lugar, Garriga Vela juega de continuo con paralelismos, con la idea del doble (la imaginación le permitió llevar una doble vida; frase que, aunque aplicada en el texto a la madre, podría servir para cualquiera de los personajes), a través de la presencia de numerosas imágenes simbólicas, metafóricas. El libro está repleto de escenas vividas por sus protagonistas que recuerdan a otras surgidas en otros ámbitos; de anécdotas que un personaje relata y que remiten a las experimentadas por alguien en otro contexto y de las que se nos da cuenta en la narración; de espacios que son el correlato de otros lugares, multiplicando así su carga significativa; de pensamientos que resultan ser el reflejo de los sostenidos por otra persona en otro tiempo, contribuyendo de ese modo a subrayar el componente “nebuloso” de la obra. En una muestra sucinta citaré a los ancianos que, solitarios y meditabundos, toman el sol en la terraza de la residencia que el padre del narrador contempla desde la ventana de su casa, y que son la imagen -en sus horas descontadas, antesala de la muerte- del tiempo fantasmal de La Araña y sus pobladores; el ladrillo refractario que cada tanto interrumpe el proceso de producción de la cementera y dota de un paréntesis de vida -unas breves horas- a quienes habitan bajo su fragor constante se pone en paralelo a la forzada pausa que el golpe en la cabeza impone en el cerebro del narrador; los servicios de urgencias hospitalarias que sanan los males del cuerpo son el correlato de la ausencia de cura para los males del alma; el funambulista Philippe Petit, atravesando sobre un cable precario el espacio de vértigo -a más de cuatrocientos metros de altura- entre las dos torres gemelas del World Trade Center, un ya legendario 7 de agosto de 1974 (no os perdáis, por cierto, el magnífico documental sobre esa increíble experiencia, Man on wire, una obra maestra del género), apunta al riesgo de vivir y a la dificultad de mantener el equilibrio a ras de tierra del padre del protagonista (nos pasamos la vida intentado guardar el equilibrio, pero siempre surge algún obstáculo que nos sorprende a traición) y también a la labor de reconstrucción del pasado del mismo narrador y quién sabe si a la descripción del oficio de escritor que define al propio Garriga Vela (me convierto en el funambulista que pasea sobre el hilo del tiempo. Me traslado cien años atrás y luego vuelvo de nuevo al presente); la impresión provocada por la bomba que liquida la Segunda guerra mundial devastando Hiroshima es el miedo en el que viven los habitantes de la Araña, un tipo de arma que dejaba las ciudades desiertas, sin vida, como si el mundo se hallara en el quinto día de la creación y un dubitativo Dios se planteara si era mejor crear al hombre o evitar riesgos y dejar sin seres humanos el paraíso terrenal; y también el nombre de la fábrica, Goliat, lleno de reminiscencias bíblicas y muy sugerente desde el punto de vista metafórico, y la devoradora Araña como símbolo, y un sótano esencial en el devenir de las vidas de algunos de los personajes que “reaparece” y se “duplica” en la visita de la familia al interior de la Estatua de la Libertad, y la propia Nueva York, cargada de evocaciones vinculadas a la vida de los protagonistas (Era una ciudad cruel pero llena de vida, una ciudad salvaje pero tierna: una catacumba amarga, tosca y violenta de piedra, acero y roca, recorrida por túneles, acuchillada salvajemente por la luz, rugiente, inmersa en una guerra incesante entre hombres y máquinas, la frase de Thomas Wolf -repleta en sí misma de dualismos- que el padre del narrador cita en el libro asociándola a La Araña); y la expresión del mago Houdini en un suceso por él protagonizado y que se narra en el libro, estoy cansado de luchar, la hace suya décadas después la voz que rememora en El cuarto de las estrellas; y el cónsul de Bajo el volcán, la obra maestra de Malcolm Lowry, que trataba de vivir al margen de un mundo devorado por el frenesí de la destrucción es “suplantado” por el padre hundido en el abismo de su fracaso; y Marilyn Monroe y Cassius Clay y el celancanto que aparece en una playa cerca de La Araña operan también como símbolos; y el hombre invisible y el increíble hombre menguante de las películas que ve de niño el narrador son también metáforas de la vida disminuida de los personajes, emblemas de su soledad.
 
Y ello nos lleva al cine, la segunda de las estrategias narrativas de Garriga Vela que me interesa resaltar en estas últimas pinceladas de mi reseña. La novela está repleta de referencias a películas que el narrador ve ensimismado en su infancia acompañado por su padre o por Cisneros, el amigo de este. Aparte de las ya mencionadas, El hombre con rayos X en los ojos, Tú y yo, King Kong, La ciudad sumergida, Un hombre solo, El mago de Oz, El hombre tranquilo, Trapecio, La casa del miedo, La parada de los monstruos, El fabuloso mundo del circo, Solo ante el peligro y tantas otras películas del Oeste o comedias románticas o de ciencia ficción no identificadas surcan el relato, conectando la trama que se desenvuelve en la pantalla con las existencias de los protagonistas, abundando así en el juego de paralelismos entre la realidad que se nos cuenta como “real” y otra vida, sólo existente en el lento transcurrir de los fotogramas dentro de la oscuridad de la sala -una realidad por ello también difusa y huidiza y algo afantasmada-, que el cine muestra. A veces tengo la sensación de encontrarme en una sala de cine donde se proyecta la película de lo que sucede alrededor, dice el narrador, poniendo de manifiesto la fragilidad de los límites entre la verdad y la ficción, entre el recuerdo y la invención, y contribuyendo una vez más a conformar esta atmósfera velada e imprecisa que caracteriza El cuarto de las estrellas.
 
Por último, y con idéntico propósito de dotar a la narración de un aire vaporoso y anieblado, acorde con la propia condición difuminada de las existencias de sus personajes, Garriga Vela puebla su obra de “historias dentro de la historia”, breves relatos ajenos al hilo principal o incluso al margen de la realidad de sus protagonistas -aunque unidos a ella por sutiles lazos casi invisibles- en un efecto que, una vez más, amplifica la resonancia de lo que se cuenta en la novela, dándole una mayor complejidad y, por lo tanto, un mayor alcance, una mayor profundidad, una mayor potencia literaria. La carta de Romualdo, el fotógrafo de niños de Guanajuato; la conmovedora historia de El Comunista que os ofrezco como cierre de esta reseña; la de la anciana que desenterró a su marido y a su hermana para seguir “viviendo” con ellos durante más de diez años; la del fatídico vuelo, nunca realizado, de Ángel Martín, íntimo amigo del padre del narrador; la de la desconocida que ejerce en las polvorientas calles de La Araña su labor de prostituta -casi humanitaria, dadas las circunstancias del pueblo- a bordo de un coche fúnebre; la de los canarios que Juan Barber -otro de los habitantes de la fantasmagórica población- se come vivos para ganar las apuestas con los parroquianos de diferentes bares; la del Polaco, obligado a esconderse en la Guerra civil por unos hechos nunca explicados y que, en cualquier caso, él no había cometido; las ya reseñadas y legendarias aventuras de Philippe Petit o el Gran Houdini, son algunas de las narraciones, todas rezumando tristeza y melancolía, que se imbrican en la historia central encerrando en sus aparentemente extrañas o extemporáneas tramas, tenues conexiones, veladas claves, vagas e indirectas alusiones que permiten completar la visión de las vidas del narrador y su familia.
 
El cuarto de las estrellas -título, con un referente último que se remonta a Diógenes, que alude al sótano cegado en que la madre y el Polaco viven un intenso y en cierto modo prohibido y a la postre frustrado amor, y en cuya oscuridad se abrazan y sueñan y vuelan con la imaginación para no tener que abrir los ojos y enfrentarse a la terrible realidad- es, en fin -y al margen de su indudable calidad literaria-, una novela conmovedora, muy triste y dulcísima, llena de belleza, emoción y poesía. No deberíais perdérosla.
 
Una fugacísima Happy Birthday, Mr. President, la canción que Marilyn Monroe cantó en 1962, en el Madison Square Garden de Nueva York en el cuadragésimo quinto cumpleaños del Presidente Kennedy, y que se menciona en el libro, acompaña musicalmente mi reseña de esta tarde.
 
 
El Comunista descendió del tren en la vieja estación de La Araña. Hacía casi cinco años que había terminado la guerra y al fin regresaba a casa. Al pasar por delante de la puerta donde vivía Dolores miró instintivamente para otro lado, no existía ningún otro nombre de mujer que expresara mejor lo que ella le había causado. Las cartas y las fotos rotas que Javier Cisneros rescató de la basura era lo que quedaba de la única relación amorosa que el Comunista mantuvo en su vida, lo demás fueron simples escarceos. Cuando llegó al bar de su familia descubrió que estaba cerrado. Se dirigió a casa y tampoco encontró a nadie. Ni los padres, ni los hermanos, nadie. Los muebles y los enseres domésticos permanecían en los mismos sitios de siempre. La ropa ordenada en los armarios, los alimentos en sus envases amontonados en la despensa, el carbón listo para ser prendido en el brasero. El Comunista pensó que todos se habían tenido que ausentar por cualquier motivo y enseguida volverían, así que se sentó en el sillón del comedor a esperar que llegaran. Al cabo de una semana seguía sin aparecer ninguno de ellos. Durante ese tiempo se dedicó a buscar en vano alguna nota o cualquier otra pista que justificara la ausencia de sus padres y sus cuatro hermanos. Lo primero que hizo fue preguntar a los vecinos y visitar los hospitales, el Gobierno Militar, el cuartel de la Guardia Civil y la comisaría de policía. Nadie sabía nada. Cada mañana se asomaba a los dormitorios con la esperanza de que hubieran vuelto durante la noche. Al principio se dedicaba a cocinar para toda la familia y luego tenía que comer lo mismo durante varios días. A menudo, sobre todo en la sobremesa, se sorprendía hablando solo con sus padres y sus hermanos. Las autoridades le permitieron abrir de nuevo el bar, tal vez porque no existía otro en La Araña. Cuando le surgía una relación amorosa iba a una pensión del centro de la ciudad, porque le daba reparo llevar a una mujer a casa y que de repente se presentara toda la familia en el cuarto. No dejaba de pensar en ellos. Al despertarse por las mañanas olvidaba que vivía solo y llamaba a las puertas de los dormitorios y del baño antes de entrar. Por las noches bajaba el volumen de la radio para no desvelarlos. Hasta que terminó asumiendo que se había quedado solo.
 
Al cabo de más de treinta años acudió al bar un desconocido que iba acompañado de un perro. El extraño abrazó al Comunista emocionado y le dijo:
 
-Los padres murieron en la guerra y los hermanos nos fuimos cada uno por su lado. He recorrido medio mundo. Me casé y tengo dos hijos, pero vivo solo con este perro. He vuelto para quedarme contigo. No he tenido noticias de nuestros hermanos desde que nos separamos. Ahora estoy agotado, mañana seguiremos hablando. No sabes cuánto me alegra verte.
 
El Comunista lo acompañó al cuarto del hermano mayor. El perro los siguió y se tumbó sobre la alfombra que se extendía al lado de la cama. Luego se dieron las buenas noches y el recién llegado se acostó. El Comunista había pasado tanto tiempo con la soledad como única compañera que solía afirmar que ella era su pareja. Quizás por eso necesitaba creer la mentira del falso hermano. ¿Y si fuera cierto lo que el misterioso visitante contaba? No albergó la más mínima duda de que trataba de engañarlo, pero le reconfortaba cerrar los ojos y creerlo. Era su único consuelo. Durante los años de ausencia había tenido tan presente a todos los miembros de su familia que estaba seguro de reconocerlos si algún día se cruzaba con cualquiera de ellos por la calle. Por eso estaba convencido de que el hombre que dormía en el cuarto del hermano era un impostor, aunque en el fondo mantenía la remota esperanza de estar equivocado. El paso del tiempo transforma a ciertas personas y las vuelve irreconocibles, tal vez ese era el caso del hermano. Al cabo de un par de horas, cuando lo oyó roncar profundamente, el Comunista entró en el cuarto y buscó en la americana la cartera del visitante. El perro le dirigió una mirada compasiva y luego, sin cerrar los ojos, volvió a descansar la cabeza sobre la alfombra. El Comunista se puso las gafas y lo primero que vio fue la foto de dos niños sonrientes. Antes de comprobar los datos del carné de identidad miró la puerta cerrada del cuarto, como si a través de ella pudiera confirmar que el visitante seguía dormido. Entonces descubrió que los apellidos del titular del documento no guardaban ninguna relación con los suyos. Sin embargo, no se sintió ofendido ni estafado emocionalmente. A lo mejor había conseguido sobrevivir suplantando a otro hombre que estaba muerto. Entró en el cuarto de nuevo y guardó la cartera en el bolsillo interior de la americana. Luego arropó al hermano, acarició al perro y cerró de nuevo la puerta con cuidado.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

BERNARDO ATXAGA. DÍAS DE NEVADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. En estas emisiones especiales de  septiembre, un mes aún veraniego en el que nuestro espacio cambia un tanto su configuración -para dar cabida a libros que no encajan del todo en el enfoque habitual de nuestras propuestas -aunque la distinción entre lo que cabe y lo que no, lo “interno” y lo “externo”, lo ortodoxo y lo heterodoxo, lo normal y lo excepcional, es un tanto forzada, e intercambiables, en el fondo, estas categorías bastante difusas-, un mes en el que os ofrezco obras de autores que ya han aparecido con anterioridad en Todos los libros un libro, una ligera ruptura de la -como digo discutible- pauta más normal de nuestras invitaciones a la lectura, os traigo hoy una recomendación de un novelista, Bernardo Atxaga, del que ya os había hablado aquí en programas de hace unos años.
 
Bernardo Atxaga, cuyo Siete casas en Francia os presenté aquí el 11 de julio de 2012, y cuya reseña os invito a consultar para completar la información sobre la obra de José Irazu Garmendía (que así se llama en realidad el escritor; Bernardo Atxaga es un seudónimo que hizo fortuna, hasta el punto de “usurpar” el verdadero nombre del autor), os traigo ahora Días de Nevada, un peculiar libro, traducido del euskera por el propio Atxaga y su mujer, Asun Garikano, que está a caballo -y el término no es casual, como podréis entender al leer el muy significativo texto con el que despediré esta reseña- entre la biografía y la ficción, y que constituye por ahora la última aportación del escritor vasco al mercado editorial.
 
Días de Nevada es, como apunta su explícito título, una especie de diario misceláneo en el que un escritor vasco -claro trasunto del propio autor- da cuenta de su estancia de un año -desde agosto de 2007 hasta junio de 2008- en dicho estado norteamericano -en su capital, Reno, más exactamente-, a donde llega acompañado de su mujer, Ángela, que investiga en la Universidad con el objeto de escribir un ensayo sobre la emigración vasca, y sus dos hijas, Sara e Izaskun. Es sabido que Bernardo Atxaga ejerció de profesor en la ciudad estadounidense en las fechas mencionadas, es sabido que está casado y tiene dos hijas, y aunque su mujer se llame Asun y sus hijas Elisabet y Jone, aparecen aquí ya los primeros rasgos “reales” de la historia que se nos narra en el libro. A ello apuntan, además, muchos otros detalles, algunos más o menos triviales, como el hecho de que dedique el libro a “sus” tres mujeres, y otros de más relevancia, como la coincidencia de ciertos inequívocos datos biográficos del autor con los de su personajes; entre ellos y a modo de ejemplo significativo, el que el protagonista del libro hubiera escrito una novela titulada El hombre solo, como efectivamente ocurre con Atxaga. Por todo ello, y por el carácter algo heteróclito de los materiales que constituyen el libro, hecho de retazos, que recogen reflexiones de la vida cotidiana pero también sueños, referencias de libros leídos, datos históricos sobre los lugares visitados en su estancia en Nevada, relatos familiares, menciones a películas, transcripciones de noticias de prensa, citas literarias, versos y poemas, fragmentos de textos ajenos, cuentos del propio Atxaga publicados en otros ámbitos y otros textos de esta misma índole, fragmentaria y heterogénea, que lo caracterizan, este Días de Nevada, aparece como un texto híbrido, mezcla de realidad y ficción, un escrito por un lado casi documental, en tanto parte de la base de una experiencia efectivamente real, y por otro auténticamente novelesco, por cuanto el acontecimiento vivido se modifica por los recuerdos y las reflexiones intercaladas, elevándose y alcanzando altura literaria gracias a la maestría del autor para relacionar las vivencias del día a día en el estado norteamericano con su mundo íntimo de evocaciones y sueños, de rememoración y nostalgia.
 
Casi todo lo vivido por el narrador y su familia en su extrañamiento de un año en Nevada, se constituye así, en el libro, en símbolo de otra cosa, en un juego de conexiones, de enlaces llevados por el vagar del pensamiento, de referencias -con algunos motivos recurrentes que se repiten y suenan como un eco que se carga de emociones- que aparecen una y otra vez vinculando Nevada y el País Vasco, el presente real con el pasado de la infancia, y que, por un lado, diluyen o disimulan o, mejor aun, “literaturizan” la carga “real”, limitada y en el fondo banal de las historias vividas en Estados Unidos por el profesor vasco, y por otro convierten el texto resultante en una obra de ficción, una auténtica y conmovedora novela.
 
Y así, el narrador nos relata su estancia en Nevada, un estado también algo “ficiticio”, un pedazo de austera y salvaje naturaleza, que creció con el juego, el divorcio, la prostitución y las minas de oro y plata, deteniéndose en innumerables episodios de su vida cotidiana, como digo, algo trivial y poco significativa en su dimensión más inmediata, más “plana”, más convencional: la presencia de los exterminadores de arañas e insectos en la nueva casa, las curiosas instrucciones que reciben sus niñas en el colegio (qué hacer si aparecen los osos), la misteriosa aparición de un mapache en el jardín, el accidentado paseo por el desierto, la excursión a Pyramid Lake con su leyenda de los llantos de los niños ahogados, el contacto con los indios paiutes y su concepción profunda y genuinamente religiosa del mundo (las montañas, el desierto, el lago, todo es sagrado), los actos de presentación de Obama y también Hillary Clinton en su campaña electoral de 2007, la muy norteamericana -y ahora, inexplicablemente universal- fiesta de Halloween vivida con el miedo a la presencia de un asesino suelto en la ciudad, la defensa que el Gobierno de Nevada hace de la pena de muerte, otra visita, la que lleva al narrador a la ciudad minera de Virginia City, la ciudad más rica del mundo en el siglo XIX, la historia de la chica desparecida, Brianna Denison, y la persecución -con todos los elementos, helicópteros incluidos, de las películas hollywoodienses- de su violador y finalmente asesino, la típica comida del pavo de Acción de Gracias, otras comidas y cenas con los amigos americanos, un insustancial aviso en un cartel: se ha perdido un perro, las innumerables huellas de los vascos en Nevada, singularmente los pastores, la vida de Paulino Uzcudun, y, claro está, el consabido paisaje de centros comerciales, autopistas, barrios residenciales...
 
Y nos adentramos también con el narrador en esa incontaminada, pero desatada y brutal naturaleza de Nevada, montañas y valles, desiertos y macizos rocosos -tantas películas en ella filmadas-, los hombres a merced de su poderosa y hostil aridez (los washoe y los paiute llaman Manitu a la naturaleza, un dios, remoto, lejano, poderoso), y vamos con la familia de excursión a San Francisco, y visitamos el Museo Paiute, y sabemos de Sarah Winnemucca, autora del primer libro publicado en Estados Unidos por una nativa india en el siglo XIX, y nos adentramos en los vastos espacios en lo que se produjo la enigmática e inexplicable desaparición del arriesgado millonario Steve Fossett, cuyo vuelo de la avioneta Citabria se esfumó cuando intentaba su última aventura con el Sonic Arrow, el bólido con el que pretendía batir el récord de los 1.200 kilómetros por hora, y al que nuestro narrador y sus acompañantes creen ver haciendo sus fantasmagóricas pruebas en las vacías carreteras del desierto, y de nuevo el Valle de la Muerte, y de nuevo el cine, el rodaje de The Misfits, con Clark Gable y una Marilyn Monroe en sus últimos días, y el angustioso paso del desierto en un coche sin apenas gasolina, y el hombre gato de Tonopah, y la omnipresencia de un siglo de guerras con participación norteamericana, la primera y la segunda mundiales, Corea, Vietnam, Afganistán y ahora Irak, los memoriales por los muertos, y el funeral por un joven muerto en Irak. Y volvemos atrás en el tiempo para asistir a la epopeya, de dimensiones míticas, de la construcción del ferrocarril del Oeste, con los miles de sacrificados chinos que murieron en su transcurso. Y aparece el Lago Tahoe, bello como el primer día del mundo. Y conocemos el secuestro de un hijo de Sinatra, y el funeral de un enigmático pastor vasco, y las conexiones retrospectivas con esenciales historias de la vida personal del narrador, las múltiples evocaciones de Lolita (el libro, el violador que elige petites, las propias hijas del narrador), y la historia de Óscar Ringo Bonavena, el boxeador argentino muerto a balazos en un rancho de Nevada.
 
Y casi en cada uno de estos episodios, Atxaga hila recuerdos, conjuga nostalgias, entrelaza sueños, dibuja emociones surgidas en otros ámbitos, singularmente el País Vasco: la conmovedora presencia de la madre, la mujer que leía el Reader’s Digest y tiene que abandonar los estudios universitarios a los 19 años por culpa de la guerra, las historias del padre, la magnífica y llena de humor del leñador en el cementerio, la del invencible padre de Paulino Uzcudun, la muy triste del pobre primo José Francisco, y un inenarrable viaje a Italia en un autobús de jubilados, catalanes, madrileños.
 
Y surge la infancia con el recuerdo de la llegada del primer televisor y la película de Tarzán (La senda del terror) que aparece inopinadamente en pantalla y que los niños de la familia, que no saben castellano, no pueden entender (¿Qué es senda?, dicen en euskera, ¿qué es terror?). Y los relatos de la adolescencia, los amigos, L., Adrián (llamado Joro o Corco, con la crueldad de los niños), los primeros guateques, la dulce Cornélie. Y la conmovedora y sorprendente historia de Adrián y la niña Nadia y Poli, llamado Tártaro. Y Don Eugenio y sus poderes hipnóticos. Y la madre joven, casi niña y su encuentro asombrado y tímido con los jugadores del Athletic. Y el Eibar paradisíaco en los cuentos de la madre, en uno de los episodios del libro, que aparte de describir mejor el “tono” de la novela, a mí más me ha conmovido (Escuchábamos las historias de Eibar una y otra vez, y a mi hermano menor le producían una gran impresión, quizá por ser el más joven y el que más vueltas le daba a lo que oía en casa. Una vez, en la época del colegio, le pidieron que dibujara un pueblo, y él llenó la lámina de palacios, palmeras y otras maravillas. El profesor exclamó: “¿Pero qué pueblo es este? ¡Parece el paraíso!”. “No es el paraíso. Es Eibar”, respondió mi hermano. Años después, al visitar Eibar por primera vez, se quedó perplejo al ver el pueblo real, tan denso y tan obrero, y comprendió que su imagen mental provenía de las historias de nuestra madre. Contaba con tanta alegría las cosas que le habían ocurrido allí durante la juventud, que parecían propias de una geografía ideal. Con todo, a mi hermano le gustó más el Eibar real que el Eibar ideal. Para entonces era ya un lector voraz de los libros de Marx y Lenin). Y la proclamación de la República, y la detención del hermano en 1972, y la muerte de la madre.
 
En fin, leed esta muy poética, emotiva y profunda -bajo la capa de aparente inanidad de los hechos narrados- Días de Nevada, de Bernardo Atxaga, una novela llena de música, con numerosas referencias de discos y canciones, de los cuales os dejo ahora con Dedicated to the one I love, de The Mamas and the Papas.
 
 

Earle y Dennis habían entrado en las oficinas de la mina para una consulta, y yo les esperaba dentro del Chevrolet Avalanche. El cielo estaba azul; el desierto era ocre, rojizo en las colinas redondeadas; el viento pasaba sobre los arbustos como un cepillo, frotándolos y limpiándolos.
 
El cielo, el desierto, la tibieza de la cabina del Chevrolet Avalanche, las tres cosas me reconfortaban. Frotaban y limpiaban mi mente, deshaciendo los restos del malestar que me había producido la visión de una serpiente de cascabel una hora antes, mientras caminábamos entre las rocas adornadas con dibujos hechos por los indios miles de años atrás, los petroglifos.
 
Como le ocurrió a Sara cuando se cayó por las escaleras de College Drive y se golpeó la cabeza, no podía aguantar el sueño. Poco a poco iba desvaneciéndose en mi memoria la imagen del reptil a un metro de mi zapato. Cerré los ojos…
 
Abrí los ojos. Pegados al morro del Chevrolet Avalanche, había dos caballos salvajes mirándome. Estaban muy quietos. Uno de ellos tenía un rombo blanco en la cabeza, como el caballo de la hípica de Loyola que solía montar Cornélie, ¿Dónde estaría Cornélie? Hacía muchos años, quizá treinta, que no sabía de ella. Me vino una imagen: la cabeza del animal asomando por encima de uno de los portillos de la cuadra, y una figura cerca, fumando un cigarrillo: Corco, Adrián.
 
El segundo caballo era negro, como el que se electrocutó en mi pueblo. Pero el de mi pueblo era mucho más grande, un percherón. Sus huesos seguirían en la heredad de detrás de mi casa natal. Antes, heredad. Ahora, un aparcamiento.
 
Había más caballos salvajes a unos trescientos metros de donde estaba. Uno de ellos comenzó a escapar al galope, como en la película de Marilyn Monroe y Clark Gable, pero sin que le siguiera ningún cazador. Ahora solo los cazaban en las reservas de los paiutes y otras tribus indias.
 
Las tribus indias: paiutes, comanches, sioux, cheyenes, kiowas, apaches, arapahoes, navajos, oglagas, iroquesas, dakotas… Estaba leyendo su historia en el libro de Dee Brown Bury My Heart at Wounded Knee, y me parecía todavía mas triste que el relato de Sarah Winnemucca. Daban ganas de llorar por Crazy Horse, Sitting Bull, Cochise, Jerónimo y por todos los indios que perdieron la guerra contra los blancos y, después de ocho mil años -algunos petroglifos tienen ocho mil años de antigüedad- fueron expulsados de su territorio.
 
Cuenta Dee Brown en un pasaje dedicado a Crazy Horse que este mundo era para aquel jefe la sombra de otro, del mundo real, y que cuando marchaba a Black Hills y entraba en él en sueños, veía a su caballo bailando y dando giros en el aire, como si estuviese loco. De ahí su nombre, Crazy Horse; de ahí, igualmente, su extraordinaria capacidad para la guerra, pues en sueños, en el mundo real, veía y aprendía las formas de luchar contra los blancos.
 
También yo quería entrar en el mundo real, y por unos momentos lo logré. Los dos caballos salvajes que estaban frente al Chevrolet Avalanche se pusieron a girar como en un carrusel, y con ellos el de Cornélie, el caballo negro de Franquito y otros caballos que formaban parte de mi pasado. Pensé -solo por un momento-, ya lo he dicho- que aquella era la imagen de mi vida, y que me sería fácil poner junto a los caballos, o en su lugar, criaturas humanas: la mujer que leía el Reader’s Digest, el hombre que en el hospital se sentía enjaulado como un mono, José Francisco, Didi, Adrían, L., yo mismo, Ángela, Izaskun, Sara… Una vuelta, dos vueltas, tres, cuatro, y así hasta que el carrusel se parase. Pero, dónde estaba el centro? ¿Dónde el eje en torno al cual giraba todo?
 
Los dos caballos salvajes seguían quietos, mirándome. Abrí la ventanilla del Chevrolet Avalanche y, como hacía la madre de José Francisco, mi tía, con los que se sentaban en la cocina, me dirigí a ellos como a un coro:
 
-Decidme, caballos. ¿Alrededor de qué eje giramos? ¿Qué es lo que le da un orden, una unidad, a nuestra vida?
 

miércoles, 10 de septiembre de 2014


JAMES SALTER. EN SOLITARIO. TODO LO QUE HAY

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro en esta su segunda emisión de septiembre. Ya sabéis que a lo largo de este mes mis consejos de lectura se van a centrar en libros que no encajan al cien por cien en las pautas habituales de nuestro espacio. En el caso de mi propuesta de esta semana se trata de una recomendación doble centrada en un autor del que ya he hablado en otra reseña anterior hace unos años. Rompo con ello, una vez más, la pauta que me he impuesto desde el comienzo del programa de no repetir -fuera de estos paréntesis más o menos veraniegos- escritores ya comentados en Todos los libros un libro.
 
Pero es que la excepción de esta tarde merece verdaderamente la pena. Se trata de James Salter, nacido en Nueva York en 1925 y que pasa por ser un autor de culto, con una obra muy breve publicada, un puñado de novelas, alguna colección de relatos y poco más, y que, sin embargo, desde esa exigua producción literaria ha logrado el reconocimiento, la admiración e incluso la devoción de muchos lectores en todo el mundo. Las dos novelas de las que hoy quiero hablaros son En solitario y Todo lo que hay; la primera la publicó en 2005 El Aleph Editores en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera; la segunda vio la luz hace unos meses, traducida por Eduardo Jordá, en Salamandra, la editorial que presenta en la actualidad la mayor parte de la obra del estadounidense, entre ella otros libros recomendables, como su peculiar autobiografía, Quemar los días, otra novela formidable, Años luz, o la excepcional La última noche, de la cual os ofrecí a principios de 2011 mi comentario en este mismo espacio.
 
En una síntesis apresurada y simplista podría resumiros En solitario señalando que es una novela sobre el alpinismo; pero siendo cierta esa descripción, es también reduccionista, porque el libro, que en efecto desarrolla la mayor parte de su trama entre montañas, en el peculiar universo de los alpinistas, y que tiene por protagonista a un escalador que pasa su vida ascendiendo cumbres, jugándose la vida en los imposibles picos de los Alpes, es mucho más que una narración aséptica de arriesgadas hazañas deportivas.
 
Vaya por delante que a mí no me interesa especialmente el montañismo. En un plano estrictamente personal no le veo sentido alguno a escalar riscos, a trepar por paredes rocosas de una inaccesibilidad inconcebible con la dudosa y para mí estéril finalidad de superar límites. Ya se ve, pues, que tengo mentalidad de funcionario y que no propendo a la aventura. Tengo, además, un vértigo que hace que encaramarme a una banqueta para cambiar una bombilla provoque en mí terribles mareos y desequilibrios insoportables. Reconozco el valor de estos esforzados y atrevidos montañeros que entregan su existencia a coronar ochomiles, valoro su esforzada obstinación, su empuje, su fuerza sobrehumana, puedo incluso comprender que se mitifique esa propensión al riesgo y que haya quien encuentre en la figura de estos arriesgados poseídos por el ansia de la verticalidad, el emblema del héroe, la prosaica representación de alguna forma de divinidad. Me parece incluso pertinente y hasta recomendable en estos tiempos de facilidades, de comodidades excesivas, la utilización de sus gestas como ejemplo de superación, de perseverancia, de autodominio, para la juventud en sus aulas adormecidas, o para ejecutivos que aspiran a comerse el mundo desde las poltronas de un consejo de administración. Pero nada en el universo del alpinismo toca mis emociones más auténticas. Por ello es menos sospechoso en mí, nada propenso a los riesgos montañeros, el entusiasmo que me ha provocado la lectura de este En solitario, una novela genial. Vernon Rand, su protagonista, es, en efecto, un hombre devorado por la pasión, por la obsesión por la escalada. Ansía coronar cimas, poniendo a prueba sus límites, arriesgando su vida. Pero es, sobre todo, y ello constituye una de las causas de la grandeza del libro, un hombre preocupado por las grandes preguntas de la existencia. Entendedme, no se trata de un filósofo metido a alpinista. Es, tan sólo -tan sólo- un hombre que se pregunta por su triste condición mortal, un hombre esquivo, solitario, ajeno al mundo, un hombre que vive, como todos, con el afán último de dotar de sentido a una existencia en el fondo insulsa y que encuentra en la montaña la única vía para explicar su vida. Escuchad esta reveladora reflexión que James Salter, con su escritura austera, concisa, seca y acerada, pone en su boca en un momento de la novela: Cuando escalaba la vida brotaba, lo desbordaba, un júbilo enorme, indestructible, lo poseía, había encontrado su vida. Y advertid, sobre todo, esta rotunda declaración de principios: Se sentía solitario, en lo hondo, como un pez en el río, con la boca cerrada, no pescado, brillando a contracorriente. Se vio a los cuarenta trabajando por un salario, volviendo a casa de noche, a pie. Las ventanas de los restaurantes, los faros de los coches, las tiendas cerrando..., todo ello parte de un mundo al que nunca se había rendido, al que siempre desafiaría. Y es este personaje espléndido, poderosísimo, este lobo estepario, algo huraño y sin embargo entrañable, valiente y decidido y pese a ello frágil y humanísimo, lo que nos conmueve en esta novela que lo ve discurrir en voz baja, magnífico en su soledad, entre paisajes preciosos, entre nubes y árboles y rampas y nieve y tormentas y paredes de hielo, en los grandiosos escenarios alpinos.
 
El escenario, en cambio, en que se desarrolla Todo lo que hay tiene poco que ver con esta desnuda e ilimitada naturaleza de En solitario, aunque sin duda nos encontramos en un inequívoco “territorio Salter”. Porque este último libro del casi nonagenario escritor americano, que no había publicado una novela desde hace más de treinta años, se desenvuelve en un ámbito urbano, de oficinas y despachos, de calles ruidosas y habitaciones de hotel, de restaurantes y clubes de copas, de fiestas en apartamentos suntuosos y cócteles en galerías de arte, de profesionales liberales y ejecutivos y secretarias y mundana vida social. Si en muchos de sus libros son hombres arriesgados, alpinistas y aviadores, los que protagonizan sus tramas, aquí el personaje principal, Philip Bowman -al que la novela sigue durante cuarenta años-, es un nada destacado editor literario al que conocemos viviendo un significativo episodio de la segunda guerra mundial -parte del cual os dejo en el fragmento que os ofrezco al final de esta reseña, tras una primera muestra de En solitario- y al que seguimos a lo largo de su, por otro lado, trivial existencia -¿hay alguna que no lo sea?-, con sus ascensos profesionales, sus enredos sentimentales, su matrimonio y su divorcio, sus amores casi siempre frustrados, sus escasas pasiones desenfrenadas y sus ilusiones modestas, despertadas por alguna amistad, por alguna mujer, por alguna casa frente al mar, sus inquietudes vitales y su postrera conformidad con lo que el tiempo ha hecho de él, y con, a la postre, su irremisible soledad.
 
Nada de todo ello es especialmente relevante, nada brilla, nada es excepcional en Bowman, un uomo qualunque, es la mirada de Salter, que privilegia, de un modo sutil, muy elegante, casi inapreciable en el transcurso de la historia narrada, determinados momentos, determinadas sensaciones, determinadas vivencias, determinados estados de ánimo, la que convierte las anécdotas comunes de esa existencia anodina en magnífico y veraz retrato del alma humana, de sus afanes y preocupaciones, de sus luchas, de sus sufrimientos, de sus emociones más genuinas: la melancolía de los recuerdos y el arrasador olvido, la angustia frente al doloroso paso del tiempo y el temor ante lo inexorable de la muerte, la intensidad del amor, la poderosa urgencia del erotismo y la atracción de la carnalidad, la nostalgia de la dicha de la infancia y la añoranza de la sencilla vida rural (Bowman, en todo caso, sentía con ellos el fuerte reclamo de la vida conyugal, de una existencia compartida en el campo, la neblina al amanecer, la serpiente en el jardín, la tortuga en el bosque. Enfrente se alzaba la ciudad con sus incontables atractivos, el arte, el comercio carnal, la intensificación de los deseos. Una ópera formidable con un reparto infinito, un gran tumulto salpicado de escenas solitarias), la importancia de la guerra (solo puedo decir que, si lo examino en profundidad, si pienso en las cosas que más me han influido en la vida, sería la guerra, dice el personaje -marcado por la experiencia bélica con la que se nos presenta- en un momento del libro).
 
Y todo ello, como digo, se presenta -gracias a la maestría literaria de Salter- sólo insinuado, sin subrayados vanos, sin declaraciones explícitas, con pinceladas muy ligeras, con una austera y magnífica sutileza en el contar, con una prodigiosa utilización de la elipsis, con una narración de una concisión sobrecogedora en la que un mero apunte, un esbozo, una sugerencia leve, ponen ante nuestros ojos, de repente, en toda su extensión, el sentimiento, la emoción, la experiencia entera. Tras una noche de amor que se presentaba inicialmente -bajo el mentiroso influjo del deseo- como inconmensurable, la frase El comedor de la noche mágica tenía una especie de papel pintado a rayas -que un personaje, un amigo de Bowman, se dice por la mañana en el lecho ya apagado de esa pasión que ahora, a la luz del amanecer, se revela ficticia- describe con una fuerza y una sencillez magistrales la decepción que tantas veces sigue al encantamiento erótico. Del mismo modo, en otro momento del libro se nos relata en pocas líneas la lesión irreversible, tras una carrera, del galgo de una amante de Bowman, y así, sin más énfasis, sin explicaciones vanas, se nos está dando cuenta de manera elegante del fin del amor de la propietaria del animal por nuestro protagonista.
 
La mirada de Salter sobre sus criaturas literarias, esa mirada en un segundo plano, parcial, discreta, meramente observadora y no invasiva, respetuosa, siempre me ha recordado a la de Edward Hopper sobre los personajes de sus cuadros, esos seres vulgares -y tan a menudo tristes- de los que el “retrato” congelado del pintor no sólo muestra -tantas veces a través de una ventana- la realidad del momento que viven sino que permite atisbar, deducir, el resto de sus existencias previsibles. Así parece apreciarlo también Malcolm Jones, que en una reciente crítica en El Cultural de El Mundo, recoge un fragmento de Quemar los días, la autobiografía novelada de Salter, que coincide con esta apreciación y que quiero trasladaros ahora pues refleja de modo muy acertado el universo de ambos artistas, el escritor del que habla y el pintor en el que yo veo su reflejo: Si por un instante se puede imaginar la vida como una gran casa con un cuarto para los niños, un salón y un comedor, dormitorios, un estudio, y así sucesivamente, todo desconocido y radiante, los capítulos que siguen son en cierto modo como mirar a través de las ventanas de la casa. Algunos de sus habitantes solo se atisban brevemente. Las visitas van y vienen. En algunas ventanas nos gustaría detenernos un poco más, pero, por desgracia, como ocurre con cualquier casa, no se puede ver todo lo que hay en su interior.
 
Y es que James Salter siempre ha estado en contra de la excesiva “intromisión” del autor en su obra. Uno de los personajes de la novela, uno de los editores colegas de Bowman, declara en un momento del libro: No me gusta que un escritor me dé demasiada información sobre las ideas y los sentimientos de un personaje (…) Prefiero verlos, oír lo que dicen y sacar mis propias conclusiones. La apariencia de las cosas, me gusta el diálogo. Ellos hablan y lo entiendes todo. Y ese espíritu está presente también, a mi entender, en la cita inicial de Todo lo que hay: Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales.
 
En fin, no os perdáis estas dos maravillas escritas por James Salter. Tras leer En solitario, creedme, aunque seáis la antítesis del espíritu aventurero, dejaréis el libro con el ansia de escalar Himalayas metida en el cuerpo y, sobre todo, con algo más de sabiduría para encarar esta triste vida que nos consume sin entusiasmo. Una sabiduría que -en una dirección opuesta- también propiciará la lectura de Todo lo que hay, que os hará reconsiderar el valor de las vidas discretas, de los afanes normales, de las ilusiones modestas, de la existencia sin sobresaltos, del vivir apacible y cotidiano.
 
Como complemento musical para mi reseña os dejo un tema de Frank Sinatra (ya ofrecido, creo recordar, en alguna otra ocasión en alguno de mis blogs) que hubiera podido sonar perfectamente en el ambiente mundano de nuestro Philip Bowman y que nos traslada, además, a la atmósfera de nostalgia de la obra novelística de James Salter: It was a very good year.
 
 

Llovía en Ginebra. La estación de autobuses estaba detrás de una iglesia. Sólo había unos pocos pasajeros cuando el conductor apareció, se montó, ocupó su asiento, puso el motor en marcha y se abrió paso en el tráfico al ritmo incesante del limpia parabrisas y de la voz de un humorista que salía de una radio instalada bajo el volante.
 
Poco después, pasaban rugiendo por calles de ciudades pequeñas, casi rozando las fachadas de los edificios laterales. Atrás iban quedando farmacias, árboles verdes, supermercados. Rand lo dominaba todo desde un asiento delantero. Cruzaban vías ferroviarias, fuera veía huertos, almacenes de madera, niñas que corrían bajo la lluvia con el pelo mojado.
 
El cielo se puso lívido. Unos segundos después, ominoso y cercano, retumbó el trueno como un obús. Tenía la sensación de que lo hubieran enviado urgentemente al frente de guerra cruzando fronteras, atravesando campos mojados cubiertos de niebla que se extendían a ambos lados. Era verano, los ríos bajaban de un verde lechoso. Había puentes, cobertizos, cajas de botellas vacías apiladas en patios y, a veces, entre las nubes, asomaban las montañas. No sabía francés. Las poblaciones abarrotadas con sus tiendas y rótulos curiosos... no se las tomaba en serio. Al mismo tiempo, anhelaba conocerlas.
 
Empezaron a aparecer faros en dirección contraria, de un amarillo sulfuroso. Había dejado de llover. Las montañas aguardaban ocultas tras una especie de humareda. Era como si estuvieran preparando el escenario y entonces, de repente, el valle se abrió. Allá, al final, inesperada, bañada en luz, se alzaba la gran cumbre de Europa, el Mont Blanc. Era mayor de lo que uno podía imaginarse, y, más de cerca, estaba cubierto de nieve. Esa inmensa imagen primera le cambió la vida. Fue como si lo ahogara, como si se elevara con lentitud infinita, semejante a una ola, por encima de su cabeza. Nada podía oponérsele, nada sobreviviría. Había arrastrado ciertas ilusiones y expectativas, imprecisas pero emocionantes, por ciudades y terminales muy concurridas, bajo la lluvia. Dormitaba encima de ellas como si del equipaje se tratara, amodorrado por el viaje, y súbitamente, en un momento determinado las nubes se abrieron y desvelaron el símbolo de todo aquello bajo una luz brillante. El corazón le latía de una forma extraña e insistente, como si huyera, como si hubiera cometido un delito.
 
_____________________
 
 
El primer aviso de aviones enemigos llegó con una llamada desde el puente. Bowman corría hacia su camarote para colocarse el chaleco salvavidas cuando sonó la alarma de zafarrancho de combate que todo lo trastornaba. Pasó junto a Kimmel, que llevaba un casco demasiado grande para su cabeza y subía corriendo la escalera de acero mientras gritaba: «¡Ahora sí! ¡Ahora sí!» Ya habían empezado las descargas, toda la artillería de aquel buque y de los más cercanos se sumó al fuego antiaéreo. El ruido era ensordecedor. Las ráfagas se elevaban entre oscuras bocanadas de humo. Sobre el puente, el capitán golpeaba al timonel en el brazo para intentar que escuchase. Los hombres aún se dirigían a sus puestos. Todo estaba sucediendo a dos velocidades, la del estruendo y la desesperada urgencia de la acción, y una de ritmo menor, la del destino, unas motas sombrías que sorteaban los disparos en el cielo. Se hallaban lejos y parecía que el fuego no podía alcanzarlas cuando de pronto comenzó algo distinto. En medio del estrépito, un avión solitario y oscuro descendía virando hacia ellos como un insecto ciego, infalible, enseñas rojas en las alas y reluciente morro negro. Todas las armas del buque disparaban y cada segundo se derrumbaba sobre el siguiente. Entonces, con una gran detonación y un géiser, el barco se escoró bruscamente bajo los pies de los tripulantes: un impacto certero o un roce de costado. Entre el humo y la confusión nadie lo sabía.
-¡Hombre al agua!
-¿Dónde?
-¡A popa, señor!
Era Kimmel, que había saltado creyendo que el avión había alcanzado la santabárbara del barco. El ruido seguía siendo aterrador, se disparaba a todas partes. En la estela del barco, intentando mantenerse a flote entre grandes olas y restos de la explosión, Kimmel desaparecía de su vista. El barco no podía parar máquinas ni dar media vuelta. Se habría ahogado, pero milagrosamente fue avistado y recogido por un destructor al que casi de inmediato hundió otro kamikaze; su tripulación fue rescatada por un se¬gundo destructor que, apenas una hora más tarde, fue arrasado hasta la línea de flotación. Kimmel terminó en un hospital de la Marina. Se convirtió en una especie de leyenda. Había saltado al agua por error y en un solo día presenció más guerra que el resto de los hombres durante toda la contienda. Bowman le perdió después la pista. A lo largo de los años intentó localizarlo varias veces en Chicago, pero sin fortuna. Aquel día se fueron a pique más de treinta buques. Fue la prueba más ardua para aquella flota.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

FERNANDO ARAMBURU. VIAJE CON CLARA POR ALEMANIA. ÁVIDAS PRETENSIONES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, que inicia su quinta temporada en Radio Universidad, tras otras tantas en Onda Cero Salamanca, con la pretensión de seguir ofreciéndoos una recomendación semanal de lectura que pueda resultaros interesante. Hoy, en estos días de un verano que da sus últimos coletazos pero aún influidos por el espíritu alegre y vitalista que el sol y el calor inducen en nuestros organismos y por tanto en nuestros espíritus (si es que cabe la distinción entre ambos), quiero proponeros un par de libros inspirados por ese ánimo optimista y algo eufórico, dos novelas hilarantes y divertidas, desternillantes y repletas de ironía. Y todo ello sin rebajar un ápice las exigencias de calidad a las que siempre someto mis reseñas en esta sección. Se trata, debo aclararlo, pues quizá la mención al humor pueda hacer suponer lo contrario, de literatura, de excelente literatura, de unos libros que admiten distintas posibilidades de lectura, con innumerables planos de interés, con las mismas pretensiones que cualquier otra obra literaria ‘seria’.
 
Aprovecho esta introducción para adelantar también que en estas cuatro primeras emisiones del curso, en un septiembre en el que Radio Universidad aún no emite con regularidad, voy a aprovechar para ofreceros recomendaciones que se alejan levemente de las pautas habituales en Todos los libros un libro, con propuestas especialmente adecuadas para su lectura en este mes que, por la resaca del verano y por el hecho de que las clases aún no han dado comienzo, puede resultar especialmente propicio para disfrutar de los libros, del encantamiento que nos producen las historias contadas. Y así, en estas cuatro emisiones os encontraréis aquí con libros, pues, que en algunas ocasiones -como la de hoy- quizá puedan aparecer en una primera aproximación -y sólo en la superficie- como más “ligeros”, más “accesibles”, sin excesivas “complejidades”. En cualquier caso libros, como ocurre con los que esta tarde os traigo, de autores que ya han sido “analizados” con mayor profundidad con ocasión de una anterior aparición en nuestro espacio (y en relación a los cuales sólo la circunstancia “estacional” -este septiembre de un cierto impasse, un mes que es y no es- permite una mayor laxitud en la aplicación de ese principio autoimpuesto que me impide presentar en mis reseñas obras de escritores ya comentados aquí con previamente).

Pero vayamos ya con las referencias de hoy, que con tanto preámbulo se están haciendo esperar. Se trata de dos relativamente recientes publicaciones de Fernando Aramburu el siempre genial y cada vez más reconocido escritor vasco residente desde hace décadas en Alemania. Y precisamente sobre el país germano gira Viaje con Clara por Alemania, la primera de mis propuestas de hoy, una desopilante novela publicada por Tusquets en 2010. Hace unos meses, Aramburu, cuyo Los peces de la amargura, su extraordinario volumen de relatos, quizá recordéis, pues di noticia de él en Todos los libros un libro hace algunos años, aparte de la enorme repercusión que tuvo el libro en los medios de comunicación de todo el país, presentó en Seix Barral Ávidas pretensiones, otra novela muy divertida, desenfadada, repleta de humor, con la que nuestro invitado de esta tarde ganó el prestigioso Premio Biblioteca Breve.
 
El protagonista de Viaje con Clara por Alemania, en el que podemos ver un trasunto del propio autor, con todas las precauciones que derivan de encontrarnos ante una obra literaria, se deja convencer por su mujer, la Clara del título, para hacer un recorrido de un año por las principales ciudades del norte de Alemania. Clara, alemana, es profesora en un instituto de enseñanza secundaria en su país y está bastante harta de su profesión, de la oscuridad de las aulas, de la grisura de la tarea docente, de sus poco motivados alumnos. Su perpetua aspiración a llevar una vida dedicada a la literatura -de hecho ya ha escrito algún libro que nadie conoce- encuentra un nuevo impulso cuando una editorial le propone la realización de una guía de Alemania. Su marido, que no recibe nombre alguno en la obra, más allá del apelativo, Ratón, con el que le designa su mujer, es un español que lleva pocos años en el país germánico, sin aparente oficio ni beneficio, por lo que recibe de muy buen grado la perspectiva del viaje, al margen de que deteste los museos, las casas natales de los próceres y todas esos habituales peajes de los periplos culturales. Ambos se ponen, pues, en camino con enfoques muy distintos, si bien complementarios. Clara responde al estereotipo germánico, obstinada, algo rígida y cuadriculada, todo organización. Su voluntad de hacer carrera literaria le hace construir a priori los escenarios, las experiencias, los pensamientos que constituirán su guía. Él, escéptico ante la mayor parte de los planteamientos de su mujer, la quiere sin embargo, y por su amor la sigue en sus disparatadas peripecias, la cuida en sus numerosos achaques, le hace indistintamente de chófer, fontanero, cocinero o, más a menudo, de correveidile, pues debe ser él quien visite los distintos lugares que Clara mencionará en la guía, ya que ella misma, enredada en asuntos familiares, en jaquecas sin cuento, en compromisos sociales, muchas veces no conocerá los lugares de los que dará cuenta, con generosas licencias literarias, en su libro. La disparidad de criterios entre ellos produce frecuentes enfados maritales, que son sobrellevados por el sufrido Ratón con escéptica ironía y desenfadado humor. Y son ese tono casi siempre festivo y cómico y el enfoque disparatado de las situaciones y de la existencia en general los que impregnan el libro que nosotros leemos, que es el que, después de todo, acabará escribiendo el español, a escondidas de su mujer y para dar noticia de lo que realmente ocurre en el viaje, una historia mucho más interesante y atractiva, más llena de vida que la que Clara se obstina en pergeñar, con patética impericia y enormes dificultades, para su aburridísima y previsible guía. Frente a la seriedad de Clara, que alardea de su profesionalidad como escritora, Ratón se muestra espontáneo e inocente y aunque con cariño y ternura hacia su mujer descree de esa visión algo impostada de la actividad literaria, de la literatura con mayúsculas que ella parece profesar, si bien se cuida mucho de manifestar ante ella sus discrepancias. Hasta la fecha, relata, no le he contado que yo también escribo, aunque no soy escritor en el sentido en que ella concibe la tarea de escribir. Ni gozo ni sufro cuando en mis ratos libres converso conmigo por escrito, a veces, como en este instante, mientras se cuecen las legumbres sobre el fuego de la cocina. Redacto a mi aire recuerdos de nuestro viaje; pero cuando quiero me detengo y cuando quiero prosigo, sin que jamás me atosiguen la angustia o las responsabilidades, libre de críticos y lectores, de plazos y reglas, como no sea las que respeto sin darme cuenta o por capricho. Que me perdone la literatura si me río de ella.
 
Al final, serán los escritos de Ratón los que verán la luz, tras una serie de peripecias en las que acabará interviniendo el hermano del protagonista, editor, que apelará a los débitos que impone esa relación fraternal para que sus comentarios, escritos sin pretensión alguna, puedan llegar a ser publicados.
 
En Ávidas pretensiones, novela a la que un prestigioso jurado integrado por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Eduardo Mendoza, Elena Ramírez y Carme Riera otorgó, como os decía, el Premio Biblioteca Breve de este 2014, nos encontramos con las mismas coordenadas de humor e ironía, de desenfado y causticidad que en el ya reseñado viaje de Clara y Ratón por la muy cuadriculada Alemania. Fernando Aramburu se proclama reiteradamente -yo he leído más de una declaración suya en ese sentido- incompatible con la solemnidad. Y ese tono escéptico, que cuestiona lúcidamente la seriedad pomposa de (casi) todos los valores, aflora también en esta su última novela, en la que un narrador genial, en el que no es difícil ver la sombra del propio autor, relata los hechos narrados con una distancia socarrona que todo lo cuestiona, que experimenta y juega con el lenguaje y con la realidad que describe, que se ríe, con sorna e ironía infatigables -también con cariño- de la mediocre fatuidad de sus protagonistas. Aunque, siendo justo, sus personajes son merecedores de tan despiadado tratamiento. La novela describe unas imaginarias -pero absolutamente verosímiles- jornadas poéticas en las que una treintena de vates, representando todas las tendencias, todas las “capillitas”, también todos los orígenes geográficos de nuestra muy carpetovetónica España, se reúnen en un fin de semana para intercambiar impresiones, debatir sobre la escritura y sus conflictos, leerse mutuamente sus versos, y otorgar -como corolario y cierre del simposio- un premio literario de dudoso prestigio. No obstante, las pretensiones literarias de los muy singulares personajes que acuden a las Terceras Jornadas Poéticas del Convento de las Espinosas en Morilla del Pinar no constituyen el principal afán que guía sus actos. Nuestros poetas, agrupados, como he dicho, en sus respectivas sectas -los “realitas”, los “metafas”, entre otras-, se mueven en cambio por muy mezquinas pretensiones, por lo que la reunión se convierte en una ocasión para el desmesurado consumo de alcohol, las placenteras efusiones provocadas por la droga, la lujuria desbordante, y la despiadada lucha por figurar en el mundillo poético, por construirse un carrera profesional -en lo que Trapiello llamaba El club de las almendritas saladas- en la que los méritos literarios se ven postergados frente al oportunismo, las recomendaciones, la compra y venta de influencias con su consiguiente peaje de rencores, envidias, celos y feroz competencia entre colegas.
 
El deprimente cónclave lo integran poetas aparentemente ficticios (aunque a veces, por casualidad -dice Aramburu-, los nombres puedan coincidir con nombres reales) en los que el lector avisado puede, no obstante, reconocer a excelsos miembros de nuestro Olimpo lírico, hasta el punto de que resulte legítimo plantearse si estamos ante una novela en clave. El autor, además, parece “jugar al despiste”, induciendo a la confusión en el lector, al dejar que los asistentes a las Jornadas citen con frecuencia a más de un poeta real: Antonio Colinas, Félix de Azúa, Benítez Reyes y otros. La irónica cita inicial del libro abunda en estas aviesas intenciones del inteligente y mordaz escritor: A fin de preservar su vida y la integridad de sus modestos bienes, el autor ha tenido la cautela de asignar nombres ficticios a los actores de la presente crónica. Lo mismo y por la misma razón ha hecho con algunos lugares que pudieran ser fácilmente reconocibles. El resto es todo verdad.
 
La muy divertida descripción de las cómicas vivencias de fin de semana de la patética “pandilla” de excelsos fracasados, la lleva a cabo Aramburu con un lenguaje muy rico -marca de la casa-, un léxico muy cuidado y “anclado” en la tradición más clásica de nuestra literatura -también seña de identidad del escritor-, y la entrega -sutil pero significativa- a experimentos varios en la escritura: juegos con los tiempos en los que se desarrolla la acción, que a veces fluye hacia delante y otras hacia atrás, relatos contados desde distintas perspectivas, la voz del narrador que en ocasiones se observa desde fuera, y algún otro. Resultan muy expresivas, en este sentido, las palabras del autor en una entrevista reciente: Como hago a menudo, durante el proceso de escritura he mantenido el diálogo con una obra de algún escritor, frente a la cual defino mi estilo, los asuntos, el orden de la novela, etc. No quiere decir que haga lo mismo, sino que me estoy definiendo continuamente. Antes de empezar el trabajo por la mañana, leo unas líneas, un par de páginas. A veces, para empaparme de su música, otras veces por distanciarme, en todo caso, me estoy definiendo todos los días, mientras escribo, con respecto a esa obra. Y en este caso tomé a Arno Schmidt, un autor alemán, que murió en 1979, y al que traduje. Era un hombre que no aceptaba las normas gramaticales, ortográficas, de la lengua alemana, sino que él consideraba que escribía creativamente. Inventaba el idioma al mismo tiempo que contaba. Sin embargo, Arno Schmidt escribía contra los lectores, les oscurecía los pasajes, metía citas que quedaban sin aclarar, oscurecía mucho la expresión, y yo he hecho lo contrario, pero he seguido un poco su camino, quizá en paralelo. He procurado que se entienda todo, pero he roto la sintaxis, he escrito frases inacabadas, he fundido palabras, he inventado algunas soluciones lingüísticas distintas de las de Arno Schmidt pero haciendo como él.
 
En fin, no hay tiempo para más, no dejéis de comprar y leer estas dos estimables novelas, Viaje con Clara por Alemania y Ávidas pretensiones, escritas por Fernando Aramburu y publicadas por las editoriales Tusquets y Seix Barral respectivamente. Además de conocer unas obras literariamente muy estimables, os procuraréis unas horas muy placenteras y, os aseguro, infinidad de carcajadas. Yo mismo no he podido abandonar la sonrisa a lo largo de los días (pocos, pues ambos libros se leen con extraordinaria facilidad) en los que he convivido con la historia viajera de Ratón y Clara, y con las disparatadas peripecias de las muy singulares Jornadas Poéticas del Convento de las Espinosas en Morilla del Pinar.
 
Os dejo con un fragmento del primer libro, muy representativo de ese tono humorístico. Y trayendo por los pelos la mención a Alemania en su título, os ofrezco Berlín, una preciosa canción de Coque Malla interpretada por su autor junto a la bella Leonor Waitling.
 

Era una noche estrellada, de olores tibios, de aceras con faroles solitarios como los que gustaba de evocar el escritor Wolfgang Borchert en aquellos cuentos y poemas sobre Hamburgo que nos hacía analizar la profesora del curso de alemán en Gotinga. Una noche idónea para tomarse en serio la pesca con caña a orillas del Elba o para cometer por las buenas un asesinato. Pero como no soy pescador ni asesino, o al menos no se me ha presentado la necesidad de serlo hasta la fecha, y como tampoco me apetecía aquella noche de sábado meterme a comer palomitas de maíz en un cine ni bombones en un cementerio, decidí entregarme al impulso de ver vulvas desconocidas, sin despreciar otros componentes de la figura femenina de importancia ginecológica menor. Tan pronto como hube salido del garaje subterráneo del hotel, me di a trazar un plan, estimulado por un cosquilleo placentero detrás de las orejas. Este síntoma, ahora que lo pienso, se ha ido haciendo cada vez más raro en mí. Sólo lo experimento cuando me acomete una viva sensación de libertad. Y aquella noche, en Hamburgo, el cosquilleo era tan intenso que me aturdía. Consideré, incluso, según bajaba por la calle, la posibilidad de pegar un acelerón y arrojarme con el coche a las aguas del Alster, en modo alguno por cansancio de la vida; antes al contrario, por hacer un uso alegre y sin restricciones de aquella capacidad absoluta de decisión que me exaltaba, si bien al final no me suicidé por no mojarme.